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TEOLOGÍA DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR

 

 

Propongo tres preguntas iniciales a las que voy a intentar responder brevemente: ¿Qué es Teología y hasta qué punto podemos hablar de una verdadera Teología Popular? ¿Cómo se genera y cristaliza la Teología Popular? ¿Qué caminos tenemos para poder llegar a la formulación de una Teología Popular y a su descubrimiento?

 

 

De la Teología a la Teología de la Religiosidad Popular

 

La célebre definición anselmiana presenta a la Teología como «fides quaerens intellectum» (la fe que busca entender).

La definición supone que la revelación se incorpora al hombre mediante la fe, constituyéndolo en creyente, pero al mismo tiempo quedando la misma fe y el dato revelado sometidos al dinamismo trascendental de la racionalidad y de la inteligibilidad, característico del ser humano. El hombre no sólo acepta la fe, sino que por su misma manera de ser, humaniza la fe, es decir, intenta expresarla como razonable e inteligible, estableciendo sus fundamentos, buscando su significado y organizándola de una forma coherente en sistema. Desde este punto de vista podemos afirmar que todo creyente, por el hecho de ser hombre, es simultáneamente teólogo.

Pero, en el fenómeno teológico se pueden distinguir, lo mismo que en los fenómenos no teológicos, dos fases: una precientífica e irrefleja —pero no, por ello, menos razonable e inteligible—, y Otra de articulación refleja y científica.

La teología científica, en sus diversos aspectos, es un momento segundo de la precientífica, y tiene, entre otras, una función crítica sobre ella. Son los teólogos profesionales sus elaboradores más caracterizados.

Pero anteriormente a la teología científica, y simultáneamente conviviendo con ella, se encuentra la teología precientífica.8 En efecto, no podemos olvidar el aspecto de totalidad y existencialidad que caracterizan al acto de fe, que compromete al hombre entero, quien dinámicamente se encuentra siempre abocado a comprender y coordinar sus conocimientos. La actividad y la vida humanas sólo son posibles en un contexto sistemático y vital, aunque el sistema sea irreflejo y, consiguientemente, precientífico. Este hecho nos pone en la perspectiva de la que denominaría Teología Popular del Pueblo Creyente, teología que apoya y sustenta a la religiosidad popular, y que se transparenta simbólicamente a través de ella.

En realidad, esta teología popular se articula y organiza a dos niveles diferentes. Uno es a un nivel estrictamente teológico, es decir, con relación a los datos revelados y religiosos, que constituyen al hombre como ser-creyente y como ser-religioso.

Pero no podemos olvidar que la fe y, consiguientemente, el correspondiente sistema teológico no se incorporan a un hombre exclusivamente creyente y religioso, sino que es además histórico, social y cultural, con sus correspondientes sistemas subyacentes. Por ese motivo, el sistema teológico se incorpora estructuralmente al macrosistema en el que se organiza vital, inteligible y armónicamente el devenir de una persona, de un grupo, de una comunidad o de un pueblo. La incorporación estructural implica no sólo una correlación sino también una compenetración significativa entre los diferentes sistemas —teológico, social, cultural, etc.—, que integral y unitariamente se unifican en el hombre racional e inteligible,  que de esa manera logra superar la esquizofrenia.

Por ese motivo, los sistemas teológicos populares o precientíficos son muy complejos, diversos entre sí, y siempre necesitan una revisión crítica que posibilite una más profunda evangelización del propio sistema.

La complejidad de estos sistemas se origina porque el dato de la revelación en la fe tiende a explicarse y sistematizarse espontáneamente —no refleja y críticamente—, en el interior y en la globalidad del macrosistema estructural en el que vive el creyente.

Son muy diversos entre sí porque también lo son los macrosistemas en los que queda sembrada la fe. Es interesante el advertir el condicionamiento que estos diversos sistemas teológicos precientíficos ejercen incluso sobre el desarrollo de la misma teología científica, cuando ésta deja de ser meramente positiva y se transforma en especulativa, como puede advertirse en las marcadas diferencias de las teologías de las Iglesias Orientales y de las Occidentales.

