Jonás: profeta rebelde a Dios


/Jon/01/01-04: El libro de Jonás se abre con una fórmula profética 
clásica y solemne: «El Señor dirigió la palabra a Jonás, hijo de 
Amitay». Es el mismo Señor que se dirigió, de manera semejante, a 
Isaías, Jeremías... para encomendarles un mensaje. El lector que abre 
este libro se siente muy pronto en ambiente y sabe qué tiene ante los 
ojos. Pero, al seguir leyendo, puede enseguida experimentar un 
sentimiento de extrañeza, porque no se trata aquí de un oráculo, sino 
de un relato, forma atípica en la profecía. Y la extrañeza llegará a 
inesperado escándalo al leer que este hombre es un profeta rebelde 
que hace lo contrario de lo que se le manda.
JONAS/QUIEN-ERA: Se ha intentado identificar a este personaje 
original y fantástico. ¿Quién era Jonás? El autor utiliza una figura que 
aparece en los libros narrativos, para hacer un cuento con mano 
maestra. El nombre de Jonás Ben Amitay sería en castellano algo así 
como «Paloma, hijo de Berat», tipo de fantasía que se convierte en el 
primer «Colón» de la historia -Colombo, paloma-, que va a emprender 
un arriesgado viaje en barco, primero de superficie, y después en el 
submarino de la ballena, adelantándose a Julio Veme.
A Jonás se le ordena: «Levántate y vete a Nínive, la gran metrópoli, 
y proclama en ella que su maldad ha llegado hasta mí» (1,2). Ya este 
mandato resulta a primera vista extraño. Lo profético sería mandarle al 
reino del norte, presentarse al rey o a los príncipes y anunciar.... pero 
dentro del territorio nacional del pueblo escogido. Si se le manda a la 
pagana Nínive, debería ser como mensajero de un oráculo de condena 
por su maldad, como otros oráculos del AT. El tema de los pecados de 
Nínive explica algo, porque parecen reclamar a alguien que denuncie 
esa maldad que ha subido hasta Dios.
Jonás se levantó, pero, en vez de ir, huyó; y en lugar de ir a Nínive, 
se dirigió en dirección a Tarsis, al contrario de lo que se le había 
mandado. Aparece desde el principio como un antiprofeta. ¿Por qué 
esa actitud de Jonás? El narrador se cuida de insinuarlo procediendo 
con extraordinaria finura, en un relato breve pero denso, lleno de 
alusiones y juegos de correspondencias o antítesis, explotando hasta 
agotarlo el significado de las palabras.
Los autores antiguos hablan por su cuenta de los motivos de la 
huida, pero el autor no quiere decir nada todavía. Un lector bíblico lee 
cualquier texto dentro de una mentalidad hecha de otros textos que 
conoce. En esos textos se habla de huir de la presencia del Señor con 
las expresiones de «subir» o «bajar». Hay dos textos clásicos. Uno se 
encuentra en el capítulo 9 de Amós, donde se habla también de un 
conato de huida hasta el extremo de oriente, resultando, sin embargo, 
imposible la huida del Señor. El otro texto se lee en los salmos.
Conocemos la fuga de un profeta anónimo que no interesa aquí (1 
Reyes, 13). Es muy importante y clásica la fuga de Elías huyendo de 
Jezabel a través del reino del sur y del desierto, hasta llegar a 
Berseba. Esta fuga de Elías está pesando en el autor del libro de 
Jonás; pero, mientras que la fuga de Elías termina en un encuentro 
con Dios sobre el monte Horeb, ¿terminará la fuga de Jonás también 
en un encuentro con Dios? Jonás puede huir de la presencia cúltica, 
puede apartarse del templo, pero ¿puede huir verdaderamente de la 
presencia del Señor?
Hay un dato interesante que nos presenta el autor en su pretendido 
juego de palabras, y recae sobre el verbo «bajar». En su sentido 
propio, la palabra está condicionada por la configuración orográfica de 
Palestina. Jerusalén está a 700 m. sobre el nivel del mar. Dirigirse de 
Jerusalén a Jafa es bajar. Pero, a lo largo del relato, esta palabra bajar 
se va tiñendo de valor simbólico. El mismo juego y simbolismo se da, 
antitéticamente, en la palabra subir.
Jonás inicia una primera bajada a la costa. Desde el muelle del 
puerto no «sube», sino que «baja» al barco; y más tarde bajará al 
fondo de las bodegas, y posteriormente, dentro del vientre del pez, al 
océano, hasta rozar las puertas del abismo y de la muerte. Sólo la 
intervención de Dios evitará que esa bajada sea definitiva.

