Los huesos y el Espíritu
/Ez/37/01-14: Prolongación en cierto modo de Isaías 26 es el capítulo
37 de Ezequiel. Se trata de la famosa visión de los huesos, texto de
resurrección y pasaje preferido en la liturgia pascual. Dios lleva al
profeta a un valle, donde le hace contemplar una multitud de huesos
diseminados y calcinados. Luego le manda pronunciar un conjuro, y los
huesos se ensamblan, se cubren de carne y piel permaneciendo
tendidos en tierra. Luego conjura al espíritu, que entra en los huesos,
les da vida, y los huesos se ponen en pie como un ejército innumerable.
¿De dónde pudo tomar Ezequiel esta imagen? No aparece un dato
semejante en otros textos de religiones comparadas. Sí es frecuente en
muchos pueblos considerar el aliento como principio de vida, pero el
conjunto de datos que encontramos aquí no delata una fuente de
inspiración próxima, como aparecía en Isaías con el verso del rocío.
Ezequiel construye su visión a partir principalmente del segundo
relato de la creación del hombre, en el Génesis. Dios modela una figura
de barro, sopla en la nariz su aliento de vida, y la estatua de barro se
convierte en un ser viviente. Es la visión del Dios alfarero, bien conocida
en otras culturas. En hebreo se asemejan las palabras «hombre» y
«tierra»: hombre es adam, y tierra es adama: el hombre procede de la
tierra, del barro. El dato no es exclusivamente bíblico y se encuentra en
algunas religiones africanas, y quizá en otros países.
En el primer relato del Génesis, Dios ordena con palabra eficaz:
«hagamos al hombre»; pero no aparece su trabajo de artesano
modelando minuciosamente la arcilla. En el segundo relato sí. Es
importante en esta actividad el dato del aliento. Tenemos, por tanto, dos
tiempos en la formación del hombre según Gn 2: primero es el trabajo
artesanal, el modelado. A continuación viene el segundo, que consiste
en infundir el espíritu con su aliento. De esta realidad parte Ezequiel,
transformando varios de sus elementos. Hay que analizar los datos.
La arcilla elemental tiene que ser transformada. El sujeto agente de la
acción es siempre Dios, en Génesis como en Ezequiel. Pero aquí Dios se
sirve de Ezequiel como agente intermediario: el profeta es el hombre de
la palabra; tiene que pronunciar sus oráculos, que son eficaces, porque
son palabra de Dios. Ezequiel pronuncia una palabra que se cumple, lo
cual cambia totalmente la figura del trabajo artesanal. Esto nos acerca
más bien al primer relato del Génesis, donde la creación es un efecto de
la palabra eficaz, que es mandato: ¡que exista la luz! Y la luz existió, etc.
Aquí tenemos la figura de un jefe soberano que da órdenes, y éstas se
cumplen puntual y rigurosamente.
En cambio, en el segundo relato encontramos la figura del artesano
que trabaja su obra. Ezequiel se inspira en esta segunda visión, pero su
manera de actuar no tiene nada de artesanía o trabajo manual; sólo hay
órdenes que se pronuncian y se cumplen.
Otro dato esencial es que en Ezequiel se trata de pura visión, y el
profeta es parte de esa visión, situado dentro de ella. Es algo parecido a
lo que sucede en los sueños. El que sueña es siempre elemento
protagonizante del sueño, activo o pasivo, hace o padece, va o viene,
vuela o es perseguido... pero siempre como personaje principal de esa
visión de la fantasía que es el sueño. Ezequiel es en esta visión
personaje activo, frente a otros oráculos donde es puro transmisor: «me
vino la palabra del Señor ... », y el profeta se limita a hablar, a reproducir
la palabra recibida. O frente a otras visiones en las que Dios muestra un
cuadro o suceso y el profeta se limita a contemplar: «¿Qué ves,
Jeremías? -Veo por la parte del norte una olla que hierve ... » Pero
Jeremías no hace nada. Se le pregunta qué está viendo, y él responde
lo que ve desde fuera de la visión, no es parte de ella. Pero Ezequiel es
parte activa, protagonista de la visión. Es un dato importante. Porque
ese meterse dentro, ese intervenir en los hechos haciendo que sucedan
-la visión sucede gracias a la intervención de Ezequiel- puede ser una
proyección del deseo a través de símbolos. En el sueño, y sin la censura
de la conciencia, se proyectan el deseo o el miedo a través de sucesos
simbólicos por cuyo estudio pueden los analistas desvelar estados de la
conciencia. Esto no sucede en tiempo de vigilia normalmente, porque la
lucidez de la conciencia actúa en funciones de censura.
