III. El pecado en la reflexión teológica

 

La reflexión teológica ha sometido a constante análisis el tema del pecado y ha intentado colegir su elemento formal y sus aspectos característicos. Nos limitaremos aquí a recordar algunas de las definiciones más notables que resumen sintéticamente los resultados de esta reflexión.

I. EL PECADO COMO VIOLACIÓN DE LA LEY DE Dios - Es célebre la fórmula de san Agustín: "El pecado es una expresión, o un hecho, o cualquier tipo de deseo que se oponga a la ley eterna". Esta definición no se debe leer, sin embargo, en un sentido legalista, sino en la perspectiva de una interpretación personal de la ley. No se trata principalmente de la infracción de una norma, sino de una actitud de oposición a Dios, autor de la ley, incluso cuando ésta está mediatizada por los que participan en la comunidad del poder de orientar los caminos de los hombres. La ley no es sólo una norma impuesta desde el exterior, que frena o limita la libertad humana, sino ante todo, y más radicalmente, una dimensión que estructura al ser humano en sí mismo y que orienta y estimula su desarrollo (S. Th., I-II, y. 106, a. 1). De ahí que violar la ley sea oponerse a la orientación fundamental de la propia persona hacia el bien, al cumplimiento de la misión implícita en la llamada a la vida y manifestada en el conjunto de los acontecimientos a través de los cuales se explicita.

2. EL PECADO COMO OFENSA A Dios - ES una definición que se sitúa en la línea de la reflexión bíblica. Santo Tomás la propone en diversos contextos. La encontramos reafirmada expresamente por Pío XII en la Humani generis (DS 3891). A la luz de la reflexión bíblica, esta definición no se entiende en sentido antropomórfico, lo que podría dar lugar a una interpretación extremadamente restrictiva. Aunque sin excluir la posibilidad de comportamientos que impliquen explícitamente un rechazo de Dios, la ofensa a Dios se concretiza con mucha mayor frecuencia en un comportamiento perjudicial al prójimo y al hombre mismo (S. Tomás, C. Gent., 3, c. 122).

3. LA DIMENSIÓN SOCIAL DEL PECADO -Esta dimensión se pone de manifiesto, no tanto por un contagio de carácter psicológico cuanto debido a la vinculación de solidaridad de todos los hombres entre sí. Cuanto más se disgrega la comunión en Cristo, tanto más aumenta la solidaridad en el mal que manifiesta y consolida el pecado. Esto se evidencia principalmente por la actual forma de vida intensamente socializada, que nos sensibiliza más al aspecto social del pecado y a una mayor corresponsabilidad frente al mal del mundo (conflicto de los egoísmos colectivos, inhumanidad en el ejercicio del poder, destrucción de los recursos naturales...).

4. EL PECADO COMO ALEJAMIENTO DE DIOS Y CONVERSIÓN A LAS CRIATURAS - ES una fórmula que se repite con mucha frecuencia y variedad en las obras de san Agustín. Esta definición sintetiza la realidad del pecado intentando captar la doble dimensión en la que se concretiza: la perspectiva teocéntrica, según la cual el pecado es oposición a Dios y deformación de su obra, y la antropocéntrica, que contempla el pecado como mal del hombre en su plena realidad personal, social y cósmica, como disminución que impide la plenitud humana (GS 13).

Después de hacer estas alusiones bíblicas y teológicas, volvamos a plantearnos las cuestiones más específicas que se derivan del problema del pecado en los tres planos ya antes enunciados: instintivo, moral y espiritual.

IV. Sentido de culpa y pecado

1. EL SENTIMIENTO DE CULPABILIDAD - Podríamos definir el "sentido de culpa" como una sensación dolorosa (vergüenza, miedo, escrúpulo) que acompaña a un acto juzgado como "mal" y cuyas causas no derivan de la conciencia de pecado en sentido teológico, sino de otras experiencias realizadas en el decurso de la propia existencia. Muchas veces el sentido de la culpa va acompañado de sensaciones que contrastan claramente con el espíritu de fe, como el carácter de ineludibilidad hasta la desesperación. Muchas veces los conceptos de pecado y sentido de culpa se identifican indebidamente con términos como remordimiento, miedo del pecado y sentido del pecado.

