ANTOLOGÍA EXEGÉTICA DEL PADRENUESTRO

* * * * *


Santificado sea tu Nombre



I. TERTULIANO
(De orat., lll, 1-4)
·TERTULIANO/PATER PATER/TERTULIANO

El nombre de «Dios Padre» no había sido revelado a nadie. 
Incluso quien (Moisés) preguntó cuál era, escuchó otro nombre1. A 
nosotros nos fue revelado en el Hijo. Pues antes del Hijo no existe 
el nombre del Padre: «Yo he venido, dijo, en nombre de mi 
Padre»2. Y de nuevo: «¡Padre, glorifica tu nombre!»3. Más 
claramente: «He manifestado tu nombre a los hombres»4. 
Pedimos, pues, que sea santificado (su nombre), no en el sentido 
de que convenga a los hombres desear bien a Dios, como si él 
fuese otro hombre a quien podemos desearle algo, que le faltaria, 
si no se lo deseamos. Es ciertamente justo que Dios sea 
bendecido en todo lugar y tiempo, a causa del reconocimiento de 
sus beneficios, que siempre le debe todo hombre. Y este papel 
desempeña la bendición. Por lo demás, ¿cómo no será por sí 
mismo santo y santificado el nombre de Dios, siendo él quien 
santifica a los demás? A él grita incesantemente el circunstante 
coro de los ángeles: «santo, santo, santo»5. De ahí que también 
nosotros, futuros (si lo merecemos) compañeros de los ángeles, 
aprendamos ya aquí aquella celeste alabanza a Dios así como el 
deber de la gloria futura. Esto, por cuanto se refiere a la alabanza 
tributada a Dios. Relacionado con nuestra petición, cuando 
decimos: «santificado sea tu nombre» pedimos que sea santificado 
en nosotros, que estamos en él, así como en todos los demás 
hombres, a quienes espera aún la gracia de Dios. Y esto, a fin de 
que mediante este precepto aprendamos a orar por todos, incluso 
por nuestros enemigos. De ahí que al decir: «sea santificado tu 
nombre», sin añadir «en nosotros», decimos «en todos». 


II. SAN CIPRIANO
(Sobre la oración dominical, 12)
·CIPRIANO/PATER PATER/CIPRIANO

A continuación rezamos: «sea santificado tu nombre». No quiere 
decir que deseemos para Dios que sea santificado su nombre por 
nuestras oraciones, sino que pedimos al Señor que su nombre sea 
santificado en nosotros. Por lo demás, ¿por quién va a ser 
santificado Dios, que es el que santifica? Mas como él mismo dijo: 
«Sed santos, puesto que yo también lo soy»6, pedimos y rogamos 
que los que hemos sido justificados en el bautismo perseveremos 
en la justificación que comenzamos. Y esto es lo que pedimos 
todos los días, pues nos es necesaria una justificación cotidiana 
para que, los que cada día pecamos, nos purifiquemos de 
nuestros pecados con cotidiana justificación. Y el apóstol nos 
pregona en qué consiste esta justificación con las siguientes 
palabras: «Ni los fornicadores, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni 
los entregados a la molicie, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los 
defraudadores, ni los embriagos, ni los detractores, ni los raptores, 
alcanzarán el reino de Dios. Esto fuisteis efectivamente, pero ya 
habéis sido purificados y justificados, y consagrados en el nombre 
de nuestro Señor Jesucristo y en el Espiritu de nuestro Dios»7. 
Dice que estamos consagrados en nombre de nuestro señor 
Jesucristo y en el Espiritu de nuestro Dios. Esta consagración es la 
que pedimos que persevere en nosotros. Y porque el Señor y Juez 
nuestro conmina, al que había curado y dado la vida, a que no 
peque en adelante para que no le suceda algo peor, por eso le 
rogamos con continuas oraciones, Esto pedimos día y noche: 
conservar la santificación y vida que nos viene de su gracia y 
protección. 


III. ORIGENES
(Sobre la oración, XXIV, 1-5)
·ORIGENES/PATER PATER/ORIGENES

Estas palabras pueden dar a entender o que todavía no se ha 
obtenido para sí aquello por lo que se ora, o que se debe pedir la 
conservación de algo que no es permanente. Es claro, en todo 
caso, que según Mateo y Lucas somos invitados a decir 
«santificado sea tu nombre» como si realmente todavía no hubiera 
sido santificado el nombre de Dios, como si no lo estuviera ya. Y 
preguntará alguien: ¿cómo es esto posible? Consideremos 
detenidamente qué se entiende por nombre de Dios y veamos 
cómo se ha de santificar ese nombre. 
El nombre es una denominación compendiosa, que manifiesta 
una cualidad propia de la cosa designada. Por ejemplo, hay unas 
ciertas cualidades especificas del apóstol Pablo: unas afectan a su 
alma, otras a su mente —capacitándola para contemplar 
determinadas realidades—, otras, en fin, afectan propiamente a su 
cuerpo. Lo que es propio de estas cualidades y no puede convenir 
a ninguna otra persona—porque no hay ningún otro hombre que 
no difiera algo de Pablo—esto se expresa con el nombre de Pablo. 
Y cuando aquellas cualidades propias, como si se mudaran en los 
hombres, se cambian lógicamente, según vemos en la Escritura, 
también los nombres. Y así, cambiada la cualidad de Abram, fue 
llamado Abrahán; y, cambiada la cualidad de Simón se llamó 
Pedro; e igualmente, cambiada la cualidad de Saulo, perseguidor 
de Cristo, fue llamado Pablo. 
Mas en Dios, que es invariable e inmutable, siempre es uno e 
idéntico su nombre: «el que es». Este es el nombre con que se le 
designa en el Exodo8, si es que se puede hablar aquí de nombre 
en el sentido estricto. Cuando pensamos algo sobre Dios, todos 
nos formamos una cierta idea de él, pero no todos sabemos lo que 
es en realidad—porque son pocos (y si vale la expresión, menos 
que pocos) los que pueden comprender plenamente sus 
propiedades—. Por eso se nos enseña, con razón, que tratemos 
de obtener una idea acertada de Dios a través de sus propiedades 
de creador, de providente, de juez, considerando cuándo elige y 
cuándo abandona, cuándo acepta y cuándo rechaza, cuándo 
otorga premio y cuándo castigo, según los merecimientos. 
En ésta y semejantes facetas se manifiestan, por así decirlo, las 
cualidades divinas que, a mi entender, se expresan en la Sagrada 
Escritura bajo el nombre de Dios. Asi en el Exodo se dice: «No 
tomarás el nombre de Dios en vano»9; y en el Deuteronomio: 
«Caiga a gotas como la lluvia mi doctrina, como el rocio mi 
discurso; como la llovizna sobre la hierba y como las gotas de la 
lluvia sobre el césped: porque invoqué el nombre del Señor»10; y 
en los salmos: «Recordarán tu nombre por generaciones y 
generaciones»11. Porque también el que aplica el nombre de Dios 
a cosas que no conviene, toma el nombre del Señor Dios en vano. 
Mas si alguien puede expresar ideas, que a modo de lluvia 
produzcan fertilidad en las almas de los que escuchan, y siembran 
palabras de consuelo semejantes al rocío, y derrama sobre los 
oyentes una llovizna útil y eficaz de palabras para su sólida 
edificación, esto lo puede en el nombre de Dios, cuya ayuda 
invoca por saber que necesariamente ha de ser él quien lleve a 
término todos estos buenos efectos. Y todo el que penetra las 
realidades divinas más bien está recordando que aprendiendo, 
aunque al parecer sea instruido por alguien en los misterios de la 
religión o piense que él mismo los esté investigando. 
Lo que hasta aquí se ha dicho conviene que lo considere el que 
ora, mas también urge que pida sea santificado el nombre de Dio. 
Efectivamente, dice el salmista: «Ensalcemos a una su nombre»12. 
Con esto nos ordena el Padre, que con suma concordia, con un 
mismo ánimo, con un mismo parecer lleguemos a obtener una idea 
verdadera y sublime de las propiedades divinas. Se ensalza 
efectivamente a una el nombre de Dios cuando aquél, que ha 
participado de la emanación de la divinidad por haber sido acogido 
por Dios y haber superado de tal forma a los enemigos que no les 
haya sido posible alegrarse de su daño, alaba la misma virtud 
divina de la que ha sido hecho participe; como el salmo declara 
con estas palabras: «Te enalteceré, Señor, porque me has 
acogido, y no has alegrado a los enemigos por mi daño»13. Exalta 
también a Dios quien le dedica una morada en sí mismo; pues el 
titulo del mismo salmo reza así: «Canto para la dedicación de la 
casa de David». 


IV. SAN CIRILO DE JERUSALÉN
(Cateq. XXIIII, 12)
·CIRILO-DE-J/PATER PATER/CIRILO-DE-J

Lo digamos o no lo digamos, santo es por naturaleza el nombre 
de Dios. Pero ya que en los que pecan es profanado, según 
aquello: «Por vosotros es blasfemado mi nombre todo el día entre 
las gentes»14, suplicamos que en nosotros sea santificado el 
nombre de Dios. No porque comience a ser santo lo que antes no 
lo era, porque en nosotros, santificados y haciendo obras dignas 
de la santidad, se hace santo. 


