CREER COMO JESUS:
LA ESPIRITUALIDAD DEL REINO
Elementos fundantes de nuestra espiritualidad latinoamericana


José María Vigil


En los últimos tiempos los cristianos del subcontinente hemos vivido 
una peculiar experiencia espiritual, que ha marcado fuertemente 
nuestra vivencia histórica y nos ha otorgado una espiritualidad propia 
que se convirtió en nuestra divisa identificadora ante el mundo entero. 
Y es que todo gran movimiento histórico, toda gran síntesis de 
pensamiento, de valores, de sentido, proviene en última instancia de 
una experiencia espiritual fundante que lo habita en lo profundo, como 
el propio pozo en el que uno sacia su sed.

En AL hay muchas espiritualidades: desde las preconciliares o 
incluso tridentinas, hasta la New Age, pasando por la de los kikos, la 
del Opus Dei, la carismática... y por todo tipo de fundamentalismos. 
Pero todas ellas, aunque hayan crecido aquí, han nacido fuera, y allí, 
fuera de AL, hay de ellas mucho y mejor que lo que de ellas hay aquí. 
Pero también hay una espiritualidad genuinamente latinoamericana, 
incluso latinoamericana por antonomasia, nacida crecida entre 
nosotros, abonada en nuestra tierra fértil con sangre mártir, y ofrecida 
al mundo como nuestro carisma, nuestra gracia, nuestro don peculiar, 
que el Espíritu nos ha dado «para común utilidad» (1 Cor 12,7). A ella 
nos referimos.

La Espiritualidad Latinoamericana [EL] se ha caracterizado 
precisamente por haber puesto en primer plano al Jesús histórico, al 
Jesús de Nazaret real, y por haber confesado en él -no en una 
abstracción- al Cristo Mesías, al Hijo de Dios vivo, a la Palabra hecha 
carne y sangre. Pocas espiritualidades han puesto en el centro, como 
la nuestra, el seguimiento de Jesús, el proseguimiento de su Causa, la 
prosecución de su caminar por la Historia.

«Creer hoy, nosotros, en nuestro mundo actual, como Jesús creyó 
en medio de aquel mundo de la imperial pax romana»: eso es ser 
cristiano, ser seguidor de Jesús. Y, por eso, porque se trata de creer 
como él, ha de hacerse con su mismo Espíritu, con aquella su 
«espiritualidad del Reino». Eso es lo que ha querido ser siempre 
nuestra EL.

Hemos escogido este título porque expresa muy bien lo central, lo 
fundante, que sistemáticamente puede ser desglosado en diferentes 
elementos teológicos, pero que en la fe de Jesús y en su pasión por el 
Reino encuentran sin duda el símbolo más emblemático y englobante.

En estas pocas páginas, valiéndonos concretamente de categorías 
teológicas, queremos preguntarnos y responder por los elementos 
fundantes de nuestra EL, esos elementos esenciales que la hacen ser 
lo que es, y sin los cuales ya no sería ella misma. En tiempos -como los 
que corren- de revisión, de inseguridad y hasta de arrepentimientos 
superficiales, bueno será hacer un esfuerzo por encontrar lo esencial 
fundante, aquello que sostiene el edificio, sin lo cual no se sustenta 
una espiritualidad genuinamente «latinoamericana», en el sentido 
expresado.

En esta perspectiva, pues, nos preguntamos: ¿cuáles serían los 
elementos fundantes de nuestra espiritualidad que traducen hoy la 
forma de creer de Jesús?
 

1. Una estructura histórico-escatológica de lo religioso

Nos referimos a la estructura misma de lo religioso, que, como es 
sabido, puede adoptar formas concretas muy diferentes. En muchas 
religiones la vivencia fundamental se vive como una moral, como un 
cumplimiento de una voluntad divina exterior en cuyo acatamiento 
radica la salvación. Otras veces la religión es fundamentalmente la 
aceptación (intelectual y/o vital) de una verdad revelada. Otras veces 
el intercambio en la relación Dios/creatura es el culto y la recepción de 
favores salvíficos, en un tipo de religión ontológico-cultualista. Ninguna 
de estas formas genéricas -comunes, por lo demás en el universo de 
las religiones- corresponde a la forma de creer de Jesús, aunque sí se 
dan en muchos de los que se dicen cristianos.