En relación con el "pecado", entendido en sentido teológico, el sentido de culpa presenta algunas características fácilmente destacables: se impone, por ejemplo, sólo para algunos pecados privilegiados, con variables intensas de tipo histórico y cultural: además, puede variar, ya sea por su objeto como por su intensidad, de sujeto a sujeto.

Así hay algunos que son mucho más susceptibles que otros -incluso culpabilizados en la misma dirección- al sentida de culpa que puede suscitar una determinada acción. En lugar de tener una función preventiva del pecado, en los sujetos muy culpabilizados el sentido de culpa se vive como tal y produce un sufrimiento y una vergüenza llevados al extremo, a la exageración del pecado cometido, a la exasperación de intentos de reparación y a la intensificación de las demandas de perdón. Es posible encontrar personas muy culpabilizadas en un determinado sector de la moral, mientras que carecen casi por completo de escrúpulos en los demás sectores.

Si analizamos el sentido de culpa bajo una perspectiva más marcadamente psicológica y recordamos su origen, el sentimiento de culpabilidad proviene y se constituye por la interacción entre un sujeto, por una parte, y el conjunto de las relaciones sociales, por otra. No nace con el sujeto, sino que se forma a lo largo de la vida como respuesta automática a las exigencias, a las prohibiciones y a las solicitaciones del ambiente. El sentido de culpa no puede estar ligado a un suceso particular ni a un estadio preciso del desarrollo afectivo. La culpabilidad representa, junto con la inseguridad, la característica de toda angustia. La angustia es siempre el miedo a una pérdida real o imaginaria. Se vive en diversos estadios: la angustia del nacimiento, del destete, el miedo de la castración (al descubrir al padre) y el miedo de la muerte.

A través de todas las frustraciones padecidas por nuestra exigencia de amor a los padres, cuando esta frustración se percibe como algo merecido, se construye nuestra culpabilidad. No es a través de un trauma solo, sino a través de todo un conjunto de actitudes, de preguntas y respuestas, de rechazos y frustraciones, como nace el carácter conflictivo de todo encuentro, de donde se generan la angustia y la culpabilidad. Estas afectan a nuestra necesidad más fundamental, que es la de amar y ser amados y reconocidos como dotados de valor.

2. CONFRONTACIÓN DEL ANÁLISIS DE LA CULPABILIDAD CON LA EXPERIENCIA HUMANA Y CRISTIANA DEL PECADO - Sentido del pecado y sentido de culpa son dos realidades claramente distintas, en el sentido de que el uno deriva de una vida de fe y el otro proviene del contexto psicosocial del sujeto.

El sentido del pecado se puede definir como un acto de comprensión por haber realizado (o querer realizar) una falsa absolutización de aspectos propios creaturales, apartándose de Dios como único fin verdadero en sentido absoluto. Este sentido del pecado no se reduce a un simple acto racional, sino que constituye un "sentir" efectivo, filtrado del entero sujeto viviente, de fallar en la propia orientación de fondo. En todo caso, este sentimiento será genuino en la medida en que tenga su origen y sea alimentado por la conciencia teológica, es decir, por la vida auténticamente orientada según la fe. Se puede hablar del sentido del pecado en la medida en que entran en juego motivos fundados en la revelación de Dios al hombre: lo demás es extraño al ámbito de la fe y, por tanto, se diagnostica y se cura mediante la obra organizadora del hombre.

Es de advertir que una característica fundamental de la revelación cristiana del pecado es la del amor de Dios y su perdón. Todo sentimiento de desesperación y de miedo después del pecado no estará dictado consecuentemente por la fe y deberá ser curado mediante otras terapias.

El sentido de culpabilidad aparece como una realidad ambivalente; es un elemento negativo cuando asume formas patológicas que llevan al sujeto a enclaustrarse en sí mismo en una actitud de angustia, de resignación y de pasividad. Pero se convierte en algo positivo cuando el dolor experimentado estimula al sujeto a salir de su situación, partiendo de motivaciones dictadas por el conocimiento de la razón e inscritas en el contexto del desarrollo global de toda la persona.

