CREER EN DIOS PADRE


V

PASAR DE SIERVOS A HIJOS



Jn 15,14-15 expresa bien la novedad del evangelio: «Ya no os 
llamaré siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su amo. Os 
diré amigos porque os he dado a conocer todo lo que aprendí de 
mi Padre». Poco antes Jesús se ha identificado con la vid de la que 
sus seguidores son los sarmientos. Él no es sólo la cepa, sino la 
totalidad en que los sarmientos reciben la savia o vida común. Una 
elocuente alegoría para presentar el encuentro de la gracia o 
amor, que la teología escolástica definía como amistad: «Los 
amantes, los amigos, tienen dos deseos; uno, amarse hasta el 
punto de entrar uno en el otro y formar un solo ser; el otro, amarse 
tanto que aun estando cada uno en una punta del globo, su unión 
no sufra por ello merma alguna» 1. 

MORAL/CRA-PELAGIANA: En la práctica de la moral cristiana se 
han acentuado tres aspectos que deben ser integrados. En la 
Iglesia católica occidental, quizás por la obsesión pelagiana de 
ganarse el cielo con las propias manos, durante los últimos siglos 
ha prevalecido una moral preceptiva: el cumplimiento de leyes y 
preceptos impuestos desde fuera garantizaba la salvación 
concedida por los méritos adquiridos. La Reforma protestante 
insistió en la dimensión indicativa —el evangelio anuncia que Dios 
mismo nos salva en Jesucristo y suscita en nosotros la confianza—, 
aunque se fue al otro extremo negando el papel decisivo de la 
libertad personal y de las obras como prueba de esa fe. La 
tradición oriental destaca bien «la divinización» de la persona por 
la gracia, con el peligro de olvidar un poco la dimensión real de la 
existencia humana y la transformación del mundo que conlleva 
actuar como «el Padre misericordioso». 

No es suficiente ni sería verdadera una moral indicativa, una fe 
que no se traduzca en obras; pero tampoco unas obras que no 
sean versión histórica de la fe. No hay cristianismo, como no hay 
vida humana, sin ascesis; pero una ascesis que no sea fruto del 
amor o de la mística no es cristiana. Jesús proclama que ya está 
llegando el reino de Dios—indicativo—; por consiguiente, y como 
fruto de esa buena noticia, brota espontáneamente la conversión. 
Sólo el que descubre la perla preciosa o el tesoro escondido, «con 
gran alegría» va y vende todo lo que tiene para conseguir aquello 
que ha descubierto. Cuando Jesús transmite a sus discípulos «el 
conocimiento», la experiencia que tiene del Padre, les da el 
principio para que actúen por sí mismos, desde dentro, y con 
libertad: «Ya no os llamo siervos, sino amigos». Si el árbol bueno 
da buenos frutos, los hombres y mujeres que reciban el Espíritu de 
Jesús seguirán también sus pasos: «haciendo el bien y curando a 
todos los oprimidos por el diablo» 2. 


1. «No estamos bajo la Ley sino bajo la gracia»

Es el evangelio que San Pablo vivió con especial intensidad. 
Dios no actúa en favor nuestro desde fuera, dictándonos leyes que 
se nos imponen sin más y reprimen nuestras libres decisiones. 
Siendo más íntimo a nosotros que nosotros mismos, desde dentro 
ilumina, sugiere, suscita, apoya, sana y perfecciona nuestra 
libertad. Según la teología tradicional, hay una gracia «sanante» y 
una gracia «elevante». El Creador nunca abandona su obra, y 
Jesucristo es la proclamación histórica y única de este 
acompañamiento eficaz. Aquel hombre vivió y murió apasionado 
por la sanación y perfeccionamiento de la humanidad «porque Dios 
estaba en él» potenciando su misma libertad humana y 
garantizando la verdad de su empeño. En Jesucristo se abre para 
todos un camino de salvación o realización humana plena: «Nos ha 
liberado para que vivamos en libertad»; no como esclavos bajo el 
palo del amo, sino como hijos con el Padre que nos arropa con su 
amor. Alcanzados y motivados por esa fuerza misteriosa que 
llamamos Espíritu, y que es Dios mismo actuando en nosotros y 
ayudándonos a ser cada día más libres 3. 

