Carácter escatológico del reino de Dios
RD-ESCATOLOGIA RD/PRESENTE-FUTURO:
La separación definitiva entre los pertenecientes al reino de Dios y
los siervos del imperio de Satanás se hará al final de la historia. La
mayoría de los textos neotestamentarios se refieren al reino de Dios
del futuro (véase, por ejemplo, Mt. 5, 20; 7, 21; 18, 3; 19, 23; 21, 31;
22, 12; 23, 13; 25, 10. 21. 32, Mc. 9 47; lo. 3, 5). Se ve con especial
claridad en los textos que hablan de pedir la venida del reino de Dios
(Mt. 6, 10), que dan una visión del banquete escatológico (Mt. 8, 11,
22, 2-10. 1113; 25, 1-2; Mc. 14, 25; Lc. 14, 16-24; 22, 30), en los que
el reino de Dios es equiparado a la bienaventuranza (Mt. 5, 3-10 19;
13, 43; Lc. 12, 32. 37) o, según los cuales, el reino de Dios irrumpe con
la parusía y causa el juicio o la división de buenos y malos (Mc. 9, 1;
Mt. 16, 28; 13, 30-50; 25, 31-46). Hasta esa hora la historia humana se
llena con la lucha entre el reino de Dios y el reino del demonio. Esa
lucha es el verdadero tema de la historia universal. Aunque en primer
plano se trate de la posesión de países, de cuestiones económicas y
división de poderes, en el fondo se trata siempre de la decisión entre
Dios y el diablo.
ENC/NO-PODER:RD/ESCANDALO:ESCANDALO/RD: El reino de
Dios apareció y se hizo presente en Cristo; pero no logró en El la figura
definitiva prometida. Esta es todavía oculta. Está velada por el poder
del pecado y por las formas caducas del mundo (Rom. 12, 2; I Cor.
1-20; 2, 6. 8; 3, 18; 11 Cor. 4, 4; Gal. 1, 4). Su estado oculto será, sin
embargo, hecho público algún día. Debido a su ocultamiento, el reino
de Dios parece durante esta época del mundo impotente y desvalido
(Phil. 2, 6). Dios se despojó de su poder al entrar en la historia
humana. Ante las puertas de la historia humana depuso su poder, en
cierto modo, para que los hombres no fueran fascinados ni violentados
por él, sino que pudieran llegar a un acuerdo con Dios del modo
correspondiente a su libertad y dignidad. Sin embargo, esto tiene por
consecuencia que los hombres puedan rebelarse contra el reino de
Dios, y que tal reino pueda convertírseles en escándalo (/Mt/11/06).
Esta posibilidad humana alcanza su extremo más terrible en la muerte
de Aquel en quien apareció el reino de Dios. Sin embargo, llegará la
hora en que el reino de Dios se revele como lo único poderoso.
Entonces se tendrán que inclinar todos ante él.
Sin embargo, no es una mera realidad futura. No es una realidad
exclusivamente escatológica. Penetra ya en el presente. Quien tenga
buenos ojos, fe, puede verlo ya. Y lo mismo que su invisibilidad no es
absoluta, tampoco lo es su impotencia. No es plenamente desvalido, ya
que demuestra su fuerza en los milagros, en la proclamación de la
palabra y en las manifestaciones del espíritu. El ocultamiento del reino
de Dios implica, por tanto, visibilidad e invisibilidad, impotencia y poder
al mismo tiempo. Es invisible para los ojos que sólo pueden ver lo
terreno. No es visible, en efecto, como las cosas de este mundo. No es
poderoso como los poderosos de la tierra. Su visibilidad y su poder
están en otro plano y se extienden a otra dimensión. El reino de Dios
es visible e invisible lo mismo que la gloria de Cristo es visible e
invisible. Es visible para los ojos del creyente, pero invisible para los
ojos del incrédulo (1 Jn 1, 1-4). La comunidad de destino tiene su
fundamento entre Cristo y el reino de Dios. Los hombres que viven en
la época del reino de Dios ocultamente venido son dichosos. A ellos les
es concedido lo que las generaciones anteriores anhelaron y no
alcanzaron. "Dichosos los ojos que ven lo que vosotros véis, porque yo
os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros véis
y no lo vieron, y oír lo que oís Y no lo oyeron" (/Lc/10/23 y sig.;
/Mt/13/16 y sigs.). En Cristo mismo llegó el reino. Ahora está en medio
del mundo (Lc. 17, 20 y sigs.). En sus palabras se hizo posible de oír y
en sus milagros se hizo visible (Mt. 11, 2-6; 12, 28). Las parábolas de
Cristo revelan y atestiguan su origen, su ser y su destino (Mt 13 1-50).
