CULTO Y JUSTICIA
Nuestro proyecto consiste en hacer un corte transversal y oblicuo
en la obra de diversos profetas para tener una idea concreta sobre
algunos aspectos de la predicación profética. Quiere servir de
introducción en el sentido etimológico de «meterse dentro». Queremos
introducirnos, meternos dentro, tirarnos al agua para aprender a nadar
en ese mar inagotable, casi sin orillas, de la literatura profética.
Seguiremos el texto de nuestra traducción de la Nueva Biblia
Española en su adaptación para Latinoamérica -vocablos y
expresiones no comunes en nuestro idioma-, sin que pueda
garantizarles un chileno puro. Acepten mi castellano paladino: « ...
román paladino en que suele home fablar a su vecino», como escribía
Gonzalo de Berceo.
Empezamos, no por el orden cronológico, sino por el orden en que
aparecen en la Biblia. El primer profeta es Isaías. El libro de Isaías,
como bloque y en conjunto, es probablemente el libro más importante
de todo el AT. Insisto en subrayar «como bloque»; y, dentro de este
bloque, en la riqueza y variedad enorme de contenidos, y su
diferenciación del mensaje profético. Puede haber otros momentos
más asequibles e impresionantes en otros profetas; pero, considerado
en bloque o como grupo, el libro de Isaías no tiene parangón.
Comenzamos por la primera parte, atribuida a Isaías Primero, el jefe
y el que da el nombre al resto de la dinastía, porque en ese libro hay
material de diversos autores. Lo más importante pertenece a Isaías
Primero, y luego viene el gran bloque de Isaías Segundo, que
trataremos aparte. Les recomiendo tener siempre a mano una Biblia,
aunque no todas coincidan por razones estilísticas o exegéticas. Yo
seguiré la nuestra, la Nueva Biblia Española, que ofrece una
traducción muy elaborada en los aspectos exegético y literario.
Comenzamos por el segundo oráculo del capítulo primero. Todo el
capítulo es como un frontispicio o pórtico. Porque el libro de Isaías no
lo publicó él. Isaías, como los antiguos profetas, era un predicador
ambulante, un pregonero oral que proclamaba y repetía sus oráculos
desde las esquinas de las calles, en las plazas o a las puertas de la
ciudad. Luego se fijó por escrito ese mensaje. Si el mensaje tiene que
tener valor jurídico o ser fehaciente para el futuro, lo hace el mismo
profeta. En otros casos son los discípulos quienes lo recogen y
escriben, porque saben el texto de memoria, y probablemente han
proclamado y repetido ellos mismos las palabras del profeta. Esos
textos escritos pasan a la posteridad adaptados con retoques y
adiciones hasta formar grupos, libros pequeños, y finalmente el libro
grande de Isaías como ensamblaje de piezas menores y heterogéneas.
Esto significa que el llamado libro de Isaías no es obra suya. Isaías es
el autor de una serie de oráculos y poemas en la primera parte, desde
el capítulo primero hasta el 39: una serie. El material del profeta no
llega probablemente a la mitad de su totalidad. El preparador del libro
de Isaías colocó al principio un par de oráculos entre los más
significativos de la predicación del profeta o de sus discípulos. De esta
manera, entrando por el primer capítulo de Isaías se tiene ya una
visión de conjunto, como cuando una puerta o balcón se abre sobre un
patio de columnas con galerías de habitaciones en la parte inferior y
superior de la balaustrada.
/Is/01/10-20: En este intento hacemos una selección. Comenzamos
por el capítulo primero, vv.10-20. Importa mucho leerlo como una
unidad. Lo digo, porque hay traducciones que lo presentan dividido,
rompiendo y deformando así su sentido. Tampoco la liturgia nos ha
dado el texto unitario completo, sino que lo ha cortado de una manera
inesperada y para mí inexplicable.
Escuchamos el texto entero:
«Oíd la palabra del Señor, príncipes de Sodoma;
escucha la enseñanza de nuestro Dios,
pueblo de Gomorra.
¿Qué importa el número de vuestros sacrificios?, dice el Señor.
Estoy harto de holocaustos de cameros,
de grasa de cebones;
la sangre de novillos, corderos
y machos cabríos no me agrada.
¿Por qué entráis a visitarme?
¿Quién pide algo de vuestras manos
cuando pisáis mis atrios?
No me traigáis más dones vacíos, más incienso execrable.
Novilunios, sábados, asambleas... no los aguanto.
Vuestras solemnidades y fiestas las detesto;
se me han vuelto una carga que no soporto más.
cuando extendéis las manos, cierro los ojos;
aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé:
vuestras manos están llenas de sangre.
Lavaos, purificaos,
apartad de mi vista vuestras malas acciones.
cesad de obrar mal,
aprended a obrar bien;
buscad el derecho,
enderezad al oprimido,
defended al huérfano,
proteged a la viuda.
Entonces, venid, y litigaremos, dice el Señor.
Aunque vuestros pecados sean como púrpura,
blanquearán como la nieve;
aunque sean rojos como escarlata,
quedarán como lana.
Si sabéis obedecer,
lo sabroso de la tierra comeréis;
si rehusáis y os rebeláis,
la espada os comerá.
Lo ha dicho el Señor».
Éste es el oráculo, una unidad con el tema central de la tensión y
resolución del enfrentamiento entre culto y justicia social. Es falso decir
simplemente que el tema es el culto. Es falso y deformante afirmar que
los profetas van contra el culto. El profeta no habla aquí del culto en
solitario, sino en su relación con la justicia social, cosa muy distinta. Un
corte arbitrario del texto, con separación de la segunda parte, haría
aparecer al profeta hablando del culto y contra el culto. Pero eso es
destrozar la criatura y analizar sus piezas separadas destruyendo la
unidad literaria en cuanto organismo poético.
Este tema de la relación y tensión entre culto y justicia social está
tratado en un lenguaje retórico, apasionadamente intenso. Se recoge
primero el tema del culto por enumeración, se va pasando revista a las
diversas expresiones litúrgicas del culto del pueblo en Israel -en esta
época los judíos del reino meridional- y se va dando a cada una su
calificación correspondiente en un crescendo de violencia con palabra
apasionada. Y cuando el profeta llega al clímax de la inutilidad de ese
culto, apoyado en el soporte de una grave injusticia social,
desencadena una catarata de imperativos que reivindican las
exigencias de Dios: lo que Dios quiere es la práctica del bien. Practicar
el bien y evitar el mal consiste, concretamente, en la práctica de la
justicia social. Y más que un desarrollo enumerativo, el profeta lo
concentra en dos momentos representativos de la totalidad. Tras una
invitación urgente, expresada en el apremio de los imperativos, viene la
peroración: Dios invita al pueblo a un pleito bilateral y contradictorio
entre ambos. Van a ponerse a discutir para ver quién tiene y quién no
tiene razón. Dios ofrece al pueblo el perdón s¡ se convierte y
enmienda, pero le amenaza si rechaza este oráculo. La peroración y el
exordio forman el marco de un contenido. Ya en el exordio dirige el
predicador su violencia contra la comunidad entera, pero separando a
jefes y pueblo. Importa mucho oir el título que da Dios a los jefes de
Judá y al pueblo de Israel. Dice así:
«Oíd la palabra del Señor, príncipes de Sodoma;
escucha la enseñanza de nuestro Dios, pueblo de Gomorra».
