AMOR DE DIOS - TEXTOS

1. A-D/PASION 
-Dejarse querer 
El mayor dolor de Dios es no poder amar a todos los hombres a 
quienes ama. El mayor dolor de Cristo fue no poder amar a Judas, 
trágicamente clausurado en sí. Tampoco Jerusalén quiso dejarse 
amar. Y lloró por eso Jesús. ¡Qué amargas deben ser las lágrimas de 
Dios! 
No le duelen a Dios tanto los pecados, si los pecadores se dejan 
perdonar. El pecado hasta puede propiciar una admirable epifanía de 
su amor misericordioso. Pero la gran pena es cuando el pecador no se 
deja perdonar. Sintió César el suicidio de Pompeyo, porque le quitó la 
satisfacción y la gloria de perdonarle. Siente Dios no poder expresar 
más claramente la gloria de su amor misericordioso, sin medida, 
perdonando a todos sus hijos débiles y pecadores.
La gran revelación de Jesús no es que Dios existe, sino que nos 
ama; no que es Dios, sino que es «Abba»; no que es todopoderoso, 
sino todo-misericordioso; no que está en los cielos, sino que es 
«Enmanuel»; no que está lejos, sino que está muy dentro; no que es 
victorioso, sino que se deja derrotar. Se deja derrotar por el amor; 
pero estas derrotas terminan siendo siempre victoriosas. Dios 
terminará venciéndonos con la fuerza apabullante de su amor. No más 
diluvios de agua o fuego, en la línea del Bautista, sino diluvios de 
amor. El Dios de Jesucristo no viene a pegar hachazos o palos, como 
insinuaba el Bautista, sino a recibirlos; no a prender fuego al mundo, 
sino a poner fuego en el corazón.
¿Qué se nos pide? Pues eso, apertura. Dejar que la fuerza de su 
amor entre en nosotros. Dejarse invadir por este oleaje que viene del 
cielo y sumergirse en este diluvio de amor; dejarse alcanzar por el 
toque fuerte y delicado de Dios; bajar las defensas y que los dardos de 
su amor se claven en nuestro corazón; dejarse enamorar de Dios y 
abrirle de par en par todas las puertas de nuestra casa. Se nos pide 
amistad: una relación amistosa y entregada con el Amigo; podríamos 
decir con el Esposo.

CARITAS
UN CAMINO MEJOR
CUARESMA 1987.Pág. 128

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2.
Tú eres amado con un amor sin límites 
Hijo mío, esta palabra que te dirijo te introduce en el centro mismo 
de la zarza ardiente. No estás ya en el dintel del misterio. Tú eres 
amado. Estas tres palabras, si quieres verdaderamente recibirlas, 
pueden cambiar y transformar toda tu vida.
Tú eres amado. Hay que comenzar por el principio. Hace falta poner 
en primer lugar mi amor por los hombres, mi amor sin límites. El amor 
del hombre por Dios no es más que la respuesta a mi amor. Soy yo el 
primero que he amado. Siempre soy yo el que tomo la iniciativa.
¿Cómo podrías amarme si no hubieras primero alcanzado la 
revelación del amor que tengo por ti? Te hace falta, en un momento 
determinado, sentir como un choque el amor apasionado que te 
ofrezco. Si quieres anunciar el Evangelio, primero debes ir 
simplemente a los hombres diciendo a cada uno: «Tú eres amado». 
Todo lo demás viene de ahí; es el punto de partida...
Pero, ¿con qué amor eres tú amado? No digo: "Tú has sido amado". 
Tampoco digo: "Tú serás amado". No te he amado solamente ayer o 
anteayer. No es mañana o pasado mañana cuando te amaré. Es hoy, 
en este mismo minuto, cuando eres amado.
Ese es el caso de cada hombre. Te asombras y me preguntas: "¿Es 
verdad? ¿En todos los casos?". Sí, en todos los casos. Y continúas: 
«Señor, ¿cómo es posible? El que peca contra ti, ¿podrá, en ese 
mismo momento, ser amado por ti?» Sí, hijo mío. Si no siguiese 
amando al que peca, ¿le dejaría subsistir delante de mí? El amor está 
sentado como un mendigo a la puerta del que no ama. Espera. 
Esperará. La duración de mi espera rebasa todas las previsiones 
humanas. No intento perforar el misterio. Espero. Y ¿quién podrá 
separarme de mi querido pecador? 
Mira pues, hijo mío, con qué amor eres amado. No te digo que eres 
grandemente amado, muy amado, amado más o menos que otro. Tú 
has oído decir que amo a algunos, que odio a otros, que amo en 
grados diversos. He tenido yo mismo que hablar a los hombres a la 
manera humana, en lenguaje humano, en un estilo educativo, con 
pobres palabras humanas incapaces de expresar las realidades 
divinas. Pero en mi amor indivisible no hay ni «más» ni «menos». Mi 
amor es cualidad pura. No hay nada de cuantitativo, nada de 
mensurable. Se ofrece a todos en su infinitud. No puedo amar más que 
divinamente, es decir, enteramente, dándome a mí mismo del todo. 
Son los hombres los que se abren más o menos, o se cierran al amor.
Usaré una imagen. El amor divino es semejante a una presión 
atmosférica que rodea, encierra cada ser y pesa sobre él. Sitia a cada 
hombre y quiere conquistarlo. Intenta procurarse una apertura, 
encontrar el camino que conduce al corazón y le permita penetrar por 
todas partes. La diferencia entre el pecador y el santo es que el 
pecador cierra su corazón al amor, mientras que el santo se abre a 
este amor. Pero se trata del mismo amor, de la misma presión. El uno 
rechaza, el otro acepta. No hay aceptación sin una gracia, pero esta 
gracia no se mide.
Hijo mío, te lo digo una vez más. Amo a cada uno a la vez por entero 
y de modo diverso. Amo a cada uno de otra manera. Aquí hay sitio 
para intenciones y dilecciones divinas, gracias, llamadas, elecciones 
que no se parecen unas a otras.
A ti mismo, hijo mío, te amo de manera distinta a otro. Te amo con 
un amor que no le ha sido dado a nadie. Te amo con un amor 
incomparable, único. Tus pecados pueden herir el amor que tengo por 
ti. Pero no pueden disminuirlo. 