V. SAN GREGORIO NISENO
De orat. dom., lll (PG 44, 1151B-1156B)
·GREGORIO-NISA/PATER PATER/GREGORIO-NISA

¿Qué relación tiene esta petición con mis necesidades?, podría 
preguntar alguien, que hace penitencia de sus pecados o invoca el 
auxilio de Dios para escapar de ellos, teniendo siempre ante la 
vista al tentador [...]. Y quien, mediante el auxilio divino, desee huir 
y evitar estas tentaciones, ¿qué palabras usaría con más 
propiedad sino las de David: «Líbrame del odio de mis 
perseguidores»15, «retírense mis enemigos»16, «préstanos 
socorro en la aflicción»17, y semejantes peticiones, mediante las 
cuales se impetra la ayuda de Dios contra los adversarios? Pero, 
¿qué dice el modelo de oración? «Santificado sea tu nombre». No 
porque yo no diga esto deja de ser santo el nombre de Dios [...], 
pues es siempre santo [...] y tiene todo lo que se necesita para la 
santificación [...]. Quizá con esta súplica el Verbo intenta decir que, 
siendo la naturaleza humana débil para la adquisición de algún 
bien, nada podemos obtener de lo que ardientemente deseamos, 
sin que el bien sea realizado en nosotros por el auxilio divino; y el 
primero de todos los bienes es que el nombre de Dios sea 
glorificado a través de mi vida. La Escritura condena a aquellos por 
quienes es blasfemado el nombre de Dios: «¡Ay de aquellos, a 
causa de los cuales mi nombre es blasfemado entre los 
gentiles!»18. Es decir, quienes aún no creyeron la palabra de la 
verdad observan la vida de los que han recibido el misterio de la 
fe. Cuando, pues, se es creyente de nombre, contradiciendo a 
éste con la vida [...], los paganos atribuyen esto no a la voluntad 
de quienes se portan mal, sino al misterio, que se supone enseña 
estas cosas, pues—piensan—quien fue iniciado en los misterios 
divinos no deberla estar sometido a [...] tales vicios, si no les fuere 
licito pecar [...]. Opino, por tanto, que se debe pedir y suplicar, 
ante todo, que el nombre de Dios no sea injuriado a causa de mi 
vida, sino que sea glorificado y santificado. «Sea 
santificado—dice—en mí el nombre de tu señorío», invocado por 
mi, «a fin que los hombres vean las obras buenas y glorifiquen al 
Padre celeste»19. ¿Quién seria tan estúpido que, viendo la vida 
pura [...] de los creyentes en Dios, no glorifique el nombre 
invocado por tal vida? Quien ora: «santificado sea tu nombre», no 
pide otra cosa que ser irreprensible, justo, piadoso [...]. Pues no de 
otro modo puede Dios ser glorificado por el hombre, sino 
testificando su virtud que la potencia divina es la causa de sus 
bienes. 


VI. SAN AMBROSIO
(Los sacramentos, V 4, 21) 
·AMBROSIO/PATER PATER/AMBROSIO

¿Qué quiere decir «santificado»? ¿Acaso desear que sea 
santificado aquél que dijo: «Sed santos, como yo soy santo»?20 
¡Cómo si nuestra petición pudiera añadir algo a su santidad! Nada 
de eso. Más bien (pedimos) que sea santificado en nosotros, para 
que también a nosotros llegue su santidad. 


VII. TEODORO DE MOPSUESTIA
(Hom Xl, 10)
·TEODORO-MOP/PATER PATER/TEODORO-MOP

[...] Ante todo haced lo que procurará alabanza a Dios, vuestro 
Padre. Pues lo que Jesús dice en otra parte—«brille de tal forma 
vuestra luz ante los hombres que, viendo vuestras obras buenas, 
glorifiquen a vuestro Padre celeste»21—es lo que dice en el 
«santificado sea tu nombre». Lo que significa: es preciso que 
hagáis tales obras, que el nombre de Dios sea alabado por todos, 
mientras que vosotros admiráis su misericordia y gracia 
abundantemente derramada sobre vosotros, y que no fue vano 
haber hecho de vosotros hijos suyos, dándoos 
misericordiosamente el Espiritu a fin que crezcáis y progreséis, 
corrigiéndoos y transformándoos en quienes recibieron el don de 
llamar Padre a Dios. Pues del mismo modo que, si hacemos lo 
contrario, seremos causa de blasfemia contra Dios—es decir, que 
los extraños (a nuestra fe), viéndonos ocupados en obras malas 
dirán que somos indignos de ser hijos de Dios—, si nos 
comportamos bien corroboraremos que somos hijos de Dios y 
dignos de la nobleza de nuestro Padre, porque estamos bien 
educados y llevando una vida digna de él. Para evitar que se diga 
aquello y a fin que brote de labios de todos la alabanza al Dios, 
que os ha elevado a tal grandeza, esforzaos por realizar actos que 
produzcan tal resultado. 


VIII. SAN JUAN CRISÓSTOMO
(Homilías sobre san Mateo, XIX, 4)
·JUAN-CRISO/PATER PATER/JUAN-CRISO

Una vez, pues, que nos ha recordado el Señor esta nobleza, y el 
don que del cielo se nos ha hecho, y la igualdad con nuestros 
hermanos, y la caridad, y nos ha arrancado de la tierra, y nos ha 
elevado, como quien dice, a los cielos, veamos qué es lo que 
seguidamente nos manda pedir en nuestra oración. A la verdad, 
esta sola palabra, «Padre», debiera bastar para enseñarnos toda 
virtud. Porque quien ha dado a Dios este nombre de Padre y le ha 
llamado Padre común de todos, justo fuera que se mostrara tal en 
su manera de vida, que no desdijera de tan alta nobleza y que su 
fervor corriera parejo con la grandeza del don recibido. Mas no se 
contentó el Señor con eso, sino que añade otra petición, diciendo: 
«santificado sea tu nombre». Petición digna de quien ha llamado a 
Dios Padre: no pedir nada antes que la gloria de Dios, tenerlo todo 
por secundario en parangón con su alabanza. Porque «santificado 
sea» vale tanto como «glorificado sea». Cierto que Dios tiene su 
propia gloria cumplida y que, además, permanece para siempre. 
Sin embargo, Cristo nos manda pedir en la oración que sea 
también glorificado por nuestra vida. Que es lo mismo que antes 
había dicho: «Brille vuestra luz delante de los hombres, para que 
vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que 
está en los cielos»22. Y lo mismo los serafines, que le glorificaban, 
decían así: «santo, santo, santo...»23. Es decir, que «santificado» 
vale por «glorificado». Concédenos—viene a decir el Señor—que 
vivamos con tal pureza, que todos te glorifiquen por nosotros. Obra 
de consumada filosofía: ¡que nuestra vida sea tan intachable en 
todo, que cuantos la miren refieran la gloria de ello al Señor! 


IX. SAN AGUSTIN
(1. Serm. Mont., II V 19; 2. Serm. 56 5; 3. Serm. 57, 4)
·AGUSTIN/PATER PATER/AGUSTIN

1) Veamos ya qué cosas han de pedirse; puesto que se ha dicho 
quién es aquél a quien se pide y dónde mora, lo primero de todo lo 
que se pide es lo siguiente: «santificado sea tu nombre». Lo cual 
no se pide así como si no fuera santo su nombre, sino para que 
sea venerado como santo por todos los hombres; es decir, que 
sea Dios conocido por todos ellos de tal manera que no tengan 
cosa alguna por más santa y a que teman más ofender. Ni 
tampoco por haberse dicho: «Dios es conocido en Judea, en Israel 
es grande su nombre»24, se ha de entender así como si Dios 
fuera menor en un lugar y mayor en otro; sino que allí es grande 
su nombre, donde se pronuncia con el respeto debido a la 
grandeza de su majestad. Así, pues, se dice que es santo su 
nombre, allí donde con veneración y temor de ofenderle se le 
nombra. Y esto es lo que ahora se practica, mientras que el 
evangelio, dándole a conocer en diversas naciones, hace respetar 
el nombre de Dios único por la predicación de su Hijo. 

2) ¿Por qué pedir la santificación del nombre de Dios? ¿No es 
santo ya? Y si lo es, ¿a qué pedirlo? ¿No parece, además, que, 
pidiendo la santificación del nombre divino, ruegas a Dios por Dios 
y no por ti? Pero, si bien lo entiendes, verás cómo también ruegas 
por ti. ¿Qué pides, en efecto? Que lo santo en si sea santificado 
en ti. ¿Qué significa «santificado sea»? Sea tenido por santo, no 
en poco aprecio. Luego ya ves que, al desearlo, deseas un bien 
que te afecta: menospreciar el nombre de Dios sería malo para ti, y 
en modo alguno para Dios.

3) Pedimos que sea santificado en nosotros el nombre de Dios, 
pues no siempre lo es: ¿cuándo se santifica el nombre de Dios en 
nosotros, sino cuando nos hace santos? No hemos sido santos, y 
por este santo nombre nos santificamos, por este santo nombre, 
que es siempre santo, como es santo el que lo lleva. No rogamos 
por Dios al pedir esto, sino que rogamos por nosotros. Ningún bien 
pedimos para Dios, a quien ningún mal puede amenazar, sino que 
deseamos el bien para nosotros, para que en nosotros sea 
santificado su santo nombre. 


X. SANTA TERESA DE JESUS
(Camino de perfección, cap. 30) 
·TEREJ/PATER PATER/TEREJ

[...] Como vio su majestad que no podíamos santificar ni alabar, 
ni engrandecer, ni glorificar este nombre santo del Padre eterno 
conforme a lo poquito que podemos nosotros, de manera que se 
hiciese como es razón, si no nos proveía su majestad con darnos 
acá su reino, y así lo puso el buen Jesús lo uno cabe lo otro25 [...]. 