Hay soñadores que tienen sus sueños por realidad «y viven en ese
engaño». La proyección del deseo en forma de símbolos es un hecho
frecuente en los sueños.
¿Sucede esto en el caso de Ezequiel? ¿Se mete el profeta en la
visión por imperativo de Dios o por un deseo propio que se está
proyectando? Dejamos, de momento, colgando la pregunta. Ahora nos
interesa subrayar la transformación en el sujeto de la acción. En el
Génesis actuaba Dios directamente como artesano; aquí actúa por
medio de Ezequiel. En ambos casos hay órdenes que se cumplen.
La segunda transformación se refiere al estadio evolutivo de la
materia. En Gn 2, es la arcilla. Dios toma en sus manos una pella grande
de arcilla y la trabaja hasta modular al hombre. Es un comienzo inicial.
En Ezequiel se parte de un estrato más desarrollado, que son los huesos
humanos. Los huesos representan un estadio más cercano al mineral
que la carne o las venas, son más resistentes; y cuando, como en el
caso, están calcinados, se acercan mucho al mineral. Son la estructura
más interior que da al cuerpo su figura con capacidad de movimiento;
son también lo más duro y árido.
Abundantes textos del AT. hablan de los huesos en este sentido de
interioridad: «conoces hasta mis huesos». Los huesos no han vuelto
todavía al polvo de la tierra, pero son la aridez total, privados de vida
(porque la vida es húmeda), y son los últimos restos del hombre que se
trasladan de un sitio a otro. Son el último recuerdo del hombre, una
como presencia de vida y, al mismo tiempo, evidencia de muerte.
Por eso no comienza Ezequiel por la arcilla, sino a partir de ese
estadio superior que es la osamenta, disgregada y dispersa a lo largo de
un valle como restos de un ejército derrotado. Y los ve expuestos a la
intemperie, sin haber recibido sepultura, cosa ignominiosa en Israel.
Hay un detalle que merece ser destacado, y es que los huesos yacen
«a flor de tierra», no están sepultados en la madre-Tierra como en el
caso de Isaías, donde las sombras vagan por la zona subterránea. Aquí
los huesos están a flor de tierra, reposando sobre el polvo sin
confundirse con él. Esta circunstancia impide a Ezequiel descender al
Hades, al Seol, al reino de la muerte poblado de sombras vagabundas,
como lo hicieron Ulises y Eneas para dialogar con los héroes, o como lo
hicieron algunas divinidades de las mitologías antiguas. Ezequiel no
baja, porque los huesos están allí, a flor de tierra. Están en un valle que
es zona hundida, donde la tierra se encoge para iniciar su descenso a la
región subterránea, como a media distancia de ella.
Ezequiel pronuncia su oráculo, y al conjuro de esa voz los huesos se
ponen en movimiento para buscar su pareja, se ensamblan, consolidan
sus articulaciones y se yerguen en esqueletos.
Es una visión completamente nueva. No se trata de modelar una
estatua en una forma nueva, sino de reconstruir el modelo de esqueleto
primitivo ensamblando los huesos dispersos, al conjuro de la voz
profética. Y luego, formado ya el esqueleto, crece la carne, se
robustecen los tendones, se tensa la piel. Es como una embriogénesis
poética, y no por su semejanza real, sino por su descripción poética: allí
está el sustrato de los huesos, que se recubren de carne, y ésta se
entreteje de tendones, y la piel se tensa para envolverlo todo.
En Job encontramos otra embriogénesis poética. Protesta Job contra
Dios, porque ha abandonado la obra de sus manos:
«Tus manos me formaron, ellas modelaron
todo mi contorno, ¿y ahora me aniquilas?
Recuerda que me hiciste de barro,
¿y me vas a devolver al polvo?
¿No me vertiste como leche?
¿no me cuajaste como queso?,
¿no me forraste de carne y piel?.
¿no me tejiste de huesos y tendones (Job 10,8-11).
Es también una visión poética. Por tanto, en la segunda
transformación, la estatua de arcilla ha sido sustituida por los huesos
ensamblados en forma de esqueletos completados en cadáveres
diseminados por el valle. Aquí advertimos la tercera transformación.