«Se levantó Jonás para huir a Tarsis, lejos del Señor; bajó a Jafa y 
encontró un barco que zarpaba para Tarsis; pagó el precio y embarcó 
para navegar con ellos a Tarsis, lejos del Señor» (1,3).

Dios da comienzo a la persecución de Jonás. La diestra y la 
siniestra de Dios llegan a todos los extremos de la tierra y del mar, y 
empieza a despachar mensajeros para dar caza, para «pescar» a 
Jonás. Lo primero que envía es un fuerte viento, dócil instrumento en 
las manos del Señor:

«Pero el Señor envió un viento impetuoso sobre el mar, se alzó una 
furiosa tormenta en el mar, y la nave estaba a punto de naufragar» 
(1,4).

Este primer dato puede parecer a primera vista un castigo. Lo que 
hace, en realidad, es cortar la retirada al profeta fugitivo, no 
permitiéndole alejarse. Un israelita ve fácilmente en una tormenta la 
acción y la presencia de Dios. Jonás podría interpretar la tormenta 
como una teofanía de Dios irritado, pero ha cerrado ojos y oídos y no 
descubre en la tormenta la presencia del Señor. Los marineros sí, y 
con ello entra en escena un personaje nuevo e imprevisto. Jonás tenía 
que ir a Nínive, en tierra firme, y aquí nos encontramos con unos 
hombres de mar, capitán y tripulación, en función de hilos de la historia 
que Dios controla y dirige. Paralelamente encontraremos más tarde 
otro grupo de actores en la persona del rey y habitantes de Nínive. 
Ninivitas y marineros son hombres paganos, y todos temen: unos ante 
la tormenta; los otros ante la palabra de Dios.
Entra en juego el verbo yaré', con sentido de temor-pánico: 
temieron los marineros, y cada uno gritaba a su dios; arrojaron los 
pertrechos al mar para aligerar la nave, mientras Jonás dormía 
profundamente. El verbo temer es un verbo clave que vamos a 
encontrar repetido estratégicamente.
Primero se produce un temor normal ante la tormenta, pero 
inmediatamente se traduce en respeto a la divinidad. Los marineros 
eran, presuntamente, de diversa extracción; y si la nave cruzaba el 
Mediterráneo, tenía que ser de gran tonelaje, con tripulación numerosa 
y variada. Cada uno se dirige a su dios en el peligro, y aquí se inicia el 
juego de los contrastes. Lo primero que hacen es rogar a su dios y dar 
mazazos, arrojando la carga por la borda: están en el mar y han 
aprendido a orar poniendo ellos mismos manos a la obra. Jonás, 
mientras tanto, dormía profundamente. La palabra enlaza con el sueño 
de Adán y el de Abrahán (Gn 15), con el de Sísara y el de Elías 
huyendo de Jezabal. Ese dormir en letargo profundo tiene sugerencias 
de muerte y es una nueva bajada de Jonás; es también un contraste 
irónico entre el profeta sordo a Dios y los marineros invocando a sus 
divinidades. Es una presentación de los buenos y los malos, pero 
¿quién es quién aquí? Hay un profeta de Dios, israelita, y unos 
hombres paganos. ¿Quién representa el bien y quién es responsable 
del mal? El capitán del barco entiende que Jonás debe ser bueno. Por 
eso va a él, lo despierta y le pide confiado que invoque a su Dios para 
verse todos libres del peligro. Hay un concierto de divinidades que 
produce el desconcierto a bordo. Nadie parece ser timonel experto en 
tormentas, y en el extremo peligro acuden al dios del extranjero, por si 
él puede intervenir y salvar la nave y las vidas. ¡No hay derecho a que 
un pasajero esté tranquilamente durmiendo, desentendido de la 
situación! Es un simple y justificado reproche del capitán. No se trata 
de monoteísmo o politeísmo; se trata de arrimar todos el hombro. Y si 
el extranjero no puede trabajar en cubierta, que rece al menos. Los 
tripulantes se decían unos a otros: echemos suertes para ver por 
culpa de quién nos viene esta calamidad. Al ver que no amaina la 
tormenta, concluyen que tiene que haber a bordo algún culpable, 
alguien al que una divinidad invisible persigue, le ha dado alcance y lo 
está castigando, y por culpa de él están todos en peligro. Hay que 
identificar al culpable para conjurar el peligro. Es el mismo 
procedimiento que utilizaron Josué y Saúl en situaciones semejantes: 
identificar al culpable por medio de las suertes.
La suerte recayó en Jonás, y entonces empieza el interrogatorio: 
¿quién eres tú, de dónde vienes, cuál es tu oficio ... ? Es un 
procedimiento normal de identificación personal. Jonás oculta su 