XI. CATECISMO ROMANO
(IV, II 1-9) 
PATER/CATECISMO-ROMANO

Cristo, nuestro señor y maestro, nos dejó señalado en el 
padrenuestro el orden riguroso con que debemos presentar 
nuestras peticiones ante Dios. Siendo la oración mensajera e 
intérprete de nuestros sentimientos de hijos hacia el Padre, el 
orden de nuestras peticiones será razonable en la medida en que 
éstas se conformen con el orden de las cosas que deben desearse 
y amarse. Y, ante todo, el amor del cristiano debe centrarse con 
toda la fuerza del corazón en Dios, único y supremo bien por sí 
mismo. El debe ser amado primero con un amor singular, superior 
a todo otro posible amor; debe ser amado con un amor único. 
Todas las cosas de la tierra y todas las criaturas que puedan 
merecernos el nombre de «buenas» deben estar subordinadas a 
este supremo bien, de quien proceden todos los demás bienes. 
Justamente, pues, puso el Señor a la cabeza de las peticiones 
del padrenuestro la búsqueda de este supremo bien. Antes que las 
mismas cosas necesarias para nosotros o para nuestros prójimos, 
hemos de buscar y pedir la gloria y el honor de Dios. Este orden 
debe constituir nuestro supremo anhelo de criaturas y de hijos, 
porque en esto está el único y verdadero orden de nuestro amor: 
amar a Dios antes que a nosotros mismos, y buscar sus cosas 
antes que las nuestras. Y puesto que sólo puede desearse y, por 
consiguiente, pedirse aquello de que se carece, ¿qué cosas podrá 
desear el hombre y pedir para Dios? Dios tiene la plenitud del ser; 
y en modo alguno puede ser aumentada o perfeccionada su 
naturaleza divina, que posee de manera inefable todas las 
perfecciones. Es evidente, pues, que sólo podemos desear y pedir 
para Dios cosas que estén fuera de su esencia: su glorificación 
externa. Deseamos y pedimos que su nombre sea más conocido y 
se difunda entre las gentes; que se extienda su reino y que las 
almas y los pueblos se sometan cada día más a su divina voluntad. 
Tres cosas—nombre, reino y obediencia—totalmente extrínsecas a 
la íntima esencia de Dios; de manera que a cada una de estas tres 
peticiones pueden aplicarse y unirse perfectamente las palabras 
añadidas en el padrenuestro únicamente a la última «así en la 
tierra como en el cielo». 
Cuando pedimos que «sea santificado su nombre» deseamos 
que crezca la santidad y gloria del nombre de Dios. Esto no 
significa que el nombre divino pueda ser santificado en la tierra del 
mismo modo que en el cielo, ya que la glorificación terrena en 
modo alguno puede llegar a igualar la glorificación que Dios recibe 
en los cielos. Cristo pretendió significar con estas palabras 
únicamente que debe ser igual el espíritu e impulso de esta doble 
glorificación: el amor. 
Es cierto que el nombre de Dios no necesita por sí ser 
santificado siendo ya por esencia «santo y terrible»26, como es 
santo el mismo Dios por esencia. Por consiguiente, ni a Dios ni a 
su santo nombre puede añadírsele santidad alguna, que no posea 
ya desde toda la eternidad. Pedimos, sin embargo, que «sea 
santificado el nombre de Dios», para significar que deben los 
hombres honrarlo y exaltarlo con alabanzas y plegarias, a imitación 
de la gloria que recibe de los santos en el cielo; que deben cesar 
de ofenderle con ultrajes y blasfemias; que el honor y culto de Dios 
deben estar constantemente en los labios, en la mente y en el 
corazón de todos los hombres, traduciéndose en respetuosa 
veneración y en expresiones de alabanza al Dios sublime santo y 
glorioso. Pedimos que se actúe también en la tierra aquel 
magnífico y armónico concierto de alabanzas, con que el cielo 
exalta a Dios en su gloria27, de forma que todos los 
hombres—comulgando en idéntico cántico de fe y caridad 
cristianas—conozcan a Dios, le adoren y le sirvan, reconociendo 
en el nombre del «Padre, que está en los cielos», la fuente de toda 
santidad, de toda grandeza, de toda fuerza posible en la vida de 
aquí abajo. 
San Pablo afirma que «la iglesia fue purificada, mediante el 
lavado del agua, con la palabra»28; esto es, «en el nombre del 
Padre y del Hijo y del Espiritu santo>>29, en el cual fuimos 
bautizados y santificados. No hay, pues, redención ni salvación 
posible para aquél sobre el cual no haya sido invocado el nombre 
de Dios. Esto pedimos también cuando rezamos «santificado sea 
tu nombre»: que la humanidad entera, arrancada de las tinieblas 
del paganismo, sea iluminada con el esplendor de la verdad divina 
y reconozca el poder del nombre del verdadero Dios, alcanzando 
en él su santidad; y que en el nombre del la trinidad 
santísima—mediante la recepción del bautismo—obtenga la 
redención y la salvación.
Y hemos de pensar también, al repetir estas palabras, en 
aquélla que, por el desorden del pecado, perdieron la santidad e 
inocencia bautismal, recayendo bajo el yugo del espíritu del mal30. 
Deseamos y pedimos que en ellos se restablezca la alabanza del 
nombre de Dios, de manera que, mediante una sincera conversión 
y confesión de sus culpas, restauren en sus almas el primitivo y 
espléndido templo de inocencia y santidad. 
Pedimos, además, a Dios que infunda su luz en todas las 
mentes; para que los hombres tengan conciencia de que «todo 
buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del 
Padre de las luces»31. Todo don [. . .] desciende de Dios; todo, 
por consiguiente, debe referirse a él y servirle [...]. 
Notemos, por último, que estas palabras: «santificado sea tu 
nombre», incluyen un reconocimiento de la función y misión 
sobrenatural de la iglesia, la esposa de Cristo. Porque sólo en ella 
ha estableció Dios los medios de expiación y purificación de los 
pecados y la fuente inagotable de la gracia: los sacramentos 
saludables y santificadores, por los que, como por divinos 
acueductos, derrama Dios sobre nosotros la mística fecundidad de 
la inocencia. Sólo a la iglesia y a cuantos abriga en su seno y 
regazo pertenece la invocación de aquel nombre divino «el único 
one nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual 
podamos ser salvos»32,
Es obligación del cristiano, hijo de Dios, alabar el santísimo 
nombre de su Padre, no sólo con ruido de palabras, sino también, 
y sobre todo, con el esplendor de una auténtica vida y conducta 
cristiana. Es tristisimo e inexplicable que clamemos con los labios: 
«santificado sea tu nombre», cuando no tenemos inconveniente en 
mancharlo y afearlo en la realidad práctica de nuestros hechos. Y 
no pocas veces semejantes divorcios de palabra y vida son causa 
de maldiciones y blasfemias en quienes nos contemplan. Ya en su 
tiempo el apóstol Pablo tuvo que protestar enérgicamente: «Por 
causa vuestra es blasfemado entre los gentiles el nombre de 
Dios»33 [...]. 
Son muchos los que juzgan de la verdad de la religión y de su 
autor por la vida de los cristianos. Según esto, quienes de verdad 
profesan la fe y saben conformar sus vidas con ella, ejercen el 
mejor de los apostolados, excitando en los demás el deseo afectivo 
de glorificar el nombre del Padre celestial. El mismo Cristo nos 
mandó explícitamente provocar, con la bondad y el esplendor de 
nuestras vidas, las alabanzas y bendiciones de Dios: «Asi ha de 
lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras 
buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los 
cielos»34. Y san Pedro escribe: «Observar entre los gentiles una 
conducta ejemplar, a fin de que, en lo mismo por lo que os 
afrentan como malhechores, considerando vuestras buenas obras, 
glorifiquen a Dios en el día de la visitación»35. 


XII. D. BONHOEFFER
(O. c., 177) 
·BONHOEFFER/PATER PATER/BONHOEFFER

El nombre paternal de Dios, tal como es revelado en Jesucristo a 
los que le siguen, debe ser tenido por santo entre los discípulos; 
porque en este nombre se contiene todo el evangelio. ¡No permita 
Dios que su santo evangelio sea oscurecido y alterado por una 
falsa doctrina o una vida impura! Que se digne manifestar 
continuamente su santo nombre a los discípulos, en Jesucristo. 
Que conduzca a todos los predicadores a la predicación pura del 
evangelio, que nos hace felices. Que se oponga a los seductores y 
convierta a los enemigos de su nombre. 


