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DE LA MADRE DE LOS OPRIMIDOS A LA MADRE DE LA LIBERACIÓN

 

Hasta este momento he intentado diseñar la teología popular mariana subyacente en las expresiones de la piedad mariana de América Latina. Es una teología que, aunque de alguna manera es sentida por todos los sectores sociales, sin embargo es vivida preferentemente por los pobres y sencillos, como ha indicado Puebla,~ de tal manera que la podríamos denominar la «mariología de los pobres y de los oprimidos». Se trata, como indiqué al principio de este trabajo, de una teología precientífica, espontánea y no formulada en proposiciones científicas, sino en el complejo lenguaje simbólico de la vida sellada por la fe.

Es una teología, como toda teología, con sus grandezas, con sus posibilidades, con sus limitaciones y con sus errores. Sin duda que los pobres son un lugar privilegiado en el que Dios se manifiesta. Pero víctimas de las estructuras, también en muchas ocasiones se encuentran oprimidos internamente por las limitaciones y errores de su propio universo cultural. Y es en ese universo en el que se encuentra por la fe la presencia de María, con todas sus posibilidades, pero simultáneamente cautiva en una mariología que asume las limitaciones de la cultura de los oprimidos.

Por ese motivo, si el análisis de la mariología popular latinoamericana nos permite comprender a María como la Madre de los Pobres y Oprimidos —incluyendo también bajo esta denominación la totalidad de América Latina—, también la podríamos llamar simultáneamente como Madre Cautiva o en el Cautiverio, ya que muchas de las virtualidades evangélicas y evangelizadoras de María tienden a ser desconocidas o bloqueadas por el propio contexto cultural, en el que María queda aprisionada por una mariología al mismo tiempo valiosa y deficiente.

Esta liberación de María del cautiverio, al que se encuentra sometida por las deficiencias de una mariología y de una cultura —liberación de María, que simultáneamente es liberación de sus hijos—, ha de realizarse con la energía y la fuerza del mismo dato revelado, capaz siempre de evangelizar a la misma mariología y a la cultura que lo ha recibido, concientizando salvíficamente al sujeto de dicha mariología y de dicha cultura, el pueblo latinoamericano, de las limitaciones y contradicciones opresivas de su propia cultura y de su propia teología.

 

 

Nueva historia y nuevo momento mariológico en América Latina

 

Pero el momento actual de América Latina es un momento providencial y de gracia, para iniciar también un nuevo momento de la mariología popular, ya que todo el continente se ha situado en una radical perspectiva soteriológica bajo el signo de la liberación?95

No es ésta la ocasión para desarrollar todo lo que significa este nuevo hito en la historia de América Latina, además de que ha sido tema ya tratado por muchos. Sólo me referiré a aquellos puntos que pueden tener una incidencia especial en la elaboración de la nueva mariología y que pueden ser útiles en el compromiso de una nueva evangelización ante las perspectivas de V Centenario del nacimiento de América Latina y de la civilización del amor del año 2.000, según la esperanza proclamada por Juan Pablo II.

La Iglesia, y la fe de la Iglesia, consciente de encontrarse en un continente que, con todos sus pecados y deficiencias, es casi globalmente Iglesia, ha asumido como propio este despertar humano del hombre, del pueblo y de toda América Latina que se expresa en un grito y una esperanza de liberación. Pero como Madre Evangelizadora, lo asume responsablemente, procurando que tanto el término del proyecto, como el camino que lleva hasta él y los propios hombres que han de realizarlo se encuentren profundamente cualificados de Evangelio, consciente de que en el Evangelio se encuentran la autenticidad y la energía originales de una verdadera y plena liberación.

Asumido el proyecto por la Iglesia, la fe ilumina y fortalece el significado de su objetivo, de su proceso y de su punto de arranque.

El objetivo de dicho proyecto, desde la perspectiva de la fe, se puede nombrar como «liberación evangélica o evangelizada», lo que implica que al término del proceso no quede traicionada la causa de los pobres.96

Este objetivo, formulado por la Iglesia, incluye tres aspectos complementarios: el estructural, el cultural y el religioso.

El primero supone la desaparición de estructuras generadoras de injusticia, que han de quedar sustituidas por otras estructuras generadoras de justicia.

El segundo implica «la renovación y transformación evangélica de nuestra cultura. Es decir, la penetración por el Evangelio de los valores y criterios que la inspiran, la conversión de los hombres que viven según esos valores y el cambio que, para ser más plenamente humanas, requieren las estructuras en que aquellos viven y se expresan».97 Este punto de  la «renovación cultural» es fundamental, dado que las estructuras se concretan en el contexto de una cultura determinada, a cuyo servicio se encuentran, siendo al mismo tiempo manejadas por hombres que pertenecen a la misma cultura.

Por último, el tercer aspecto a conseguir en el horizonte de la «liberación evangélica y evangelizada» es el religioso, que en nuestro caso es el paso de una fe débil a una fe fuerte, y de una religiosidad popular ambigua a una religiosidad popular profundamente evangelizada. En efecto, no podemos olvidar que es desde la fe, y desde la fe en Jesucristo, en la pureza del dato revelado, donde se descubren toda la profundidad y exigencia de la dignidad de la persona humana y su dimensión trascendente con respecto a Dios. Es la fe, como posibilidad escatológica del hombre, la que denuncia al placer, a la riqueza y al poder cuando pretenden transformarse en «ídolos».

Es también la fe la que, desde las dimensiones de la esperanza y la caridad descubre, valora y significa el sacrificio, la pobreza activa y el servicio en la realización del hombre y de la comunidad humana. Y, por último, es la fe la que, con un sentido de profundo realismo, concientiza al hombre de la tentación y de la situación de pecado, de las que continuamente ha de ser salvado por el Dios que nos salva, abriéndonos a la trascendencia del Cristo glorioso.

Ahora bien, al término de este objetivo ha de llegarse a través de un proceso, proceso de «liberación», que ha de ser asumido primaria y principalmente con toda responsabilidad por el propio pueblo latinoamericano.

La Iglesia, desde su perspectiva de fe en el Evangelio, postula un dinamismo en el que se conjuguen complementariamente una «liberación humana y evangelizada» y una «evangelización liberadora».

El postulado de la dinámica de una «liberación humana y evangelizada» supone que no debe darse una discontinuidad entre el objetivo y el proceso mismo, rechazando los postulados maquiavélicos de que el «fin justifica los medios» y de que el «mal ha de ser vencido por el mal», lo que en el fondo implica dos preguntas, no siempre suficientemente contestadas: ¿Cuál es el fin? ¿Qué significa vencer el mal? De las respuestas a estas dos preguntas dependen los ideales de los comprometidos en el proceso de la liberación y la metodología empleada por ellos.

La «liberación humana y evangelizada» implica un rechazo de la violencia —interpretada como el uso de cualquier medio inhumano e inmoral y, en la medida de lo posible, antievangélico, en cuanto que el Evangelio llega más allá de las meras exigencias éticas—, y del «machismo», conforme al diseño cultural anteriormente presentado. Así la mujer queda también incorporada al proceso, asumiendo toda su responsabilidad y capacidad social, pero sin ceder a la manipulación de ser enmascarada como un macho, sino estableciendo el equilibrado binomio varón-mujer.

La «liberación humana y evangelizada» exige sujetos activos liberadores en proceso de conversión cultural y humana, conscientes del valor del «ser más» y del poder que se fundamenta sobre la fortaleza de la verdad, de la justicia, de la misericordia y del amor, incluso, en la medida de lo posible, con capacidad «martirial» como la de Mons. Oscar Romero o la de Ghandi.