Por último, los sistemas teológicos populares exigen una revisión crítica continua. En efecto, la formación de dichos sistemas se origina por una relación dinámica entre la fe y el macrosistema, al que simplificadamente vamos a calificar de «cultural». La fe se orienta a evangelizar a la cultura correspondiente, pero la cultura, a su vez, tiende a inculturar a la fe. Los resultados históricos de esta mutua influencia son muy variables. Las deficiencias en la vida y en las expresiones religiosas colectivas son, en muchas ocasiones, expresión de las contradicciones que subyacen al sistema teológico y al macrosistema popular. Los estudios presentados por Oronzo Giordano sobre la religiosidad popular en la Alta Edad Media, son un testimonio manifiesto de lo que estamos afirmando, y de la dificultad que supone el paso del sincretismo a la síntesis.

Una de las funciones del Magisterio, de la pastoral y de la teología científica es el descubrimiento de las contradicciones existentes en los sistemas teológicos populares y la orientación necesaria para que la fe, sin renunciar a su exigida inculturación, mantenga incontaminada su originalidad y su fuerza.

Ahora bien, la actitud crítica frente a los sistemas teológicos populares no puede quedar basada sobre los prejuicios del infantilismo, de la incultura y de la ignorancia del pueblo. En efecto, la misma historia de la Iglesia ha mostrado en muchas ocasiones la solidez de la fe popular, e incluso su capacidad de salvaguarda de la ortodoxia, como sucedió en el caso del arrianismo.

Establecidos el hecho y la legitimidad de la teología popular, es evidente que dicha teología se desarrolla sobre cada uno de los datos de la revelación y, consiguientemente, podemos preguntarnos cuál es la teología de nuestro pueblo sobre la Virgen María.

 

 

Génesis de la Teología Popular

 

Pero, para poder responder a esta pregunta, me parece necesario presentar primero el proceso genético de la que hemos denominado teología popular o cultura teológica popular —en el sentido fuerte de cultura—, como instrumento para establecer una metodología que nos permita el acercamiento a la teología mariana popular.

A mi juicio, la cultura teológica popular es el resultado de un proceso de asimilación de la fe por una persona o por una colectividad, en el que podemos distinguir dos momentos o dos niveles: uno histórico y otro socio-cultural.

En efecto, si la teología es «fides quaerens intellectum», la teología no es pensable sin la asimilación previa de la revelación a través de la fe, mediante la cual el hombre se constituye en creyente y, en nuestro caso, en cristiano.

El núcleo de esta fe es la aparición, mediante la evangelización, de Jesucristo muerto y resucitado, como Salvador del mundo (Jn. 4, 42) y de cada persona concreta (Lc. 1, 47), de tal manera que «la salvación no está en ningún otro, es decir, que bajo el cielo no tenemos los hombres otro diferente de él al que debamos invocar para salvarnos» (Act. 4, 12).

Jesucristo, como revelación de Dios, no es sólo la Cabeza de la Iglesia, sino también el sacramento de un amplio mundo invisible —el del Dios Trino, de la Virgen, de los Santos, etc.—, que se realiza y significa por la fe bajo la nota esencial y característica de la salvación, constituyéndose para el hombre en un universo invisible solidario, comunitario y sote iológico.

La asimilación de este universo soteriológico se realiza inicialmente en un determinado momento histórico, que adquiere en la persona características de acontecimiento con el advenimiento de la fe.

Lo característico de la fe cristiana es que manifiesta a Dios —y, consiguientemente, a todo el universo invisible en comunión con Dios—, en Cristo como «mi Salvador».

La actitud salvífica de Dios, manifestada en la fe, no es abstracta ni mítica, sino histórico-trascendente. Por eso, en unas ocasiones descubre y siempre profundiza la conciencia histórica del creyente de las opresiones internas y externas que padece y tienden a aniquilarlo. Incluso desarrolla una conciencia crítica manifestando que dichas opresiones no tienen su origen en un inevitable fatalismo —postura maniquea—, sino en causas concretas ligadas a la ignorancia o a la libertad, pero todas ellas articuladas en el universo del pecado.

Por ese motivo, es decir, por manifestarse la salvación de Dios en el contexto de una conciencia histórica situada, siendo siempre universal y la misma salvación de Dios, existencial-mente adquiere características distintas, de tal manera que una es la salvación ofrecida a Saulo perseguidor de los cristianos, otra la manifestada al atemorizado Pedro, y otra es la aparición salvífica para Esteban el protomártir.

Pero, en todos los casos, de tal manera el Dios Salvador se interioriza en el nuevo creyente que se constituye en «mi Salvador». Juzgo de extraordinaria importancia el análisis de esta dimensión posesiva, ya que ella determina de una manera trascendente el momento histórico de la asimilación de la fe por parte del creyente.

