Poema del buen amor
Iniciamos el comentario del profeta Oseas. En el capítulo 2, verso 4,
da comienzo la historia de un pleito contradictorio entre marido y
mujer, unidos por el vínculo matrimonial. Estamos ante uno de los
poemas indudablemente más importantes del AT, que además creó un
símbolo fecundísimo que penetró con fuerza en el NT y ha sido
utilizado por muchos autores. Los teólogos parecen haberse olvidado
un poco de él.
El tema es profundamente humano. Es el simbolismo de un marido
apasionadamente enamorado de su mujer y traicionado por ella. El
marido siente los tirones del amor desgarrado, que es dolor profundo y
al mismo tiempo humillación patente. No pudiendo soportar esa
situación, el marido humillado quiere quitarse la espina y arrancar el
dolor para no sufrir más; pero, como el dolor nace del amor, el remedio
será desarraigar el amor. Si lo logra, ya no sentirá el dolor. Y así
intenta hacerlo, primeramente por el método del olvido, pero fracasa
en su intento: no puede olvidar; el recuerdo de la figura amada le
acompaña a todas partes. Cambia luego de táctica y ensaya el método
del insulto verbal para ver si los términos del desprecio pueden
arrancar el amor; y fracasa nuevamente. Porque todas estas tentativas
son expresiones impotentes de un amor despachado y no sirven más
que para hacer más presente e intensificar el amor. Nuevamente
insiste retirándole los dones, impidiéndole el acceso a los amantes,
pero también este recurso fracasa. Ya no le queda más. Ha hecho
todo lo posible, pero el amor lo puede todo, es más fuerte que él, y le
vence en lugar de ser vencido. La única posibilidad que le queda es
comenzar un proceso de reconquista, cortejándola e intentando
recuperar el amor perdido.
Es útil recordar aquí los versos del Cantar de los Cantares:
« ... porque es fuerte el amor como la muerte,
es cruel la pasión como el abismo;
es centella de fuego, llamarada divina;
las aguas torrenciales no podrán apagar el amor
ni anegarlo los ríos» (8, 6-7).
Éste es el esquema del marido ultrajado, del amor no
correspondido; el poema de un amor mal pagado y, sin embargo, más
fuerte que la muerte; de una pasión más áspera y dura que el
abismo.
No sabemos si se trata de una experiencia humana y real del
profeta Oseas o si nos encontrarnos frente a una ficción poética y
lírica; pero el resultado no se altera. Hay autores que piensan que la
historia es la experiencia personal del profeta, y algunos datos del libro
parecen apoyar esta opinión. De no ser así, nos encontraríamos ante
un caso en que el poeta utilizó un simbolismo profundamente humano:
si no es su propio caso, es el caso de otros muchos; y él, como poeta,
es capaz de recrear en su fantasía y con gran intensidad esa
experiencia humana.
A-D/OSEAS: Podemos suponer que se trata de una experiencia real
del profeta. El es un hombre perdidamente enamorado de su esposa,
la cual le traiciona y engaña. El se debate en esa angustiosa lucha de
dolor y sufrimiento hasta que un día, de repente y desde arriba, se le
ilumina su dolor y descubre, reflejado en él, otro dolor más intenso,
como un cielo muy alto que se refleja en un pozo muy profundo. El
pozo es su dolor, y lo que en él se refleja es un cielo. En esta
experiencia suya descubre Oseas un débil reflejo de lo que es la
realidad de otro esposo que ama a pesar de todo, que no sabe
no-amar, que no puede desentenderse del amor: es el amor de Dios a
su pueblo. Con estos elementos y a partir de su experiencia, iluminada
por la revelación de una realidad más alta, elabora el poeta su poema
con riqueza de detalles en su desarrollo.
Hay un tercer factor, que es la correspondencia de elementos.
Yahvé es el esposo, y el pueblo o comunidad es la esposa; los
amantes son los ídolos. Interviene también el elemento tierra, el
territorio, porque se da correspondencia entre la comunidad, como
femenina y fecunda, y la tierra fecunda. Lo hemos indicado al hablar
de las visiones míticas. Aquí aparece en toda su claridad, y
reaparecerá en nuevos textos. Por lo tanto, al contrapunto de la
experiencia humana y la realidad divina se suma una tercera voz,
también en contrapunto, que es la voz de la tierra con sus frutos,
referida a la mujer con sus hijos. Dentro de esta correspondencia de
voces, el juego metafórico puede hacer que unas pasen a ocupar el
lugar de las otras y aplicar a la mujer cosas que pertenecen a la tierra,
o a la inversa. Si en las relaciones matrimoniales la mujer da los hijos
al marido, éste da a la mujer los dones y frutos de la tierra en
intercambio mutuo.
Otro dato importante es el ambiente religioso en que se compone el
poema, ambiente de culto a los baales, dioses locales de la fertilidad.
Es una realidad que se encontraron los israelitas al entrar en la tierra
de Canaán, frente a Yahvé, Dios de la historia traído por ellos. Los
israelitas se establecieron como población sedentaria, y convertidos
en agricultores, practicaron cierto sincretismo religioso: por una parte,
Yahvé como aglutinante de la unidad étnica ligada a los recuerdos
históricos; por otra, los baales que protegen en los asuntos agrícolas.
Un baal es el señor de cada lugar que controla el ciclo de las
estaciones y asegura las cosechas.
Surge así en el pueblo un sincretismo religioso que permite alternar
el culto a Yahvé y a los baales. Yahvé es el Señor de la historia,
reconocido como tal en las fiestas nacionales, y los baales son los
señores del lugar, invocados a veces en formas femeninas como
Astarté, Astarot, etc.
Esta simbiosis religiosa es intolerable en la legislación de Israel.
Dios no admite rivales ni frente a sí ni junto a sí. Dios quiere ser el
Señor exclusivo de su pueblo; y si el pueblo admite otras divinidades,
está quebrantando gravemente el primer mandamiento, que exige
lealtad exclusiva; está faltando a su fidelidad a Dios repartiéndola con
otras divinidades. Es una infidelidad en sus relaciones con Dios y
puede considerarse como un adulterio. Se puede expresar en términos
de juramento de vasallaje quebrantado y, dando un paso más y
utilizando la metáfora conyugal, se puede hablar de infidelidad.
