ORACION - SÚPLICA


I
¡AH, SI RASGARAS LOS CIELOS!


/Flp/04/04-07: Alegraos en el Señor siempre; lo repito: alegraos 
Que vuestra bondad sea notoria a todos los hombres (Flp 4,4-5). 
Acabamos de invocar al Señor en nuestra liturgia, y creo que en 
nuestra vida cristiana y en nuestra vida religiosa esta dimensión de 
la espera de Jesús es fundamental. Sin esta espera viva y activa es 
casi imposible vivir las bienaventuranzas, la pobreza, la pureza de 
corazón, la humildad, la misericordia. Hay que esperar a Jesús como 
al que debe venir a colmarnos, a llenarnos de alegría y de paz. Ello 
es quizá tanto más importante porque se ha insistido—y había que 
hacerlo—en la presencia del Señor en el centro de nuestra historia 
y en el corazón de los hombres. 
La presencia de Cristo dentro de nosotros mismos la expresa san 
Pablo en su Carta a los Gálatas, capítulo 2, versículo 20: Ya no vivo 
yo, pues es Cristo el que vive en mí. 
En nuestra vida espiritual debemos mantener un doble 
movimiento. Por una parte, el Señor se identifica con cada uno de 
nosotros, y más especialmente, lo sabéis bien, con los pobres, con 
los pequeños, con los abandonados; es el capítulo 25 de Mateo: Lo 
que hicisteis con uno de mis hermanos más pequeños, conmigo lo 
hicisteis. Pero al mismo tiempo está siempre fuera de nosotros, y le 
esperamos sin cesar. A veces tengo que predicar a chicos y a 
chicas. Cuando les hago la pregunta: "¿Creéis que hoy podéis 
encontrar a Jesucristo?", la mayoría de las veces me responden: 
"Sí, sí, ciertamente; se le puede encontrar; pero está en los otros". 
Nadie puede negarlo; es lo primero. Pero Cristo no se identifica con 
los otros; tiene un rostro propio, un rostro que le caracteriza; y si no 
valiera más que el otro, no se lo podría encontrar en los otros. La 
comparación que hay que emplear es la de la madre que se va y 
que tiene dos hijos, uno de doce años y otro de seis. Le dice al 
mayor: "Tengo que ir al hospital unos meses; cuanto le hagas a tu 
hermano pequeño, me lo harás a mí". Ni el mayor ni el pequeño 
olvidarán un solo instante a su madre; la esperarán. Tampoco un 
cristiano puede olvidar a Jesucristo. Si estáis ahí, lo mismo que yo, 
es porque un día os habéis sentido seducidos por el rostro de 
Jesucristo, abrasados por él. "Dichoso aquel al que tu rostro ha 
fascinado", dice la canción. Desde ese momento no podemos 
prescindir de él; lo esperamos y decimos como Teresa de Avila en 
su lecho de muerte: "Por fin vamos a encontrarnos". He ahí la 
afirmación de Pablo: El Señor está cerca, vuelve. En seguida 
veremos por qué tenemos que llamarle, suplicarle que venga. 
El versículo siguiente es muy explícito: No os inquietéis por cosa 
alguna, es decir no hagáis caldo de cultivo con vuestras 
preocupaciones. Pablo escribe una frase importante, que define lo 
que es la vida de oración en ámbito cristiano: No os inquietéis por 
cosa alguna. ¿Por qué? Porque el Padre ve y sabe lo que 
necesitamos. No preocuparse del mañana es lo primero. 
Instintivamente sentimos miedo. En todas las circunstancias, dice 
Pablo. En la oración tomáis todas las circunstancias de vuestra vida 
que despiertan miedo en vosotros, que hacen que no os sintáis 
seguros del mañana, o todos vuestros trabajos previstos e 
imprevistos. Pablo nos hace rezar en plena vida, con una oración 
arraigada en toda una existencia. En todas las circunstancias, en la 
acción de gracias, orad y suplicad para dar a conocer a Dios 
vuestras peticiones (Flp 4,ó). Tenemos ahí el doble movimiento de 
la oración cristiana. Toda oración cristiana es ante todo una oración 
de alabanza, de acción de gracias. Se dan gracias a Dios por 
cualquier circunstancia de la vida que haya que vivir. Cuando se ha 
comprendido el poder de la alabanza y el poder de la acción de 
gracias, se comienza a mirar la vida más serenamente, con más 
paz. Que vuestra serenidad sea conocida por todos los hombres. La 
alabanza y la acción de gracias por todo es quizá la actitud que más 
ha de darse en nuestra oración cotidiana, en particular por la noche 
cuando hacemos el examen de conciencia. Habría que dar gracias 
por todo lo que Dios hace en nosotros, por todas las personas que 
nos encontramos, por todos los acontecimientos. 
Además, orad. Para insistir, Pablo dirá: Suplicad. Por eso deseo 
insistir en la súplica. Pablo añade: Para dar a conocer a Dios 
vuestras peticiones. Cada vez que se trata de la oración en el 
evangelio, se trata de la oración de petición. Se grita porque se 
siente una necesidad. Pensad en el amigo importuno, en la viuda 
importuna; son personas que piden. La súplica, pues, parece ser la 
piedra de toque de una vida de oración. ¿Cómo decir esto? Es lo 
que me hace sentir si en una vida alguien suplica o no suplica, 
alguien está de rodillas o no lo está. En muchas circunstancias, en 
muchos casos, somos incapaces de decir más que: "Rece, suplique 
y pida". ¡Cuántas veces oímos hablar de situaciones en las que no 
podemos decir otra cosa! Y muy pronto veréis si en ese momento la 
persona que está con vosotros, delante de vosotros, va a decir: "No 
puedo suplicar". Hace algún tiempo, alguien me contaba una prueba 
para la cual es inútil dar un consejo o sugerir algo. Le dije entonces: 
"¿Suplica usted?". Me respondió: "¿No comprende que al decirme 
eso no hace más que agravar mi peso, porque eso es justamente lo 
que no sé hacer?". Y se sobreentendía: "Es lo que no quiero 
hacer". Y es que cuando alguien comienza a suplicar en su vida, 
algo ocurre; justamente lo que define a un hombre de oración. Creo 
que se puede rezar un cuarto de segundo por hora y hacer de 
modo que esa oración invada toda una vida, en la medida en que 
se pone uno verdaderamente de rodillas. Porque hay personas 
capaces de rezar horas y horas a la manera de los fariseos, de 
repetir machaconamente palabras, pero que en realidad no rezan. 
Es importante comprender esto.
A veces un joven me dice: "Padre; mire, yo me aburro rezando". 
Yo le respondo: "Bueno, mira; si fuéramos sinceros y honestos, 
también nosotros deberíamos decir que nos aburrimos", pues no 
tenemos la evidencia continua de la presencia de Dios. ¡Cuántas 
veces vamos a la oración, no diría con pies de plomo, pero 
simplemente para dedicar un tiempo a la oración y hacer una 
cantidad de oración! Entonces la cualidad vendrá luego; pero se da 
la cantidad. A esos jóvenes les digo: "Haced la experiencia de 
poneros de rodillas una vez en la vida; prescindid de todo lo demás 
y poneos a rezar de veras". ¿Qué quiere decir esto? Es pedirle a 
otro lo que no puede darse uno mismo. Y ya veis lo que implica. Yo 
diría lo que dice santo Tomás: "El que se pone a rezar realiza un 
milagro más grande que si resucitara a un muerto". En el fondo, es 
un desencadenamiento ponerse de rodillas; un desencadenamiento 
que pone en marcha en nosotros todo un conjunto, no de virtudes, 
sino de actitudes profundas. 
ATEISMO/SOBERBIA: Tomaré una, la más importante: la 
humildad. Sabéis muy bien lo que es la humildad; esencialmente, la 
actitud de estar delante de otro que es el completamente Otro, cuya 
criatura somos. Cuando se ha comprendido que Dios está en el 
primer lugar, nosotros en el segundo, y que no hay tres sino 
solamente dos, entonces hay que saber cuál queremos coger. Ahí 
está la raíz del ateísmo contemporáneo, la negativa a reconocer 
que hay Alguien en el primer puesto. Es muy importante 
comprenderlo; por eso digo que la oración, la súplica, es la prueba 
de nuestra fe. Pedir a Otro, hay seres incapaces de hacerlo, y que 
no pueden hacer la invocación de Charles de Foucauld: "Si existís, 
haced que os conozca", porque eso no implica nada para ellos. 
Todo el mundo puede hacer esta oración honesta; no obstante, ello 
implica algo muy profundo: dejar a Dios ser Dios y revelarse a 
nosotros. La súplica es fundamental, más importante que todo el 
resto en vuestra vida. Si san Pablo dice que es preciso suplicar 
para llamar al que viene, es porque se da muy bien cuenta de que 
hay cristianos—incluso religiosos, y a veces sacerdotes, es preciso 
reconocerlo—que rezan, que consagran tiempo a la oración, pero 
que no suplican. 
La oración de adviento es esencialmente una oración de súplica. 
"Ven, Señor; te esperamos; no podemos más, estamos sin aliento, 
nuestro vientre está pegado al suelo, ponemos la boca en el 
polvo...". Llamamos con gritos vehementes, tan vehementes que es 
preciso reconocer que a menudo, humildemente, los decimos 
pensando: «¿En qué porcentaje es verdad en mi vida? ¿Deseo 
realmente esta venida?». Sería peligroso decir esas oraciones sin 
estar lo bastante comprometidos dentro de nosotros mismos, sin 
que hubiera en nosotros un cierto grado de súplica. Se puede 
meditar, puede parecer que hacemos oración, es decir desarrollar 
ideas, y suplicar muy poco, porque es más misterioso y más raro de 
lo que pensáis. Conozco a un joven que se convirtió a los veintiséis 
años. Entró en los dominicos. Un día en la oración oyó unas 
palabras. Venía haciendo oración como todo el mundo desde hacía 
años; rezaba, cantaba el oficio; y escuchó: "Hasta ahora no has 
pedido nada todavía. Pide, y recibirás". Me ha dicho: "Desde aquel 
momento he vislumbrado un poco el misterio de la súplica". "He 
vislumbrado". ¡Si al menos lo vislumbráramos un poquito! 
ORA/SUPLICA: Es importante suplicar en la vida, y no tenemos 
excusa—yo el primero—para no hacerlo, porque está al alcance de 
todo el mundo; dura un cuarto de segundo. No es difícil; pero al 
mismo tiempo es muy difícil, porque supone una actitud de pobreza, 
de humildad, de confianza. Es decirle a otro: "Lo espero todo de ti". 

