PECADO ORIGINAL

La serpiente induce a los primeros hombres a desconfiar de Dios. Bajo la figura de serpiente se oculta Satanás mismo. Satanás se ha propuesto contrariar las intenciones divinas y corromper al hombre. Los primeros padres dejaron de creer en la palabra de Dios. La serpiente despierta en ellos deseos de ser semejantes a Dios. Como es natural, sería absurdo admitir que los padres del género humano creyeran poder borrar las diferencias que existían entre ellos, seres creados, y el Creador, puesto que sabemos que estaban dotados de elevados dones espirituales. Con gran probabilidad se puede afirmar que sólo querían vivir autónomamente, sin Dios, o que querían emanciparse de Dios para adquirir de este modo, autocráticamente, la perfección suprema. Como quiera que sea: Con argumentos fácilmente comprensibles la serpiente demuestra que la obediencia y la sumisión a Dios no es más que pura tontería. De este modo seduce a los primeros hombres a desentenderse del precepto divino. Les insinúa que de este modo llegarán a ser verdaderos señores, que podrán hacer lo que quieran, sin que nadie les diga nada, que les será posible vivir según su beneplácito y tomar en las manos las riendas de su propio destino, que podrán ser como Dios mismo dentro del ámbito de su existencia. En el primer pecado se manifiestan, por consiguiente, las siguientes actitudes pecaminosas: Incredulidad, orgullo, desobediencia.

INCREDULIDAD: La incredulidad es la raíz del pecado. Ahora bien, la incredulidad misma no es más que un "no", lanzado contra Dios por el orgullo. Que es acertada la definición según la cual el primer pecado fue incredulidad, orgullo y desobediencia lo ponen de manifiesto los textos en que la Escritura define de este modo el pecado en general. La incredulidad es el pecado en cuanto tal, y es ella la que lleva al hombre a la muerte.

MUJER: Un problema secundario tenemos que analizar todavía. El primer hombre tenía nostalgia de la mujer que había de sacarle de su soledad. Y precisamente ella fue para Adán la seductora, la tentadora, la corruptora. ¿Por qué se dirigió la serpiente a la mujer? No porque sea más fácil de seducir y más inclinada a pecar, sino porque el pecado de la mujer, por surgir de ámbitos más fundamentales y profundos que el pecado del hombre, corrompe la creación entera de un modo más radical de lo que podría hacerlo el pecado del hombre (no está en contradicción con esto el hecho de que sólo el pecado de Adán y no el de Eva fue un pecado hereditario). Como quiera que todo lo que hace la mujer, debido a su más íntima conexión con la creación, lo hace con más energía y radicalismo que el hombre, éste opone a las seducciones de la mujer una resistencia inferior a la resistencia que la mujer opone a las seducciones del hombre. El demonio sabía que sus perspectivas de triunfo eran mayores seduciendo a la mujer que seduciendo al hombre. Un elemento de la esencia íntima del mundo es el entregarse a Dios. En la mujer, para la cual el entregarse es algo connatural, aparece esto con toda claridad. Cuando la mujer no se entrega a Dios, sino que se busca a sí misma, el misterio de la creación queda oscurecido y desaparece el sentido profundo del mundo.

"A partir de aquí se comprende en qué consiste la prevaricaci6n de la mujer... No se da con la esencia de esta caída si se la busca en la oposición de lo espiritual y sensual. La caída de la mujer no es una caída de la criatura hacia la tierra, sino más bien una prevaricación contra la tierra misma, en cuanto que también ésta significa lo femenino, la disposición humilde. La caída en la escena del paraíso no depende de la tentación con el dulce fruto y tampoco depende de la incitación a conocer, sino que depende del "seréis como Dios" en oposición al "fiat" de la Virgen. La caída propiamente tal se verifica en la esfera de lo religioso, siendo por eso, en sentido profundo, una caída de la mujer, no porque fue la que primero cogió la manzana, sino porque la cogió en cuanto que es mujer. La creación experimentó una caída en su substancia femenina porque prevaricó en lo religioso; por eso la Biblia atribuye con razón la mayor culpa a Eva y no a Adán. Es falso afirmar que Eva cayó por ser la más débil. La historia de la seducción demuestra que fue ella la más fuerte, superior al hombre. Consideradas las cosas cósmicamente, el hombre esta en el primer plano de la fuerza, la mujer se halla en los ámbitos profundos de la fuerza. Dondequiera ha sido subyugada la mujer, no sucedió nunca por ser ella más débil que el hombre, sino por haber sido temida, conocida como más fuerte, y con razón, porque desde el momento en que el poder más fuerte no quiere ser abnegación, sino orgullo y autocracia, surge necesariamente la catástrofe. En las oscuras noticias sobre las luchas en torno al decadente matriarcado se percibe todavía el miedo que un día inspirara el poder de la mujer; a la más "profunda abnegación corresponde la posibilidad del más grande fracaso. En este sentido hay que buscar el aspecto negativo del misterio que es la mujer. La mujer no es solamente por esencia y destino abnegación, sino que hasta puede ser considerada como la capacidad de abnegación del cosmos mismo; por eso su fracaso tiene un aspecto diabólico. Es cierto que la mujer no es el mal en sí y de por sí -los ángeles caídos la preceden en la caída, el demonio es masculino-, pero tiene de común con él la fuerza seductora. La seducci6n es orgullo y obstinación, es lo contrario de la abnegación. Lo mismo que el ángel caído es más horroroso que el hombre caído, así también la mujer prevaricadora es mas terrible que el hombre prevaricador. El drama de la mujer caída ha sido grandiosamente descrito por Kleist en su Pentesilea. También en Medusa y en las Erinias refleja la leyenda antigua el horror que inspira la mujer prevaricadora; y la creencia en brujas de los siglos cristianos, por desastrosas que fuesen sus consecuencias en casos particulares, entendida en un sentido profundo, significa la rectitud del horror que inspira la mujer que ha traicionado su destino metafísico. Sólo la trivialidad con que se manifiesta hoy la caída de la mujer ya no inspira horror alguno. Porque la historia de la caída original se repite incesantemente. En un sentido profundo, la mujer es culpable de toda caída, no sólo por ser la madre en cuyo seno crecen los prevaricadores, sino también porque toda caída, también la del hombre, se realiza dentro de la esfera especialmente confiada al cuidado de la mujer. La mujer prevaricadora está al comienzo de la Historia y esta también en el fin de la Historia. La forma propiamente apocalíptica del ser humano no es el hombre; la esencia de los "tiempos últimos" consiste en el hecho de que la forma del hombre desaparece por mostrarse éste incapaz de hacer frente a las fuerzas de la destrucción. Por eso el Apocalipsis no dice que el Anticristo es un hombre, sino que le describe diciendo que es "el animal de los abismos". El Apocalipsis presenta a la mujer, a la hembra como forma apocalíptica cognoscible -sólo la mujer que ha traicionado su destino puede representar la absoluta esterilidad del mundo, la esterilidad que necesariamente implica muerte y desolaci6n"- (G. von le Fort, Die ewige Frau, 1934, 20-23). Podría expresarse esto también de otra manera: el diablo se acerca a la mujer para tentarla no porque crea que de este modo se van a realizar con más facilidad sus planes seductores, sino porque sabe que la mujer, una vez conquistada, ejercerá sobre el hombre una influencia mayor que la que el hombre podría ejercer sobre la mujer. "La esencia de la primera mujer fue hermosura, resplandeciendo en ella el esplendor de un encanto sobrenatural; Eva fue la reina de la Naturaleza y de la gracia: una perfecta creaci6n divina. El Espíritu Santo, el Dios de la hermosura, la hizo a su semejanza, comunicándola su más precioso e intimo don, el poder de la cercanía. De este poder se aprovecha precisamente el Tentador" (J. Weiger, Mutter des Neuen und Ewigen Bundes, 1930, 184). 