La «liberación humana y evangelizada» es aquella que, para alcanzar sus objetivos, pone su confianza en la libertad interna mantenida en medio de la opresión, en el nivel de humanidad alcanzado por los hombres comprometidos, en el esfuerzo de superación y de progreso en la capacitación con espíritu de servicio. La «liberación humana y evangelizada» es la que, situada en el palenque de la lucha, no cede a la tentación de transformar a sus hombres en bestias o en machos, sino en promoverlos como más hombres y más humanos, consciente de la superioridad del hombre humanizado sobre el hombre bestializado.98

Junto a los diferentes movimientos seculares de «liberación», en la Iglesia se articula originalmente un proceso de «Evangelización liberadora», cuyo objetivo más específico es promover el paso de una fe débil a una fe fuerte, y de una religiosidad popular ambigua a una religiosidad popular profundamente evangelizada, lo que implica simultáneamente la evangelización de la cultura y de las culturas latinoamericanas, tomando como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios. 99

Pero este proceso de «Evangelización liberadora», al mismo tiempo que mantiene como su función más específica el servicio a la fe en Jesucristo y en su Iglesia 100 y al crecimiento y maduración de la misma fe (Rom. 1, 17), tiene otras funciones que desarrollar desde la especificidad de la misma fe y del dato revelado. Entre ellas sobresalen: la confirmación evangélica y teológica de la legitimidad de «las exigencias de la promoción humana y de una liberación auténtica» 101; la concientización de la dinámica de pecado en la que se encuentran situadas las estructuras y la cultura, y la clarificación continua del objetivo al que se pretende llegar en el horizonte de las exigencias del Reino de Dios; la evangelización de los mismos procesos de liberación, dado que «la verdad del hombre exige que este combate se lleve a cabo por medios conformes a la dignidad de la persona humana»102; la promoción de la responsabilidad de «cristianos con vocación de santidad, sólidos en su fe, seguros en la doctrina propuesta por el Magisterio auténtico, firmes y activos en la Iglesia, cimentados en una densa vida espiritual.., perseverantes en el testimonio y acción evangélica, coherentes y valientes en sus compromisos temporales, constantes promotores de paz y justicia contra violencia u opresión, agudos en el discernimiento crítico de las situaciones e ideologías a la luz de las enseñanzas sociales de la Iglesia, confiados en la esperanza en el Señor» 103

El punto de arranque en este proceso, como condición de posibilidad del mismo proceso, desde la responsabilidad específica de la Iglesia, es el testimonio de una Iglesia en América Latina más evangelizada y más evangelizadora, como apuntaba Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi.104 Puebla ha propuesto con claridad la Iglesia que se ha de modelar dentro de las exigencias de nuestra actual situación:

«La Iglesia evangeliza, en primer lugar, mediante el testimonio global de su vida. Así, en fidelidad a su condición de sacramento, trata de ser más y más el signo transparente o modelo vivo de la comunión de amor en Cristo que anuncia y se esfuerza por realizar. La pedagogía de la Encarnación nos enseña que los hombres necesitan modelos preclaros que los guíen. América Latina también necesita tales modelos».105 A continuación establece el tipo de modelo: «Cada comunidad eclesial debería esforzarse por constituir para el continente un ejemplo de modo de convivencia donde logren aunarse la libertad y la solidaridad. Donde la autoridad se ejerza con el espíritu del Buen Pastor. Donde se viva una actitud diferente frente a la riqueza. Donde se ensayen formas de organización y estructuras de participación, capaces de abrir camino hacia un tipo más humano de sociedad. Y, sobre todo, donde inequívocamente se manifieste que, sin una radical comunión con Dios en Jesucristo, cualquier otra forma de comunión puramente humana, resulta a la postre incapaz de sustentarse y termina fatalmente volviéndose contra el mismo hombre».106 E inmediatamente añade el documento que la Iglesia «debería ser la escuela donde se eduquen hombres capaces de hacer historia, para impulsar eficazmente con Cristo la historia de nuestros pueblos hacia el Reino».107 Este último tema lo desarrollará especialmente en los números 278 y 279.

Esta renovación profunda de la Iglesia, coherente con la situación actual de América Latina, exige también en su interior una «conversión» de su teología, de la teología y de la cultura populares en ella vividas, y, de un modo particular, de la mariología tanto científica como popular, siguiendo las orientaciones dadas por Pablo VI en la Marialis Cultus: «Quisiéramos notar —escribe el Papa—, que las dificultades a las que hemos aludido están en estrecha conexión con algunas connotaciones de la imagen popular y literaria de María, no con su imagen evangélica ni con los datos doctrinales determinados en el lento y serio trabajo de hacer explícita la palabra revelada; al contrario, se debe considerar normal que las generaciones cristianas que se han ido sucediendo en marcos socio-culturales diversos, al contemplar la figura y la misión de María —como Mujer nueva y perfecta Cristiana que resume en sí misma las situaciones más características de la vida femenina porque es Virgen, Esposa, Madre—, hayan considerado a la Madre de Jesús como ‘modelo eximio’ de la condición femenina y ejemplar ‘limpidísimo’ de vida evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos según las categorías y los modos propios de su época. La Iglesia, cuando considera la larga historia de la piedad mariana, se alegra comprobando la continuidad del hecho cultural, pero no se vincula a los esquemas representativos de las varias épocas culturales ni a las particulares concepciones antropológicas subyacentes, y comprende cómo algunas expresiones del culto, perfectamente válidas en sí mismas, son menos aptas para los hombres pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas».108

Incluso el mismo Pablo VI hace una advertencia de extraordinaria trascendencia para nuestro caso: «Ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles no precisamente por el tipo de vida que Ella llevó y, tanto menos, por el ambiente sociocultural en que se desarrollé, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios; porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio; porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente».109

 

 

La situación opresión-liberación como nuevo lugar hermenéutico

 

Teniendo en cuenta las claras orientaciones de Pablo VI en la Marialis Cultus, y la nueva situación de conciencia que se ha despertado en América Latina, podemos afirmar con Leonardo Boff que esta nueva situación, determinada por el binomio opresión-liberación, se constituye en un lugar hermenéutico del dato revelado «María»,110 pudiendo originar un nuevo momento de la mariología tanto científica como popular de América Latina: la mariología de María «Nuestra Madre Liberadora».

Este lugar hermenéutico puede ser vivido a dos niveles diferentes: a un nivel espontáneo, irreflejo y vivencial por el pueblo; y a un nivel también científico y reflejo por el teólogo. Según mi punto de vista, la nueva mariología latinoamericana se ha de realizar tanto por el pueblo como por el teólogo desde el mismo lugar hermenéutico, pero con una estrecha colaboración entre ambos.

En efecto, el pueblo en la medida en que, manteniendo su fe, concientice su nueva situación de «opresión-liberación», espontáneamente tenderá al descubrimiento de la Virgen como «Nuestra Madre Liberadora», asociándola a su proyecto de liberación, como ya se hizo en el período de la Independencia, cuando a la Virgen incluso se la nombré, en repetidas ocasiones, con los títulos militares de «Generala» o de «Mariscala». Es evidente que se trataba de una época en la que la liberación y el triunfo se simbolizaban militarmente en el poder de las armas y, desde esta perspectiva, la figura de María quedaba primariamente vinculada con los ejércitos.

Pero no podemos olvidarnos que nuestra cultura popular está fundamentalmente marcada por el triángulo anteriormente propuesto, «opresión-machismo-experiencia campesina», con todos los desequilibrios y contradicciones culturales que se originan, principalmente por el factor del machismo, y que peligrosamente han incidido en la propia mariología popular tradicional de nuestros pueblos. Estos mismos factores, no suficientemente criticados y renunciados, podrían seguir incidiendo peligrosamente en la génesis de la nueva mariología.