Su origen es Dios, que lo instaura sobre la tierra, de modo parecido a
como el sembrador esparce las semillas en el campo. Por unos es
aceptado y por otros rechazado. Por eso mientras dura este eón existe
junto con él el reinado del mal. En los milagros se hace manifiesto que
ha venido el reino salvador de Dios. A la pregunta que Juan Bautista
dirige a Cristo desde la cárcel, de si es El el que trae el reino de Dios,
contesta Jesús indicando que se han cumplido las profecías que Isaías
(35, 5 y sig.; 61, 1) hizo sobre el estado del reino de Dios: los ciegos
ven, los paralíticos andan, los leprosos se curan, los sordos oyen, los
muertos resucitan, los pobres oyen el Evangelio (/Mt/11/01-07; cfr.
/Lc/07/18-35). Si El expulsa a los diablos con el espíritu de Dios, el
reino de Dios ha llegado ya (Mt. 12, 28). Por tanto, está ya ahí. Se
puede verlo y entrar en su gloria. Cierto que para ello se necesita un
gran esfuerzo (Mt. 11, 8-19). La época de los profetas, que encontró
su mayor representante en Juan, ha pasado ya: el cumplimiento ha
llegado (Mt. 11, 14; cfr. también Mt. 12, 22; Lc. 11, 20). Como ha
irrumpido la época del reino de Dios, está presente ya el tiempo de la
gracia y de la verdad (lo. 1, 17), en el que se da a los que tienen
hambre y sed el verdadero pan (lo. 6, 27) y el agua viva (lo. 4, 10. 14).
La época del reino de Dios es la época de la nueva creación. Por la
muerte y resurrección de Cristo se ha hecho ya creación nueva (II Cor.
5, 17, Gal. 6, 15; Col. 3, 9; 1, 12-14), y en ella impera Cristo (I Cor. 15,
24 y sig.).
Todos estos textos atestiguan que el reino de Dios, según el NT,
está ya presente en este eón, porque ha sido instaurado por Cristo. Es
un error, por tanto, el afirmar, con los partidarios de la llamada escuela
escatologista (especialmente J. Weiss, A. Loisy y A. Schweitzer), que,
según el NT, el reino de Dios es exclusivamente escatológico. Que no
existe en este eón; que ni siquiera penetra en él. Pero que está junto a
las mismas puertas (textos que expresan una esperanza próxima). Se
apoyan en los textos neotestamentarios que enseñan el carácter futuro
del reino de Dios. En realidad, son la mayoría de los textos
neotestamentarios los que predican el reino de Dios como una
magnitud futura (por ejemplo Mt. 6, 10; 10, 23; 16, 28; 23, 36; 24, 34;
26, 64). Pero si no se quiere hacer que la escritura se contradiga a sí
misma, hay que interpretar de un estado distinto del reino de Dios los
textos que hablan del reino de Dios presente y los que hablan de su
carácter futuro. Los primeros se refieren al reino de Dios oculto en la
debilidad de lo terreno, los últimos al mismo reino revelado en el
esplendor de lo celestial. El estado del reino de Dios existente mientras
dura este eón será transformado por el poder de Dios en un estado
patente y manifiesto (Mt. 5, 11; 6, 20; 10, 5 y sig.; 13, 24 y sigs.; 19, 29;
25, 46; Io. 3, 15; 4, 14. 36; 5, 24; 6, 27. 58; 7 38- 14, 3 12 y sigs.; 17, 3.
15-26, 11 Cor. 1, 22; 5, 5; 15, 20. 23-26, I Hebr. 1, 3. 23; 2, 2. 24; Sant.
1, 21; 2, 5. 8; 5, 8). El acento de los testimonios neotestamentarios
sobre el reino de Dios recae ciertamente sobre su figura futura.
Sin embargo, también sería falso, por otra parte, suponer que el
reino de Dios se ha cumplido ya, según el testimonio de la Escritura,
dentro de este eón. La Escritura no conoce ninguna "escatología
cumplida" (C. H. Dodd).
Debido a su relativo ocultamiento, debido a su relativa debilidad e
impotencia se puede no ver el reino de Dios ya presente. Se necesita
incluso gran atención y esfuerzo para verlo. Cristo llama
bienaventurados a quienes lo ven (Mat. 11, 6). Desde el principio
acentuó Cristo el carácter de debilidad y ocultamiento del reino para
que los bienintencionados no se equivocaran si echaban de menos en
el reino de Dios el esplendor y el poder. Para la mirada que se
mantiene en lo externo, Cristo fracasó cuando quiso instituir el reino de
Dios.
