ANTOLOGÍA EXEGÉTICA DEL PADRENUESTRO
* * * * *
Hágase tu voluntad
así en la tierra como en el cielo
I. TERTULIANO
(De orat. IV, 1-5)
·TERTULIANO/PATER PATER/TERTULIANO
Pedimos que «se haga tu voluntad así en la tierra como en el
cielo», no en el sentido de que alguien puede oponerse a que se
haga la voluntad de Dios y le deseemos éxito en el cumplimiento de
su voluntad; pedimos más bien que ésta se haga en todas las
cosas. «Cielo y tierra» puede interpretarse de modo figurado
«carne y espíritu». Pero, aun entendido literalmente, el sentido de
esta petición no cambia: que la voluntad de Dios se cumpla en
nosotros sobre la tierra, a fin de que también pueda cumplirse (en
nosotros) en el cielo. Mas, ¿qué otra cosa quiere Dios de nosotros,
sino que caminemos según sus preceptos? Pedimos, pues, que
nos otorgue la sustancia y riqueza de su voluntad, para que
seamos salvos en el cielo y en la tierra1, pues el compendio de su
voluntad es la salvación de todos los que adoptó como hijos suyos.
Esta es la voluntad de Dios, realizada por el Señor predicando,
obrando, sufriendo2.
Pues si él mismo afirmó no hacer su voluntad sino la del Padre,
hizo sin duda la voluntad del Padre, a cuyo modelo nos estimula,
para que la cumplamos predicando, obrando y sufriendo hasta la
muerte, para lo que necesitamos del auxilio de Dios. Asimismo,
suplicando «hágase tu voluntad», deseamos un bien a nosotros
mismos, pues no puede haber mal alguno en la voluntad de Dios,
aun cuando se debe sufrir alguna adversidad a causa de los
méritos. Con esto nos preparamos para el sufrimiento, pues
también el Señor quiso manifestar la debilidad de la carne en su
carne, ante la inminencia de su pasión: «Padre, dijo, aparta de mí
este cáliz»; y, tras reflexionar, añadió: «pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya»3. El mismo era la voluntad y el poder del
Padre, entregándose, sin embargo, a la voluntad del Padre, para
manifestar el reconocimiento que se le debía.
II. SAN CIPRIANO
(Sobre la oración dominical, 14-15)
·CIPRIANO/PATER PATER/TERTULIANO
Añadimos después de esto: «cúmplase tu voluntad en la tierra
como en el cielo». No en el sentido de que Dios haga lo que quiere,
sino en cuanto nosotros podamos hacer lo que Dios quiere. Pues
¿quién puede estorbar a Dios de que haga lo que quiera? Pero
porque a nosotros se nos opone el diablo, para que no esté
totalmente sumisa a Dios nuestra mente y vida, pedimos y rogamos
que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios; y para que se
cumpla en nosotros, necesitamos de esa misma voluntad, es decir,
de su ayuda y protección, porque nadie es fuerte por sus propias
fuerzas, sino por la bondad y misericordia de Dios.
También el Señor, para mostrar la debilidad del hombre, cuya
naturaleza llevaba, dice: «Padre, si puede ser, que pase de mí este
cáliz»; y para dar ejemplo a sus discípulos de que no hicieran su
propia voluntad, sino la de Dios, añadió lo siguiente: «Con todo, no
se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres»4. Y en otro
pasaje dice: «No bajé del cielo para hacer mi voluntad, sino la
voluntad del que me envió»5.
Por lo cual, si el Hijo obedeció hasta hacer la voluntad del Padre,
cuánto más debe obedecer el servidor para cumplir la voluntad de
su señor, como exhorta y enseña en una de sus cartas Juan a
cumplir la voluntad de Dios, diciendo: «No améis al mundo ni lo que
hay en el mundo. Si alguno amare al mundo, no hay en él amor del
Padre, porque todo lo que hay en éste es concupiscencia de la
carne, y concupiscencia de los ojos, y ambición de la vida, que no
viene del Padre, sino de la concupiscencia del mundo; y el mundo
pasará su concupiscencia, mas el que cumpliere la voluntad de
Dios permanecerá para siempre, como Dios permanece
eternamente»6. Los que queremos permanecer siempre, debemos
hacer la voluntad de Dios, que es eterno.
La voluntad de Dios es la que Cristo enseñó y cumplió: humildad
en la conducta, firmeza en la fe, reserva en las palabras, rectitud
en los hechos, misericordia en las obras, orden en las costumbres,
no hacer ofensa a nadie y saber tolerar las que se le hacen,
guardar paz con los hermanos, amar a Dios de todo corazón,
amarle porque es Padre, temerle porque es Dios; no anteponer
nada a Cristo, porque tampoco él antepuso nada a nosotros;
unirse inseparablemente a su amor, abrazarse a su cruz con
fortaleza y confianza; si se ventila su nombre y honor, mostrar en
las palabras la firmeza con la que le confesamos; en los tormentos,
la confianza con que luchamos; en la muerte, la paciencia por la
que somos coronados. Esto es querer ser coherederos de Cristo,
esto es cumplir el precepto de Dios, esto es cumplir la voluntad del
Padre.
Pedimos que se cumpla la voluntad de Dios en el cielo y en la
tierra; en ambos consiste el acabamiento de nuestra felicidad y
salvación. En efecto, teniendo un cuerpo terreno y un espíritu que
viene del cielo, somos a la vez tierra y cielo; y oramos para que en
ambos, es decir, en el cuerpo y en el espíritu, se cumpla su
voluntad. Pues hay lucha entre la carne y el espíritu y cotidiana
guerra, de modo que no hacemos lo que queremos, ya que el
espíritu va tras lo celestial y divino, mas la carne se siente
arrastrada a lo terreno y temporal. Y por eso pedimos que haya
paz entre estos dos adversarios con la ayuda y auxilio de Dios, a
fin de que, si se cumple la voluntad de Dios en el espíritu y en la
carne, el alma, que ha renacido por él, se salve. Es lo que pone de
manifiesto y declara abiertamente el apóstol Pablo7 [...]. Por eso
debemos pedir, con cotidianas y aun continuas oraciones, que se
cumpla sobre nosotros la voluntad de Dios tanto en el cielo como
en la tierra; porque ésta es la voluntad de Dios: que lo terreno se
posponga a lo celestial, que prevalezca lo celestial y divino.
También puede darse otro sentido: [...] Puesto que manda y
amonesta el Señor que amemos a los enemigos y oremos también
por los que nos persiguen, pidamos igualmente por los que aún
son terrenos y no han empezado todavía a ser celestes, para que
asimismo se cumpla sobre ellos la voluntad de Dios, que Cristo
cumplió conservando y reparando al hombre. Porque si ya no llama
él a los discípulos tierra, smo «sal de la tierra»8, y el apóstol dice
que el primer hombre salió del barro de la tierra y el segundo del
cielo9, nosotros, que debemos ser semejantes a Dios, que hace
salir el sol sobre buenos y malos y llueve sobre justos e injustos10,
con razón pedimos y rogamos, ante el aviso de Cristo, por la salud
de todos, que «como en el cielo», esto es, en nosotros, se cumplió
la voluntad de Dios por nuestra fe para ser del cielo, así también se
cumpla su voluntad «en la tierra», esto es, en los que no creen, a
fin de que los que todavía son terrenos por su primer nacimiento,
empiecen a ser celestiales por su nacimiento segundo «del agua y
del Espíritu»11.
III. ORÍGENES
(Sobre la oración, XXVI, 1-6)
·ORIGENES/PATER PATER/ORIGENES
[...] Como los que oramos nos encontramos «en la tierra» y
entendemos que «en el cielo» se cumple la voluntad de Dios por
todos los que allí habitan, hemos de rogar que la voluntad divina se
realice en todos sus detalles también por quienes estamos «en la
tierra», y esto tendrá lugar si no hacemos nada al margen de su
voluntad. Y si igual que se cumple la voluntad divina en el cielo, así
también nosotros la cumplimos en la tierra, entonces, por
asemejarnos a los celestiales y por llevar igual que ellos la imagen
del Celestial, seremos herederos del reino de los cielos. Y más
tarde, los que nos sucedan en la tierra, pedirán, a su vez,
asemejarse a los que ya habremos sido recibidos en el cielo.
La frase «así en la tierra como en el cielo» [...] puede también
aplicarse a las peticiones anteriores, como si fuera esto lo que se
nos preceptuara que digamos en la oración: «santificado sea tu
nombre así en la tierra como en el cielo; venga tu reino así en la
tierra como en el cielo; hágase tu voluntad así en la tierra como en
el cielo». Pues también el nombre de Dios es santificado por los
que están en el cielo, y a ellos les llega el reino y ellos cumplen
también la voluntad divina. Todo esto nos falta a los que estamos
en la tierra, pero podemos tenerlo, con tal que nos mostremos
dignos de que Dios nos escucha al implorarlo.
Alguien preguntará, a propósito de esta petición del
padrenuestro, cómo se cumple la voluntad de Dios en el cielo, si
allí están los espiritus malvados12, en que se cebará la espada de
Dios13. Si pedimos que la voluntad de Dios se haga en la tierra
como en el cielo, ¿no habrá peligro de que vayamos a pedir que
permanezcan en la tierra incluso las cosas que nos son contrarias,
ya que también ésas nos vienen del cielo, cometiendo con esto una
imprudencia, pues que se han enviciado muchos en la tierra por la
maldad de los espiritus que habitan en los cielos? Mas quien,
tomando el cielo alegóricamente, dijere que ese era Cristo y que la
tierra era la iglesia -porque ¿qué trono tan digno del Padre como
Cristo y qué escabel de sus pies como la iglesia?- , éste resolverá
fácilmente la cuestión, afirmando que ha de orar cada uno de los
que forman la iglesia, para que de tal manera ceda a la voluntad
paterna como Cristo cedía a la de su Padre, obrándolo todo a la
perfección. Podemos, pues, adhiriéndonos a él, hacernos un
espiritu con él, y cumplir de tal manera su voluntad que, lo mismo
de perfecta, que en el cielo, se realice en la tierra; porque el que
«se llega al Señor, se hace espiritu de él»14. Creo que esta
interpretación no tienen por qué rechazarla ni los espiritus más
exigentes.
Pero si alguno encuentra reparos, coteje lo que al final de este
evangelio [Mt] dice el Señor, después de la resurrección, a los
once discípulos: «Me ha sido dada toda potestad en el cielo y en la
tierra»15. Como tuviera la potestad sobre las cosas celestiales,
que ya antes habían sido iluminadas por él, dice que además ha
recibido la potestad sobre las cosas terrenas, que en la
consumación del siglo, en virtud de la potestad otorgada al Hijo y a
imitación de las celestiales, obtendrán su perfección. Quiere, pues,
tomarse como colaboradores ante el Padre a los discípulos con su
oración, para que las cosas terrenas a semejanza de las celestiales
que están sujetas a la verdad y al Verbo, y con la potestad que él
recibió en el cielo y en la tierra, sean llevadas al final felicisimo de
los que están bajo su dominio.
Pero el que quiere que el Salvador mismo sea el cielo y la tierra
la iglesia, diciendo además que el primogénito de toda criatura, en
quien, como en un solio, descansa el Padre, es el cielo, afirma que
era Cristo en cuanto hombre, revestido de potencia divina por
haberse humillado a si mismo y haberse hecho obediente hasta la
muerte, el que dijo después de resucitado: «Me ha sido otorgada
toda potestad en el cielo y en la tierra», recibiendo de esta manera
la humanidad del Salvador la potestad sobre las cosas celestiales,
que el Unigénito le comunica en virtud de su unión e incorporación
a la divinidad.