¿Por qué hay que suplicar? Justamente a causa del misterio 
mismo. ¿Por qué es tan importante la escuela de la súplica? Porque 
tropieza con una densidad en nosotros; lo que hoy se llama el 
problema de la comunicación. En la súplica es donde se resuelven 
todos los problemas de la comunicación entre las personas 
humanas. ¿Qué es lo que hace que las personas puedan 
encontrarse, sino el decirse unos a otros: "Dame esto, te lo ruego"? 
Cuando no hay ese mínimo de petición, no hay comunicación. Hay 
que tender la mano para salir de sí. Quienes quiera que seamos, 
conocemos muchas cosas sobre Cristo; tenemos tal costumbre que 
lo sabemos todo; con toda nuestra ciencia, nos la damos un poco 
de listos, cuando el tiempo de adviento debiera desarrollar en 
nosotros una actitud de humildad para decir: "Ven, Señor, luz del 
mundo". Tenemos siempre necesidad de ser iluminados. Podemos 
disfrutar de excelente salud moral, no tener que reprocharnos 
ninguna falta, y sin embargo decir: "Ven, Señor; ven a salvarnos", 
por la muy sencilla razón que expresa Pablo en su primera Carta a 
los Corintios en el capítulo 13: Ahora vemos como por medio de un 
espejo, confusamente, entonces veremos cara a cara. Ahora 
conozco de una manera imperfecta, entonces conoceré de la misma 
manera que Dios me conoce a mi. ¿Por qué hay que suplicar así? A 
causa del problema de la comunicación; porque Cristo es una 
persona, y para conocer a una persona no hay treinta y seis 
maneras. Como dice Gabriel Marcel, el conocimiento del otro es una 
invocación: "Muéstrame tu rostro; dime quién eres". No existe otra 
manera. Esto va muy lejos. Pertenece al misterio mismo de la 
persona. 
A fuerza de estudios, a fuerza de penetración intelectual, de 
meditación, se puede conocer la psicología de alguien; pero a 
fuerza de voluntad y de intuición no llegaréis nunca a conocer su 
secreto. "Cada ser tiene su secreto, cada hombre tiene su misterio", 
dice el poeta. Lo que caracteriza el secreto es justamente que se le 
desvela a quien se quiere. Tal es el misterio de la revelación; se 
levanta el velo para comprender al fin el misterio. Y mientras no se 
haya visto, no se conocerá. Anne Philippe, en Le temps d'un soupir, 
ese libro que tantas veces se ha reeditado, escribe: "Conocerse 
demasiado mata el amor; el misterio le es indispensable como el sol 
al trigo. Pero no hay necesidad alguna de cultivar el misterio; 
mantenerlo es reconocer su fragilidad; cuanto más lejos vayamos 
en el mundo del conocimiento, más nos percataremos de que el 
misterio permanece". Es evidente. D/LUZ-TINIEBLAS: Cuanto más 
avancéis en el misterio de Dios, más tendréis la impresión de llegar, 
como dice san Juan de la Cruz, a sumiros en las tinieblas. Y se 
comprende. Dios no es tinieblas en sí mismo; pero es tinieblas 
porque es intensidad de luz. Si os da de frente la luz pura, no veis. 
Este primer misterio es una persona; y sin cesar tendremos que 
decirle: "¿Quién eres tú? Dime tu nombre. Muéstrame tu rostro". 
Intentad acercaros a los personajes de la Biblia: Moisés... Y con 
mayor razón a Cristo; a Cristo, que no es sólo un hombre, sino el 
hijo de Dios, Verbo encarnado. Cualquiera que sea nuestra 
penetración intelectual y nuestro descubrimiento de él el menor 
paso en el conocimiento de Cristo es realmente una gracia del 
Padre. Nadie viene a mi si el Padre no le atrae. Pedid al Padre que 
os atraiga a Cristo. Se trata de una atracción. Todo es gracia en la 
vida espiritual. Si tuviera que escribir un libro hoy, no le llamaría ya 
El poder de la oración, sino más bien La gracia de la oración, 
porque esa es la primera cosa que hay que comprender. La oración 
es una gracia. Es posible sentir una llamada, monjes, 
contemplativos; una verdadera llamada a la vida de oración, y no 
ser hombres de oración, porque no se ha pedido esta gracia de la 
oración. No hay duda; el conocimiento de Cristo es verdaderamente 
una gracia que hay que pedir: "Padre, haz que conozca a tu Hijo". 
Pero no basta conocerlo según la carne, como dirá san Pablo: Yo 
no lo he conocido según la carne, sino que lo he conocido en el 
Espiritu. Hay que conocerlo verdaderamente en el poder del 
Espíritu, según esta hermosa expresión: la dynamis tu zeu, el poder 
de Dios, el poder de la resurrección, que no es otro que el Espíritu 
Santo. Hay que haberle descubierto hasta ahí. 
A veces ciertos jóvenes dicen: "Mire, nosotros no hemos tenido 
oportunidad, no hemos vivido con Cristo, no lo hemos visto". Si 
hubiéramos vivido, yo el primero, con Cristo, no nos hubiera sido 
más fácil conocerlo que a sus contemporáneos. Hubiéramos podido 
verle hacer milagros delante de nosotros, hacer profecías, y no 
reconocerlo. Él mismo lo dice; lo dice Juan en el capítulo 3; Jesús 
había hecho muchos signos, mucha gente creía en él; pero él no se 
fiaba de ellos, porque para reconocerlo hay que percibir 
verdaderamente en él que está habitado por el secreto de Dios, por 
la vida trinitaria, por Dios. Si no habéis sentido el agua viva que hay 
en Jesucristo, el fuego que hay en él, pedídselo. Sus apóstoles, en 
el capítulo 14 de san Juan, le dicen: "Ahora no nos hablas en 
parábolas". "No, les dice, no os hablo en parábolas; os hablo 
claramente". ¿Por qué? Porque todo lo que he conocido de mi 
padre, os lo he dado a conocer. Pensad en ello al contemplar la 
eucaristía, al adorar la eucaristía. El primer fin de esta adoración es 
entrar con Cristo en los secretos del Padre; yo diría que pasamos la 
vida escrutando ese misterio. Se lo puede conocer materialmente; 
se puede conocer muy bien el misterio de la Trinidad de una 
manera, permitidme la expresión, geométrica, y no conocer el fondo 
del misterio, que es una revelación. 
Veis lo importante que es salir de sí y suplicar para obtener esto. 
Mientras no se haya realizado este gesto de arrodillarse, a los que 
seguirán los otros—la acción de gracias, la alabanza, el abrazo—, 
hay una parte de nosotros que discute y que protesta. Se dice que 
se ama; pero, ¿a qué profundidad amamos verdaderamente? 
Cuanto más se avanza en la vida espiritual, más se descubre 
cuántas zonas hay en nosotros de las que no somos dueños. 
Creíamos ser dueños de nosotros mismos como del universo; pero 
cuanto más avanzamos, más comprobamos que somos pobres. En 
ese momento comprendemos que no podemos darnos a nosotros 
mismos, que hay que pedirlo humildemente. Yo sostengo—y todos 
los santos lo dirían también—en el plano metafísico, que no hay 
otra puerta de salida; lo que hace que para la mayoría de los santos 
la cima fuera la manera de saber suplicar. En el fondo, un santo es 
alguien que no tiene otra solución de recambio que la súplica. No 
tenemos siempre una pequeña solución de recambio a disposición 
para el caso en que la súplica no funcione. Por eso nuestra oración 
no tiene la fuerza y el poder que mueve las montañas, fuerza y 
poder que se encuentra a veces en los pequeños y los humildes. 
Los pobres no tienen nada; es la única carta que pueden jugar; por 
eso lo apuestan todo en la oración, y lo obtienen todo. Si nuestra 
súplica no tiene esta fuerza desesperada que mueve las montañas 
y las precipita en el mar, es que nos guardamos una solución de 
recambio, no nos entregamos por entero a esta oración. 
Es muy peligroso ponerse a rezar, os lo digo en seguida. Si hay 
tanta gente que esquiva la oración, no es en modo alguno porque 
no tengan tiempo. Cuando oigo a alguno que me dice: "Padre, 
nosotros llevamos una vida muy activa; tenemos que hacer esto y lo 
otro", no es eso lo que impide rezar. Lo que impide rezar es que se 
sabe muy bien que si se acepta esa vida, hay que darse totalmente 
a ella. Ante semejante perspectiva, se produce un ligero movimiento 
de rechazo: "Todavía no; dentro de algún tiempo, bueno; pero hoy 
no". 
Algunos me dirán: "Sin embargo, Padre, la santidad no es la 
oración de petición; es el amor". Alguien me dijo un día: "La súplica 
es una etapa que hay que superar, Padre; yo estoy en el amor y la 
alabanza". Soy enteramente de vuestro parecer; pero, ¿qué es un 
amor que no suplica? ¿Tenéis ya un amor que no suplica? Incluso 
el amor de Dios nos suplica; es la actitud más divina. Abrid la Biblia, 
y veréis. El tiempo de adviento no es un tiempo que el hombre ha 
inventado para ir a Dios; el tiempo de adviento ha nacido del 
corazón de Dios, que desea darse a conocer a los hombres. 
Cuando oráis, no hacéis sino responder a una súplica de Dios. En 
el fondo, fijaos bien, no somos precisamente nosotros quienes 
suplicamos a Dios, sino que es él el que nos suplica. ¿Qué implora 
de nosotros? Hace años que nos lo viene diciendo: "¿Me quieres? 
¿Quieres a mi Hijo?". Conocéis, como yo, las primeras palabras que 
Dios dirige a Adán en el Génesis, son: "Dónde estás?". ¿No es eso 
una petición? ¿No es una oración? Y la última súplica que hará es: 
"Ven; ven; te necesito" (Apocalipsis). Es una oración. Dios ora. Es el 
primero en saber qué es la oración. Cuando oramos, no hacemos 
más que responder a esa oración de Dios. Yo diría incluso que si 
miráis bien a las personas mismas de la Trinidad, descubriríais que 
se oran mutuamente. ¿Qué quiere decir esto? Esto significa que 
Una y Otra se llaman: "Tú eres mi Hijo", "Tú eres mi Padre". ¿Qué 
es esto, sino una oración? Se llaman mutuamente. Este diálogo es 
de tal manera oración que ni siquiera se entabla; palpita en el 
instante. Igualmente, cuando nosotros oramos no hacemos más que 
responder a una súplica de Dios: "¿Me quieres?". Por eso no hay 
que adoptar una postura de desdén ante la súplica diciendo: "Es 
una actitud que es preciso superar". No se supera la actitud de 
Dios. El Padre y el Hijo y el Espíritu se dicen gracias y se piden, se 
dicen gracias, son felices. Como dice Cristo: El Padre y yo somos 
uno, todo lo que es tuyo es mio, y todo lo que es mio es tuyo. 
Dentro del Padre y del Hijo vibra una inmensa circulación de 
amor, donde la petición y la alabanza se confunden la una con la 
otra. Si no existiera la revelación trinitaria, o sea, si Jesús no 
hubiera venido a revelarnos al Padre, no se podría hablar de la 
súplica; no habría súplica. Cada vez que Cristo habla de la oración 
en el evangelio—véase Lucas 11, el amigo importuno, o Lucas 
18—es para tomar ejemplos de hombres y de mujeres que van a 
pedir a otro. Cuando Cristo habla del amigo importuno, se introduce 