Esto es brutal. Porque Sodoma y Gomorra representan, para un
oído israelita, el pecado y la rebeldía contra Dios, el delito contra la
hospitalidad, delito especialmente grave de injusticia en aquellos
tiempos. Son las ciudades malditas de la Pentápolis, destruidas por un
incendio divino que no dejó ni rastro de dichas ciudades. Mencionar
Sodoma y Gomorra a los israelitas es recordarles su delito de
injusticia y su definitivo castigo por el fuego. Es lo que hace el profeta
con audacia. Se dirige a los jefes de Judá llamándoles «príncipes de
Sodoma», como si fueran apóstatas, como si fueran los cabecillas de
esa población maldita, puesto que están haciendo lo mismo que
hicieron ellos, con el agravante de enmascarar sus maldades con una
capa de religiosidad. ¿Y el pueblo? ¿Es el pueblo mejor que los jefes?
¡No! El pueblo es pueblo de Gomorra. Sodoma y Gomorra van unidas,
porque el pueblo sigue la línea de sus jefes, dócil y obediente a las
directrices oficiales.
Este es el exordio, duro y agresivo, como para cerrar las puertas de
un portazo y marcharse dejando al predicador con la palabra en la
boca: ¡A palabras necias, oídos sordos! ¡Nos veremos en otra
ocasión!
Pero el pueblo no puede marcharse. Tiene que esperar, quedarse y
escuchar la palabra de Dios, que se le dirige en un cuerpo unitario de
discurso articulado en dos secciones. ¿Qué sucede en las prácticas
del culto? En lo referente al culto, este pueblo es más que ejemplar.
Hacen exhibiciones de piedad y parecen estar en permanente
concurso compitiendo en devoción. El pueblo cumple con espíritu de
devoción maravillosa todas las festividades señaladas en el calendario:
las fiestas anuales o las de principio de mes, las del fin de semana, las
de la mañana o la tarde, los sacrificios de toda clase de animales...
Todo lo cumple con fidelidad y exactitud. Atendiendo a esas prácticas,
parecen merecer los honores de un altar. Pero sucede que todo eso ni
basta ni vale. No vale nada, porque está viciado en su raíz hasta el
punto de convertirse en lo contrario: el culto se convierte en anticulto.
Los sacrificios carecen de valor. «Sacrificios» significa aquí toda clase
de sacrificios en su sentido genérico. «¿Qué me importa el número de
sus sacrificios?» Y enumera a continuación: «Estoy harto de
holocaustos de carneros, de grasa de cebones, la sangre de novillos,
corderos y machos cabríos no me agrada». Habla, en primer lugar, de
los holocaustos. Recordamos que los holocaustos eran sacrificios
totales -holo-causto- en los que la víctima se quemaba toda entera en
honor de la divinidad. Había, en cambio, otros sacrificios de comunión
en los que participaba el pueblo, de cuyas víctimas se apartaba la
sangre y la grasa para el Señor. La sangre se consideraba como
portadora y sede de la vida, por eso se derramaba junto al altar:
ofrecer la sangre es ofrecer la vida. La grasa es parte escogida que se
quemaba en honor del Señor. La carne asada se repartía entre los
comensales del festín sagrado. Por eso dice: estoy harto de
holocaustos y de otro tipo de sacrificios... Un sacrificio tiene que
cumplir una serie de normas, pero lo que le hace realmente válido es la
aceptación por parte del Señor. Si a Dios le agrada, será válido; si a
Dios no le agrada, será inválido. En la primera frase se afirma: No me
agrada ni la sangre ni el holocausto entero. Por lo tanto, son sacrificios
inválidos, no cuentan para nada. «Cuando entran a visitarme y pisan
mis atrios ¿quién exige algo de sus manos?»
Había otro tipo de ofrendas que no eran sacrificios en el sentido
técnico de la palabra: eran las ofrendas sagradas. El pueblo iba al
templo en determinadas ocasiones, y no lo hacía con las manos
vacías. Llevaban harina, aceite, diversos dones. También era
costumbre en Oriente llevar dones cuando se iba a visitar a un
soberano. Es natural. Los pobres llevaban regalos humildes, pero
nadie iba con las manos vacías. El pueblo que desde diversas
poblaciones viene al templo a visitar al Señor trae una ofrenda. Pero
Dios protesta como soberano: ¿Y quién se lo ha pedido? No hace falta
que vengan con tributos para verme a mí. «No me traigan más dones
vacíos, más incienso execrable». La fuerza retórica, poética, está en
los adjetivos. Es como quien presenta un regalo en una caja bien
envuelta en papel dorado con lazo y rizos. Se corta el lazo, se rompe el
papel, se abre la caja y... ¡está vacía! ¿Es esto un regalo o una
grosera burla? Lo que presenta el pueblo al Señor, ¿es un regalo o
una burla?
¿Y el incienso? No se puede idealizar la forma de los sacrificios. La
sangre y los excrementos, unido a los mugidos de los animales, en una
especie de matadero público, tenía que ser un espectáculo poco
atractivo y poético. Para matar otros olores se quemaba incienso, que
tenía una función sagrada. En las mismas ofrendas se ponían unos
granos que se quemaban, ascendiendo el humo hacia Dios como
aroma de aplacamiento. Pero también a ese incienso sagrado lo
declara execrable Dios. Porque todo eso no sólo no vale nada, sino
que se convierte en lo contrario de lo que pretende ser: el culto se
convierte en anticulto. Presentar un don vacío es un insulto; quemar un
incienso execrable es una profanación. Estos actos de devoción y culto
del pueblo son anticulto y farsa, son una profanación que Dios no
puede aceptar. Ni novilunios -fiesta de la luna nueva- ni sábados
-fiesta del fin de semana- ni asambleas -nombre genérico-. Van unidas
las reuniones, las fiestas litúrgicas y los crímenes. Dios no puede
aguantar eso, porque, si lo aguantara, sería como echar su bendición
sobre los crímenes. Nadie puede engañarse pensando que está
cometiendo delitos, injuriando, ofendiendo y perjudicando, pero que
basta con ir al templo y solicitar la bendición de Dios. ¡Demasiado fácil!
El Dios de Israel no acepta esa actitud, no puede aceptarla. Lo único
que puede hacer es denunciar, desenmascarar: «Sus solemnidades y
fiestas las detesto, se me han vuelto una carga que no soporto más».
Viene luego una parte más personal en la liturgia, en cuanto que el
hombre participa más directamente en ella. No es un animal vicario que
se sacrifica y se quema, cuya vida y sangre se ofrece al Señor por
medio de otro; tampoco es un don del que uno se desprende y lo
entrega; es algo más íntimo y directamente personal: es la palabra y el
gesto, las plegarias y salmos recitados en el templo; las plegarias que
acompañan a los sacrificios, o el gesto corporal que acompaña al don,
como el levantar las manos hacia el santuario desde el atrio del templo.
El templo era un edificio cerrado con una tapia, separada de él por un
atrio intermedio. En el atrio había un altar al aire libre, luego un edificio
a la parte oriental. En el edificio había un nártex, luego una nave, y al
fondo el camarín o Sancta Sanctorum, donde no entraban más que los
levitas y, el último, el Sumo Sacerdote. El pueblo participaba en las
plegarias desde el atrio mirando hacia el templo y de rodillas o en
gesto de postración, con la frente en el suelo, en señal de vasallaje y
adoración, o de pie levantando las manos hacia el santuario.
HOMICIDIO/SENTIDO-AT: Dios, que penetra hasta el corazón, ve
esas manos ensangrentadas, no con sangre de sacrificios ofrecidos al
Señor, sino con sangre humana del prójimo estrujado y explotado.