XIII. R. GUARDINI
(O. c., 311-328)
·GUARDINI/PATER PATER/GUARDINI

1. El nombre de Dios
Con esto entramos en pleno misterio de la revelación; pues 
¿tiene Dios un nombre [...], que no le haya dado el hombre, sino 
con el cual él se llame a si mismo? En el segundo relato de la 
creación se cuenta cómo Dios creó al hombre y, al sentir éste la 
soledad, el Señor le presentó los animales, para que se hiciera 
evidente si el hombre podia tener alguna comunidad con ellos36. 
Entonces se dice: «El hombre dio nombres a todos los 
cuadrúpedos, a todos los pájaros del aire y a todos los animales 
del campo; pero para Adán no se encontró ayuda de su 
especie»37. El hombre acepta y reconoce la índole peculiar de los 
seres vivos, y la expresa en el nombre. Al comprender lo que es el 
animal, comprende lo que es él mismo; y que es diferente de todo 
animal. Entonces Dios, con la sustancia vital del hombre, crea a la 
mujer, de la misma naturaleza que él, y así se desarrolla entre ellos 
la comunidad del ser humano en igual rango. Es decir, al nombrar 
tiene lugar una visión y una comprensión, pero también una 
distinción [...]. 
Cuando Dios creó al hombre, «le creó a su imagen y 
semejanza»38. Con eso se designa el nombre esencial del 
hombre: es aquél que es imagen y semejanza de Dios. Y a su vez 
también se indica el nombre de Dios: él es modelo, prototipo. Lo 
que puede y debe ser el hombre, le está dado; su medida está por 
encima de él. Lo que es Dios, lo es por sí mismo: es señor de su 
naturaleza. 
Así queda establecida la distinción en que se sitúa la base de la 
verdad de la existencia. Todo cuanto se pueda decir sobre el 
hombre por la experiencia de la vida, por la filosofía y la sabiduría, 
es sólo verdadero si entra en esta frase: Dios es prototipo, Señor 
por su ser, por ser señor del ser; el hombre es imagen, recibe su 
esencia y, por tanto, es señor sólo por gracia. Si esa verdad 
básica queda perdida al margen de lo que se afirme sobre el 
hombre y sobre Dios, entonces, por más ciencia y sabiduría que 
todo esto contenga, resbala a lo innominado y se extienden la 
confusión y la deformación. 
Y así vemos también cómo precisamente en este punto se apoya 
la tentación. Dios ha elevado ante el hombre un signo de su altura: 
el árbol, de cuyo fruto no debe comer39. Este árbol expresa que 
Dios tiene derecho a dar órdenes y el hombre, por su parte, tiene 
la obligación de observarlas. Con eso se decidirá si está o no en 
su nombre, en su verdad, esto es, en su igualdad de semejanza a 
Dios. Pero el tentador dice: «¿semejanza? ¡Oh, no! Dios sabe 
exactamente que sois lo mismo que él; también vosotros sois 
prototipos; sólo que no debéis saberlo para que le sigáis 
sometidos; ¡rebelaos contra Dios!; entonces os daréis cuenta de 
que sois iguales a él... »40. ¿Reconocemos el acento de estas 
palabras y esa voluntad tan temiblemente conocida, que hoy se 
abre paso en la filosofía y en la literatura, en la prensa y en 
política?... Pero los hombres hacen lo que les persuade a hacer 
«el embustero original»41; y el fruto es la «muerte»42, con todo el 
espanto de su significación. 
Entonces empieza la amarga historia del hombre, que ya no 
sabe de su nombre, porque ha traicionado a ese Nombre en que 
está cimentado el suyo. Y entonces da vueltas preguntando: 
¿quién soy yo?, y no recibe respuesta. Pues, ¡hay que ver qué es 
todo lo que se le responde! ¡Qué tonterías, qué contradicciones, 
qué arrogancia! 
YO-SOY/YAHVE: Sin embargo, Dios no deja caer al hombre. Ya 
el hecho de que en ese primer terrible tropiezo no quedara 
aniquilado fue gracia y comienzo de la redención. Y luego, tras 
interminable aguardar en lejanía y tiniebla, llega el tiempo 
señalado y Dios llama al hombre. Es el acontecimiento con que 
empieza la historia externa de la redención: la vocación de 
Moisés43. Este apacentaba sus rebaños en la soledad desértica 
del Horeb. En ese silencio [...] tiene Moisés una visión: ve arder 
una zarza sin que se queme, y entre las llamas le habla esa 
misteriosa figura, que mencionan sólo los primeros libros de la 
Escritura: el «ángel del Señor», enviado de Dios, y a la vez—no se 
sabe cómo—él mismo. Este le ordena sacar de Egipto al 
esclavizado Israel. Moisés se asusta de la tarea, pero acepta la 
orden; y para poder presentarse al pueblo, pregunta cómo se 
llama el que le habla [...]. Dios dijo entonces a Moisés: «Yo soy el 
que soy». Y añadió: «Hablarás así a los hijos de Israel: <yo soy> 
me ha enviado a vosotros»44. 
Así es, nombrado expresamente por él, el nombre de Dios: «el 
yo-soy». Nombre misterioso, intranquilizador; pero que si lo 
observamos con exactitud, hace patente lo que acabamos de 
considerar. 
Ante todo, constituye un rechazo de todo nombre, que pudiera 
ser tomado por parte de la tierra. Y también, además convierte en 
nombre el modo de ser de Dios: el hecho de que está en su 
esencia y su poder por su propio derecho. Esta elevación y poder 
no tienen lugar [...] en el ámbito de las ideas, sino [...] con 
referencia a Moisés y a la historia sagrada, que empieza entonces. 
Dios, pues, se llama «Yahvé»: «el que está aquí y puede». La 
Biblia griega traduce ese nombre por Kyrios; la latina por Dominus; 
nosotros decimos «el Señor». El nombre de Dios expresa su 
esencia: él es el que es en absoluto, pero como tal está aquí y 
llama. Precisamente por eso también el hombre es llamado de 
modo nuevo. No es un ente natural, sino que está en la historia 
desde su comienzo, pues ya ha sido creado en la llamada. Así Dios 
es para todo hombre: «el que está aquí»; y le indica su lugar, esto 
es, «ante Dios». En ese lugar debe ponerse el hombre, siempre 
como de modo nuevo, en constante obediencia del ser creado, y 
de ese modo se realiza. Dios es Señor por una plenitud de 
poderío, que no requiere ninguna legitimación..Por su lado, el 
hombre sólo es legítimo por parte de Dios, en ser como en 
derecho. Ese es su nombre, y cae en la confusión cuando lo 
abandona. Entonces surge la salvaje criatura, que exige 
autonomía y [...] trata de obtenerla a la fuerza, mediante la mentira 
violencia, tanto si es el individuo como si es el Estado quien lo 
hace. ¿Y no parece algunas veces la historia como la cadena de 
fatalidades por donde lleva al hombre su voluntad de ser señor por 
sí mismo, mientras que sólo lo es por concesión, porque Dios le ha 
puesto el mundo en la mano, debiendo dar cuenta de todo lo que 
haga con él? 
Moisés es una de las mayores figuras de la historia; sólo la 
aversión a la revelación ha hecho que no llegue a serlo así en la 
conciencia común. Saca de Egipto al pueblo de Israel. En el Sinaí 
le da la ley y constitución que recibe de Dios. Por la familiaridad 
que se le concede, ruega después que Dios le manifieste quién es, 
para quedar edificado en lo más íntimo. Así se dice: «Entonces 
bajó el Señor en la nube. Moisés se puso ante él y gritó el nombre 
del Señor. El Señor pasó ante él y gritó: <¡El Señor es Dios de 
misericordia y bondad, magnánimo, rico en paciencia y fidelidad! 
Conserva la paciencia hasta la milésima generación; perdona 
culpa, impiedad y pecado; pero nunca deja nada sin castigar, pues 
hasta la tercera y cuarta generación castiga la culpa de los padres 
en los hijos y los nietos>»45 [...]. Dios castiga el mal hasta la 
tercera y cuarta generación, pero corresponde a la fidelidad con 
paciencia hasta la milésima generación. Una vez más se manifiesta 
la soberanía de Dios; pero ahora como soberanía de la gracia [... ]. 
Que Dios sea realmente el Señor de la gracia, a pesar de la 
opacidad y crueldad de la existencia, nos lo dice él mismo. En esa 
palabra podemos hacer pie y recordarle: ¡Señor, tú has dicho que 
es así: muestra tu gracia en nosotros! Y en ese nombre de 
Dios—«Señor de la gracia»—se hace aún más evidente el nombre 
del hombre: es aquél que vive por la gracia de Dios.
El Génesis empieza con las palabras: «En el principio Dios creó 
el cielo y la tierra»46. Otro libro de la Escritura empieza con las 
palabras [...]: «En el principio existía la Palabra, y la Palabra 
estaba en Dios, y la Palabra era Dios»47. Esta frase habla del 
misterio de la interioridad de Dios, y dice que ahí hay vida de 
suprema riqueza, conocimiento, amor y fecundidad [...]. De ese 
misterio llega hasta nosotros uno. Se hace hombre, y se manifiesta 
como el Hijo de Dios. Así, Dios se manifiesta como «el Padre »; tal 
como entonces Jesús habla casi siempre del Padre, «Padre suyo y 
nuestro»: Padre de una nueva vida, que él nos da, si entramos en 
comunidad de fe con Jesús [...].
Así, por tanto, es el nombre de Dios: el que existe en prototipo; 
el Señor de sí mismo y del mundo; el Señor de la gracia y Padre de 
la nueva vida. Y, por nuestra parte, los hombres tenemos nuestro 
nombre en el de Dios: somos los que existen como imagen de 
Dios, los que están en su llamada, los que viven de su gracia, los 
que son sus hijos e hijas. Esa es nuestra verdad. Expresa que 
nuestro nombre está unido al nombre de Dios. Sólo estamos 
seguros de nuestra esencia cuando sabemos de él. 
Pero miremos a la historia y veamos cómo el hombre contesta a 
la pregunta sobre sí mismo en cuanto aparta la vista de Dios. Uno 
dice: el hombre es materia diferenciada; el otro: es señor 
autónomo de su existencia; otro: es idéntico con lo absoluto; otro: 
el hombre es de tal manera, que en cada momento determina su 
ser con perfecta libertad; otro: no es sino una función de la 
sociedad, un instrumento del Estado... ¿No les da horror de ese 
caos? Pero un caos que no resulta análogo a esa confusión 
fecunda que reina al principio de toda cuestión nueva, para luego 
aclararse paulatinamente por el pensamiento; sino un caos malo, 
destructor, que vuelve a establecerse una y otra vez. Quizá incluso 
se debe decir que crece constantemente. En todo caso, es mayor 
en la edad moderna, con todo el progreso de la ciencia exacta, 
que en la edad media, pues ésta no había pensado tan mortíferas 
contradicciones sobre el hombre. 
Pero ¿por qué hoy el hombre es tan desconocido para sí mismo, 
a pesar de todo el progreso? ¡Porque ha perdido en gran medida 
la clave de la esencia del hombre! La ley de nuestra verdad dice 
que el hombre sólo se conoce desde encima de él, desde Dios, 
porque sólo existe por Dios. Tras de toda afirmación falsa sobre el 
hombre hay una afirmación falsa sobre Dios. Pero la idea torcida 
del hombre ha producido siempre también una relación torcida de 
la vida. Ha llevado a que el hombre divinizara o degradara al 
hombre, que le mimara o le maltratara [...]. Porque ha perdido el 
punto de apoyo, del que pende su esencia: el nombre del Dios 
vivo, porque de este modo ha caído en una falta de verdad y de 
razón, de la que no le saca ninguna filosofía ni ninguna política. 
Así comprendemos que la primera petición del «padrenuestro» 
clame a Dios para que su nombre permanezca santificado y a 
salvo entre nosotros. 