Creer como Jesús, implica tener una visión histórica de la realidad. 
Jesús tenía una concepción dinámica del tiempo, histórica, lineal, no 
cíclica ni encadenada a sí misma, sino abierta, lineal, con un alfa y una 
omega, con una percepción de Dios como el que camina delante de 
nosotros abriéndonos el futuro y encomendándonos construir la 
historia.

Hoy está claro -científicamente hablando y con los textos bíblicos en 
la mano- el carácter histórico-escatológico del mensaje de Jesús 
(frente a otras interpretaciones clásicas), carácter que hace que no 
pueda confundirse su seguimiento -el cristianismo- con una moral, ni 
con un sistema de culto, una doctrina, o la simple pertenencia jurídica a 
una institución religiosa determinada. La «religión» de Jesús es una 
religión de carácter ético-profético sobre una estructura 
histórico-escatológica, no de una religiosidad ontológico-cultualista 
sobre el modelo clásico de las religiones (Dios arriba, los seres 
humanos abajo).

Lo escatológico aquí alude a las relaciones entre escatología e 
historia: no relaciones de yuxtaposición ni de discontinuidad, sino de 
interpenetración y continuidad; lo escatológico embebe la historia 
haciéndola transcenderse a sí misma, y la historia es la única forma a 
nuestro alcance para ser y hacer escatología.

«Creer como Jesús» implica concebir la realidad como historia, como 
quehacer libre del ser humano, alentado por alguna utopía generadora 
de sentido. Desde cualquier otro esquema, desde cualquier otra 
lectura de la realidad se puede ser religioso, pero no se podrá «creer 
como Jesús». Y sin ello, tampoco se podrá vivir la EL.
 

2. Dios como Dios del Reino

Muchos creen en Dios, pero son ya menos los que creen en el Dios 
de Jesús, o lo que es lo mismo, son menos los que creen en Dios 
«como creyó Jesús». El no creyó en un Dios ajeno a la historia, ni 
creyó en él como algo en sí mismo, de lo que se pudiera hablar como 
separado de nosotros. El Dios de Jesús es un Dios del que hay que 
hablar siempre como de una realidad dual: Dios y el Reino. Dios del 
Reino, y Reino de Dios. Un Dios sin Reino (lamentablemente tan común 
entre cristianos) nada tiene que ver con la fe de Jesús (ni con la EL).

Si una vivencia religiosa o un texto (aunque sea un documento 
eclesiástico) hablan de Dios sin hablar del Reino, no reflejan la 
espiritualidad de Jesús (ni la EL).

El Dios de Jesús es siempre un Dios con una voluntad, con un 
proyecto, con una utopía: Dios «sueña» un mundo distinto, nuevo, 
renovado, digno del ser humano y digno de Dios. Y ese proyecto, esa 
utopía se llama -en las mismísimas palabras de la boca aramea de 
Jesús- malkuta Yahvé, Reinado de Dios.

Ese Reinado fue también el proyecto, el sueño, la utopía de Jesús: la 
Causa por la que él vivió, de la que él habló, con la que él soñó, por la 
que se arriesgó, por la que fue perseguido, capturado, torturado y 
ejecutado. Jesús fue, en efecto, un luchador, un «militante», una 
persona con Causa, de una pieza. Así creyó él. Un cristianismo sin el 
Reino como utopía, como Causa por la que vivir y por la que morir, un 
cristianismo que crea que las utopías -o la historia- ya llegaron a su 
final... poco o nada tiene que ver con Jesús. El creyó muy de otra 
manera.

Ese Reinado de Dios fue el centro de la vida y de la predicación de 
Jesús. Fue su «opción fundamental», en palabras de antropología 
moderna; su «absoluto», en palabras más sistemáticas. El ya sabía 
que «sólo el Reino es absoluto, [y que] todo lo demás es relativo» 
(EN8). El Reinado de Dios (del Dios del Reino) es para Jesús el centro 
unificador de su experiencia religiosa, de sus sueños, de su mensaje y 
predicación; éste es uno de los rasgos más fundamentales de la fe de 
Jesús; por ello espanta pensar qué tendrá de cristiano (y de 
espiritualidad latinoamericana) todo aquello que consciente o 
inconscientemente pone a otras cosas y no al Reino en el centro del 
cristianismo.
 