en la piel del amigo importuno, llama a nuestra puerta porque 
estamos encastillados en el fondo de nosotros mismos, rehusamos 
abrirle, rehusamos ponernos de rodillas. Haced la experiencia de 
poneros de rodillas una vez; pero de verdad, en esta actitud de 
súplica; algo ocurrirá. Dios no hace más que mendigar. Como dice 
Olivier Clément: "Abrid la puerta de vuestro corazón al mendigo del 
amor que llama". Es el Apocalipsis 3,20: Yo estoy a la puerta y 
llamo, si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa, cenaré 
con él y él conmigo. No mendiga más que nuestra oración, porque 
es lo único que podemos darle. 
No sé si habéis reflexionado ya un poco: ¿qué podemos darle a 
Dios? Cuando era joven, yo creía que podía darle el amor; pero el 
amor es él quien me lo da. La virtud; pero es él quien me la da; él 
nos lo da todo. ¿Qué podemos darle? Pues bien; él nos dice que no 
podemos darle más que lo que somos: nuestro vacío, nuestro ser, 
nuestra miseria, en el sentido ontológico. A los santos les 
sorprendía esta actitud del pobre. El cura de Ars decía: "El hombre 
es un pobre que tiene necesidad de pedirlo todo a Dios". No 
sabemos pedir a Dios. En el fondo, lo que nos falta es la manera de 
pedir a Dios para suplicarle que venga a nosotros. Yo digo con 
frecuencia esta frase: "Hay que pedir a Dios amable y cortésmente". 
Esto quiere decir que debemos pedir mucho tiempo. Todos los 
hombres de oración son personas que han suplicado mucho tiempo. 
Según la buena teología tradicional, no es en absoluto con el fin de 
inducir a Dios a querer lo que nosotros queremos, sino para 
decidirnos al fin a querer lo que Dios quiere. 
La oración abre en nosotros un grito que no consigue brotar, que 
brotará seguramente un día; ese día lo obtendremos todo. Pensad 
en las palabras: Desde lo más profundo clamo a ti, Señor; creo que 
no estamos nunca lo bastante en el fondo para clamar a Dios 
Cuando estamos verdaderamente en el fondo, Dios nos escucha. 
Pensad en todos aquellos creyentes que preceden a la venida del 
Mesías. Son pobres, esperan, están pendientes de Dios. Y tú; 
¿cómo te pondrás a suplicar? Ya lo practicas desde hace tiempo. 
"Coged el tren no importa dónde, no importa cómo, justamente a 
propósito de lo que no va en vuestra vida", a propósito de tal 
acontecimiento, de vuestros temores, de vuestras inquietudes, de 
vuestros sufrimientos. Si todo fuera bien, me plantearía una 
cuestión, porque no tendríais ocasión de suplicar. 
ORA/INTERCESION: Pero tengo la firme esperanza de que, como 
yo, vosotros tenéis ocasiones de suplicar. En todo caso, si no las 
tenéis en vuestra vida, las tenéis seguramente en la vida de los 
otros, porque cuando se escucha un poco lo que nos dice la gente, 
no se puede menos de suplicar. La razón de la súplica de los santos 
es que quizá no suplicaban por ellos. Teresa de Avila lo dice a sus 
carmelitas, y yo lo repito cada vez que predico a carmelitas: "Si 
habéis venido aquí simplemente para rezar personalmente y no 
para llevar la súplica de los hombres, permitidme deciros que no 
sois fieles a vuestra santa madre Teresa". Ella decía: "El mundo 
está ardiendo; ¿cómo se le pueden pedir a Dios cosas tan sin 
importancia?". Imploremos la salvación del mundo, el reino de Dios. 
Yo diría entonces: coged el tren allí donde vuestro corazón se 
encuentra en dificultad, y veréis que si os ponéis a suplicar una vez, 
poco a poco, en vuestra vida, se impondrá el hábito de la súplica. 
Nuestro corazón se parece a una locomotora un poco enmohecida; 
hay que devolverle el gusto de la oración. Se suplica una vez, se 
suplica dos veces; en un momento dado, se convierte en una 
respiración casi permanente, como lo dice san Pablo: Orad y 
suplicad en todo tiempo. Comprendéis que esto puede volverse 
algo permanente a propósito de un sufrimiento, del encuentro de 
una persona; a partir de ahí, de nuestra vida, hay que pasar a Dios 
con armas y bagaje. Esta actitud se hace corriente. Orad sin cesar, 
dice san Pablo, y Cristo lo había dicho en Lucas 18,1: Hay que orar 
siempre, sin desfallecer. 
Pero llega un momento crítico en la vida espiritual. Cuando uno 
comienza a darse cuenta de que no va a ser posible dejar de 
suplicar, nos decimos: "Bueno, hay otras cosas que hacer en el 
mundo". Pues, no; no hay otras cosas que hacer; no hay más que la 
súplica. Y, lo repito; esto ocurre en la vida más corriente y ordinaria. 
Hay que suplicar de veras partiendo de la necesidad que tenemos 
de Dios, sabiendo que si pedís en mi nombre, lo obtendréis. 
Unicamente la actitud del pobre puede dar alegría al corazón del 
hombre. 
En esta carta de san Pablo se reitera una expresión: Estad 
alegres. He oído muchos sermones en mi vida sobre la alegría; 
seguramente que vosotros también. Esos sermones no me han 
llenado prácticamente. ¿Por qué? Porque me decían: "Permaneced 
alegres", cuando no depende de vosotros ni de mí estarlo. La 
alegría se recibe de Dios; es un don. Cuando no se la tiene, por 
más que uno haga, no llega. Por eso, yo diría que lo primero que 
hay que pedir es la alegría. Sólo los hombres de oración, que 
esperan a Dios, los santos, los que han encontrado la intimidad con 
Dios, son capaces de ser felices, de ser pacientes y buenos, y 
sobre todo de trasmitir a sus hermanos un poco de calor de Dios, 
de la irradiación de su gloria. Hay seres que irradien en la vida, son 
los santos; los santos irradian. No se irradia a placer, por haber 
decidido irradiar. En la vida cristiana existe la desgracia de la vida 
cristiana: se nos ha formado en la creencia de que lo 
conseguiríamos con la voluntad y el esfuerzo de la inteligencia, y no 
hemos descubierto que hay otra cosa. Con inteligencia y voluntad 
se puede conseguir algo, pero no se puede llegar a irradiar, a tener 
la verdadera alegría. La verdadera alegría es algo que late en el 
corazón de un hombre, que puede existir en un corazón presa de 
grandes infortunios. La alegría y el sufrimiento cohabitan en el 
corazón humano; los santos dicen que es "el Calvario y el Tabor al 
mismo tiempo". Sufren porque son crucificados, pero sufren con 
alegría. Si cabe sospechar cuál fue el sufrimiento de Cristo durante 
su pasión, fue ciertamente pensar que el amor no es amado. 
Los seres que han encontrado la intimidad con Dios han resuelto 
infinidad de problemas; no los han resuelto todos, porque los 
problemas siguen siendo los mismos, pero al menos lo tienen todo 
para resolverlos, y no conseguiréis desconcertarlos de ningún 
modo. El que ha encontrado la intimidad con Dios, aunque le 
persigáis e incluso le turbéis considerablemente, esperará tener 
cinco minutos de recogimiento, encontrará el contacto con Dios, y 
por eso mismo la alegría y la paz. Esos hombres poseen el secreto 
de la felicidad. Ello no quiere decir que no sufran tanto, y a veces 
más, que los otros; basta que miréis la vida de los santos, sufren 
pero, en definitiva, son felices. ¡Si por lo menos retuvierais esto: 
sólo las personas felices pueden evitar ser malas; sólo las personas 
felices pueden amar a los otros! De lo contrario, no se ama; 
creemos que amamos, pero amamos con un esfuerzo de la 
voluntad, no es un amor que brota de lo hondo del corazón. Por eso 
digo muchas veces a los cristianos: "Si no habéis llegado a la 
intimidad con Cristo, el verdadero deseo de estar con él, entonces 
no podréis ser felices". Y creo que esto es lo que más nos falta en 
Occidente. 
La mayoría de los cristianos, sean progresistas o integristas, 
carecen de alegría. Algunos tienen lo que llaman una fe muy sólida, 
muy intelectual; otros carecen de eso; pero la mayoría han perdido 
el contacto con la persona de Cristo. Y un cristiano que no se 
relaciona con Jesucristo; que no es capaz de hablarle, de 
escucharle, no es un cristiano sólido, aunque tenga una fe profunda 
y tradicional, aunque sea muy generoso. Un cristiano es alguien que 
desea verdaderamente encontrar a Jesucristo, que tiene sed de él; 
esa es nuestra originalidad frente a cualquier otra creencia. Pensad 
en un musulmán, pensad en un marxista, pensad en un budista; lo 
que constituye su doctrina y su fe es que estudia la vida de 
Mahoma, la vida de Marx, la vida de Buda; pero ninguno dirá al 
entrar en su casa por la noche: voy a hablar con Mahoma, voy a 
hablar con Marx, voy a hablar con Buda. Nosotros, en cambio, 
tenemos la posibilidad de encontrar a Jesucristo. Y, ¿qué hombre 
dirá: lo he dejado todo por Marx? No; dice: doy toda mi vida. En 
cambio san Pablo dirá: Por él lo he perdido todo. Es un rostro que 
nos ha seducido; por él lo he perdido todo y he venido aquí. Este 
contacto con Jesucristo es lo que hace un santo, un hombre que 
busca, que le busca. Podéis pasar junto a un santo sin percataros 
de ello. No se le advierte; está muy oculto. No os dais cuenta de que 
apenas tiene unos instantes libres, reanuda el contacto con Cristo. 
Buscar a Jesucristo es un poco como la radio. A menudo hay 
parásitos; la escucha no es buena; pero con paciencia, con mucha 
paciencia, se logra captar la palabra del Salvador; y cuando se la 
ha oído dos o tres veces, no se puede prescindir de ella y se busca 
incansablemente la palabra de Dios, el cielo. 
Para terminar, os diré que hay en nuestra vida una situación 
particularmente privilegiada en la que poder encontrar a Jesucristo: 
la desgracia. Quizá haya entre nosotros personas que la conocen. 
Cuando nos visita, sabemos lo que es clamar a Dios. Cuando se 
considera la vida de los santos y se dice: "¡cuántas gracias han 
recibido!; ¿cómo pudieron conseguirlo?", es que quizá no se ve el 
peso, la profundidad de su súplica y de su desgracia; porque para 
tocar el corazón de Dios, es preciso llegar ahí; es preciso que Dios 
vea que es demasiado. Demasiado, es demasiado; entonces Dios 
no puede menos de responder. Vamos a pedirle a Dios que se 
digna socorrernos: ¡Ah, si rasgases los cielos y descendieras! 
Simone Weil dice: "Si hay verdaderamente deseo, si el objeto del 
deseo es verdaderamente la luz, el deseo de la luz produce la luz". 
El deseo orientado hacia Dios es la única fuerza capaz de elevar el 
alma. Más exactamente, es Dios solo el que viene a adueñarse del 
alma y la eleva; pero sólo el deseo obliga a Dios a descender; no 
viene más que a quienes se lo piden. El Señor no puede menos de 
descender a quienes le piden frecuentemente, mucho, 
ardientemente. Es la gracia que os deseo. 