Fue una realidad contra la que tuvieron que emplearse a fondo los
profetas. Fue un gran problema, una pesadilla constante, porque el
pueblo sencillo y agrícola no lograba desprenderse de esa
superstición popular de diosecillos y amuletos. No se logró extirpar
hasta el destierro. Esto es muy importante, porque es en este clima
mental donde nace el poema estableciendo esta identificación: los
baales son los amantes; el Señor es el esposo, con derechos
inalienables de fidelidad. Y entra en juego el elemento «castigo de
Dios». Como los israelitas buscan la fertilidad de sus campos en los
baales, Dios demuestra que es el verdadero señor de la fertilidad
negándoles las lluvias, permitiendo epidemias... para hacer ver al
pueblo que sus baales no dan ni pueden dar nada. Al retirarles sus
dones, les obligará a comprender que Yahvé es no sólo el Dios de la
historia, sino también el de la fertilidad.
Este aspecto detecta un clima en el que surge la intuición genial.
Suministra también muchos datos para el futuro desarrollo y la
comprensión del gran poema.
Con estos datos se podría leer el texto en toda su riqueza y
expresividad. Pero debemos apurar más aún otros elementos
particulares, porque el poema tiene un amplio desarrollo, lo cual nos
obliga a fijarnos en las diversas secciones y en la composición.
El poema está dividido en forma de díptico, en dos grandes
cuadros, cada uno de los cuales tiene, a su vez, diversas escenas o
planos. El corte está en el verso 16. Es también un corte violento, dato
importante para captar la construcción de todo el poema.
Un dato interesante es el proceso formal, que de alguna manera
contradice esta construcción que hemos expuesto; y consiste en que
en la primera parte leemos dos veces la fórmula hebrea «por tanto»,
«pues bien». Los versos 8 y 11 comienzan con esa fórmula: pues bien,
voy a vallar el camino (v. 8); por eso, i.e., pues bien -en hebreo es la
misma partícula (v. 1l). En el verso 16 la partícula «por tanto» podría
sustituirse por «pues bien». Pero el tercero es completamente
incongruente, no responde de ninguna manera a los anteriores, sino
que es lo contrario: se crea un movimiento; uno se deja llevar por él y,
cuando llega al tercero, se encuentra con que ese movimiento se
invierte inesperadamente.
La primera parte es un pleito: el marido va a poner pleito a su
mujer, y lo hace por medio de procuradores. Hacerlo él mismo
personalmente le da vergüenza, y envía a sus hijos para que entablen
el pleito con la esposa. Podemos optar por una división de este primer
cuadro del díptico: primero desde el verso 4-6; y luego del 7-9 y del
10-15.
«Pleitead con vuestra madre, pleitead,
que ella no es mi mujer ni yo soy su marido,
para que se quite de la cara sus fornicaciones
y sus adulterios de entre los pechos;
si no, la dejaré desnuda y en cueros,
como el día en que nació;
la convertiré en estepa,
la transformaré en tierra yerma,
la mataré de sed.
De sus hijos no me compadeceré,
porque son hijos bastardos» (/Os/02/04-06).
Este es el comienzo del poema, en forma jurídica de declaración de
divorcio, ruptura del matrimonio. Es una acción judicial. No es un pleito
de reconciliación, al menos por ahora, sino un pleito bilateral en el que
se va a llegar al rechazo, quedando claro que la culpable es ella.
Existen datos, hay pruebas evidentes de que la culpable es ella, y el
marido ultrajado va a tomar contra ella la decisión última de romper.
Pero, en vez de presentarse él personalmente al pleito, encarga el
asunto a sus hijos, para que sean ellos los que le representen. La
primera fórmula es ya una fórmula jurídica: todo ha terminado, todo
está roto: ella no es mi mujer ni yo soy su marido. Es la fórmula
contraria a la fórmula matrimonial: ésta es mi mujer y yo soy su marido.
Aquí sucede lo contrario. Y entonces preguntamos: si todo ha
terminado jurídicamente, ¿por qué envía a sus hijos? ¿Qué le importa
que ella acabe o no con las fornicaciones y adulterios? Si todo ha
terminado, nada de lo que haga ella le afecta directamente a él. Los
hijos pueden notificar la declaración de divorcio, lo más breve posible,
y nada más. Y si todo está roto y todo ha acabado, ¿qué significan
esas amenazas?
Sorprendemos al principio ya esta incoherencia: quiere y no quiere.
Envía a los hijos para ver si ellos logran lo que él no ha logrado. Los
hijos pueden conmover a esa mujer, que se ha olvidado del amor
primero para entregarse a los amantes. Por eso añade una petición:
que se quite las fornicaciones y adulterios. Y luego una amenaza: si no
lo hace... Pero esta amenaza es condicional y significa que no todo ha
terminado. La amenaza introduce el tema de la tierra y el castigo de
las adúlteras a pública vergüenza. Es el tema de contenido humano.
Con la exposición a pública vergüenza queda una mujer deshonrada, y
este hecho puede facilitar al marido el verse libre de ella.
Como elemento correlativo entra también el tema de la desnudez de
la tierra. La tierra se viste de mieses y se adorna con frutos, pero
queda desnuda al verse privada de ellos. Con este despojo se siente
la tierra pobre, triste, seca hasta morir de sed. Lo que en la tierra
sucede metafóricamente se da en la mujer deshonrada de manera
real. Hay una superstición, especie de contrapunto de diversas voces,
entre la mujer deshonrada y la tierra seca.
¿Qué significa en el poema todo eso de dejarla desnuda,
convertirla en estepa y no compadecerse de sus hijos? Es la
correspondencia entre la comunidad y los miembros de esa
comunidad. Si hablamos de una comunidad podemos expresarnos en
términos de madre, y a los miembros de esa comunidad podemos
designarlos como hijos de esa madre. Si la madre es adúltera, los hijos
son bastardos. Hay, por tanto, una incoherencia lógica, pero no
poética: los hijos que van a pleitear con la madre son hijos bastardos,
producto de una mezcla de amores cuyos amantes son los baales.
El desarrollo que viene en la segunda parte evidencia que no todo
ha terminado:
«Sí, su madre se ha prostituido,
se ha deshonrado la que los engendró.
Se decía: Me voy con mis amantes,
que me dan mi pan y mi agua,
mi lana y mi lino, mi vino y mi aceite.
Pues bien, voy a vallar su camino con zarzales
y le voy a poner delante una barrera
para que no encuentre sus senderos.
Perseguirá a sus amantes y no los alcanzará,
los buscará y no los encontrará,
y dirá: Voy a volver a mi primer marido,
porque entonces me iba mejor que ahora» (/Os/02/07-09).
Queda ahí reflejada la actitud de la esposa en función de estímulo y
unas medidas del esposo como respuesta para conquistarla de nuevo.