En el Génesis, Dios se acerca, insufla su aliento en la nariz, y el
aliento se convierte en vida. Aquí no hay soplo de Dios. El profeta tiene
que conjurar el viento cósmico, que es divino y da la vida y puede llegar
de los cuatro puntos cardinales. El dato del viento es un elemento común
al Génesis y a Ezequiel. El elemento diferenciador consiste en que en el
Génesis es Dios quien sopla directamente, mientras que en Ezequiel se
trata de un viento cósmico puesto en movimiento al conjuro del profeta.
Pero no se trata de dos elementos dispares. Hay una correspondencia
fundamental entre soplo de Dios y viento cósmico, por una parte, y entre
viento cósmico y respiración humana, por otra.
La respiración-humana es concebida como principio de vida, y vida
misma, por muchas culturas primitivas; y esa interpretación ha llegado
hasta nosotros por muchas huellas del lenguaje. Un estudio elemental de
la anatomía y fisiología demuestra que la función del aire es otra, pero
encontramos en el lenguaje huellas fosilizadas de esas concepciones
antiguas que ven en la respiración no sólo una señal y manifestación de
vida, sino la vida misma. Cuando un hebreo respira, piensa estar
introduciendo porciones de vida, identificada con ese viento que le
envuelve y ambienta. Ese aire-vida inspirado y espirado cruza los
espacios en forma de viento, y el hombre acompasa los ritmos de su vida
en el doble movimiento de inspiración y espiración. De ahí la dificultad
angustiosa en las enfermedades que dificultan la respiración y producen
sensación de ahogo al quebrar el ritmo del movimiento del aire. Es un
fenómeno imperceptible, hecho consciente en algunas ocasiones, como
en los ejercicios gimnásticos. Es un ritmo de la vida juntamente con el
pulso de la sangre. Y cuando un hombre muere, decimos que ha
expirado, que ha entregado el último aliento; que es como decir: ha
echado fuera la vida sin posibilidad de introducirla más dentro de sí. Son
huellas lingüísticas de concepciones ancestrales.
ALMA/VIENTO: En el AT pervive esta concepción. El aire (para todo
el cuerpo) y la sangre (para la carne) son ambos portadores de la vida.
Un poeta puede hacer un juego de palabras y decir: «recuerda que mi
vida es un soplo»; y esto por una doble interpretación: primero, porque
el aire es la vida; y luego, porque ese aire carece de consistencia y es
expresión perfecta de la inconsistencia humana. A esta interpretación
apunta el libro de Job cuando escribe y pregunta: «el hombre muere y
queda inerte, ¿y a dónde va el hombre cuando expira? Y un ensayista,
el Eclesiastés, explica: «el polvo vuelve a la tierra que fue, y el espíritu
vuelve a Dios que lo dio». No debe entenderse en el sentido de la
concepción según la cual el alma se separa del cuerpo para ir a Dios;
aquí se trata del viento, que es don de Dios; y, como tal, Dios lo retira y
recoge para hacerlo nuevamente disponible. Nuestra palabra «alma»
viene del latín anima o animus, que tienen su equivalente en el griego
anemos, viento. Etimológicamente, alma significa viento. Nos estamos
moviendo dentro de la misma concepción antigua.
Esta concepción de Dios retirando el aliento nada tiene que ver con
nuestra concepción -nuestra o no, pero vigente entre nosotros-, que
entiende al hombre como un compuesto de alma y cuerpo. El cuerpo se
corrompe con la muerte, y el alma sube al cielo en espera de que le
devuelvan su cuerpo. Son concepciones del hombre en dos piezas, que
no pertenecen al dogma cristiano en cuanto tal.
Aquí se trata de un aliento que es vida, que sale del hombre y queda
disponible: «les retiras el aliento y expiran, y vuelven a ser polvo; envías
tu aliento y los creas, y renuevas la faz de la tierra», afirma el salmo 104.
Nuevamente el doble movimiento de retirar-enviar el aliento. Ese aliento
que Dios retira queda disponible en forma de viento cósmico. Dios no
respira él mismo ese aliento retirado de los mortales, sino que lo retiene
en forma de viento cósmico para dar nuevas vidas.
A Ezequiel se le ordena pronunciar un conjuro, con el efecto de hacer
venir el viento cósmico de las cuatro esquinas de la tierra para que se
lance sobre esos cadáveres -que ya no son puramente huesos
calcinados y dispersos-, los penetre y vivifique.