En efecto, el acto de fe, sin negar la dimensión universal de la salvación de Dios, establece una relación personal entre el creyente y Dios, por la cual Dios aparece no sólo como el Salvador, sino, más en concreto, corno su Salvador. Esto significa que Dios se percibe como poniéndose de parte del creyente frente al tentador y opresivo universo del pecado, ofreciéndole su auxilio —«el auxilio me viene del Señor» (Ps. 120, 2)-—, su ayuda, su solidaridad —«Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Lev. 26, 12).

Pero, cuando esta expresión se analiza a la luz del Magníficat, «mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador» (Lc. 1, 47), la expresión adquiere profundidades y novedades insospechadas. Dios-Salvador es lo que se expresa con el nombre de Jesús. El Dios Salvador que aparece en la nueva fe cristiana de María, y en el que ella se alegra con esperanza, es Jesús, que es al mismo tiempo su Dios y su Hijo, es decir, el Dios Salvador filialmente incorporado en su familia. Por ese motivo, si, por una parte, María ha recibido la palabra trascendente y salvífica de Dios, por otra parte, María también lo engendra dándole carne, situándolo en una historia y en una cultura concretas, de tal manera que lo podrán llamar Nazareno, Galileo y Hebreo con toda razón. Se establece de esta manera en la fe nueva de María, en su fe novedosamente cristiana, la legítima tensión entre una soteriología universal y simultáneamente regional y familiar, lo que le permite afirmar, dentro de unas coordenadas bien establecidas y determinadas, que «auxilia a Israel su siervo, acordándose, como lo había prometido a nuestros padres, de la misericordia en favor de Abraham y de su descendencia por siempre»

(Lc. 1,54-55).

Las características tensionales de esta fe cristiana vuelven a aparecer en Pablo, el que afirmó que «es Cristo el que vive en mí» (Gal. 2, 20). En efecto, el mismo que afirma que «ya no hay más judío ni griego, siervo ni libre, varón ni mujer, dado que vosotros hacéis todos uno con Cristo Jesús» (Gal. 3, 28), es el mismo que manifiesta que se hizo judío con los judíos y no-judío con los no-judíos para ganarlos a todos a Cristo (1 Cor. 9,19-23).

Podemos concluir afirmando que cuando el verdadero acto de fe cristiana prende en una persona y, especialmente en un pueblo, hace que dicho pueblo no sólo celebre la salvación universal de Dios, sino que, al mismo tiempo, engendra al Dios Salvador, a Jesús —y a su invisible universo soteriológico—, en su historia, en su sociedad y en su cultura, reconociéndolo como miembro privilegiado de su familia, pudiendo afirmar con originalidad cristiana que el pueblo se regocija «en Jesús mi Salvador». Desde esta perspectiva podemos afirmar que la fe cristiana, reconociendo la igualdad y la fraternidad de todos los hombres en Cristo, sin embargo, es simultáneamente descolonizadora, reafirmante de la autoctonía, y promotora de evangélicas liberaciones históricas y regionales en el horizonte de la liberación integral, universal y trascendente, anunciada por las buenas noticias de Cristo. Este hecho se manifiesta especialmente en los fenómenos de la religiosidad popular, aunque con las limitaciones que posteriormente observaremos.

La palabra de Dios y, por tanto, el dato revelado, mientras no es aceptado por la fe, es observado desde fuera o con indiferencia escéptica (Act. 17, 16-33), o con incomprensión y rechazo agresivo (Act. 6, 8 — 8, 1). Pero una vez que es acogido por la fe en el pueblo —momento de asimilación histórica—, inmediatamente entra en simbiosis con el universo histórico-socio-cultural del mismo pueblo, iniciándose una segunda etapa de asimilación, lo que origina una religiosidad o catolicismo popular, como en nuestro caso, latinoamericano, en el que subyace una autóctona y popular teología o «cultura teológica. Es el momento en el que el nuevo Jesús autóctono —siendo siempre el mismo— comienza a generarse como hijo salvador de la nueva porción del Pueblo de Dios.

El desencadenamiento del proceso es natural y lógico si se tienen en cuenta dos aspectos: que Jesús aparece por la fe como Salvador del pueblo, y que el pueblo espontáneamente no tiene otra posibilidad de visualizarlo y expresarlo que desde su propio a priori historico-socio-cultural.