Profundos creyentes como fueron Agustín y Tomás de Aquino 
gustaron también esa novedad evangélica y la expusieron 
magistralmente. Aunque los mismos discípulos hayan distorsionado 
a veces su doctrina, debemos celebrar la finas intuiciones de 
Agustín: el cristiano es libre cuando, transformado por la gracia, 
encuentra su satisfacción mayor realizando aquello que constituye 
su verdad más profunda; «nadie hace bien actuando sólo por 
obligación, incluso haciendo el bien cuando actúa» 4. 

/St/01/25 ESCLAVO/LIBRE LIBRE/ESCLAVO: En la misma 
experiencia cristiana, Tomás de Aquino escribió: «Hombre libre es 
el que hace lo que quiere en contraposición al siervo que hace lo 
que su amo le manda; es libre quien es señor de sí, y siervo el que 
está sujeto a su señor. El siervo no tiene voluntad propia; cuando 
es perfecto, adivina la voluntad de su señor, y está dispuesto a 
negar incluso lo que le hace persona. Uno es libre cuando el 
principio de acción está en él. Por tanto quien evita un mal no 
porque así lo ve, sino por mandato del señor, no es libre; lo es en 
cambio cuando no hace el mal por convicción propia. El niño no 
roba porque su mamá se lo prohibe, mientras el diabético no come 
dulce porque sabe que le hace daño. Gracias al Espíritu Santo que 
interiormente nos perfecciona, podemos realizar la voluntad de 
Dios no como voluntad de otro sino de nosotros mismos. Somos 
libres no porque nos sometamos a la ley divina, sino porque, 
gracias al hábito bueno infundido por el Espíritu, nos vemos 
inclinados a realizar el bien que prescribe la ley divina»5. 

HABITO-BUENO /2Co/03/17: Para quienes no estén 
acostumbrados a este lenguaje, «hábito bueno» significa un nuevo 
ser que perfecciona nuestra condición humana y nos capacita para 
actuar virtuosamente, con espontaneidad, satisfacción y destreza. 
La gracia es un hábito bueno que cualifica y promueve a la 
persona humana; quienes son alcanzados por ella se sienten 
agraciados, viven agradecidos y son agradables para los demás. 
El comentario de Santo Tomás expresa muy bien la novedad de la 
moral evangélica, donde la gracia es la inspiración y el clima para 
interpretar de modo adecuado el valor y la función de normas y 
cumplimientos. 

La visión de Agustín y de Tomás corresponde a la experiencia 
que vivieron místicos cristianos como Juan de la Cruz: 
«A zaga de tu huella las jóvenes discurren el camino al toque de 
centella al adobado vino, emisiones de bálsamo divino. PPP

En la interior bodega
de mi Amado bebí, y cuando salía
por toda aquesta vega,
ya cosa no sabía;
y el ganado perdí que antes seguía.

Allí me dio su pecho,
allí me enseñó ciencia muy sabrosa;
y yo le di de hecho
a mí, sin dejar cosa:
allí le prometí de ser su Esposa.

Mi alma se ha empleado,
y todo mi caudal en su servicio;
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio 6.

Otra santa carmelita, Teresa de Lisieux, manifiesta que ella con 
su hermana Celina vivió el encuentro de gracia donde Dios ama 
primero, que ve descrito en los versos que preceden: «Sí, 
seguíamos ligeras las huellas de Jesús. Las centellas de amor que 
él sembraba a manos llenas en nuestras almas, el vino delicioso y 
fuerte que nos daba a beber hacían desaparecer a nuestros ojos 
las cosas pasajeras, y en nuestros labios brotaban aspiraciones de 
amor inspiradas por él» 7. 