profesión, pero declara de dónde viene; y añade un dato que no le 
han pedido: yo soy hebreo y adoro al Señor, Dios del cielo, del mar y 
de la tierra firme. Con la expresión 'ibrí parece indicar que representa 
al pueblo hebreo, pero sólo es verdad en su aspecto negativo. Muy a 
pesar suyo, el profeta fugitivo se convierte de alguna manera en 
predicador del Dios de Israel entre los paganos: Dios ha ganado ya 
una baza. Jonás huía a Tarsis, al extremo del mundo; pero, atrapado 
entre la tormenta y el interrogatorio del capitán, empieza a anunciar al 
Señor del cielo y de la tierra. Y si ese Dios lo controla todo, podrá 
intervenir para hacerles arribar a puerto.
Esta profesión de fe de Jonás impresiona a los miembros de la 
tripulación. Habían sentido un primer temor ante la tormenta, y ahora 
sienten otro temor ominoso ante el Señor de la tormenta. Es un temor 
mezcla de terror y respeto; temor reverencial que sobrecoge al 
sentirse en presencia del Señor de cielo, mar y tierra, que parece estar 
irritado. Han entrado ya en una zona religiosa. No significa conversión, 
pero sí una reflexión religiosa al oir el nombre de Yahvé. Es un primer 
paso de acercamiento a Dios por la palabra de Jonás.
Aquellos hombres le preguntaban atemorizados: ¿qué has hecho? 
La suerte le había designado a él como culpable de la tormenta. Ahora 
bien, el hecho de adorar al Señor de cielo, mar y tierra no es culpa 
ninguna. Algo grave y oculto queda por desvelar, pero no sabían qué 
hacer. Jonás les saca de su indecisión pidiendo: «Arrojadme al mar y 
amainará la tormenta, porque sé que por mi culpa sucede todo esto». 
Se reconoce culpable sin ulterior explicación y acepta su castigo para 
salvar a los demás. Es el juego del bueno que no acepta el sufrimiento 
de los inocentes, en favor de los cuales se confiesa pecador. En este 
sentido altruista fue citado este pasaje ya por algunos comentaristas 
antiguos, como S. Atanasio, etc.
Jonás ha aceptado libremente la muerte. Los paganos reaccionan 
con perplejidad y tienen miedo. Para librarse del peligro evitando 
cargar con la responsabilidad de una vida, buscan otra salida. 
«Remaban para alcanzar tierra firme y no podían, porque el mar 
seguía embraveciéndose» (v.13). Invocan a Yahvé, Dios de Jonás. No 
significa conversión. En su mentalidad politeísta, están dispuestos a 
invocar al dios que haga falta. Por una parte, no quieren arrojar al mar 
a Jonás, que es su huésped, en cuanto que el capitán lo ha aceptado 
a bordo; por otra, nada pueden sus esfuerzos de remeros 
experimentados. La única salida la encuentran en la invocación del 
Dios de Jonás: «Señor, que no perezcamos por culpa de este hombre, 
no nos hagas responsables de una sangre inocente. Tú, Señor, 
puedes hacer lo que quieras» (v.14). Piensan: si Jonás se queda en la 
nave, pereceremos todos; si lo arrojamos al mar, no por ello 
pretendemos ser asesinos, sino únicamente ejecutar la sentencia que 
él mismo ha dictado. ¡No nos imputes este homicidio!
Dicho esto, «tomaron en vilo a Jonás y lo arrojaron al mar, y el mar 
calmó su furia. Y aquellos hombres temieron mucho al Señor, 
ofrecieron un sacrificio e hicieron votos (vv. 15-16).
Empieza ahora Jonás a aceptar a Dios desde el panteón viviente del 
enorme animal. Ha cumplido una función profética a pesar suyo. Ha 
sido un «profeta a palos», pero ha cumplido su misión. Así termina el 
primer capítulo.
No sabemos que hubiera ballenas en el Mediterráneo en aquellos 
tiempos, pero los naturalistas no tendrán inconveniente en introducir 
una ballena poética. Lo que en el texto original se indica es un gran 
cetáceo, un pez gigantesco. Con él entra en escena otro personaje 
más popular que el mismo Jonás: la ballena hospitalaria. Para muchos 
es la ballena el recuerdo más indeleble de la historia de Jonás, hasta 
el punto de identificar todo el relato con el gran cetáceo.
Como primer aviso de esta historia, había enviado Dios una 
tormenta. La tormenta frenó la marcha del profeta y le obligó a ir a 
misionar entre paganos, contra su voluntad. Muchos miembros de la 
tripulación podían muy bien ser fenicios, contra los que existen 
profecías. Y Dios, que controla el mar y cuanto en él habita, despacha 
un gran cetáceo que se acerca oportuno y engulle a Jonás cuando 
éste es arrojado a las enfurecidas aguas:

«El Señor envió un pez gigantesco para que se tragara a Jonás, y 
estuvo Jonás en el vientre del pez tres días con sus noches. Y desde 
el vientre del pez, Jonás rezó al Señor, su Dios» (/Jon/02/01-02).

Esta es la salvación del desafortunado Jonás. Podemos tomar la 
figura del cetáceo en sentido propio. Es una bella ficción poética ese 
espacio de tres días y tres noches, con su silencio obligado como 
tiempo de reflexión. Hay «midrás», narraciones y leyendas antiguas 
que fantasean desde allí y describen maravillosos viajes submarinos: 
cómo llega hasta la raíces de los montes, hasta las bases de 
Jerusalén; algunos edifican un sinagoga fantástica en el vientre del 
gran pez, una lámpara y otras cosas... Todas esas visiones fantásticas 
no interesan a nuestro intento. Sí es interesante la posible 
ambigüedad de la ballena, que puede funcionar con sentido simbólico. 
Tiene una primera función como personaje de un cuento donde, como 
en todos los cuentos, los animales son inteligentes, saben hablar y 
hacen cosas que no son capaces de repetir en la realidad, ni siquiera 
en los circos o parques zoológicos... El cetáceo en cuestión tiene una 
función narrativa en el cuento y entraña, además, una función 
simbólica. Porque de alguna manera este cetáceo es el seol que 
engulle a los hombres para matarlos. De alguna manera, Jonás baja a 
lo profundo de la tierra, al seol, reino de la muerte. Permaneciendo en 
la vida va a estar muerto y no muerto. Por lo tanto, esta referencia 
juega en el relato una segunda virtualidad simbólica, además del valor 
narrativo del cetáceo. De hecho, el vientre de la ballena es un sepulcro 
que se convierte en refugio protector y providente. Y dentro de este 
sepulcro, convertido en refugio, Jonás ora ante el peligro, cosa que no 
había hecho antes. Hasta entonces había estado en el letargo y no en 
las aguas; ahora aprende a orar en el peligro; pero su oración encaja 
y no encaja, porque es la oración de un hombre que llega a las 
puertas de la muerte sumergido en el océano que engulle la vida. El 
mundo de la muerte es el mundo subterráneo, pero por debajo de la 
tierra está todavía el océano. La tierra está plantada sobre el océano; 
por eso puede el hombre bajar también desde el mar hasta las raíces 
de la tierra, al mundo del sepulcro y de la muerte. La oración de Jonás 
expresa este doble movimiento de bajada primero, y después de 
ascensión, hasta llegar a Dios. En toda la iconografía antigua son 
Daniel en el fuego, Susana y Jonás las tres grandes figuras de la 
resurrección. Jonás aparece en todas las formas posibles de 
miniaturas, mosaicos... y la lectura es expresión simbólica del océano y 
del dragón. El océano, el dragón y la muerte tienen que vomitar al 
muerto y devolverlo a la vida, que está en tierra firme. Todo esto está 
en el texto leído en su contexto cultural, y así lo han leído los autores 
antiguos. Este breve alusión nos permite comprender los términos de 
la plegaria:

«En el peligro grité al Señor, y él me atendió; 
desde el vientre de¡ abismo pedí auxilio, y me escuchó. 
Me habías arrojado al fondo, en alta mar; 
me rodeaba la corriente; 
tus tormentas y tus olas me arrollaban.
Pensé: me has arrojado de tu presencia; 
¡quién pudiera ver otra vez tu santo templo! 
A la garganta me llegaba el agua; 
me rodeaba el océano; 
las algas se enredaban en mi cabeza; 
bajaba hasta las raíces de los montes, 
la tierra se cerraba para siempre sobre mí... 
y sacaste mi vida de la fosa, Señor, Dios mío. 
Cuando se me acababan las fuerzas, 
invoqué al Señor; 
llegó hasta ti mi oración, 
hasta tu santo templo. 
Los devotos de los ídolos faltan a su lealtad; 
yo, en cambio, te cumpliré mis votos; 
mi sacrificio será un grito de acción de gracias:
'la salvación viene del Señor'» (/Jon/02/03-10).