Esta reflexión de tipo psicológico nos proporciona el enlace y el pase lógico al plano moral, no en el sentido de una ruptura, sino en el de una continuidad; lo mismo que el plano moral, realmente totalizante en el nivel que le es propio, será un momento que debe integrarse en la visión de la fe, que para un cristiano es el único que puede resultar totalizante de manera última y definitiva.

 

V. El pecado en el plano moral

El plano moral se distingue del puramente instintivo y psíquico, como hemos advertido anteriormente, en cuanto lugar de la realización consciente, libre y autónoma de la persona humana en su estar-en-el-mundo y en su realización intersubjetiva con la Persona absoluta, Dios. Pero es precisamente esta dimensión de la libertad, fuera de la cual queda privado de sentido todo discurso moral -y toda responsabilidad frente al mal cometido-, lo que hoy día se pone más que nunca en tela de juicio, hasta el punto de plantearse el problema de si todavía puede hablarse lícitamente de mal y culpa cometida por el hombre.

En este problema, junto con la relación entre libertad y ley, nos detendremos un poco, ya que esto nos llevará a afrontar la cuestión de extrema actualidad sobre la objetividad o no de la norma moral. La norma moral abstracta, que impone al hombre lo que debe hacer para satisfacer las exigencias de la ley divina y humana, ¿se dirige al hombre real o se dirige a un hombre idealizado? ¿No reclama quizá una madurez que por definición es irrealizable, de la cual no participan el sujeto y la humanidad sino de una forma aproximativa y analógica? Teniendo en cuenta otra vez los datos de la psicología, por un lado, y las conquistas del pensamiento teológico, por otro, intentaremos encuadrar los términos de esta cuestión.

1. MORAL Y LIBERTAD - "En un primer paso de reflexión afirmo que sentar la libertad es tanto como asumir el origen del mal. Mediante esta proposición afirmo que hay un nexo entre mal y libertad tan estrecho que ambos términos se implican mutuamente. El mal tiene sentido como mal precisamente porque es obra de la libertad. La libertad tiene sentido como tal libertad, porque es capaz de realizar el mal. En virtud de este hecho real rechazo la escapatoria de pretender que el mal existe a la manera de una sustancia o una naturaleza, que existe igual que las cosas susceptibles de caer bajo la observación de un espectador situado fuera. Esta pretensión se encuentra no sólo en las fantasías metafísicas, tales como aquellas a las que hubo de enfrentarse Agustín, el maniqueísmo y todas las metafísicas que conciben el mal como una entidad. Esta pretensión puede adoptar una apariencia positiva, incluso científica, bajo la forma del determinismo psicológico o sociológico. Asumir la causa del mal en sí mismo es tanto como desechar la claudicación de pretender que el mal es algo, una realidad vigente en el mundo de las cosas susceptibles de ser observadas, lo mismo si estas cosas se entienden en sentido físico que si se sitúan en el orden psíquico o en el de las realidades sociales. Afirmo que soy yo quien ha actuado. Ego sum qui feci. No hay ningún ser-mal; sólo existe el mal que yo he hecho. Asumir el mal es un acto de lenguaje comparable a la palabra eficaz, en el sentido de que es un lenguaje que realiza algo, es decir, que carga sobre sí la responsabilidad de una acción".