De ahí surge la importancia del trabajo del teólogo científico en su esfuerzo mariológico, teniendo en cuenta las «opresiones culturales» de las que ha de salvarse la mariología, y de las que también María evangelizadoramente quiere liberar a sus hijos. Así la teología científica vuelve a recobrar su función de «ciencia orgánica» en relación a la misión de la Iglesia, y, más en concreto, de la misión específica de la Iglesia en el hoy y en el futuro de América Latina, en el que han de encontrarse comprometidos todos los cristianos.

 

 

Maria, Nuestra Madre de la Liberación

 

Pienso que la nueva mariología, popular y científica, que ha de elaborarse en América Latina, simultáneamente ha de marcar la continuidad y la discontinuidad con la del pasado.

Ha de marcar la continuidad, porque detrás de la mariología se encuentra la realidad de la misma María que el Señor, de una manera providencial, ha querido incorporar a la Historia de la Salvación, y es la única María en la que creen nuestros pueblos. Pero además, porque continúa siendo plenamente válida en nuestra cultura latinoamericana la intuición primigenia de María como «Nuestra Madre», dato, por otra parte, coincidente con el texto bíblico: «Esa es tu madre» (Jn. 19, 27).

Pero se ha de establecer simultáneamente una discontinuidad, ya que vamos a encontrarnos con una María Evangelizadora que nos conduce a la liberación de muchos aspectos anteriormente olvidados, e incluso liberadora de determinadas formas de entender la liberación, formas que conllevan internamente la corrupción del mismo pueblo o que lo sujetan a nuevas cadenas de opresión.

Brevemente quiero apuntar algunos de estos aspectos, que todos se relacionan estructuralmente entre sí: María como Liberadora de la Mujer; María, liberadora del fatalismo y del inmanentismo social; María, liberadora de las cadenas del machismo; María, liberadora de la división de los hermanos por el misterio de su Maternidad Universal.

 

 

María, mujer antes que madre

 

La «maternidad-cultural» de la cultura popular, si salva de alguna manera a la mujer en la medida que se constituye en «nuestra madre», sin embargo socialmente no logra salvarla en cuanto es sólo mujer, de tal forma que, en el contexto machista, aparece como la más oprimida de los oprimidos, e incluso la oprimida de los mismos oprimidos. Y ahí es donde ha de comenzar la liberación de María, que como Madre también ha hecho la opción preferencial por los más pobres entre los pobres de sus hijos, que en este caso es la mujer.

Para ello es importante el concientizar que bíblica e históricamente María, antes que madre, fue mujer, y que fue precisamente su ser mujer la condición de posibilidad para realizar en la historia de la salvación la misión más importante que haya sido encomendada por Dios a ninguna criatura puramente humana.

Para un pueblo y un continente en situación de opresión es fácil concientizar que María, antes de ser madre, era una mujer de un pueblo, Israel, colonizado y ocupado militarmente por el Imperio Romano.111 Además pertenecía a la modesta clase artesanal de los que vivían en la Galilea y en un olvidado pueblo denominado Nazaret. Y «aunque la mujer nunca haya gozado de gran libertad en épocas anteriores, su situación es todavía peor en tiempos de Jesucristo. El judaísmo de entonces está más fuertemente marcado por la creciente importancia de los sacerdotes, rabinos y doctores de la ley, con el consecuente desprecio de las mujeres, reforzado por motivos religiosos. Se las excluía prácticamente de la vida religiosa del pueblo. Estaban dispensadas de varios preceptos, una vez que se las encuadraba en la despreciable trilogía:

mujeres, esclavos y niños. No contaban para nada en la sinagoga y en el templo, y participaban de los oficios desde un lugar separado, sin permiso para hablar. No tenían derecho a testimoniar en los tribunales ni a la instrucción. El rabino Eliezer Ben Hyrcano enseñaba que ‘aquel que instruía su hija en la ley era un tonto’. Tampoco contaban en la cena pascual. Filón de Alejandría afirmaba que los esenios no se casaban porque el nivel espiritual de las mujeres era demasiado bajo».112

Sin embargo, María, siendo mujer en esos condicionamientos sociales, era una mujer simultáneamente religiosa y consciente de la situación real en la que se encontraba su pueblo, como se manifestará en el cántico del Magníficat.

Viviendo en esa situación contradictoria, se siente salvada por Dios: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque se ha fijado en la humillación de su esclava» (Lc. 1, 46-48), donde la palabra «humillación» tiene una incalculable densidad de referencias históricas y sociales.

La salvación de María, por el contexto, es evidente que está ligada a la misión histórica que Dios le ha encomendado a María, y que tiene su expresión en la maternidad mesiánica Pero se trata de una maternidad que transciende el hogar, inaugurando la época escatológica de la historia.

Más aún, con ocasión de una alabanza popular a la madre de Jesús, él mismo transciende el tema afirmando que lo importante es escuchar la palabra de Dios y ponerla por obra (Lc. 8, 21), independientemente del sexo al que pertenezca, como posteriormente afirmará el mismo Pablo en Gálatas, que es considerada como la carta magna de la fe cristiana (Gal. 3, 28). Queda transcendida, de esta manera, la mera sexualidad de la mujer, para descubrirla como persona con responsabilidades y posibilidades equivalentes al varón con relación a Dios, a la sociedad y a la historia. Así queda restituido por la fe, frente a los prejuicios sociales y culturales, el equilibrado binomio varón-mujer del día de la creación, cuando Dios hizo al «hombre», es decir, varón-mujer, a su imagen y semejanza, constituidos ambos con la misma dignidad humana.

María ha de aparecer como el símbolo que nos brinda la fe de la liberación de la mujer, oprimida en el contexto de un pecaminoso universo machista, restituyéndole su dignidad y su dimensión específicamente social, tanto en la comunidad religiosa como en la profana.

 

 

Maria, la mujer de la historia, frente al fatalismo

 

Otra característica de María, desde el lugar hermenéutico en el que América Latina se encuentra situada, es constituirse en demoledora del fatalismo típico de las culturas cíclicas campesinas, sometidas inevitablemente a los condicionamientos ecológicos y atmosféricos en los que viven. El mundo campesino, sensibilizado «fatalmente» por esta experiencia, tiende a proyectar el fatalismo cósmico sobre la sociedad y la historia, atribuyendo las situaciones en las que se encuentra o bien a un voluntarismo divino o bien a un poder maléfico superior a las posibilidades del hombre.

María, la mujer de la fe y la mujer pobre de Israel, muestra, en el cántico del Magníficat, una interpretación simultáneamente histórica y religiosa de la situación de la sociedad en la que vive el hombre, despertando una esperanza de liberación y rechazando toda concepción fatalista.

La experiencia de María es la experiencia de Israel, el Israel de Egipto, el Israel del exilio, el Israel sometido al Imperio Romano. La causa de la situación la encuentra María en el pecado, es decir, en la libertad corrompida y opresora de algunos hombres, a los que gráficamente describe con la trilogía soberbios-poderosos-ricos, trilogía de fuerte resonancia bíblica. Se trata de hombres que, olvidados de Dios, se han constituido a sí mismos como dioses en medio del pueblo, confiados en el poder de la violencia-homicida y del dinero, que tienen entre sus manos, y que son los ídolos a los que adoran y en los que tienen depositada su confianza. Dichos hombres son los que generan y mantienen a su alrededor un pueblo de hombres humillados y hambrientos.