2. La vocación cristiana: «llegar a ser hijos»

Esos testimonios que acabamos de transcribir reflejan bien que 
la peculiaridad evangélica tiene su versión histórica en la 
experiencia de Dios como Padre, que nos transforma en su amor y 
nos vuelve a los demás con rostro y obras de hermanos. Sin esta 
mística el cristianismo pierde su auténtica fisonomía que se inspira 
en una impresión nueva de Dios, no como poder que se impone 
sino como amor que seduce y perfecciona todo lo verdaderamente 
humano. Como en el bautismo de Jesús, en el bautismo de cada 
cristiano también escuchamos la voz del Padre que nos dice: «tú 
eres mi hijo». Y esa filiación es obra del Espíritu, Dios mismo 
autocomunicándose y actuando en nuestro corazón. Es el nuevo 
nacimiento de la gracia. Los bautizados nacen «de nuevo», «de lo 
alto». Son como «niños recién nacidos» y dispuestos a rechazar 
«todo engaño, hipocresía, envidias y toda clase de 
maledicencias». Todo el esfuerzo moral del bautizado a lo largo de 
su existencia se sitúa en el interior y como fruto de su bautismo 8. 
Hay vida cristiana y se alcanza la novedad evangélica cuando se 
gusta la cercanía de Dios como Padre más que como juez; o 
cuando la justicia de Dios se percibe como misericordia. Pero esa 
novedad se vive históricamente como proceso de llegar a ser hijos. 


a) Dos esquemas en pugna

HIJOS-DE-D/LBT-DIFAL PARA/HIJO-PRODIGO /Lc/15/11-32: 
Para hombres y mujeres, que nacemos marcados por muchas 
alienaciones, no resulta fácil abandonar nuestra condición de 
siervos y esclavos, para vivir y actuar como hijos; salir de las 
seguridades que nos da el cumplimiento legal de lo mandado, y 
pasar a la confianza que nos inspira el amor gratuito de Dios. La 
parábola evangélica del hijo pródigo es muy elocuente. Hay un 
joven, el hijo menor, que ve a su padre como un tirano y decide 
romper con él: «Dame la parte de la herencia que me 
corresponde». Con todo lo suyo, «se alejó» del amor del padre, y 
en su alejamiento sometió a la creación en la mentira: «Despilfarró 
toda su fortuna viviendo como un libertino». El que pretendía ser 
libre acabó siendo esclavo; no podía satisfacer sus anhelos de 
bienestar ni siquiera «con las algarrobas que comían los puercos», 
esas idolatrías del tener, del poder y del gozar inmediato en un 
mundo separado del padre y de su amor gratuito; en aquel ámbito 
cultural judío, «puerco» era sinónimo de impuro. 

Pero en un momento de insatisfacción, el joven recuerda y se da 
cuenta de que su padre no es un tirano, pues trata bien a los 
criados que trabajan en su casa. Y animado por esta confianza, se 
levanta de su postración y se pone en camino para encontrar un 
amor y un perdón que echa de menos. Pero sigue discurriendo en 
el esquema de siervo-amo; «iré a mi Padre y le diré: pequé contra 
el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame 
como a uno de tus jornaleros». 

Con el mismo esquema funciona también el hijo mayor que ha 
quedado en casa, y siempre ha sido un fiel cumplidor de lo 
mandado: «Hace tantos años que te sirvo y jamás dejé de cumplir 
una orden tuya». Vive como siervo, no como hijo; por eso es 
incapaz de aceptar al hermano y alegrarse por su retorno a casa. 
Le ocurre como al fariseo Simón, que cumplía las observancias 
legales meticulosamente, pero no tenía sensibilidad para descubrir 
en una prostituta los sentimientos de amor y el deseo por 
recuperar su dignidad humana. O como a los trabajadores durante 
toda la jornada, que no podían comprender la generosidad del 
dueño de la viña cuando pagó salario completo también a los 
tardíos. La lógica del «siervo-amo», «esclavo-dueño», se rompe 
con un gesto que sólo puede tener su inspiración en el corazón 
paterno: «Estando el hijo todavía lejos, le vio el padre y conmovido 
corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente». Aunque el hijo 
se alejó del padre, éste nunca lo abandonó y lo acompañó 
siempre, hasta que el hijo descubrió su presencia de amor. 