2. La santificación del nombre de Dios
[...] Todavía merece consideración especial el hecho de que, 
entre las siete peticiones que abarcan nuestra existencia temporal 
y eterna, se ponga en el comienzo la petición de que sea 
santificado el nombre de Dios. Esto nos recuerda que nuestra vida 
está condicionada hasta lo más profundo por nuestra relación con 
Dios. En el mismo sermón de la montaña, donde está también «el 
padrenuestro», habla Jesús de la providencia, y dice: «Buscad 
antes que nada el reino (de Dios) y su justicia, y todo se os dará 
por añadidura»48. De qué es ese «reino», ya nos ocuparemos con 
detalle; aquí es importante esa ordenación de que se habla, y que 
ha de dar medida y relación a toda búsqueda y afán: ¡antes que 
nada el reino de Dios, luego todo lo demás! Y precisamente 
porque se busca primero su reino, queda garantizado lo demás. 
Esa ordenación aparece también en la estructura del 
«padrenuestro». Por eso todos tenemos ocasión de examinarnos 
ahí, a ver si la suerte que experimente el nombre sagrado es para 
nosotros realmente objeto de la primera y más despierta 
preocupación. . . ¿Y nos atrevemos entonces a plantear en serio 
esta pregunta? ¿No tenemos que limitarla inmediatamente, de 
modo vergonzoso, a ver si aquí experimentamos en absoluto 
alguna preocupación auténtica? 
Así, pues, el nombre de Dios nos está revelado, y lo podemos 
nombrar. Nos indica la situación de nuestra experiencia, pues por 
él nos penetramos de nuestra propia esencia. Si nombramos a 
Dios como es debido, nos nombramos a nosotros mismos. Por eso 
hemos de saber y reconocer una y otra vez, como verdad básica 
de toda existencia, que él es prototipo y creador, y nosotros, en 
cambio, seres creados; él es el Señor por esencia; nosotros, en 
cambio, seres a quienes se llama y que obedecen; él es el Señor 
de la bondad; nosotros, en cambio, vivimos por su gracia; él es el 
Padre, y nosotros somos, en cambio, en la comunidad de Cristo 
hijos e hijas suyos y, por tanto, hermanos entre nosotros. Situarse 
con corazón puro en esta ordenación es lo que llama la Escritura el 
«temor de Dios», diciendo que es «el hombre entero»49. En 
cuanto la realizamos, llegamos a ser realmente nosotros mismos; 
en cuanto nos desviamos de ella, corrompemos nuestra esencia y 
perdemos nuestro sentido. 
Cuando queremos hablar a Dios sabemos, pues, cómo hemos 
de nombrarle... Pero [...] ¿cómo me atrevo a dirigir la palabra a 
Dios, a llamarle «tú»? ¿No es irreverencia? Más aún, ¿tiene algún 
sentido en absoluto semejante modo de hablar? ¿hay alguien que 
escuche? Y si hay alguien ahí, ¿es realmente él? Toda invocación 
es una llamada y toda llamada entabla relaciones, ¿con quién 
entablo relaciones en esa intima apertura indefensa, que se llama 
«rezar»? Pensemos en el intranquilizador pasaje de las 
Confesiones de san Agustín, cuando ruega a Dios que se le 
manifieste para saber a quién llama, pues «podría ser que uno 
llamara a otro del que cree, cuando llama en la ignorancia»50. Y, 
verdaderamente, aquí ya habría ocasión para temer y observar, 
pues ¡a cuántas cosas han llamado los hombres, afirmando que 
llamaban a Dios! Pero por habernos dados Jesús la oración, y no 
sólo diciendo: «así podéis rezar», sino «así habéis de rezarla, ya 
ha respondido a esta pregunta, que puede ser una pregunta del 
afán de veracidad, pero también una pregunta de la debilidad o de 
la pereza o de la huida. Con eso ha dicho: «Cuando pronuncias 
estas palabras estás en la verdad; cuando llamas a este nombre, 
llamas al Dios vivo tu Padre; y lo que entonces te atiende es su 
amor». 
Por tanto, la primera petición dice que Dios conceda que su 
nombre sea santificado. Pero ¿qué significa esto? Si preguntamos 
a la Escritura en qué consiste la propiedad, que determina todo lo 
que pertenece a Dios, lo más intransigentemente suyo, y el aroma 
de su proximidad, entonces responde: la santidad. 
[...] La santidad de Dios significa, ante todo, que no se puede 
unir con él nada que sea común, bajo, vulgar. Más aún, significa 
que Dios no es «mundano», sino diverso de todo lo que se llama 
mundo, misteriosamente elevado o inabordable. Ningún concepto 
le expresa. Ningún poder puede poner la mano sobre él. En cuanto 
toca a su criatura, la bruma. La santidad de Dios significa, además, 
que en él no hay nada mal, ninguna mentira, ninguna injusticia, 
ninguna violencia, ninguna impureza, sino que Dios es bueno. Pero 
el bien no es una ley, que esté por encima de él y a la cual él le dé 
satisfacción del modo más pleno, sino que es él mismo. Quien 
habla del bien habla de él. Por eso el Señor replicó al muchacho 
que le quería honrar: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es 
bueno, sino sólo Dios»52. Esa bondad no es en él solamente 
intención, sino realidad; no sólo pretender y esforzarse, sino ver. 
Bondad y realidad son en él una sola cosa, y de esa unidad surge 
un fulgor: es la santidad. 
Recordemos las palabras en el sanctus de la misa: «santo, santo 
santo, Señor Dios de los ejércitos». Proceden de la visión, por la 
cual fue llamado el profeta Isaías: allí aparece «el Señor, sentado 
en un alto y sublime trono, y las orlas (de su manto) llenan el 
templo»; le rodean serafines, seres poderosos; cada cual, 
misteriosamente, con seis alas; estremecidos con el escalofrío de 
su altura, ocultan su rostro y proclaman la santidad de Dios: «la 
tierra entera está llena de su gloria»; el estremecimiento alcanza a 
la piedra y al edificio, y «tiemblan los cimientos del umbral del 
templo»; sobre el profeta cae el espanto del hombre culpable ante 
la presencia del Dios santo: «Entonces dije: ¡ay de mi, estoy 
perdido!, pues soy un hombre con labios impuros y vivo entre un 
pueblo de labios impuros; porque mis ojos han visto al Rey, al 
Señor de los ejércitos»53. ¡Qué imagen! Resplandece la santidad 
en que se identifican bondad y realidad, intención y poder. Ese 
resplandor es la gloria de Dios, terrible para el ser que se sabe 
culpable. 
La primera petición ruega a Dios que su santidad sea 
conservada con honor. Pero hemos de ser exactos, pues dice aún 
más: que el nombre de Dios, esto es, él mismo, sea «santificado». 
Para entenderlo, debemos partir de lo que forma en general el 
cimiento de nuestra fe. 
¿Cuál había de ser la consecuencia propia de la santidad de 
Dios, que es soberanía? Pues que permaneciera en esa «luz 
inaccesible», a la cual, como dice san Pablo, «nadie tiene 
acceso»54. Y, sin embargo, la realidad es que Dios ha venido a 
nosotros, en virtud de una decisión, que escapa a nuestro juicio 
[...]. No sólo Dios está «en todas partes» y, por tanto, también 
entre nosotros; no sólo existe «siempre» y, por tanto, también en 
nuestro tiempo. Eso sólo no seria aquello por lo que da gracias 
nuestra fe con tal asombro y, a la vez, con tan hondo acuerdo. 
Pues si decimos sólo: «Dios está aquí», entonces su 
sobreespacialidad trasciende inmediatamente sobre ese «aquí» y 
se escapa a lo desconocido. Y, asimismo, cuando decimos: «está 
ahora entre nosotros», ese «ahora» se deshace ante su majestad, 
y en su eternidad se nos escapa a nosotros, seres sujetos al 
tiempo. Pero Dios hace algo más que eso, algo misteriosamente 
diferente: atraviesa, si así puede decirse, la frontera que nos 
separa de él y está aquí «entre nosotros». Comunica su existencia 
y «habita entre nosotros». La entera historia del pueblo elegido 
gira en torno de ese hecho inaudito: que Dios está en su centro y 
habita en medio de él, y le guía, y lucha en sus batallas. Esto se 
expresa en el sagrado tabernáculo y luego en el templo, pues eran 
morada de Dios en un sentido expreso. 
Si esto se toma en serio, en seguida surge la pregunta: ¿cómo 
puede soportar un pueblo la conciencia de que el Dios vivo habite 
en medio de él, casi diríamos «corporalmente»? ¿No acechan ahí 
dos grandes peligros: uno, que no aguante más esa terrible 
presencia y se vaya a la irresponsabilidad del paganismo; otro, 
que intente poner mano en ese misterio y abusar de él en forma de 
magia? En ambos sentidos se deshonraría a Dios; y la Escritura 
dice que, en efecto, ha ocurrido así. Por eso tal presencia se 
rodea de una protección, que es la ley. Los libros Exodo, Números, 
Levítico y Deuteronomio muestran cómo al principio la 
manifestación, que Dios hace de su propia voluntad, proclama el 
núcleo de la ley; luego los jefes y jueces del pueblo siguen 
desarrollándola y ordenan prescripción tras prescripción. Se ha 
tratado de explicar esa ley desde los puntos de vista más diversos: 
politico, sociológico, higiénico. Seguramente mucho de esto 
responde a la realidad, pero su base auténtica no está ahí, sino 
que todas las prohibiciones y mandatos habían de recordar a los 
creyentes, una y otra vez, que Dios habitaba entre ellos. A cada 
paso habían de encontrarse una prescripción, que les sacara con 
sobresalto del olvido y de la obviedad, haciéndoles pensar en 
aquello tan inaudito, que les estaba no sólo concedido, sino 
impuesto. La ley había de ser una muralla sagrada en torno de 
Dios, que le protegiera a él y a los hombres alrededor de él; cada 
una de sus prescripciones, a su vez, había de ser como una puerta 
que llevara hacia él. 
Asi Dios era santificado por la ley. La palabra «santificado» o 
«sagrado», en el lenguaje del antiguo testamento, significa que lo 
profano se mantenía lejos de él y de lo suyo; que estaba rodeado 
de temor y respeto, pero también que, con eso mismo, quedaba 
protegido el hombre del fulgor de lo santo, que le destruiría si se 
acercaba demasiado. Pensemos en aquel hecho, que [...] nos 
hace sentirnos tan extraños: cuando sacaban el arca de la alianza 
de la tierra de los filisteos, al amenazar caerse del carro, uno que 
no tenía autoridad para tocarla, quiso sujetarla, y «la ira del Señor 
se inflamó» y «le golpeó»55. Así decia la ley al creyente, una y 
otra vez: «¡Guardaos, en medio de vosotros vive Dios!». Y no sólo 
de ese modo, por decirlo así, repartido e igualado, que es la 
omnipresencia, sino en ese sentido especial, de ejercicio de poder, 
que empezó en el Sinaí: «¡Practicad el respeto santificador!...». 
Pero cuando luego el creyente se echaba atrás con temor ante el 
Dios inabordable, entonces percibía su gracia. En la medida en 
que realizaba esa distinción se daba cuenta de esa proximidad, 
que otorgaba vida. Siempre que se guardaba de usar lo santo, lo 
santo le bendecía. Y como el mismo Dios es su nombre, también 
era santificado el nombre del Horeb, «Yahvé», que significa «el 
que es». Su denominación quedó rodeada de limites cada más 
estrechos, hasta que no se pronunció ya en absoluto, apareciendo 
perífrasis en su lugar. 
En el nuevo testamento desaparece la ley. El nombre de Dios se 
profundiza en el del Padre. Pero en la oración, que ha de ser para 
los suyos la forma de trato con Dios, Jesús asume esa exigencia 
básica de la antigua piedad. Por eso la primera petición exhorta al 
cristiano a tener en su corazón la preocupación por el santo 
nombre: a que, por su fe y su amor y toda su disposición interior, 
santifique el nombre del Padre en él mismo y en su ambiente. Más 
aún, la petición dice que el tener tal actitud interior no significa 
ninguna obviedad religiosa, que surja de la dispoción del hombre 
de buen natural; sino que es gracia. Es la gracia de la piedad, en 
absoluto; pues el Señor nos enseña a rezar por ella. Y no 
habríamos de ver en la santificación de Dios solamente una 
obligación que se nos impone, sino algo muy grande que se nos 
confía. Pero aquél que nos lo confía nos da comprensión y fuerza 
de ánimo, para satisfacer a su confianza. 
Y aquí hemos de penetrar de nuevo más hondamente en las 
palabras del Señor, para alcanzar su pleno sentido. Pues no se 
dice: «concédenos que seamos capaces de santificar tu nombre»; 
sino: «que sea santificado, que se cumpla el misterio de la 
santificación». Es decir, en el fondo, el santificar no es un acto del 
hombre, sino de Dios mismo. El es el que se santifica en el 
hombre. Se manifiesta al hombre como el santo por esencia, y 
hace que éste se incline «en el estremecimiento de la adoración». 
Ahi se le hace visible: «sólo Dios es Dios, yo he sido creado; sólo 
él es santo, yo soy pecador». Esa evidencia sitúa al hombre en la 
verdad de su existencia. Es el fundamento de la existencia 
redimida. Y el Señor nos enseña a rezar por ello, antes que por 
todo lo demás. 
Pero ¡qué cotidianamente necesaria es también la ayuda de 
Dios, para que su nombre permanezca santificado! Tengamos 
presente cómo se habla de él; cómo hablan los filósofos [...], los 
poetas y politicos, escritores y palabreros de toda especie. ¿Qué 
sentiríamos, si se hablara de una persona a quien amáramos, 
como se habla de Dios? Y aun prescindiendo de negaciones y 
blasfemias, que se hacen cada vez más desvergonzadas, el 
nombre de Dios se ha convertido en una mera sílaba de 
acentuación. Si alguien dice algo a otro, éste puede dar por 
respuesta: «¡Dios mio!» o «¡por Dios!». ¿No es eso una constante 
deshonra?
Dios ha situado todas las cosas en su esencia y en su realidad: 
las cosas y las personas. Todo existe solamente porque él lo 
mantiene. Si preguntáramos: ¿qué existe?, la primera respuesta 
diría: Dios. El existe en absoluto y por si; todo lo que se llama 
mundo, sólo por él y ante él. Por eso propiamente él debería 
resplandecer a través de todo. Las cosas deberían florecer de él. 
En vez de eso, todo está sordo y mudo. ¿Cómo puede ser? ¿No 
nos ha invadido alguna vez el asombro de que Dios exista y se 
pueda vivir como si no existiera? ¡Qué dura muralla debe ser el 
hombre, en toda su mezquindad, que impide a Dios que surja 
resplandeciendo! 
INCREENCIA/LIBERTAD LBT/INCREDULIDAD: Pero en su 
magnanimidad, él ha querido que el hombre sea libre, realmente 
libre, es decir, pudiendo hacer lo que quiere, aun contra la sana 
voluntad. Dios se ha reservado en si mismo, por decirlo así; ha 
dado lugar al hombre, para que pueda decir «si» o «no», con la 
confianza del Señor verdaderamente grande, en que el ser puesto 
en libertad honrará por su parte al Dios que lo honra de modo tan 
alto. Pero el hombre dijo «no»; entonces cayó sobre el mundo tal 
oscuridad y penetró en él tal confusión, que el hombre puede vivir, 
como si Dios no existiera; y puede inventar filosofías, que ponen 
esa negación como base de su sistema; y puede emprender 
políticas, que extinguen la fe como condición previa para todo 
poder y bienestar... ¡Verdaderamente, es el misterio del mal! 
Roguemos a Dios, con gran seriedad, que santifique su nombre 
en nosotros y por nosotros, a fin de que ahí surja luz para la fría 
mentira, que reina por todas partes. No olvidemos jamás que el 
hombre sólo permanece santo y a salvo en la santificación del 
nombre de Dios. Siempre que, en el transcurso de la historia, el 
nombre de Dios es mal usado u olvidado, se usa mal o se olvida el 
nombre del hombre. Una ciencia, salida de sus limites, ve en el 
hombre una especie animal más desarrollada; una ciega filosofía 
cultural le toma por un ser económico o sociológico; finalmente, ha 
venido el totalitarismo y le ha convertido en material, para sus 
objetivos de poder. ¡Es muy necesario que pronunciemos esta 
petición del «padrenuestro»! [...]. 