La tentación de los humillados y hambrientos es la desesperanza fatalista. Pero María, desde su propia experiencia y desde la experiencia de la historia de su pueblo, cree que el pensamiento de Dios es diferente.113 Los humillados y hambrientos, pero «humildes y pobres», saben que frente a la libertad corrompida de los poderosos se encuentra la libertad salvífica de Dios, de quien pueden afirmar que El es «mi Salvador». Es una decisión salvífica de Dios que primero se concreta en el nacimiento de la esperanza en el corazón de los pobres —esperanza que se fundamenta en la confianza en el Señor—, y que se despliega históricamente, unas veces con la postura decidida de Moisés —un hijo del propio pueblo humillado—, y otras veces con el inesperado ataque realizado por Ciro —un extranjero, extraño al pueblo—, en contra de Nabucodonosor, que redundó en la salvación y liberación del pueblo de Dios.

María se abre con una clara conciencia de que la sociedad se construye y se cambia históricamente por el juego de la libertad de los hombres; son los hombres, y no otros poderes extraños, los que hacen la historia, porque el hombre es el protagonista de la historia. Pero al mismo tiempo, cree que la extraordinaria fortaleza y poder, con los que se suele mostrar la libertad corrompida por el pecado, internamente son débiles y se apoyan sobre pies de barro. La verdadera fortaleza se encuentra en el Dios Salvador que se manifiesta al oprimido, que es el Dios del Amor, el Dios de la Verdad, el Dios de la Justicia, el Dios de la Misericordia. Esas son las armas que aceptadas y articuladas en la libertad activa de los pobres, históricamente hacen caer a los opresores y abren la posibilidad de construir una nueva sociedad constituida y dirigida por «humildes y pobres». Es la sociedad de la María Liberadora.

 

 

La María Cristológica frente al machismo

 

Cuando la conciencia fatalista del mundo de los pobres se rompe y desaparece, transformándose por la fe en una conciencia histórica y abierta por la esperanza de la liberación, corre el riesgo, dentro de una cultura dominada por el machismo y por el pecado —pecado de la opresión introyectado en el oprimido—, de pretender alcanzar la liberación por el tradicional sistema machista y con los mismos medios en los que apoya su poder el pecado activamente opresor y generador de todo tipo de injusticias.

La María de la Evangelización Liberadora no debe quedar de nuevo cautiva dentro de una mariología popular en la que se hacen presentes viejas, tradicionales y deficientes categorías históricas y culturales. Consecuente con su propia misión, la María de la Liberación, ha de mostrar un nuevo camino a sus hijos diciendo: «Haced lo que El os diga» (Jn. 2, 5).

Esta palabra de María me parece de enorme importancia en nuestro lugar hermenéutico latinoamericano.

Es una palabra que desvía la atención del «poder milagroso» de Nuestra Madre, para centrarla en la misión trascendental e histórica que Dios ha encomendado a la Mujer-María. La importancia y la grandeza de María se encuentran en haber aceptado y puesto por obra la misión recibida por Dios, misión que trasciende al hogar y se pone al servicio de la historia de la salvación. En esta palabra vuelve a aparecer implícitamente que la validez en la historia no consiste en ser varón o mujer, sino en ser capaz de asumir la misión dada por Dios.

Al mismo tiempo, es una palabra que saca al hombre del mero pasivismo esperanzado en el milagro, forzándolo a que asuma su propia misión y responsabilidad, consciente de que Dios lo ha hecho protagonista de la historia.

Pero lo más importante de todo es advertir que la misión de María es centrar la atención de todos sus hijos en Cristo: «Haced lo que El os diga». Se trata de una mariología evangelizadoramente cristológica, tan necesaria en América Latina. La misión de María, desde su dimensión humana, es similar a la del Padre-Dios, ya que «tanto amó Dios (Padre) al mundo que dio a su Hijo único, para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en El. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo por El se salve» (Jn. 3, 16-18).

La clave de María Liberadora está en mostrar a Cristo como el Hombre Nuevo para la construcción de un Mundo Nuevo, como el Modelo, como el Camino, como el único Salvador y Liberador, al que hay que oír, por encima de cualquier otra voz, para conseguir que en un mundo que se ha quedado sin vino —símbolo de la sangre y, consiguientemente, de la vida, y desde la fe, de la Vida de Dios—, pueda volver a tener la alegría y el vino, porque «el vino alegra el corazón del hombre» (Ps. 103, 15).

La orientación cristológica de la mariología liberadora propone al Varón-Jesús como nuevo modelo y punto de arranque de la verdadera liberación, Varón que críticamente pretende liberar a la cultura latinoamericana del opresor machismo, inaugurando un modo nuevo de liberación y un nuevo estilo de liberadores: «Haced lo que El os diga».

El antimachismo de Cristo tiene dos aspectos bien marcados. El primero está relacionado con su concepción de la mujer, y con el modo de relacionarse con ella y de incorporarla activa y plenamente a su misión. Como ha escrito Vila Moreira, «en el contexto ideológico de su época, Cristo puede ser considerado un ‘feminista’, no por haber predicado explícitamente la liberación de la mujer, sino sobre todo por haber roto con tabúes vigentes, por haber sostenido la igualdad entre los dos sexos y haber tratado a la mujer como persona, a pesar de los condicionamientos sociales y religiosos» 114

El segundo aspecto del antimachismo de Cristo es mucho más radical y afecta intrínsecamente al proceso mismo de la liberación. En efecto, como ya indicamos anteriormente, el machismo se origina en un universo cultural dualista y maniqueo. Es en el sector de la sociedad dominado por el mal donde se produce el «valor» macho, como única posibilidad de enfrentar dicha realidad, asumiendo también, como únicos constitutivos del «valor-macho», la fuerza violenta y la sagacidad-mentirosa.

Frente a esta realidad, Jesús aparece como un varón distinto y nuevo en su misión salvífica y liberadora. En primer lugar, se despoja conscientemente del «machete», el clásico adorno del macho. Así le dice a Pilato: «Si mi reino fuese de este mundo —es decir, de esta cultura violenta y pecaminosa—, mis soldados habrían luchado para que no cayese en manos de los judíos» (Jn. 18, 36). Y no tiene soldados, es decir, violencia y poder del homicidio, por convencimiento, como se lo expresa a Pedro cuando le ordena guardar su machete: «Vuelve el machete a su sitio, que el que a hierro mata, a hierro muere. ¿Piensas que no puedo acudir a mi Padre? El pondría a mi lado ahora mismo más de doce legiones de ángeles» (Mt. 26, 52-53). Y no se trataba de frases simbólicas, ya que históricamente había renunciado a un caudillaje armado cuando las masas entusiasmadas quisieron proclamarlo como su rey (Jn. 6, 15).

Aunque recomienda la prudencia (Mt. 10, 17), sin embargo, de ninguna manera y en ninguna circunstancia admite la mentira o el engaño, porque El es «la Verdad» (Jn. 14, 6), y tiene por misión «ser testigo de la verdad, para eso nací y vine al mundo» (Jn. 18, 37). Y no tiene miedo a decir y a exigir: «Lo que os digo de noche, decidlo en pleno día, y lo que escucháis al oído, pregonadlo desde la azotea» (Mt. 10, 27).

La confianza soteriológica de Jesús está depositada en la fuerza de la verdad, de la justicia y del profundo y trascendente humanismo de la misión que el Padre le ha encomendado para la salvación del mundo. Por eso es el hombre libre, plenamente libre para realizar su misión: libre frente a los tabúes, los prejuicios e incluso frente a las leyes deshumanizadas de la época; libre para denunciar los abusos, la hipocresía y la corrupción; libre, desde su profunda comunión con Dios, para creer prácticamente en el valor y en la fuerza del hombre cuando se hace profundamente humano; libre para afirmar que nunca se tiene tanto poder como cuando se ama al enemigo (Mt. 5, 43-48), incluso con gestos bien determinados (Mt. 5, 38-42), pero denunciando simultáneamente su opresión y actuando al margen de sus leyes injustas cuando éstas quieren imponer en su conducta una deshumanización; libre para congregar a otros hombres que quieran participar de su misma misión y de su mismo estilo de vida.

