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¿QUIÉN ES LA VIRGEN MARIA?

 

 

 

Establecida la existencia de la «teología popular» —subyacente espontánea e irreflejamente al catolicismo popular y a la religiosidad o piedad popular—, antes de intentar diseñar la teología mariana precientífica del catolicismo popular latinoamericano, es necesario caer en la cuenta de la complejidad que encierra el término tan sencillo «la Virgen María», para podernos preguntar posteriormente a qué María se refiere nuestro pueblo cuando le expresa su devoción y su fe.

Podemos distinguir cuatro aspectos en la «Virgen María»:

la María de la historia, la María de la fe pascual neotestamentaria, la María de la Iglesia magisterial y científica —definida por actos del magisterio, y reflexionada por los teólogos—, y la María de la piedad de la Iglesia y de las Iglesias Particulares, que se abre en un inmenso abanico de denominaciones e historias diversificadas en casi todos los lugares del mundo.

 

 

La Maria de la Historia

 

María queda incorporada a la fe de la Iglesia por un hecho histórico sencillo y fundamental: por ser la madre de Jesús, la madre del Jesús de la historia, como se dice actualmente en las nuevas reflexiones exegéticas y teológicas. A ella alude 5. Pablo en un conocido e importante texto (Gal. 4, 4), aunque curiosamente sin designarla por su nombre, a pesar de que parece conocer por sus nombres a la familia y a los «hermanos de Jesús» (1 Cor. 9, 5; Gal. 1,19).

Los datos consignados en los Evangelios y en las Actas de los Apóstoles son elementales y coherentes con el conjunto de la vida de Jesús.

Es una mujer israelita, domiciliada en Nazaret y casada con un hombre llamado José (Mc. 6, 1-4; Lc. 4,16-22). Se habla de sus parientes, en repetidas ocasiones; se la reconoce como la madre de Jesús, pero llamativamente se subraya que José no era el padre natural de Jesús, no obstante las suspicacias sociales que podían suscitarse ante esta afirmación (Mt. 1, 18-19).

El sector social al que pertenecía queda bien definido tanto por el lugar ordinario de su residencia —Nazaret—, como por el oficio del propio Jesús —tékton—, lo que en su día les hará decir a los vecinos del pueblo: «¿Qué saber le han enseñado a éste, para que tales milagros le salgan de las manos?» (Mc. 6, 2). María era una mujer de muy modesta condición, perteneciente al ambiente popular de su época.

Dentro de esa modestia social, aparece encuadrada tanto en el sistema político como en el socio-cultural de los tiempos de Jesús. Así se muestra cumpliendo las leyes imperiales (Lc. 2,1-5) y, como buena israelita, se desposa (Lc. 1,27; Mt. 1. 18), circuncida al niño al Octavo día (Lc. 2, 21), lo presenta en el templo con la oblación de los pobres (Lc. 2, 22-24), peregrina con su familia a Jerusalén con ocasión de las fiestas de la Pascua (Lc. 2, 41).

En el Evangelio se transparenta un cierto desconcierto de la María histórica frente a su hijo. Es un desconcierto que carece haberse iniciado en la misma infancia, dado que, como atestigua Lucas, con ocasión del acontecimiento en el templo, los padres «no comprendieron lo que quería decir (Jesús) (...). Su madre conservaba en su interior el recuerdo de todo aquello» (Lc. 2, 50-52). Durante los años de la vida pública, María se encontraba en medio de una familia, la familia de Jesús, que no entendía el nuevo camino emprendido  por él, tanto que intentaban los parientes echarle mano «porque decían que no estaba en sus cabales» (Mc. 3,20-21. 31-35; Jn. 7, 3-5). María aparece silenciosa, acompañando a los parientes en la búsqueda de Jesús.

El Evangelio de Juan ha dejado el testimonio de que María, la madre de Jesús, acompañó a su hijo en su agonía y en su muerte al pie de la cruz (Jn. 19, 25).

Un último recuerdo de la María histórica ha quedado recogido en las Actas de los Apóstoles: la convivencia de María con los discípulos de Jesús, inmediatamente después de su muerte: «Todos ellos se dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, además de María la madre de Jesús y sus parientes» (Act. 1, 14). Ahí terminan los datos biográficos de María, de la María histórica. Datos sencillos, sobrios, coherentes, alejados de toda insinceridad.

 

 

La María de la fe pascual del Nuevo Testamento

 

Los modestos datos de la María de la historia aparecen incrustados en la María de la fe que nos presentan los documentos del Nuevo Testamento y, de una manera especial, los Evangelios. La María de la fe es otra dimensión de María, la de mayor trascendencia. Y la María de la fe del Nuevo Testamento se constituye en norma fundamental de referencia de toda la Mariología.

De hecho, el interés por María se organiza con ocasión del acontecimiento de la resurrección del Señor, dada la relación de maternidad entre María y Jesús. La madre del Jesús de Nazaret aparece también como la madre del Cristo Resucitado, quedando incorporada a un universo nuevo de fe, de realidad y de significaciones, lo que permite una nueva comprensión de la persona, de la maternidad y de la historia de María.

