Habacuc: vigía de la historia
Habacuc es un profeta especial, porque trepa a las alturas de su
profesión y misión para contemplar el enigma de la historia y buscarle
una solución a la luz de Dios. La luz de Dios no es una receta: Dios no
es un factor «D» para resolver fácilmente un teorema complejo. Ya
Isaías anunciaba en su oráculo contra el reino de Nubia:
«Habitantes del orbe, moradores de la tierra,
al alzarse la enseña en los montes, mirad;
al sonar la trompeta, escuchad,
que esto me ha dicho el Señor:
Desde mi morada yo contemplo sereno,
como el ardor deslumbrante del día,
como nube de rocío en el bochorno de la siega ... » (Is 18,34).
¿Se contenta con contemplar sin intervenir? El resto del oráculo
explica que Dios puede esperar tranquilamente, porque domina los
tiempos y señala sus plazos. El horizonte del oráculo es limitado: un
reino que limita al norte con Egipto.
Dios contempla y espera; pero Habacuc se impacienta porque
contempla. Su horizonte es el tablero internacional de los imperios. Y
lo que ve le llena de indignación: si Dios lo ha puesto como vigía de la
historia, ¿por qué le impone tan desolador espectáculo?
«¿Por qué me haces ver crímenes,
me enseñas injusticias,
me pones delante violencia y destrucción
y surgen reyertas y se alzan contiendas?
Pues la ley cae en desuso
y el derecho no sale vencedor;
los malvados cercan al inocente
y el derecho sale conculcado» (/Ha/01/03-04).
Es el triunfo de la injusticia a escala imperial: el imperio de turno
que detenta el poder administra por la fuerza la injusticia. Ante tal
espectáculo no vale la pena ser profeta observador. ¿No habrá
salida?
El Señor le hace ver un futuro que se aproxima. Al imperio agresor y
tiránico le llega su hora, porque otro imperio mas poderoso va a
ocupar su lugar. ¿Es eso una salida o es, más bien, girar dentro de un
círculo vicioso? Habacuc sigue observando y anota: /Ha/02/05-20
«Es temible y terrible; él, con su sentencia,
impondrá su voluntad y su derecho» (2,7).
No el derecho sin más, ni el derecho de los débiles y oprimidos, sino
su derecho. No por la convicción ni por la defensa de los derechos
humanos, sino por la pura fuerza. Su ejército es más veloz y poderoso
que el del imperio cuyo turno ha pasado. «Sus caballos son más
veloces que panteras, más afilados que lobos esteparios». Ebrio de
violencia, «junta prisioneros como arena... se ríe de las plazas fuertes,
apisona tierras y las conquista». Habacuc termina con una frase
terrible: «Su fuerza es su dios». Un imperio que hace de la fuerza su
dios podrá derrocar un imperio injusto, pero no podrá instaurar una
paz justa.
A mediados del siglo II a.C., un autor anónimo observará y
describirá la historia precedente como una sucesión, en cuatro etapas,
de otras tantas fieras cada vez más crueles y destructoras. La solución
llegará cuando el Señor destruya o anule las potencias malignas y
encomiende el gobierno a un «ser humano». Es decir, mientras la
historia esté regida por lo feroz y lo bestial e inhumano del hombre,
seguirá siendo inhumana. Sólo se humanizará cuando lo humano del
hombre se haga cargo de la historia. Ese autor anónimo finge que su
visión histórica ha sido predicción de un visionario llamado Daniel, en
tiempos de «Baltasar, rey de Babilonia». Habacuc asiste solamente al
relevo de un imperio injusto por otro.
Además de lamentarse a su Dios por la injusticia, el profeta
Habacuc compone la «Copla de los cinco ayes», que pone en boca de
las víctimas:
«Aunque arramble con todos los pueblos
y se adueñe de todas las naciones,
todos ellos entonarán contra él
coplas y sátiras y epigramas» (2,5-6).
Podemos escuchar algunos de esos ayes; quizá no nos resulten
anticuados. En el primero, el opresor ha ido acumulando bienes
ajenos, en parte obligando a endeudarse o «empeñarse» a los
vecinos débiles. Es decir, ha combinado los medios violentos del
saqueo con medios al parecer legales y, en realidad, injustos. El
castigo aplicará la ley del talión:
«¡Ay del que acumula bien ajeno -¿por cuánto tiempo?
y amontona objetos empeñados!
De pronto se alzarán tus acreedores, despertarán
y, sacudiéndote bien, te desvalijarán.
Porque saqueaste a tantas naciones,
los demás pueblos te saquearán;
por tus asesinatos y violencias
en países, ciudades y poblaciones» (2,6-8).
El segundo concentra la escena en una casa o palacio donde se
acumula lo robado; una casa edificada en una altura inaccesible. En
esa casa, construida a fuerza de injusticia y destrucción, de pronto se
alza un coro fatídico y antifonal, la piedra respondiendo a la madera,
las vigas a los muros... Lo que se planeó como orgulloso y fastuoso
palacio será morada de baldón; y la pretendida seguridad inaccesible
provocará el fracaso de la vida. Palacio y altura se pueden tomar en
sentido propio y como cifra de un imperio;
«¡Ay del que mete en casa ganancias injustas
y anida muy alto para librarse de la desgracia!
Destruyendo a tantas naciones,
has planeado la afrenta de tu casa
y has malogrado tu vida.
Las piedras de las paredes reclamarán,
alternando con las vigas de madera» (2,9-11).
El cuarto ay va contra una lascivia perversa que se mezcla con el
disfrute de la humillación ajena. La escena, bravamente trazada,
adquiere valor de símbolo para describir y condenar prácticas de
política internacional. Un imperio poderoso embriaga al pueblo inerme
y confiado con dones que lo aletargan, con espejismos que lo distraen.
Con el vino le hacen olvidar sus penas y caer en una desgracia mayor.
Sin derramar sangre, antes brindando ventura, turban su lucidez y
buen juicio. Después lo despojan aun de lo que lleva encima, lo
desnudan y lo dejan en cueros; finalmente, se lo sirven en espectáculo
entretenido y afrentoso. Hay muchos modos de embriagar y de
desnudar y de afrentar. Pues también aquí el castigo aplicará la ley del
talión, y será Dios quien suministre la copa fatídica:
«¡Ay del que emborracha a su prójimo,
lo embriaga con una copa drogada
para remirarlo desnudo!
Bebe tú también y enseña el prepucio,
hártate de baldones y no de honores;
que te pase la copa la diestra del Señor,
y tu ignorancia superará a tu honor» (2,15-16).
En el quinto ay, el profeta denuncia una vez más la nulidad de los
ídolos, la falsedad de sus oráculos: «¿Te va a instruir?... ¡Si es una
imagen, un maestro de mentiras... !» En contraste, contempla el
profeta al Señor en su templo celeste y pide silencio sagrado a todas
las naciones:
«En cambio, el Señor está en su santo templo:
¡Silencio en su presencia, todo el mundo!» (2,20).
Quizá sea éste el desenlace apropiado del mensaje profético: sentir
escuetamente la presencia de Dios y guardar silencio reverente.
Silencio para adorar, para meditar, para que de lo profundo brote
nuestra súplica por la historia:
«Señor, he oído tu fama;
Señor, he visto tu acción.
En medio de los años realízala,
en medio de los años manifiéstala,
en la ira acuérdate de la compasión» (/Ha/03/02).
LUIS
ALONSO SCHÖKEL
MENSAJES DE LOS PROFETAS
MEDITACIONES BÍBLICAS
SAL-TERRAE. SANTANDER-1991. Págs. 179-183