b) Del miedo a la confianza

La existencia cristiana sólo se hace real en la historia, como un 
proceso donde se va dando el paso de ser siervos a ser hijos; de 
ser esclavos a ser libres; de ser egocéntricos a ser solidarios, del 
miedo a la confianza. Si se abstrae de la historia, difícilmente se 
puede interpretar bien /Hb/05/04: Jesucristo, «aun siendo Hijo, con 
lo que padeció experimentó la obediencia, y llegado a la 
perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos 
los que le obedecen». Jesús no lo sabía todo desde el principio, su 
condición de Hijo no le dispensó, sino que le permitió vivir con mas 
intensidad su condición de criatura limitada. Su existencia discurrió 
en un proceso que afectó también a su relacióon con Dios, a quien 
experimentó siempre como amor gratuito, «Abba», pero en cada 
paso del camino también como Alguien siempre nuevo, inesperado 
y mayor. En ese proceso Jesús vivió y murió como Hijo en intimidad 
y secundando la voluntad del Padre. Como Primogénito de los 
creyentes, el proceso que vivió aquel hombre define también al 
proceso que debe seguir la existencia de todo cristiano. 

Antes nos hemos referido a dos tipos de cristianos. Unos que 
viven obsesionados por asegurarse la salvación con sus propios 
méritos y tratan de justificarse por sus propias obras. Otros en 
cambio realizan esas obras como fruto de sentirse amados e 
impulsados desde dentro para hacer el bien «aunque no hubiera 
cielo». En los primeros hay una buena dosis de miedo, y en los 
segundos no puede faltar el temor, pues la misericordia de Dios 
«alcanza a los que le temen» 9. Pero ¿cómo entender ese temor? 


TEMOR/SERVIL-FILIAL: Viene al caso la distinción de la teología 
escolástica. Hay un «temor servil»: cumplir lo que Dios manda 
porque, de no hacerlo, seremos castigados; se llama «servil» 
porque es propio del siervo, no del hijo; no está inspirado en la 
novedad evangélica. Pero hay también «un temor filial», propio del 
hijo que teme disgustar a su padre o a su madre. Un don del 
Espíritu que nos permite gustar la cercanía de Dios como Padre o 
amor gratuito. 

En la tradición y en la enseñanza de la Iglesia Católica no sólo se 
reconoce una «contrición perfecta» que responde al amor filial. 
También se aceptaba como parcialmente válida la contrición 
«imperfecta», o arrepentimiento por miedo al castigo, con tal de 
que el pecador confesase y recibiese la absolución. La verdad es 
que los teólogos escolásticos se veían en un aprieto para explicar 
cómo se daba el paso del temor servil o miedo al amor que es el 
único camino de justificación. Pero esa distinción fue ratificada por 
el concilio de Trento. 

En los cristianos que han gustado de modo especial la filiación, 
ese camino del miedo desaparece. Impresiona en este sentido 
Santa Teresa de Lisieux: «Era en verdad atrevida. Gracias a que 
Dios, que ve el fondo de los corazones, sabía que mi intención era 
pura y que por nada del mundo hubiera querido disgustarle. 
Obraba con él como una hija que cree que todo le está permitido, y 
mira los tesoros de su padre como propios» 10. Hay que tener 
miedo; pero «un miedo que sea culminación de la confianza» 11. El 
«caminito» de confianza que propone Teresa de Lisieux desmonta 
toda presunción de llegar a ser perfectos por sólo el esfuerzo 
humano y de conseguir el paraíso por los méritos propios; 
desmantela un cristianismo que se reduce a cumplimientos 
religiosos, prácticas de piedad o penitencias extraordinarias: «Dios 
no tiene necesidad de nuestras obras sino únicamente de nuestro 
amor» 12. La perfección es obra de Dios en nosotros cuando 
confiamos y dejamos que sea único señor en nuestra existencia; 
cuando nuestro vivir y nuestro actuar están inspirados e 
impulsados por el amor del Padre. En esta confianza no tienen ya 
lugar las categorías de premios y castigos. Como dice un anónimo 
creyente del siglo XVI: «Aunque no hubiera cielo yo te amara y 
annque no hubiera infierno te temiera». 