Cierto que Jesús plantea una lucha por la liberación integral del mundo. Pero su originalidad está en que, para conseguir este objetivo, fiado en la fe en Dios y en el hombre —imagen y semejanza de Dios—, rechaza la lucha del hombre-macho contra el hombre-macho, para transformarla en el enfrentamiento entre el hombre-humano y el hombre-macho, sabiendo que el sólo plantear la lucha en estos términos ya es la primera victoria y la victoria —«Tened confianza, porque yo he vencido al mundo» (Jn. 16, 33)—, teniendo la esperanza, con la acertada expresión de Mesters, de que al final el opresor será destruido, y lo que quedará de él será el hermano, el compañero, el amigo.115

Esta evangelización de Jesús para conseguir un proceso de «liberación humana», frente a un mundo de opresión deshumanizada y machista, es escandalosa para un universo machista, al ver que en un hogar en el que no se tiene vino y hace falta el vino, se propone como solución llenar los recipientes con agua. En un universo machista la solución y el camino del «agua», parece una solución de locos, de inconscientes, incluso suicida. En efecto, es el suicidio o la anulación del machismo. Pero María, la Madre, dice con absoluta confianza: «Haced lo que El os diga», segura de que se producirá el milagro ante los incrédulos ojos de los hombres compenetrados con el machismo. No podemos olvidar que «en Caná de Galilea comenzó Jesús sus señales, manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron más en El» (Jn. 2, 11).

El machismo, cuando se enfrenta ante la problemática de la vida, no obstante su confianza en la fuerza bruta y en la mentira, sobre todo en situaciones límites, suele desarrollarse dentro de la dialéctica del fatalismo y del mesianismo. La María Liberadora se enfrenta también con esta dialéctica mítica y ahistórica, enseñando la marcha de la historia de salvación y de liberación como un proceso, simultáneamente doloroso y de maduración. Así se muestra en el desarrollo teológico del Evangelio de San Juan. Entre el acontecimiento, «primer signo», de Caná de Galilea y la presencia del Resucitado ante María Magdalena, aparece el cuadro de la Madre junto a la cruz de Jesús (Jn. 19, 25).

Ante el mismo hecho hay dos claves diferentes de interpretación. En la clave del machismo se trata del hombre vergonzosamente derrotado, e ingenuamente vencido, porque no ha sabido plantear la lucha en el mismo terreno y con las mismas armas del enemigo. Para el machismo, la muerte de Cristo será un dato de que con su método no se puede luchar en «este mundo», y como símbolo se reduciría a ser signo de esperanza celestial y de perdón de los pecados para los que tienen que padecer la derrota, después de haber estado compenetrados con el estilo de vida de los que habitan en el mundo de los machos.

Desde la clave de María, la significación del hecho es totalmente distinta. Para ella, lo mismo que para el evangelista Juan, toma toda verdad y plenitud la leyenda escrita sobre el «ajusticiado»: «Jesús Nazareno, el Rey de los Judíos» (Jn. 19, 19). La fuerza bruta y las mentirosas intrigas políticas pueden asesinar a un hombre, con la cobertura incluso de haberlo «ajusticiado». Pero no pueden matar la fuerza de la verdad, de la justicia y del amor de un hombre que sólo quiso luchar con esos instrumentos, sin posibilidades de ser confundido con una bestia. Por eso, a la luz de María, el derrotado aparece como un Mártir que prueba al mundo «que hay culpa, inocencia y sentencia: primero, culpa porque no creen en mí; luego, inocencia, y la prueba es que me voy con el Padre (...); por último, sentencia, porque el jefe del orden presente ha salido condenado» (Jn. 16, 8-11). Más aún el proceso de salvación y de liberación iniciado por Jesús no ha terminado como un fracaso con la muerte de Jesús. El hecho lo ha comprobado María en la misma cima del Calvario junto al cadalso del asesinado. Nace una nueva generación de Cristos, cuando Jesús antes de morir le dice a su Madre señalando a Juan: «Mujer, ése es tu hijo» (Jn. 19, 26). Al mismo tiempo comienza a resquebrajarse el sólido mundo de la fuerza y de las traiciones: El capitán del pelotón de ejecución confiesa que «realmente, este hombre era inocente» (Le. 23, 47); el traidor reconoce que «he pecado, entregando a la muerte un inocente» (Mt. 27, 4); el juez acomodaticio repetirá incansablemente que no encuentra ningún cargo contra El (Jn. 18, 39/19, 4-6); el malhechor de oficio encuentra una nueva posibilidad de vivir: «Acuérdate de mí cuando estés en tu reino» (Le. 23, 42); e incluso los irreconciliables enemigos tienen que reconocer cuál es el ídolo al que adoran, siendo conscientes que es también el origen de su propia opresión: «No tenemos más rey que al César» (Jn. 19, 15), y después de haberlo visto muerto, todavía tienen miedo a la fuerza de la verdad del muerto, por lo que intentan vencerla inútilmente con las únicas armas que saben manejar, un piquete de soldados ante el sepulcro (Mt. 27, 65-66), dinero y mentiras (Mt. 28, 11-15). La Resurrección y el movimiento de salvación y de liberación, que purifican al hombre de pecado desde lo más profundo de su ser, se han iniciado en el mismo Calvario, y Jesús, con realismo histórico, le dice a sus seguidores: «En el mundo tendréis apreturas. Pero, ánimo, que yo he vencido al mundo» (Jn. 16, 33). Jesús ha descubierto que el mundo pecador y machista puede matar, puede asesinar, pero no puede derrotar a los «hijos de Dios». Aquí radica la alegría del cristiano cuando confiesa que Cristo ha resucitado, y si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos (1 Cor. 15, 12-34), si cumplimos la palabra de María:. «Haced lo que El os diga».

 

 

Liberación y Maternidad Universal

 

El nuevo lugar hermenéutico latinoamericano —el binomio vivencial opresión-liberación— desde el que, vivida la fe, da origen a la mariología de la liberación, dentro de sus profundas posibilidades para una mejor comprensión del Dios que nos salva, sin embargo corre fácilmente por tres riesgos que, a mi juicio, han de ser salvados por la misma María de la Liberación, en la medida que despliegue el sentido de su misión y vocación histórica y trascendente: la realización de su Maternidad Universal y trascendente.

No podemos olvidar que la liberación «designa, en primer lugar, una preocupación privilegiada, generadora, de compromiso por la justicia, proyectada sobre los pobres y las víctimas de la opresión».116 Más exactamente, liberación es el grito, el movimiento y la esperanza de los mismos pobres y oprimidos que pretenden ser respetados en su dignidad humana y que aspiran a la justicia dentro de la sociedad. Por ese motivo, el objetivo visible e inmediato de la liberación es la construcción de una sociedad justa en la que, desapareciendo las estructuras generadoras de injusticia, surjan estructuras nuevas promotoras de justicia y orientadas a respetar activamente la dignidad humana de toda la sociedad.

En un reciente documento de la Iglesia se nos afirmará que esta aspiración de liberación «que se expresa con fuerza, sobre todo en los pueblos que conocen el peso de la miseria y en el seno de los estratos desheredados» es uno de los principales signos de los tiempos; «traduce la percepción auténtica, aunque oscura, de la dignidad del hombre, creado a la imagen y semejanza de Dios, ultrajada y despreciada por múltiples opresiones culturales, políticas, raciales, sociales y económicas, que a menudo se acumulan»; y nace del mismo Evangelio al descubrir a los hombres su dignidad de hijos de Dios, y al sembrar la exigencia y la voluntad positiva de una vida fraterna, justa y pacífica, en la que cada uno encontrará el respeto y las condiciones de su desarrollo espiritual y material. Más aún, se nos dirá en dicho documento, que la levadura evangélica es uno de los factores que han contribuido al despertar de la conciencia de los oprimidos, y a promover que el hombre no quiera ya sufrir pasivamente el aplastamiento de la miseria ni la violación intolerable de su dignidad natural.117

Este es el lugar hermenéutico del pueblo para una comprensión nueva y original de su fe en Cristo Salvador y en la Virgen su Madre. Es un lugar trágicamente humano, noble, cargado de urgencias, promovido no sólo por el dolor, sino también por la levadura evangélica y. que se presenta con las características de uno de los principales signos de los tiempos. Esto da un conjunto de garantías para una nueva lectura de María como Madre Liberadora.