En el poema al Cristo de Velázquez llama Unamuno a la nariz el caz,
cauce por el que llega a nuestros pechos el aire de los cielos, el más
puro mantenimiento del vivir, imagen cincelada partiendo del material
bruto «aire que respiramos». Más adelante, hablando de la muerte de
Cristo, escribe Unamuno: «Y se quedaron sin aire tus pulmones, tu
respiro lo absorbió el de tu Padre, arroyo al mar».
Esto es ya una versión en clave cristiana: emisit spiritum, entregó su
espíritu. El punto de arranque es la formación del hombre tal como lo
narra el Génesis: una pella de barro, un artesano modelando nuevas
formas y, cuando este trabajo está terminado, un soplo que penetra en
la estatua y la convierte en ser viviente. Esto sucede en Gn 3. Pero en
Ezequiel no se trata del Dios artesano, sino del Soberano que da
órdenes, y éstas se cumplen. En vez de arcilla que va adquiriendo sus
formas humanas, tenemos huesos, esqueletos, cadáveres
progresivamente. En vez del soplo directo en la nariz, tenemos el viento
cósmico disponible, que se convierte en aliento vital. Una vez descritos
los tres cambios diferenciales, puede comprenderse en todo su alcance
el texto del capítulo 37 de Ezequiel:
«La mano del Señor se posó sobre mí, y el espíritu del Señor me llevó,
dejándome en un valle todo lleno de huesos. Me los hizo pasar revista:
eran muchísimos los que había en la cuenca del valle; estaban
calcinados. Entonces me dijo:
-Hijo de Adán, ¿podrán vivir esos huesos? Contesté:
-Tú lo sabes, Señor.
Me ordenó:
-Conjura así a esos huesos: 'Huesos calcinados, escuchad la palabra
del Señor. Esto dice el Señor a esos huesos: Yo os voy a infundir
espíritu para que reviváis. Os injertaré tendones, os haré criar carne;
tensaré sobre vosotros la piel y os infundiré espíritu para que reviváis.
Así sabréis que yo soy el Señor'.
Pronuncié el conjuro que se me había mandado; y, mientras lo
pronunciaba, resonó un trueno; luego hubo un terremoto, y los huesos
se ensamblaron, hueso con hueso. Vi que habían prendido en ellos los
tendones, que habían criado carne y tenían la piel tensa; pero no tenían
aliento.
Entonces me dijo:
-Conjura al aliento, conjura, hijo de Adán, diciéndole al aliento: 'Esto
dice el Señor. Ven, aliento, desde los cuatro vientos y sopla en estos
cadáveres para que revivan'.
Pronuncié el conjuro que se me había mandado. Penetró en ellos el
aliento, revivieron y se pusieron en pie: era una muchedumbre inmensa»
(1-10).
¿Se trata de un texto mítico con raíces míticas? En lo que se refiere a
la creación del hombre encontramos una concepción del viento cósmico
como fuente y realidad de vida. Está fuera de duda la grandiosidad de la
visión, una de las más poderosas de toda la Biblia, que ha impresionado
a todo tipo de lectores. Leída con mentalidad cristiana, es una brillante
exposición simbólica del hecho de la resurrección.
Comparado con Is 26 podemos establecer una analogía de
proporciones. En Isaías veíamos ánimas o sombras en una región
subterránea; aquí se trata de huesos y cadáveres a flor de tierra. Allí
había un rocío luminoso, agua, luz, fecundidad; aquí hay viento cósmico.
Al parto de la tierra sustituye la puesta en pie de los cadáveres ya vivos.
Son dos formas simbólicas perfectamente coherentes, cada una con su
propia coherencia. Con perspectiva cristiana, las leemos en clave de
resurrección. ¿Es legítima esta lectura? ¿Tenía Ezequiel su punto de
mira puesto en la resurrección?
El mismo profeta nos va a dar su interpretación de la propia visión, y
la va a dar como palabra de Dios. Es ésta:
«Pronuncié el conjuro que se me había mandado. Penetró en ellos el
aliento, revivieron y se pusieron en pie: era una muchedumbre inmensa.
Entonces me dijo:
-Hijo de Adán, esos huesos son toda la casa de Israel. Ahí los tienes
diciendo: 'Nuestros huesos están calcinados, nuestra esperanza se ha
desvanecido; estamos perdidos'. Por eso profetiza diciéndoles: 'Esto dice
el Señor: Yo voy a abrir vuestros sepulcros, os voy a sacar de vuestros
sepulcros, pueblo mío, y os voy a llevar a la tierra de Israel. Sabréis que
yo soy el Señor cuando abra vuestros sepulcros, cuando os saque de
vuestros sepulcros, pueblo mío. Infundiré mi espíritu en vosotros para
que reviváis, os estableceré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor,
lo digo y lo hago'» (10-14).