La oración es un apretado y denso tejido de citas y alusiones a los 
salmos, especialmente el salmo 42. Se trata de una oración que es, 
simultáneamente, petición y acción de gracias, porque Jonás está 
convencido de que Dios le va a proteger con su presencia, a él, que 
había huido de la presencia del Señor.
El israelita que lee esta oración está escuchando en ella el rezo 
clásico de Israel. Y es densa por su función simbólica desde la visión 
del vientre del abismo, las raíces del mar y el fondo de la tierra. Jonás 
ha tocado y casi traspasado el umbral de la muerte, punto del que no 
puede volver. En ese momento interviene Dios para salvarle, y él 
pronuncia una oración de acción de gracias que es anticipo de lo que 
podría decir después: «El Señor dio la orden al pez de vomitar a Jonás 
en tierra firme» (v.11).
Terminado felizmente este viaje submediterráneo, nos falta todavía 
llegar hasta Nínive, porque la misión profética de Jonás tiene que 
desarrollarse allí. Es lo que se narra en el tercer capítulo. Estamos en 
el punto inicial, pero Jonás ha aprendido una lección.

«El Señor dirigió otra vez la palabra a Jonás: 
-Levántate y vete a Nínive, la gran metrópoli, y échales el pregón 
que yo te digo.
Se levantó Jonás y fue a Nínive, como le mandó el Señor. Nínive era 
una gran metrópoli, tres días hacían falta para recorrería. Jonás se fue 
adentrando en la ciudad y caminó un día entero pregonando:
-¡Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada!» (/Jon/03/01-04).

La ciudad se presenta como una versión nueva de aquel gigantesco 
cetáceo. Es una ciudad devoradora, y desde el principio parece que 
Jonás va a desaparecer engullido por ella. ¿Qué puede hacer Jonás, 
indefenso y extranjero, en esa ciudad, la más grande del mundo, que 
requiere tres días enteros para ser recorrida? Esto es también parte 
de la ficción poética.
Tiene especial importancia considerar dos temas. El primero es el 
hecho mismo de la ida a Nínive; el segundo se refiere al contenido de 
la predicación de Jonás.
Nínive, capital de Asiria, era el enemigo capital de los israelitas. Era 
para ellos como la encarnación del imperio agresor, la potencia más 
fuerte y cruel de la antigüedad, más cruel que Egipto y Babilonia, con 
su política de represión, de deportación forzada de pueblos, con 
implantación de colonos, símbolo de matanza, de saqueo y de muerte. 
No hubo en la antigüedad otro pueblo como Nínive, contra la que 
existen oráculos principalmente en el libro de Nahún, quien predica 
contra Nínive probablemente pocos años antes de la destrucción del 
reino de Asiria. Este dato es ya por sí mismo importante, porque Dios 
envía al profeta a una ciudad pagana, hostil a Dios y enemiga del 
pueblo escogido. ¡Es lo último que se podía pensar!
El segundo tema consiste en lo paradójico del primer mensaje. 
Porque, si Dios quiere castigar a la ciudad, no necesita profeta. Basta 
que haga bajar fuego del cielo que la destruya mientras Jonás puede 
contemplar el espectáculo, como Nerón el incendio de Roma, 
disfrutando del castigo de Dios sobre el enemigo. Eso sería más 
sencillo. ¿Qué sentido tiene entonces el anuncio a plazo fijo de 
cuarenta días? Si Dios viene como enemigo, lo mejor es no avisar, 
para que el castigo caiga por sorpresa. Pero el profeta habla. 
Amenaza con un castigo próximo, pero no inmediato. ¿Son esos días 
un plazo sádico de espera ante lo inevitable, insinuación para evacuar 
la ciudad o un tiempo útil para invalidar la amenaza?
El verbo de la amenaza, arrasar, es en hebreo hapak, que en el 
sentido más común significa volcar una cosa, cambiar de posición o de 
postura. Se usa especialmente referido a las ciudades. En el recuerdo 
literario israelita ha quedado este verbo intensamente asociado a la 
catástrofe de Sodoma y Gomorra. Tiene correlación con el término 
griego catástrofe -katastrepho-, que significa igualmente volcar, dar la 
vuelta; pero en sentido traslaticio puede significar igualmente cambio 
de actitud, de conducta o de manera de ser. San Jerónimo y otros 
antiguos comentaristas latinos se fijaron bien en este aspecto y lo 
explotaron con acierto . Es una finura literaria del narrador. Este dar la 
vuelta de la ciudad, ¿debe entenderse como un arrasamiento material 
o como un cambio de conducta moral? San Jerónimo opina: Non muri 
sed mores: no se trata de las murallas, sino de las costumbres; non 
everre sed convertere: no de arrasar, sino de convertir. La 
ambigüedad del anuncio, «Nínive será arrasada», es una ambigüedad 
sustanciosa. ¿En qué sentido?
Aquí sucede lo increíble. Este profeta extranjero anuncia una 
sentencia sin denunciar previamente culpa alguna. Se supone que la 
culpa es evidente y aceptada por esos hombres a los que se dirige el 
anuncio. Por la palabra del extranjero creyeron los ninivitas a Dios -no 
se habla de Yahvé-, proclamaron un ayuno general y se vistieron de 
saco pequeños y grandes. Dicho esto como anticipación programática, 
hay que explicar cómo sucedió.
Mientras que los judíos -autoridades y rey- no hicieron caso de la 
predicación de los profetas, ni siquiera de Jeremías cuando anunció la 
ruina de Jerusalén, sucede ahora que los paganos por excelencia de 
la pecadora Nínive aceptan la palabra de un profeta extranjero y 
creen: creyeron a Dios y proclamaron una penitencia de toda la 
ciudad.
Esta penitencia se describe como una marea en ascenso, algo que 
va entrando, penetra, avanza, se agranda y sube hasta el palacio 
real:

«Cuando el mensaje llegó al rey de Nínive, se levantó del trono, se 
quitó el manto, se vistió de sayal, se sentó en el polvo y mandó al 
heraldo proclamar en Nínive un decreto real y de la corte:
-Hombres y animales, vacas y ovejas no prueben bocado, no pasten 
ni beban; cúbranse de sayal los hombres y animales. Invoquen 
fervientemente a Dios; que cada cual se convierta de su mala vida y de 
sus acciones violentas. A ver si Dios se arrepiente, cesa el incendio de 
su ira y no perecemos» (/Jon/03/06-09).

La reacción del rey es inmediata y total: cree en el mensaje, y él 
mismo inicia los ritos de penitencia, deponiendo el manto real, 
sentándose en tierra como cualquier humilde ciudadano, 
destronándose a sí mismo, vistiéndose de sayal y promulgando un 
decreto de penitencia para toda la ciudad.
La penitencia es expresión de dolor, pero en la concepción israelita 
sirve también para conmover a Dios, como el padre que castiga a su 
hijo, pero luego se conmueve por sus gritos de dolor. Dios contempla 
esa penitencia, a la que el pueblo se somete voluntariamente, como 
signo de conversión de su mala conducta; y se apiada incluso de los 
animales, y perdona: «Tú socorres a hombres y animales» (Ps 36,7). 
Pero, en contrapunto a esta penitencia de toda la ciudad, hay que 
escuchar el fracaso de la predicación profética en Judá. Los ninivitas 
se convierten, los judíos no hacen caso. Es intención clara del texto 
bíblico oponer estas conductas. La conversión de los ninivitas no es un 
paso del paganismo al yahvismo. Aquí se habla siempre de Dios y 
nunca de Yahvé. Es una conversión ética, de conducta, sobre todo de 
abandono de la violencia, la injusticia y todos los vicios. Es una 
transformación ética de las conductas ligada al sentido religioso 
respecto a su propio Dios, no al Yahvé de Israel. Los profetas predican 
también esta conversión ética insistentemente, pero el pueblo no hace 
caso ni se convierte. Los ninivitas sí. Y con su conversión pretenden 
que Dios también se convierta de su amenaza y los perdone. Con esta 
conducta quieren neutralizar el anuncio profético. ¿Tendrá más fuerza 
la actitud de un pueblo penitente que la palabra de Dios amenazante? 
¿Se cumplirá o no la palabra de Dios? El autor deja colgando la 
respuesta.
Siendo Nínive enemiga de los judíos, éstos no pueden desear el 
perdón, sino su destrucción. Pero los judíos, más abiertos y con 
sentido más religioso, se alegrarán de la conversión y del perdón. Ese 
pueblo poderoso, agresor y criminal... dejará de serlo; ya no serán 
amenaza, sino amistad y ayuda.