La esposa ha llegado al punto de atribuir a los baales, sus amantes,
todo cuanto posee: mi pan, mi vino, mi lana, mi trigo, mi aceite: todo es
mío como don de los amantes. En esta expresión hay dos aspectos:
primero, el atribuir sus posesiones a los falsos dioses; segundo, el
carácter venal del amor. Le interesan los dones más que los amantes.
¿Ama realmente? ¿Ha abandonado al marido por otro amor o por
unos regalos? Su proceder es interesado y erróneo. Si el marido logra
cortarle el acceso a los amantes, puede encontrarse ella sola y pobre.
Entonces quizá piense en volver con el marido. Es una táctica
amorosa: «Voy a vallar sus caminos... para que no encuentre a sus
amantes». Es la misma fórmula que se lee en los Cantares: «lo busqué
y no lo encontré» (3, l). Como la infiel se muestra interesada, el marido
piensa en ganarla por interés. No volverá ella por amor pleno, pero es
una posibilidad de no perderla. Ella pensará: voy a volver con mi
primer marido, porque entonces me iba mejor que ahora; entonces
tenía algo, ahora no me queda nada. Será por interés, pero al marido
le basta con que vuelva.
Pero no vuelve. Si la primera táctica ha fallado, habrá que ensayar
la otra táctica, más violenta, del castigo:
«Ella no comprendía que era yo quien le daba
el trigo y el vino y el aceite,
y oro y plata en abundancia.
Por eso le quitaré otra vez
mi trigo en su tiempo y mi vino en su sazón;
recobraré mi lana y mi lino,
con que cubría su desnudez» (/Os/02/10-11).
Según la legislación del Éxodo, el marido tiene que dar habitación,
alimento y vestido a su mujer. Retirarle esos dones es un castigo para
que comprenda que son del marido y no de los amantes. Dios sigue
siendo el esposo, los baales son los amantes. Al castigo de retirarle
los dones sigue una consecuencia afrentosa: exponerla a pública
vergüenza, despojada de la lana y el lino con que se cubría. Hasta sus
amantes se burlarán de ella:
«Pondré fin a sus alegrías, sus fiestas,
sus novilunios, sus sábados
y todas sus solemnidades.
Arrasaré su vid y su higuera, de las que decía:
son mi paga, me las dieron mis amantes.
Las reduciré a matorrales
y las devorarán las alimañas.
La tomaré cuentas de cuando
ofrecía incienso a los baales
y se endomingaba con aretes y gargantillas
para ir con sus amantes, olvidándose de mí
-oráculo del Señor» (/Os/02/13-15).
El castigo ha sido aplicado progresivamente en dos tiempos,
quitándole todos los bienes y dejando ver su desnudez. Han
intervenido el elemento «tierra» -arrasaré su vid y su higuera- y el
elemento «fiestas» .
Las fiestas marcan y celebran en Israel el fruto del trabajo y el fin de
las cosechas, sobre todo la fiesta de las semanas (Pentecostés) y la
fiesta de las chozas, como colofón de la vendimia. Son fiestas de tipo
agrario en las que se celebra el gozo de la cosecha y se dan gracias
por los dones en alegría compartida. Son días de cita y de encuentros.
Si a la esposa infiel se le retiran sus dones y sus fiestas, todo habrá
acabado para ella: el lujo, la exhibición provocativa, la alegría... Si no
ha vuelto al encontrar vallados los caminos hacia sus amantes, quizá
lo haga al verse privada de todo.
Mirando hacia atrás, no hay más que olvido por parte de ella; y
donde hay olvido, el amor ha terminado; por parte de él, ha acudido al
castigo último, que equivale a declarar: le retiro todo, porque ella no es
mi esposa ni yo soy su esposo Todo ha terminado.
Aquí podría poner punto final el poeta a su poema. Lógicamente,
aquí debería terminar; pero la lógica del poema no es la lógica del
amor. Si la esposa infiel logra olvidar, el esposo enamorado no lo
consigue; si ella no cambia con las tácticas empleadas contra ella, el
que tendrá que cambiar es él. Tendrá que confesar abiertamente lo
que oculta y pasar, de un amor despachado, a un amor comprensivo y
generoso como en los comienzos del primer amor. No puede seguir
rechazando con despecho un amor olvidadizo ni vengarse de un amor
infiel. A la vista del fracaso de sus tentativas, tendrá que inventar otras
nuevas de signo contrario para reconquistar el primer amor. Se
encargará de hacerlo él mismo personalmente en lugar de
encomendarlo a los hijos; a las amenazas seguirán los requiebros y,
en vez de pleitear, preferirá cortejar solícito. Si ella no cambia, tiene
que cambiar él. Pero lo que cambia es únicamente su táctica, porque
lo que él descubre y tiene que confesarse a sí mismo es que no sabe
ni puede dejar de amar. Por eso emprende algo radicalmente nuevo:
¡Voy a ganármela otra vez! Voy a renovar las tácticas para enamorar
empleadas en los años jóvenes del primer amor según este proceso:
él y ella, llamada y respuesta (16-17); ella y él, dándole el título de
esposo (20-22); alianza con los animales y boda nueva, ciclo de
fertilidad y nombre de los hijos (23-25).
«Por tanto, mira, voy a seducirla
llevándomela al desierto y hablándole al corazón.
Allí le daré sus viñas,
y el Valle de la Desgracia
será Paso de la Esperanza.
Allí me responderá como en su juventud,
como cuando salió de Egipto» (/Os/02/16-17)
Va a comenzar la tarea ingeniosa de seducirla, en el sentido de
cortejaría y ganarla por amor. La va a llevar al desierto, lugar de
soledad y del primer amor. Y allí, en la soledad sin testigos, provocará
añoranzas de lugares y de fiestas. Puede ser que quede, latente y
vivo, un rescoldo de amor que se avivará a la brisa del recuerdo, hasta
prender en llamarada nueva.
El desierto es también un lugar de soledad. No habrá dones,
porque no se trata inicialmente de fomentar un matrimonio de interés.
Se trata de provocar el amor a la persona y no a los dones, en
intercambio dialéctico de amor. Tomará la iniciativa el esposo
hablando al corazón en soledad. Los dones vendrán después, y el
Valle de la Desgracia se convertirá en el Paso de la Esperanza. ¿A
qué alude esta expresión concreta?