En la segunda opinión todavía no está solucionada la cuestión
de cómo se cumple la voluntad de Dios en el cielo, si los malos
espíritus celestiales luchan contra los que están en la tierra. Puede
resolverse de este modo aquella dificultad: no es el lugar, sino el
afecto, la clave de la solución. El que está todavía en la tierra, pero
tiene su ciudadanía en el cielo y atesora en el cielo, teniendo allí su
corazón, y lleva la imagen del Celestial, este tal no es de la tierra ni
del mundo inferior, sino del cielo y del mundo celestial, mejor que el
de aquí abajo. Del mismo modo los espíritus malos, que todavía
andan por el cielo16, pero tienen ciudadanía en la tierra y acechan
belicosamente a los hombres [...], no son celestiales, ni por su mal
afecto habitan en los cielos. Cuando, pues, se dice «hágase tu
voluntad así en la tierra como en el cielo», no hay siquiera que
imaginar en el cielo a los que, por la mala inclinación de su ánimo,
cayeron como un rayo junto con quien fue arrojado del cielo.
Y tal vez también cuando nuestro salvador dice que hay que
pedir que se haga la voluntad del Padre en la tierra como en el
cielo, no ordena que se recite la oración enteramente por los que
están en el lugar terreno, para que se asemejen a los que están en
el lugar celestial; sino que dispone esta oración con la idea de que
cuanto hay en la tierra, es decir, lo peor y más afín a lo terreno, se
asemeje a las cosas mejores, que tienen ciudadanía en los cielos y
que se han convertido en cielo. Porque el pecador, donde quiera
que se encuentre, es al fin tierra y en tierra se convertirá, si no se
arrepiente. Mas quien cumple la voluntad de Dios y no descuida
sus saludables leyes espirituales, es cielo. Si pues todavía somos
tierra, por efecto de nuestros pecados, pidamos que también para
nuestra enmienda se extienda el cumplimiento de la voluntad
divina, como ya ocurrió con los que antes de nosotros se
convirtieron en cielo y lo son; y si a los ojos de Dios no somos
tierra, sino que somos considerados ya cielo, pidamos que sea «en
la tierra como en el cielo», es decir, que en los hombres peores se
cumpla la voluntad de Dios, para que aquella tierra se convierta,
por así decirlo, en cielo; de suerte que ya no haya más tierra, sino
que todo se convierta en cielo. Porque si, según esta
interpretación, «la voluntad divina se hace en la tierra como en el
cielo», la tierra no seguirá siendo tal; como si dijera usando un
ejemplo más expresivo: si la voluntad de Dios se cumple en las
personas deshonestas como en las puras, los impuros se volverán
honestos; o si se cumple en los injustos como en los justos se ha
cumplido, aquellos se tornarán justos. Por eso, si en la tierra se
cumple la voluntad divina como en el cielo, todos seremos cielo:
porque «la carne (que de nada aprovecha) y la sangre no pueden
poseer el reino de Dios»17; pero podían hacerlo, si de carne,
tierra, polvo y sangre se transforman en sustancia celestial.
IV. SAN CIRILO DE JERUSALÉN
(Cateq. XXIII, 14)
·CIRILO-DE-J/PATER PATER/CIRILO-DE-J
Los divinos y bienaventurados ángeles de Dios hacen la
voluntad de Dios según dijo David en los salmos: «Bendecid al
Señor todos sus ángeles, de gran poder y virtud, que cumplís sus
voluntades»18. Así, pues, cuando suplicas lo anterior, es como si
dijeras: «¡Como en los ángeles se cumple tu voluntad, así en la
tierra se cumpla en mí, Señor!».
V. SAN GREGORIO NISENO
(De orat. domin., IV PG 44 1167D-1178A)
·GREGORIO-NISA/PATER PATER/GREGORIO-NISA
[...] El género humano gozaba un tiempo de salud espiritual,
puesto que los afectos del alma estaban regulados por la norma de
la virtud. Pero cuando prevaleció la concupiscencia, la continencia
fue sometida por su más fuerte y poderoso rival, [...]
introduciéndose mediante ella, en la naturaleza humana, la
enfermedad mortal del pecado. De ahí que el verdadero médico de
los vicios y enfermedades del alma, quien se hizo hombre y vivió
entre los hombres a causa de los que estaban «enfermos»,
despejó la causa de la enfermedad y nos restituyó la salud prístina,
mediante los pensamientos que se contienen en esta oración.
Ahora bien, la salud del alma consiste en el cumplimiento de la
voluntad divina, así como la enfermedad mortal del alma consiste
en alejarse de ella. Y puesto que nos habíamos enfermado,
abandonando la buena casa del paraíso al tomar el veneno de la
desobediencia, que hundió a nuestra naturaleza en una
enfermedad letal, vino el verdadero médico, y curó el mal con el
antídoto medicinal: uniendo con la voluntad divina a quienes se
habían alejado de ella. Las palabras de la oración curan, en efecto,
la enfermedad del alma, pues suplica «hágase tu voluntad» quien
sufre espiritualmente. Y siendo voluntad de Dios la salud espiritual
de los hombres, al pedir que «se haga en mi tu voluntad» es
necesario renunciar a todo género de vida contrario a la voluntad
divina, y manifestar esto en la confesión. [...] Pero para realizar el
bien, necesitamos la ayuda de Dios, que lleve a cabo nuestro
deseo. Por esto decimos: «puesto que tu voluntad es templanza,
pero yo soy carnal y vendido al pecado, cúmplase en mi, por tu
poder, tu voluntad» [...].
¿Qué quiere decir: «así en la tierra como en el cielo»? [...] Esta
es mi opinión: toda criatura racional se divide en naturaleza
incorporal y corporal, es decir, los ángeles y los hombres; la
naturaleza incorpórea libre del peso del cuerpo [...], habita en
regiones superiores; mientras que a la naturaleza corpórea le tocó
en suerte la vida terrena, a causa de la relación con nuestro
cuerpo [...]. Ahora bien, la vida de arriba está totalmente purificada
de vicios y malicia [...] rigiéndose exclusivamente por la voluntad de
Dios; pues donde no hay el mal existe necesariamente el bien.
Pero nuestra vida, alejándose del bien, se apartó al mismo tiempo
de la voluntad de Dios. Por eso se nos enseña en la oración a
purificar nuestra vida del mal, para que, a semejanza de la vida
celeste, también se cumpla sin impedimento alguno en nosotros la
voluntad de Dios. Como si se dijese: «del mismo modo que tu
voluntad es cumplida por los tronos, principados, potestades,
dominaciones y por todo el ejército sobrehumano, sin que la malicia
y el vicio impidan la práctica del bien así se realice y perfeccione en
nosotros el bien, para que, alejada toda perversidad y maldad, se
cumpla en nosotros siempre tu voluntad» [...].
VI. SAN AMBROSIO
(Los sacramentos, V 4, 23)
·AMBROSIO/PATER PATER/AMBROSIO
Por la sangre de Cristo han sido pacificadas todas las cosas en
el cielo y en la tierra19. El cielo ha sido santificado y el diablo
arrojado de él, encontrándose ahora donde están los hombres por
él engañados. «Hágase tu voluntad», es decir, haya paz «así en la
tierra como en el cielo».
VII. TEODORO DE MOMPSUESTIA
(Hom. Xl, 12-13)
·TEODORO-MOMP/PATER PATER/TEODORO-MOMP
La voluntad de Dios se hace «en la tierra como en el cielo», si en
este mundo nos esforzamos, en cuanto sea posible, por imitar la
conducta que esperamos llevar en el cielo, pues en el cielo no hay
nada contra Dios [...]. Se nos pide, pues, ser felices en este mundo
a la voluntad de Dios en cuanto sea posible, sin separarnos de
ella, sino seguirla como creemos es cumplida en el cielo. Se nos
pide asimismo, por cuanto a nuestra voluntad y conciencia se
refiere, no tener afecto alguno contrario (a esa voluntad).
Esto no es posible, mientras estemos en este mundo, en una
naturaleza mortal y mudable; sí es posible, sin embargo, que
nuestra voluntad se aparte de los afectos contrarios (a la de Dios),
sin aceptar ninguno de ellos. Hagamos lo que prescribe el
bienaventurado Pablo: «No os conforméis a este mundo, sino
tranformaos según la renovación de vuestras conciencias, de modo
que sepáis cuál es la voluntad de Dios, el bien, lo que es
aceptable, lo perfecto»20. No prescribe que las pasiones no se
levanten más, sino que no nos modelemos según lo que se
disolverá con la subsistencia de este mundo; que nuestra voluntad
no se modele conforme a la vida de este mundo, sino que luche
contra los eventos, penosos o agradables, gloriosos o
ignominiosos, que elevan o abajan; que luche sobre todo contra los
que pueden hacernos caer en pensamientos contrarios a Dios y
separar nuestro corazón de querer el bien. Esforcémonos porque
nuestro afecto no caiga en esto, renovando nuestros pensamientos
mediante una corrección diaria; rechacemos los daños que nos
hacen las pasiones de este mundo y elevemos cada día nuestra
voluntad hacia lo virtuoso, hacia lo que agrada a Dios. Estimemos
como despreciables los placeres de aquí abajo, pero soportemos
las tribulaciones y prefiramos a todo la voluntad de Dios,
juzgándonos dichosos, si la cumplimos [...], pero miserables y viles,
si no lo hacemos [...].
Tal es la perfección moral, que en esas breves palabras nos
enseña nuestro Señor. A quienes creen en él, ordena hacer obras
buenas y comportarse de modo celeste, despreciar todas las cosas
de este mundo y esforzarse por modelarse conforme a las del
mundo futuro [...].
VIII. SAN JUAN CRISÓSTOMO
(Homilías sobre san Mateo, XIX, 5)
·JUAN-CRISO/PATER PATER/JUAN-CRISO
Notad la más cabal ilación en las palabras del Señor. Nos ha
mandado que deseemos los bienes por venir y que apresuremos el
paso en nuestro viaje hacia el cielo; mas, en tanto que el viaje no
termina, aun viviendo en la tierra quiere que nos esforcemos por
llevar vida del cielo. «Es preciso—nos dice—que deseéis el cielo y
los bienes del cielo; sin embargo, antes de llegar al cielo, yo os
mando que hagáis de la tierra cielo, y que, aun viviendo en la
tierra, todo lo hagáis y digáis como si ya estuvierais en el cielo». Y
esto es lo que debemos suplicar al Señor en la oración. El vivir en
la tierra no es obstáculo alguno para que podamos alcanzar la
perfección de las potencias del cielo. Posible es, aun
permaneciendo aquí, hacerlo todo como si ya estuviéramos allí.
Lo que dice, pues, el Señor es esto: «a la manera como en el
cielo todo se hace sin estorbo, y no se da allí el caso de que los
ángeles obedezcan en unas cosas y desobedezcan en otras, sino
que todo lo cumplen prestamente- «porque poderosos son en
fuerza, dice el salmista y cumplen su mandato»-21, así concédenos
a nosotros los hombres no cumplir a medias tu voluntad, sino
cumplirlo todo como tú quieres».
Y notad cómo nos enseñó aquí el Señor la humildad, al ponernos
de manifiesto que la virtud no es sólo obra de nuestro esfuerzo,
sino también de la gracia divina. Y justamente también aquí nos
ordenó que, aun orando cada uno particularmente, hemos de
extender nuestro interés a la tierra entera, pues no dijo: «hágase tu
voluntad en mí o en nosotros», sino en todo lo descubierto de la
tierra; que por doquier sea destruido el error y florezca la verdad, y
sea desterrada toda maldad, y vuelva la virtud, y que, en cuanto a
la virtud, no haya ya indiferencia entre el cielo y la tierra. Si esto
sucediera—nos viene a decir el Señor—, ya no habría diferencia
entre arriba y abajo, por muy distintos que por naturaleza sean,
pues la tierra produciría como otros ángeles del cielo.
IX. SAN AGUSTÍN
1) Serm. Mont., Il 21-24; 2) Serm. 56, 7-8
·AGUSTIN/PATER PATER/AGUSTIN
1) [...] «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», es
decir, como se hace vuestra voluntad en los ángeles, que están en
los cielos, los cuales están absolutamente unidos a vos y gozan de
vos, sin que error alguno oscurezca su sabiduría ni miseria alguna
impide su bienaventuranza, así se cumpla en los santos, que están
en la tierra, y cuyos cuerpos de la tierra fueron formados, y aunque
han de ser elevados y recibir la transformación digna para habitar
en los cielos, sin embargo, de la tierra han de ser tomados. A esto
se refiere también aquella aclamación de los ángeles: «Gloria a
Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad»22. Piden ellos que, cuando proceda nuestra buena
voluntad, que sigue al llamamiento divino, se cumpla en nosotros la
voluntad de Dios, como se cumple en los ángeles del cielo, a fin de
que ninguna adversidad turbe nuestra bienaventuranza, que es la
paz.