Según esta interpretación, no hay resurrección de los muertos
simbolizada en esta visión, porque los huesos son la casa de Israel que
está en el destierro. El sepulcro es el exilio. Dios los va a sacar del
destierro, les va a insuflar esperanza y los va a llevar a su tierra.
Esta interpretación resulta decepcionante. ¡Nos ha defraudado
Ezequiel! Se suele pensar que el autor de un símbolo es el más
autorizado para interpretar ese símbolo. Pero aquí hay que decir que
Ezequiel no ha comprendido más que a medias su propio símbolo, no es
su mejor intérprete. Sencillamente, no tiene razón. Y tenemos que
explicarlo en dos pasos sucesivos.
SIMBOLOS/POLISEMICOS INTERPRETACION/SIMBO:
El poeta crea un símbolo. Todos los grandes símbolos son polisémicos, con potencia y pluralidad de sentidos
posibles; son símbolos abiertos. Todo el lenguaje de los grandes símbolos es así. El simbolismo vital de la sed puede expresar sed de
Dios, de vivir, de conocer, de beber o de saber... Es un símbolo vital polisémico, disponible. Cuando Ezequiel interpreta su visión en clave de
destierro, está falsificando el símbolo o, al menos, limitándolo. La interpretación queda fuera de la visión, distinta de ella. En la visión hay
la proyección de un deseo de la fantasía, dentro de un mundo poético, que es lúcida, pero no está controlada por la pura razón. El poeta es
lúcido en la creación de su símbolo, pero la fantasía poética se moviliza, intuye, actúa sobre un modelado poético en forma de símbolos. Pero,
cuando llega el momento de la interpretación, entonces es el tiempo de la razón lúcida que controla, analiza y critica. Esa interpretación se
mueve en un determinado mundo cultural, condicionado por la problemática y horizontes de una cultura y una historia. La cultura de
Ezequiel no conocía una vida después de la muerte; por tanto, no
entraba en su horizonte el tema de la resurrección. Cuando Ezequiel
hace la interpretación de su símbolo, no encuentra en él sitio para la
resurrección. Por otra parte, y desde el punto de vista histórico, su
horizonte está cerrado por las opacas nubes del destierro. El gran
problema es el problema de la patria. Vivir en Babilonia no es vivir, pues
una vida sin culto no es vida. Vivir es estar en Palestina y dar libremente
culto al Señor en el templo. Lo demás no es vida; eso no es vivir.
Éste es el horizonte cerrado, culturalmente limitado: no hay vida
después de la muerte, es impensable la resurrección. Y en el horizonte
histórico el problema preocupante es el regreso a la patria. Y como la
interpretación se hace ante ese horizonte, esa interpretación censura el
símbolo y lo encauza dentro de una línea determinada y estrecha.
Pero reducir el símbolo no equivale a agotarlo. El símbolo queda
disponible, con sus múltiples valencias, para nuevas interpretaciones en
otros horizontes. Importa aquí introducir el elemento de la proyección del
deseo.
RS/SIMBOLOS: El deseo radical profundo y concreto en un momento
de la existencia se proyecta en los sueños en forma de imagen, de relato
breve, simbólico, que significa otra cosa. Lo mismo puede suceder en la
creación poética de los grandes símbolos y poemas. También allí puede
haber una proyección del deseo, del miedo... desde esas zonas
profundas de la psique. Pues bien, hay un deseo radical del ser vivo,
quizá el más radical, que es la necesidad de vivir. Lo llamamos instinto
de conservación. La cierva que busca agua, lo hace por deseo de vivir;
lo que busca no es el agua, sino la vida o el agua que sustenta la vida.
Este deseo radical que es el vivir puede revestir la nueva forma de
sobre-vivir, vivir más allá de la propia vida en cuanto individuo: es el
instinto de reproducción. El instinto o afán o deseo más radical de la vida
consciente es el de superar la muerte. ¿Cómo? Por la resurrección. Es
el último deseo de la vida consciente: vivir venciendo la muerte. Unas
culturas han imaginado que la vida es el alma, y ésta se desprende o
libera, al morir, para iniciar una vida mejor. Desaparece la parte menos
noble y sobrevive la parte mejor. Es la concepción de los griegos. Otros
han insistido en la resurrección: es el hombre como tal el que muere,
pero ese mismo hombre vuelve a vivir. No sobreviven piezas del hombre,
sino el hombre entero: resurrección, pervivencia. Lo que late en lo más
profundo de esas concepciones es el deseo insaciable y radical de vivir.