En el capítulo 7 del libro de Josué se habla de un personaje
llamado Acán que robó los dones consagrados a Dios, provocando
con ello la derrota de Israel. Fue condenado a morir lapidado. Dio su
nombre al Valle de Acor o de la Desgracia. Sucedió poco después de
la conquista de Jericó. Con la renovación, el Valle de la Desgracia se
va a convertir en Paso de la Esperanza. Se expresa en el texto hebreo
esta transformación por un juego de palabras imposible de traducir en
paralelo a otras lenguas actuales. «Desgracia» y «esterilidad» son
palabras de sonidos afines en hebreo, y la palabra «esperanza»
suena casi como «alberca». Viene a expresar la esperanza de que el
valle árido y estéril se transformará en puerto de alberca que riega y
fecundiza. Lo medular de la alusión consiste en la vuelta a lo antiguo
mediante la transformación que se espera. Con esa conversación en
la soledad va a llegar al corazón de la esposa, y ella responderá como
en su juventud, cuando salió de Egipto. Ya está en marcha el diálogo
de amor, que es nuevo, pero es como el amor primero. Porque,
cuando salió de Egipto, tuvo lugar el encuentro del Sinaí y el
compromiso mutuo. Con esta nueva táctica, que renuncia a la
venganza y al despecho para utilizar el amor generoso que perdona,
va a conseguir vencer. Es su primera victoria.
«Aquel día -oráculo del Señor-
me llamarás Esposo mío,
ya no me llamarás Ídolo mío.
Le apartaré de la boca los nombres de los baales,
y sus nombres no serán invocados» (/Os/02/18-19).
Continúa el diálogo, y ahora es ella la que habla. Nos encontramos
con un nuevo juego de palabras que hemos procurado de alguna
manera reproducir con la expresión antitética «esposo mío y no ídolo
mío». En el lenguaje amoroso, al menos del castellano antiguo, entre
los términos más socorridos se usaba el verbo idolatrar. Quedan, por
tanto, en nuestro idioma vestigios lingüísticos de la expresión hebrea.
Los términos hebreos de ba'al y îs pueden significar, indistintamente,
«marido». Porque ba'al significa «señor», aplicado en castellano
antiguo al esposo, como a la esposa se la llamaba señora. Pero ba'al
es, además, el dios de la fertilidad. El juego consiste en que la palabra
ba'al, señor mío, tiene que ser eliminada para evitar el equívoco de
interpretarla en sentido de «ídolo». San Jerónimo observó y distinguió
bien este matiz en su bello comentario a los profetas menores. «Ya no
me llamarás ídolo mío, me llamarás señor».
Sigue el tercer fragmento, que es una alianza con los animales para
establecer una paz previa a los esponsales:
«Aquel día haré para ellos una alianza
con las fieras salvajes,
con las aves del cielo
y los reptiles de la tierra.
Arco y espada y armas romperé en el país,
y los haré dormir tranquilos.
Me casaré contigo para siempre,
me casaré contigo a precio de justicia y derecho,
de afecto y de cariño.
Me casaré contigo a precio de fidelidad,
y conocerás al Señor» (/Os/02/20-22).
Esta alianza de Dios con los animales, en favor de ellos, se refiere a
todo lo que puede ser salvaje y peligroso. A medida que avanza la
civilización se retiran los animales peligrosos. Pero la configuración y
escasa densidad de población en Israel facilitaba este peligro para los
animales domésticos e incluso para el hombre. Y en paralelo con ese
peligro está la forma tradicional del hombre como peligro para el
hombre, que es la guerra. Pero Dios va a establecer un reino de paz
con los hombres y los animales. Es una preparación para el gran
momento de la celebración de los esponsales.
Ya no existe entre nosotros la práctica de esa institución con validez
jurídica. Entre los israelitas la celebración de los esponsales confería
la mutua pertenencia con validez jurídica. Venía luego la boda con
derecho a cohabitación, que podía celebrarse años después de los
esponsales. Es costumbre de la época. Y observa S. Jerónimo que los
esponsales exigían normalmente el estado de virginidad en la joven, y
que el esposo tenía derecho a reclamar si comprobaba no ser así. San
Jerónimo depende de otros autores. Nosotros hemos traducido «me
casaré contigo», por no tener en castellano el mismo concepto de
esponsales en cuanto institución jurídica. Puede resultar difícil hacerlo
comprender; por eso hemos preferido en nuestra traducción el término
que indica ya la relación plena. En el original se repite tres veces: «me
casaré contigo para siempre; me casaré contigo a precio de justicia y
de derecho, de afecto y de cariño; me casaré contigo a precio de
fidelidad, y conocerás al Señor».
Hemos insistido en que los esponsales eran un acto jurídico: era
como ceder a la novia mediante la entrega de una dote a sus padres
por los padres del novio, en especie o en dinero. Hay tribus en África
donde se sigue practicando este uso ancestral. Lo mismo puede existir
entre nosotros en forma solapada: existen unos convenios previos en
los que se acuerda quiénes van a poner la casa, quiénes el ajuar... En
Israel se hace un contrato con testigos: ella le pertenece a él; y, si
tiene relaciones con otros, es adúltera.
Especialmente importante es el tema de la dote: él se va a desposar
con ella y tiene que pagarla. Ha empezado a cortejaría, ella ha dicho
que sí, y es necesario formalizar el contrato nuevo. ¿Cuál va a ser el
precio de esta boda? Se pagará primero a precio de justicia y de
derecho. Son las exigencias del vínculo: yo tengo derecho al amor
exclusivo y te doy los derechos que puedas tener. A esta cláusula
jurídica sigue la cláusula del pago a precio de afecto y de cariño, que
no es jurídico. Los dones provocaron en otra época el interés; ahora
los dones serán de afecto y de cariño. Este será el gran precio de la
boda. Y como el afecto puede ser una pasión que se inflama y apaga,
se añade un tercer pago: a precio de fidelidad estable. Ella es
completamente de él.
El esposo pone la justicia y el derecho, el afecto y el cariño. Pero
¿responde ella en los mismos términos? El texto no lo dice. Son los
autores posteriores quienes lo desarrollan ampliamente. También ella
tiene que responder con afecto y cariño, respetando el derecho y la
justicia, guardando la fidelidad. Hecho esto, se añade un verbo,
ambiguo en su polisemia, que hemos traducido por «conocerás al
Señor». Es el verbo yada', que significa tratar, conocer y reconocer, y
puede tener un significado sexual: el hombre conoce a su mujer, y la
mujer conoce a su marido. Es un verbo utilizado frecuentemente en
esta acepción. En sentido religioso, se aplica al conocimiento de Dios:
el hombre tiene que conocer y reconocer al Señor. Es un uso
frecuente y aparece en Oseas. Estos dos elementos están sonando en
la misma palabra con posibilidad ambigua. Si, saliendo del tema
teológico, entramos en un contexto matrimonial, cualquier lector que se
encuentre con el verbo yada' percibe inmediatamente la doble
posibilidad. Por eso, otra traducción posible es «te penetrarás del
Señor, te impregnarás de Dios». Este es el juego permitido al poeta
israelita, concentrando densidad en este término.