3. Mutua implicación entre transcendencia e inmanencia

Un tipo determinado de relaciones entre escatología e historia 
implica también una relación peculiar entre transcendencia e 
inmanencia. Para Jesús no hay dos historias, dos realidades, sino una 
sola. Transcendencia e inmanencia son dimensiones de una realidad 
global única. La Salvación está ya en la Historia y en su proceso de 
Liberación hacia la plenitud escatológica.

Si bien el Reino no es de este mundo por su origen (tiene su origen 
en Dios: «Mi reino no es de este mundo», Jn 19, 36), está ya en medio 
de nosotros manifestándose en procesos de liberación («Si expulso los 
demonios es que el Reino de Dios ha llegado y está en medio de 
ustedes, Mt 12,28; Lc 7. 18-23) a distintos niveles y en todos los 
campos. Toda liberación que aquí vivimos muestra la acción de la 
salvación escatológica anticipándose, fermentando ya desde ahora la 
realidad que quedará plenamente transfigurada en la escatología. Y 
eso es lo que nos permite, como a Jesús, ser contemplativos en la 
Historia, en sus procesos, en sus avatares.

Todo dualismo entre transcendencia e inmanencia, entre las cosas 
de arriba y las de abajo, entre este mundo y el otro, las cosas divinas y 
las cosas del mundo, no procede de la fe de Jesús, ni identifican a la 
EL.
 

4. Realismo práctico

La pasión por la realidad, por partir siempre de la realidad, por 
estudiarla y captarla adecuadamente, y por volver a ella después del 
momento reflexivo con el propósito de transformarla y acercarla a las 
exigencias de la utopía del Reino, no es sólo una característica 
metodológico-pedagógica o hasta un talante psicológico peculiarmente 
latinoamericanos, sino que es también un espíritu, una experiencia 
espiritual genuinamente latinoamericana.

Este realismo incluye la voluntad de conocer más y mejor la realidad, 
de analizarla, de descubrir las causas históricas y estructurales, de 
discernir los mecanismos y las estrategias para ser más eficaces en 
nuestro amor, porque nuestro amor quiere ser inteligente y eficaz. 
Jesús, que no tenía los instrumentos analíticos de los que disponemos 
veinte siglos después, sí que dejó ver la misma preocupación por 
denunciar los mecanismos tantas veces ocultos en la realidad, y por 
medir nuestro corazón con la práctica del amor (Mt 25). Jesús fue 
profundamente realista: no se dejó engañar por las palabras no 
acompañadas de los hechos, ni siquiera cuando son palabras de 
oración (Mt 7,21). A la EL le pasa lo mismo.

 
5. La misericordia

J/MISERICORDIA: Jesús fue llevado por una pasión, por una 
misericordia fundamental que le ardía en el corazón. Su punto de 
apoyo no era una doctrina teórica o un análisis sociológico, sino el 
conmoverse de sus entrañas ante todo dolor y sufrimiento, signo de la 
ausencia de Dios.

La EL hizo de la «indignación ética» (o de la pasión por la dignidad, 
para decir lo mismo en positivo) una experiencia fontal de misericordia 
vital, una «opción fundamental». En el fondo de toda vida humana 
vivida con profundidad hay una pasión por la dignidad y los valores y 
una reacción ética ante la realidad que los contradice. En el sufrimiento 
del mundo hay dimensiones que comprometen los valores absolutos 
cuya integración es necesaria para que podamos sentirnos personas 
humanas. En esa experiencia nos parece tocar lo más sensible de la 
existencia, algo que nos concierne inapelablemente y que provoca en 
nosotros una reacción incontenible.

Los evangelios nos testifican abundantemente la misericordia de 
Jesús, su com-pasión, brotada de sus entrañas conmovidas al 
contemplar la realidad, que lo hace vibrar de indignación ética ante la 
injusticia, y de exultación jubilosa al ser testigo de la liberación de los 
oprimidos. Esta capacidad de vibración, esas «entrañas de 
misericordia» que le dan una fuerza incontenible, forman parte de la 
forma de creer de Jesús. Y también de la EL.

 
6. Opción por los pobres

Jesús percibe la existencia de intereses contrapuestos por parte de 
grupos diversos de la sociedad que son actores más allá de sus meras 
individualidades. Jesús se refiere a diversos «plurales»: los pobres, los 
ricos, los maestros de la ley, los fariseos... Y Jesús toma una postura 
en ese entramado conflictivo de intereses. Trata de leerlos desde la 
«justicia del Reino» y se ubica en solidaridad total con los pobres -de 
toda clase: el pobre económico, la mujer, el niño, el marginado, el 
leproso, el pecador-. Éstos lo sienten suyo, y a su favor, y los 
enemigos de los pobres sienten que no está de su propio lado.