Esta instrucción, como la siguiente, la dio Jean Lafrance en el 
curso de un retiro, y hasta ahora no se había publicado.

* * * * *


II
¡CHISSS! ¡NO HAGAS RUIDO!


M/SILENCIO: En silencio, María se prepara a acoger a Jesús. 
Este recogimiento es muy importante, pues la liturgia lo subraya: "El 
mismo silencio es para ti alabanza y súplica". Para este silencio de 
María, he tomado tres puntos. Primeramente el silencio de María 
hasta la anunciación, hasta la encarnación; luego el silencio 
mientras que llevó al niño; después el silencio del final de su vida, 
desde el cenáculo hasta su muerte. Hay otros silencios en la vida de 
María, por supuesto, pues siempre fue silenciosa y estuvo atenta. 
Pero los tres silencios que acabo de mencionar marcan 
verdaderamente tres etapas de la vida de la que siempre estuvo 
atenta al misterio de Dios. 
Ante todo el primer silencio de María antes de la encarnación. El 
silencio dice relación a la palabra. Porque María debía acoger a la 
palabra de Dios hecha carne, debía ser más que nadie silenciosa. 
Sabéis bien que Dios no es hablador. Dios no habla para no decir 
nada. Es lo que le distingue de nosotros, hombres infelices. 
Debemos reflexionar con frecuencia sobre esto los que estamos 
encargados de dar la palabra al mundo. Cuando un hombre habla, 
expresa pensamientos, ideas, sentimientos; pero sin expresar el 
fondo de su ser. En cambio, cuando Dios habla, no puede decir más 
que el fondo; no puede decir más que a su Hijo, su misma 
sustancia, como dirá la carta a los Hebreos en el primer capítulo: 
Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas 
formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días 
que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo... resplandor de su 
gloria, imagen de su sustancia. Cuando el Padre ve delante de él a 
su Verbo, su Palabra, ve un reflejo de su gloria y ve al mismo tiempo 
su sustancia, lo que constituye el fondo de su ser. 
El drama de los hombres es que no decimos lo que hacemos ni 
hacemos lo que decimos. El drama de un padre, el gran sufrimiento 
de un padre, es que no está totalmente en su hijo; y muy a menudo, 
hacia los diecisiete años, el hijo quiere absolutamente separarse del 
padre. Cristo es el único ser que ha coincidido perfectamente con 
su Padre. Permitidme decirlo —no es teológico, pero os dará luz—, 
es el único hijo que no ha tenido problema de padre. Nosotros, en 
cambio, hemos tenido problemas de padre a pesar nuestro. La 
psicología se encarga suficientemente de decirlo. Debemos callar, 
la Virgen calló, porque la palabra es engañosa. Resulta paradójico 
que un predicador diga que hay que callarse, pues él precisamente 
no se calla. Pero lo interesante en la predicación no es tanto lo que 
dice la persona. Los padres de la Iglesia lo subrayaban: "No 
prestéis demasiada atención a lo que digo, sino prestad atención a 
lo que no digo, a ese misterio hacia el que intento llevaros". Los 
predicadores no consiguen siempre mover el corazón de la gente. 
La palabra que dice un sacerdote, ya sea en la predicación ya en el 
diálogo personal, sólo fructifica si está movida por la gracia. De ahí 
la importancia de quienes viven entregados a la oración, pues piden 
que esa palabra se vuelva activa, portadora de savia. 
Toda la vida espiritual nos dirá que para oír al Verbo de Dios hay 
que callar. El silencio de la Virgen antes de la anunciación era un 
silencio relativo a esta espera del Verbo. El que vendrá mucho 
después, Juan de la Cruz, dirá: "El Padre no dice más que una 
palabra, su Hijo, su Verbo. La dice en un silencio eterno, y en 
silencio ha de escucharla el alma". He ahí por qué es preciso que 
seamos tan silenciosos como la Virgen. 
Recordemos los dos movimientos de nuestra oración. Hay días en 
los que se suplica, se clama muy fuerte a Dios; y hay días en los 
que prácticamente se reduce uno al silencio. El hombre debe estar 
en silencio para acoger su Palabra. Para acoger esta Palabra, 
María tenía necesidad de un silencio tal que se vació de todo 
pensamiento, de todo deseo e incluso de toda espera. María se hizo 
silenciosa. Mejor, el Padre la puso como en silencio total ante él, a 
fin de que un día pudiese recibir a esta Palabra, a este Verbo. Poco 
a poco se habituó a ser silenciosa; por eso tenemos que mirarla, a 
fin de escuchar la palabra de Dios que le habla en las Escrituras. 
Poco a poco aprendió ella ese silencio que es vacío de sí para la 
Palabra, para Dios. El peligro de las técnicas orientales es que, en 
el fondo, corren peligro de vaciar un ser sin permitirle llenarse de la 
vida de Dios. Nosotros aceptamos un cierto vacío porque sabemos 
que Dios nos colma. Lo dice san Juan de la Cruz: "Hay que pasar 
por la nada para hallar el todo". En un momento dado, cuando ha 
pasado por ahí, dice: "Mía es la tierra, mío el cielo, mía la Virgen, 
mío..."; toda la creación le corresponde; pero como purificada, como 
una creación en la que no ha puesto su mano. Esto es muy 
importante para nuestra vida espiritual; en particular para el ámbito 
que conocemos, ya sea el ámbito de nuestros bienes humanos, de 
nuestros bienes afectivos... ¡Cuánta necesidad tenemos de 
desprendernos para encontrarlos! 
Así pues, la Virgen es toda silencio. Poco a poco ello había de 
llevarla a un silencio más profundo, como dice el padre Raguin: 
"Cuando Dios pensó que ella, según sus fuerzas, había practicado 
bastante ese silencio, la sumió en un silencio más profundo aún". Y 
María era entonces más silenciosa que todo el pueblo. En la vidriera 
de Chartres, la Virgen está en lo alto del tallo de Jesé. Todos los 
profetas, Abrahán.... pecadores o no, están allí, y son ellos quienes 
dan a María. La Virgen está allí como preparada por Dios de una 
manera muy especial, gratuitamente. "Tú has concebido a María sin 
pecado, preparándole ya todas estas gracias por los méritos de tu 
Hijo, de su pasión gloriosa". Hay que contemplar con frecuencia a 
María en todos los dones que ha recibido de Dios: la inmaculada 
concepción, la maternidad divina, la asunción. Todos esos dones 
son gratuitos, como ella misma lo dice: Mi alma glorifica al Señor, 
porque se ha fijado en la humilde condición de su esclava. 
Sin embargo, si los dones de Dios son gratuitos, no son 
arbitrarios. Algo había en María que seducía al corazón de Dios. Se 
trata de un misterio que hará decir a Teresa del Niño Jesús: "Si Dios 
hubiera encontrado un alma más humilde aún que la Virgen, la 
hubiera colmado aún más de dones". Pues bien; lo que sedujo a 
Dios, creo que es justamente la pobreza, su humildad, su fe, su 
confianza. Cuando Dios encuentra un ser totalmente despojado de 
sí mismo, puede colmarle de dones. Tal es la humildad de la Virgen, 
su silencio. Cuando se dice que nuestra Señora estaba en la cima 
de la humildad, ello quiere decir que había entrevisto un tenue 
destello de la santidad de Dios. Una vez que se lo ha visto, ¿cómo 
seguir creyéndose alguien en la tierra? La humildad es lo opuesto 
del complejo de superioridad y del complejo de inferioridad, miradas 
posadas en ti, mientras que la humildad es esencialmente mirada 
posada en Dios. Comprenderéis mejor, como María, que Dios es 
grande, que Dios es santo y que ha puesto los ojos en su humilde 
esclava; menos podréis mirar otra cosa. Por eso ella fue colocada 
en un silencio de total disponibilidad. 
Este silencio se produjo en ella a partir del momento en que se 
percató de lo que Dios quería decirle. Hay una expresión que se 
repite dos veces a propósito de María en san Lucas, en el capítulo 
2, versículos 19 y 51: Maria, por su parte, guardaba todas estas 
cosas, meditándolas en su corazón. María calla, yo creo que eso es 
el sentido mismo de su virginidad. Sin embargo, da una respuesta 
que es una pregunta; esas palabras que harán correr tanta tinta 
entre los exegetas desde san Agustín a Cayetano: ¿Cómo será 
esto, pues no tengo relaciones? Ella dijo, y todos los exegetas lo 
repiten en pos de ella: "¿Cómo será esto, puesto que no espero mi 
plenitud de mujer de entregarme a un hombre mortal?". Ella 
recuerda: Tu esposo será tu creador (Is 54,5). Hay que contemplar 
a menudo esta virginidad de María, porque no podemos 
comprender nuestro propio misterio de virginidad más que a la luz 
de la virginidad de María. 
/Lc/01/28 M/VIRGINIDAD: Se dice a veces que vivir la castidad 
en la virginidad es amar a Dios más que a todas las cosas. Es 
cierto; sin embargo, no es más que una parte muy pequeña del 
misterio de la virginidad. El misterio de la virginidad es 
esencialmente para María la toma de conciencia de las palabras del 
ángel: Alégrate, llena de gracia—hay que detenerse largo tiempo en 
estas palabras—, porque el Señor está contigo. Cuando alguien 
oye alguna vez en su vida "estás lleno de gracia", creo que no 
puede decir gran cosa; es introducido en un silencio absoluto. Si 
alguna vez habéis sido amados en vuestra vida, sabréis lo que esto 