Llegados a este punto, hemos llegado al final: él la ha cortejado, la
ha ido ganando, le ha ido dando sus dones. Ella, por su parte,
empieza a responder, aprende, se olvida de los baales, sus amantes,
para pensar sólo en él. Se celebra el acto jurídico, y luego la unión
conyugal. Llega entonces, a manera de epílogo, la última pieza, que es
el ciclo de la fertilidad, anteriormente interrumpido.
Este ciclo empieza por el cielo y desciende hasta los frutos, pero el
autor lo ve en sentido contrario: los frutos reclaman la tierra-madre, la
tierra pide lluvia, etc. Hay un engranaje perfecto en esta cadena de
llamadas y respuestas . Se establece el ciclo de fertilidad de la tierra y,
paralelamente, el ciclo de fecundidad de la familia y de los hijos, ahora
ya con nombres legítimos. Es la consecuencia final: al matrimonio
siguen los hijos y la fertilidad de la tierra:
«Aquel día escucharé -oráculo del Señor-,
escucharé al cielo, éste escuchará a la tierra,
la tierra escuchará al trigo y al vino y al aceite,
y éstos escucharán a Yezrael.
Y me la sembraré en el país,
me compadeceré de Incompadecida
y diré a No-pueblo-mío: Eres mi pueblo,
y él responderá: Dios mío» (/Os/02/23-25).
Hay en este gran poema de Oseas otros elementos. Interesa ahora
subrayar que se trata de un gran poema de amor mal pagado, pero
invencible. Dios no puede ni sabe dejar de amar, el amor le domina.
Por eso inventa nuevas tácticas para ganarse al hombre como pueda.
Los Santos Padres hacen notar incluso la humillación de Dios, amante
que se humilla y pasa por cualquier vergüenza con tal de recobrar el
amor de ella. Es importante el aspecto de la total gratuidad del amor:
ella no ha hecho méritos, ella se ha olvidado; pero Dios no se olvida.
Este ejemplar poema de meditación es un pleito de reconciliación,
un poema del buen amor. Nosotros lo hemos titulado «el buen amor,
pleito y reconciliación», porque él no necesita reconciliarse, pero
necesita reconciliarla a ella consigo mismo.
Literariamente, es un poema culminante en todo el AT. Tiene
además, la nueva función de crear e introducir un símbolo rico y
humano para hablar de las relaciones de Dios con el hombre. No todo
se agota en la Alianza. En la literatura profética es, quizá, más
frecuente y más importante el símbolo conyugal que el símbolo político
de la Alianza soberano-vasallo. El desarrollo de este tema es
imprescindible para penetrar en el núcleo de la teología del AT. Aquí
presentamos un ejemplo importante al comienzo de la profecía, porque
Oseas es uno de los primeros profetas escritores.
Y pasamos ya al final de la profecía, en el capítulo 14:
«Conviértete, Israel, al Señor tu Dios,
que tropezaste en tu culpa.
Preparad vuestro discurso y convertíos al Señor;
decidle: 'Perdona toda nuestra culpa,
acepta el don que te ofrecemos,
el fruto de nuestros labios.
Nuestra salvación no está en Asiria,
ni en montar a caballo;
no volveremos a llamar dios nuestro
a las obras de nuestras manos;
en ti encuentra compasión el huérfano'.
Curaré su apostasía, los querré sin que lo merezcan,
mi cólera ya se ha apartado de ellos.
Será rocío para Israel:
florecerá como azucena y arraigará como álamo;
echará vástagos, tendrá la lozanía del olivo
y el aroma del Líbano;
volverán a morar en su sombra,
revivirán como el trigo,
florecerán como la vid,
serán famosos como el vino del Líbano.
Efraín, ¿qué tengo yo que ver con las imágenes?
Yo contesto y miro. Yo soy abeto frondoso:
de mí proceden tus frutos» (/Os/14/02-09).
Es parte de un acto penitencial, no de una liturgia penitencial,
porque no se celebraba litúrgicamente. La denuncia de la culpa se ha
leído ya en capítulos precedentes. Tras la denuncia viene la invitación
del profeta a la conversión, y ésta introduce la respuesta del pueblo,
que es confesión de la culpa, petición de perdón y propósito de
enmienda. A esa respuesta del pueblo contesta nuevamente Dios
otorgando el perdón en términos de olvido mirando al pasado, y en
términos de restauración de cara al futuro. Se expresa con imágenes
vegetales de fecundidad, frutos, crecimiento... Así está estructurado el
poema.
En el original hebreo es muy importante el juego del verbo sub
(volver). Pero «volver» puede significar la infidelidad de quien vuelve
para marcharse de nuevo, o la fidelidad de quien vuelve para
permanecer. Hay siempre un cambio de dirección, como cuando Dios
está airado y cesa en su cólera. Entonces vuelve, da marcha atrás,
pasa de la cólera al amor. Y hay otro verbo, yaghab, que suena muy
parecido al anterior y significa «habitar». Puede entenderse también
como una vuelta a Dios o regresar a la patria para habitar en ella. Es
imposible detectar esta fuerza expresiva y lúdica de los verbos fuera
del texto original hebreo. La frase se carga de concentración por la
repetición de la palabra en sentidos diversos.
LEER-VOZ-ALTA/AG: Hay que señalar otro dato que sólo funciona
en el original y gusta mucho a los hebreos, más concretamente a los
profetas. Estos poemas y oráculos se pronunciaban en voz alta.
Escribir o leer en voz baja es un invento tardío. Todavía S. Agustín
habla de una visita a S. Ambrosio, a quien encontró en su escritorio
leyendo un libro. Dice: era muy extraño, porque estaba leyendo, pero
no se oía nada; pero si lo hacía así Ambrosio, varón tan docto, sus
razones tendría para ello. Por tanto, Agustín queda extrañado ante el
hecho de que un hombre esté leyendo en voz baja.
Leer, en el antiguo hebreo, significa gritar, clamar; en la antigüedad
no se leía en voz baja; de hecho, apenas se leía. No existían libros
impresos, y la cultura se transmitía oralmente y de manera repetitiva.
Este hecho desarrollaba una gran sensibilidad acústica para el ritmo,
la sonoridad ... : factores que significaban mucho. Un asiduo del teatro
y entendido en sus técnicas valora los detalles de dicción,
declamación, etc. Pero quien lee en voz baja, sobre todo la poesía,
desvirtúa notablemente el encanto del lenguaje poético. Equivale a
leer una partitura musical mentalmente. Sólo el gran creador percibirá
en su fantasía los sonidos matizados de los diversos instrumentos. Los
no dotados necesitan la sonoridad de la ejecución por parte de la
orquesta. La poesía antigua, la hebrea en concreto, era así: ejecución
de una partitura musical.