La María de la fe, y la teología neotestamentaria de la María de la fe, no originan una región autónoma mariana en las comunidades neotestamentarias. Forma parte de una globalidad, cuyo centro indiscutible es Jesucristo, aunque se encuentra conectada con El por un nexo privilegiado y único:  el de la maternidad y filiación. Por ese motivo, es evidente que la nueva comprensión de María se realiza desde la perspectiva del Resucitado, de tal manera que el Cristo de la fe penetra vitalmente la realidad de su madre, la llena de significación «Pascual», originando el nacimiento de la María de la fe.

El fulcro sobre el que gravita la María de la fe es, a mi juicio, la nueva comprensión de la maternidad y del parentesco desde el Cristo Resucitado. Sin negar evidentemente la dimensión biológica y humana que supone la maternidad, sin embargo, la maternidad queda constituida esencialmente, con relación al Cristo, en oír y amar la palabra de Dios (Lc. 11, 28), y en cumplir la voluntad de Dios (Mc. 3, 35). De esta manera, la fe en el Cristo resucitado hace descubrir a la comunidad neotestamentaria en la madre de Jesús a la creyente María, pero no con una fe yuxtapuesta a su maternidad humana, sino invadiéndola en su raíz más profunda, llenándola de un nuevo significado, constituyéndola en la madre del Cristo, en su más pleno sentido. Aquí creo que nos encontramos con la clave para la interpretación de la María que aparece en los capítulos de Mateo (caps. 1-2) y Lucas (caps. 1-2) referentes a la infancia del Señor, y en los teológicos de Juan referentes a las bodas de Caná (2, 1-11), y a la escena de María al pie de la cruz (19, 25-27).

Tres pasajes merecen una mención especial: el de la Anunciación (Lc. 1,26-38), el de Magníficat (Lc. 1,46-55), y el de la Cruz (Jn. 19, 26-27).

En el pasaje de la Anunciación, María se muestra corno la creyente que acepta ser madre del Cristo, incluso por los sorprendentes caminos de la concepción virginal. Es la mujer elegida por Dios para una especialísima misión, corno los antiguos profetas, misión que consciente, libre y fiducialrnente acepta.

En el Magníficat se descubre toda la interioridad de Maria. Su maternidad mesiánica se traduce en una conciencia de ser especialmente salvada y liberada por Dios en su humillación, constituyéndose en la primera evangelizadora —no sólo en sentido cronológico, sino marcadamente cualitativo— de la liberación de Dios, por Cristo, de los humildes y de los hambrientos.

En la escena de la cruz, su maternidad personal del Cristo se introduce en la nueva casa fundada por su Hijo, la Iglesia, quedando aposentada en ella como Madre de la nueva familia, significada por Juan, que comienza a descubrirla como a su Madre: Madre de Jesús y Madre de los fieles, en la casa de su hijo, por ser la Madre del Cristo.

Es interesante el advertir que en ninguno de los tres pasajes se deforma la realidad histórica de María: doncella modesta de Nazaret en la Anunciación; prima visitando a su pariente Isabel en el Magníficat; y madre impotente del ajusticiado junto a la cruz. En la modestia de esa vida histórica se abre la María de la fe, la Madre del Cristo Resucitado.

Pero si la fe pascual de la primitiva Iglesia en todo momento sigue afirmando la modestia histórica de la María de la historia, al mismo tiempo asocia a la María Pascual al nuevo ámbito del Cristo Resucitado, Glorioso y Victorioso, que intercede por nosotros delante del Padre. Y la asocia de una manera exclusiva y justificada como Madre Pascual, con expresiones muy significativas, tanto en la narración de la Anunciación como en las bodas de Caná y en la escena del Calvario.

Aquí encontramos los fundamentos del posterior desarrollo de la fe mariana de la Iglesia.

 

 

La María de la Iglesia Magisterial y Teológica

 

Las afirmaciones sobre la María Pascual en el Nuevo Testamento se despliegan paulatinamente en amplitud y hondura en la fe católica de la Iglesia, originando los dogmas marianos que profundizan la Maternidad Pascual de María, y colaboran incluso en la comprensión del ser y del poder del  Cristo Salvador Resucitado, ya que maternidad pascual es la plenitud de la fe y de la salvación, dado el nuevo concepto de maternidad inaugurado por Cristo en la comunidad neotestamentaria.

Así la maternidad de Jesús y la maternidad de Cristo llegan a la cumbre de su comprensión cuando en el Concilio de Éfeso (a. 431) se define a María, contra el reduccionismo nestoriano, como Madre cíe Dios, dejando definitivamente establecida en la fe de la Iglesia la unicidad de la persona divina de Cristo y la realidad de su ser histórico y humano contra todo tipo de docetismo ahistórico.