Sin embargo nuestro conocimiento de Dios que tiene lugar en el 
amor, «todavía es imperfecto», y con frecuencia no hacemos el mal 
por temor servil a ser castigados. Quizás con este sentido realista 
pueda ser benignamente interpretada la distinción entre contrición 
imperfecta y contrición perfecta. Pero sólo en la medida en que 
nuestra existencia y actividades broten del amor gratuito y 
procedan en clima de confianza, estamos avanzando por el camino 
de la novedad evangélica y de la perfección cristiana. 

c) En la relación de hermanos

La parábola del hijo pródigo deja suponer que el hijo menor 
aceptó el amor gratuito del padre y participó en la fiesta, en ese 
banquete símbolo de la nueva sociedad o reino de Dios. No consta 
que participara el hijo mayor, y viendo su actitud de 
servidor-esclavo resentido, es más presumible que no asistiera 
rechazando así el gesto de amor que le ofrecía el padre; 
obsesionado por el trabajo, no tenía sensibilidad para la fiesta 
preparada por amor gratuito. Su reacción malhumorada cuadra 
bien con aquellos que, según otra parábola, eligieron la seguridad 
de sus negocios, y rechazaron la invitación a sentarse con los 
pobres y como hermanos en la mesa común de la casa paterna. 

Jesús de Nazaret experimentó de tal modo la filiación, gustó tan 
intensamente la paternidad de Dios en favor de todos, que vivió y 
murió para los demás. Es la regla que debe animar siempre a la 
comunidad de sus seguidores: «Amaos unos a otros, como el 
Padre me amó, y yo os he amado». Si Dios es Padre de todos, 
todos son mis hermanos, y mi experiencia de filiación se prueba en 
la fraternidad. No somos hijos y hermanos por separado, sino al 
mismo tiempo y en correspondencia vital. Porque todos somos 
hermanos, mutuamente nos pertenecemos. 

Dados los avances en la técnica, hoy la interdependencia es 
signo de nuestro tiempo. Desde la fe cristiana en Dios Padre, 
podemos pasar de ver a los otros como extraños cuyos problemas 
nada nos afectan, a verlos como hermanos a quienes va ligada 
nuestra existencia y con quienes debemos buscar porvenir mejor 
para todos. La interdependencia puede madurar en solidaridad, si 
tratamos de vivir y actuar como hijos, con los sentimientos y la 
práctica de Dios Padre. Así veremos que pertenecemos a los otros 
y que ellos nos pertenecen. La existencia programada con esos 
sentimientos y en prácticas consecuentes, define la conducta del 
cristiano. 


3. La moral evangélica

EV/MORAL-ETICA: En el evangelio no hay una ética si con el 
término entendemos un conjunto de normas cuyo cumplimiento 
garantiza la rectitud moral. Más bien es proclamación de una 
buena noticia. El que la descubre, se apasiona de la misma y trata 
de ser coherente dictándose las normas y cauces aptos. Según el 
evangelio, «no todos comprenden esto»; «quien tenga oídos para 
oír que oiga». Cuando se dice, por ejemplo, «si te dan en una 
mejilla, pon la otra», se sugiere una forma de actuar en la vida con 
un espíritu nuevo; no es una norma; de hecho, cuando un soldado 
abofeteó a Jesús poco antes de crucificarlo, Jesús no puso la otra 
mejilla sino que reaccionó contra la injusticia cometida. La moral 
evangélica tiene su inspiración en el amor y su objetivo es la 
libertad de todo lo que impide «ser para los otros». Jesús de 
Nazaret superó todas las dificultades e idolatrías que le impedían 
servir a los demás, porque su alimento era la voluntad del Padre, o 
porque vivía en intimidad única con Dios, que significa «salvación 
para los hombres». 

a) Una moral inspirada en el amor

Cuando se percibe la novedad evangélica, se comprende que la 
conducta existencial del cristiano sólo es auténtica en el dinamismo 
del amor: «Creo que si las demás criaturas gozasen de las mismas 
gracias que yo, Dios no sería temido por nadie, sino amado hasta 
la locura; y amándole —no temiéndole— ningún alma llegaría a 
ofenderle» 13. Sin embargo todavía queda entre los mismos 
cristianos una moral determinada por el temor servil o miedo a ser 
condenados. En el fondo sigue trabajando una percepción 
religiosa de la divinidad como juez. Y quizás también aquí debamos 
admitir un proceso: iremos dejando el miedo a una divinidad 
percibida como juez, en la medida en que la filiación y el amor del 
Padre vayan calando en nosotros. Como todo lo humano, la 
perfección cristiana está sometida también a la historia. Pero 
admitiendo este proceso con todas sus ambigüedades, si creemos 
que Dios nos hace justos porque nos ama, la moral evangélica no 
puede ser un conjunto de normas cuyo cumplimiento garantiza la 
salvación. 