quiere decir: no es posible ya hablar. ¿Qué quiere decir "estás llena 
de gracia"? Nosotros pensamos en la plenitud de la gracia, en la 
gracia santificante. Esa noción es prácticamente desconocida del 
Antiguo Testamento. Para el Antiguo Testamento decir "estás llena 
de gracia" quiere decir: "Alégrate; eres la amada de Dios". Moisés 
había dicho: He encontrado gracia ante tus ojos. ¡Encontrar gracia 
ante los ojos de Dios! Cuando una persona ha escuchado esto una 
vez, ¿cómo puede no sentirse turbada? Se dice textualmente: Ante 
estas palabras, María se turbó. ¿Por qué se turbó? Porque se 
preguntaba de dónde venia aquel saludo. Ella tenía la mirada 
centrada únicamente en Dios, no en ella. Es un misterio; eso se le 
ha concedido gratuitamente. 
Nosotros no estamos hechos así. Por habernos marcado el 
pecado, estamos centrados en nosotros, y no es culpa nuestra. 
Cuando se comienza a comprender que en nuestra vida hay un 
noventa y cinco por ciento de desgracia y miseria y un cinco por 
ciento de pecado —pero, entonces, hay pecado—, nos quedamos 
con que hay un noventa y cinco por ciento de desgracia que no 
hemos escogido. Entonces comenzamos a comprender el He venido 
para los pobres y los pecadores. Cuando María oyó: Tú eres la 
amada de Dios, comprendió que no podía hacer otra cosa que 
entregarse a Dios en cuerpo y alma. Cuando se es tan amado por 
Dios, por aquel que vela por cada instante de nuestra vida, que 
cuenta cada uno de nuestros cabellos, no es posible, no es posible 
ya darse a un amor humano. 
VIRGINIDAD/FUTO: Hay que haber descubierto este amor de 
Dios para entrar en el misterio de las nupcias eternas. Si no 
estamos un poco quemados por este fuego del amor, otro fuego 
nos quemará un día, el fuego de las pasiones. Decía un teólogo: 
"Los... hombres que se consagran al misterio de las nupcias eternas 
son personas que arden a treinta y nueve y medio". Habitualmente, 
las personas en general viven a treinta y siete grados; se vive a 
treinta y siete grados; esa es la temperatura normal. Pero cuando 
somos tocados por Dios, se arde a treinta y nueve. No tenéis más 
que ver a un joven que entra en la vida monástica o a una joven 
que se hace religiosa; no es posible que no arda a ese grado; se ve 
que hay algo. Eso único que puede empujarnos a hacer, a..., no a 
despreciar el amor humano, porque es algo espléndido —me 
apresuro a decirlo en seguida, y no cabe desacreditarlo—, sino a 
dejarnos poseer por otro amor más profundo, más invasor. Si no se 
arde con ese amor, se corren todos los peligros en el plano de la 
castidad... Hay que ser un poco místico; no es posible aguantar de 
otro modo. Monseñor Lustiger, escribiendo a sus seminaristas, 
precisaba: "Yo no llamaría a un joven al sacerdocio si no posee 
alguna experiencia de Dios". Cuando la Virgen comprendió: Tú eres 
la amada de Dios, sólo pudo responder: "No conozco varón ni 
deseo conocerlo". El silencio en aquel momento, el silencio que ella 
vivió, es el silencio mismo de la virginidad, que hace que un ser se 
reserve totalmente para Dios. El silencio es el alma de la virginidad, 
en el sentido de que quien acepta entrar en ese misterio acepta no 
ser más que para Dios: Tú eres la más hermosa de las mujeres. 
María lo comprendió y busca ser únicamente para Dios. 
La espera de María no es lo que podemos llamar una espera 
suplicante. María, por tener a su cargo todo el orden de la 
misericordia, espera con la Iglesia. Y la suplicamos constantemente, 
pues la segunda parte del avemaría dice: "Ruega por nosotros, 
pecadores". María era pura espera, porque en sus deseos había 
alcanzado tal conformidad con la voluntad del Padre que su deseo 
estaba, como dicen los Padres, más allá de todo deseo. Para recibir 
la palabra de Dios en toda su amplitud, era preciso que el silencio 
de María fuera llevado a ese grado que nos resulta difícil concebir. 
Ese silencio de María culminó en el momento en que le dijo a Dios: 
Hágase en mi según tu palabra, es decir: "Yo desaparezco a toda 
palabra humana para dar la preferencia a tu palabra". La 
preferencia permanente dada a otra palabra distinta de la nuestra 
es la fe. Pensad en Abrahán cuando Dios le dice: "Yo te doy un hijo; 
ve y sacrifícalo en la montaña". Sí hubiera seguido su pensamiento, 
hubiera dicho: "Tengo derecho a tener un hijo, puesto que me 
prometes una descendencia por él. ¡Y ahora me ordenas 
sacrificarlo!" En la vida religiosa llegará un día, no sé cuándo, en el 
que tengáis que hacer este acto de fe de Abrahán: ofrecer lo que 
de más querido tenéis. Exteriormente todo nos dice lo contrario; y 
puesto que se nos dice: "¿Es que vas a hacer eso?", podríais 
seguir vuestra idea diciendo: "Bueno... tengo derecho a pensar". Sí; 
tenéis derecho a pensar; pero ya no estáis en la fe. La fe es 
justamente aceptar ser sacado del camino por un pensamiento 
distinto del nuestro. Pero fijaos bien en lo que se os pide. A veces 
se utiliza este argumento de la fe cuando se quiere obtener de 
alguien sumisión. Pero la fe no ha de ser un medio para obtener 
cualquier cosa. Es un medio de santificación, no un medio de 
gobierno. Lo que se le pide a María, como a Abrahán, no es 
resignación, ni voluntarismo ni heroísmo, sino creer—¿Cómo será 
esto?—que, entregando a Dios esta afectividad, el Señor 
intervendrá. Esa es la respuesta; el ángel dice: "Voy a darte un 
signo, y hasta dos. Isabel, tu prima, que era estéril y que es 
anciana, va a traer al mundo un hijo; tú tendrás dos signos. ¿Por 
qué? Porque nada hay imposible para Dios". Creo que a María le 
impresionó mucho esto: Nada hay imposible para Dios. Cuando se 
comienza a comprender que nada hay imposible para Dios, se 
puede decir: Hágase en mi según tu palabra. La fe de María se 
apoyó en esa roca. 
Cuanto más se acerca el hombre a Dios, más tiene la sensación 
de estar separado de él por un abismo. Es cierto; y de cada lado del 
río hay que echar un puente. Del lado de Dios hay que hacer 
pilares de hormigón: fe en su potencia, en el amor misericordioso, 
en su amor. Del lado del hombre, humildad, por la cual el hombre 
acepta ser pobre. Encima se echa un puente, que es únicamente el 
puente de la confianza. Hay que rezar mucho a María para pedirle 
confianza. No se le pide la confianza a Cristo. Se le pide: "Aumenta 
mi fe". Lucas muestra claramente que María creció en la fe a lo 
largo de todo su peregrinar terreno. El concilio dirá prácticamente lo 
mismo: "Ella creció en la fe". He ahí el Hágase en mi según tu 
palabra. "Ningún miedo, ningún rechazo viene a turbar la obra de la 
gracia". 
VD/PIDE-IMPOSIBLES: No temas. Cuando Dios le habla al 
hombre, la tentación es tener miedo. Y no tenemos nosotros la 
culpa lo repito. Cuando se ha comenzado a comprender esto, no 
nos culpabilizamos por nada en la vida. Estamos hechos de tal 
manera que cuando Dios se nos acerca, sentimos miedo. Es así. 
Entonces Dios dice en seguida: "No temas". Siempre que Dios le 
pide algo a alguien, se trata de cosas que no es capaz de cumplir. 
Pide cosas imposibles. En mi vida, me pide siempre cosas 
imposibles. Y mi tentación es rehusar diciendo: "No puedo, no tengo 
medios". Entonces Dios tiene cuidado de advertirnos cada vez que 
nos pide algo de ese orden, telefoneándonos en cierto modo. Nos 
hace escuchar una señal; y esa señal es: "No tengas miedo; yo 
estoy contigo"; es una certeza. Entonces poco importa lo que se nos 
pide: "Yo estoy contigo". "Ningún miedo, ningún rechazo, viene a 
perturbar la obra de la gracia; su corazón está lleno de inefable 
espera; ofrece a Dios el silencio en el que habita la palabra". 
M/ZACARIAS ZACARIAS/M: El primer silencio de María es el de la 
espera; el segundo, el de la atención. La Virgen está del todo 
atenta a esta palabra de Dios que toma carne en ella. Para 
nosotros es también esto muy importante. Debemos estar recogidos 
para tomar conciencia de la inhabitación en nosotros de la 
Santísima Trinidad. Isabel de la Trinidad dirá: "Debemos 
permanecer en un silencio divino". No un silencio que venga de los 
hombres, sino un silencio que viene de Dios. María está atenta; 
presta atención a lo que sucede en ella, sumida en un silencio más 
profundo en aquel momento. Cuando una madre espera un hijo, 
fácilmente os comunica sus esperanzas y desesperanzas; imagina a 
su niño de una u otra manera, con el rostro del padre o con el de 
ella. En el fondo, María no podía imaginar lo que era aquel niño, 
pues sabía con toda claridad que el padre era el Padre del cielo, 
porque el Espíritu lo había concebido en ella. No podía pensar un 
instante en ello; estaba instalada en un silencio total; podía... 
experimentar que el Padre velaba por ella, que el Padre se ocupaba 
de ella; pero no podía pensar otra cosa. También eso supone que 
vive en un acto de fe extraordinaria; la fe que no tuvo Zacarías. Los 
dos relatos de la anunciación a Zacarías y de la anunciación a 