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Resulta, pues, que al pecar los primeros hombres experimentan que se han apartado de la fuente de la paz y de la fuerza, de la alegría y del amor, de la plenitud vital y de la seguridad existencial. Las consecuencias aparecen en el dualismo que experimenta la esencia propia, en la oposición entre el yo y el tú, entre el hombre y el animal, entre el hombre y la tierra. Adán y Eva quedan sujetos a las eventualidades del hambre, de la desnudez y del vivir errantes. En el apartamiento de Dios no hay para el hombre ni satisfacción, ni dignidad, ni patria. Resulta, pues, que el no, lanzado contra Dios, es un no que afecta a la dignidad y grandeza humanas. La pérdida de Dios es una pérdida del ser propio. La manifestación más sensible del apartamiento de Dios, fuente de la vida, es la muerte corporal (Gen. 3, 22 y sigs.).

En definitiva, es el hombre mismo quien se ha condenado a morir. En su condenación Dios no hace más que confirmar la pena que el hombre se ha impuesto a sí mismo. La muerte pone de manifiesto que en la lejanía de Dios, que es la vida, el hombre no puede sino morir. No obstante, Dios aplaza la ejecución de la pena de muerte, ofreciendo al hombre la ocasión de expiar su culpa mediante las penalidades y sufrimientos de la vida.

(·SCHMAUS-2.Pág. 385 ss.)


 

Gn/03/01-12 Gn/03/17-19 Gn/03/23-24:

1.Sobre el tema del pecado

Después del Sínodo de los Obispos dedicado al tema de la familia, mientras deliberábamos en un pequeño grupo acerca de los temas que podrían ser tratados en el próximo, recayó nuestra atención en las palabras de Jesús con las que Marcos al comienzo de su evangelio resume el mensaje de Aquél: «El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio». Uno de los obispos, reflexionando sobre ellas, dijo que tenía la impresión de que este resumen del mensaje de Jesús, en realidad, hacía ya mucho tiempo que lo habíamos dividido en dos partes. Hablamos mucho y a gusto de evangelización, de la buena nueva, para hacer atrayente a los hombres el cristianismo. Pero casi nadie opinaba el obispo- se atreve ya a expresar el mensaje profético: ¡Convertíos! Casi nadie se atreve en nuestro tiempo a hacer esta elemental llamada del evangelio con la que el Señor quiere llevarnos a cada uno a reconocernos personalmente como pecadores, como culpables y a hacer penitencia, a convertirnos en otro. Nuestro colega añadía además que la predicación cristiana actual le parecía semejante a la banda sonora de una sinfonía de la que se hubiera omitido al comienzo el tema principal, dejándola incompleta e incomprensible en su desarrollo. Y con ello tocamos un punto extraordinario de nuestra actual situación histórico-espiritual. El tema del pecado se ha convertido en uno de los temas silenciados de nuestro tiempo. La predicación religiosa intenta, a ser posible, eludirlo. El cine y el teatro utilizan la palabra irónicamente o como forma de entretenimiento. La Sociología y la Psicología intentan desenmascararlo como ilusión o complejo. El Derecho mismo intenta cada vez más arreglarse sin el concepto de culpa. Prefiere servirse de la figura sociológica que incluye en la estadística los conceptos de bien y mal y distingue, en lugar de ellos, entre el comportamiento desviado y el normal.

De donde se deduce que las proporciones estadísticas también pueden invertirse: pues si lo que ahora es considerado desviado puede alguna vez llegar a convertirse en norma, entonces quizá merezca la pena esforzarse por hacer normal la desviación. Con esta vuelta a lo cuantitativo se ha perdido, por lo tanto, toda noción de moralidad. Es lo lógico si no existe ninguna medida para los hombres, ninguna medida que nos preceda, que no haya sido inventada por nosotros sino que se siga de la bondad interna de la Creación.