MORAL-CRA/EV EV/MORAL-CRA: Jesús de Nazaret ante todo y 
sobre todo fue alcanzado por el amor del Padre, y vivió apasionado 
por construir la fraternidad o «reinado de Dios» en esta tierra. Sólo 
ese amor puede ser inspiración y clima de la moral evangélica. Por 
eso la moral cristiana no se reduce a mandamientos y preceptos. 
El Sermón del Monte y las Bienaventuranzas son el anuncio de una 
buena noticia, la invitación a un cambio en una dirección de amor 
gratuito e incondicional hacia el «Dios del reino» y hacia los demás 
en que Dios está presente. Es verdad que las normas son 
necesarias, pero siempre como medios sometidos a la lógica del 
amor, y continuamente revisables a la luz de la misma. 

Como Jesús de Nazaret centró todos sus empeños y actividades 
en la llegada del reino, la fraternidad entre todos, la moral 
evangélica está marcada por ese imperativo. No es suficiente «ser 
bueno» con actos piadosos y prácticas religiosas. El cristiano es 
bueno comprometiéndose de verdad en la llegada del reino de 
Dios o comunidad fraterna. Ese objetivo conlleva un compromiso 
en la transformación social y un combate contra las fuerzas 
malignas e idolatrías que pervierten esa transformación. Jesús de 
Nazaret no sólo «pasó haciendo buenas obras», sino también 
«curando a todos los oprimidos por el diablo». 

Si la inspiración de la moral cristiana es el amor, y su objetivo es 
el reino de Dios, la plenitud de vida para todos y el gozo pleno, 
¿por qué apenas tiene cabida en la visión de muchos cristianos la 
bondad del placer y los momentos de felicidad? Es una cuestión 
pendiente, pues generalmente acudimos a Dios sólo en los 
momentos de dolor y a veces incluso sacralizamos el sufrimiento. 
Ya lo hemos dicho, en la vida del bautizado, como en toda 
existencia humana, la cruz, el sufrimiento y la consiguiente ascesis 
son factores inevitables y necesarios; como son necesarias 
también las normas éticas. Pero en perspectiva evangélica todo 
eso humaniza de verdad cuando va inspirado y finalizado por el 
amor. San Agustín expresó genialmente la nueva inspiración: «El 
que ama, siente lo que digo» 14. 

b) «Para que vivamos en libertad»

Con frecuencia la moral cristiana es presentada, practicada y 
percibida como represora de la libertad. Para muchos, ser cristiano 
significa vivir atado por leyes que limitan la autonomía y la decisión 
personales. Otros todavía funcionan con el esquema de «lo puro-lo 
impuro», como si las personas pudieran ser contaminadas por 
cosas que vienen de fuera. Sin embargo «Cristo nos ha liberado 
para que vivamos en libertad» (/Ga/05/01). Es una libertad 
inspirada en el amor, como lo sugieren bien las parábolas del 
tesoro escondido y de la perla preciosa. Hacemos lo que debemos 
hacer porque nos sale de dentro, de un amor que gratuitamente 
hemos recibido, nos da un nuevo ser y un nuevo querer. Una 
libertad para compartir nuestros recursos, para dejar nuestras 
seguridades sociales, para salir de nuestra familia, y para 
renunciar a todo protagonismo. Impresionan las vocaciones de los 
primeros seguidores de Jesús: «dejándolo todo». Es la versión 
existencial de la vocación cristiana: ser libres desde la experiencia 
del amor. Es un modo auténtico de ser humanos. 