María están construidos siguiendo el mismo modelo. La falta de fe 
de Zacarías es el símbolo de la incredulidad de todo el Antiguo 
Testamento. Zacarías no puede creer. María, en cambio, accede, 
asiente. Zacarías se queda mudo, no puede hablar, mientras que la 
Virgen puede pronunciar lo que se llama su confesión de fe en el 
Magníficat cuando dice: Mi alma glorifica al Señor. Lucas ha 
construido bien su relato; hace decir por Isabel, mujer de Zacarías: 
Dichosa tú, que has creído; tú has tenido fe; y sobreentiende, "mi 
pobre marido no la ha tenido, y ha quedado mudo"; porque estar 
mudo es no poder confesar la propia fe. Todo acto de fe en la 
Iglesia, según Urs von Balthasar, tiene su origen y su raíz en el acto 
de fe de María, en la confianza de María. 
Durante aquel tiempo María alimenta con su cuerpo al Verbo de 
Dios; le da una experiencia al darle un cuerpo. ¡Qué misterio! 
Cuando se piensa en las palabras de Cristo, por ejemplo, en la 
carta a los Hebreos, capítulo 10, versículo 5: No has querido 
sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo, 
es la eucaristía, porque existe un lazo muy profundo entre 
encarnación, nacimiento y eucaristía. ENC/EU EU/ENC: Es el 
misterio mismo del Espíritu, según el punto de vista de los padres 
de la Iglesia desde san Juan Damasceno, que dice: "Te preguntas 
cómo el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de 
Jesús. Pues bien; yo voy, a mi vez, a hacerte una pregunta: ¿Cómo 
se formó el cuerpo de Cristo en el seno de María?"—"El Espíritu 
descendió sobre ella, y luego hizo en ella lo que hace en la 
eucaristía". El lazo lo conocéis vosotros como yo; lo ha revalorizado 
el concilio: la epíclesis, la invocación del Espíritu en cada una de 
nuestras eucaristías. En su lugar me has formado un cuerpo; María 
le dio ese cuerpo a Cristo, ese cuerpo que se formó en silencio. Es 
muy importante reflexionar sobre el cuerpo mismo de Cristo cuando 
se piensa en la eucaristía. Hay que volver con frecuencia a una 
teología del cuerpo, porque nuestro cuerpo es la única forma que 
hace que estemos en el mundo. Nuestro cuerpo es muy importante, 
y la eucaristía toca nuestro cuerpo. 
Llegamos ahora al último silencio, a la última palabra, al cenáculo 
con los apóstoles. Si habéis leído Redemptor hominis del Santo 
Padre, habréis podido observar que el papa insiste mucho en la 
presencia de María en el cenáculo como la que sostiene la 
perseverancia, la confianza de los apóstoles en la oración. Para 
tener la gracia de la perseverancia en la oración, habéis de pasar 
por ella, porque ella tiene la gracia de sostener el valor vacilante. 
¡Somos tan versátiles, tan inconstantes! María desaparece después 
del cenáculo, se habla muy poco de ella; la envuelve el gran 
silencio. Sabemos que Juan la llevó a su casa, pero no sabemos 
adónde fue. Poco importa dónde vivió; lo que aquí nos interesa es 
su silencio y el silencio que se hizo a su alrededor. En tal 
perspectiva, María es siempre la madre de Jesús, que vela por el 
crecimiento de la Iglesia y la rodea de su solicitud maternal. Se 
comprende que el concilio la haya llamado la madre de la Iglesia. 
Ella debe velar por el cuerpo de su Hijo. Se habla muy poco de ella; 
es el silencio apacible de la obra realizada. En el Calvario después 
de la muerte de Jesús, su silencio es doloroso. Ahora es el silencio 
gozoso. Medita todas esas cosas en su corazón, acepta entrar en el 
mundo de Dios y aprende a leer su existencia como una obra de 
Dios. Ve la mano de Dios a través de cuanto ella ha hecho. Debéis 
rezarle mucho para que os enseñe a descifrar la acción de Dios en 
vuestra vida. 
Por una parte, fue en aquel momento seguramente cuando hubo 
de comunicar a Lucas y a otros de qué modo había obrado Dios 
con ella. Creo que era menester que el Espíritu fuera dado a la 
Iglesia y que los apóstoles tuviesen la experiencia de Cristo 
resucitado —pues era poco ordinario—para que ella pudiese 
explicarles el misterio de su virginidad. "Como Cristo fue resucitado 
por el poder de Dios—san Pablo: Vosotros habéis creído en ese 
poder de Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos—, 
pues bien, de la misma manera el Espíritu vino sobre mí y me cubrió 
con su sombra, y el poder de Dios se posó sobre mí". El padre 
Georges dice: "Personalmente, veo una relación sorprendente entre 
la concepción virginal y pentecostés; ¿no es en ese clima, cuando 
los apóstoles acaban de recibir el Espíritu, donde María habló de su 
concepción virginal y declaró que había nacido del Espíritu?". María 
no habló en vida de Jesús, era Jesús el que debía hablar. Pero 
habló después, y lo que dijo fueron las cosas como sucedieron. Lo 
que ella quería hacer comprender era el deseo de Dios de unirse al 
mundo. Por eso María es el modelo de la unión con Dios. Ella la 
vivió en lo profundo de su existencia. 
Con la resurrección de Cristo ocurrió algo en la vida de María, 
porque los apóstoles han sido ya trasformados por la efusión del 
Espíritu. María poseía ya la plenitud de la gracia; pero pienso que 
en esta gracia, la gloria habitó en ella en aquel momento. Dice san 
Pablo en la carta a los Hebreos: Y todos estos, mártires de la fe, no 
alcanzaron el objeto de la promesa; porque Dios había previsto 
para nosotros una suerte mejor, y aquellos no debían llegar sin 
nosotros a la perfección. Sí; María, como, por lo demás, todos los 
apóstoles, fue resucitada en vida; vivió a la letra lo que dice Pablo: 
llevó la gloria del Resucitado en vasos de arcilla. Esto es muy 
importante. Bossuet se preguntaba a menudo: "¿Cómo se las 
arregló la Virgen para vivir con semejante peso de gloria?". La 
gloria de Dios, en Jesús muerto y resucitado, en María y en cada 
uno de nosotros, se ha como replegado. 
La gloria causaba miedo en el Antiguo Testamento; no se quiere 
ver aquella gran llama, no se quiere morir. Pues en Jesús se ha 
como replegado para hacerse humildad, dulzura y amor 
misericordioso. El amor misericordioso es otro nombre de la gloria. 
Esta gloria habitaba en Cristo en su vida terrestre; pero no se la 
veía, excepto en el momento de la trasfiguración; se escuchaba: 
Venid a mi, que soy afable y humilde de corazón. También pasó a 
María. Creo que puede decirse de María hacia el final de su vida 
que habitaba en ella la gloria. Debía ser como ese hombre nuevo, 
del que hablan Jesús y Pablo: toda humildad, toda dulzura, con un 
amor muy especial a los pecadores. Exteriormente María debía 
permanecer aún en el silencio más profundo. Lo que nos enseña a 
recurrir a ella es que fue la mujer que se dejó totalmente penetrar, 
modelar por el Espíritu Santo. Ella es la mujer del Espíritu. Los 
santos sintieron siempre este misterio. Griñón de Monfort dice esta 
hermosa frase: "Cuando el Espíritu Santo encuentra a María en un 
alma, corre, vuela allí". Existe entre ellos un parentesco, porque 
María se dejó invadir enteramente por el Espíritu. Se dejó conducir 
por él. 
¿Qué es la santidad sino ese dejarse conducir por el Espirita 
Santo? Rechazad lo que es mulo, retened lo que es bueno. Cuanto 
más se avanza en la vida espiritual más se da uno cuenta de que se 
tienen muy pocos puntos de referencia. Ciertamente están los 
mandamientos de Dios y de la Iglesia; sabemos bien lo que hay que 
hacer y evitar. Pero sobre el detalle de nuestra vida, 
cotidianamente, minuto a minuto, en el fondo sabemos muy poco. 
Ahí es donde debemos dejarnos guiar, como se decía antes, fieles 
a las mociones del Espíritu. Las mociones del Espíritu son muy 
delicadas. Sin embargo hay que creer que el Espíritu Santo nos 
guía y nos da ese tacto que tenía María, que hacía que sintiera la 
acción del Espíritu en su vida. Ella os obtendrá esta gracia, que es 
sencillamente aquella de la que habla Pablo. Menciona él la 
obediencia de la fe; véase la carta a los Romanos, capítulos 1, 5, 16 
y 26. La obediencia de la fe. María hará de vosotros seres 
obedientes a la palabra de Dios, al Espíritu. 
Sabemos muy poco sobre la muerte de María. La Iglesia apenas 
ha hablado al respecto, y no quiere que se hable. Pero lo que 
sabemos es que cuantos han sido servidores de María, cuantos han 
amado a María—pensad en el padre Kolbe, en Bernardita, en 
Catalina Labouré, en todos los santos—, todos esos seres han 
experimentado al final de su vida la presencia especial de María. 
San Alfonso de Ligorio se vio atormentado toda su vida por los 
escrúpulos, vivió ochenta y dos años y fue torturado como no nos 
imaginamos. Hacia el final de sus días se preguntaba cómo se las 
arreglaría para morir. Y luego experimentó una paz increíble. 
Porque había amado tanto a la Virgen, ella estuvo cerca de él. 
Podemos estar seguros de que cuando rezamos a la Virgen, ella 
está allí, cerca de nosotros, ella nos obtiene la luz para nuestra 
vida. No busquemos consuelos en otra parte, ni otra luz que en los 
gemidos del Espíritu. Hay que recurrir siempre a él para todo. Y 
María es quien nos conduce por ese camino. 