¿Podrá aceptar ese culto? ¿Podrá callar y dar su bendición sobre esas
manos ensangrentadas con sangre humana e inocente? No se trata de
sangre de un homicidio estrictamente dicho. Pero en Israel el término
«homicidio» se extiende a cualquier explotación del prójimo o atentado
a la plenitud de su vida. No es solamente homicidio destruir totalmente
la vida, sino disminuir su calidad haciendo que sea una vida
arrastrada, dura, áspera e inhumana. Un atentado contra la calidad de
la vida es un atentado sangriento. Y ese pueblo devoto va con sus
jefes al templo y levanta sus manos en oración a Dios. Y Dios ve ese
bosque de manos ensangrentadas que más parecen lanzas; ese
pueblo se parece a Sodoma y Gomorra. El texto se corta violentamente
y se produce una cascada de imperativos:
«Lávense, purifíquense, aparten de mi vista sus malas acciones,
cesen de obrar el mal, aprendan a obrar bien, busquen el derecho,
enderecen al oprimido, defiendan al huérfano, protejan a la viuda».
Parece como si Dios tuviera prisa y urgencia y no pudiera contenerse.
A la serie de sacrificios inútiles se opone la serie de las cosas que Dios
quiere. Hay que explicar de qué se trata.
Naturalmente, lo primero que se hace necesario es una purificación.
No se trata de abluciones rituales en los barreños denominados lamar.
Lo que primeramente urge es lavar las manos de la sangre de la
injusticia social que llevan pegada. «¡Lávense, purifíquense, aparten
de mi vista sus malas acciones, cesen de obrar el mal, aprendan a
obrar el bien!» ¿Y en qué consiste obrar el bien? Lo resume en pocas
palabras: obrar el bien consiste en buscar y respetar el derecho de
todos y de cada uno. En Israel significa, especialmente, el derecho de
los débiles y pobres, de los humildes que tienen derechos pero
carecen de medios para hacerlos valer. Por eso son los «desvalidos».
Los poderosos tiene medios para defender sus derechos; los pobres
no. Hacer el bien consiste en defender los derechos del desvalido, del
oprimido, para que se enderece y pueda caminar con la frente alta de
la dignidad humana.
VIUDA-HUERFANO HUERFANO-VIUDA: En Israel hay dos
categorías sociales que encarnan al desvalido: las viudas y los
huérfanos. Como categoría sociológica, viuda es la que no tiene ni
marido ni hijos que la sustenten y apoyen. Son desvalidas, indigentes.
Y en la categoría sociológica de los huérfanos no se entra por el mero
hecho de haber perdido al padre, porque pueden haberse heredado
los bienes y el apellido. Huérfano es el que no tiene ni padre ni nadie
que se cuide de él. Es un indigente y desvalido.
A veces se añade una tercera categoría, formada por los
inmigrantes, los que vienen al país para poder trabajar, porque en el
suyo no hay trabajo. Son ciudadanos de segunda categoría, sin
igualdad de derechos legales, expuestos siempre a la explotación y al
abuso. Y todavía se habla a veces en la Biblia de una cuarta categoría
de desvalidos: los levitas, que, por no poseer tierras, no tienen
independencia económica. Por tanto, si se habla de cuatro categorías,
hay que entender a las viudas, huérfanos, emigrantes y levitas. Más
frecuente es que se hable de dos: los huérfanos y las viudas. San
Pablo y Santiago siguen empleando en sus cartas el lenguaje del AT.
Es fundamental entenderlo en el sentido sociológico de Israel, porque
puede haber un huérfano ricachón y una viuda que es un gran partido.
En Israel no se entiende así.
El cambio que Dios quiere es un cambio de conducta en la práctica
de la justicia social, del respeto al derecho de los que no pueden
hacerlo valer. Sin ese cambio radical, el culto tributado a Dios se
convierte en insulto. Tanto en la teología del Antiguo como en la del
Nuevo Testamento, la explotación del prójimo y el culto verdadero son
inconciliables.
Después de la exposición de este tema llega la peroración. Si el
pueblo cumple estas exigencias de Dios -anuncia el profeta-, podrá
presentarse libremente a dialogar con él y exponer su causa, porque
Dios se hará accesible para una discusión personal o juicio bilateral.
Es lo que desarrollaremos más ampliamente tomando como base dos
salmos de la liturgia penitencial. El diálogo con Dios debe establecerse
sobre una actitud nueva. No puede ser nunca admisible explotar al
prójimo y ofrecer a Dios un diezmo de lo explotado . Si Dios lo
aceptara, se haría cómplice de la injusticia. Pero, si el pueblo lava sus
manchas de injusticia, si se arrepiente y entra por el camino del bien...
Dios perdonará todo. «Aunque sus pecados sean como púrpura,
blanquearán como la nieve».
Luego se hace una oferta y una amenaza: si sabéis obedecer, lo
sabroso de la tierra comeréis (En el original hay un juego de palabras
entre el to'bu y el tub que hemos procurado reproducir en ese
saber-sabroso). Yo os daré las bendiciones clásicas de la alianza: es la
abundancia, lo pingüe de la tierra, la flor de trigo, de miel, frutos... El
pueblo tendrá abundancia para vivir. Yo refrendo mis bendiciones si
me obedecéis. Pero, si no queréis obedecer, la espada os comerá
(También hay aquí un juego entre el comeréis y el seréis comidos).
Según la fórmula de Israel, la espada es devoradora. En vez de
prosperidad agrícola, tendréis la maldición de la guerra. La guerra
arrasa los campos y siega las vidas humanas. Si el pueblo persiste en
la práctica de la injusticia y en el derramamiento de sangre, a sangre
morirá.
Así concluye el oráculo. El mensaje está expuesto con vigor y
claridad. Es un mensaje denso. Parece imposible decir más en menos
palabras. El profeta es un escritor con garra estilística y maestría
literaria. Tiene intuición de dónde debe colocar el adjetivo, la
enumeración in crescendo... un arte literario al servicio del mensaje de
Dios.
Hacemos ahora una breve digresión, a manera de apartado, para
recoger el eco del texto de Isaías en la carta de Santiago. Hay que
traducir e interpretar bien el verso 26 del capítulo primero.
/St/01/26: «Quien se tenga por religioso porque no escatima
palabras, pero engañándose él mismo, la religión de éste está vacía.
Religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre es ésta: mirar por los
huérfanos y las viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el
mundo».
Hay aquí dos juicios. Hay un señor que se tiene por religioso y
bueno y fundamenta esa creencia en una serie de prácticas y
practiquillas: no escatima palabras, es un gran rezador, practica todas
las devociones y cree dar con esas prácticas pleno sentido a su vida
religiosa. Pero Dios no piensa así. No consiste en eso la religión
verdadera, asegura Santiago. Puede compararse su texto con el de
Isaías anteriormente comentado: aunque multipliquen las plegarias no
escucharé. No consiste en movimiento de labios la religión auténtica.