Además, las palabras «hágase tu voluntad» se entienden muy
bien del siguiente modo: sean obedecidos tus preceptos «en la
tierra como en el cielo», esto es, por los hombres como por los
ángeles. En efecto, el mismo Señor aseguró que se hacia la
voluntad de Dios cuando se guardaban sus mandamientos,
diciendo: «Mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me
envió»23; y muchas veces: «No vine a hacer mi voluntad, sino la de
aquél que me ha enviado»24; y también cuando dijo: «Estos son mi
madre y mis hermanos», mostrando con la mano a sus discípulos,
«porque cualquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está
en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana, y mi madre»25. En
consecuencia, la voluntad de Dios se hace ciertamente en aquellos
que la hacen no porque ellos hagan que Dios quiera, sino porque
hacen lo que él quiere, esto es, obran según su voluntad.
Tienen también otro sentido las palabras «hágase tu voluntad
así en la tierra como en el cielo»: así como se hace en los justos y
santos, así también se cumpla en los pecadores. Lo cual aún
puede entenderse de dos modos: el primero, que en esta petición
oremos también por nuestros enemigos; ¿pueden, acaso, en
verdad considerarse de otro modo aquellos, contra cuya voluntad
se dilata el nombre cristiano y católico? De suerte que las palabras
«hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo» equivalgan a
decir: «así como los justos hacen vuestra voluntad, así también la
obedezcan los pecadores, para que a vos se conviertan»; el
segundo modo es entender que con las palabras «hágase tu
voluntad así en la tierra como en el cielo» se pide que se otorgue a
cada uno su merecido, que se retribuya a los justos el premio, y a
los pecadores la condenación; lo cual sucederá en el juicio final,
cuando los corderos serán separados de los cabritos26.
Hay otra interpretación que no es absurda, sino muy acomodada
a nuestra fe y esperanza, según la cual entenderemos por «cielo»
y «tierra» el espiritu y la carne, respectivamente. Y por cuanto el
apóstol dice: «Entre tanto, yo mismo vivo sometido por el espiritu a
la ley de Dios, y por la carne a la ley del pecado»27, vemos que la
voluntad de Dios se hace en la mente, esto es, en el espíritu; mas
«cuando la muerte fuese absorbida por la victoria y este cuerpo
mortal sea revestido de inmortalidad»28—lo cual sucederá en la
resurrección—, y reciba aquella inmutación, que promete a los
justos29, [...] se pide que la voluntad de Dios se haga «en la tierra
como en el cielo»: que así como el espiritu no resiste a Dios,
siguiendo y haciendo su voluntad, así el cuerpo no resista al
espiritu o al alma, la cual es ahora atormentada por la enfermedad
del cuerpo y está propensa a la tendencia de la carne; ello será
motivo de suma paz en la vida eterna, porque no solamente
tendremos voluntad de obrar el bien, sino también el modo de
cumplirla. Pues ahora dice el apóstol: «Aunque hallo en mí la
voluntad para hacer el bien, no hallo cómo cumplirla»30; y la razón
es porque todavía no se hace la voluntad de Dios en la tierra como
en el cielo, esto es, no se hace en la carne como se ha cumplido
en el espiritu. Porque también en nuestra miseria se hace la
voluntad de Dios, cuando por la carne sufrimos aquellas cosas que
nos corresponden por la condición de mortalidad, que por el
pecado mereció nuestra naturaleza. Pero ha de pedirse esto, a fin
de que, «como en el cielo, también en la tierra» se haga la
voluntad de Dios; es decir, para que así como nuestro corazón se
complace en la ley de Dios según el hombre interior, así también,
hecha la inmutación de nuestro cuerpo, ninguna parte nuestra
contraríe con dolores o placeres terrenos esa delectación.
Podemos también, sin faltar a la verdad, interpretar las palabras
«hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo» de esta
manera: así en la iglesia como en nuestro Señor Jesucristo. Como
en el esposo, que cumple la voluntad del Padre, así en la esposa,
con que se ha desposado. Porque el cielo y la tierra
convenientemente pueden significar el esposo y la esposa, por
cuanto la tierra fructifica, fertilizándola el cielo.
2) «Hágase tu voluntad». Y si tú no lo dices, ¿no hará Dios su
voluntad? Haz memoria de lo que recitaste en el símbolo: «Creo en
Dios Padre todopoderoso». Si es todopoderoso, ¿a qué pedir se
haga su voluntad? ¿qué significa, por tanto, «hágase tu
voluntad»?: ¡Que se haga en mi!, ¡que no resista yo a tu voluntad!
Luego también aquí nuegas por ti, no por Dios. La voluntad de
Dios se hará en ti, aunque no la cumplas tú. Se cumplirá, en efecto,
en aquellos a los que dirá: «venid, benditos de mi padre, a poseer
el reino que os está preparado desde el principio del mundo»31;
pues los justos y los santos recibirán el reino. Y se cumplirá en
aquellos a los que dirá: «id al fuego eterno, preparado para el
diablo y sus ángeles»32; porque los malos serán condenados al
fuego eterno. Otra cosa es el ser hecha «por ti». Cuando, pues,
ruegas se haga «en ti», no ruegas sino que se haga en beneficio
tuyo; luego pides sea hecha «por ti». ¿Por qué digo: «hágase tu
voluntad en el cielo y en la tierra», y no digo: «sea hecha tu
voluntad por el cielo y por la tierra»? Es porque Dios hace en ti lo
mismo que haces tú, y jamás haces tú nada que no lo haga él en ti.
Algunas veces hace Dios algo en ti, que no es hecho por ti; nunca
se hace cosa alguna por ti, que no haga él en ti.
¿Qué significa «en el cielo y en la tierra» o «así en el cielo como
en la tierra»?: los ángeles hacen tu voluntad, ¡hagámosla también
nosotros! «Hágase tu voluntad así en el cielo como en la tierra»: el
cielo es la razón, la tierra es la carne; cuando dices—si lo dices—lo
del apóstol: «Con la razón sirvo a la ley de Dios, mas con la carne
a la ley del pecado»33, haces la voluntad de Dios «en el cielo»,
pero «en la tierra» aún no. Cuando, empero, la carne obre en
armonía con la razón, y la muerte haya sido engullida por la
victoria34, hasta el punto de no quedar resabio de carnal deseo
alguno, con quien la razón pueda venir a las manos; cuando pase
la lucha, que hay «en la tierra», y se apacigüe la guerra del
corazón, y ya no se pueda decir: «La carne codicia contra el
espíritu, y el espíritu contra la carne, dos elementos que chocan
entre sí para no dejaros hacer lo que queréis»35; cuando esta
lucha haya cesado, y toda concupiscencia se haya vuelto caridad,
y el espíritu no halle nada en el cuerpo que se le resista, [...] antes
bien, reducido todo a consonancia, marche por el camino de la
justicia, entonces será un hecho la voluntad de Dios en la tierra.
[...] Esta petición es un anhelo de la perfección. Más aún. [...] En la
iglesia los espirituales son el «cielo», los carnales son la «tierra».
«Hágase», por ende, «tu voluntad así en la tierra como en el
cielo»: ¡los hombres carnales conviértanse y sírvante como los
espirituales!
Hay todavía otro sentido, y muy piadoso: es un llamamiento a
orar por nuestros enemigos. La iglesia es el cielo; los enemigos de
la iglesia son la tierra. ¿Qué significa, pues, «hágase tu voluntad
así en la tierra como en el cielo?». Que nuestros enemigos crean,
como también nosotros creemos en ti, y se tornen amigos, y cesen
las enemistades. Ellos son la tierra, por eso nos son contrarios;
¡háganse cielo!, y estarán con nosotros.
X. SANTA TERESA DE JESUS
(Camino de perfección. cap. 32)
·TEREJ/PATER PATER/TEREJ
[...] «Sea hecha tu voluntad, y como es hecha en el cielo así se
haga en la tierra». Bien hicisteis, nuestro buen Maestro, de pedir la
petición pasada para que podamos cumplir lo que dais por
nosotros; porque hecha la tierra cielo, será posible hacerse en mí
vuestra voluntad. Mas sin esto, y en tierra tan ruin como la mía, y
tan sin fruto, yo no sé, Señor, cómo sería posible. Es gran cosa lo
que ofrecéis.
Cuando yo pienso esto, gusto de las personas que no osan pedir
trabajos al Señor, que piensan está en esto el dárselos luego.
No hablo de los que lo dejan por humildad, pareciéndoles no
serán para sufrirlos; aunque tengo para mí que, quien les da amor
para pedir este medio tan áspero para mostrarle, le dará para
sufrirlos. Querría preguntar a los que, por temor, no los piden, de
que luego se los han de dar, lo que dicen cuando suplican al Señor
cumpla su voluntad en ellos, o es que lo dicen por decir lo que
todos, mas no para hacerlo: esto, hermanas, no sería bien. Mirad
que parece aquí el bueno Jesús nuestro embajador, y que ha
querido intervenir entre nosotros y su Padre, y no a poca costa
suya; y no sería razón que lo que ofrece por nosotros dejásemos
de hacerlo verdad, o no lo digamos.
Ahora quiérolo llevar por otra vía. Mirad, hijas, ello se ha de
cumplir, que queramos o no, y se ha de hacer su voluntad en el
cielo y en la tierra; creedme, tomad mi parecer, y haced de la
necesidad virtud. Oh Señor mío, qué gran regalo es este para mí
que no dejasteis en querer tan ruin como el mío el cumplirse
vuestra voluntad! Bendito seáis por siempre, y alaben os todas las
cosas. Sea glorificado vuestro nombre por siempre. Buena
estuviera yo, Señor, si estuviera en mis manos el cumplirse vuestra
voluntad o no. Ahora la mía os doy libremente, aunque ha tiempo
que no va libre de interés; porque ya tengo probado, y gran
experiencia de ello, la ganancia que es dejar libremente mi
voluntad en la vuestra. ¡Oh amigas, qué gran ganancia hay aquí, o
qué gran pérdida de no cumplir lo que decimos al Señor en el
paternóster, en esto que le ofrecemos!
Antes que os diga lo que se gana, os quiero declarar lo mucho
que ofrecéis, no os llaméis después a engaño y digáis que no lo
entendisteis. No sea como algunas religiosas que no hacemos sino
prometer, y como no lo cumplimos, hay este reparo de decir que no
se entendió lo que se prometía. Y ya puede ser, porque decir que
dejaremos nuestra voluntad en otra, parece muy fácil, hasta que,
probándose, se entiende es la cosa más recia que se puede hacer,
si se cumple como se ha de cumplir. Mas no todas veces nos llevan
con rigor los prelados de que nos ven flacos; y, a las veces, flacos
y fuertes llevan de una suerte. Acá no es así, que sabe el Señor lo
que puede sufrir cada uno, y a quien ve con fuerza, no se detiene
en cumplir en él su voluntad.
Pues quiéroos avisar y acordar qué es su voluntad. No hayáis
miedo sea daros riquezas, ni deleites, ni honras, ni todas estas
cosas de acá; no os quiere tan poco, y tiene en mucho lo que le
dais, y quiéreoslo pagar bien, pues os da su reino, aun viviendo.
¿Queréis ver cómo se ha con los que de veras le dicen esto?
Preguntadlo a su Hijo glorioso, que se lo dijo cuando la oración del
huerto. Como fue dicho con determinación y de toda voluntad,
mirad si la cumplió bien en él, en lo que le dio de trabajos y
dolores, e injurias y persecuciones, en fin, hasta que se le acabó la
vida con muerte de cruz.
Pues veis aquí, hijas, a quien más amaba lo que dio, por donde
se entiende cuál es su voluntad. Así que éstos son sus dones en
este mundo. Da conforme al amor que nos tiene: a los que ama
más, da de estos dones más; a los que menos, menos, y conforme
al ánimo que ve en cada uno y el amor que tiene a su majestad. A
quien le amare mucho, verá que puede padecer mucho por él; al
que amare poco, poco. Tengo yo para mí, que la medida del poder
llevar gran cruz o pequeña es la del amor. Asi que, hermanas, si le
tenéis, procurad no sean palabras de cumplimiento las que decís a
tan gran Señor, sino esforzaos a pasar lo que su majestad quisiere.