Pero como toda realidad humana y, mucho más, cuando dicha realidad adquiere las características de tragedia, corre, entre otros, tres riesgos desde el punto de vista de la fe.

El primero, es una valoración restrictiva y «neocatarista» con relación a los que se denominan los plenamente comprometidos con el proceso de liberación, marginando a los débiles y a los inútiles para la dinámica activa del proceso. Segundo riesgo, es el de concentrar de tal manera la atención en el cambio de la sociedad que se olvide e incluso se desespere del posible cambio de las personas. Y el tercero, es bloquearse obsesivamente en la problemática social y cultural olvidando o desvalorando la dimensión trascendente del hombre y de la historia. La caída en estos riesgos deformaría el sentido mismo de la liberación y lentamente la transformaría en otro tipo de opresión.

Estos riesgos pueden ser evitados por nuestro pueblo en la medida que descubra en María Liberadora, compartiendo su proyecto, la universalidad de su Maternidad. Una Maternidad Universal vivida dolorosamente en pleno conflicto, cuan-do sus hijos se enfrentan como oprimidos y opresores. Y una Maternidad Universal, feliz y en plenitud al término del proceso, pudiendo afirmar lo mismo que Jesús: «que ninguno se perdió, excepto el que tenía que perderse para que se cumpliera la Escritura» (Jn. 17, 12).

El primer riesgo apuntado es el del «neocatarismo» de los comprometidos, que puede degenerar en dictadura, en olvido, desprecio e incluso rechazo de los pobres ‘,‘ oprimidos «no concientizados».

En este aspecto me ha impresionado una anécdota contada por Mesters. El hecho ocurrió en Ceará en 1979. «Estábamos en un encuentro bíblico para agricultores. Al final del tercer día, ellos organizaron una reunión para debatir el problema del sufrimiento. Uno de ellos dijo así: ‘Yo acepto cargar la cruz, pero sólo aquella que trae la liberación para el pueblo’. Doña Dalva respondió: ‘Señor Raimundo, estoy de acuerdo. Pero, ¿cuál es la cruz que me trae la liberación para el pueblo? En la casa tengo un niño. Tuvo parálisis. Ahora está hecho un bobo. No camina ni habla. ¡Yo soy la que le cuido todo el tiempo! ¿Qué hago con este sufrimiento? ¿Trae liberación para el pueblo? ¿Hay lugar para mí en su comunidad? Y para mi niño, ¿hay lugar?’ Raimundo no supo responder. (...) Dalva arrojó su sufrimiento en la cara de Raimundo y derrumbó las ideas que tan bien arregladas él tenía en su cabeza».118

La pregunta de Doña Dalva, la madre de un niño bobo, es de un dramatismo y de una profundidad que nos fuerza a una reflexión más a fondo de la comprensión de la realidad. En efecto, el peligro de los «comprometidos» es creer que los importantes son ellos, cuando lo verdaderamente importante, lo radicalmente importante es el sufrimiento del pueblo oprimido, como aparece con claridad en el libro del Éxodo: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto y he oído los clamores que le arrancara su opresión, y conozco sus angustias. Y he bajado para librarle de las manos de los egipcios (...). El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí, y he visto la opresión que sobre ellos hacen pesar los egipcios. Ve, pues; yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel, de Egipto» (Ex. 3, 7-10). No son primariamente los comprometidos, en cuanto comprometidos, el pueblo de Dios, sino el pueblo sufriente y oprimido. Por eso Doña Dalva y su hijo bobo son miembros de la comunidad que delante de Dios dama por su liberación.

El comprometido, como Moisés, tiene importancia en la medida en la que, habiendo escuchado la palabra de Dios, pone su vida al servicio de los oprimidos. No son los oprimidos los que tienen que pertenecer a la comunidad del comprometido, sino el comprometido el que tiene que integrarse a la comunidad de los oprimidos.

Es más, la función que ha de realizar tiene que desarrollarla sin manipular a los oprimidos —transformándolos en propaganda de su proyecto—; con un ejercicio continuo de la misericordia en sus necesidades cotidianas e inmediatas; sin imponerles con su liderazgo una nueva opresión, un nuevo despotismo sobre el que ya están padeciendo todos los días. La función del comprometido es abrir al pueblo a una nueva esperanza, sin transformarlo deshumanizadamente en pieza útil para «su» proyecto.

«Los fuertes» sienten esta misma tentación frente a los «no concientizados», frente a los débiles, frente a los cobardes como Pedro. No quieren aceptar los efectos de la opresión en los oprimidos, que muchas veces se concreta en debilidad y en cobardía.

Sin embargo, la María Liberadora ha de aparecer ante todo como la Madre de los Oprimidos, como claramente lo muestra en el Calvario, y en el Cenáculo en la espera de Pentecostés (Act. 1, 12-14), sin oponer resistencias a que Pedro, el cobarde en la noche de la Pasión, tome el liderazgo de las propuestas. La Madre Liberadora nunca rompe la unidad entre los oprimidos, como tienden a hacerlo ciertas actitudes de comprometidos en nombre de una limitada «solidaridad», sino que la refuerza. Y la refuerza valorando a todo oprimido, sea cual sea su situación y su capacidad, y desarrollando simultáneamente con sus hijos oprimidos la misión histórica de la liberación y la de la misericordia en sus necesidades cotidianas. María enseña a conjugar simultáneamente la asistencia misericordiosa y la promoción liberadora, sin encontrar conflicto entre ambas vertientes. Por eso Ella es la gran evangelizadora y pedagoga de los «comprometidos» en la difícil y arriesgada misión que tienen que cumplir a ejemplo de Jesucristo.

El segundo riesgo del lugar hermenéutico es el de concentrar de tal manera la atención en la transformación de la sociedad que el movimiento de liberación se olvide e incluso, de alguna manera, desespere maniqueamente de la conversión de los opresores.

En la piedad mariana y popular latinoamericana, el desarrollo de la dimensión en María como Liberadora no puede oscurecer su cualidad de «refugio de los pecadores», que era la única esperanza dentro de una cultura machista, como anteriormente expusimos. El horizonte de la liberación establecido por María, sin disminuir la importancia de la transformación social, no queda bloqueado en esta transformación sino que cristianamente se prolonga hasta la conversión de los responsables y herodianos de dicha sociedad opresora.

Esta ampliación del horizonte puede parecer distractiva y utópica, apoyándose en las palabras del mismo Jesús: «¡Con qué dificultad entran los que tienen mucho en el Reino de Dios! Porque es más fácil que entre un camello por el ojo de una aguja a que entre un rico en el Reino de Dios» (Lc. 18, 24-25). Aunque inmediatamente añade: «Lo que el hombre no puede, lo puede Dios» (Lc. 18, 27).

María es testigo de un acontecimiento preclaro en la primitiva Iglesia: el perseguidor Saulo, que estuvo de acuerdo con el apedreamiento de Esteban, y que buscaba recursos para encarcelar a los cristianos, se transformó en Pablo, el punto de arranque para la difícil incorporación a Cristo del mundo de los gentiles. Ella era Madre de Saulo y de Pablo.