P/RECONOCERLO: Y aquí está propiamente lo fundamental de nuestro tema. El hombre de hoy no conoce ninguna medida, ni quiere, por supuesto, conocerla porque vería en ella una amenaza para su libertad. Así es como se les podría encontrar algún sentido a las palabras que pronunció una vez la judía francesa ·Simone-Weil: «El conocimiento del bien sólo se tiene mientras se hace... Cuando uno hace el mal, no lo reconoce, porque el mal huye de la luz» (PIEPER llama aquí la atención sobre la frase de ·Goethe según la cual «no podemos reconocer un error hasta que no nos hemos librado de él»). El bien se reconoce sólo, si se hace. El mal, sólo si no se hace.

De manera que el tema del pecado se ha convertido en un tema relegado, pero por todas partes se comprueba, sin embargo, que, a pesar de estar efectivamente relegado, continúa verdaderamente existiendo. Creo que esto queda suficientemente demostrado con la agresividad dispuesta a saltar en cualquier momento, que hoy experimentamos sensiblemente en nuestra sociedad, con esa disposición siempre recelosa para insultar al otro, considerándolo el culpable de nuestra propia desgracia; y para estigmatizar la sociedad, tratando de cambiar el mundo por la violencia. Me parece que sólo es posible comprender todo esto si lo vemos como expresión de la verdad relegada de la culpa que el hombre no quiere percibir. Pero, como ésta existe, él debe atacarla y destruirla. Porque el hombre puede dejar a un lado la verdad pero no eliminarla y porque está enfermo de esta verdad relegada, por eso es tarea del Espíritu Santo, «convencer al mundo del pecado» (Jn 16, 08 y ss.). No se trata de quitarle al hombre el gusto por la vida, ni de coartársela con prohibiciones y negaciones. Se trata sencillamente de conducirla hacia la verdad y de esta manera santificarla. El hombre sólo puede ser santo, cuando es realmente él; cuando cesa de relegar y destruir la verdad. El tercer capítulo del Génesis, que precedía a esta meditación, contiene una de estas actuaciones del Espíritu Santo a través de la historia. El convence al mundo y nos convence también a nosotros del pecado, no para rebajarnos sino para hacernos verdaderos y sanos, para salvarnos.

2. Limitaciones y libertad del hombre

Este texto nos muestra una verdad, que está más allá de nuestra comprensión, por medio sobre todo de dos grandes imágenes: la del jardín a la que pertenece la imagen del árbol y la de la serpiente. El jardín es imagen de un mundo que no es para el hombre una selva, ni un peligro, ni una amenaza, sino su patria que lo mantiene a salvo, que lo nutre y que lo sostiene. Es expresión de un mundo que posee los rasgos del Espíritu, de un mundo que se ha hecho de acuerdo con el deseo del Creador. Aquí se entrelazan dos tendencias. Una es la de que el hombre no explota el mundo ni quiere convertirlo para sí mismo en una propiedad privada desprendida del deseo Creador de Dios, sino que lo reconoce como un don del Creador y lo construye para aquello para lo que ha sido creado. Y a la inversa se demuestra entonces que el mundo, que se ha producido en unidad con su Señor, no es una amenaza sino don y regalo, señal de la bondad de Dios que salva y unifica.

SERPIENTE/SIMBOLO: La imagen de la serpiente está tomada de los cultos orientales de la fecundidad. Respecto de estas religiones de la fecundidad hay que decir, en primer lugar, que a través de los siglos constituyeron la tentación de Israel, el peligro de abandonar la Alianza y sumergirse en la historia general de la religión de entonces. A través del culto de la fecundidad le habla la serpiente al hombre: no te aferres a ese Dios lejano que no tiene nada que darte. No te acojas a esa Alianza que está tan distante y te impone tantas limitaciones. Sumérgete en la corriente de la vida, en su embriaguez y en su éxtasis, así tú mismo podrás participar de la realidad de la vida y de su inmortalidad.

En la época en la que el relato del paraíso adquirió su forma literaria definitiva, era muy grande el peligro de que Israel sucumbiera a la proximidad, al sentido y al espíritu fascinante de aquellas religiones y de que desapareciera y fuera olvidado el Dios, que parecía tan lejano, de la Promesa y de la Creación. Sobre la base de esta historia, que nosotros conocemos por ejemplo por los relatos del profeta Elías, se puede comprender mucho mejor este texto. «Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría» (/Gn/03/06). La serpiente en aquella religiosidad era el símbolo de la sabiduría, que domina el mundo, y de la fecundidad, con la que el hombre se sumerge en la corriente divina de la vida para por un momento saberse a sí mismo fundido con su fuerza divina. La serpiente es también el símbolo de la atracción que estas religiones significaban para Israel frente el misterio del Dios de la Alianza.

Como un reflejo de la tentación de Israel coloca la Sagrada Escritura la tentación de Adán, en realidad la esencia de la tentación y del pecado de todos los tiempos. La tentación no comienza con la negación de Dios, con la caída en un abierto ateísmo. La serpiente no niega a Dios; al contrario, comienza con una pregunta, aparentemente razonable, que solicita información, pero que en realidad contiene una suposición hacia la cual arrastra al hombre, lo lleva de la confianza a la desconfianza: ¿Podéis comer de todos los arboles del jardín? Lo primero no es la negación de Dios sino la sospecha de su Alianza, de la comunidad de fe, de la oración, de los mandamientos en los que vivimos por el Dios de la Alianza. Queda muy claro aquí que, cuando se sospecha de la Alianza, se despierta la desconfianza, se conjura la libertad y la obediencia a la Alianza es denunciada como una cadena que nos separa de las auténticas promesas de la vida. Es tan fácil convencer al hombre de que esta Alianza no es un don ni un regalo sino expresión de envidia frente al hombre, de que le roba su libertad y las cosas más apreciables de la vida. Sospechando de la Alianza el hombre se pone en el camino de construirse un mundo para sí mismo. Dicho de otro modo: encierra la propuesta de que él no debe aceptar las limitaciones de su ser; de que no debe ni puede considerar como limitaciones las del bien y el mal, las de la moral, en realidad, sino liberarse sencillamente de ellas, suprimiéndolas.