Porque si de otra manera dais la voluntad, es mostrar la joya, e irla
a dar, y rogar que la tomen; y cuando extienden la mano para
tomarla, tornarla vos a guardar muy bien.
No son estas burlas para con quien le hicieron tantas por
nosotros; aunque no hubiere otra cosa, no es razón burlemos ya
tantas veces, que no son pocas las que se lo decimos en el
paternóster. Démosle ya una vez la joya del todo, de cuantas
acometemos a dársela; es verdad que no nos da primero para que
se la demos. Los del mundo harto harán si tienen de verdad
determinación de cumplirlo. Vosotras, hijas, diciendo y haciendo,
palabras y obras, como a la verdad parece hacemos los religiosos;
sino que, a las veces, no sólo acometemos a dar la joya, sino
ponémosela en la mano y tornámosela a tomar. Somos francos de
presto, y después tan escasos, que valdría en parte más que nos
hubiéramos detenido en el dar.
Porque todo lo que os he avisado en este libro va dirigido a este
punto de darnos del todo al Criador, y poner vuestra voluntad en la
suya y desasirnos de las criaturas; y tendréis ya entendido lo
mucho que importa, no digo más en ello; sino diré para lo que pone
aquí nuestro buen Maestro estas palabras dichas, como quien
sabe lo mucho que ganaremos de hacer este servicio a su eterno
Padre. Porque no disponemos para que, con mucha brevedad, nos
veamos acabado de andar el camino y bebiendo del agua viva de
la fuente que queda dicha. Porque sin dar nuestra voluntad del
todo al Señor, para que haga en todo lo que nos toca conforme a
ella, nunca deja beber de ella. Esto es contemplación perfecta, lo
que me dijisteis os escribiese.
Y en esto, como ya tengo escrito, ninguna cosa hacemos de
nuestra parte, ni trabajamos, ni negociamos, ni es menester más;
porque todo lo demás estorba e impide decir fiat voluntas tua:
cúmplase, Señor, en mi vuestra voluntad de todos los modos y
maneras que vos, Señor mío, quisiereis. Si queréis con trabajos,
dadme esfuerzo y vengan; si con persecuciones, y enfermedades,
y deshonras y necesidades, aquí estoy, no volveré el rostro. Padre
mio, ni es razón vuelva las espaldas. Pues vuestro Hijo dio en
nombre de todos esta mi voluntad, no es razón falte por mi parte;
sino que me hagáis vos merced de darme vuestro reino, para que
yo lo pueda hacer, pues él me lo pidió, y disponed en mi como en
cosa vuestra, conforme a vuestra voluntad.
¡Oh hermanas mias, qué fuerza tiene este don! No puede menos,
si va con la determinación que ha de ir, de traer al Todopoderoso a
ser uno con nuestra bajeza y transformarnos en sí, y hacer una
unión del Criador con la criatura. Mirad si quedaréis bien pagadas,
y si tenéis buen Maestro, que, como sabe por dónde ha de ganar
la voluntad de su Padre, enséñanos a cómo y con qué lo hemos de
servir.
Y mientras más se va entendiendo por las obras que no son
palabras de cumplimiento, más, más no llega el Señor a si, y la
levanta de todas las cosas de acá y de si misma, para habilitarla a
recibir grandes mercedes, que no acaba de pagar en esta vida
este servicio. En tanto le tiene, que ya nosotros no sabemos qué
pedirnos, y Su Majestad nunca se cansa de dar; porque no
contento con tener hecha esta alma una cosa consigo, por haberla
ya unido a si mismo, comienza a regalarse con ella, a descubrirle
secretos, a holgarse de que entienda lo que ha ganado, y que
conozca algo de lo que la tiene por dar. Hácela ir, perdiendo estos
sentidos exteriores, porque no se la ocupe nada; esto es
arrobamiento; y comienza a tratar de tanta amistad, que no sólo la
torna a dejar su voluntad, mas dale la suya con ella; porque se
huelga el Señor, ya que trata de tanta amistad, que manden a
veces, como dicen, y cumplir él lo que ella le pide, como ella hace
lo que él la manda, y mucho mejor, porque es poderoso y puede
cuanto quiere, y no deja de querer.
La pobre alma, aunque quiera, no puede lo que querría, ni
puede nada sin que se lo den; y ésta es su mayor riqueza: quedar
mientras más sirve, más adecuada, y muchas veces fatigada de
verse sujeta a tantos inconvenientes y embarazos, y atadura como
trae el estar en la cárcel de este cuerpo, porque querría pagar algo
de lo que debe. Y es harto boba de fatigarse; porque, aunque
haga lo que es en si, ¿qué podemos pagar los que, como digo, no
tenemos qué dar, si no lo recibimos, sino conocernos, y esto que
podemos, que es dar nuestra voluntad, hacerlo cumplidamente?
Todo lo demás, para el alma que el Señor ha llegado aquí, le
embaraza, y hace daño y no provecho, porque sola humildad es la
que puede algo, y ésta no adquirida por el entendimiento, sino con
una clara verdad que comprende en un momento lo que en mucho
tiempo no pudiera alcanzar, trabajando la imaginación, de lo muy
nonada que somos, y lo muy mucho que es Dios.
Os doy un aviso: que no penséis por fuerza vuestra, ni
inteligencia, llegar aquí que es por demás: antes, si teníais
devoción, quedaréis frías; sino, con simplicidad y humildad, que es
la que lo acaba todo, decir fiat voluntas tua.
XI. CATECISMO ROMANO
(IV, IV 1-24)
PATER/CATECISMO-ROMANO
1. Significado y valor de esta petición
Lo ha dicho Cristo en el evangelio: «No todo el que dice: ¡Señor,
Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la
voluntad de mi Padre, que está en los cielos»36. Es lógico, pues,
que quien quiera entrar en el reino de los cielos pida a Dios el
cumplimiento de su voluntad. Y ésta es la razón de haber puesto
Cristo en el «padrenuestro» esta tercera petición inmediatamente
después de la del reino de Dios.
Brota, además, la necesidad de esta plegaria del hecho mismo
de nuestra pobre condición, subsiguiente al pecado original. Por él
cayó el hombre en tan extrema miseria espiritual, que corre grave
peligro de llegar a perder la misma noción del mal y del bien, y por
consiguiente, la misma posibilidad de salvarse. [...] En semejantes
condiciones, quien por la gracia de Dios haya conseguido disipar
las tinieblas del mal, que ofuscan su espíritu, y, bajo el látigo de las
pasiones, gime por la lucha entablada entre su carne y su alma,
atenazado por el espíritu del mal que le arrastra, ¿cómo podrá
dejar de sentir el deseo ardiente de una ayuda y la necesidad de
una fuerza superior, que de algún modo le salve? ¿cómo no ha de
implorar con urgencia una ley saludable, a la que pueda conformar
su vida de cristiano? Y esto, precisamente, es lo que pedimos
cuando rezamos: «hágase tu voluntad». Por rebelión y
desobediencia a la ley divina caímos; y es de nuevo su voluntad y
ley el remedio eficaz que Dios ofrece a quien invoca su ayuda, para
que, conformando a ellas nuestros pensamientos y obras,
alcancemos de nuevo la salvación.
Y con el mismo fervor deben pedir este cumplimiento de la
voluntad divina quienes viven de Dios, y en cuyo
corazón—iluminado con la luz inefable y el gozo del amor—reina ya
como soberano el divino querer. Porque también en ellos—aunque
vivan en gracia— subsiste la lucha y subsisten las malas
tendencias, ínsitas en lo profundo de nuestro ser. La vida de todo
cristiano, por privilegiado que sea, se desenvuelve siempre entre
continuos peligros de volubilidad y seducción; porque en los
miembros de todos permanecen activas las concupiscencias que
pueden desviarnos en cualquier instante del camino de
salvación37. Por esto nos avisaba el Señor: «¡Velad y orad, para
no caer en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es
flaca!»38.
No está en la mano del hombre, aunque se trate de justificados
por la gracia, vencer definitivamente los apetitos carnales, ni evitar
que puedan despertar cuando menos se espere; porque la gracia
de Dios sana el alma de los que justifica, pero no la carne, de la
cual escribe san Pablo: «Pues yo sé que no hay en mi, esto es, en
mi carne, cosa buena: porque el querer el bien está en mi, pero el
hacerlo, no»39. Perdida la justicia original, freno de los apetitos
carnales, no puede ya contenernos la sola razón, llegando aquellos
a apetecer contra la misma razón. San Pablo ha escrito que en la
carne tiene su sede el pecado, o mejor, el incentivo del pecado40,
significando con ello que el pecado reside en nosotros no como un
huésped contemporáneo, sino como estable y fija condición de
nuestra vida humana. Combatidos constantemente desde dentro y
desde fuera, no nos queda otra salida ni otro refugio que la ayuda
de Dios, el auxilio divino que imploramos cuando decimos: «hágase
tu voluntad».
2. Hágase tu voluntad
La voluntad divina, cuyo cumplimiento imploramos en esta
petición, es aquélla que los teólogos llaman «voluntad de signo»,
es decir, la voluntad con que Dios significa al hombre lo que debe
hacer y lo que debe evitar. Comprende, por consiguiente, todos los
preceptos necesarios para alcanzar la salvación eterna, tanto en
materia de fe como en materia de moral y costumbres; todo
aquello, en una palabra, que Cristo nuestro Señor—directamente o
por medio de su iglesia—nos ha preceptuado o prohibido hacer. A
ella se refería san Pablo cuando escribió: «Por esto, no seáis
insensatos, sino entendidos de cuál es la voluntad del Señor»41;
«no os conforméis a este siglo..., sino procurad conocer cuál es la
voluntad de Dios, buena, grata y perfecta»42.
Por consiguiente, rezar «hágase tu voluntad» equivale a pedir la
gracia necesaria para obedecer a los divinos mandamientos y para
«servir a Dios con santidad y justicia todos los dias de nuestra
vida»43. En otras palabras: imploramos la gracia necesaria para
obrar según los deseos del Señor y cumplir fielmente todo cuanto
la Escritura dispone y determina como deber de «quien ha nacido
no del deseo de la carne, sino de Dios»44, para imitar a Cristo,
«obediente hasta la muerte, y muerte de cruz»45, dispuestos a
sufrir cualquier cosa, antes que desviarnos de la ley del Señor.
Quien haya comprendido, por la gracia de Dios, la dignidad y
nobleza que hay que servir a Dios, formulará esta plegaria con
ardentísimo amor; porque no sólo es cierto que «servir a Dios es
reinar», sino también que «cualquiera que hiciere la voluntad de mi
Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y
mi madre»46 es decir, está unido a mí con los lazos más estrechos
del amor y de la benevolencia.
[...] En segundo lugar quiere ser esta invocación de la voluntad
de Dios una explícita detestación de las obras de la carne, [...] «a
saber: fornicación, impureza, lascivia idolatría, hechicería, odios,
discordia, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias,
homicidios, embriagueces, orgías y otras como éstas, de las cuales
os prevengo, como antes lo hice, que quienes tales cosas hacen
no heredarán el reino de Dios»47, pues, «si vivís según la carne,
moriréis»48. Pedimos, pues, a Dios que no nos abandone a los
deseos de los sentidos, a nuestra concupiscencia y fragilidad, sino
que rija y modele nuestra voluntad en plena conformidad con la
suya.
[...] Y no sólo pedimos a Dios en esta plegaria que impida el mal,
que neciamente pudiéramos haber deseado, sino también que no
nos escuche, cuando queremos alguna cosa que nos parece
buena—engañados inconscientemente por el enemigo—, pero
que, en realidad, es contraria a la divina voluntad49. [...] Hemos de
pedir a Dios el cumplimiento de su voluntad cuando nuestros
deseos, aunque no se trate de cosas en si malas, no se
conforman, sin embargo, al querer y disposiciones de su divino
beneplácito. La naturaleza, por ejemplo, nos impulsa
instintivamente a desear y pedir todo lo que representa algún bien
para la vida material, y a rehusar todo lo que pueda resultarnos
doloroso o difícil. Norma estupenda de oración debe ser siempre
para nosotros el abandono absoluto en manos de Dios, a quien
debemos la salud y la vida, como lo hizo Cristo en Getsemaní,
estremecido ante la inminencia de su dolorosísima pasión y muerte:
«¡Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz!; ¡pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya!»50.