Un monje de la Iglesia de Oriente
«Amor sin límites»

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3. A-D/P P/A-D 
Quienes todavía no lo han comprendido se parecen al gigante Atlas: 
al igual que éste, llevan a sus espaldas el globo terráqueo, soportan 
enormes cargas y tratan de merecer el amor de Dios. Sólo con ver 
cómo viven se siente uno cansado... Yo le diría a Atlas: «¡Suelta ese 
globo y baila sobre él, que para eso está!». Y del mismo modo les diría 
a esos esforzados seres humanos: «¡Soltad vuestra carga y construid 
vuestra vida sobre el amor de Dios! !Sólo así viviréis una vida sana!». 
No tenemos que «ganar» ni «soportar» el amor de Dios, que es un don 
totalmente gratuito.
«Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os 
daré descanso» (/Mt/11/28).
El amor de Dios lo abarca todo y no conoce restricción alguna. Dios 
ama incluso al pecador, porque el pecado no le impide a Dios 
amarnos, sino que muestra que nosotros no amamos a Dios lo 
bastante.

P. Van Breemen
El nos amó primero

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4.
El amor nos conduce hasta el mismo Dios. A Dios no le alcanzamos 
por el pensamiento. Es el indecible. No le alcanzamos por las 
oraciones. El sabe lo que nos conviene. No le alcanzamos por los 
sacrificios. No quiere nuestra sangre. No le alcanzamos por las 
virtudes. Es tres veces santo. A Dios sólo se le alcanza por el amor. 
«Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (/1Jn/04/07). Si 
Dios es amor, sólo el que ama le puede conocer. Así lo dice, entre 
otros, ese gran místico inglés del s. XIV: «Nadie puede comprender 
totalmente al Dios increado con su entendimiento; pero cada uno... 
puede captarlo plenamente por el amor. Tal es el incesante milagro del 
amor: una persona que ama, a través de su amor, puede alcanzar a 
Dios... Por el amor puede ser alcanzado y abrazado, pero nunca por el 
pensamiento» 

La Nube del no-saber, 6

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5. A-D/INFIERNO
"También Dios tiene un infierno: es su amor a los hombres. A causa 
de su compasión por los hombres ha muerto Dios". 