Los hebreos disfrutaban especialmente con los juegos de palabras,
con las alusiones o interpretaciones irónicas o maliciosamente
equívocas. Se cantan, v.gr., las glorias de Salomón, y se dice que fue
rey de Salom (la paz), que escribió muchos masalim (proverbios) y que
tenía un gran sulhan (mesa)... Todas esas palabras forman una
especie de juego sonoro en torno al nombre de Salomón para cantar
sus glorias.
El poeta Oseas explota la palabra Efraín, que viene de la raíz para y
significa fructificar, multiplicarse, semejante al sonido parah (florecer o
dar fruto; y, aplicado al hombre, tener descendencia).
Aquí, rapá significa curar; y puesto en primera persona, tiene un
sonido muy semejante. El autor está rizando el rizo con ingeniosos
juegos de fonemas en torno al término central de Efraín para que al
final este nombre sea realmente lo que significa: fecundidad. A este
intento confluyen imágenes vegetales de flores y frutos. Es algo a lo
que no estamos acostumbrados, pero que en hebreo funciona muy
bien; y el comentarista, consciente de su papel, tiene que llamar la
atención sobre estas modalidades lingüísticas. La traducción no puede
hacerlo, porque el lector moderno no capta estos juegos, incapacitado
para comprender las cosas que no se llaman más directamente por su
nombre.
Lo que nosotros interpretamos como un juego psicolingüístico no es
ningún juego para el poeta. El se guía por el principio omen-nomen: en
el nombre está inscrito el destino. Si Efraín significa fecundo, tiene que
ser así. Sólo por la renuncia al destino se pierde el derecho al nombre,
porque éste se identifica con aquél. Jerusalén significa la ciudad de
paz: «Si supieras lo que es para tu paz ... » Pero, por no reconocer la
paz que es su destino, inscrito en su nombre, dejará de ser ciudad. Es
un hecho repetido. Para ellos no se trata de un puro juego o capricho,
sino de un análisis del destino inscrito en el nombre.
Por tanto, la primera parte es una consecuencia de la denuncia de
los pecados: conviértete, Israel, al Señor tu Dios, que tropezaste en tu
culpa (v. 2). Las culpas han sido denunciadas. Ha llegado el momento
en que no se puede disimular, y sólo queda reconocer, convertirse y
volver a Dios, lo cual les permitirá volver a la patria para habitar en
ella. Dios, por su parte, cambiará de actitud y volverá a ellos.
«Preparad vuestro discurso y convertíos al Señor; decidle: Perdona
del todo nuestra culpa; acepta el don que te ofrecemos, el fruto de
nuestros labios» (v.3).
Hay aquí una confesión pública con petición de perdón. Son los
elementos clásicos de la conversión. Así lo encontramos en el salmo
51:
«Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra ni¡ culpa.
Lava del todo mi delito...
pues yo reconozco mi culpa».
Lo puede decir cada uno, o puede hacerlo el mediador en nombre
de todos. Aquí el mediador les va apuntando lo que tienen que decir a
Dios: perdona nuestra culpa, acepta el fruto de nuestros labios. El
fruto es Efraín. Va a ser un fruto amargo, fuera de sazón, pero
necesario. ¿Cuál es el fruto de los labios? No la alabanza, sino la
confesión.
A la confesión acompaña el propósito de enmienda con cambio de
conducta. Se expresa en los versos antes citados: «No podrán
salvarnos ni Asiria ni nuestro poderío militar ni las obras de nuestras
manos. Sólo en ti encuentra compasión el huérfano».
El delito de Efraín ha consistido en una doble idolatría que le ha
apartado de Dios haciéndole correr tras los ídolos. Uno de estos ídolos
es el poderío político-militar, la gran potencia Asiria o el propio ejército.
En ellos han puesto la confianza, porque Dios queda muy distante en
el cielo, y lo que cuenta en la tierra es el poder.
El pecado de idolatría es denunciado y fustigado sistemáticamente
por los profetas. Siguen existiendo los ídolos en diversas formas,
aunque nos olvidamos de ello. Hay que desenmascararlos y
denunciarlos. Son el poder político, el poder del dinero, el poder de la
mentalización o de los usos en boga...
Otra clase de ídolos son las obras de las propias manos, hechura
de manos humanas, dioses manejables y utilizables: puede ser la
piedra pulida, la madera tallada chapeada de oro, o cualquier otra
creación humana que aparta de Dios y pide culto de adoración... Ya
no volveremos a llamar dioses a las obras de nuestras manos
colocándolas en un nicho para inclinamos ante ellas y ofrecerles
víctimas y sacrificios.
La alternativa se encuentra en un verso extraño que algunos
autores han tachado para soslayar cómodamente la dificultad y que
dice: En ti encuentra compasión el huérfano.
¿En qué sentido puede ser alternativa? Esos ídolos
-organizaciones, instituciones, obras manuales- no puede realmente
salvar a fondo. Son, además, despiadados en exigir e impotentes en
ayudar. El Dios de Israel, por el contrario, es esencialmente salvador,
no por méritos o derechos del hombre, sino porque él se compadece
de los débiles. Salva por pura compasión, no por méritos del hombre ni
por los dones que reciba.
Por compasión sacó Dios de Egipto a su primogénito. Moisés
transmite al Faraón esta orden de Dios: te ordeno que dejes salir a mi
hijo para que me sirva; si te niegas a soltarlo, yo daré muerte a tu hijo
primogénito (Ex 4,23). Y también en Oseas 1 1, 1: cuando Israel era
niño, lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo.
Ese primogénito, querido y rico, ha descendido ahora a la categoría
sociológica de huérfano sin amor. Dios lo ha castigado y se ha
desentendido de él por un tiempo, y este pueblo huérfano sufre de
falta de Dios, añora su protección. Israel es un niño amenazado cuya
vida peligra por culpa propia. Sólo le queda apelar a la compasión. Y
es precisamente la compasión por el huérfano lo que define a Dios.
Israel, en otro tiempo hijo primogénito, es ahora un huérfano en la
historia. ¿A quién puede acudir o qué dones puede dar un huérfano?
No puede ofrecer nada, fuera de su desgracia. ¿Habrá alguien que se
apiade de este huérfano? Hay un Dios que es esencialmente
compasivo del huérfano. El remedio está en él: en ti encuentra
compasión el huérfano.