No olvidemos, por último, que, aun después de haber
conseguido victoria sobre nuestras pasiones, sobre nuestros
gustos y deseos naturales, y aun después de haber sometido
generosamente nuestra voluntad a la divina, aun entonces no nos
será posible evitar el pecado sin la ayuda divina. Tanta es la
corrupción de nuestra naturaleza, que, si Dios no nos protege del
mal y nos sostiene en el bien, seguiremos cayendo. Humildemente
hemos de pedir en esta petición la ayuda y protección divina,
suplicando a Dios que perfeccione la obra comenzada, que refrene
las continuas rebeliones de nuestros sentidos, que las someta
definitivamente a los deseos de la razón. En una palabra: que
conforme a su divino querer toda nuestra vida y se realice su
voluntad en todos los hombres51. Abrazamos así, con nuestra
plegaria, a la humanidad entera, pidiendo a Dios que «el misterio
divino, escondido desde los siglos y desde las generaciones, sea
revelado y manifestado a todas las gentes»57.
3. Así en la tierra como en el cielo
Expresa, además, esta petición del padrenuestro el modo de
nuestra conformidad con el divino querer: «como en el cielo», es
decir, como viven los ángeles y santos en el cielo el divino
beneplácito: con la máxima espontaneidad y con la más suprema
alegría.
Quiere el Señor que la obediencia y alabanza del hombre vaya
siempre animada por un amor puro y ardentísimo; y que solamente
nos estimule la esperanza del premio, en cuanto plugo al Señor
infundírnosla como un nuevo don de su amor. Toda nuestra
esperanza, por consiguiente, debe basarse en el amor de Dios,
que quiso fijar la felicidad del cielo como premio a nuestro amor a
él. No es el amor el que debe depender de la esperanza, sino la
esperanza del amor; de manera que, sin el premio ni la
recompensa, el hombre debe amar y servir a su Señor, movido
únicamente por la caridad filial. El saber que con ello agradamos al
Padre, que está en los cielos, será nuestra mayor y mejor
recompensa. Otra cosa sería interés egoísta, pero nunca amor
verdadero.
La expresión «así en la tierra como en el cielo» indica, pues, la
norma de nuestro servicio: semejante al de los ángeles, cuya
perfectísima sumisión y obediencia a Dios expresaba David en
aquellas palabras: «Bendecid a Yahvé vosotras, todas sus milicias,
que le servís y obedecéis su voluntad»53.
San Cipriano y otros autores, en las palabras «en el cielo y en la
tierra» ven designados a los buenos y a los malos, al espíritu y a la
carne, entendiendo así la totalidad de las cosas sometidas al divino
querer: todas y en todo, obedeciendo a Dios54.
Contiene además esta petición un sentimiento de reconocida
gratitud. Al invocar y venerar la divina voluntad, veneramos y
ensalzamos a Dios, que con su infinito poder creó todas las cosas;
y, convencidos de que todo lo ha hecho bien, le agradecemos
cuanto en nosotros y por nosotros se ha dignado obrar. El es, en
efecto, la omnipotencia, que ha creado todo cuanto existe y él es el
sumo bien, que todo lo hizo bien, derramando en todas las cosas
su misma bondad infinita. Y, si no siempre somos capaces de
penetrar los divinos designios, acordémonos siempre de aquellas
palabras, escritas sin duda para nuestra limitada capacidad: «¡Oh
profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios!
¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus
caminos!»55. Acatemos agradecidos la voluntad de Dios, nuestro
Padre, «que nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al
reino del Hijo de su amor»56.
4. Cómo rezar esta petición
a) Insistamos en la profunda humildad, con que debe el hombre,
de rodillas, recitar esta plegaria. Humilde, porque se ve inclinado al
mal e impotente frente a sus desordenadas pasiones. Humilde y
sonrojado, al sentirse superado por las criaturas inferiores en su
sumisión y obediencia al Creador. Mientras de ellas pudo decir la
Escritura: «todo te sirve»57, el hombre se siente tan débil, que no
solamente no puede acabar por sí solo cualquier obra buena y
agradable al Señor, mas si siquiera iniciarla sin la ayuda divina.
b) A la humildad debe acompañar nuestra plegaria la alegría más
intensa. Porque nada hay ni puede haber más grande y magnífico
que servir a Dios, siguiendo sus caminos, y conformar nuestra vida
a su beneplácito, abdicando completamente de nuestra voluntad.
La Sagrada Escritura está llena de terribles ejemplos y de castigos,
con los que Dios sabe castigar y humillar a quienes se rebelan
contra su voluntad.
c) Y, junto a la humildad y alegría, sepamos poner en nuestra
petición una saliente nota de silencio y total abandono en la
voluntad divina. En este santo abandono encontrará el cristiano su
mayor fuente de fortaleza y fidelidad; cada uno deberá perseverar
en el deber y en el bien, aunque lo valore inferior a sus méritos;
perseverará en el deber y en el bien, aunque haya de renunciar a
sus propios criterios y gustos, por unificarse totalmente al divino
querer. Todo lo aceptará de aquél que sabe que la pobreza, las
enfermedades, persecuciones, dificultades y; cruces no suceden
sin o contra la voluntad de Dios, en quien hay que buscar la razón
última de todas las cosas. ¡Nada, por consiguiente, será capaz de
abatirnos, ni mucho menos de hacernos despertar! Con invicta
constancia y supremo amor, siempre y en todo repetiremos:
Hágase la voluntad del Señor!»58; o como el santo Job: «Yahvé
me lo dio, Yahvé me lo ha quitado: ¡sea bendito el nombre de
Yahvé!»59.
XII. D. BONHOEFFER
(O.c., 177s)
·BONHOEFFER/PATER PATER/BONHOEFFER
«Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». En la
comunión con Jesucristo, los seguidores han abandonado
totalmente su voluntad a la voluntad de Dios. Piden que la voluntad
de Dios sea hecha en toda la tierra, que ninguna criatura oponga
resistencia. Pero, como incluso en el discípulo sigue viva la
voluntad mala, que quiere arrancarle de la comunión con Jesús,
piden también que la voluntad de Dios se apodere de ellos cada
día más y rompa toda oposición. Finalmente, el mundo entero
deberá someterse a la voluntad divina, adorarla, agradecido, en el
sufrimiento y en la alegría. ¡El cielo y la derra deberán someterse a
Dios!
Los discípulos de Jesús deben rezar, ante todo, por el nombre
de Dios, por el reino de Dios y por la voluntad de Dios.
Ciertamente, Dios no necesita para nada esta oración; pero,
mediante ella, los discípulos participarán de los bienes celestes
que piden. También pueden, con tal oración, acelerar el fin.
XIII. R. GUARDINI
(O. c., 361-380)
·GUARDINI/PATER PATER/GUARDINI
ANGELES/GUARDINI
1. Los ángeles
«Hágase la voluntad de Dios en la tierra, así como se hace en el
cielo». ¿Quién la hace tan perfectamente, que su cumplimiento
resulte modelo para nosotros en la tierra?
Se podría decir—y no sería ninguna mala respuesta—que
«cielo» significa la amplitud del espacio del universo, donde se
despliega la creación, moviéndose hacia sus remotos objetivos.
Entonces este ruego significaría: tal como allí tiene lugar la
voluntad del Creador de modo necesario, siguiendo las leyes que
ha impuesto a la naturaleza, que ocurra así también, pero con
libertad, en la tierra, esto es, por la obediencia del hombre al
mandato de Dios, tal como se hace presente en la conciencia. Pero
no es eso lo que se quiere decir, sino que ese cumplimiento de la
voluntad de Dios, que se eleva a modelo, ocurre igualmente en
libertad, en la más pura libertad; y precisamente por parte de los
ángeles [...].
Si preguntásemos a un historiador racionalista de la religión o a
un teólogo liberal qué son los ángeles dé la Sagrada Escritura, nos
contestaría probablemente que son una forma de esa creencia en
espiritus, que se encuentra en los más diversos pueblos. En
grados primitivos de cultura, esos pueblos serían incapaces de
explicar la marcha de las cosas por causas naturales; por eso
imaginarían en ellos unos entes, que rigieran los procesos
naturales. O diría que el pensamiento religioso siente la tendencia
a incluir miembros intermedios entre la divinidad suprema y la
diversidad de lo terrenal, seres que sirvieron de mediadores hacia
arriba y hacia abajo; serian entonces unos seres más altos que el
hombre, pero más bajos que Dios. Elementos de tal índole
adquirían vigencia también en las visiones del antiguo y nuevo
testamento, y el resultado seria la imagen de los ángeles. A eso se
añadirla que los escritos bíblicos han surgido bajo el influjo de
culturas en que estaba muy desarrollada la representación de tales
seres intermedios: Asiria, Babilonia, Persia; ese influjo tomaría
vigencia en la doctrina bíblica de los ángeles.
Si luego se siguiera preguntando qué ocurre con Jesús, la
respuesta sería que había vivido en la historia de su pueblo y, por
tanto, había recibido esos mismos influjos. En ciertos puntos de su
doctrina se habría abierto paso hasta ideas religiosas de pureza
total; pero en lo demás había pensado como todos.
Constantemente se vuelve a asombrar uno de que para explicar
una idea bíblica se citen todas las causas posibles menos la más
inmediata. En efecto, si personas de tal categoría religiosa como
los maestros del antiguo y nuevo testamento—para no nombrar
siquiera al mismo Jesús—hablan de ángeles, lo hacen por la
sencilla razón de que hay ángeles. Ellos lo han percibido, y esa
experiencia da testimonio de una realidad; así como el hablar de
águilas descansa en el hecho de que hay gentes con ojos que han
visto águilas. Produce una extraña impresión, que un sabio del
siglo XIX o XX—que quizá nunca ha tenido él mismo auténticas
experiencias religiosas, ni está en una verdadera tradición
religiosa—, quiera emitir juicios sobre lo que significa que hablen
de ángeles el Génesis, o Isaías, o el mismo Jesús. Es bueno
acordarse, de vez en cuando, de las jerarquías de rango del
espíritu...
Ya los primeros libros del antiguo testamento hablan de ángeles.
En sus relatos aparece esa figura misteriosa, que escapa a una
determinación más exacta; porque, por un lado, aparece como
mensajero de Dios, pero por otro lado es él mismo, esto es, «el
ángel del Señor». Quizá podemos decir que es Dios en cuanto éste
se asoma dentro de la historia. Asi se dice en el relato sobre la
visión de Moisés en el Horeb: «El ángel del Señor se le apareció en
una llama de fuego, que salía de en medio de una zarza»; y en
seguida «el Señor le vio que avanzaba para ver mejor; y entonces
le llamó Dios desde la zarza y dijo...»60.
A menudo la imagen de Dios, como soberano del mundo, se
enlaza con la de los ángeles, que le rodean como una corte o un
ejército inacabable. Por ejemplo: «Alabad al Señor, todos sus
ejércitos, sus siervos que cumplís su voluntad61. En Bethel, Jacob
les ve en sueños subiendo y bajando la escalera del cielo como
mensajeros que, al servicio del Señor todopoderoso, sirven de
mediadores entre él y la tierra62. El que Dios vuele sobre las alas
de los querubines es expresión de su soberanía sobre los vientos y
tempestades63. En la visión de llamada a Ezequiel tienen figura
misteriosa, que les manifiesta como seres de inaudito poder de
espiritu64. En el salmo 90, por fin, rodean el camino de vida del
que confía en Dios, y realizan en él la obra de la providencia: «Da
órdenes para ti a tus ángeles, para que te proteja en todos tus
caminos»65. Y así podríamos citar muchos más.