XIV. H. VAN DEN BUSSCHE
(O. c., 67-79) 
·BUSSCHE-VAN/PATER PATER/BUSSCHE-VAN

1. El nombre
Para el israelita el nombre designa siempre una función, un 
destino; el nombre de un ser no es nunca el resumen de una 
definición filosófica, la traducción de una esencia. El oriental, 
hombre práctico, no tiene nada de filósofo, y se interesa muy poco 
por las esencias de las cosas; por otra parte, pone con frecuencia 
en el nombre mucho más de lo que el occidental podría imaginar. 
Entre nosotros, por ejemplo, se da tal nombre a un niño por 
motivos sentimentales (el abuelo se llamaba así) o simplemente 
porque ese nombre suena bien. En el oriente, en cambio, el 
nombre tiene un sentido, el valor de bendición para el niño o de 
maldición para su enemigo. El nombre le augura un destino 
determinado y el oriental cree en la eficacia de este augurio o de 
esta maldición. En cierto modo el nombre es decisivo para el 
porvenir del individuo. Desde que el hombre puso un nombre a los 
animales en el paraíso56, cada uno de ellos—piensa el 
israelita—tiene en el mundo creado un papel que cumplir, que 
responde a su nombre. Así, por ejemplo, el hombre llamó al caballo 
«caballo», no porque era un caballo, sino para que desempeñara 
en el mundo el papel de caballo. Esto vale también para los 
cambios de nombre de las personas. Esto vale también para los 
cambios de Mattanías por el de Sedecias (= Sedeq-Yah: Yahvé es 
justo), cuando le instala como rey de Jerusalén por consiguiente, 
¡atención!57. La imposición de un nombre se parece mucho a un 
«nombramiento». Cuando Simón es llamado Kefa ( piedra), 
significa que es constituido Kefa58. El nombre no es, por 
consiguiente, un sobrenombre sin valor o un mote; determina el 
papel de un hombre en la sociedad. 
El nombre de Dios es aquél por el que se revela. Este nombre 
expresa lo que es Dios para los que le conocen, para aquellos 
«sobre los que su nombre es invocado», es decir, para aquellos 
que llevan su nombre. Conocer el nombre de Yahvé es saber lo 
que se debe a Yahvé y, por consiguiente, en el fondo es conocerle 
como el que da vida a Israel con su presencia protectora. Zacarías 
dice que, al fin de los tiempos, «Yahvé será el rey de todo el 
universo; en aquel día Yahvé será único, y su nombre únicoi>>59; 
es decir, que nadie pensará invocar a otra divinidad. El nombre 
expresa, según esto, la significación de Yahvé para los que 
invocan su nombre. Además, el nombre propio de Dios expresa su 
personalidad íntima, profunda, incognoscible para el hombre [...]: 
es inefable. Es trabajo perdido tratar de conocerle, como era una 
temeridad por parte de Moisés el pedir a Yahvé que le hiciera ver 
su gloria: no puede ver cara a cara la gloria de Yahvé sin morir60, 
porque es por la cara por donde se conoce a uno y Dios no revela 
nunca el misterio de su personalidad profunda. A la pregunta 
indiscreta de Moisés, Yahvé responde: «Yo soy el que soy»61. De 
esta manera sustrae en cierto modo el misterio de su ser íntimo a 
la curiosidad del hombre, revelándole a la vez lo que es y será 
para él. Moisés e Israel deberán contentarse con esta respuesta: 
para ellos Yahvé será: «Yo soy». Al darse este nombre, da la 
seguridad de que estará con Israel y en su favor. Inmediatamente 
después el nombre de Yahvé es para Israel la garantía de su 
liberación de Egipto; y para el futuro, la prenda de la protección 
permanente de Yahvé [...]. 
El nombre de Yahvé es, por tanto, el resumen de su acción 
salvífica en la historia de Israel. Si el nombre de Yahvé es bueno62 
o grande63 o santo64, es porque Yahvé, en su actuación, se ha 
mostrado bueno, grande o santo en relación con el pueblo o los 
individuos65 [...]. Anunciar el nombre de Yahvé no es sino hacer 
conocer su acción salvadora en la historiad [...]. Invocar el nombre 
de Yahvé es apelar a su voluntad salvadora. Su nombre es como 
el resumen de todo lo que su personalidad obra hacia afuera. Por 
esta razón su «nombre grande» se cita juntamente con su «mano 
fuerte» y (su) «brazo extendido»67. 