El fenómeno sería totalmente distinto si la figura de Jesús y de su universo invisible, dentro de un marcado enoteísmo, surgiera castrensemente como el Conquistador, el Vencedor, etc. En ese caso, por hipótesis, no ha surgido la fe cristiana, aunque puede aparentarse enmascarando otra fe totalmente distinta con signos cristianos. Es el hecho que aparece en ciertas comunidades afro americanas.

Cuando la asimilación de la fe es auténtica, inmediatamente se produce una traducción de la palabra evangelizadora al idioma del nuevo creyente. Pero, prescindiendo de los problemas que implica toda traducción, en este caso se trata de una nueva y original forma de expresar y proclamar la salvación de Dios. Así constataba Garcilaso que los indios «no contentos con oír a los sacerdotes los nombres y renombres que a la Virgen dan en la lengua latina y en la castellana, han procurado traducirlo en su lengua general, y añadir los que han podido por hablarle y llamarle en la propia... dícenle Mamanchic que es Señora y Madre nuestra; Coya, Reina; Ñusta, Princesa de sangre real; Zapay, Unica; Yurac Amancay, Azucena blanca; Chasca, Lucero del alba; Citoccoyllor, Estrella resplandeciente; Huarcapaña, Sin mancilla; Huc Hanac, Sin pecado; Mana Chancasca, No tocada, que es lo mismo que invioiata; Tazque, Virgen pura; Dios pa Maman, Madre de Dios. También dicen Pachacamacpa Maman que es Madre del Hacedor y sustentador del Universo. Dicen Huac Chucuyac, que es Amadora y bienhechora de pobres»11

Ya es interesante el advertir la propia observación de Garcilaso al indicar que, con relación al dato revelado, en este caso de María, los indios no sólo han traducido las expresiones oídas a su propia lengua, sino que además han procurado «añadir los que han podido por hablarle y llamarle en la propia».

Pero incluso el problema de la traducción es mucho más hondo de lo que podía sospechar el propio Garcilaso. En efecto, no podemos olvidar que una lengua es la expresión oral de una determinada cultura inscrita en las coordenadas de una ecología, de una sociedad y de una historia. En la lengua se refleja la cultura situada de un pueblo, y en ella misteriosamente se conserva hasta la más remota memoria de dicha cultura y de dicho pueblo. Cada una de sus palabras es un elemento de la propia estructura lingüística, que a su vez es otro elemento de la estructura global cultural a la que pertenece. Por ese motivo, la lengua es principio de identificación y de diferenciación de un pueblo, de tal manera que si mediante la traducción permite los fenómenos de comunión con otros pueblos, sin embargo, se resiste a los fenómenos de homogeneización y de uniformismo mediante su específica caracterización estructural y significativa, que suele denominarse el «genio de la lengua».

Cuando un pueblo, ante un nuevo hecho cultural —y en nuestro caso, ante el hecho de la fe—-, lo asimila y «traduce», lo que hace es incorporarlo a su propia cultura situada, ubicándolo en un nuevo sistema de relaciones y cargándolo cor significaciones autóctonas. La traducción no es ni neutra ni homogénea. Es la expresión lingüística del mismo hecho, pero desde una nueva perspectiva y desde un nuevo horizonte.

Baste, a manera de ejemplo, un caso típico del mundo guaraní: la referencia a la cruz. Para el misionero que llegaba al mundo guaraní, su concepción teológica de la cruz estaba profundamente ligada a una cultura occidental, en la que la cruz había sido el suplicio de los esclavos y derrotados. La cruz-suplicio se había transformado por Cristo en fuente de vida. El desconcierto de los misioneros, como testifica el P. Ruiz de Montoya, era el respeto con que dicho signo era acogido por los nativos, tanto que lo atribuyeron a una antigua predicación de Santo Tomás en América, que había dejado plantada una milagrosa cruz en Carabuco.12 Lo que desconocían los misioneros es que la cruz, es decir, el «Yvvrá joazá» —que posteriormente se españolizará en «kurusu»—, era de larga ascendencia en la mitología guaraní. Así, al comienzo del Mito de los Gemelos, se dice de Ñanderuvusú

—el padre primigenio—, que «Él trajo la eterna cruz de madera, la colocó en dirección Este, pisó encima y ya comenzó a hacer la tierra. La cruz eterna de madera quedaba hasta el día de hoy como soporte de la tierra. En cuanto El retire el soporte de la tierra, la tierra caerá».13 De esa manera, en el mundo guaraní la cruz aparecía como el sostén de la tierra creada por Ñanderuvusú. Es natural que esta nueva significación de la cruz quedara opacada para el misionero, pero no para el hombre guaraní, que encajaba una nueva realidad —la cruz de Cristo—, en una antigua y sagrada palabra cargada de profundas resonancias mitológicas. Se estaba iniciando, de esta manera, una nueva teología «cristiano-guaraní» sobre el misterio de la cruz, teología popular, ya que pasaba desapercibida para los propios nuevos responsables de la comunidad cristiana, los misioneros extranjeros.