Desde los mismos testimonios neotestamentarios, la maternidad pascual de María aparece vinculada con su virginidad, que desde el siglo IV en la confesión de fe de Epifanio se cualifica expresamente a María como la Siempre-Virgen (Dz. 13), que se desdoblará desde el Sínodo de Letrán (a. 649) en los tres momentos, «antes, en y después del parto». Independientemente de la dimensión histórica de la maternidad-virginal de María, la fe de la Iglesia en dicha virginidad implica una profundización en el misterio de la maternidad fiducial y pascual de María, ya que la virginidad, en el contexto pascual en el que escribe Pablo, se define como un exclusivo preocuparse de los asuntos del Señor, para dedicarse a El en cuerpo y alma (1 Cor. 7, 32-34). Por eso María, en la fe de la Iglesia, es la Madre-Virgen, la Siempre-Virgen, o sencillamente la Virgen, en la que el sentido pascual de la virginidad se realiza por eminencia en su fe maternal.

Con lentitud de siglos se abre en la Iglesia la conciencia de la Concepción Inmaculada de María —definida por Pío IX en 1854—, y de su Asunción corporal en la gloria celeste —solemnemente declarada como dogma por Pío XII en 1950—. Son dos dogmas que localizan integralmente la existencia de la Virgen-Madre en el universo pascual del Cristo Resucitado, que permitirá posteriormente a Pablo VI proclamarla como Madre de la Iglesia, incorporada, sin duda, por su Hijo en la casa exclusivamente fundada por El, pero aposentada en ella como la Madre del Cristo-Fundador y de todos los miembros de la nueva familia.

La María de la fe de la Iglesia aparece, de esta manera, como el testigo cualificado de la actividad salvífica de Cristo en el mundo, transparencia evangelizadora del rostro maternal-misericordioso de Dios .—rahamim y hesed, dirá el hebreo—, tipo y modelo de la Iglesia y del cristiano, con la fuerza salvífica de quien, liberado por Cristo, continúa buscando con El a la oveja perdida, al mismo tiempo que se preocupa eficazmente de los hambrientos, de los desnudos, de los encarcelados y de los enfermos, conforme a las exigencias del mismo Jesús expresadas en el capítulo 25 de San Mateo. Pero, en la fe de la Iglesia, siempre hay una referencia fundamental a la María-Viva junto al Cristo-Vivo como miembro privilegiado y glorioso de su Cuerpo.

Las corrientes teológicas en Mariología han sido múltiples a través de la historia, pero principalmente se pueden considerar desde tres perspectivas, que modelan diversas imágenes de Maria.

En primer lugar, existen unas Mariologías Cristológicas y otras Eclesiológicas, según que María sea estudiada acentuando y subrayando su relación con Cristo o con la Iglesia.

En segundo lugar, aparecen las Mariologías Maximalistas y las Minimalistas. Las primeras se desarrollan bajo la fuerza del viejo adagio «de Maria numquam satis», mientras que las segundas, por diferentes motivos, quieren evitar la impresión de que «junto al camino, la obra y los títulos honoríficos de Jesucristo existen otro camino paralelo, otra obra y otros títulos honoríficos análogos propios de María», como decían los teólogos protestantes de la Universidad de Heidelberg en 1950, en su «Juicio Evangélico acerca de la proclamación del dogma de la asunción corporal de María».

Por último, se han desarrollado la Mariología de los Privilegios y la Mariología de la Misión-Servicio. La primera ha encontrado su lugar propicio en con textos de Cristiandad y en ambientes socialmente dominados por la aristocracia. La segunda corriente comienza a tomar su fuerza en un mundo pluralista en que la Iglesia, subrayando su original vocación de levadura misionera, se define a sí misma como «servidora» del mundo.

 

 

La María de la piedad de la Iglesia y de las Iglesias

 

Si la María de la Historia es única y con reducidos años de existencia durante el siglo 1, la María de la piedad de la Iglesia y de las Iglesias Particulares es múltiple y diversificada, con profundidad de siglos y con capacidad de multiplicarse novedosamente con una nueva imagen, con una nueva advocación o con una nueva devoción.

Cada María de la piedad de la Iglesia tiene su propia historia. Con frecuencia es una historia larga, compleja y que promueve una constelación específica de historias, como sucede con las advocaciones más tradicionales de Nuestra Señora del Carmen o de Nuestra Señora del Rosario, e incluso con advocaciones recientes, como son las de Lourdes y Fátima.

Cada una de estas Marías es una historia de la fe de los creyentes en María; pero, al mismo tiempo, siempre se expresa como una nueva historia de la María-Viva, que vive también en la fe de su pueblo.

Es fácil ahora comprobar la complejidad que se oculta detrás de ese nombre tan sencillo: «La Virgen María». Por ese motivo queda justificada nuestra pregunta sobre cuál de las Marías es la que subyace en la teología mariana popular de América Latina. Incluso, brevemente, hemos propuesto los puntos de referencia en orden a un discernimiento sobre la Virgen María de la religiosidad popular latinoamericana.