Pues bien, cuando Dios se dirige a Ezequiel, no lo hace llamándole por
su nombre, sino por un patronímico común a todos los mortales: Hijo de
Adán, «Adánez» (como Pérez o Fernández ... ), porque todos
descendemos de Adán. ¿No habrá debajo del profeta Ezequiel un
hombre Ezequiel proyectando el deseo más radical que tiene en cuanto
hombre consciente, que es vivir, superar la muerte, y que proyecta ese
deseo y ansia radical en un símbolo humano? Si es así, la interpretación
tiene que situarse en un horizonte más dilatado para ser verdadera; y si
nosotros nos situamos en ese horizonte, nos resultará más fácil
comprender en toda su profundidad y alcance el significado del símbolo.
En ese símbolo se proyecta, en primer lugar, el problema histórico de un
pueblo que ansía volver a la patria, porque la vida en el destierro no es
vida; pero, además, se proyecta otra ansia más profunda, como es vivir
siempre, superando la muerte. Y como la muerte es un hecho ineludible
y victoria sobre la vida, para que la vida triunfe sobre la muerte tiene que
haber resurrección. Esta es una interpretación con otro horizonte que
puede limitarse a un sueño cultural o puede entrar en un contexto de fe
que es al mismo tiempo esperanza. Un mero historiador de las religiones
hablaría de vestigios o indicios descubiertos en sus investigaciones que
permiten suponer una fe en la vida perdurable, en el hecho de la
resurrección..., pero sin afirmar más. O podría establecer paralelismos o
analogías con las creencias de otros pueblos que parecen converger en
unas mismas creencias. Pero no es lo mismo creencia que fe. La
resurrección de Jesucristo nos sitúa ante un horizonte de fe. El ha
vencido al último enemigo, que es la muerte. En esa lucha cuerpo a
cuerpo, «la muerte y la vida se batieron en pelea admirable, y el dueño
de la vida, después de muerto, reina vivo». En la resurrección de
Jesucristo se hace realidad ese sueño de la humanidad y esa ansia
radical de la vida consciente, y se realiza de manera plena, con la
plenitud total de ser hijos de Dios.
RS/PRIMOGENITO: La resurrección de Cristo no es sólo victoria para
sí: él es el primero y cabeza de fila de otros muchos; él es el primogénito.
«Renacidos» es igual a «resucitados», y el primer renacido es el
primogénito de los renacidos o resucitados, porque Cristo resucita como
primogénito. Vino al mundo para establecer la primogenitura de la
resurrección, inaugurando con su victoria sobre la muerte la victoria
plural de sus hermanos: la fuerza de su resurrección nos da la
posibilidad de resucitar con él.
Con el hecho de la fe en la resurrección como fundamento -si Cristo
no resucitó, vana es nuestra fe- (1 Cor 15,17), se abre un horizonte
nuevo, con una nueva luz, para leer este texto con un nuevo sentido que
puede y quiere tener; pero Ezequiel se lo impide. Ezequiel crea y nos
deja el texto censurando su sentido. En la censura muestra su limitación,
y en la creación del símbolo muestra su grandeza. Por eso, cuando una
comunidad cristiana llora y celebra los ritos fúnebres por un ser querido
leyendo este texto, lo está interpretando mejor que Ezequiel, su autor. Es
de esta manera como llegamos a la formación y a la interpretación de los
símbolos. El lenguaje simbólico del AT. ofrece y exige una interpretación:
son dos correlativos. No es lícito limitarse a lo poético en una
contemplación extasiado de la belleza del símbolo; se necesita penetrar
más adentro para comprender y explicar. Es la tarea de la interpretación
de la Iglesia, de la liturgia, de la vida cristiana y de la exégesis. Es lo que
acabamos de hacer. Hemos analizado primero el texto en toda su
estructura, abarcando todos sus detalles, y luego hemos ensayado un
trabajo de interpretación en oposición dialéctica a la interpretación dada
por Ezequiel, su autor. El procedimiento debe repetirse en otros casos,
con posibles variantes.