Esta sospecha de la Alianza, unida a la invitación hecha al hombre de liberarse de sus limitaciones, conoce muchas variantes a lo largo de la historia que tampoco faltan en nuestro panorama actual. Me referiré sólo a dos de ellas: la estética y la técnica. Comencemos con la estética. Empieza con la pregunta: ¿Qué le está permitido en realidad al arte? La respuesta parece muy sencilla: lo que «artísticamente» puede. Sólo le está permitida una norma: ella misma, la capacidad artística. Y frente a ella hay sólo un fallo: el fallo del arte, la incapacidad artística. No hay, por tanto, libros buenos y malos, sino libros bien y mal escritos, películas bien o mal hechas, etc. Ahí no cuenta el bien, la moral, sólo la capacidad: pues arte -Kunst- viene de capacidad -können-(se dice); todo lo demás es abuso, violencia. ¡Qué esclarecedor es esto! Esto significa, consecuentemente, que existe un espacio en el que el hombre puede elevarse por encima de sus limitaciones: si hace arte, no tiene pues limitaciones; él es capaz entonces de aquello de lo que es capaz. Y significa que la medida del hombre sólo puede ser la capacidad, no el ser, no el bien y el mal. Le está permitido aquello de lo que es capaz, si es que esto es así.

Aún entendemos este problema de un modo mucho más claro en la segunda variante, la técnica; aunque es una variante que se refiere al mismo concepto y al mismo asunto, pues también la palabra griega «techne» significa en alemán «arte» y viene de «ser capaz». Aquí también se nos plantea la pregunta: ¿qué le está permitido a la técnica? Durante mucho tiempo estuvo perfectamente claro: le está permitido aquello de lo que es capaz; el único fallo que conocía era el fallo del arte. Robert Oppenheimer cuenta que, cuando surgió la posibilidad de la bomba atómica, ésta había constituido para ellos, los físicos nucleares, el «technically sweet», la seducción técnica, su fascinación, como un imán que debían seguir: lo técnicamente posible, el ser capaces también de querer algo y de hacerlo. El último comandante de Auschwitz, Hess, afirmaba en su diario que el campo de exterminio había sido una inesperada conquista técnica. Tener en cuenta el horario del ministerio, la capacidad de los crematorios y su fuerza de combustión y el combinar todo esto de tal manera que funcionara ininterrumpidamente, constituía un programa fascinante y armonioso que se justificaba por sí mismo con tales ejemplos es evidente que no se podía continuar mucho tiempo. Todos los productos de la atrocidad, de cuyo continuo incremento somos hoy espectadores atónitos y en última instancia desamparados, se basan en este único y común fundamento. Como consecuencia de este principio deberíamos hoy finalmente reconocer que es un engaño de Satán que quiere destruir al hombre y al Universo. Deberíamos comprender que el hombre no puede nunca abandonarse al espacio desnudo del arte. En todo lo que hace, se hace a sí mismo. Por eso está siempre presente como medida suya él mismo, la Creación, su bien y su mal y cuando rechaza esta medida, se engaña. No se libera, se coloca contra la verdad. Lo cual quiere decir que se destruye a sí mismo y al Universo.

Así pues, esto es lo primero y fundamental que se pone de manifiesto, en la historia de Adán, sobre la naturaleza de la culpa humana y por ende sobre toda nuestra existencia. El establecimiento de la Alianza se convierte en sospechoso. El Dios cercano de la Alianza y con El los límites del bien y el mal, la medida interna del ser humano, lo creado. De ahí que podamos claramente decir: la forma más grave del pecado consiste en que el hombre quiere negar el hecho de ser una criatura, porque no quiere aceptar la medida ni los límites que trae consigo. No quiere ser criatura porque no quiere ser medido, no quiere ser dependiente. Entiende su dependencia del amor Creador de Dios como una resolución extraña. Pero esta resolución extraña es esclavitud, y de la esclavitud hay que liberarse. De esta manera el hombre pretende ser Dios mismo. Cuando lo intenta se transforma todo. Se transforma la relación del hombre consigo mismo y la relación con los demás: para el que quiere ser Dios, el otro se convierte también en limitación, en rival, en amenaza. Su trato con él se convertirá en una mutua inculpación y en una lucha, como magistralmente lo representa la historia del paraíso en la conversación de Dios con Adán y Eva (Gen 3,8-13).

Se transforma, por último, su relación con el Universo, de modo que se convertirá en una relación de destrucción y explotación. El hombre que considera una esclavitud la dependencia del amor más elevado y que quiere negar su verdad su ser-creado- ese hombre no será libre, destruye la verdad y el amor. No se convierte en Dios -no puede hacerlo-, sino en una caricatura, en un pseudo-dios, en un esclavo de su capacidad que lo desintegra. Pecado, en esencia, es -y ahora está claro- una negativa a la verdad. Con esto podemos también ahora entender lo que dicen estas misteriosas palabras: «Si coméis de él (es decir, si negáis los límites, si negáis la medida), entonces moriréis» (cfr. /Gn/03/03). Significa: el hombre que niega los límites del bien y el mal, la medida interna de la Creación, niega y rehúsa la verdad. Vive en la falsedad, en la irrealidad. Su vida será pura apariencia; se encuentra bajo el dominio de la muerte. Nosotros, que además vivimos en este mundo de falsedades, de no-vivir, sabemos bien en qué medida existe este dominio de la muerte que hace de la vida misma una negación, un ser muerto.