"Dije antes que la relación era recíproca; ciertamente, si la libertad cualificaba el mal como un actuar, el mal, por su parte, pone de manifiesto la libertad. ¿Qué quiere decir realmente eso de que se me imputan mis propios actos? Significa, ante todo, asumir las consecuencias de aquellos actos para el futuro, es decir, que quien hizo es también quien deberá admitir la falta, reparar los daños, soportar la censura. En otras palabras: que me ofrezco como portador de la sanción. Admito entrar en la dialéctica de la alabanza y la censura. Pero al afrontar las consecuencias de mi acción, me sitúo en un momento anterior a mi acto y me señalo a mí mismo no sólo como el que realizó tal acción, sino como quien pudo actuar de otra manera. Esta convicción de haber obrado libremente no es asunto que pueda ser objeto de observación. Se trata también de una actitud eficiente: me declaro, después de lo hecho, como quien pudo actuar de manera diferente. Este `después de lo hecho' señala la contrapartida del asumir las consecuencias. Quien carga con las consecuencias se declara libre y pone de manifiesto esta libertad como activa ya en la acción, porque es incriminado. En este momento puedo afirmar que soy yo quien ha llevado a cabo esa acción. Este paso del estar frente al situarse detrás de la responsabilidad es algo esencial, pues constituye la identidad del sujeto moral a través del pasado, el presente y el futuro. Quien habrá de cargar con la censura es el mismo que ahora asume la acción, porque es el que actuó. Afirmo la identidad de quien asume las futuras responsabilidades de su acción y de quien actuó. Y ambas dimensiones, futuro y pasado, se ligan en el presente. El futuro de la sanción y el pasado de la acción cometida se unen en el presente de la confesión".

"Tal es la primera etapa de reflexión en la experiencia del mal; la instauración recíproca de la significación de libre y de mal es una realización específica: la confesión".

De esta premisa, citada íntegramente por su claridad y lucidez, podemos deducir que aceptar la libertad humana en su dimensión histórica significa admitir la eventualidad de la culpa. Rechazar la existencia y la gravedad de la culpa moral significa menospreciar el cometido de la libertad humana como capacidad real de opción fundamental y reducir el mal a la condición objetiva de infelicidad, extraña a la propia voluntad, en que se encuentra el hombre.

 

El hombre es un "ser de deseo"' caracterizado por la insatisfacción y orientado, por lo tanto, a un fin totalizante, que puede estar indicado por el nombre de vida, plenitud o felicidad. Toda realización inmediata, y, por lo tanto parcial, de felicidad, contiene en sí misma la experiencia de la insatisfacción, la necesidad de ir más allá. Así, después de todo encuentro, el retorno de cada cual a su propia soledad hace emerger de nuevo el conflicto que está dentro de nosotros mismos y nos remite a la constatación de lo imperfecto de nuestra personalidad y de la comunión en el amor.

La condición humana es un entramado de deseo de felicidad, de comprobación de la propia fragilidad y de amenaza de infidelidad. El deseo de la felicidad se ve siempre multiplicado y reavivado por el desafío que presenta a la infidelidad. La infidelidad está fundamentalmente determinada por la finitud, que representa un obstáculo para nuestra necesidad de plenitud y de absoluto dondequiera que se lo identifique.

La culpa moral no puede identificarse con la finitud, sino que añade la intervención de la voluntad; el hombre es culpable cuando se satisface con su propia finitud y la transforma en un fin totalizante y en suficiencia, lo cual equivale de hecho a negarla en cuanto finitud.

En el plano ético se podrá decir entonces que se es culpable cuando el objeto inmediato del deseo (finito en cuanto tal) viene a ser absolutizado, perdiendo de vista el fin absoluto en su trascendencia. Es, por lo tanto, la "tematización del deseo de absoluto en objetos finitos, con la consiguiente negación de la visión totalizante implicada en este deseo".

Reducir el mal del hombre a la propia infelicidad, situándolo fuera del ámbito del propio querer, significaría negar toda la dimensión ética que surge del encuentro y del reconocimiento -como otros tantos elementos originales e irreducibles- de la acción, de la libertad y de la tendencia a la perfección, con su aspecto negativo, aportado por la culpabilidad objetiva.

 

El hombre es "libertad en situación".

La afirmación de la existencia y del valor de la libertad humana no puede eludir una confrontación con todas las formas de condicionamiento individual y social que nos afectan de hecho y que nos hacen definir la libertad del hombre como una libertad en situación. Ya la moral clásica y el mismo derecho canónico han reconocido siempre los límites de la libertad humana: se distinguían los impedimentos "intrínsecos" al sujeto (la ignorancia, la concupiscencia y el hábito) de los impedimentos "extrínsecos" (la violencia fisica y moral, el temor, el engaño y la extorsión).