RD/MISTERIOSO:Con el reino de Dios ocurre como con Cristo
mismo. Del mismo modo que en Cristo se hizo sin duda presente en la
historia la gloria de Dios, pero sólo visible para los ojos de los
creyentes (Jn. 1, 14; 1 Jn 1, 1-3), porque estaba velado en la debilidad
de la carne, también el reino de Dios está presente desde la vida,
muerte y resurrección de Cristo, pero está todavía velado por las
formas de este eón. Lo que salta a primer plano ahora no es el reino
de Dios, que es reino de amor, sino el reino del pecado y del demonio,
del odio y del dinero. Lo que ahora experimentamos inmediatamente en
el mundo y en nosotros mismos no es la justicia, la paz o la alegría en
el Espíritu Santo, sino la envidia y el deseo de venganza, el hambre de
poder y de poseer, la sensualidad y la crueldad, la injusticia y la
mentira. El reino de Dios es un misterio que se ve y no se ve, que el
creyente ve y el incrédulo no ve (Mc. 4, 11 y sig.). Cierto que está en
medio de los hombres, pero llega sin pompa externa y no es observado
(Lc. 17, 20). Con él ocurre como con Cristo: "En medio de vosotros
está uno a quien vosotros no conocéis" (/Jn/01/26); pero no siempre
permanecerá lo mismo. "Es semejante el reino de los cielos al fermento
que una mujer toma y lo pone en tres medidas de harina hasta que
todo fermenta" (/Mt/13/33). No se ve nada de lo que ocurre cuando la
mujer mete la levadura en la harina. Aparentemente sólo hay harina. Y
así ocurre con el reino de Dios. Por regla general nada se ve de el y
cuando se ve algo es sencillo e insignificante frente a las cosas de este
mundo, tan insignificante que a los ojos de este mundo parece casi una
cómica nadería. Es como una semilla de mostaza, que es la más
pequeña de todas las semillas; también en esta parábola se insiste en
la insignificancia de la figura en que existe el reino de Dios, en la
desproporción entre lo que es propiamente el reino de Dios y será
públicamente algún día, por una parte, y lo que ahora vemos, por otra.
El reino de Dios crece como la semilla en el campo, sin ser
observado (/Mc/04/26). También en esta parábola el punto de
comparación hay que verlo en el ocultamiento de la fuerza y proceso
de crecimiento, que no puede ser examinado por el hombre ni
acelerado ni impedido. El reino de Dios existe primero sólo en signos,
no en su gloria manifiesta. Pero en signos existe realmente. Signos de
su irrupción son, como hemos visto, las expulsiones de demonios, las
curaciones de enfermos, el perdón de los pecados y la resurrección de
muertos. En tales signos se anuncia su presencia hasta el fin de la
historia. A ellos pertenecen también los procesos configurados por
Cristo y en los que Cristo mismo libera continuamente a los hombres
del pecado y los llena de su vida: los Sacramentos. En ellos se hace
visible para los ojos del creyente que no sólo impera el mal sobre los
hombres, sino también Dios, su santidad y justicia. El signo supremo es
el sacrificio eucarístico. Del mismo modo que Dios se reveló en la
humillación de Cristo y en su muerte de Cruz, el reino de Dios se revela
continuamente en la locura de la cruz, hasta que el Señor vuelva (Lc.
1, 29, 29). Esta ley del reino de Dios no sólo se cumple en la
actualización de la muerte de Cristo en la Eucaristía, sino también en el
dolor de los cristianos que representa la unión con Cristo oferente. En
el dolor de los miembros se manifiesta el poder y la fuerza, la gloria de
Cristo, su Cabeza (I Pet. 4, 12-14). Quien da testimonio de Cristo ante
el mundo -para juicio de él- sufriendo y muriendo, revela con su
testimonio la presencia de Dios. Revela el reino de Dios venciendo el
poder de esta tierra. Cae bajo las piedras como el proto-mártir
Esteban. Sus enemigos no ven más que su propio triunfo y la muerte
del testigo de Cristo. Dios mismo imprime su sello sobre su ceguera y
parece justificar su acción permitiendo la caída del testigo de la fe y
poniendo con ello fin a su misión. Sin embargo, el mismo que cae
siente su caída como victoria. Ve los cielos abiertos y a Cristo de pie a
la derecha del Padre (/Hch/07/56). Y quienes ven creyentes a Cristo
en su figura, ven en su muerte cómo actúa el poder de Cristo.