Los antiguos hablaban de polilogía, y el evangelio alude a los que
piensan que creen que van a ser escuchados por Dios a fuerza de
repetir oraciones infladas de palabras. La oración enseñada por Jesús
en el Pater es breve y completa, completamente opuesta a la polilogía
o charlatanería devota. Santiago habla de Dios-padre, preocupado de
sus hijos huérfanos y desvalidos. La verdadera religión consiste en
imitar la paternidad de Dios. «La verdadera religión, pura y sin mancha
a los ojos de Dios-padre -lávense, purifíquense, etc.- es ésta: mirar por
los huérfanos y las viudas en sus apuros, es decir, defender los
derechos de los que no pueden defenderlos y no contaminarse con el
mundo». Más tarde, en el capítulo cuarto, explicará que el mundo es el
principio del egoísmo. En esto consiste la religión verdadera, afirma
Santiago haciendo eco al mensaje profético de Isaías.
* * * * *
* * *
*
Hay todavía un segundo texto en el capítulo primero de Isaías, en
los vv. 21-26.
«¡Cómo se ha vuelto una ramera la Villa Fiel,
antes llena de derecho, morada de justicia!
Tu plata se ha vuelto escoria,
tu vino está aguado,
tus jefes son bandidos, socios de ladrones:
todos amigos de sobornos, en busca de regalos;
no defienden al huérfano,
no se encargan de la causa de la viuda.
Oráculo del Señor de los ejércitos, el héroe de Israel:
tomaré satisfacción de mis adversarios,
venganza de mis enemigos.
Volveré mi mano contra ti:
te limpiaré de escoria en el crisol,
separaré de ti la ganga;
te daré jueces como los antiguos,
consejeros como los de antaño:
entonces te llamarás Ciudad Justa, Villa Fiel».
/Is/01/21-26
El poema es muy denso también. Como el anterior, tiene por tema la
justicia; pero esta justicia sociopolítica no se refiere a todo el pueblo
indiscriminadamente, sino solamente a los líderes, a Jerusalén en
cuanto capital y sede del gobierno de la nación. Los límites del poema
están perfectamente definidos por la repetición del elemento
«Villa-Fiel», y esto define a su vez los límites y el sentido del poema.
Nos encontramos con una concepción clásica en la literatura de Israel
que consiste en la concepción de la capital como metrópoli o
ciudad-madre, como matrona, femenino en sus dos formas de cîr y
qiria. Los antiguos conciben la capital del país como una concentración
o representación del país entero. Roma, por ejemplo, representa toda
Italia. La femineidad se describe a veces en términos de belleza
atractiva utilizando el término de «doncella» (algunos traductores han
traducido inexactamente por «hija de Sión». Bat significa doncella,
muchacha no casada). Otras veces aparece como matrona fecunda
que engendra y da a luz al pueblo, al que luego recibe en sus brazos y
en su casa. Es sentido muy frecuente en Israel y tiene una especial
proyección en la futura concepción eclesio-cristológica donde Cristo es
el esposo y la Iglesia la esposa. La tradición bíblica de esta concepción
es muy amplia. El tema se encuentra ya aquí. El pueblo está
representado por Jerusalén, matrona fecunda; el esposo es el Señor.
Existe un vínculo de amor y fecundidad entre el Señor esposo y
Jerusalén esposa. Hubo un tiempo en que la esposa fue fiel, la villa era
fiel con fidelidad matrimonial. Pero después se ha prostituido. Por eso
empieza el poema con un grito, a manera de lamentación elegíaca. En
el original hebreo tiene el primer verso un ritmo característico, apoyado
en la vocal a al final de cada una de las cinco palabras: 'eka hayeta
lezona qiria ne'mana (¡Cómo se ha vuelto ramera -o adúltera- la villa
fiel!) Es un delito grave contra la sacralidad del amor conyugal y contra
la fidelidad en justicia. La infidelidad o adulterio no consiste en que la
ciudad ya no ame a Dios o se niegue a darle culto, sino en que la
ciudad que fue un día sede de la justicia y el derecho se ha convertido
ahora en morada de criminales. La fidelidad a Dios consiste en la
práctica y defensa de la justicia y el derecho. Y, si Jerusalén ya no es
su guardiána y administradora para la ciudad y para todo el reino, está
ofendiendo al pueblo y a Dios, su marido.
Lo que sucede en la capital y sede del gobierno reviste una especial
gravedad, por ser la representación del pueblo. Este aspecto se va a
desarrollar con una profunda intuición teológico, siempre actual. «Tu
plata se ha vuelto escoria, tu vino está aguado».
La plata es preciosa en sí misma, y es al mismo tiempo medida de
precio, unidad de medida para cambios comerciales. Pues bien, esa
plata se ha convertido en escoria, lo precioso se ha vuelto
despreciable y la norma del precio ha sido destruida. ¿Para qué vale?
El vino desempeña una función humana en la alegría y la amistad,
pero ha perdido su fuerza; está relacionado también con el amor, pero
está aguado. ¿Qué ha sucedido? «Tus jefes son unos bandidos
-saraik sorerim, con juego de palabras-, son socios de ladrones
llevando a medias su negocio. Es la técnica del sobrecito, el regalo de
por medio, el reparto de beneficios injustos... ¡y aquí no ha pasado
nada! Como están corrompidos y se dejan sobornar, no les importa
nada sistemáticamente ni el huérfano ni la causa de la viuda, porque
éstos no tienen nada que ofrecer. Es la administración de la injusticia
por parte de los representantes de la justicia. Ellos son los pilares del
reino que deberían estar firmes y rectos, pero se doblan y se dejan
inclinar ante el dinero y el soborno. Jerusalén, esposa fiel del Señor, se
ha convertido en la garantía de la injusticia. ¿Se cruzará Dios de
brazos? ¿La abandonará? Va a llamar a la ciudad haciendo intervenir
todos sus títulos de Señor de los ejércitos, paladín de Israel, que va a
tomar venganza de sus adversarios. Pero los enemigos de Dios no son
los poderes militares que amenazan las fronteras de Israel. Los
enemigos de Dios son los ministros por la gracia de Dios, nombrados
por el rey, con la aureola de ser los representantes de Judá en
Jerusalén. Ésos son los que han enemistado con Dios a la ciudad, a la
que Dios quiere ganar de nuevo. Son hombres corrompidos, sin
posibilidad ni tiempo ya de conversión. Dios va a actuar extirpando
toda podredumbre y eliminando de raíz ese cáncer social. «Volveré mi
mano contra ti para limpiarte de escoria en el crisol y apartar de ti la
ganga». La plata preciosa se ha vuelto escoria inútil. ¡Hay que
limpiarla! Y cuando haya eliminado a ese régimen corrompido que está
sentado en los ministerios y magistraturas de Jerusalén, te daré
nuevamente jueces como los antiguos, que eran honestos y fieles al
Señor, consejeros como los de antaño. Entonces Jerusalén volverá a
ser otra cosa distinta. Tendrá un nombre nuevo y se llamará Ciudad
Justa, Villafiel. La que era villa fiel se va a llamar Villafiel, porque en
adelante va a ser fiel al Señor, como administradora y garante de la
justicia.
Subamos al monte del Señor
Pasemos ahora al capítulo 20 de Isaías, donde encontramos un
poema muy conocido, uno de los clásicos poemas de Adviento:
«Al final de los tiempos estará firme
el monte de la casa del Señor,
en la cima de los montes,
encumbrado sobre las montañas.
Hacia él confluirán las naciones,
caminarán pueblos numerosos.
Dirán: venid, subamos al monte del Señor,
la casa del Dios de Jacob:
él nos instruirá en sus caminos
y marcharemos por sus sendas,
porque de Sión saldrá la ley;
de Jerusalén, la palabra del Señor.
Él será el árbitro de las naciones,
el juez de pueblos numerosos.