Se trata, naturalmente, de un símbolo capital. No todos tienen la
misma categoría, la misma hondura o amplitud, pero su lectura debe
tener siempre la misma capacidad contemplativa de penetración.
Una contemplación puramente estética quedaría flotando en la
superficie de la imagen, contemplaría la visión del profeta como una
especie de danza macabra al estilo de Saint-Saéns, o como en una
noche de ánimas al estilo de Bécquer, pero sin asomarse al fondo del
contenido, donde se descubre, además, una proyección del deseo
humano. No se trata en modo alguno de espiritualizar arbitrariamente. El
espíritu de Ezequiel es muy poco espiritual; es más bien algo corpóreo
que sopla y penetra. En descomponer sus elementos consiste
precisamente el trabajo de interpretación.
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Agua de vida
AGUA/V: Otro símbolo de Ezequiel -menos importante, pero
igualmente conocido- es el símbolo del agua, que también es utilizado
por la liturgia.
Muchos pueblos y culturas conciben el agua como elemento portador
de gérmenes, amorfo en sí, pero matriz de todas las formas. En esa
concepción, bastante frecuente, se inscribe la presente visión de
Ezequiel, que concibe el agua como fuente de vida.
En el AT se hace una distinción fundamental entre el agua estancada,
que mancha y no es potable, y el agua «viva», que es potable y fluye
libremente. También se concibe a veces como agua «viva» el agua del
mar, por ser éste el gran seno materno donde bullen todos los gérmenes
y de donde brotan todas las formas. A la concepción de la tierra como
tierra-madre se une en paralelo otra concepción donde lo materno está
simbolizado por el mar. Lo paleontólogos afirman que, de hecho, es así:
la vida comienza en el agua y no en la tierra firme. Es una coincidencia
convergente. La Biblia no es argumento para apoyar la ciencia, ni
viceversa.
El texto de Ezequiel se inscribe en la concepción agua como origen de
vida. En la imagen de la cierva sedienta se encuentra el tema de la sed:
el agua mantiene la vida; y el agua en forma de lluvia se relaciona con la
vida en el aspecto de fecundidad, semen, más origen que mantenimiento
de la vida. Hay también aguas amargas, salitrosas, entre saladas y
amargas, que no son fuente de vida. Así son, v.gr., las aguas del mar
Muerto, junto a Qumrán, en Palestina. Ese mar de limpidez transparente
no alberga seres vivos: no hay pez que aguante su densidad salada. El
agua del texto es agua dulce; pero también puede entenderse el agua
del mar, porque las concepciones míticas no apuran el dato científico.
Ezequiel piensa en el agua «viva», agua de manantial que brota y fluye
en forma de río o de torrente. Un dato importantísimo es que el agua de
Ezequiel brota del templo, que es su fuente. A partir del capítulo 40
construye Ezequiel una restauración, una utopía o país ideal, con
distribución de tribus, capital y templo. El tema del agua se inscribe en el
contexto del templo. Hay en estos capítulos mucho material añadido que
no pertenece a Ezequiel, pero este texto es auténtico y apenas requiere
aclaración. Con todo, hay que notar que en él se introduce un personaje
intermediario que acompaña en funciones de guía, explicando cómo es
el templo futuro, y Ezequiel tiene que tomar parte activa haciéndose
actor en la visión. No aparece claro quién es el guía y quién el
protagonista, pero se puede asumir que el protagonista es Ezequiel, y el
otro personaje es el guía.
El elemento dominante es el manantial del templo, que es unión del
agua con lo sacro; y después el agua convertida en río, que lleva la
fecundidad a todas las partes adonde llega.
En levante está el Jordán, y más abajo el mar Muerto, al oriente de
Jerusalén. Ese manantial del templo se convierte a los dos kilómetros en
río invadeable. Toda esa zona es esteparia y se llama algarabá; pero,
cuando vuelve de ese viaje visionario, se encuentra con la frescura de
una arboleda que ha crecido a ambas márgenes del río. La fuerza del
agua «viva» vence la infecundidad del agua pútrida, poblándola de
seres vivos. La alusión a las aguas fecundas del Génesis es clara. A
través del agua «viva», la fecundidad brota en todas sus formas.