Pero para que esto sea posible es necesario convertir también de su desesperanza al temeroso y «experimentado» Ananías, y darle valor para que, arriesgando su vida, salga de su encierro, entre con audacia en la casa de Saulo y sea capaz de decirle: «Hermano Saulo, el Señor me ha enviado, Jesús, el que se apareció cuando venías por el camino, para que recobres la vista y te llenes de Espíritu Santo» (Act. 9. 17). Sólo desde esta perspectiva el proceso de liberación mantiene y potencia la fuerza de la lucha por la justicia, sin dejarse corromper por la tentación del odio y de la condenación desesperanzada del opresor. Es más, es entonces cuando la justicia alcanza su más profundo significado y vigor bíblicos, porque la justicia evangélica de Dios es causativa, es la que logra transformar y convertir a los injustos en justos. Es de esta manera como los liberadores pueden quedar liberados de la tentación del hermano de la parábola; «Mira: a mí, en tantos años como te sirvo sin desobedecer nunca una orden tuya, jamás me has dado un cabrito para comérmelo con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, matas para él el ternero cebado» (Lc. 15, 29). Los liberadores han de llenarse de los mismos sentimientos del Padre, de la Madre María: «Porque este hermano tuyo se había muerto y ha vuelto a vivir, se había perdido y se le ha encontrado» (Lc. 15, 32). Es otra manera de expresar la actitud de gran Liberador, Cristo: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc. 23, 28-46).

El tercer riesgo del lugar hermenéutico es la caída en la mera inmanencia, olvidando en las graves preocupaciones de cada día, la dimensión trascendente de la historia y del hombre.

También la María Liberadora se ha de enfrentar liberadoramente frente a este riesgo del lugar hermenéutico, dado que Ella es también la «Llena de Gracia», «Nuestra Señora de los Dolores» y la «Madre del Cielo».

Como la «Llena de Gracia» pretende liberar al oprimido en su esfuerzo de liberación del pelagianismo machista. Ella lo canta explícitamente: «Pues mirad, desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho tanto por mí; El es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc. 1, 48-50). La energía de la maternidad liberadora de María no es obra de hombres es el milagro de la misericordia de Dios, es la presencia del mismo Dios Salvador en las entrañas de María. Porque Dios es Salvación y Liberación, la potencial maternidad de María se ha transformado en maternidad real y salvadora para toda la humanidad, dado que ella no era más que «la esclava humillada (Lc. 1, 48). Es la lección de María: el nacimiento de la aspiración a una liberación integral en el hombre oprimido, no nace sólo de su ser de hombre ni de su ser o no-ser de oprimido; es también gracia de Dios y presencia de Dios despertando nueva vida en un seno estéril despreciado por los poderosos y, a veces, por los propios oprimidos. Más aún, los oscuros latidos de una liberación, que se sienten en ese agonizante seno de mundo oprimido, se siguen produciendo porque en el no-ser del oprimido están presentes la imagen y la semejanza de Dios, y no hay opresión que pueda hacer desaparecer del hombre más humillado y aplastado esa «imagen y semejanza» con la que Dios lo ha sellado, y que se abre en lo que Medellín y Puebla han expresado como el clamor de los pobres.

La María Liberadora no puede renunciar en América Latina a su título de «Nuestra Señora de los Dolores». Con este título la María Liberadora salva otra dimensión de la trascendencia, especialmente para los que, comprometidos en el proceso de la liberación, tienen que pasar su vida por circunstancias similares a las de Jesús y María. María en el Calvario, lo mismo que Jesús, es oprimida pero Señora. El Señorío, la Libertad Suprema tienen que ser reconocidos por los hombres, pero ni los dan los hombres, ni son capaces de quitarlos, aunque puedan aplastarlos. Sólo el hombre puede hacerse esclavo a sí mismo. Nadie puede quitarle a un hombre su capacidad de amar y de perdonar al que lo aplasta, su capacidad de mantenerse fiel a su fe, a su misión y a su compromiso. Es la experiencia de la Liberadora en el Calvario. Cuando los hombres son capaces de vivir su vida de esta manera en medio de la opresión, aparecen de tal manera identificados con Jesús, que de ellos también puede decirse que vivieron «para liberar a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos» (Hbr. 2, 15). La degradación de la tortura puede ser transcendida y vencida por el Señorío del Martirio.

Pero, sobre todo, la María de la Liberación es y siempre será para la fe del pueblo latinoamericano la «Madre del Cielo». Es decir, María es también la realidad personal trashistórica, pero viva, que está en el Cristo Glorioso intercediendo por nosotros. Es la realidad de una maternidad universal que espera reunir a todos sus hijos en la morada de Dios, cuando «Dios en persona estará con ellos y será su Dios. El enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni luto, ni llanto ni dolor, pues lo de antes ha pasado» (Ap. 21, 3-4). Este es el horizonte definitivo y último, irrenunciable para el creyente. Esta dimensión trascendente y gloriosa de la Maternidad Universal de María es la que libera a la historia, tanto global como personal, de su intrínseca debilidad agónica condenada a la muerte —sea que dicho hecho se aceptara con desesperación o con estoicismo—, vigorizándola desde dentro con una profunda fuerza sacramental que la abre a la trascendencia definitiva de Cristo en Dios. Es la que permite al creyente y al grupo humano que se ha esforzado por el mejoramiento de la historia, pero que, no obstante dicho esfuerzo de liberación, siempre tiene que abandonarla imperfecta, inacabada y amenazada de nueva destrucción, poder decir con confianza: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc. 23, 46) y «Protege Tú mismo a los que me has confiado» (Jn. 17, 11). Y es esta fe y este horizonte los que dan el coraje, desde la caridad, de luchar con el enemigo opresor para convertirlo en el hermano y amigo, en el hijo de Dios, con el que se espera vivir en comunión de resurrección, cuando desaparezcan definitivamente las tinieblas de nuestra historia. Ella es la que permite continuar siempre en el esfuerzo y en la lucha sin entreguismos ni derrotismos, a ejemplo de Jesucristo.

La superación de estos tres riesgos del lugar hermenéutico, que posibilita la María de la Liberación establece el sentido profundo y cristiano de la liberación. No se trata sólo de un proceso puramente mecánico en el que se desechan viejas piezas para cambiarlas por otras, y en el que se reajustan mecanismos de un reloj que se ha vuelto loco. Es un proceso humano, movido por Dios, generativo y vital, en el que se busca que la globalidad de la sociedad —tanto desde el punto de vista estructural, como cultural— marcada por la orientación homicida del pecado (1 Jn. 3, 7-12) se purifique y transforme en una sociedad fiel al Espíritu de Dios que es vivo y vivificante (1 Cor. 15, 45). Es un proceso de «conversión» de todos los hombres oprimidos y opresores —«porque ninguno es inocente, ni uno solo» (Rom. 3, 10), y «si afirmamos no tener pecado, nosotros mismos nos extraviamos y, además, no llevamos dentro la verdad» (1 Jn. 1, 8)—, pero que ha de realizarse mediante parto doloroso. porque cuando «una mujer va a dar a luz siente angustia porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que un hombre haya venido al mundo» (Jn. 16, 21). El doloroso parto de María, la mujer oprimida junto a la Cruz, dio a luz un Cristo resucitado y una Iglesia en marcha, en la que, como un símbolo del mundo nuevo, surgía la primera comunidad cristiana descrita, no obstante sus defectos, con entusiasmo en las Actas de los Apóstoles (Act. 4, 42-47). Es el primer capítulo de la historia de la liberación cristiana, que se constituye en norma de referencia obligada para cualquier otra situación.

 

 

94 P. n. 447.

95 P. nn. 480-506.

96 Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, «Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación», Roma 1984, Introducción y Cap. IX n. 10.