De las espadas forjarán arados;
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
no se adiestrarán para la guerra.
Ven, casa de Jacob,
caminemos a la luz del Señor»
(/Is/20/02-05).
Es, sin duda, uno de los grandes poemas del libro de Isaías. No
sabemos con exactitud si es obra suya o de algún discípulo de tiempos
posteriores. Canta la esperanza de un tiempo futuro, centrada en el
monte del templo. Tampoco sabemos cómo se compuso el poema.
Pero podemos imaginarnos una génesis poética plausible; y, con
finalidad didáctica, nos es permitido interpretar el poema sobre un
trascurso costumbrista del Israel antiguo. Lo utilizamos, pues, como
recurso didáctico: «suponiendo que. imaginando que ... »; y con ese
fondo de suposiciones llegamos al final, donde el poema se ilumina en
toda la expresividad de su enorme riqueza.
Imaginamos que el profeta Isaías es un hombre de corte, de origen
noble y con residencia en la capital. Y suponemos que un día asiste,
en condición de espectador, a la confluencia de los peregrinos o
romeros que vienen en masa a celebrar una de las fiestas del
calendario. El calendario hebreo, ya desarrollado, incluía anualmente
tres grandes fiestas de romería en las que el pueblo peregrinaba
masivamente a la capital. La primera era la Pascua, la segunda las
Semanas -pentecostés: siete semanas-, y la tercera era la fiesta de las
Chozas, al terminar los trabajos de la cosecha. A más alto nivel, la
principal era la Pascua, pero la más bullanguera y popular era la de las
Chozas. Concluidas las faenas del campo, con tiempo bueno sin
excesivo calor, la gente se divertía al aire libre durante varios días con
danzas y cánticos, buscando cobijo a la sombra de unos ramos
entrelazados a manera de chozas. Se conoce más como fiesta de los
Tabernáculos, pero en realidad era la fiesta de las chozas, la más
alegre y popular. Desde la terraza de su casa en Jerusalén, o desde el
templo, contempla el profeta cómo confluyen esos ríos humanos en un
punto: el templo. Se van acercando las caravanas, los más pobres con
asnos, los más ricos con mulos, quizá algunos carros; de cerca y de
lejos: algunos vienen de oriente y han cruzado el Jordán... Luego se
acercan, se oye rumor de algazara, con voces dialécticas, trajes
regionales. El profeta contempla el espectáculo variopinto de lenguas y
colores, saludos y reencuentros. Es un momento feliz. Luego se
organiza la marcha hacia la montaña del templo, Sión. Y, de repente,
todo se transfigura en la fantasía poética del profeta. Todo se
transforma para dar origen a una visión nueva. En vez de los
personajes de las doce tribus, son ahora pueblos nuevos del Sudán,
de Nubia y Egipto, Asiria, Babilonia, Fenicia... Hablan lenguas distintas,
se acercan en caravanas cada vez más cercanas y convergentes. Se
reúnen y empiezan a subir. Y el templo se transforma. Ya no es el
templo a ochocientos metros de altura al que están acostumbrados. El
templo ahora comienza a elevarse hasta convertirse en la cima más
alta, desde donde se dominan los horizontes del mundo. Esos ríos
humanos se ponen a trepar, contra la ley de la gravedad, montaña
arriba. Cuanto más suben, más y más convergen. Y comienzan a
cantar. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué vienen de los pueblos remotos a
este monte? El monte se ha convertido en una cima más alta que las
montañas del Líbano y el Hermón, más que todas las montañas
imaginables. El profeta lo ve en lontananza de paisaje, que es también
lontananza de tiempo. Y oye que dicen: ¡vamos a seguir los caminos
del Señor! ¿Qué ha sucedido?
Todo ese movimiento centrípeto ha sido provocado por ese mismo
centro. Desde ese centro ha salido una nueva fuerza de atracción, una
nueva ley de gravedad humana que, salvando las distancias, ha
incidido en el centro de gravedad de los hombres. Esos hombres han
sentido la fuerza de atracción que tira de ellos y sienten la necesidad
de seguirla. Empiezan a caminar. Esa fuerza los lleva hacia el centro
del mundo futuro, y su caminar es una marcha hacia la historia. Antes
luchaban atacándose unos a otros; ahora olvidan sus rencillas y
dedican las armas a usos pacíficos, formando un cinturón en torno a la
montaña de Sión transfigurada. Es el momento en que el pueblo de
Jacob inicia su procesión ascensional.
Es lo que ha visto el profeta. ¿Sueño? ¿Oráculo de Dios? Es una
peregrinación nueva, no en el espacio, sino en el tiempo. Ya no son
sólo las doce tribus, ahora es toda la gran familia humana de los
pueblos dispersos. Es peregrinación nueva, porque es libre, no
impuesta por la violencia. Es el atractivo de la ley y la palabra del
Señor.
La ley y la palabra, en que Dios se manifiesta, han brotado de
Jerusalén y han llegado hasta el extremo del mundo. Los hombres han
sentido su fuerza de atracción y se han puesto en camino por las
sendas de la historia, que ahora son las sendas del Señor. Porque a
una senda la define su término. Hablar de la carretera de Palencia o de
Sevilla, de Arica o de Punta Arenas... es definir una dirección, un
término al que esas carreteras conducen. Las sendas de la ley y la
palabra de Dios conducen a él, son portadores de un mensaje al que
responden los hombres de corazón, siguiendo el atractivo del nuevo
centro de gravedad. Otras fuerzas tiran del hombre, pero ésta es
superior a todas, porque nace de dentro, del centro de gravedad
humana. Trahit sua quemque voluntas et voluptas: a cada uno le atrae
su deseo y su deleite, comenta S. Agustín.
La ley y la palabra del Señor traen un mensaje de vida humana, civil
y en paz. A pesar de todos sus egoísmos y mezquindades, hay en el
fondo del corazón del hombre un deseo de paz y fraternidad. Tras
unas horas de fiebre de guerra, puede el hombre reflexionar y
reconocer que su vocación es la paz. El mensaje de Dios es mensaje
de paz. Los que no están encadenados sienten su atractivo y se dejan
arrastrar por él. Siguiendo ese atractivo, los caminos del hombre se
convierten en caminos de Dios, porque Dios está en el punto de
destino marcando su dirección. Son los caminos de la historia.
Pero sólo puede haber ascenso si hay convergencia, y sólo es
posible la convergencia cuando hay ascenso. Primero convergen y
suben a la montaña, formando una unidad. El pueblo de Jacob podrá
ser el anillo que conduce ahora la procesión hacia el templo; pero para
ascender hay que converger, para converger hay que ascender.
Este es el destino de la humanidad. El progreso no se llama
violencia, fuerza destructora de las armas; el progreso se llama paz y
fraternidad, que es convergencia. Transformar las armas y la energía
atómica para usos pacíficos es progreso; lo contrario es destrucción.
Todo el que responde a la llamada de Dios converge, porque siente la
fraternidad en la unidad de fines pacíficos en que la humanidad
progresa: la técnica avanza, la medicina descubre, el corazón del
hombre se hace sensible a lo que está sucediendo a los otros, aunque
vivan distantes... Esto es progreso; lo contrario es vuelta a las
cavernas.
Este mensaje viene de Jerusalén, ciudad de paz. Los pueblos lo han
entendido y aceptado. ¿Cuándo será realidad? El profeta no lo sabe.
Pero esta peregrinación auténtica de la humanidad se confunde con la
auténtica historia del hombre en cuanto hombre, no como animal.