3. El pecado original 
El relato del Génesis que estamos meditando añade otro rasgo esencial a esta descripción de la naturaleza del pecado. Los pecados no están descritos en general como una posibilidad abstracta, sino como hechos, como pecados de alguien, de Adán, que está al comienzo de la humanidad y en el cual se origina toda una historia del pecado. El relato nos dice: el pecado engendra pecado y así todos los pecados de la historia dependen unos de otros. Para este hecho la Teología ha encontrado la palabra, seguramente mal comprendida e imprecisa, de pecado original. ¿Qué importancia tiene? Pues nada nos parece hoy más extraño ni ciertamente más absurdo que denominarlo pecado original-hereditario- porque la culpa, según nuestra concepción, no es sino precisamente lo más personal e intransferible; y porque Dios no domina sobre un campo de concentración en el que exista una responsabilidad colectiva, sino que es el Dios libre del amor, que llama a cada uno por su nombre. Así pues, ¿qué significa pecado original interpretándolo de una manera correcta?

RELACIÓN: Para encontrar una respuesta adecuada, nada es más necesario que aprender a conocer mejor a los hombres. Una vez más con toda claridad debemos decir que ningún hombre está encerrado en sí mismo, que ninguno puede vivir sólo para sí y por sí. Recibimos la vida no sólo en el momento del nacimiento, sino todos los días desde fuera, desde el otro, desde aquél que no es mi Yo pero al que le pertenece. El hombre tiene su mismidad no sólo dentro de sí, sino también fuera: vive para aquellos a los que ama; para aquellos gracias a los cuales vive y para los cuales existe. El hombre es relación y tiene su vida, a sí mismo, sólo como relación. Yo solo no soy nada, sólo en el Tú y para el Tú soy Yo-mismo. Verdadero hombre significa: estar en la relación del amor, del por y del para. Y pecado significa estorbar la relación o destruirla. El pecado es la negación de la relación porque quiere convertir a los hombres en Dios. El pecado es pérdida de la relación, interrupción de la relación, y por eso ésta no se encuentra únicamente encerrada en el Yo particular. Cuando interrumpo la relación, entonces este fenómeno, el pecado, afecta también a los demás, a todo. Por eso, el pecado es siempre una ofensa que afecta también al otro, que transforma el mundo y lo perturba. De ahí que, como la estructura de la relación humana ha sido perturbada desde el comienzo, cada hombre entre, en lo sucesivo, en un mundo marcado por esta perturbación de la relación. Al ser humano mismo, que es bueno, se le presenta a la vez un mundo perturbado por el pecado. Cada uno de nosotros entra en una interdependencia en la que las relaciones han sido falseadas. Por eso, cada uno está ya desde el comienzo perturbado en sus relaciones, no las recibe tal y como deberían ser. El pecado le tiende la mano, y él lo comete. Con esto queda claro entonces también que el hombre no se puede salvar solo. El error de su existencia consiste precisamente en querer estar solo. Salvados, es decir libres y de verdad, sólo podemos estar, cuando dejamos de querer ser Dios, cuando renunciamos a la ilusión de la autonomía y a la autarquía. Sólo podemos estar salvados, es decir llegar a ser nosotros mismos, siempre que recibamos y aceptemos las relaciones correctas. Y nuestras relaciones interhumanas dependen de que la medida de la Creación esté en equilibrio por todas partes y es ahí precisamente donde se produce la perturbación, porque la relación de la Creación ha sido alterada; por eso sólo el Creador mismo puede ser nuestro Salvador. Sólo podemos ser redimidos si Aquél al que hemos separado de nosotros, se dirige de nuevo hacia nosotros y nos tiende la mano. Sólo el ser-amado es un ser-salvado, y sólo el amor de Dios puede purificar el amor humano perturbado y restablecer desde su fundamento la estructura distante de la relación.

4. La respuesta del Nuevo Testamento

Así, el relato veterotestamentario sobre la creación del hombre, con sus interrogaciones y su esperanza, se transciende a sí mismo. Nos conduce al decreto divino por el que Dios quiso soportar nuestra desmesura, haciéndose El mismo a nuestra medida para así devolvernos nuestra identidad. La respuesta neotestamentaria sobre el relato del pecado original se encuentra resumida de un modo breve e impresionante en el himno prepaulino que Pablo ha introducido en el segundo capítulo de su Carta a los Filipenses. De ahí que la liturgia de la Iglesia haya situado con razón este texto en el punto central de la liturgia de la Cuaresma, el tiempo más santo del año eclesiástico. «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: El cual siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre, y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo Nombre. Para que al Nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp/02/05-11; cfr. Jes 45,23).

Este texto, extraordinariamente rico y profundo, no lo podemos examinar con detalle. Nos limitaremos en este caso a considerar su relación con la historia del pecado original al que claramente alude, aunque parece tener en cuenta una versión distinta de la que se nos narra en Génesis 3 (cfr. p. ej. Job 15,7 y ss.). Jesucristo recorre a la inversa el camino de Adán. En oposición a Adán, El es realmente «como Dios». Pero este ser-como-Dios, la divinidad, es ser-hijo y así la relación es completa. «El hijo no hace nada desde sí mismo». Por eso, la verdadera divinidad no se aferra a su autonomía, a la infinitud de su capacidad y de su voluntad. Recorre el camino en sentido contrario: se convierte en la total dependencia, en el siervo. Y como no va por el camino de la fuerza, sino por el del amor, es capaz de descender hasta el engaño de Adán, hasta la muerte y poner en alto allí la verdad y dar la vida.