97 P. n. 395.

98 ALVAREZ BOLADO, Alfonso, «Mundialidad de las relaciones y Teología de la Liberación», SAL TERRAE 2 (1985) 83-98.

99 PABLO VI, Evangelii Nuntiandi, n. 20.

100  PABLO VI, Ev. Nunt. nn. 27-29.

101 «Instrucción sobre Teología de la Liberación», Cap. XI, n. 5.

102 «Instrucción sobre Teología de la Liberación», Cap. Xl, n. 7.

103 JUAN PABLO II, «Alocución a los laicos», AAS LXXI, p 216.

104 PABLO VI, Ev. Nunt. n. 13.

105 P. a. 272.

106 P. n. 273.

107 P. n. 274.

108 PABLO VI, Marialis Cultus, Roma 1974, nn. 36 y 34.

109 PABLO VI, Marialis Cultus, n. 35.

110 BOFF, Leonardo, El rostro materno de Dios, Madrid 1981, pp. 221-223.

111 THEISSEN, Gerd, Sociología del movimiento de Jesús, Santander 1979, pp. 63-65.

112  MOREIRA DA SILVA, Vilma, «La mujer en la teología», en AA. VV. Mujer latinoamericana, México 1981, p. 150. AUBERT, J. M., La mujer. Antifeminismo y cristianismo, Barcelona, pp. 16-21. MARUCCI, C., «La donna e i ministeri nella Biblia e nella Tradizione», RASSEGNA DI TEOLOGIA 3 (1976) 279-280.

113 MESTERS, Carlos, La misión del pueblo que sufre, Bogota 1983, pp. 102-103.

114 MOREIRA VILMA, art. citado, p. 151. BOFF, Leonardo, El rostro materno de Dios, Madrid 1981, pp. 82-84.

115 MESTERS, Carlos, La misión del pueblo que sufre, Bogotá 1983, p. 102.

116 «Instrucción sobre Teología de la Liberación». Cap. III, n. 3.

117 Idem, Cap. I, nn. 1-4.

118 MESTERS, Carlos, La misión del pueblo que sufre, Bogotá 1983, pp. 71-72.


 

 

 

Conclusiones

 

Llego al final de mi trabajo, en el que me proponía como objetivo una primera aproximación a la mariología popular subyacente bajo el catolicismo popular de nuestro pueblo latinoamericano, con el deseo de poder someter dicha mariología a una crítica estrictamente teológica, que pueda ayudar al nuevo proceso de evangelización y liberación del continente ante el V Centenario del nacimiento de América Latina.

 

Brevemente expongo las conclusiones a las que he llegado a través de mi estudio.

 

1. Subyacente al catolicismo popular de nuestro pueblo latinoamericano hay que afirmar la existencia de una auténtica teología popular.

 

2. El fenómeno es común a toda «religiosidad popular», y en nuestro caso se confirma después de haber seguido el método propuesto para proceder a su investigación y determinación.

 

3. En la historia de la mariología popular latinoamericana se pueden distinguir tres etapas diferentes: La Mariología de la Conquistadora que llega con los barcos de los españoles; La Mariología de «Nuestra Madre de los Oprimidos», que providencialmente se inaugura en Guadalupe; la Mariología de «Nuestra Madre de la Liberación», que comienza a perfilarse durante estos años.

Entre la Mariología de «Nuestra Madre de los Oprimidos» y la de «Nuestra Madre de la Liberación», puede considerarse un capítulo importante y que iniciaría una transición, la de «Nuestra Madre Libertadora», característica de los años de la independencia política del continente y del nacimiento de las nacionalidades.

 

4. En todas estas mariologías aparece como una constante la fe en la María de la revelación, aunque expresada en mariologías más o menos deficientes, según los casos.

 

5. La Mariología de la Conquistadora, de fuertes resonancias para los propios conquistadores, sin embargo es una mariología agresiva para el mundo amerindio, negativa para iniciar un proceso de evangelización.

 

6. Sorprendentemente, con el acontecimiento de Guadalupe, la Mariología de la Conquistadora queda superada, originándose una nueva mariología popular, principalmente a nivel del mundo amerindio, que progresivamente va a totalizar a América Latina, y que podemos titular como la Mariología de Nuestra Madre de los Oprimidos.

A partir del acontecimiento de Guadalupe se abre en constelación una serie de fenómenos similares, aunque muy diferentes en sus formas de presentarse, como es el caso de Copacabana y el de Caacupé.

 

7. El núcleo de comprensión y sistematización de esta teología popular creo que hay que situarlo en el binomio profundamente afectivo «Nuestra Madre-Hijos», en el interior de un triángulo cultural determinado por la trilogía «opresión-machismo-experiencia campesina (con marcado sello fatalista)».

Dichos condicionamientos culturales e históricos, en los que se elabora esta mariología, facilitan la incorporación completa de María, y culturalmente tienden a rechazar una «mariolatría» en sentido estricto.

Pero simultáneamente tienden a reducir la funcionalidad de María a «Refugio de los Pecadores» y «Consuelo de los Afligidos», sin lograr romper la antivaloración de la mujer, el machismo y el fatalismo subyacente en la cultura. Más aún, se trata de una mariología que se presta a ser manipulada por diferentes sectores.

 

8.            Dentro de dicha estructura mariológica, forzada por acontecimientos históricos, surge la María Libertadora, sobre cuya fe se fundan las nuevas nacionalidades, pero manteniendo a María cautiva en el interior de las limitaciones de la tradicional mariología popular.

 

9.            La nueva situación del pueblo y del continente, determinada por la tensión opresión-liberación, se constituye en lugar hermenéutico para una comprensión más profunda de la María revelada por la fe, abriendo las posibilidades de la Mariología de la Liberación.

 

10.            Dicho lugar hermenéutico, por no ser ahistórico, está sujeto a tres riesgos fundamentales que condicionarían de no ser atendidos, a la María de la Liberación a un nuevo cautiverio mariológico. Pero felizmente nos encontramos muy a los comienzos del fenómeno, de tal manera que la María Liberadora que nace de dicho lugar hermenéutico puede fácilmente iluminar liberadoramente los mismos riesgos inherentes a este lugar.

 

11.            La teología de la María Liberadora no sólo se proyecta en la dinámica de la transformación de unas estructuras, sino, al mismo tiempo, a la liberación de las deficiencias de la cultura popular tradicional, promoviendo desde la fe un proceso de conversión total.

 

12. La Mariología de la Liberación ayuda a profundizar en la misma realidad de la liberación, recuperando desde la fe la profundidad y la trascendencia del término y del fenómeno perteneciente a la Historia de la Salvación.

 

13. La Mariología de la Liberación, con todas sus posibilidades y virtualidades, no se elabora con una discontinuidad con el pasado, sino asumiendo los datos tradicionales de la teología popular en una nueva perspectiva, pero siempre quedando centralizada la novedad del sistema sobre el núcleo «Nuestra Madre».

 

Quiero terminar estas conclusiones afirmando mi convencimiento de que la nueva mariología popular latinoamericana tiende a desarrollarse en su originalidad, autoctonía y audacia asumiendo en el nuevo contexto la primitiva mariología de la Virgen de Guadalupe. Es una mariología que se abre enérgicamente hacia el futuro, apoyada siempre sobre sus más legítimas raíces. Para los pobres y los oprimidos, para todas las naciones y para el continente, siguen resonando las palabras de la Guadalupana: «Deseo vivamente que se me erija aquí una casa, para en ella mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros juntos, los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores». Y cuando el pueblo se angustia y duda, vuelve a decirle la Virgen: «Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester?».

 

Presencia Teológica
Sal Terrae
 Santander 1988