2. La santificación de su nombre

SANTIDAD/QUE-ES: El nombre de Yahvé es santo. En su 
santidad reside precisamente su más íntima naturaleza. La Biblia 
pone en esto la característica de la esencia divina. Sólo Dios es 
santo68. Yahvé es el totalmente-distinto, absolutamente superior a 
todo lo demás, inaccesible al mundo creado. Su santidad es su 
misma divinidad. Cuando jura por su santidad69, jura por sí mismo 
(¿por quién sino por sí mismo podría jurar Yahvé?) y, más 
exactamente, por su omnipotencia inimaginable. Afirmar que la 
santidad de Yahvé es su característica esencial, no es meterse en 
problemas metafísicos. El israelita tiene muy buen sentido común, 
para saber que su inteligencia es incapaz de encerrar a Dios en 
sus conceptos, de expresarle en una definición; se contenta con 
hacer suponer lo que es, subrayando el dinamismo ilimitado de su 
personalidad: ¿quién podría estar en presencia de Yahvé, el Dios 
santo?70. La santidad de Yahvé no es más que su omnipotencia 
infinita manifestándose al exterior en la gloria, y por eso la gloria es 
la manifestación al exterior en la gloria, y por eso la gloria es la 
manifestación propia de la divinidad. Nombre y gloria van juntos: 
«Glorifica tu nombre» es una expresión que aparece 
constantemente71 y que significa: muéstrate lo que eres, es decir, 
santo o divino. 
La criatura es santa en la medida en que se sustraiga al mundo 
profano y no pertenezca más que a Dios. Los ángeles son los 
«santos» de la corte real de Dios, consagrados a su servicio. Israel 
debe ser «santo»72, porque Yahvé se lo ha reservado para sí. Por 
eso debe observar una serie de prescripciones particulares, por 
las que afirma su separación de los pueblos paganos y se 
santifica, se reserva para Yahvé. Israel debe considerar al 
sacerdote «como santo, porque ofrece el alimento de tu Dios. Será 
para ti un ser santo, porque yo soy santo, que os santifico a 
vosotros»73. El mobiliario del templo es santo, porque sólo puede 
servir para el culto y está sustraído a los usos profanos. En sí 
considerado, el concepto de santidad aplicado a una criatura no 
implica ningún carácter moral. La santidad es, ante todo, una 
noción cultual, litúrgica; significa que una persona o un objeto, por 
un conjunto de ritos, es sustraído al uso profano y reservado 
exclusivamente al servicio de la divinidad, principalmente en el 
culto. 
Originariamente la santidad de Yahvé no era más que su 
omnipotencia. El Dios de Abrahán (= El-Shaddai) era para el 
patriarca el más poderoso de todos los dioses y aún no el Dios 
único. Tenía el brazo más fuerte. Incluso en el periodo épico del 
Exodo, cuando el monoteísmo aunque todavía no explícito, tomaba 
ya un relieve más señalado, Yahvé aún manifestaba su divinidad 
principalmente por medio de «su mano fuerte y su brazo 
extendido». Sólo posteriormente, cuando el profetismo purificará y 
profundizará la idea de Dios, recibirá la omnipotencia de Yahvé un 
carácter ético; y es entonces cuando la exigencia de santidad 
tomará también para el israelita un aspecto más moral74. 
El nombre de Yahvé es santo, porque expresa su santidad o su 
divinidad. Su nombre, como su gloria75, es en cierto modo el 
aspecto exterior de su santidad; revela al mundo su divinidad. Por 
esta razón se citan a veces paralelamente el nombre y la glorua76 
[...]. 
Si el nombre de Dios es santo por definición, ¿cómo puede ser 
santificado aún? Santificar es un concepto israelita, capaz de 
recibir aplicaciones muy distintas. Santificar significa muchas veces 
sustraer una cosa al uso profano, ponerla aparte para el servicio 
exclusivo de Dios, por consiguiente, consagrar y también ofrecer. 
Por eso cuando Yahvé santifica a Israel, quiere decir que se lo 
reserva como su propiedad exclusiva77. Dios puede también ser 
santificado, ya sea que él se santifique a sí mismo, ya sea que el 
hombre le santifique. Se santifica a sí mismo cuando afirma su 
santidad con las distintas manifestaciones de su omnipotencia, 
como en la creación o en la conservación del mundo, pero sobre 
todo en el establecimiento, protección y «cambio de suerte» de su 
pueblo Israel. Yahvé es llamado «el santo de Israel»78, porque, 
aunque santo y, por consiguiente, libre frente a todas las cosas, 
compromete, sin embargo, su divinidad en la protección de Israel 
[...]. Dios santifica su nombre liberando a Israel del destierro79 [...]. 

Santificar a Dios es alabarle80, es decir, reconocer y celebrar 
sus hazañas. Santificar a Dios es también glorificarle, es decir, 
reconocer que Yahvé manifestó su gloria en la creación y en la 
historia de la salvación. Santificar a Dios es, sobre todo, confiar 
exclusivamente en su omnipotencia protectora81, y serle fiel 
observando sus mandamientos, las cláusulas de la alianza82; en 
una palabra: es «ser totalmente de Yahvé»83 o «ser santo» (esto 
es, enteramente a su servicio), «porque Yahvé es santo»84 y ha 
santificado a Israel para sí [...]. 
/Mt/05/48 MORAL-CRA/DERECHO: Las prescripciones rituales 
y morales del antiguo testamento se refieren siempre a Yahvé y 
exigen que el hombre sea «perfectamente de Yahvé». La moral de 
Israel es teocéntrica, y no está basada en la perfección personal. 
Esta perspectiva teocéntrica se halla en el nuevo testamento [...]: 
«Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto»85. Esto 
evidentemente no significa que el hombre deba imitar la perfección 
esencial de Dios, pues es imposible: el hombre nunca podrá 
alcanzar la perfección de Dios. Más bien quiere resumir la 
superioridad de la justicia cristiana en relación a la justicia judía. La 
justicia cristiana la perfecciona y la supera86, porque, como 
resultado de las antítesis87, es una moral de la intención y, sobre 
todo, no se limita a no hacer mal a los demás. Dios es perfecto, 
porque hace más (es más misericordioso)88 de lo que exige la 
estricta justicia89. La ética de Dios es la de un don sin límites, de 
suerte que la moral cristiana comienza donde se para la estricta 
justicia. La moral cristiana no puede reducirse al respeto del 
derecho, aunque este derecho haya sido temperado. La moral del 
derecho es siempre una moral del mínimum una delimitación de la 
frontera inferior del comportamiento humano una determinación de 
lo prohibido. La moral cristiana, por el contrario es una moral del 
máximum, un ideal mejor a realizar sin descanso porque es una 
imitación de la misericordia infinita de Dios. Cuanto Dios más se 
santifica, cuanto más manifiesta su divinidad en su bondad (que 
realiza, por ejemplo, en la historia de la salvación 
neotestamentaria), tanto más el hombre debe santificar a Dios con 
una moral elevada. 
Dios se ha santificado o ha santificado su nombre en el momento 
de la venida y, sobre todo, al fin de la vida de su Hijo90, quien se 
ha santificado a sí mismo, es decir, se ha entregado por los 
hombres91. A la luz de esta acción santificante de Dios, el 
discípulo le pide que acabe su obra y que él «pueda ver la 
gloria»92 del Padre en el retorno del Hijo. En esta petición se 
expresa todo el deseo de la cristiandad primitiva de ver el triunfo 
del Señor de gloria. No pide, en primer término, para gozar ella 
misma de la manifestación de la gloria, sino para que Dios sea 
Dios y reconocido como tal por cada uno de los individuos. «Gloria 
a Dios en lo más alto de los cielos», a Dios que muestra su 
santidad en la gloria. Y la gloria de Dios incluye la felicidad de los 
hombres, objeto de su predilección93, porque Dios manifiesta 
justamente su omnipotencia en su excesiva benevolencia hacia los 
hombres. La omnipotencia de Dios es omnipotencia de bondad y 
de amor hacia los hombres94. «Padre, muestra plenamente el 
carácter divino de tu benevolencia, terminando lo que has 
comenzado por la revelación de la gloria de tu Hijo». Es evidente, 
que en esta petición el discípulo incluye también el deseo de que 
el mayor número posible de hombres pueda experimentar y 
reconocer, con gratitud, este acto de la salvación divina; y se 
obliga a santificar al Padre con palabras y acciones, entregándose 
plenamente a él. 