Pero una lengua, como ya hemos apuntado anteriormente, no es más que el reflejo oral de una cultura situada en las coordenadas de una ecología, de una sociedad y de una historia. Consiguientemente, todo nuevo dato asimilado lingüísticamente por el pueblo, ha de quedar visualizado y encajado en el universo ecológico, histórico, social y cultural en el que vive el pueblo. Así hay que tener en cuenta todos sus factores culturales —sentido del trabajo y de la economía, de la familia, de la mujer, incluso del panteón primigenio—, para poder acercarse al nuevo sistema teológico precientífico que el pueblo elabora espontáneamente, y que se manifestará articuladamente en sus expresiones y manifestaciones religiosas, y en las formulaciones de la denominada sabiduría popular.14

 

 

Método de investigación de la Teología Popular

 

Establecida sumariamente la génesis de la religiosidad popular y de su teología subyacente, cabe preguntarse sobre el método a seguir para su determinación, bien a nivel de sistema global, bien parcial, como es en nuestro caso, en el que deseamos un acercamiento a la teología mariana popular de América Latina.

Creo que los pasos a seguir son paralelos a los del proceso genético.

Primero, habría que establecer las características de la evangelización y devoción marianas, realizadas inicialmente por los misioneros ante el pueblo que se pretendía evangelizar.

 

Segundo, determinar las características del momento histórico e incluso de la localización, en el que se produce la aceptación de la fe cristiana.

Tercero, realizar un análisis fenomenológico y estructural de la religiosidad o piedad popular, estableciendo las conclusiones teológicas que de ella se derivan.

Cuarto, determinar la relación entre dichas conclusiones y los factores de la cultura autóctona en la que se encuentran encuadrados.

A partir de dicho proceso se puede llegar a una primera configuración de la teología popular subyacente, para proceder posteriormente a un oportuno discernimiento.

 

 

 

8 Normalmente el término «Teología» se reserva para la denorninada Teología Científica. Creo que, sin embargo, es legítimo aplicarlo también a lo que otros denominarían como «cultura teológica popular», teniendo en cuenta que la cultura, incluso popular, es por su misma naturaleza también sistemática, significativa y fundada, aunque lo sea de una forma precientífica, espontánea e irrefleja. por lo que no se le puede denominar científica.

9 ORONZO, Giordano, Religiosidad popular en la Alta Edad Media, Madrid 1983; CARO BAROJA, Julio, Las /ormas complejas de la vida religiosa. Religión, sociedad y carácter en la España de los siglos XVI y XVII, Madrid 1978.

10 KLOPPENBURG, Boaventura, «Los-afro-brasileños y la umbanda», y ALMEIDA CINTRA, Raimundo, «Cultos afro-brasileños». en AA. VV., Los grupos Afroamcricanos. Aproxiniaciones y pastoral. Bogota 1980, pp. 178-212. Véase también SUSNIK, Branislava. El rol de los indígenas en la formación y en la vivencia del Paraguay. Asunción 1982, pp. 181-196.

11 GARCILASO, Comentarios Reales, 2.° P., L. I. Cap. XXV, citado por VARGAS UGARTE, O. c., pp. 55-56.

12 RUIZ DE MONTOYA, Antonio, Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en las Provincias de Paraguay, Uruguay y Tape, Bilbao 1892, p. 110.

13 NIMUENDAJU-UNKEL, Curt, Los mitos de la creación y de destrucción del mundo como fundamentos de la religión de Los apa pokuva-guarani, Lima 1978. pp. 155 y 179.

14 MONTECINO AGUIRRE, Sonia, «Mulher mapuche e cristianismo: Re1aboraçao religiosa e resisténcia étnica», en AA. VV.. A mulher pobre na história da Igreja latinoamericana, Sao Paulo 1984, pp. 186-199. Se trata de un estudio muy sugerente dentro de la línea apuntada.