Jesús, a pesar de ser la presencia entre nosotros del Amor mismo, 
no permaneció neutral. El estuvo siempre inequívocamente alineado 
con los pobres, con las víctimas de la injusticia. Y llamó a todos 
-incluidos los poderosos y los que se pretenden neutrales por motivos 
religiosos- a convertirse y volverse a la solidaridad efectiva con los 
pobres.

Dios quiere que se realice su proyecto, el Reino; quiere introducir 
todo en el orden de la voluntad de Dios. Y eso es una Buena Noticia 
para los pobres de toda clase: Jesús se dedicó entusiasmado a 
propagarla: «!Dichosos los pobres y los pobres de espíritu, porque de 
ellos es el reino que viene!».

Creer como Jesús implica hacer también nosotros esta misma toma 
de postura y entregar la vida a proclamar y a realizar con los hechos 
esta Buena Noticia.

 
7. Nueva eclesialidad

La vuelta a Jesús, su redescubrimiento, nos ha hecho redescubrir 
también la eclesialidad. El Vaticano II marcó el giro eclesiológico 
fundamental. Si Jesús tuvo su absoluto en el Reino de Dios y esa fue la 
Causa por la que dio su vida, la Iglesia tiene que seguirle, tiene que 
creer como él. No hay lugar para nada que signifique una 
autoentronización de la Iglesia; nada de eclesiocentrismo.

Es la Iglesia como conjunto la que ha superado -en teoría al menos- 
el eclesiocentrismo: el centro no es la Iglesia, sino el Reino. Y aun 
antes: la Iglesia no es el Reino. La Iglesia es simplemente «germen y 
principio del Reino», y no el único, aunque uno muy significativo. Es 
una «mediación del Reino». Está al servicio del Reino. Su único sentido 
es servirlo, acogerlo, acercarlo, mediarlo, propiciarlo. A él se debe 
enteramente. Gastarse y desgastarse por el Reino, aunque en ello le 
vaya la vida: ése es el objetivo y el sentido más profundo de la Iglesia.

Así, la Iglesia no es un mundo aparte, un gueto centrado en sí mismo 
y con códigos propios. Ser Iglesia es «vivir y luchar por la Causa de 
Jesús, el Reino», o sea, «creer como él». Esa es la misión de la Iglesia 
y la misión de los cristianos. Y como el Reino es vida, verdad, justicia, 
paz, fraternidad, amor... esa misión del cristiano coincide 
sustancialmente con la misión misma del ser humano. Es «la gran 
misión» del ser humano en esta tierra. Jesús no ha querido 
sustraernos de nuestro cometido humano, sino más bien 
concentrarnos en él con una nueva luz, con su propio Espíritu. Y eso 
es lo que hizo él. Y hacer otro tanto («creer como él») es lo que debe 
hacer la Iglesia (y la EL).

 
8. Santidad política

La experiencia de Dios que tenía Jesús, el Espíritu, el fuego que 
llevaba dentro, le llevó a no reducirse a su vida privada, sino a afrontar 
«el pecado del mundo», del «mundo» que Dios tanto amó (Jn 3, 16) y 
al que Dios envió a su propio Hijo (Jn 3, 17), ese mundo al que Jesús 
mismo terminó enviando a sus discípulos. Jesús llevó verdaderamente 
una «vida pública», no sólo en cuanto contrapuesta a su «vida oculta» 
en Nazaret, desconocida para nosotros, sino en cuanto sobrepuesta a 
su vida «familiar» o «privada» . El mensaje del Reino que Jesús 
predicó tenía mucho que ver con las estructuras sociales y políticas de 
su tiempo, que se sintieron conmovidas por su predicación y por su 
práctica. Finalmente, su muerte fue consecuencia de este desafío 
público que aquella proclamación de la voluntad de Dios suponía en un 
mundo estructurado sobre el pecado.