J/ADAN: Así Cristo se convierte en el nuevo Adán, con el que el ser humano comienza de nuevo. El, que, desde el fundamento, es nuestro punto de referencia, el hijo, restablece correctamente de nuevo las relaciones. Sus brazos extendidos son la referencia abierta, que continúa estando abierta para nosotros. La cruz, el lugar de su obediencia, se convierte en el verdadero árbol de la vida. Cristo se convierte en la imagen opuesta de la serpiente como dice Juan en su evangelio (Jn 3,14). De este árbol viene no la palabra de la tentación, sino la palabra del amor salvador, la palabra de la obediencia, en la que Dios mismo se ha hecho obediente para ofrecernos su obediencia como espacio de la libertad. La cruz es el árbol de la vida nuevamente accesible. Con la Pasión Cristo ha hecho enmudecer el sonido, por así decir, inflamado de la espada, ha atravesado el fuego y ha levantado la Cruz como el verdadero eje del Universo sobre el cual éste de nuevo se ha enderezado. Por eso la Eucaristía como presencia de la Cruz es el verdadero árbol de la vida que está siempre en nuestro centro y nos invita a recibir el fruto de la verdadera vida. Esto significa que la Eucaristía nunca podrá ser una simple purificación comunitaria. Recibirla, comer del árbol de la vida significa, por eso, recibir al Señor crucificado, es decir, aceptar su forma de vida, su obediencia, su Sí, la medida de nuestro ser criaturas. Significa aceptar el amor de Dios que es nuestra verdad, aquella dependencia de Dios que no significa para nosotros determinación extraña, como tampoco para el hijo es la filiación una resolución extraña. Precisamente esta «dependencia» es libertad porque es Verdad y Amor.

Que este tiempo de Cuaresma nos ayude a salir de nuestras negativas, del recelo de la Alianza de Dios, de la desmesura y de la mentira de nuestra «autodeterminación», para ir en busca del árbol de la vida que es nuestra medida y nuestra esperanza. Y que nos encontremos de nuevo con las palabras completas de Jesús: «El reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el evangelio» (Mc 1,15). 

JOSEPH RATZINGER
CREACION Y PECADO
NAVARRA 1992. EUNSA, págs. 87-104


P-O/QUE-ES

El hombre creado creador puede no aceptar el mal y el dolor ontológico-creacionales; puede negarse a aceptar su finitud y mortalidad; puede querer ser como Dios (Gen 3,5). ¿Cómo es Dios? Dios no es más que lo imposible del hombre: infinito, inmortal, fundamento sin fundamento. El pecado consiste en querer imposiblemente lo que Dios es; es el rechazo fundamental a aceptar la propia situación conscientemente limitada y por ello sufrida y dolorosa. Pecado es la tentativa absurda, por imposible, de llevar a cabo y querer ser lo que el hombre nunca podrá ser: autofundamento de sí, ser absolutamente independiente, creador de sí mismo. Por eso todo pecado es una aberración del sentido de la creación, separación violenta de Dios y vuelta egoísta sobre sí mismo. En la medida en que este proyecto tiene su historia y penetra toda la urdimbre del mundo, constituye el pecado del mundo; es el pecado original en cuanto antihistoria del absurdo, del poder irracional y opresor del hombre. Ese pecado genera el sufrimiento, fruto del egoísmo, de la voluntad de poder y de la dominación. Es una cautividad sin la más mínima dignidad, un sufrimiento sin sentido y un dolor inútil. Genera el sufrimiento en cuanto destrucción de la vida, la opresión como forma de dominación sobre la libertad del otro y una estructura necrófila a lo largo de la historia, esclavizando a gran parte de la humanidad, tal como lo presenciamos hoy aterrorizados.

LEONARDO BOFF
PASION DE CRISTO-PASION DEL MUNDO
SAL TERRAE. Col. ALCANCE 18. SANTANDER 1980, págs. 268-269


 

PARAISO/BAU

-Obsesión del Paraíso 
Si la Iglesia siente inclinación por describirnos el estado paradisíaco, -y los Padres no se privan de ello- no es por el placer de hacer el despliegue de una antinomia sino más bien para recordarnos que es allí adonde hay que volver. Para entender bien toda la liturgia pascual y la riqueza de su tipología, para captar con precisión el espíritu con que la Iglesia releerá este mismo relato del Génesis a los que van a recibir el bautismo en la noche de Pascua, es preciso ya desde ahora darnos cuenta de la mentalidad que la inspira cuando nos proclama este relato, en el momento en que quiere hacernos empezar y vivir con ella la historia de la Salvación. El Paraíso no es para ella tanto el paraíso perdido cuanto el paraíso que vamos a reencontrar, que hemos ya ahora encontrado. Describiéndonos el Paraíso en el momento de su creación, la Iglesia piensa ya en la palabra de Cristo en cruz al buen ladrón: "Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso".

Repitámoslo, la Iglesia no quiere leernos ese relato de la creación sin tener en cuenta lo que ha ocurrido, como si le fuera posible no sentir a cada instante de dónde viene y lo que ella es. El Paraíso: la Iglesia es su imagen y un comienzo de su realización. El esplendor del Paraíso reencontrado, del que la Iglesia es la imagen, se encuentra poéticamente descrito en un texto venerable que sirvió quizás en las celebraciones litúrgicas y que se intitulaba Odas de Salomón. Se lee allí cómo nuestro Paraíso está ahora en Cristo: "A mis labios se acercó un agua que había, que viene de la fuente del Señor, y yo bebí y me embriagué del agua viva que no muere. Abandoné la locura que se había derramado sobre la tierra, me despojé de ella y la arrojé lejos de mí. El Señor me renovó con su vestido y me revistió de su luz. Mi aliento se regocijó con la agradable brisa del Señor. Adoré al Señor a causa de su gloria y dije: Dichosos los que están plantados en la tierra y para quienes hay un puesto en su Paraíso..." (6).

En la frase: "El Señor me renovó con su vestido y me revistió de su luz", se habrá reconocido el recuerdo de la gracia bautismal que consiste, según San Pablo en "revestirse de Cristo". Es de hecho, el bautismo en la Muerte y la Resurreción de Cristo lo que realiza ese "hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso". Los Padres desarrollaron a porfía el retorno al Paraíso mediante el bautismo. Es conocido cómo los mosaicos decorativos de los antiguos baptisterios gustan de representar un decorado paradisíaco en el que los ríos de agua viva simbolizan el bautismo. Las ovejas -los fieles reunidos en la Iglesia- se abrevan allí y en medio de ellos aparece el Nuevo-Adán: Cristo. Todo lo que de Adán se dice en el transcurso del relato del Génesis debe recogerse cuidadosamente. Los Padres gustarán de oponerle los rasgos del Nuevo-Adán como una réplica infinitamente mejor. Es sabido cómo el paralelismo entre los dos Adán, tan querido a San Ireneo, por ejemplo, le lleva a trazar igualmente el paralelo entre Eva y la Nueva-Eva, María. Hasta el momento del sueño de Adán no se opera la transposición en el nacimiento de la Iglesia. De hecho, la Iglesia, Esposa de Cristo, salió del costado del Nuevo-Adán.