En el nuevo testamento, las figuras y servicios de los ángeles
están insolublemente unidos a la vida de Jesús: el arcángel
Gabriel, «que está delante de Dios», dice a Zacarías que tendrá un
hijo, Juan66. El mismo lleva a Maria el mensaje de la encarnación
del Hijo de Dios67. Angeles manifiestan a los pastores la alegre
noticia68; advierten a José sobre el misterio de Maria69 y le dan
instrucciones para la seguridad del niño70. Cuando el Señor
supera la hora de la tentación, se dice: «se acercaron los ángeles
a servirle»71. Se le aparecen cuando en la noche de Getsemaní
toma la suprema decisión72. Hay ángeles atareados en torno al
acontecimiento de la resurrección73. Y después de la ascensión de
Cristo, son ellos los que manifiestan a los discípulos lo que ha
ocurrido y lo que han de hacer74. En la época primitiva de la
iglesia, todavía joven y penetrada de la luz y ardor de pentecostés,
el relato vuelve a mostrar la acción misteriosa de los mensajeros de
Dios75. San Pablo alude a que los ángeles tienen entre sí una
relación dividida en órdenes: «tronos, alturas, señoríos y
potestades»76; conceptos que expresan en común la plenitud del
poder espiritual, pero a la vez muestran diferencias en el carácter y
el ejercicio de ese poder. El Apocalipsis, finalmente, muestra cómo
realizan diversos servicios en la orientación y cumplimiento del
destino del mundo77 [...] Nunca tienen iniciativa propia, sino que su
entera existencia está determinada por el hecho de que, aun
siendo poderosos en esencia y fuerza, están totalmente en la
voluntad de Dios y se entregan a él en libertad [...].
ANGELES/CAIDA: Por el conjunto de la revelación echamos de
ver que antes de la creación del mundo visible ha tenido lugar la
creación de un mundo puramente espiritual, esto es, el de los
ángeles. Los que allí fueron creados no son sólo fuerzas o
relaciones, sino seres: personas con inteligencia, libertad y
responsabilidad. Por eso en su existencia hay también una decisión
moral. Sobre ello la revelación no nos dice nada preciso, pues
incluso las palabras: «Estaba mirando a Satanás caer como un
rayo del cielo»78, han de entenderse como desposeimiento del
enemigo por parte de la redención. En todo caso, los ángeles
quedan puestos ante la prueba de si reconocen o no la sagrada
soberanía de Dios. ¡Ahí se tomó la primera decisión entre bien y
mal! ¡Por primera vez se hizo la voluntad de Dios!
[...] ¡Pero allí precisamente empezó también la rebelión contra la
voluntad de Dios! Seres de la más alta potencia de conocimiento,
de voluntad, de libertad y de capacidad responsable, se rebotaron
contra la soberanía de Dios, queriendo ser señores por su propia
gracia. Con eso se decidieron por el mal; se hicieron seres
satánicos. Cómo es posible esto, seguirá siendo siempre
incomprensible: ¡es el mysterium iniquitatis, el misterio del mal!
Para esquivarlo, se ha intentado una y otra vez concebir el
mundo de modo dualista, es decir, de modo que en él se incluyeran
dos poderes originales, uno bueno y otro malo, cuya lucha formaría
la historia. Pero precisamente así también quedaría abolido el
carácter incondicional y absoluto del bien y el mal, pues, según ese
modo de ver, ambas cosas serían necesarias. Más aún, Dios
quedaría destronado, poniéndosele frente a «Satán», en una
polaridad tan insensata como blasfema. Filósofos y poetas, incluso
de rango supremo, han pensado así, creyendo captar con ello el
más hondo sentido de la existencia; pero en realidad lo han
estetizado todo. El verdadero sentido más hondo de la existencia y
su peculiar seriedad residen en que el Dios único, el «santo
soberano de todo», ha concedido a sus criaturas, con
magnanimidad incomprensible, el don de la libertad; libertad
auténtica, sincera: ¡la capacidad de decidir aun contra él!
En la vida de Jesús también asoman los ángeles malos: [...]
Antes que empiece a enseñar, se va al desierto y entra en esa
elevación de espíritu, que produce un largo ayuno; en tal situación
de suprema sensibilidad al ser, se le aproxima el enemigo de Dios,
intentando separar la voluntad de Jesús de la voluntad del Padre,
destruir el reino que viene en su más hondo origen, pues ese
origen es la voluntad de Jesús, que cumple la voluntad de su
Padre79: [...] Intenta incitar a la codicia a Jesús, que tiene hambre;
intenta llevar a la arrogancia a aquél que está lleno de fuerza
divina; intenta hacer desear el dominio del mundo a aquél que
verdaderamente es capaz de soberanía, con el precio de que se
arroje al polvo en adoración ante Satán, tal como se hacía ante los
soberanos orientales. ¡Pero Jesús le rechaza consciente, claro, sin
un soplo de compromiso!80. ¡Entonces ha tenido lugar en la tierra
la voluntad de Dios y ha habido reino de Dios!
ANGEL-CUSTODIO: Por lo que dice la revelación sobre los
ángeles, el hombre está situado en unas relaciones que nos
chocan extrañamente a nosotros, los hombres actuales. Pues
¿cómo ve nuestra época la situación del hombre? Para unos es un
ser que se desarrolla desde la línea biológica universal,
adquiriendo capacidades espirituales y rango moral, pero formando
en definitiva un trozo de naturaleza, como todos los demás. Para
otros, es un ser independiente, a pesar de toda su
problematicidad, señor de sí mismo y de su destino, con derecho a
darse ley a sí mismo y darla al mundo... ¡La Escritura no ve así al
hombre! Para ella no existe el hombre meramente humano.
Recordemos el pasaje del evanelio en que Jesús habla de los
niños, maldiciendo al que seduzca a aIgunos de ellos al mal. Luego
sigue: «mirad que no despreciéis a uno solo de estos pequeñuelos,
porque os digo que sus ángeles, en el cielo, ven siempre la cara de
mi Padre celestial»81. ¡Palabras abismales! Dicen que detrás del
hombre, que es un «yo», aparentemente solo consigo mismo, en
realidad hay un auxiliador; pues lo que dice no vale sólo para el
niño, que sería débil e inexperto, sino para toda persona; nadie
que conozca al hombre se hace ilusiones sobre qué vacilante es,
en el fondo, aun el más fuerte y experimentado. La humanidad lo
ha presentido siempre. La leyenda del espíritu protector y
acompañante lo muestra así: su figura no es una idea auxiliar con
que se tratara de explicar la experiencia de sí mismo, sino que en
ella se expresa un oscuro saber, que es llevado a su claridad por
las palabras de Jesús. La persona del hombre no es ella misma por
su propia fuerza, sino que hay un ser que la ayuda a ser «yo», y la
protege en ese «ser yo». Sabemos por experiencia propia qué
fácilmente se olvida que se está en la responsabilidad del yo;
¡cuántas veces se endosa esa responsabilidad adonde sea, a
amigos o jefes o autoridades, a la sociedad o a la historia de la
humanidad! El ser, que está a nuestro lado, exhorta y ayuda a
mantener en pie esa responsabilidad. ¡Es el ángel! De tal modo
que el hombre no es un ser propio que esté en soledad, [...]
abandonado, sino que existe en una alianza.
Pero también es verdad otra cosa: que hay seres que odian a los
hombres: los ángeles caídos, Satán y los suyos. Son enemigos del
hombre de antemano. No porque el hombre les haya hecho daño o
les amenace, sino porque es hombre, porque Dios le ama, porque,
mediante Cristo, es hijo de Dios y partícipe de la vida eterna. Pero
todo depende de que permanezca en la voluntad de Dios; por eso
talos seres quieren arrancarle de la santa voluntad: el hombre no
ha de querer el reino de Dios, sino un reino para sí mismo; sin
notar que así se hace reino de Satán.
Por eso el hombre es un ser por el cual se lucha. Vale la pena
considerar por una vez la existencia humana, desde este punto de
vista. Si lo hacemos sólo desde lo humano, no la comprendemos
nunca. Intentémoslo: por doquier notaremos vacíos, suponiendo,
claro está, que tengamos ante la vista al hombre entero y exijamos
una explicación completa. Si lo intentamos por los caminos de Kant
o Hegel, de Marx o Sartre, de modo sociológico, o biológico, o
psicológico, haremos hipótesis [...], pero la cuestión no se
resolverá. Siempre aparecerán vacíos, siempre habrá
sobrevaloraciones o infravaloraciones, siempre contradicciones. Y
si tenemos esa honradez y valentía que hace falta para sacar las
consecuencias, llegaremos al resultado: el hombre no se puede
entender sólo por sí mismo, ni su existencia individual ni su historia.
Es él mismo y algo más: es [...] persona y tiene dignidad y
responsabilidad. Sin embargo, está siempre en peligro de
olvidarlas o de exagerarlas; de entregar su persona a algún poder
que le promete por ello bienestar y poderío, o de hacerse él mismo
señor sobre el destino. En ese peligro, está rodeado de seres que
le ayudan a ser yo, a tener responsabilidad; y ello, con verdad y
medida. Pero también rodeado de seres que le quieren arrancar de
la voluntad de Dios, en cuyo cumplimiento es sólo donde empieza
en absoluto a hacerse hombre auténtico. Por eso la petición (del
padrenuestro) suplica: «¡Señor, concede que tu voluntad se
cumpla en la tierra por mí, tal como la cumplen quienes te han
honrado y llegaron a ser ángeles de la gloria!; ¡y concede que,
quienes han llevado a la victoria tu voluntad en el cielo, la lleven
también a la victoria en nosotros!».
2. La voluntad del Padre
[...] «Hágase tu voluntad» ¡Palabras misteriosas! Invocamos a
Dios, para que se haga su voluntad; pero ¿quién es entonces
aquél a quien invocamos? Es el Todopoderoso; es decir, es aquél
que puede lo que quiere, sin más, porque su poder es absoluto,
pues no hay obstáculo para su voluntad. [...] ¿Qué puede significar
entonces que el Señor nos enseñe a rogar que se haga esa
voluntad? ¿Puede ser incluso que no ocurra? Hemos de examinar
cuidadosamente esta cuestión. ¡Nos llevará a la profunda
comprensión de nuestra existencia!
¿Cuándo ha querido Dios algo, por primera vez, con relación a
nosotros? [...] En el principio de todas las cosas, cuando creó el
mundo. [...] Este existe porque Dios ha querido que existiera, [...] es
realización de la voluntad de Dios. [...] «Dios dijo: hágase... y se
hizo»; y lo que se hizo, era «bueno»,... «muy bueno»82; justo,
digno de ser; y él respondía de ello y lo amaba.
Pero luego se da el gran paso: «entonces Dios dijo: hagamos
hombres a nuestra imagen y semejanza, y que dominen a los
peces del mar, a las aves del cielo, a los cuadrúpedos, a todos los
animales del campo y a todos los que se arrastran por la tierra.
Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios le creó; le creó
hombre y mujer»83. Así, según la voluntad de Dios, surgió un ser
diferente del animal. [...] El hombre no sólo se da cuenta de las
cosas, sino que las comprende. [...] El hombre actúa no por
necesidad, como el animal, sino libremente. [...] A ese hombre le ha
confiado el Creador su mundo; y, para que pudiera hacer honor a
esa confianza, le ha dado parte de su propia fuerza sagrada: ¡a
eso lo llamamos gracia! De tal acuerdo había de surgir la vida y la
obra del hombre. La expresión de todo eso fue el paraíso. Es la
proximidad en que Dios se ha acercado al hombre; la complacencia
que ha tenido en él. Toda grandeza debía llegar a darse en el
paraíso: vida humana y obra humana; pero en la obediencia del
respeto y la fidelidad, en el acuerdo de la sagrada proximidad.