Hemos acudido a Asiria, porque nos sentíamos débiles; hemos
buscado una caballería propia para paliar nuestra debilidad; nos
hemos fabricado nuestros ídolos en busca de ayuda. Todo ha sido en
vano. La ayuda necesaria está en un Dios compasivo como el nuestro.
Renunciamos, pues, a los ídolos para volver a él.
Encontramos aquí todos los datos: arrepentimiento, confesión de la
culpa, petición de perdón y enmienda. Dios contesta otorgando su
perdón, aceptando la reconciliación con todo lo que pide el nombre de
Efraín: producir flores y frutos -pará-peré-, quedar bien instalado y
arraigado en la tierra, porque Dios va a volver, de la ira y el abandono,
a la compasión y protección: curaré su apostasía.
La apostasía es una enfermedad que debilita por dentro y hay que
curarla. Dios va a intervenir en funciones de médico y cirujano,
desinfectando heridas, regenerando tejidos y restañando sangre. Se
trata de la misma regeneración que se pide en el salmo 51: «crea en
mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme»,
expresado aquí en términos de enfermedad y curación. Lo primero que
hay que curar es la apostasía. Dios curará su apostasía, que es fuga
de Dios, haciendo que vuelvan a él: los querré sin que lo merezcan (v.
5). No han hecho méritos, pero el amor de Dios se funda en sí mismo y
no en los méritos del hombre. Por eso es siempre lícito confiar en él.
Mi cólera ya se ha apartado de ellos (v.5). Es la conversión de Dios,
que antes se enfrentaba y ahora se vuelve a ellos; pero esta
absolución general no significa que el proceso haya terminado. Ya no
hay indignación; se ha calmado la cólera; el enfermo está ya curado
por la conversión, pero necesita todavía un tratamiento de
recuperación. Esta etapa se describe en términos vegetales.
En los versos 6-9 encontramos coincidencias, no precisamente
dependencias, con el Cantar de los Cantares. Quizá algunas
canciones de amor del Cantar eran conocidas antes de Oseas y
fueron recogidas y adaptadas posteriormente.
Pero, tal como se encuentra hoy, el Cantar parece un texto
posterior. Por tanto, no se puede hablar de dependencia, aunque son
evidentes muchas coincidencias. En estos tres versos hay expresiones
comunes al Cantar: sentarse a la sombra, la tonalidad de las flores, los
frutos, los perfumes, la palabra «azucena», tantas veces repetida en el
Cantar... Quien, conociendo el Cantar, lee este pasaje de Oseas, tiene
inmediatamente la impresión de estar repitiendo algo que le suena y
ya conoce: imágenes, expresiones... que evocan afinidades. Y cuanto
más se adentra en la lectura, más insistentes se hacen las
evocaciones y semejanzas: ¡esto es aquello! Hay una tonalidad de
amor que lo impregna todo.
Ese amor instaurado se hace fecundo, florido, bello; es aroma y
perfume. La conversión introduce en un clima nuevo de reconciliación,
en un nuevo trato de amor. El autor quiere dar una impresión
cumulativa apelando poéticamente a las cosas más notables: el
Líbano, los perfumes, la azucena... También el Cantar empieza
hablando de frutos y de plantas.
«Será rocío para Israel, florecerá como una azucena» (v.6). El rocío
es fuente de fecundidad. Israel es comparado con la azucena. Un
autor posterior (s. I ó II a. C.) escribe un relato cuya protagonista se
llama Sosen (Azucena). En español decimos Susana, y su historia es
conocida. Esa figura singular de Susana es clave para interpretar
representativamente a todo el pueblo: es belleza codiciada, es lealtad,
que encuentra apoyo en este texto.
Las promesas de fecundidad, expresadas en términos vegetales y
poéticamente cumulativas de este texto, transcrito anteriormente,
hacen surgir una pregunta sobre el sujeto que hace esas promesas.
¿Quién habla en este texto? ¿Es Dios? Creemos que se trata más
bien de un diálogo susceptible de dos formas. La primera sería
poniendo nombres:
Efraín: Ya no quiero nada con los ídolos.
El Señor: Yo le contesto y le miro.
Efraín: Yo soy un abeto frondoso.
El Señor: Pero tus frutos proceden de mí.
O también, de otra manera, introduciendo una variante:
El Señor: ¿Qué tengo que ver yo con los ídolos?
Efraín: Yo le miré y respondí: yo soy un abeto frondoso.
El Señor: ¡Pero tus frutos me los debes a mí!
Preferimos la primera forma, en la que Efraín ha vuelto renunciando
a los ídolos y se siente fértil y feliz. Dios le hace ver de dónde procede
su fertilidad. Efraín va a verse realizado, lo lleva inscrito en su nombre:
fructífero; pero ha sido Dios quien lo ha plantado, lo ha hecho arraigar
y lo ha hecho fecundo con su rocío. El proceso de reconciliación
desemboca en un diálogo de amor fecundo. Así se hace comprensible
el final de Oseas en toda su riqueza.
* * * * *
* * *
*
Pasamos a estudiar cursivamente otro poema del mismo libro de
Oseas. Se trata de un nuevo poema de amor, pero esta vez el amor es
paternal, complemento del poema del amor conyugal del capítulo 2
que hemos visto hasta ahora. El esquema es el mismo: el amor por
encima y a pesar de todo. A los beneficios de Dios ha respondido
Efraín con desobediencia y rebeldía. No queda más remedio que el
castigo. Efraín debe marchar a la soledad del desierto, lejos de la
presencia de Dios. Es una sentencia de condena y castigo.
Pero de repente, una vez dictada la sentencia, hay como un
movimiento de reflexión en Dios que se arrepiente y piensa: ¡No
puedo! ¡El amor me vence! Sucede como cuando los padres gritan
amenazantes al hijo travieso, pero se ven súbitamente desarmados
por un simple «pucherito» del pequeño. Así ha quedado desarmado
Dios. Cambia el poema, vuelve el amor y tiene lugar la conversión.
Vuelve Efraín, y Dios le recibe. Aparece la figura del león como
amenaza, pero él, miedo y esperanza, supera el miedo y vuelve
esperanzado a Dios.
Esta es la estructura del poema del amor paterno. Lo importante en
él es la quiebra central:
«Cuando Israel era niño, lo amé,
y desde Egipto llamé a mi hijo» (11, 1).
La infancia de Israel son los años de Egipto. Pero ya en la niñez era
amado como hijo por Dios, que lo sacó de allí. El texto citado
pertenece al Éxodo, donde Dios llama a Israel su «primogénito». Su
primogénito, escogido históricamente como «el pueblo» para la nueva
etapa histórica de la revelación. Estando Israel allí, como un niño en
un país remoto, sometido a opresión, sufriendo el aislamiento y
marginación del emigrante, Dios lo llamó para sacarlo de allí y hacerlo
venir a la tierra prometida. Todo fue obra del amor de Dios. Pero él se
mostró rebelde y arisco:
«Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí:
ofrecían sacrificios a los baales
y quemaban ofrendas a los ídolos» (/Os/11/02).