Sin embarga, pasará el tiempo de los signos. El estado en que los
pertenecientes al reino de Dios se encuentran en tierra extraña y en
peregrinación, porque no están todavía en la patria, viven todavía lejos
del Señor, y tienen que gloriarse todavía de la Cruz como sello de su
pertenencia al reino de Dios, pasará sin duda. Ellos alargan los brazos
esperando al que ha de venir (Col. 1, 22, Phil 3 20, Rom. 5, 20; I Pet. 4,
12-14). Entonces desaparecerán los signos y Dios dominará sobre
todo el cosmos con gloria manifiesta. Este estado no es el final o la
coronación de una paulatina cristianización del mundo, sino que viene
de repente y por sorpresa. No se puede calcular de antemano su
llegada (/1Co/15/31), coincide con la vuelta de Cristo.
TIEMPO-ULTIMO: Entre la forma del reino de Dios valedera dentro
de la historia humana y su forma post-histórica hay, por tanto, una
interna e íntima relación y a la vez una profunda diferencia. La relación
es tan grande que la Escritura resume ambas fases del reino de Dios
en una visión perspectivista y las ve como el "tiempo último" (I Cor. 10,
11, Act. 2, 18, Hebr. 1, 2; I Pet. 1, 20; lud. 8). Frente a ello la diferencia
parece gradual y no esencial. Cristo hizo el cambio. Todo el tiempo que
transcurre desde la Encarnación hasta el fin del mundo es "tiempo
último". La forma revelada del reino de Dios es el último desarrollo de
lo puesto en germen por Cristo en su vida y muerte, resurrección y
ascensión. La relación entre las dos fases del reino de Dios es tan
íntima como la que existe entre la semilla y la planta, entre la bellota y
la encina, entre la crisálida y la mariposa. Nadie puede decir que de la
bellota vaya a nacer una encina tan robusta. Nadie puede decir que de
la fea crisálida vaya a nacer una mariposa de tan preciosos colores. Y,
sin embargo, de ellas proceden. Ambas fases están relacionadas como
la aurora que destierra la noche y el día que anuncia y empieza
(/Ap/02/28).
Sin embargo, también la diferencia es tan grande como la que hay
entre la bellota y la encina, entre la crisálida y la mariposa. Según su
aspecto externo, la fase comenzada con Cristo y que dura desde la
Encarnación o Resurrección hasta el fin del mundo se parece más a la
época precristiana que al esplendor posthistórico de la forma revelada
del reino de Dios. Así se entiende que la Sagrada Escritura sólo llame
nuevo eón a la fase posthistórica del reino de Dios (por ejemplo, Mc.
10, 30, Lc. 18, 30; 24, 34; Rom. 12, 2; I Cor. I, 2. 6. 20; 3, 18; II Cor. 4,
4; Eph. I, 21, Hebr. 6, 5; Gal. I, 4). Aunque las fuerzas del nuevo eón
son ya regaladas ahora a los cristianos, aunque el ser del nuevo eón
está ya presente invisiblemente, en el primer plano de la experiencia
existe entre la fase precristiana de la historia y la época comenzada
con Cristo una relación más estrecha que entre la fase histórica del
reino de Dios y su grado posthistórico. Por eso en la Escritura todo el
tiempo que transcurre hasta el fin del mundo es opuesto como eón de
la muerte al futuro eón. Para ello se sirve de una expresión que era
usual en la apocalíptica judía. Sin embargo, la misma palabra tiene
sentido esencialmente distinto.
La relación y diferencia entre las épocas histórica y posthistórica del
reino de Dios es descrita con suma claridad y extensión en el
Apocalipsis, de San Juan. En el capítulo XII, por ejemplo, el autor ve
cómo Satanás es vencido y arrojado desde el cielo a la tierra. Todavía
no está aniquilado. Rabia de ira por su derrota e intenta con todas sus
fuerzas y con odio fanático causar desgracias, mientras le es permitido
en el tiempo que le queda antes que sea del todo encadenado. Los
cristianos se alegran de su caída. Aunque ven cuánto horror puede
causar todavía, todos están llenos de alegría victoriosa: están seguros
de la victoria final. Ha comenzado un nuevo eón. Se ha echado el
fundamento de la época perfecta del reino de Dios. Todavía queda un
largo y sangriento camino que recorrer hasta la figura perfecta de ese
reino. Es tanto más amargo y difícil, cuanto que a menudo parece que
Dios no fuera el Señor de la historia. Pero los que pertenecen a Cristo
no se perderán, pues en Cristo ha salido para ellos la aurora que
anuncia el día que no tendrá puesta de sol (Apoc. 2, 28; 22, 16, Il Pet.
I, I9; Lc. I, 17; Angelus Silesius: Morgenstern der finsteren Nacht).
Todos los tormentos son los gemidos del parto del eón futuro.
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 116-122