«Vio Dios sus obras y que se habían convertido de su mala vida, y 
se arrepintió de la catástrofe con que había amenazado a Nínive, y no 
la ejecutó» (/Jon/03/10).

La conversión del hombre pudo más que la palabra profética. De 
ahí, una interesante pregunta: ¿se cumple siempre la palabra profética 
o admite excepciones?
La palabra de Dios se cumple siempre en su finalidad. El mensaje 
de Jonás buscaba la conversión. Si se ha producido la conversión, la 
palabra está cumplida sin necesidad de que se cumpla el castigo, que 
ha sido invalidado, contrarrestado por la conducta penitente de los 
hombres. Y, al ser invalidado, ha sido convalidado, porque la finalidad 
se cumple.
Según Ezequiel, Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se 
convierta y viva. ¿Se puede ampliar esta voluntad también a los 
paganos? Sí, y esta es la fe que predica el libro de Jonás.
Así termina el capítulo tercero, y aquí podría terminar toda la 
historia si no faltara todavía la conversión del propio Jonás, porque 
también él necesita convertirse.
PERDON-D/ESCAN-JONAS /Jon/04/02-11: Jonás no acepta este 
desenlace en el caso de Nínive. Es un «desenlace rosa» que hace 
fracasar su anuncio; además, él no puede aceptar el perdón 
liberalmente otorgado a un imperio enemigo, opresor y maldito. Jonás 
sintió un gran disgusto e, irritado, se dirigió al Señor. Su oración refleja 
la mentalidad estrecha de un hebreo y se caracteriza por dos 
componentes. El primero es el hecho del perdón otorgado a un imperio 
enemigo y agresor. ¿Dónde queda la justicia? Y piensa Jonás que, si 
Dios es tan fácil en perdonar, ya nadie se puede fiar de nadie, porque 
el mayor criminal puede hacer penitencia, y las cosas seguirán igual. 
Además, el perdón de Nínive supone una amenaza para Israel, porque 
la conversión puede no significar más que un entusiasmo pasajero 
para volver a las mismas. Jonás no lo acepta.
Y existe un segundo factor, que consiste en el prestigio profético. 
Dios le ha mandado a anunciar la destrucción de Nínive en el plazo de 
cuarenta días, y no va a pasar nada. Un verso tardío describe a Jonás 
en lo alto de un monte esperando impaciente el espectáculo de la 
ruina. Pero no pasa nada. El profeta de Dios se ve en ridículo, ha 
quedado en muy mal lugar y cree encontrar razones en su propio 
prestigio para encararse, enojado, con Dios. No quiere ser profeta, ni 
siquiera vivir. Jonás sintió un disgusto enorme y rezó a Dios, citando en 
su oración una frase litúrgica repetida en varios salmos, en Ex 34 y en 
Joel. Esta fórmula litúrgica es conocida para todo israelita, pero Jonás 
la usa en sentido inverso e impregnada de sarcasmo amargo:

«¡Ah Señor, ya me lo decía yo cuando estaba en mi tierra! Por algo 
me adelanté a huir de Tarsis; porque sé que eres un Dios compasivo y 
clemente, paciente y misericordioso, que te arrepientes de las 
amenazas. Pues bien, Señor, quítame la vida; más vale morir que vivir» 
(4, 2-3).

MDA/ESCANDALO: Jonás piensa que se puede servir a un Dios 
poderoso y justiciero, pero que servir a un Dios piadoso y clemente no 
vale la pena. Es definitivo. Quería Jonás, y con él tantos otros, un Dios 
justiciero que castiga a los malos, que son siempre los otros; pero un 
Dios cuya definición no se hace por los atributos del poder o la justicia, 
sino por los de la misericordia y el amor, no es aceptable ni vale la 
pena servirle. Vale más morir que vivir. Con una fuerza increíble, está 
denunciando el autor a muchos de sus compatriotas que creen que la 
misericordia de Dios es muy pequeña y alcanza sólo a unos pocos, 
mientras que para el resto no queda más que cólera y castigo.
Respondió el Señor a Jonás: ¿Y vale irritarse? Jonás había salido 
de la ciudad, se había construido una choza, y desde allí esperaba, a 
la sombra, la destrucción de la ciudad.

«El Señor hizo crecer un ricino hasta sobrepasar a Jonás, para que 
le diese sombra en la cabeza y lo librase de una insolación. Jonás 
estaba encantado con aquel ricino» (4,5-6).