-Considerar la falta en su rescate

No es, pues, precisamente en Adán caído donde la Iglesia contempla la falta. Si habla de ella es más bien para considerar su rescate llevado a cabo por Cristo. Sano realismo de la Iglesia que comprende se mida el abismo de la falta pero que rehúsa centrar la religión en ella. El cristianismo no tiene por centro al pecado sino a Cristo vencedor del pecado y de la muerte. La promesa de la redención es más importante en la teología que el pecado mismo. El cristianismo no es religión de un dualismo: Espíritu del bien y espíritu del mal, sino religión de un Dios vencedor del mal.

¿Pecado original?

No es extraño que, desde hace mucho, el concepto de "pecado original" nos produzca cierto malestar. La repugnancia es doble: nuestra dignidad de hombre que parece mancillada, y una especie de injusticia de base. El mundo moderno, desde que se ha fijado en el cristianismo, rechaza en él la noción del pecado original. De este modo se expone a confusiones pero su actitud es comprensible. Con demasiada frecuencia la presentación del pecado original ha sido malsana; incluso sigue siéndolo a veces... Pocos conceptos han sido tan maltratados y destruidos por innumerables confusiones como el del pecado original. Por otro lado, para disimular una cierta congoja que provoca el concepto de este pecado, se transforma el relato del Génesis en un cuento de atardecer para niños buenos... o malos. Después de haber creado un mito resulta más fácil desechar la realidad que se ha disimulado inteligentemente.

No se trata de entrar en la jungla de las discusiones teológicas. El cristiano no especializado tiene el derecho de poder entender lo esencial de un problema que le afecta profundamente. Dejemos, pues, de lado la aportación de los diferentes autores de los capítulos 2 y 3 del Génesis. Queremos dejar a un lado, incluso, la cuestión de un único hombre pecador; de hecho existían ya dos personas pecadoras. Incluso hay que reconocer que el término "Adán" no significa filológicamente una persona, como si de un nombre propio se tratara, sino más bien el conjunto de la humanidad, el hombre, los hombres. En los 539 empleos de la palabra "Adán", los traductores han resuelto el caso acertadamente traduciéndola por el término "hombre". Por ejemplo en Ezequiel repetidas veces se emplea el término "Adán", traducido normalmente por "hombre". En Ezequiel 19,3: "...se hizo un león joven; y aprendió a desgarrar su presa, devoró hombres", más exactamente: "comió hombre", Adán (ver también Ez. 20,11.13.21; 25, 13 etc. Gn. 7,21; 9,5). Pero no entremos en estos problemas; además ni la pareja ni la multiplicidad de parejas plantean dificultades reales. Lo que es más difícil de captar es lo esencial de los capítulos 2 y 3 del Génesis. Se necesitaría un libro para tratar de ello; contentémonos con una breve síntesis, con algunas indicaciones que nos hagan reflexionar y nos despierten las ganas de profundizar en el tema, y nos proporcionen elementos suficientes para poder vivir el tiempo litúrgico que nos proponemos entender mejor.

Lo hemos dicho más arriba: Dios crea lo divino. Al crear al hombre no pensó en otra cosa más que en crear un ser que había de participar en su naturaleza divina. Era preciso que el hombre aceptara ser Dios siguiendo los métodos indicados por el Creador mismo. Nada de automatismo en esta creación de un hombre divino: se requiere el consentimiento del hombre en su propia divinización. El hombre creado para ser divino debe acceder a eso divino y cooperar a ello con todas sus fuerzas. Indudablemente, de Dios es de quien procede todo don, y toda la obra de la creación, como la de la divinización, depende únicamente de él. Pero cuando Dios crea al hombre no quiere hacer de él una cosa y así es preciso que el hombre creado colabore con su propia estructura que es, en el plan divino, la de imagen y semejanza de Dios. Dios propone la divinidad cuando crea pero no la impone como tal. En este respeto hacia lo que él crea, Dios deja necesariamente un sitio para el fracaso. Sin embargo, hay que advertirlo: en el plan de Dios el hombre está dotado de fuerzas sobrenaturales que después él perdió al no seguir las perspectivas divinas. Pero estamos invitados por el Señor a vivir una vida como la suya; él lo ofrece sin imponerlo; ya no podría ser verdaderamente divino quien se viera forzado a serlo. Esta creación es una iniciativa divina lo mismo que la gracia de llegar a ser "divino" es un don de Dios.

De hecho, ha habido una catástrofe inicial que ha hecho perder a la humanidad este don de divinización que no aceptó, a pesar de los dones de fuerza que le habían sido otorgados y la lucidez que le competía. En adelante, el que nace, sin estar radicalmente corrompido, como pensaba Lutero, nace en un mundo enfermo bajo todos los aspectos: física, fisiológica, intelectual y espiritualmente. El que nace ya no tiene en sí mismo las fuerzas suficientes para enfrentarse con el mundo al que acaba de llegar: tendrá que desarrollarse, llegar progresivamente a la divinización o rechazarla; abandonado a sus propias fuerzas no puede pensar en entrar en el camino de la divinización. Es tributario de la humanidad pasada y presente en la que se encuentra situado. El individuo no está aislado; todo enriquecimiento del hombre es social, toda perversión del hombre es social. No se hereda la culpa de los antepasados, pero se heredan sus taras. Existe un estado que ha precedido a lo que ahora nosotros constatamos en la humanidad: la propensión al mal. Es preciso constatar que en el mundo sólo el hombre tiene la capacidad de destruirse a sí mismo. Esta destrucción es ''el mal''. Es lo contrario de la creación; se opone a ella aunque en realidad no es un ser: es únicamente negación. Pero el mal es el resultado de una voluntad, y el hombre es su responsable.