Sabemos que nuestra libertad, cuando no es solidaria, 
fácilmente degenera en libertinaje individualista; pero Dios ha 
puesto a las personas «en manos de su propia decisión». No nos 
ha creado para él, sino para que seamos nosotros mismos; 
vigorosos, autónomos; siendo verdaderamente libres, le damos 
gloria y honor. Prefiere que actuemos con libertad, aunque nos 
equivoquemos, a que obedezcamos como esclavos y vayamos por 
ahí con cara de sacrificados. Si en nuestra conducta o en nuestra 
forma de hablar sugerimos que Dios nos reprime, nos culpabiliza o 
echa venablos contra este mundo, los cristianos seremos culpables 
del rechazo moderno contra la religión. Cuando las personas 
humanas ven que Dios es peor que ellas, es natural que lo dejen 
de lado. 

Con esta clave y volviendo a la parábola del hijo pródigo, 
podemos interpretar con buenos ojos la evolución del mundo 
moderno respecto a Dios y a la religión cristiana. Queriendo ser 
libre y autónoma, la sociedad moderna «se alejó del Padre». Como 
un joven adolescente, pensó que sin esa ruptura no era posible la 
emancipación. Pasados ya cuatro siglos en este proceso de 
modernidad, el alejamiento de Dios y de la religión no ha 
garantizado la libertad ansiada, y hoy las alienaciones de todo tipo 
siguen desfigurando a nuestra sociedad. Algunos pueden pensar 
que todo el proceso moderno ha sido un rotundo fracaso, y no hay 
más remedio que aceptar de nuevo a Dios y la religión. Pero el 
fenómeno puede ser interpretado de otro modo: el hombre 
moderno ha percibido a Dios y a la religión como elementos 
opresores de la libertad humana, y se ha posicionado 
negativamente frente a los mismos para defender y afirmar su 
autonomía. Y aquí viene la pregunta: ¿De dónde han sacado esa 
percepción? Sin duda la conducta y el discurso de quienes 
oficialmente somos creyentes, han tenido gran influencia en la 
génesis del ateísmo e indiferencia religiosa. Para una buena 
evangelización urge hoy hablar más con gestos que con palabras 
del «Padre misericordioso», que no destruye nunca la libertad 
humana sino que la promueve; que no quiere siervos, sino hijos 
que vivan como hermanos. 

JESÚS ESPEJA
CREER EN DIOS PADRE
BAC 2000. MADRID 1999 Págs. 91-106

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1. S. Weil, o.c., 80.
2. «Se ha cumplido el plazo, llega ya el reino de Dios: convertíos y 
creed en la buena noticia» (Mc 1,15); «si el Espíritu nos da la vida, 
sigamos también los pasos del Espíritu» (Gál 5,26). Jesús pasó haciendo 
el bien y curando enfermos «porque Dios estaba en él» (Hch 10,38). 
3. Rm 6,14; Gal 5,13-14. «Donde está el Espiritu, allí está la libertad» 
(2 Co 3,17). Sant 1,25: «La gracia es la ley perfecta que nos hace 
libres». 
4. Confesiones, I, 12,19.
5. Coment a 2 Cor 3, 17.
6. Cántico espiritual. Canciones entre el alma y el esposo, 16-19. 
7. «Manuscrito A», en Obras Completas, p. 141-142. 
8. «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que 
clama ¡Abba! Padre» (Ga 4, 6; Rm 8,15). Jn 3,5 habla del nuevo 
nacimiento «del agua y de] Espíritu». En una homilía para instruir a los 
neófitos, San Pedro dice que han sido «reengendrados para una 
esperanza viva y una herencia incorruptible» (1 P 1, 3s); son «los niños 
recién nacidos» (2, 2). En su catequesis a los neófitos, Pablo insiste: 
«Consideraos como muertos al pecado, y vivos para Dios en Cristo 
Jesús» (Rm 6, 11).
9. Lc 1,50. Según Sal 110,10, «El temor de Dios es principieo de 
sabiduría», mientras Sal 111,1 rati- fica: «¡Dichoso el hombre que teme a 
Dios!». 
10. «Manuscrito A», en Obras Completas, p.200)-201. 
11. S. Weil, o.c., 136. 
12. TERESA Del NIÑO JESÚS, «Carta a Sor María del Sgdo. 
Corazón», en Obras Completas, p. 266.
13. TERESITA DEL NIÑO JESÚS, «Manuscrito A», en Obras 
Completas, p.257.
14. In Joan. ev., tract, 26,4: PL 35,1608.


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