Se prepara la gran lección que va a dar Dios a Jonás. En este gran 
movimiento de conversión, primero de los marineros y el capitán, y 
luego de los ninivitas y el rey, falta todavía alguien que no se ha 
convertido, y hay que disponerle para ello con una buena lección. Va a 
ser la lección del ricino. Jonás estaba encantado con él.

«Entonces Dios envió un gusano al amanecer el día siguiente, el 
cual dañó al ricino, que se secó. Y cuando el sol apretaba, envió Dios 
un viento solano bochornoso. El sol abrasaba la cabeza de Jonás y lo 
hacía desfallecer. Jonás se deseó la muerte y dijo: -Más vale morir que 
vivir» (4,7-8).

Una insolación es la locura: dolor de cabeza, calor hasta reventar, 
algo capaz de producir la muerte. En ese momento en que le ha fallado 
todo, el castigo de Nínive y la sombra del ricino, Jonás se dirige a Dios 
como a último recurso y pide: quítame la vida; ante tanto dolor, más 
vale morir que vivir.

«Respondió Dios a Jonás:
-¿Y vale irritarse por el ricino? Contestó:
-¡Vaya si vale! Y mortalmente. El Señor le replicó:
-Tú te apiadas de un ricino que no te ha costado cultivar, que una 
noche brota y otra perece, ¿y no voy yo a apiadarme de Nínive, la gran 
metrópoli, que habitan más de ciento mil hombres que no distinguen la 
derecha de la izquierda, y muchísimo ganado?» (4,9-11).

Es el final del libro, que curiosamente no termina con una 
afirmación, sino con una pregunta. El libro es como un pórtico y un 
postigo: se cierra la puerta del libro, pero esa puerta es una gran 
interrogación lanzada a Jonás en el relato y, a través de él, a todos los 
que son como Jonás y sus sucesores, que no quieren un Dios 
clemente para todos, sino para el limitado número de los buenos, que 
siempre son ellos. Jonás tiene muchos discípulos históricos que creen 
en un Dios misericordioso para sí, pero lo quieren justiciero para los 
que no son ni piensan ni sienten como ellos: personas, movimientos, 
ideologías... todos esos son malos que no merecen más que el fuego 
de la cólera de Dios. Pero Dios es clemente para todos y no quiere la 
muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Por eso el libro de 
Jonás termina con una pregunta que es un desafío para todos.
En el diálogo con Jonás, como en todas las cosas, Dios tiene la 
última palabra. Esa palabra es una gran interrogación retórica de 
ancho respiro, larguísima para los cánones de la prosa hebrea. Sobre 
esa pregunta gravita todo el relato, imprimiéndole fuerza de 
penetración. La pregunta de Dios va dirigida a Jonás y, a través de él, 
a todos los lectores de este libro: a los que se tienen por buenos y 
desprecian a los que juzgan malos, y a los que sintiéndose malos 
buscan motivos de esperanza.
Dice Teodoreto de Ciro: «Como la Palabra unigénita de Dios tenía 
que aparecer a los hombres en naturaleza humana para iluminar a 
todos los pueblos con la luz del conocimiento de Dios, quiere mostrar a 
los paganos su solicitud por ellos ya antes de la Encarnación para 
confirmar con lo sucedido lo que había de suceder, para enseñar a 
todos que no es Dios sólo de los judíos, sino también de los paganos, 
para mostrar la vinculación de la antigua y la nueva Alianza». Y San 
Jerónimo termina su comentario con esta cita: «Porque este hermano 
tuyo se había muerto y ha vuelto a vivir, se había perdido y ha sido 
encontrado».
D/CASTIGO: Hay que corregir, por no estar de acuerdo con la 
mentalidad profética, la mentalidad deformada y sencilla que no sabe 
ver en los males más que un castigo de Dios, y a Dios mismo no puede 
imaginarlo si no es como un gendarme vigilante que descarga el 
castigo tras la primera falta. Es una opinión que puede ser común, 
pero es un común error. Las calamidades y sufrimientos humanos son 
consecuencia de la limitación del hombre. Puede haber casos 
concretos históricos que admitan una interpretación de castigo, pero la 
correspondencia automática entre desgracia y castigo de Dios es, 
simplemente, falsa. Quizá pueda interpretarlo cada uno para sí 
globalmente y con humildad confiada; para los demás no.

LUIS ALONSO SCHÖKEL
MENSAJES DE LOS PROFETAS
MEDITACIONES BÍBLICAS
SAL-TERRAE. SANTANDER-1991. Págs. 155-171