«Estará firme el monte de la casa del Señor,
en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas».
¿Por su altura prócer? No por méritos orográficos de altura -750-
800 m.-, sino porque en ese monte está plantado el templo en el que
está Dios presente, con presencia ascensional que hace subir, crecer
a la humanidad.
Isaías ve cómo confluyen las naciones, -naharú-nahar significa el
movimiento de un líquido, confluir: («flumen» es río). Por eso hemos
hablado de esos ríos que, contra la ley de la gravedad, suben en vez
de bajar, obedientes a una ley superior a la ley de la naturaleza.
Confluyen pueblos numerosos en peregrinación humana. El poeta lo
ve, y oye lo que dicen en la misma lengua: «Subamos al monte del
Señor; él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus
sendas». Es el monte del templo, con su valor simbólico de ascensión
del hombre histórico; y las sendas son indicación de lo que Dios
quiere. «Porque de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del
Señor». La ley es la Torá; la palabra, dabar; Yahvé es ley y profecía.
La ley es la articulación verbal de lo que Dios quiere para el hombre; la
palabra del Señor es su mensaje para cada caso concreto. Ley y
profecía parten de Jerusalén. El pueblo escogido no detenta ya el
monopolio, sino que es cauce por donde esa palabra del Señor llega a
todos. Los pueblos la han oído y se han puesto en camino por las
sendas del Señor, que, por el mismo hecho, es reconocido como
árbitro de las naciones. Y siendo Dios juez, las diferencias y tensiones
se resuelven pacíficamente por el diálogo y el respeto mutuo, nunca
por la ley del más fuerte, que es la ley de la selva.
Por eso ya no hacen falta armas ni son necesarias las maniobras
militares: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas;
no alzará la espada pueblo contra pueblo; ya no se adiestrarán para la
guerra».
Y ahora el poeta pregunta al pueblo escogido: ¿qué vais a hacer
vosotros en esa peregrinación? Os toca, simplemente, encabezar la
peregrinación que sube la montaña. Doce tribus, doce grupos,
encabezando los ríos que ascienden, cada uno por su zona.
El poeta despierta de su sueño y anota. ¿Un puro sueño? ¿Tiene
algo de valor real? ¿Tiene su escrito valor de profecía? ¿Es profeta de
algo que va a suceder o de una utopía que queda como un ideal?
¿Son palabras de un quijote de la historia o hay que entenderlas como
un mensaje de Dios a los hombres para hacerlo realidad?
Pasan los siglos desde la composición de este poema. Y una noche
de paz llega a este mundo, a nuestra historia y geografía, la palabra
del Señor en figura humana. «En otro tiempo habló Dios de muchas
formas a nuestros padres por los profetas; últimamente nos ha hablado
por un Hijo».
NV/PAZ PAZ/NV: La Palabra de Dios en figura humana entra en la
historia en un punto concreto de la geografía y la cronología humana,
trayendo un mensaje del Padre para sus hijos, la humanidad entera. El
mensaje es un canto de paz a los hombres.
El mensaje de Navidad es paz. Ni fuerza ni ostentación de poder,
sino fuerza de convicción por la invalidez y sencillez. El hombre se
amansa frente al indefenso. Frente a un niño necesitado de ayuda se
apaciguan los contrarios. Es la indefensión la que desarma, no la
violencia ni el poder. Esta Palabra de Dios cae en el mundo como un
mensaje, como una divina utopía que es exigencia para los hombres.
Dios quiere poner en marcha los ríos de la historia encauzados por
nuevo cauce, y no de golpe o por milagro, sino poniendo convicción en
ese centro de gravedad por el que el hombre quiere ser hermano de
los hombres y vivir en paz. Quiere desnudar ese centro de gravedad
para poder él mismo tocar ese corazón y poner a los pueblos en
marcha en esa dirección. El mensaje de Navidad, y todo el mensaje de
Dios-padre, es mensaje de paz y fraternidad.
Nosotros, pueblo cristiano, escogido no para el monopolio, sino para
la mediación, ¿qué mensaje traemos o hemos traído? ¿Hemos
exacerbado los nacionalismos que arman o hemos desarmado los
corazones como condición para la paz? Cruzadas, guerras santas,
meros lamentos sobre un pasado doloroso... no son compromiso serio
para la utopía de la paz.
Hay en el NT. una bienaventuranza especial para los pacíficos, que
no se identifican con los sin cuajo ni energía, sino con los que trabajan
por la paz. ¿Creemos que esa bienaventuranza pertenece a la esencia
de la vocación cristiana o preparamos los caminos de la guerra con
nombres estremecedores de nación o patriotismo? ¿Aceptamos y
difundimos el mensaje cristiano de la paz? Mirando a otros pueblos de
tradición no cristiana, quizá nos sorprendemos al encontrar una
historia más pacífica y mejor comprensión de la convivencia.
Este texto es, por una parte, ideal y sueño gozoso, porque nos
habla de nuestra vocación humana y lo leemos como palabra de Dios.
Por otra parte, es una denuncia constante, porque, si nos apellidamos
cristianos, pueblo mesiánico, tenemos que identificarnos por la fe y la
esperanza con esa divina utopía. Implica lucha para que esa utopía
sea cada vez menos utópica y para que los caminos ásperos de la
humanidad se conviertan en los caminos pacíficos de Dios. La historia
parece empeñada en desmentir periódicamente este sueño maravilloso
del profeta. Hay que agarrarse a él y creer y esperar para poder
luchar, porque la esperanza es colaboración activa. Si no esperamos,
no lucharemos; y si no luchamos, no tenemos derecho a esperar.
Este es el poema, uno de los momentos estelares del AT,
incorporado plenamente en el Nuevo. «Subamos al monte del Señor...
él nos instruirá en sus caminos... caminemos a la luz del Señor». Es
como un faro en lo alto de la montaña, que gira y dispara haces de luz
para orientación de toda la humanidad.
* * * * *
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Cambiamos ahora de estilo y tono para abordar el resto del capítulo
segundo de Isaías. El texto se compone de dos piezas, denuncia
profética de dos delitos emparentados que excluyen igualmente a
Dios.
El primero es el afán de poseer: más cosas, más servicios, más
ídolos y adivinos... Se llama codicia, crece con lo que se posee y se
erige en rival de Dios. El evangelio repetirá que no podemos tener por
divinidades simultáneas a Dios y a Mammón.
El segundo es la arrogancia: figurar y dominar, sobresalir y parecer
más. Lleva al hombre a adorarse a sí mismo prescindiendo de Dios.
Son dos actitudes radicales del hombre en su doble dimensión de
individuo y miembro de la colectividad. Hay hombres desprendidos
como individuos, y codiciosos como miembros del colectivo; o sencillos
como individuos, pero orgullosos como miembros de la colectividad.
Pero posesión y orgullo son, igualmente, dos fuerzas rivales de Dios.
Estas dos partes del poema tienen un desarrollo completamente
distinto del que hemos visto hasta ahora. Existe un mínimo parentesco
en el procedimiento de la enumeración, que aquí es más vital y
vibrante.