F. Nietzsche
Zaratr. 138

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6. CREACION/A-D
San Agustín escribe (in Ps. 134, 10 y sigs.): "Su voluntad es causa 
de todo lo que Él ha hecho. Tù has hecho una casa porque si no 
hubieras querido hacerla te habrías quedado sin habitación: La 
necesidad te impone hacer una casa, no la libre voluntad. Tú te haces 
un vestido porque si no te lo hicieses tendrías que ir desnudo: es, 
pues, la necesidad la que te obliga a hacerte un vestido y no la libre 
voluntad. Tú plantaste una viña y sembraste semillas porque de no 
haberlo hecho te faltaría el alimento; todo esto lo haces impelido por la 
necesidad. Dios lo hizo todo a causa de su bondad, no necesitando 
ninguna de las cosas que ha hecho. Por eso ha hecho lo que ha 
querido (Przywara, Augustinus, 538 y sigs.). 
La voluntad con que Dios quiere las cosas no está fuera de éstas. 
Antes bien, opera y crea en ellas. De esta manera, conduce a la 
naturaleza y al hombre hacia la perfección. Eckhart dice en sus 
sermones doctrinales (Bernhart, Meister Eckhart, en "Deutsche 
Mystiker", pág. 122): "Dios no es nunca el destructor de un bien sino el 
consumador. Dios no es el destructor de la naturaleza, si no su 
consumador". En toda situación Dios se halla presente como sujeto 
operante y creador.
La voluntad con que Dios quiere a las criaturas no es una voluntad 
general, es una voluntad que se refiere y afecta a cada una de las 
criaturas en cada momento. En cada una de las situaciones 
existenciales, con la diversidad de sus deberes concretos y 
determinados, la encontramos no sólo bajo la forma de imposición y 
obligación, sino también bajo la de voluntad activa y operante, 
ayudándonos a salir hacia adelante en toda situación humana, ya sea 
ésta moral, espiritual o religiosa. Aun cuando el hombre desfallezca y 
fracase, la voluntad de Dios continúa estando presente en él, a 
manera de fuerza creadora que le impele hacia adelante y le señala 
una nueva dirección para que pueda vencer las dificultades de la 
situación ocasionada por el fracaso. 
La voluntad de Dios con respecto a las criaturas es amor, es un 
amor infinito. Dios crea en la vida humana como amante, más aún, 
como el amor mismo. El fundamento profundo de todo lo real es, pues, 
el amor, un amor incesantemente activo y creador. Este amor 
constituye en todo momento el fundamento y el sostén de todo el ser y 
del obrar. El amor de Dios es infinitamente íntimo y poderoso. Dios, el 
amor personal, está íntimamente presente en las criaturas por Él 
amadas. Su amor se extiende a todas las cosas, según su ser total y 
según su capacidad de ser amadas. El amor con que Dios las 
compenetra es más íntimo y profundo que el amor con que ellas 
puedan amarse. El amor de Dios dispone, pues, de fuerza unitiva en 
grado supremo. Pero este amor no es ternura y caricia, no es blandura 
o sensiblería. El amor de Dios es distinto del amor humano. Tiende a 
conducir al hombre hacia un estado de gloria, grandeza y dignidad. 
Por eso se esfuerza siempre por hacer al hombre mejor y más rico en 
lo interno. Por eso tiene que imponerle obligaciones, tiene que 
inquietarle y perturbarle, sacándole de su estrechez egoísta y 
luchando contra su tendencia a entregarse al mundo. Por eso a 
veces son dolorosos los caminos por los que nos conduce el amor de 
Dios; caminos que crea el amor, que no puede menos que crear por 
amor al hombre. 

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA I
LA TRINIDAD DE DIOS
RIALP.MADRID 1960.Pág. 616 ss.)