Creer como Jesús hoy implica hacer lo mismo en un mundo que se 
ha complejificado mucho desde entonces, pero que tiene 
fundamentalmente los mismos problemas éticos y la misma necesidad 
de la Buena Noticia. Dios no quiere que nos «salvemos del mundo», ni 
siquiera que «nos salvemos en el mundo», sino que «salvemos el 
mundo». Que «estemos en el mundo sin ser del mundo», dijo él 
exactamente. Y hoy, ya desde hace varios siglos, el mundo se ha 
hecho consciente de la inevitable dimensión política, que forma parte 
ineludible de la realidad, y cuya ignorancia no redunda sino en dimisión 
de nuestras responsabilidades.

Tratando de «creer como Jesús» creería hoy, la EL hace de la 
veracidad, de la lucha por la justicia y por la paz, por los derechos 
humanos, por el derecho internacional, por la creación de estructuras 
nuevas de fraternidad... virtudes mayores, que corrijan y 
complementen aquellas virtudes clásicas más domésticas , 
individualistas, conventuales, espiritualistas...

 
9. Macroecumenismo y diálogo religioso 

Jesús no fue un «profesional eclesiástico». El centro de su fe no fue 
la Iglesia, sino el Reino, y proclamó la práctica de la construcción de 
ese Reino como el criterio escatológico de salvación que nos juzgará a 
todos los humanos (Mt 25, 31ss): un criterio totalmente ecuménico, no 
eclesiástico, no confesional, ni siquiera religioso, por encima de toda 
raza, cultura o credo.

Creer hoy como Jesús implica medirlo todo con la medida del Reino. 
Por eso, sentimos más cercanía con el que lucha por la Causa de 
Jesús -aun sin conocerla quizá- que a aquellos que, tal vez incluso en 
Su nombre- se oponen a ella.

Esto es tremendo, pero es real, y es evangélico. Jesús mismo sentía 
esa misma mayor cercanía. El se identificó más con el samaritano que 
con el sacerdote y el levita, más con la liberación de los pobres que 
con el culto del templo (Lc 10, 25ss); más con los pecadores humildes 
que con los fariseos satisfechos de sí (Lc 15, 11-32); más con el que 
hace la voluntad de Dios que con el que dice «Señor, Señor» (Mt 7, 
21); más con los que dan de comer al hambriento aun sin conocer a 
Jesús (Mt 25, 31ss) que con los que hicieron milagros en su nombre 
(Mt 7, 22); más con el que decía que «no» pero hacía la voluntad del 
padre que con el que decía que «sí», pero no la hacía (Mt 21, 
28-32)...

Jesús no tiene miras estrechas centradas en la pequeñez de la 
Iglesia. Optimista desde su visión de fe, Jesús mira más allá, y ve la 
inmensa mies granada, que Dios mismo sembró -sin su Iglesia- y que 
ahora precisa de muchos operarios para ser recogida (Mt 9,38). Jesús 
no envía a sembrar, sino a recoger esa mies inabarcable que está ahí 
antes incluso de llegar él. Optimismo respecto a la salvación del 
mundo, visión contemplativa de la realidad, actitud positiva de diálogo y 
de salida al encuentro de los otros, desinterés institucional propio... 
son actitudes macroecuménicas de Jesús que la EL quiere hacer 
suyas.

* * *

En resumen, pues, lo dicho: no se trata tanto de creer «en Jesús», 
cuanto de creer «como Jesús», con su misma «espiritualidad del 
Reino». Porque hay muchos que creen «en El», pero no creen «como 
él». Y ya sabemos: también los demonios creen «en El», pero de nada 
les sirve (Sant 2, 19)

«Seguir a Jesús» -una metáfora a veces desgastada- no consiste en 
ir por caminos ex-óticos por los que El no fue; consiste más bien en 
continuar nuestro camino «de la misma forma como él» recorrió el 
suyo: habérselas frente al mundo y frente a la Historia como Jesús se 
las hubo, tener frente a la realidad rebeldía y esperanza, utopía y 
realismo, indignación y ternura, lucha y contemplación, y todo ello 
desde la perspectiva del Reino como centro de todo.

El ya hizo su camino en su momento, hace casi 2000 años, y 
nosotros no lo vamos a repetir, porque aquel mundo ya no existe. La 
imitación y las recetas repetitivas no sirven, porque estamos en otra 
parte del camino, en este otro tramo, neoliberal ahora, y queremos ser 
fieles creativamente, tratando de hacer no lo que él hizo, sino lo que él 
haría hoy aquí, o sea, creer hoy y aquí como creería él, con su misma 
«espiritualidad del Reino».

Eso es, ni más ni menos, lo fundante de la EL. 

Vigil-José-María