Si Dios da libertad al hombre, lo hace de modo sincero y
auténtico; la autenticidad de esa libre entrega a su base y voluntad
propia significa que el hombre también pueda decir «no». Es decir,
Dios ha hecho algo inaudito: entregar el cumplimiento de su
voluntad a la libertad del hombre. En tanto que su voluntad se
expresa en las leyes naturales, debe ocurrir: éstas son las formas
de la necesidad. En tanto que determina el crecimiento de las
plantas y la vida de los animales, no puede permanecer inefectiva:
también aquí rige la necesidad. Pero en cuanto que la voluntad de
Dios se ha confiado a la libertad del hombre, ya no «debe», sino
que es sólo justo que ocurra; y el hombre incluso puede
rechazarla... Observemos de cerca qué Dios es ese que ahí se
manifiesta: ¡Un Dios que confía lo que ama, esto es, su creación, al
hombre, que la puede guardar y la puede echar a perder! Y la
echó a perder. Sabemos que traicionó a Dios, que se rebeló contra
él; un hecho cuya importancia no cabe medir. Pues su peso se
hace evidente en los efectos que causó y en el destino con que el
Redentor lo expió.
[...] Pero Dios no saca de ese hecho la consecuencia de
rechazar el mundo, sino que [...] mantuvo esa alianza, que ya había
en el acto de creación, y guardó la fidelidad a su obra [...] tomando
incluso sobre si mismo la responsabilidad por la culpa del hombre.
La voluntad del Padre envió al Hijo al mundo, para que se hiciera
hombre y lo siguiera siendo por la eternidad; el enviado, a su vez,
asumió la voluntad del Padre en la suya, y la cumplió. Entonces el
mandato y la obediencia se hicieron en Dios una misma cosa: la
obediencia, tan divina como el mandato. Allí se expió el terrible
valor de la rebelión del hombre; y la existencia se abrió en un
nuevo comienzo, a partir del cual la voluntad del Padre había de
llegar a ser, otra vez y de modo nuevo, ordenación del mundo de la
libertad.
Continuamente vuelve a aparecer nombrada en boca de Jesús la
voluntad del Padre. Es el sentido y centro de su vida. «Mi alimento
es hacer la voluntad del que me envió y cumplir su obra»84. Esa
voluntad la proclama él como lo decisivo: «No todo el que me dice
¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace
la voluntad de mi Padre, que está en los cielos»85. Y el hecho de
que se realice esa voluntad sagrada en el mundo, Jesús lo designa
«reino de Dios»: es el conjunto de esas personas, intenciones,
acciones, en que rige la voluntad de Dios.
Pero en el corazón de Jesús, que «sabía lo que hay en el
hombre»86, había preocupación de que esta nueva posibilidad del
reino de Dios fuera a acabar como las anteriores. El hombre que
había dicho «no» al paraíso, porque quería su propia soberanía,
puede también negar el reino de Dios, tal como surge de la
redención, porque quiere su propio reino. Por esa preocupación
nos enseña a rezar: «¡hágase tu voluntad!». Asi pone en el
corazón del hombre creyente la misma preocupación por el reino
de Dios: por ese orden de las cosas, en que tiene lugar la voluntad
de Dios. Le enseña a rogar que el Dios todopoderoso, que tiene el
poder de la gracia, conceda que su reino no quede destruido. Pero
¿cómo es eso? ¿No nos contradecimos aquí? Pues hemos dicho
que lo peculiar del hombre consiste en la libertad: ¿no queda
abolida ésta, cuando Dios concede que el hombre haga su
voluntad? Hemos dicho que el misterio de la magnanimidad de Dios
consiste en que pone en peligro su voluntad en la libertad del
hombre: ¿no desaparece esa magnanimidad en una nueva
relación de seguridad, si el todopoderoso «concede» que ocurra lo
que él quiere? Estamos aquí ante el misterio de la gracia. No lo
podemos resolver racionalmente; pero sí mirarlo de tal modo que
precisamente su carácter suprainteligible se nos manifieste como
verdadero.
El hombre está hecho libre por Dios, y ha de alcanzar la plena
Iibertad en el transcurso de su vida. Pero esa libertad no consiste
en que el hombre se salga del campo de la dirección divina y se
haga señor autónomo de sí mismo, sino que precisamente se
realiza por llegar puramente a la voluntad de Dios. La libertad no
es un derecho propio del hombre, que hubiera recibido por alguna
otra parte y que debiera defender frente a la pretensión de
soberanía de Dios; sino que es libre, esto es, hombre,
precisamente por su voluntad divina; y su libertad crece en la
medida en que esa voluntad se hace efectiva en él. [...] Cuando el
padrenuestro ruega a Dios que conceda se haga su voluntad,
apela a su amor, el cual, sin embargo, no quiere sino que el
hombre llegue a ser en verdad lo que ha de ser, esto es, libre en la
voluntad de Dios. Esto es misterio de la gracia.[...].
XIV. H. VAN DEN BUSSCHE
(O. c., 99-114)
·BUSSCHE-VAN/PATER BUSSCHE-VAN/PATER
La voluntad de Dios
[...] La plegaria de abandono a la voluntad de Dios se conocía ya
en el mundo pagano. Los antiguos griegos tenían la suficiente
confianza en la providencia divina para admitir que Dios era más
capaz que nosotros para organizar nuestra vida. Así, por ejemplo,
Sócrates en presencia de la muerte habría dicho: «¡Si esto agrada
a los dioses, hágase así!»87. Una máxima de Séneca dice: «¡Ojalá
agradara al hombre lo que agrada a Dios»88. Y un autor estoico,
Epicteto, decía: «Yo tengo por mejor aquello que es la voluntad de
Dios que lo que yo mismo quiero»89.
En el antiguo testamento también se encuentran huellas de la
oración de abandono90, [...] convicción de que Dios, que ha
creado y conserva el mundo, «hace lo que quiere». Esta convicción
no siempre se expresa, pero siempre se sobreentiende. «Todo lo
que agrada a Yahvé, lo hace en el cielo y en la tierra, en el mar y
en los abismos»90. [...] Pero el antiguo testamento, más que a este
primer aspecto de la voluntad divina, que se manifiesta en los
acontecimientos del mundo, se fija en la voluntad moral
trascendente de Dios. Esta voluntad debe servir de norma al obrar
humano y debe ser fielmente obedecida. Hacer lo que agrada a
Dios: he aquí el resumen de toda la moral veterotestamentaria. El
espíritu de Dios enseña a los buenos a descubrir su voluntad en la
ley y les da la fuerza para practicarla; sin esta ayuda el hombre
sería totalmente incapaz de cumplirla92.
[...] A pesar de todo, la voluntad de Dios choca frecuentemente
con la mala voluntad de los hombres: la historia de la humanidad y
la misma historia de la salvación de Israel es el film continuo de las
resistencias humanas a la voluntad de Dios. La época anterior a
Cristo es, en realidad, «el tiempo de la paciencia de Dios»93», el
tiempo en que Satanás desarrolla plenamente el papel de
«príncipe de este mundo». Y esto, hasta el día en que Dios cumpla
su voluntad en la persona de su hijo Jesucristo [...].
En la época neotestamentaria la voluntad de Dios está casi
siempre cargada de un sentido escatológico: Jesús anuncia la
buena nueva del reino. Para tener parte en él, no basta que los
hombres se contenten con aplaudir; deben además «hacer la
voluntad del Padre» tal como se contiene en la ley promulgada (cf.
el sermón de la montaña): la voluntad del Padre está centrada
actualmente en la plena realización de su reino94. [...] El secreto
del desarrollo concreto de la venida del reino es revelado a los
discípulos95 y, sobre todo, se manifestará en el momento de la
muerte de Jesús, que responde [...] a una decisión divina,
anunciada ya en cierto modo en la Escritura. Los discípulos deben
comprender esta decisión divina96. Su voluntad debe conformarse
con la de Jesús y aceptar, por consiguiente, la cruz97. Todo (lo
que el Padre quiere) debe cumplirse en Jesús98, en el momento
preciso: ¡en la hora en que el Padre ha determinado!99. El cuarto
evangelio subraya más intensamente aún el carácter escatológico
de la voluntad de Dios, realizada en la misión de Jesús. Su
alimento, la fuerza que arrastra su vida, es hacer la voluntad del
que le ha enviado, cumpliendo su obra relacionada con el fin de los
tiempos, es decir, la mies mesiánica100. Jesús busca la voluntad
de su Padre101 en su misión, que se concreta en un juicio con
valor escatológico. Dios le confía a los hombres, para que los
conduzca a la fe y, por medio de ella, los libre de la condenación
eterna y los resucite en el último día102. [...] Dios fija la hora en
que Jesús morirá y será glorificado: es precisamente en esta hora
cuando se cumple la voluntad del Padre y cuando su nombre es
glorificado103. En este momento, Jesús, venido para hacer la
voluntad de Dios, terminó su obra sacrificando su cuerpo104.
[...] La voluntad de Dios, que es designio de salud105, se realiza
por medio de la vida y principalmente por medio de la muerte de
Jesús. Esta voluntad salvífica, sin embargo, no ha acabado aún su
Obra, no ha alcanzado todavía su plenitud. Los cristianos se
encuentran también en este punto, entre un «ya» y un «todavía
no», entre el acto de Dios, que da la gracia, y el que dará la gloria.
En este intermedio la voluntad salvadora de Dios está en conflicto
con el poder de Satanás: antes de la venida de Jesús, el demonio
dominaba el mundo106. Jesús lo combatió durante su vida
pública107. En su muerte lo venció inicialmente108. Pero el diablo
continúa oponiéndose a la voluntad salvadora de Dios109,
cegando a los hombres, hasta el día en que aquélla se cumpla
definitivamente: cuando venga la plenitud de los tiempos, cuando
Cristo conduzca todo a la unidad110.
2. Hágase la voluntad de Dios
En la perspectiva neotestamentaria, toda la iniciativa es de Dios.
Dios es el que debe realizar su voluntad de salvación; nosotros no
podemos hacerlo. Es cierto que, en el judaísmo, se encuentran
numerosas exhortaciones a cumplir la voluntad de Dios. Pero Jesús
nos enseña a pedir aquí, para que «llegue» la voluntad de Dios. No
es casual el que la petición no esté formulada: «que tu voluntad
sea hecha», sino «que tu voluntad llegue», como un
acontecimiento que sucede independientemente de nuestros
esfuerzos.
Esta interpretación concuerda perfectamente con las dos
peticiones anteriores y está confirmada por las palabras siguientes:
«como en el cielo, así también en la tierra». Esto demuestra, una
vez más, que no se trata aquí de una oración de abandono en la
voluntad de Dios, ni de una oración para que otros hagan la
voluntad de Dios, sino de una verdadera petición para que Dios,
que ya manifestó su voluntad salvadora al final de la vida de Jesús,
lleve esta voluntad a su cumplimiento total y definitivo.
No obstante, esta petición exige también que el discípulo que ora
conforme su voluntad con la voluntad de Dios: no solamente tal
como le es propuesta por la ley moral, sino tal como esta voluntad
se dirige a él, en la perspectiva del reino. La voluntad de Dios no
consiste solamente en que seamos «buenos», sino en que
empleemos nuestras fuerzas, todo cuanto nos sea posible, en
servicio del reinado.
3. Como en el cielo, así también en la tierra
En el relato de la creación, «el cielo y la tierra» son considerados
como el espacio en el que se despliega la potencia creadora de
Dios; y la unión de los dos términos significa la totalidad del
cosmos111. Dios es el «Señor del cielo y de la tierra»112. Desde
que comienza el fin de los tiempos, «el poder en el cielo y en la
tierra» se transfiere a Cristo resucitado113. Por consiguiente,
puede interpretarse la petición —y algunos autores así lo hacen—
como una oración para que la voluntad de Dios se realice en todas
partes: en el cielo y en la tierra. En este caso, se referiría a la
espera de la restauración en la unidad, por medio de Cristo, de
todo lo que existe en el cielo y en la tierra114.
Pero la comparación «como... así» parece indicar que la
«llegada», ya realizada plenamente en el cielo, debe realizarse
también en la tierra. [...] «Lo que decide en el cielo se realizará en
la tierra»115. Este texto está cronológica y literariamente muy
próximo a la petición del padrenuestro. La terminación del salmo
103 confirma la interpretación que aquí proponemos: «Yahvé ha
establecido su trono en los cielos, y su reino lo abarca todo.
¡Bendecid a Yahvé, vosotros, sus ángeles, que sois poderosos y
cumplís sus órdenes, prontos a la voz de su palabra! ¡Bendecid a
Yahvé, vosotras, todas sus milicias, que servís y obedecéis su
voluntad!»116.