En este verso se concentra toda la historia, todo el espíritu de
rebeldía e idolatría del pueblo de Israel. Apenas pactada la Alianza del
Sinaí, ya se hicieron -a espaldas de Moisés y en contra de Dios- un
becerro de madera, chapeada con oro, al que rindieron culto. Era la
infancia del pueblo, y era ya un presagio. Dios se acercó a ellos, les
propuso la alianza; ellos dijeron que sí, pero inmediatamente negaron
lo prometido y empezaron a dar culto a los ídolos. Esa ha sido toda su
historia: prevaricación, infidelidad, idolatría.
«Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos a través del
desierto» (v.3). Es un pensamiento expresado en el Éxodo con otra
metáfora: os llevé en alas de águila y os traje a mí (19,4). Dios se
presenta como un padre o madre que entrena a su hijo en los
primeros pasos, ocupación que cumple con amor y sin cansancio.
Israel es un niño que no sabe andar. Dios lo toma en sus brazos para
que inicie sus primeros pasos inseguros y lo deja solo para que ande
ante la tutela expectante de sus brazos. Así ha sido Dios con Israel,
pero ellos no se han dado cuenta de esa tutela paternal y providente.
«Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño.
Fui para ellos como quien levanta
una criatura a las mejillas;
me inclinaba y les daba de comer» (/Os/11/04-11).
Nos hallamos frente a la duda del significado de esas «cuerdas».
Puede tratarse de cuerdas humanas empleadas para proteger al
hombre; o cuerdas con las que se sujeta y dirige a las bestias. Lo
importante es la ecuación. Al ganado hay que sujetarlo y manejarlo
con cuerdas. Al hombre se le lleva con las sogas del amor, y Dios ha
empleado con él las sogas del cariño.
También la segunda parte encierra dificultad ya en su misma
traducción: ¿se trata de levantar a una criatura hasta las mejillas para
besarla o de aligerar a un animal levantando el yugo que pesa sobre
su cerviz? El término 'ol-'ul puede generar esa confusión. Pero aliviar
de un peso que molesta puede equivaler al cariño manifestado en un
beso. Nosotros hemos preferido esto último, dentro del marco de un
padre que cuida de su hijo, al que besa en la mejilla o se inclina para
darle de comer.
Dios se ha preocupado de alimentar al Israel-niño, primero a lo
largo del desierto, y después en la tierra prometida. Pero el pueblo no
ha sabido responder con lealtad. ¿Qué recurso le queda? Si no basta
un castigo paternal, tendrá que llegar a la ruptura:
«Pues volverá Egipto, asirio sea su rey,
porque no quisieron convertirse» (11,5).
«Irá girando la espada por sus ciudades
y destruirá sus cerrojos» (11,6).
Esos cerrojos son las puertas de las murallas que abren paso al
enemigo invasor.
«Por sus maquinaciones devorará a mi pueblo,
propenso a la apostasía.
Aunque invoquen a su Dios,
tampoco los levantará» (11, 7).
Hay también una gran dificultad en la interpretación de este verso
en su original. Si no logramos nada con este hijo rebelde, la única
solución será mandarle a Egipto para que invoque allí a los dioses que
él se ha escogido. Pero será inútil: esos ídolos no pueden hacer nada.
La legislación del Deuteronomio contempla un remedio para con los
hijos levantiscos, rebeldes: que los padres los entreguen a la
asamblea, y sea ésta la que decida. Esta es la medida que adopta
Dios con Efraín, el hijo incorregible. Pero ¿podrá Dios desentenderse
de su hijo, por rebelde que sea?
«¿Cómo podré dejarte, Efraín; entregarte a ti, Israel?
¿Cómo dejarte como a Admá; tratarte como a Seboín?
Me da un vuelco el corazón,
se me conmueven todas las entrañas» (11,8).
Admá y Seboín son dos de las ciudades de Pentápolis, junto con
Gomorra, Sodoma y Segor. Dios no puede tratar a su pueblo como a
esas ciudades malditas. A causa de su rebeldía, ha decidido
abandonarlo; pero luego se interrumpe para decir que no puede,
porque se le conmueven las entrañas y le da un vuelco el corazón.
Es una traducción fiel al original en una fórmula expresiva. El verbo
hapak significa cambiar de posición. Si se dice de un carro, significará
volcarlo; pero, si se aplica a una ciudad, equivaldrá a arrasarla. Hemos
encontrado la misma expresión anteriormente, hablando de Jonás: la
ciudad dará un vuelco, será arrasada. Pero Dios no puede hacer eso,
porque ama con toda la fuerza del amor paterno. No puede abandonar
a Efraín; y no por méritos de él, sino porque es su hijo:
«No volveré a destruir a Efraín,
que soy Dios y no hombre» (11,9).
Los hombres se cansan. Los hombres, además, pueden vengarse;
pero Dios está por encima de los hombres y tiene una infinita
capacidad de amar. Su santidad se manifiesta en el amor sin límites,
que es también perdón ilimitado.
«Irán detrás del Señor, que rugirá como león;
sí, rugirá, y vendrán temblando sus hijos
desde occidente;
desde Egipto vendrán temblando como pájaros,
desde Asiria como palomas,
y los haré habitar en sus casas» (11,9-11).
La voz del Señor es como rugido de león; ellos la han oído y
tiemblan, sin poder escapar; ese rugido les atrae, y ellos vuelven. Sus
sentimientos quedan polarizados: por una parte, tiemblan ante el
Padre, a quien han ofendido; pero, saben, por otra parte, quién es él,
y a él vuelven confiados, aunque tiemblen. En todo ser humano existe
esa dualidad que puede impulsarle a alejarse de Dios o a volver a él.
La imagen del león aparece en el libro de Oseas; pero es ya una
imagen conocida que evoca poder y fortaleza; y referida a Dios, no
asusta, sino que atrae. Como resultado de esta conversión, «los haré
habitar en sus casas» (v.11). La vuelta ha sido un proceso de
intimidación primero, de esperanza y arrepentimiento después. Los
profetas alternan admirablemente en su enseñanza el amor conyugal y
el amor paternal de Dios.
LUIS
ALONSO SCHÖKEL
MENSAJES DE LOS PROFETAS
MEDITACIONES BÍBLICAS
SAL-TERRAE. SANTANDER-1991. Págs. 115-141