La primera parte, vv.6-8, es una breve y sencilla denuncia de la
acumulación de bienes y servicios de un pueblo que ya no confía en
Dios. El v.9 sirve de empalme y preparación de la segunda parte. El
autor opera con dos factores poéticos: la enumeración ordenada y el
uso de series de estribillos como éstos: «Será doblegado el mortal,
será humillado el hombre y no podrá levantarse». O también: «Métete
en las rocas, escóndete en el polvo, meteos en las cuevas de las
rocas, en las grietas de la tierra ... » Y luego: «Ante el Señor terrible,
ante su majestad sublime, cuando se levante el Señor, sólo él será
ensalzado». Su repetición y mezcla va dando sensación de continuidad
y, al mismo tiempo, de progreso.
La parte que llamamos enumerativa es una serie binaria de
realidades con valor simbólico, v.gr., montes y colinas, cedros y
encinas, torres y murallas... siempre realidades altas como símbolo. Es
como un juego con las fichas de dominó. Se las pone en pie por
parejas, luego se da un golpe y se derrumban todas en serie. El poeta
eleva por parejas consecutivas realidades altas frente a Dios; luego
viene el soplo divino y allana todo lo que se yergue altivo. Al final
queda ensalzado sólo Dios; Deus semper maior: él, el único
verdaderamente alto y grande.
Se habla aquí de la arrogancia viciosa; no se habla de la dignidad
humana del hombre vertical ni del sentido del progreso para realización
del hombre. Se habla del afán desmedido de poseer y de la
divinización del poder; no se habla de la adquisición de lo necesario
para el desarrollo de la vida. Y se trata con estilo poético y calidad
simbólica. Cambiando los símbolos, podría quedar intacto el contenido:
la victoria de Dios sobre esos vicios radicales.
Merece una aclaración la referencia a los topos y murciélagos. El
hombre se refugia en las grutas de las rocas, y allí se encuentra con
esos habitantes de la oscuridad, topos y murciélagos, animales
impuros, compañía del hombre fugitivo de Dios. Esas cuevas son lo
hondo de la tierra, expresión poética de todo lo que conduce al reino
de la muerte distanciándose de la altura de Dios.
La lectura del poema puede tener un primer efecto didáctico; pero,
ante todo, debe tener un efecto arrollador: hacer al hombre sentirse
pequeño frente a la grandeza de Dios, tener una experiencia de Dios:
«Has desechado a tu pueblo, a la casa de Jacob,
porque está llena de adivinos de Oriente,
de agoreros filisteos,
y han pactado con extraños.
Su país está lleno de plata y oro,
y sus tesoros no tienen número;
su país está lleno de caballos,
y sus carros no tienen número;
su país está lleno de ídolos,
y se postran ante las obras de sus manos,
que fabricaron sus dedos.
Pues será doblegado el mortal,
será doblegado el hombre
y no podrá levantarse.
Métete en las peñas, escóndete en el polvo,
ante el Señor terrible, ante su majestad sublime.
Los ojos orgullosos serán humillados,
será doblegada la arrogancia humana;
sólo el Señor será ensalzado aquel día,
que es el día del Señor de los ejércitos:
contra todo lo orgulloso y arrogante,
contra todo lo empinado y engreído;
contra todos los cedros del Líbano,
contra todas las encinas de Basán;
contra todos los montes elevados,
contra todas las colinas encumbradas;
contra todas las altas torres,
contra todas las murallas inexpugnables;
contra todas las naves de Tarsis;
contra todos los navíos opulentos:
será doblegado el orgullo del mortal,
será humillada la arrogancia del hombre;
sólo el Señor será ensalzado aquel día,
y los ídolos pasarán sin remedio.
Se meterán en las cuevas de las rocas,
en las grietas de la tierra,
ante el Señor terrible,
ante su majestad sublime,
cuando se levante aterrando la tierra» (vv. 1-19).
Un buen ejemplo de lo que es la palabra poética de Isaías. Más que
de pensar o de discurrir, se trata de exponerse a esa palabra de Dios y
bajar la cabeza ante él. Al reconocer que sólo Dios tiene que ser
ensalzado, recupera el hombre para sí su propia estatura y dignidad.
Oráculo profético.
También enseña cómo se ha de escuchar esa palabra en su calidad
poética, que es parte del mensaje. Porque el mensaje no es sólo una
enseñanza teórica, sino una interpretación, algo que debe conmover.
* * * * *
* * *
*
En el capítulo 11 encontramos un poema mesiánico anunciado por
contraste en dos versos del capítulo 10. Se habla de un bosque talado,
cuyas ramas están desgajadas. Luego, en este panorama de
destrucción vegetal, aparece la imagen de un tocón tronchado del que
brota un pequeño retoño. El poema empieza en el capítulo 11, pero es
útil leer antes los versos que lo preparan al final del capítulo anterior:
«Mirad, el Señor de los ejércitos
desgajará el ramaje con el hacha,
derribará los troncos corpulentos,
abatirá los ramos altos;
cortará con el hierro la espesura del bosque,
y el Líbano caerá con su esplendor» (10,33-34).
«Pero retoñará el tocón de Jesé,
y de su raíz brotará un vástago.
Sobre él se posará el espíritu del Señor,
espíritu de prudencia y sabiduría,
espíritu de consejo y valentía,
espíritu de conocimiento y respeto del Señor.
No juzgará por apariencias
ni sentenciará sólo de oídas;
juzgará a los pobres con justicia,
con rectitud a los desamparados.
Ejecutará al violento con la vara de su boca,
y al malvado con el aliento de sus labios.
La justicia será cinturón de sus lomos;
la lealtad, cinturón de sus caderas.
Habitará el lobo con el cordero,
la pantera se tumbará con el cabrito,
el novillo y el león pacerán juntos:
un muchacho pequeño los pastorea.
La vaca pastará con el oso,
sus crías se tumbarán juntas;
el león comerá paja como el buey.
El niño jugará en la hura del áspid,
la criatura meterá la mano
en el escondrijo de la serpiente.
No harán daño ni estrago
por todo mi Monte Santo,
porque está lleno el país
del conocimiento del Señor,
como las aguas colman el mar» (/Is/11/01-09).
Una composición armónica y serena. El paralelismo procede, con
sorprendente regularidad, por grupos. Lo más bello es la conjunción
de sus elementos. Allí están el viento y el agua, lo vegetal y lo animal;
y, ocupando el centro, hay un personaje que va a gobernar con
equidad y justicia. Advertimos una realidad política en el sentido de
convivencia social con un jefe carismático por guía. Esa realidad tiene
por fondo un escenario de plantas y animales, de viento y agua. Si se
quiere entrar en el sentido del poema hay que analizar esos
componentes, primero los cósmicos.
El viento es el soplo de Dios, los cuatro vientos o rosa de los
vientos, en expresión más moderna. El número cuaternario es totalidad
cósmica humana, mientras el tres expresa la totalidad divina. Esos
cuatro vientos son al mismo tiempo el aliento o espíritu del Señor
-spiritus, soplo-, que se cruzan y llegan a un punto en que se posan. El
viento pasa sin posarse; si se posa, ya no es viento. Pero aquí esos
vientos se cruzan y se posan en plenitud de espíritu, de carisma y don.
El asiento de los vientos es un retoño. El poeta marca ese cruce de los
vientos con ritmo poético de acentos: cuatro-tres-tres-cuatro, con una
rima de a-b-b-a. Es un cruce. Son los vientos-carismas del Señor. En
castellano tenemos que jugar con varias palabras -viento, aliento,
espíritu-; en hebreo, una sola palabra (ruh) lo sugiere todo.
Ese espíritu se articula en tres binas. La primera es de sensatez e
inteligencia. Sensatez, en hebreo, es más que el puro saber teórico de
muchas cosas: sabiduría, en hebreo, es más que el puro saber teórico
de muchas cosas: sabiduría. Incluye al mismo tiempo un conocimiento
teórico y un espíritu práctico.