* * * * *

III
CONFIDENCIAS


1. Un hombre trasfigurado 
Durante mi estancia en la clínica, del 25 de mayo al 5 de junio de 
1990, el viernes 1 de junio recibí una llamada telefónica pidiéndome 
que fuera a administrar los sacramentos a un amigo, Fernando 
Malevache. Ya antes de pascua había intentado verme, pero no me 
enteré de sus deseos hasta después. Enfermo de cáncer, se 
encontraba en fase terminal. Como mi hospitalización concluía el 5 
de junio, le telefoneé, igual que todos los días, prometiéndole 
visitarle a mi vuelta. El martes 5, después del mediodía, fui a verle. 
Me pidió que le confesara, y le prometí que iría a celebrar la 
eucaristía y a administrarle el sacramento de los enfermos el 
miércoles seis, a las tres. 
A su alrededor había una docena de personas, entre ellas su 
cuñada y su amigo Dominique Destombes, que le había 
acompañado con gran amistad e incluso ternura durante toda su 
enfermedad. Aparentemente no sufría demasiado. Celebré la misa 
de los enfermos, escogiendo como primera lectura el texto de la 
carta de Santiago. Después del evangelio le administré el 
sacramento de los enfermos. Luego comulgó con el cuerpo y la 
sangre de Cristo. 
Dimos gracias un poco y, como me decía su cuñada, "entonces vi 
a un hombre trasfigurado". Me recordaba ella lo difícil que era 
explicar la trasfiguración a los niños del catecismo; pero, al mirar a 
Fernando después de haber comulgado, ella había visto y 
comprendido. 
Comprendí entonces cómo un cristiano que vivía la pasión en el 
sufrimiento podía al mismo tiempo ser elevado por la gloria y dejar 
que su rostro irradiara el gozo de pascua y la gloria del Resucitado. 
Él mismo dijo lo feliz que se sentía después de aquella eucaristía y 
que era uno de los días más hermosos de su vida. 
Le abracé al dejarle, pero con el temor de que muriera entre 
grandes sufrimientos, en particular de una hemorragia. Al irme, le 
entregué un rosario. Pasé parte de la tarde rezando el rosario a la 
Virgen, para que María estuviera cerca de él en su última hora y 
suavizara su sufrimiento. Frecuentemente no soy escuchado 
cuando pido para que a alguien no se le prolongue la muerte. 
Aquí, en cambio, me cogieron la palabra, pues sufrió un 
momento; llegó el médico para aliviarle y quedó tranquilo. Por la 
tarde moría en paz. No podía creerlo cuando Gerardo Sandevoir me 
telefoneó el jueves por la mañana. Verdaderamente estaba 
esperando aquella eucaristía para entrar en la dicha del cielo. Las 
únicas palabras que pude decir junto a su tumba fueron que 
Fernando había sufrido mucho, pero que había muerto trasfigurado 
y que el gozo que irradiaba su rostro era ya un anticipo de el del 
cielo. ¡Qué grande es el poder de la oración y la comunión de las 
almas! 