«Me hizo volver a la entrada del templo. Del zaguán del templo
manaba agua hacia levante (el templo miraba a levante). El agua iba
bajando por el lado derecho del templo, al mediodía del altar. Me sacó
por la puerta septentrional y me llevó a la puerta exterior, que mira a
levante. El agua iba corriendo por el lado derecho. El hombre que
llevaba el cordel en la mano salió hacia levante. Midió quinientos metros
y me hizo atravesar las aguas: ¡agua hasta los tobillos! Midió otros
quinientos y me hizo cruzar las aguas: ¡agua hasta las rodillas! Midió
otros quinientos y me hizo pasar: ¡agua hasta la cintura! Midió otros
quinientos: era un torrente que no pude cruzar, pues habían crecido las
aguas y no se hacía pie, era un torrente que no se podía vadear.
Me dijo entonces:
-¿Has visto, hijo de Adán?
A la vuelta, me condujo por la orilla del torrente.
Al regresar, vi a la orilla del río una gran arboleda en sus dos
márgenes. Me dijo:
-Estas aguas que fluyen hacia la comarca levantina bajarán hasta la
estepa, desembocarán en el mar de las aguas salobres y lo sanearán.
Todos los seres vivos que bullen allí donde desemboque la corriente
tendrán vida, y habrá peces en abundancia. Al desembocar allí estas
aguas quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la
corriente. Se pondrán pescadores a su orilla: desde Engadí hasta Eglain
habrá tendederos de redes; su pesca será variada, tan abundante como
la del Mediterráneo. Pero sus marismas y esteros no serán saneados:
quedarán para salinas. A la vera del río, en sus dos riberas, crecerá toda
clase de frutales; no se marchitarán sus hojas ni su frutos se acabarán;
darán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan del
santuario; su fruto será comestible, y sus hojas medicinales»
(/Ez/47/01-12).
Es tradicional en Israel la concepción de Dios como agua viva: «Me
abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes agrietados
que no retienen el agua» (Jr 2,13). Ezequiel dice que Dios está en el
destierro, pero volverá al templo y producirá esa corriente de agua viva
que brotará en explosión de triunfo de la vida vegetal, animal y humana.
Será el triunfo sobre todo lo hostil a la vida: el agua salitrosa quedará
saneada, la estepa árida se transformará en ubérrimo huerto de frutales,
toda enfermedad será curada.
Esta vez no hace Ezequiel el comentario de su símbolo, no lo
estropea ni lo limita. Quedamos completamente libres para hacer nuestra
interpretación y desarrollo, porque el tema del agua fecunda y
fecundante, común a muchas culturas, es también la experiencia de algo
que puede dar la vida o la muerte, aunque aquí sólo se hable de la
fuente de la vida.
En el NT escribe San Juan:
«El último día, el más solemne de las fiestas, Jesús, de pie como
estaba, gritó:
-Quien tenga sed, que se acerque a mí; quien crea en mí, que beba.
Como dice la Escritura: de su entraña manarán ríos de agua viva.
Decía esto refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran
en él. Aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado»
(/Jn/07/37-39).
¿Cuál es este agua vital que brota del templo? El templo es Jesús,
porque en él está presente Dios-Padre. El agua brota de su entraña
como agua viva para dar vida al que tiene sed y lo desea, a condición de
dar su adhesión a este nuevo templo del Mesías. El que da su adhesión
y la sella con el bautismo recibe la vida en virtud del Espíritu. Hay
relación entre aire, viento, espíritu y agua.
El texto del agua y del espíritu de Ezequiel recuerda el diálogo
evangélico con Nicodemo, donde se habla del renacer o nacer de nuevo.
No se habla de resurrección, sino de renacimiento; y esto sucede en el
seno del agua fecundada por el Espíritu. El agua es el simbólico seno
materno que tiene que ser fecundado por el Espíritu. Del agua y del
Espíritu nace la nueva vida, la nueva criatura.
La liturgia de la bendición del agua en la Vigilia Pascual -la larga y
completa, no los recortes ininteligibles que a veces se ofrecen-
desarrolla estos símbolos de la fecundidad. El agua de la pila es el seno
materno de la Iglesia. En ese agua se introduce el cirio pascual
fecundante, que simboliza a Cristo glorificado; y de ese agua, así
fecundada por el Espíritu, nacerán nuevos cristianos por el bautismo.
Este es el simbolismo del cirio y del agua.
LUIS
ALONSO SCHÖKEL
MENSAJES DE LOS PROFETAS
MEDITACIONES BÍBLICAS
SAL-TERRAE. SANTANDER-1991. Págs. 93-111