-El mal hoy día

Y aquí está el escándalo permanente: ¿Cómo puede existir Dios con sus necesarias cualidades de justicia y bondad, toda vez que se impone la constatación del mal en el mundo? ¿Y de qué han servido tantos siglos de cristianos? Los antiguos sentían la tentación de resolver el problema a base de un dualismo: una potencia de mal y una potencia de bien. Nuestros contemporáneos lo resuelven más radicalmente con el ateísmo. Porque el hecho del mal se considera con mucha frecuencia como el argumento maza contra el cristianismo. Pero no es así. Si pensamos en el mal más radical, la muerte, el mal absoluto según una visión pagana, nos encontramos en plena oposición entre el pensamiento cristiano y el pensamiento del mundo. Para el cristiano la muerte no es aniquilación de la persona; no es más que una etapa, un momento de desarrollo de la creación total del hombre. A partir de ahí, no existe oposición entre muerte y bondad de Dios; podrá incluso decirse que el hecho de la muerte es obra de la bondad de Dios que continúa su plan de creación a pesar de las oposiciones del hombre. Y otro tanto podría decirse de los fracasos de la vida de los hombres: no hay fracaso más que desde una perspectiva mundana del éxito. Para un cristiano el éxito no merece tal nombre más que por referencia a un destino definitivo y futuro. El mal no puede, por tanto, definirse sino en función de lo definitivo a lo que el hombre está llamado.

-Falta y reparación

Dios se preocupa de los hombres, pero para divinizarlos tiene que dejarles la responsabilidad de sus actos. La divinización es siempre voluntad de Dios respecto al hombre, y le da para ello los medios. A esto apunta la antítesis Adán-Cristo, tan querida al Nuevo Testamento (Mc 1,13; Rm. 5,12-21; 1 Co. 15,22-45-49).

Tendremos ocasión de escuchar la proclamación del evangelio de Marcos 1,13 y la tentación de Cristo, precisamente el 1er. domingo de Cuaresma. Contiene una clara voluntad de oponer a Cristo en cuanto Jefe de una humanidad nueva que viene a vencer allí donde Adán había sido vencido. El paralelismo se lleva lejos: Adán y Jesús son tentados por Satanás. Ha podido pensarse que éste es el motivo de que Lucas haga iniciarse la genealogía de Jesús en Adán (Lc. 3, 38) y hay que advertir que su relato de la tentación (4,1 y siguientes) viene inmediatamente después de esta genealogía. Henos, pues, invitados a leer el Génesis en la reparación y en una creación nueva. San Pablo desarrolla con acentos de triunfo la oposición Adán-Cristo. Hay que leer aquí todo el pasaje de la carta a los Romanos 5,12-21. Es, además, la segunda lectura del 1er. domingo de Cuaresma (Ciclo A). Allí donde se había multiplicado el pecado, sobreabundó la gracia. Adán es figura de aquél que había de venir (Rom. 5,14), y Cristo ha dado a la humanidad gracia y vida (Rom. 5, 15). Hay universidad de la gracia, y allí donde hubo muerte habrá resurrección (1 Co. 15, 22) y los resucitados tendrán un cuerpo glorioso e incorruptible (1 Co. 15, 44.49). Abandonaremos, en consecuencia, la imagen de Adán, corruptible y mortal, para tomar la de Cristo, cuerpo espiritual. San Pablo toma aquí el texto del Génesis (2, 7) y utiliza la versión de los LXX: "fue hecho el primer hombre alma viviente", y añade en paralelismo: "el ultimo Adán, espíritu que da vida". En nuestro cuerpo físico y terreno nos parecemos al primer Adán; en nuestro cuerpo glorioso y celeste seremos, por el contrario, semejantes al ultimo Adán (1 Co. 15, 48).

-Significado optimista de la Cuaresma

En realidad, la Cuaresma presenta una visión optimista del mundo. Lo ve como pecador refiriéndose a los comienzos de la humanidad, pero contempla la falta en su rescate, y la destrucción de una creación la ve ante su destino de renovación. A los todavía no convertidos, les propone la entrada, mediante el bautismo, en una creación nueva; a los ya bautizados, una revisión de vida, un paso adelante en la divinización que les ha sido otorgada en principio, pero que siempre deben realizar consciente y más profundamente.

-Sinceridad y lealtad

Mucho más que una ascesis artificial y mucho más que un incremento de observancias, la Cuaresma propone a todos los hombres tener el valor sincero y leal de revisar su manera de ser, de ver dónde se encuentran, lo que quieren, lo que han entendido de la vida cristiana. Estos 40 días vividos con Israel en el desierto, con Moisés, con Elías y sobre todo con Cristo son un período profundamente espiritual. Nos sabemos frente a la tentación, pero también nos sabemos capaces de vencer con Cristo. La pregunta es ésta: ¿lo queremos leal y sinceramente? Eso no suprime el hecho de nuestra nativa debilidad, de los influjos diversos, fisiológicos, psicológicos que actúan en nosotros; pero no somos tentados por encima de nuestras fuerzas. Visión optimista, pero sentido del riesgo, con seguridad de la victoria si empleamos los instrumentos ofrecidos por Cristo. Para un futuro bautizado, la Cuaresma es la adquisición estudiada de esos instrumentos; para nosotros, la revisión de la destreza en su empleo, en su mantenimiento, a veces en su reparación. La Cuaresma es así colaboración del hombre con Dios para hacer lo divino.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 3 CUARESMA
SAL TERRAE SANTANDER 1980, págs. 20-26