2. Una dolorosa alegría entre lágrimas
Lo que voy a decir ahora es continuación del relato precedente, 
pero era del todo imprevisible. Sólo muy raramente tengo el don de 
lágrimas, excepto cuando el amor de Dios toca mi corazón y 
compruebo la ingratitud, por no decir la indiferencia, de mi pecado. 
Sin embargo, el día de las exequias de Fernando fue distinto. Me 
apresuro a decir que no califico eso de don de lágrimas, pues hay 
mucho de psicología en ello, dada la intensidad de la angustia 
acumulada por los resultados del análisis después de mi operación. 
No obstante, creo que hay algo espiritual; estoy seguro. 
Me sentía muy tranquilo cuando llegué a la iglesia de Beaulieu. 
No experimentaba ningún sufrimiento físico. Ni siquiera puedo decir 
que me sintiera "triste" por aquella muerte; tan claramente había 
percibido el dedo de Dios. Me sentía incluso en paz. De pronto, al 
comienzo de la celebración, me vi literalmente anegado en lágrimas, 
incapaz de hablar y de unirme a los cantos. No puedo decir que se 
tratara de raudales, sino de lágrimas que subían de lo más hondo 
de mí mismo y corrían por mis mejillas. Era incapaz de detenerlas. 
Como siempre, en caso de apuros, recurrí a la Virgen con el 
avemaría; pero sin éxito. Me sentía confundido ante los fieles; pero 
acepté lo que no dependía de mí. 
Esto duró hasta el final de la eucaristía; sin embargo, en el campo 
santo pude hablar. ¿Cómo explicar aquello? ¿Hay que intentarlo 
siquiera? Tenía la impresión de que toda la dulzura contemplada en 
el rostro de Fernando el día de la eucaristía devoraba todo el 
sufrimiento de aquella enfermedad y me partía el corazón como si lo 
hubiera derretido. No puedo explicar de otra manera la paz y la 
dulzura de aquellas lágrimas, lo mismo en mi corazón que en mi 
cuerpo y en mi rostro. 
Cualquiera que fuera la fuente de aquellas lágrimas, cuyo origen 
no tengo por qué indagar, al menos puedo manifestar el efecto que 
surtieron en mí. La comparación que acude inmediatamente a mi 
mente es la del día siguiente a un aguacero, una tormenta o un 
viento violento; se dice entonces que después de la tempestad 
viene la calma. Aquí no hubo ni tormenta ni tempestad, sino una 
lluvia suave y penetrante, que aún hoy persiste. Tenía la impresión 
de haber sido lavado, tanto por dentro como por fuera, de todas mis 
angustias, de mis temores, de mis inquietudes; paz que se mantiene 
todavía. Era como un niño que ha llorado a lágrima viva, y en el que 
todo sufrimiento ha quedado barrido. ¿Qué decir después de esto, 
sino callar y dar gracias? 

3. No me queda más que el rosario
Antes de intentar abordar el misterio de mi vocación a la oración, 
deseo decir simplemente lo que me queda hoy. He rezado mucho, y 
sobre todo suplicado; también he hecho oración permaneciendo 
simplemente bajo la mirada del Padre y de Cristo, desahogando mi 
corazón con o sin palabras. 
Después de todas mis pruebas, sobre todo las de mi salud, la 
única oración que sigue "hablando" a mi corazón, que no me cansa 
y, sobre todo, que puede durar, es el rosario. Reemplaza a 
cualquier otra oración y constituye la música de fondo sobre la que 
celebro la eucaristía y recito el oficio. 
No sé si medito los misterios, y ni siquiera si los enuncio y los rezo 
un poco antes de cada decena. Lo que se ha convertido para mí en 
una evidencia es que al decir las palabras del avemaría 
pronunciadas por el ángel Gabriel y por Isabel, me encuentro al 
punto en el registro de la plegaria, en la oración evocada más 
arriba; y eso es todo lo que puedo decir, si bien saboreo más en 
particular la segunda parte de la súplica: Santa María, madre de 
Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra 
muerte... 
El único pensamiento que hay en mí entonces es que realizo al 
pie de la letra las palabras de san Pablo: No sé orar como conviene; 
pero otro ora por mí y en mí, y su oración es perfecta, pues 
responde a la oración deseada por Dios mismo. Para decirlo de otra 
manera, al estilo de Pablo, creo en lo más profundo de mi ser sin 
que yo intervenga; el Espiritu Santo dialoga con mi espíritu y se 
dirige al Padre con palabras misteriosas...; pero cuanto digo es sólo 
aproximativo. Sé bien que esta oración es la del Espíritu; pero la 
única percepción que tengo de ello es que la hace la Virgen. Incluso 
si a veces tengo la impresión de que no rezo ni al Padre ni a Cristo, 
dejo que la Virgen seleccione ella misma mi oración a cada una de 
las personas de la Santísima Trinidad. Para mí lo esencial es orar. 
Es cuestión de vida o muerte, de desesperación o de paz, de 
angustia o de gozo. Verdaderamente, María lo es hoy todo para mí. 

* * * * *

IV
ACTO DE OFRENDA AL ESPÍRITU SANTO


Padre, en nombre de Jesús,
dame tu Espíritu

Trinidad santa, confesamos el poder de Dios, que ha resucitado a 
Jesús de entre los muertos, y creemos que el Espíritu fue 
derramado en abundancia sobre María y los apóstoles reunidos en 
oración en el cenáculo. Te alabamos por la fuerza de lo alto, que 
revistió a los discípulos haciendo de ellos testigos de Cristo 
resucitado; por los dones y los carismas dados a la Iglesia. 

Confesamos también que en el bautismo hemos sido poseídos 
por el poder de ese mismo Espíritu, que ha hecho su morada en 
nosotros y nos ha identificado con Cristo vivo, convirtiéndonos en 
hijos adoptivos del Padre y en templos de la Trinidad santa. 

Confesamos también que este Espíritu está encarcelado en 
nuestros corazones de piedra y que no puede desplegar en nuestra 
vida y en la Iglesia el poder del nombre de Jesús resucitado 
mediante signos manifiestos. 

Por ello suplicamos a Jesús, sentado a la derecha del Padre, que 
acepte rogarle en su nombre, a fin de que nos envíe al Espíritu 
Santo. Que ilumine nuestra inteligencia para que descubramos la 
voluntad del Padre, que nos dé su fuerza para cumplirla y que 
encienda en nuestro corazón el fuego de su amor. 

Como el Espíritu nos consagra en la verdad y la santidad, 
queremos ofrecerle todo nuestro ser y entregarnos a su acción 
creadora y santificadora. Confiamos esta ofrenda a la Virgen toda 
pura y toda santa, a fin de que nos obtenga la gracia de obedecer a 
todas sus inspiractones. 

Puesto que no sabemos orar como conviene y Jesús nos pide 
que oremos sin cesar, suplicamos al Espíritu Santo que venga a 
orar en nosotros con gemidos inenarrables. Que haga brotar la 
oración de lo profundo de nuestro corazón, le cure de todas sus 
heridas y nos introduzca en los abismos del amor trinitario 

Finalmente, rogamos al Espíritu que despliegue en nosotros el 
poder del Resucitado, a fin de que se produzcan curaciones, signos 
y prodigios en el nombre de Jesús y de que podamos anunciar con 
seguridad la palabra de Dios. 

Amén.

* * * * *


V
TESTAMENTO


"Pedid mucho para que me convierta en Oración ante la faz de 
Dios. Me ha venido la idea de expresar este deseo en la forma del 
texto que sigue. Cuando os enteréis de mi muerte, he ahí mi 
testamento" (de una carta). 

Tú me sondeas, Señor, y me conoces, 
Has puesto sobre mí tu mano. 
Tú formaste mis entrañas, 
Tú me tejiste en el vientre de mi madre. 
Tú conoces mi corazón y cada mañana 
Tú me llamas por mi nombre. 
Te doy gracias por tantos prodigios: 
Soy una obra prodigiosa, 
Todas tus obras son maravillosas. 

Tú sabes bien que no soy más que oración 
delante de tu faz. 

Padre, heme aquí, para hacer tu voluntad. 
Que todas las acciones de este día 
sean contadas como oración. 
Que tu Espíritu me conceda el don de 
la oración de Jesús. 

Sondéame, oh Dios, 
conoce el fondo de mi corazón, 
Escrútame, conoce mi afán; 
Preserva mi corazón del orgullo, 
No me abandones a los deseos de la carne, 
Mira que mi camino no sea fatal, 
Guíame por el camino de la vida. 

Yo no soy más que oración delante de tu faz. 

(del salmo 138)

Navidad de 1978

JAN LAFRANCE
DÍA Y NOCHE
Paulinas. Madrid 1993.
Págs. 79-122