Estas posiciones experimentan una puesta al día. En efecto, toman como punto de partida el presupuesto de que la libertad humana es una facultad de decisión perfectamente autónoma y que sólo unos factores accidentales -siempre excepcionales, aunque bastante frecuentes- pueden impedir momentáneamente su ejercicio. La imagen del hombre tal como nos la presenta la antropología contemporánea es bastante diversa. Se mira la libertad humana como una libertad situada; la dialéctica de la libertad y del determinismo es, por lo tanto, inherente a todo acto humano. Y únicamente mediante esta dialéctica la acción libre se transforma en acción verdaderamente humana.

Parece, por otro lado, que la ciencia actual encuentra mayor dificultad en salvaguardar, en el marco de este debate, el aspecto específico de la libertad que en subrayar todas las servidumbres que gravan sobre el obrar humano. Estas pueden agruparse en tres causas principales: factores de orden biológico, social y psicológico.

Bajo el perfil biológico, la moral clásica consideraba de una forma casi exclusiva los factores hereditarios. Pero hoy día los descubrimientos recientes de la neurocirugía, de la endocrinología -con las mutaciones que estos tratamientos implican para la personalidad-, así como las consecuencias del uso de diversos excitantes, narcóticos y tranquilizantes, ponen de manifiesto más vivamente la influencia profunda que los factores biológicos pueden ejercer sobre el psiquismo y sobre la libertad de conciencia. El equilibrio del hombre y su sistema nervioso se han vuelto mucho más inestables a causa de la necesidad de adaptarse a situaciones nuevas, impuestas por el ritmo de la vida y del trabajo, por las responsabilidades sociales, por el fenómeno de la robotización del hombre creado por una sociedad supertecnificada.

Por lo que respecta a las influencias sociales, la moral clásica aplicaba conceptos más bien superados, como los de respeto humano, miedo y vergüenza. Hoy día se prefiere subrayar las presiones ejercidas por la mentalidad común (propaganda, publicidad, presión ideológica, desinformación); la influencia de las relaciones afectivas vividas en varios niveles de la integración social, que ha llevado a algunos sociólogos a definir la conciencia moral como la facultad de adaptación instintiva de la persona a las exigencias del grupo; la misma estructura burocratizante y robotizante del Estado moderno y la despersonalización social unida a la reducción al anonimato.

En el sector de las influencias psicológicas, la moral clásica hablaba de tiranía del hábito y de servidumbre a las pasiones. Hoy día son los datos de la psicología profunda los que motivan la verdadera naturaleza de los vínculos que ligan al hombre a su pasado y se remontan al origen, hasta su primera infancia e incluso a la misma existencia intrauterina. Tan sólo mencionaremos este factor, cuyo análisis nos llevaría muy lejos.

Advirtamos, en particular, el problema de las motivaciones inconscientes, que escapan por completo a la conciencia clara del sujeto y son determinantes en actos que el sujeto por su parte considera perfectamente normales, lúcidos y libres. Se trata de las consecuencias provocadas por traumas súbitos en el decurso del crecimiento y del desarrollo psíquico, bajo la influencia de un cierto tipo de educación, y que llevan a la formación de complejos neuróticos y a un proceso de infantilización que suele darse con bastante frecuencia incluso en una vida consciente y adulta aparentemente equilibrada.

Las causas de este proceso de infantilización son múltiples, como la dislocación de la familia: la ausencia casi completa de la imagen paterna en la educación, que orienta rápidamente hacia un matriarcado pedagógico; la educación establecida sobre el modelo del hijo único; la precocidad de la crisis de la pubertad, que cada vez más hace resaltar la diferencia entre madurez física y espiritual; la incertidumbre de una época que no posee ya un ideal de humanidad válido y universalmente aceptado; el carácter superficial de nuestra civilización.