[...] Los cristianos ruegan a Dios en la tercera petición para que
cumpla cabalmente su voluntad de salvación, para que aparte de
su camino todo poder hostil inspirado por Satanás, para que la
tierra, que todavía es en cierto modo el dominio del diablo, se
convierta en un cielo; o en otras palabras: ¡que el cielo venga a la
tierra! [...].
XV. S. SABUGAL
(Cf. Abbá..., 181 s)
·SABUGAL-S/PATER PATER/SABUGAL-S
Esta petición, exclusiva de la redacción mateana, es
probablemente una adición del evangelista, reasumiendo quizá su
tradición judeocristiana. Casi todos los elementos literarios que la
integran, son, en efecto, característicos de su vocabulario: sólo
Mateo usa el verbo «hágase»117 y la construcción «la voluntad del
Padre»118, siendo asimismo característica literaria suya la
estrecha relación entre los vocablos «cielo» y «tierra»119; esa
petición ha sido, por lo demás, formulada según el modelo
(mateano) de la súplica de Jesús en Getsemani: «...hágase tu
voluntad»120. Asi oró el maestro. Asi debe orar también el
discípulo. ¿Qué significado envuelve esta petición?
Digamos de inmediato, que el verbo «hágase» es un «pasivo
teológico», tras el que se oculta—como sujeto activo—el mismo
Dios. Así lo muestra el paralelismo con la súplica de un rabbí
judaico del siglo primero: «Haz en el cielo tu voluntad, y da la
alegría a cuantos le temen en la tierra»121. Análogamente pide la
súplica mateana al Padre, que él haga en los hijos que le invocan
su voluntad. Lo que significa: el cumplimiento de la voluntad divina
supera toda posibilidad humana, siendo factible sólo por quien lo
ha recibido como un don del mismo Dios. ¡El sólo puede hacerlo!
Más aún si se tiene en cuenta el paradigma propuesto a ese
cumplimiento: «como (los ángeles) en d cielo122, así (tus hijos) en
la tierra». ¡Tal perfección exige el cumplimiento de la voluntad del
Padre! Pero sólo quien así la cumple acepta el señorío de Dios
sobre la propia vida: hace posible la venida del reinado del Padre
en su historia. Tal es, en efecto, el significado de esta súplica,
mediante la que el evangelista, remedando probablemente la
oración misma de Jesús (cf. supra), quiso interpretar el sentido de
la petición anterior: el Padre reina sobre quien hace su voluntad,
en quien la realiza «en la tierra» con la perfección que los ángeles
la cumplen «en el cielo». ¿En qué consiste esa voluntad divina?
¿Cómo se manifiesta?
El evangelista no da respuesta explícita a esos interrogantes. El
contexto literario del «padrenuestro», sin embargo, permite
precisarla. Ese contexto es «el sermón de la montaña»123, cuya
estructura literaria puede ser así delimitada: a la 1)
introducción124, en la que tras las «bienaventuranzas»125 se
precisa la misión de los discípulos126 como «sal de la tierra»127 y
«luz del mundo»128, sigue 2) el tema central129: la fidelidad de los
discípulos (=«vuestra justicia») a la voluntad de Dios, manifestada
en la revelación vétero-testamentaria130 y llevada a su plenitud
escatológica por la enseñanza de Jesús, como condición para
entrar en «el reino de los cielos» (cf. 5, 20); en el contexto de esta
temática central, al anuncio del tema131 sigue su desarrollo132 a
través de dos fases, en las que los discípulos son instruidos sobre
la superación de «la justicia» de los escribas o teólogos133 y de
los fariseos o piadosos134, respectivamente; todo el sermón 3) se
concluye con una exhortación parenética135 a «entrar en el reino
de los cielos» por «la puerta estrecha» del «cumplimiento de la
voluntad del Padre»136, poniendo en práctica «las palabras de
Jesús»137; un ulterior 4) epílogo subraya la admiración de «la
gente», a causa de la enseñanza autoritativa de Jesús138.
En este contexto se encuadra la petición que suplica al Padre el
don de «hacer su voluntad». Una petición de transcendental
importancia. Porque si sólo ese cumplimiento hace posible la
inauguración del reinado de Dios «en la tierra» (cf. supra), a él
está exclusivamente vinculado también el ingreso definitivo «en el
reino de los cielos» (7, 21), reservado asimismo a los discípulos
que, en su conducta, superen a la justicia (=fidelidad a la voluntad
de Dios) de los escribas y fariseos» (5, 20). La inclusión literaria,
creada por el evangelista entre estos dos textos, muestra
claramente que, en su redacción, el cumplimiento de la voluntad
del Padre se identifica con la «superación» de la fidelidad a ésta
(=«justicia») por el judaísmo. Y ese superávit lo concretiza
seguidamente Mateo tanto en las antítesis139 como en la forma de
rendir un culto piadoso, agradable al Padre140: ¡toda esa
enseñanza de Jesús141 es revelación de la voluntad del
Padre!142.
Pedir el don de cumplir ésta equivale, por tanto, suplicar la gracia
de realizar aquélla: practicar las exigencias sobrehumanas
formuladas en la antítesis, y modelar la propia vida según las
normas de la «nueva» piedad. Sólo mediante el cumplimiento de
aquellas exigencias y la praxis de esta piedad pueden los
discípulos realizar su misión de «salar la tierra» e «iluminar al
mundo»143, asegurando asimismo su ingreso definitivo en el
reino144. Se trata, pues, de un don, que hace posible al cristiano
ser lo que en este mundo debe ser, decidiendo a la vez su misión
temporal y su destino eterno. Por eso lo suplica al Padre: «¡Haz tu
voluntad (en nosotros) aquí en la tierra, como (la hacen tus
ángeles) en el cielo!, ¡con tal perfección y, sobre todo, con tal
amor!
SANTOS
SABUGAL
EL PADRENUESTRO EN LA INTERPRETACIÓN
CATEQUÉTICA ANTIGUA Y MODERNA
SIGUEME. SALAMANCA 1997. Págs. 178-213
........................
1. Cf. 1 Ts 4, 5. , 9.
3. Lc 22, 42 par.
4. Mt 26, 39.
5. Jn 6, 38.
6. 1 Jn 2, 15-17.
7. Cf. Gal 5, 17-25.
8. Mt 5, 13.
9. 1 Co 15, 47.
10. Mt 5, 45.
11. Cf. Jn 3, 5.
12. Opinión sostenida por Origenes a raíz de Ef 4, 9; 6, 12; cf. De principiis. II
9, 3.
13. Cf. Is 34,5.
14. 1 Co 6, 17.
15. Mt 28, 18.
16. Cf. Ef 6, 12.
17. Jn 6, 63; 1 Co 15, 50.
18. Sal 102, 20.
19. Cf. Col 1, 20.
20. Rm 12, 2.
19. Cf. Col 1, 20.
20. Rm 12, 2.
21. Sal 102, 20.
22. Lc 2, 14.
23. Jn 4, 34.
24. Jn 6, 38; 5, 30.
25. Mt 12, 49-50.
26. Cf. Mt 25, 31-46.
27. Rm 7, 25.
28. 1 Co 15, 54.
29. 1 Co 15, 51-53.
30. Rm 7, 18.
31. Mt 25, 34.
32. Mt 25, 41.
33. Rm 7, 25.
34. 1 Co 15, 54.
35. Ga 5, 17.
36. Mt 7, 21.
37. Cf. Sant 1, 14; 4, 1.
38. Mt 26, 41.
39. Rm 7, 18.
40. Rm 7, 20.
41. Ef 5, 17.
42. Rm 12, 2.
43. Lc 1, 74.
44. Jn 1, 13.
45. Flp 2, 8.
46. Mt 12, 50.
47. Gál 5, 19-21.
48. Rom 8, 12.
49. Cf 2 Co 11, 14.
50. Lc 22, 42.
51. Cf. 1 Tm 2, 4.
52. Col 1, 26.
53. Sal 102, 21.
54. Es una interpretación frecuente en los padres de la iglesia.
55. Rom 11, 33.
56. Col 1, 13.
57. Sal 118. 91.
58. Hech 21, 14.
59. Job 1, 21.
60. Ex 3, 2.4.
61. Sal 102, 21.
62. Gén 28, 12.
63. Sal 17, 11.
64. Cf. Ez 1, 4-5.
65. Sal 90, 11.
66. Lc 1, 11-19
67. Lc 1, 26-38.
68. Lc 2, 8-9.
69. Mt 1, 18-19.
70. Mt 2, 13-14, 19-20.
71. Mt 4, 11.
72. Lc 22, 43.
73. Mt 28, 1-2.
74. Hech 1, 10.
75. Hech 5, 19, etc.
76. Ef 1, 21; Col 1, 16.
77. Cf. Ap 4, 6; 5, 11; 8, 2.6-7.
78. Lc 10, 18.
79. Cf. Jn 4, 34.
80. Cf. Mt 4, 1-11.
81. Mt 18, 10.
82. Cf. Gén 1, 3-31.
83. Gén 1, 26-27.
84. Jn 4, 34.
85. Mt, 7, 21.
86. Jn 2, 25.
87. Platón, Critón 34D.
88. Ep. 74, 20.
89. Dissertationes, IV 7, 20.
90. Cf. 1 Sam 3, 18; Tob 3, 6; 1 Mac 3, 60.
91. Sal 135, 6.
92. Cf. Sab 9, 17-18; 2 Mac 1, 3-4; Sal 143, 10.
93. Rom 3, 27.
94. Mt 7, 2 1.
95. Mc 4, 11-12.
96. Cf. Mc 8, 31.33 par.
97. Mt 16, 24 par.
98. Lc 22, 37; 26.46-49.
99. Mt 26, 18.45-46 par.
100. Jn 4, 34-38.
101. Jn 5, 30.
102. Jn 6, 37-40.44.
103. Jn 12, 23.27-28; 13, 1; 17, 1.
104. Heb 10, 9-10.
105. Cf. Ef. 1, 5-12.
106. Cf. Jn 12, 31; 14, 30; Ef. 2, 2.
107. Cf. Mc 3, 22-31; Lc 11, 20.
108. Cf. Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11; 1 Cor 2, 8.
109. Cf. 2Cor 4, 4; 2Test 2, 7.
110. Ef. 1, 9.10.
111. Cf. Mt 5, 18; 24, 35.
112. Mt 11, 25.
113. Mt, 28, 18.
114. Cf. Ef 1, 10; Col 1, 16.20; Flp 2, 10; Ap 5, 13
115. 1 Mac 3, 60.
116. Sal 103, 19-21; cf. Heb 1, 14.
117. Mt 6 10; 26, 42.
118. Mt 6 10; 7, 21; 12, 50; 21, 31; cf. 18, 24; 26, 42.
119. Mt 5, 18-34b-35a; 6, 10; 16, 19; 18, 18; 28, 18; 11, 25 (Lc=10, 21); 24,
35 (=Mc 13, 31; Lc 21, 33). Fuera de esos textos, esa relación es
empleada sólo una vez por Mc (13, 27) y (Lc 16, 17).
120. Mt 26, 42.
121. Tb Ber. 29b (R. Eliezer).
122. Los ángeles son los moradores del cielo: Mt 18, 10; 22, 30; 24, 36; 26,
53.
123. Mt 5, 1-7, 29; cf. supra, 29 ss.
124. Mt 5, 1-16.
125. Mt 5, 3-12.
126. Mt 5, 13-16.
127. Mt 5, 13.
128. Mt 5, 14-16.
129. Mt 5, 17-7, 12.
130. «La ley y los profetas»: 5, 17; 7, 12.
131. Mt 5, 17-20.
132. Mt 5, 21-7, 27.
133. Mt 5, 21-48.
134. Mt 6, 1-7.12.
135. Mt 7, 13-27.
136. Mt 7, 13-23.
137. Mt 7, 24-27.
138. Mt 7, 28-29.
139. Mt 5, 21-48.
140. Mt 6, 1-7, 12.
141. Mt 4, 21-7, 20.
142. Mt 7, 21.
143. Mt 5, 13-16.
144. Mt 5, 20-7, 21.