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7. D/MIRADA-AMOROSA 
La mirada amorosa de Dios activa en nosotros las más profundas 
posibilidades de nuestro ser. Es un llamamiento continuo que nos 
anima y fortalece, lo mismo que bajo la mirada de un ser querido nos 
sentimos impulsados a desarrollar todas nuestras fuerzas. La mirada 
amorosa divina despierta al mismo tiempo en nosotros un sentimiento 
de miedo para que dejemos de hacer cosas que pudiesen desagradar 
a Dios. Además, el pensar en la mirada de Dios nos incita a vernos tal 
como Dios nos ve, sin velamientos ni fingimientos, con veracidad y 
autenticidad; a juzgarnos y valorarnos según la medida de Dios. Allí 
llegamos a conocer los más secretos y ocultos motivos de nuestras 
acciones, a través del complicado tejido de fingimientos, disfraces e 
inconscientes represiones. Sólo en la luz de Dios llegamos realmente 
hasta nosotros mismos. En esa luz aparece toda la importancia y fatal 
trascendencia del pecado, y no tratamos de negarle o de 
empequeñecerle, sino que le consideramos tal como es y nos 
apartamos de él para volvernos hacia Dios. Ante la faz de Dios, 
conocidos por Él hasta en lo más profundo de nuestra alma, nos 
detenemos y fijamos en nosotros mismos, reconocemos nuestra 
mezquindad y pecaminosidad, y de esta manera podemos librarnos de 
ellas. Al huir de ante su faz huimos de nosotros mismos, de nuestro 
más profundo yo, de nuestra salud y salvación.
La mirada con que nos conocemos nosotros mismos ante la faz de 
Dios es sólo posible a condición de que Dios nos comunique la 
capacidad de vernos con sus ojos divinos, es decir de vernos en la fe. 
Por otra parte, estando ante la faz de Dios no nos sentimos tentados a 
juzgar y condenar los motivos de las acciones de los otros, por ser sólo 
Dios el que ve en el fondo de los corazones. 
Todo nuestro interior está patente ante los ojos de Dios, cierto, pero 
no experimentamos ante Él el sentimiento de absoluta desnudez, como 
sucedería si los hombres nos conociesen de la misma manera. En 
efecto, al contrario de lo que sucede con la mirada del hombre, la de 
Dios no es curiosa, concupiscente, rehusante, odiosa, sino 
comprensiva, amorosa, protectora y consoladora. Sólo en la mirada de 
su amor creador llegamos a conocernos a nosotros mismos. La mirada 
amorosa de Dios nos ve en cada uno de los sucesos concretos de la 
vida y al mismo tiempo abarca toda nuestra vida considerada como 
totalidad. Y dentro de la importancia de esta mirada, nos comunica 
ánimo en las adversidades de la existencia. En la 1 Jn 3, 19-22 se 
describe la fuerza consoladora y bienhechora del conocimiento divino: 
«Y en eso (en el verdadero amor) conoceremos que somos de la 
verdad, y delante de El aquietaremos nuestros corazones; porque si 
nos condenare el corazón..., pues mayor es Dios que nuestro corazón, 
y conoce todas las cosas. Carísimos, si el corazón no condena, 
confianza tenemos con Dios, y cuanto le pidiéramos, lo recibimos de Él, 
pues observamos sus mandamientos y hacemos lo que es grato a sus 
ojos.» Teniendo en cuenta el contexto, observaremos que el Apóstol 
quiere animar a los hijos de Dios a que tengan segura confianza y a 
que abandonen los sentimientos de temor. Aun cuando el corazón nos 
haga reproches, aunque desde su profundidad surjan la tristeza y la 
melancolía, podemos tener absoluta confianza. Porque Dios es más 
grande que nuestros corazones. El conoce todos sus abismos, sus 
fracasos y debilidades. Lo conoce todo antes de que lo confesemos y 
no necesitamos tratar de trivializarlo. Pero porque Él es más grande 
que nuestro corazón, podemos entregarnos en sus manos con toda 
confianza. Vence al pecado, la tristeza y la melancolía, el que se 
entrega a Él con amor. Por eso San Pedro, después de su negación, 
aludió a que el Señor conocía su amor. 
Newman escribe (Przywara-Karrer, Newman, V, 63):
"Nosotros no nos conocemos completamente. Podemos caer en 
cada momento. Acá y acullá divisamos algo de luz; pero en los 
esfuerzos que hacen excitar y animar nuestro espíritu parece como si 
estuviéramos operando con un instrumento fino y peligroso cuyo modo 
de obrar desconocemos y que puede producir efectos sorprendentes y 
nocivos. No somos capaces de dirigir nuestro coraz6n. Dado este 
estado de cosas, constituirá un consuelo para nosotros el poder elevar 
nuestra mirada hacia Dios. Tú, mi Dios, me ves. Este es el consuelo de 
Agar, abandonada en el desierto. Dios sabe para qué hemos sido 
creados, y sólo Él puede alentarnos. Él ve con terrible claridad todos 
nuestros pecados y todas las sinuosidades y maquinaciones de 
nuestra maldad. Pero el saber esto y el saber que podemos contar con 
su ayuda en la lucha contra nosotros mismos es un consuelo para 
nosotros. Los que conocen bien su propia debilidad no cesan nunca 
de pensar en el Todopoderoso, Santificador y Rector de nuestras 
vidas. Creen en la necesidad de un influjo espiritual que les transforma 
y fortalece. Esta creencia no es para ellos una teoría puramente 
abstracta, sino una verdad práctica y sumamente consoladora que 
muestra su eficiencia en la lucha cotidiana contra el pecado y 
Satanás.» En la página 13 leemos lo siguiente: «Dios te ve, donde 
quiera que estés, tal como eres, personalmente, te llama por tu propio 
nombre. Te ve y te comprende tal como te ha creado. Él sabe todo lo 
que hay en ti, tu propio y peculiar modo de pensar y de sentir, tus 
disposiciones y deseos, tus fuerzas y debilidades. Él te ve en el día de 
tu tristeza y en el día de tu alegría. El siente contigo en todas tus 
esperanzas y pruebas. Toma parte en tus miedos y recuerdos, en las 
subidas y caídas de tu existencia. Dios está alrededor de ti y te lleva 
en sus brazos, te levanta y te baja. En los rasgos de tu semblante ve si 
sonríen o si están humedecidos por las lágrimas, si la salud les hace 
florecer o si la enfermedad les marchita. Mira con ternura tus manos y 
tus pies. Dios oye tu voz, oye los latidos de tu corazón y hasta tu 
aliento. Tú no te amas a ti mismo más de lo que Él te ama. No 
necesitas sufrir más dolores que los que Él sabe que tú puedes 
soportar; y cuando te impone un dolor es como si tú mismo te lo 
impusieses -siendo prudente-, para el crecimiento de tu Salud.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA I
LA TRINIDAD DE DIOS
RIALP.MADRID 1960.Pág. 568 ss.)