A la luz de estas sencillas consideraciones, pasando del plano teórico, del que habíamos partido al citar a Ricoeur, al plano práctico, se puede deducir, por tanto, que el hombre no siempre hace lo que piensa hacer y que hay expresiones como "sabía bien lo que hacía", "lo he hecho a propósito", que no siempre representan una escala válida para medir el verdadero grado de libertad de los actos propios. Pero entonces, ¿se puede todavía hablar en realidad de pecado?

Especialmente la noción de pecado mortal conectada con la idea de plena advertencia y consentimiento deliberado, ¿no resulta sumamente problemática? Lo que nosotros llamamos pecado, ¿no puede ser tal vez el efecto de cuanto hay en nosotros de inmadurez, inadaptación social, incapacidad de asumir plenamente nuestro pasado, de todo cuanto queda en nosotros a nivel de instinto, y no puede ser, por tanto, imputado a nuestro libre albedrío? El pecador no sería entonces un culpable, sino un enfermo o un ser que todavía no ha llegado a su madurez.

El hecho de que se le considere demasiado frecuentemente como culpable y como tal se le condene sería una señal de que la sociedad y la Iglesia, que toman esta actitud respecto a él, no han llegado a una madurez suficiente y han quedado prisioneras del infantilismo propio de una moral instintiva.

Después de haber bosquejado de forma sumaria los términos del problema, indicaremos a continuación algunas pistas para su solución.

 

2. OPCIÓN FUNDAMENTAL Y ELECCIÓN OBJETIVA - La elección del obrar humano se convierte en una elección realmente libre cuando hunde sus raíces en los estratos más profundos del ser. Se deben distinguir las elecciones entre una multiplicidad de objetos particulares (que pueden estar también determinadas por el instinto), de la elección relacionada con el conjunto de la existencia, que afecta al significado de la existencia misma y en la cual la persona entera se compromete incondicionalmente. A esta última le damos el nombre de "opción fundamental".

Los términos de la elección son o la apertura de sí mismo, acogiendo una evolución a cualquier precio, o el repliegue sobre sí mismo, rechazando el riesgo y, por lo tanto, la realización propia.

La opción fundamental, al encarnarse en la realidad de la historia, deberá establecer el contacto con el dato psicofísico y asumir consecuentemente todos los determinismos que condicionan su ejercicio y, al asumirlos, comprometerlos libremente en nuevos riesgos. La elección objetiva continua que implica esta encarnación será una elección verdaderamente libre tan sólo en la medida en que participe de la libertad de la opción fundamental. Solamente este grado de participación permitirá definir cada una de las acciones individuales como buenas o pecaminosas desde el punto de vista moral o religioso.

Advirtamos también, desde el punto de vista psicológico, que el sufrimiento que experimenta el hombre a causa de su impotencia para realizarse deriva propiamente del hecho de que el condicionamiento de sus complejos choca con una realidad opuesta, que no puede ser sino la libertad creadora, la cual, a su vez, le hace consciente de la impotencia en cuanto tal. Toda psicoterapia consiste, por otra parte, en buscar el modo de ofrecer a la opción libre la posibilidad de abrirse camino a través de las redes de los determinismos que tienden a sofocarla.

Planteado en términos puramente abstractos, el problema de la libertad continuará siendo simplemente objeto de discusión, sin posibilidad de llegar a una respuesta exhaustiva. La solución verdadera se podrá encontrar únicamente en la práctica, ya que la duda sobre la existencia de la libertad nos lleva a caer en la cuenta de que esta libertad está por construir. La libertad no es inmediata, sino mediata; no es fuente, sino un compromiso: el compromiso de hacerse más libre.

Llevar al hombre a una mayor libertad, tal es la tarea esencial y permanente. Descargar al hombre de su propia responsabilidad significaría privarle de su posibilidad de actuar, de transformarse y de progresar. Dar al hombre el sentimiento de la propia responsabilidad significa, por el contrario, permitirle que supere su propio pasado y que evolucione, que se abra al futuro en una perspectiva de mayor reconciliación. Este es también el significado más auténtico del reconocimiento y de la confesión de la propia culpa, no en el sentido negativo que hemos descrito al hablar del sentimiento de culpabilidad, sino en el sentido positivo y estimulante del término.