La segunda bina se refiere a las dotes de gobernante: valor para
defender a su pueblo en la guerra y prudencia para saber aconsejar
en la paz: espíritu de valor y prudencia.
La tercera bina se refiere a sus relaciones con Dios, hechas de
conocimiento familiar y respeto, no de temor. En el AT, la actitud del
hombre frente a Dios es de respeto y no de miedo, salvo en algunos
casos como el de la arrogancia, antes comentado. El hombre que trata
con Dios desde su puesto no teme a Dios, aunque sí le respeta.
Aquello del «santo temor de Dios» tiene confirmación en muy pocos
casos en el AT. El respeto y reverencia sí, y ese es el fin para que ha
sido creado el hombre. Un niño no debe tener nunca miedo de su
padre aunque le deba siempre respeto. El respeto se alía bien con el
amor, pero no con el miedo, porque «donde hay miedo no hay amor
perfecto». Las relaciones con Dios se polarizan en las actitudes de
conocimiento familiar y en el respeto desde el puesto que le
corresponde.
Los cuatro vientos soplan en plenitud de carismas, que son
sensatez, inteligencia, valor, prudencia, conocimiento y respeto del
Señor. Todo desde el puesto que le corresponde.
Los cuatro vientos soplan en plenitud de carismas, que son
sensatez, inteligencia, valor, prudencia, conocimiento y respeto del
Señor. Todo esto corresponde al viento, ¿Y al agua?
El agua es plenitud. Una mirada al mar se llena de inmensidad. El
mar siempre está lleno, lo mismo en marea baja que en alta. El mar da
sensación unitaria de plenitud. El autor utiliza el elemento agua como
elemento cósmico y símbolo de plenitud. Lo que el agua va a llenar,
hasta desbordar, es el conocimiento de Dios. Todo el mundo va a
conocer a Dios, y ese conocimiento va a ser como un mar lleno que
inunda toda la tierra en calma y serenidad.
Además del viento y del agua como símbolos, encontramos también
un elemento vegetal: ramas desgajadas, árboles tronchados, cedros
derribados a golpe de hacha, encinas muertas... En medio de ese
panorama de desolación y de muerte surge un tocón al que, «con las
lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas verdes le han salido».
Parece desafiar al viento. Es tierno y frágil, pero en esa varita de hojas
verdes se concentra toda la vitalidad del árbol robusto. Es el tronco de
Jesé, familia de David. Lo han cortado, pero tiene las raíces en tierra y
va a brotar la vida.
Esta visión vegetal tiene algo de ternura infantil -yoneq, en hebreo,
se aplica también al bebé-. En ese tronco cortado y en esa ramita
vigorosa está la vida como garantía de Dios de que tendrá un
descendiente. El elemento vegetal tiene la calidad de ternura que
inspira lo frágil, y ha sido precisamente esa ramita la que ha atraído la
plenitud de los vientos.
En otra parte está el mundo de los animales, dividido en dos grupos:
los domésticos y los salvajes. El poeta los va llamando uno por uno y
los mete en su verso como en una nueva arca. Allí conviven todos en
paz. Los domésticos siguen pacíficos, y los salvajes se hacen
domésticos. Es un fenómeno extraño, desacostumbrado, porque están
emparejados y jugando los depredadores con los domésticos. Incluso
la serpiente, la más dañina desde el paraíso, se ha vuelto inofensiva.
Ha nacido la paz entre ellos y, al domesticarse, se han humanizado y
viven fraternalmente en familia. Ya se puede nombrar a la serpiente sin
necesidad de tocar madera, y se la puede tocar a ella misma, porque
ha perdido el veneno. Un niño juega con ella. ¿Qué ha pasado?
De la misma manera que en lo vegetal, aparece aquí,
sorprendentemente, la figura infantil. Con los animales adultos
aparecen juntamente sus crías, que nacen ya con un instinto nuevo:
las crías se tumban con las crías, todas mansas, domesticadas. Lo
infantil en este sector es un niño. Lo humano interviene en calidad de
infantil.
En este extraño parque zoológico no es necesario poner vallas. El
tigre se pasea mansamente y juega con el cordero, van juntos el
novillo y el león, el lobo y el cordero, la pantera y el cabrito... Todo se
ha vuelto manso . ¿No será la presencia del niño la que está
transformándolo todo? Es la presencia infantil la que impone esta
serenidad pacífica. En esa figura reconocen y aceptan todos un poder
especial: «No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo».
Del carisma pacificador de ese niño en el reino animal se pasa a
describir la figura del gobernante en su función de establecer la
convivencia pacífica en la sociedad de los hombres. Ese retoño de
David recibe todos los carismas para ejercer un gobierno justo. La
actividad principal en Israel consistía en allanar pleitos y distribuir
derechos. La actividad de ese personaje, con carismas de gobierno, se
describe así:
«No juzgará por apariencias
ni sentenciará sólo de oídas;
juzgará a los pobres con justicia,
con rectitud a los desamparados.
Ejecutará al violento con la vara de su boca,
y al malvado con el aliento de sus labios» (11,3-4).
Es una descripción realista. Porque, si existen oprimidos, es porque
hay opresores; y si existen desvalidos, es porque hay gente que no
respeta sus derechos. El nuevo gobernante tendrá que actuar
enérgicamente contra los pertinaces en la injusticia y opresión, pero no
con afán de destruir, sino de salvar. Porque sólo sentenciando podrá
salvar. Hay, pues, que eliminar esos animales feroces reacios a
dejarse domesticar. Y las medidas empleadas contra ellos no son
expresión de violencia, sino ejercicio del derecho: aplicará la justicia
para salvar.
Luego aparece la descripción. Los monarcas orientales, como los
magistrados de nuestros días, acostumbran ponerse las insignias de
su autoridad: una banda cruzada, un fajín... ¿Qué es lo que ciñe este
personaje? «Se terciará como banda la justicia y se ceñirá como fajín
la verdad». Quiere decir que no habrá trampa ni deformación de los
hechos, porque triunfará siempre la justicia y la verdad. Esa situación
de justicia es la que va a establecer la paz entre los animales y, en un
contexto cósmico, la del agua y el viento.
Surge un sucesor descendiente del tronco de Jesé y de la familia de
David. Aún es débil y pequeño, pero recibe la plenitud de dones
divinos para instaurar el reino de la justicia y la verdad entre los
hombres, y el de la paz entre los animales. Porque posee en plenitud el
conocimiento de Dios y lo comunica: de su plenitud todos hemos
recibido. Y cuando el Señor es conocido y reconocido, todo se
transforma.
Este texto tiene una intención mesiánica de futuro y es uno de los
clásicos de la liturgia de Navidad. El Niño que nos ha nacido es
descendiente de David y viene a implantar el reino del Padre, que es
reino de justicia, de verdad y de paz.
Este poema debe ser leído dejándose ganar por la sugestión de los
símbolos: los del viento y del agua, el de las plantas, el de la paz
animal; y, en medio de todo, la figura del niño que va a traer a la tierra
el reino del Padre: «Saldrá un renuevo del tocón de Jesé y sobre él se
posará el espíritu del Señor ... »
LUIS
ALONSO SCHÖKEL
MENSAJES DE LOS PROFETAS
MEDITACIONES BÍBLICAS
SAL-TERRAE. SANTANDER-1991. Págs. 11-40