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8. MDA/H-AUTENTICO 
REACCIÓN PRIMERA Y ULTIMA PARA QUE PUEDA HABER 
COMPRENSIÓN DE DIOS, DE XTO Y DEL SER HUMANO.
El signo de los tiempos en que se basa nuestra teología es un 
mundo sufriente, pueblos crucificados, llevados a la muerte de mil 
maneras: a la muerte lenta que ocasionan estructuras injustas y a la 
muerte violenta ocasionada por represión, conflictos y guerras, cuyo 
origen último está en la injusticia estructural, verdadera "violencia 
institucionalizada", como dice Medellín. Ese sufrimiento ocasionado por 
la pobreza -y agravado por la indignidad a que se somete a culturas, 
razas y sexos en el tercer mundo- es masivo, el mayor de la 
humanidad actual, es cruel, injusto y -lo más trágico- va en aumento. El 
hecho del sufrimiento del tercer mundo proveniente de la pobreza es, 
pues, innegable. Ética e históricamente exige radicalmente una 
respuesta. Teologal y trascendentalmente cuestiona la misma creación 
de Dios y al Dios de esa creación.
Ante ese hecho debe reaccionar todo ser humano y todo creyente, y 
la reacción adecuada y necesaria es la misericordia, entendida ésta 
como la reacción del sujeto ante el sufrimiento ajeno por el mero hecho 
de que existe el tal sufrimiento. Misericordia no es entendida aquí, por 
lo tanto, como algo meramente sicológico-afectivo, sino como algo 
globalizante; supone una visión de la totalidad de la realidad desde el 
sufrimiento ajeno, una respuesta adecuada a la realidad como 
erradicación de ese sufrimiento y una convicción de que en esa 
respuesta se alcanza sentido y salvación. La misericordia, es, pues, 
algo primero y último.
Además, en la revelación la misericordia es una forma eficaz -que 
aparece en pasajes fundamentales- para mostrar lo último de la 
realidad de Dios, de Jesucristo y del ser humano. El mismo Dios es 
descrito como quien es "movido a misericordia" (véase la parábola del 
hijo pródigo, y la lógica del éxodo); Jesús es descrito como quien 
siente misericordia hacia las multitudes y quien, con frecuencia, hace 
milagros tras la petición "ten misericordia de mí". El ser humano cabal, 
tipificado por el samaritano de la parábola, es también quien actúa 
movido a misericordia. Y a esto hay que añadir la primariedad y 
ultimidad con que se describe la misericordia, pues nada hay fuera de 
su mismo ejercicio que la ilumine o la exija. Cierto es que en el Éxodo, 
Dios quiere hacer una alianza con un pueblo, pero la liberación de 
Egipto no la realiza primariamente para que el pueblo le dé culto, sino 
para erradicar su sufrimiento. Cierto es que Jesús se entristece 
cuando los leprosos curados no muestran agradecimiento, pero el 
hecho de curarlos no depende de éste. Cierto es que el samaritano 
cumple con el mayor de los mandamientos, pero no actúa por cumplir 
un mandamiento, sino por la misericordia.
Esto significa que la misericordia es la reacción correcta y necesaria 
ante el mundo sufriente, y reacción primera y última. Sin aceptar esto 
no habrá comprensión de Dios, ni de Jesús ni del ser humano.