XV. S. SABUGAL
(Cf. Abbá..., 180-81-218-20) 
·SABUGAL/PATER PATER/SABUGAL

Tras la invocación inicial, la primera petición—en la redacción 
mateana y lucana— suplica al Padre por la santificación de su 
nombre95. Ese puesto primordial, con respecto a las demás 
súplicas, refleja ya su importancia: ¡Nada debe preocupar tanto a 
los hijos de Dios, ninguna cosa debe tomar en su vida tan en serio, 
como la santificación del Nombre del Padre! Por lo demás, esa 
súplica es, a primera vista, del todo extraña: ¿no es, en sí, santo el 
nombre de Dios? Lo es, en efecto. Es santo el Dios96, cuyo 
nombre es Santo97, tres veces santo98, es decir, santísimo: «el 
santo»99. ¿Qué significado envuelve entonces aquella petición? 

a) El evangelista Mateo emplea sólo otras dos veces el verbo 
«santificar»100, para designar la sacralización del oro por el 
templos101 y de la ofrenda por el altar102. No ayuda, pues, este 
significado a la comprensión de aquella súplica. Por lo demás, el 
empleo de ese verbo por el evangelista Lucas se limita al texto de 
esa petición. El contexto lucano del Magnificat103, sin embargo, 
puede arrojar alguna luz: María glorifica al Señor... «porque ha 
hecho en mí maravillas, santo es su nombre»104. La santidad del 
nombre de Dios, en este contexto, está estrechamente relacionada 
con «las maravillas», realizadas por él en su «humilde sierva». En 
otra palabras: el nombre de Dios se reveló santo, eligiendo a Maria 
para ser madre del Mesías, cumpliendo así definitivamente con 
Israel la promesa salvifica hecha a «los padres»105. 
Que esta interpretación es objetiva, lo muestra la implícita cita 
salmista (= Sal 111, 9) del texto lucano: «... santo es su 
nombre»106. En este contexto veterotestamentario, en efecto, el 
salmista afirma que la santidad del nombre de Dios107 se 
manifiesta en «la redención de su pueblo»108 así como en la 
«perpetua consolidación de su alianza»109. Se trata, 
evidentemente, de la alianza sinaítica, mediante la cual decidió 
Yahvé ser el único Dios110 del pueblo, liberado de la opresión 
egipciana y elegido como su «propiedad personal entre todos los 
pueblos»111. Dios revela, pues, la santidad de su nombre, 
salvando a su pueblo y exigiendo la fidelidad al pacto de ser su 
único Dios. 

b) Una concepción, por lo demás, común a varios autores del 
antiguo testamento. Ya el redactor del Levítico precisa que la 
observancia de los preceptos de la alianza es imperativo 
necesario, para que «sea santificado en medio de los hijos de 
Israel» Yahvé, quien «los santifica, sacándolos de la tierra de 
Egipto, para ser su Dios»112. Liberando a su pueblo, reveló, pues, 
Dios su santidad; y ésta es reconocida, a su vez, por el pueblo 
liberado, mediante aquel reconocimiento de su señorío exclusivo, 
que se refleja en la práctica de sus preceptos113. Una concepción 
afín traduce Isaías ll: evocando los prodigios de la liberación de 
Babilonia o «nuevo éxodo»114, el profeta afirma que, viendo esas 
«obras de Dios», el pueblo liberado «santificará su nombre... 
temerá al Dios de Israel»115; de la redención realizada por «el 
santo de Israel»116 surge, pues, la santificación o glorificación de 
su nombre por el pueblo redimido, santificación manifestada en 
aquel temor del Señor, que implica la observancia de sus 
preceptos como prueba de la fidelidad a la alianza o fe en el único 
Dios salvador117. En esta misma Iínea de pensamiento se sitúa el 
profeta Ezequiel: Yahvé santifica su nombre, profanado por la 
idolatría de Israel, liberando a éste de la cautividad babilónica y 
re-conduciéndole a «la tierra», para que reconozcan que él es su 
único Dios salvador118. Así lo entendió también la teología y 
piedad judaica: Dios «santifico su gran nombre en el mundo», 
liberando a Israel de la Esclavitud de Egipto y, tras conducirle 
victoriosamente, introduciéndole en la tierra prometida119; es, 
pues, normal que la oración judaica bendiga la santidad de Dios y 
de su nombre tras mencionar sus prodigios salvificos120, 
equiparando la santificaciónn del nombre de Dios con la 
glorificaciónn del mismo y relacionando estrechamente asimismo 
esa santificación con la venida de su reino: «Glorificado y 
santificado sea su gran nombre en el mundo, creado por él según 
su voluntad; haga él dominar su reinado...»121. ¡En la realización 
del reinado de Dios es precisamente, santificado (= glorificado) su 
Nombre! ! 
Resumiendo la concepción teológica veterotestamentaria y 
judaica sobre la santificación del nombre de Dios, podemos decir: 
liberando a Israel de la opresión egipciana, primero, y de la 
esclavitud babilónica,. después, Dios se reveló a Israel más 
potente que los dioses de sus opresores; segregó su nombre de 
entre todos ellos realizando obras salvificas que, ante Israel y ante 
los pueblos, le revelaron un Dios inigualable entre todos los 
dioses, el único Dios salvador; como tal es reconocido y santificado 
por el pueblo, mediante la observancia de sus preceptos; y su 
nombre será nuevamente santificado con la venida de su reinado. 


c) A la luz de este trasfondo veterotestamentario y judaico 
podemos acercanos a la comprensión del significado de la primera 
petición: «santificado sea tu nombre». La forma verbal «santificado 
sea» es, sin duda, un sustituto semítico del nombre de Dios, un 
«pasivo teológico». La súplica pide, pues, al Padre que santifique 
su nombre en quien(es) le ruega(n). Y ¿quién sino él puede 
hacerlo? Esa santificación, en efecto, tiene lugar, ante todo, 
liberando al «nuevo Israel» de los discípulos de Jesús, para 
re-establecer en ellos su reinado. Una gesta salvifica que, 
superando la capacidad del hombre, está reservada 
exclusivamente al poder de Dios. Pues se trata de la liberación 
escatalógica, prefigurada por la realizada a raíz del éxodo de 
Egipto y del «nuevo éxodo» de Babilonia: la liberación, mediante el 
Espíritu de Dios, de la esclavitud del «enemigo» del reino122, es 
decir, del diablo123, quien sigue sembrando en el campo del 
mundo la cizaña de «los hijos del maligno»124, tiene aún poder en 
«este mundo»125 y atenaza a los hombres126 bajo la esclavitud 
del pecado127. Los discipulos de Jesús, adoctrinados por el 
Maestro, saben bien todo esto. Por eso inician su oración al Padre 
suplicándole: «¡Santifica tu nombre, librándonos de la opresión del 
verdadero faraón, de la esclavitud del verdadero tirano, para que 
reconozcamos en ti al único Dios, que libera y salva!». En esa 
liberación divina, que condiciona la venida del reinado de Dios, es, 
pues, santificado (= glorificado) el nombre del Padre, en los hijos 
que le invocan128. 
No es ése, sin embargo, el único ni el principal significado de la 
primera súplica del Padrenuestro. En las dos redacciones 
evangélicas, ésta sigue inmediatamente a la invocación inicial: 
«Padre» (Lc), «Padre nuestro que estás en los cielos» (Mt). 
Aquélla está, pues, intimamente relacionada con ésta. Lo que 
significa: el Nombre, por cuya santificación suplican los hijos 
invocantes, no es el de Dios en general sino, más bien, un Nombre 
muy concreto, el por ellos invocado: «¡Padre!». El primordial ruego 
al Padre, para que él santifique su Nombre paterno, significa 
entonces, con toda probabilidad, esto: que él devenga más 
intensamente Padre de sus hijos, acrecentando en ellos el ya 
otorgado don de su filiación divina; o también: que quienes le 
suplican devengan más intensamente hijos suyos o participen con 
siempre mayor medida de su naturaleza divina, amando más 
perfectamente a sus enemigos como el Padre ama a los suyos, 
para poder invocarle con siempre mayor propiedad: «¡Padre 
nuestro!». Asi es santificado el Nombre del Padre invocado en los 
hijos que le invocan. 
No sólo en ellos. Al nivel de la redacción mateana, la 
comparación: «como en el cielo, también sobre la tierra» se refiere 
probablemente a las tres primeras súplicas129. En la primera de 
ellas suplican los hijos, por tanto, la glorificación del nombre del 
Padre «sobre la tierra», como lo hacen los ángeles y los santos 
«en el cielo»130. Ahora bien, éstos le glorifican, pregonando la 
santidad suprema de Dios131, manifestada en su fidelidad132 o 
amor. Un amor, precisa Jesús, no sólo para con los «buenos» y 
«justos» sino también para con los «malos» e «injustos»133. Con 
las «buenas obras» de ese amor, precisamente, deben los hijos de 
Dios iluminar al mundo, para que, viéndolas, «los hombres (¡todos 
los hombres!) glorifiquen a su Padre celeste»134, reconociendo en 
él al Padre «bueno con los ingratos y perversos»135, al Padre que 
ama a los pecadores y se alegra entrañablemente por su 
conversión136. ¡Nada glorifica tanto al Nombre del Padre como las 
obras de sus hijos, que manifiestan al mundo entenebrecido por el 
pecado la luz de su misericordioso amor paterno! Pues es éste el 
único amor, que hace «retornar» al «hijo pródigo» a la «casa» 
paterna: ¡El único amor que convierte al pecador y lo conduce o 
devuelve a la Iglesia! 

SANTOS SABUGAL
EL PADRENUESTRO EN LA INTERPRETACIÓN
CATEQUÉTICA ANTIGUA Y MODERNA

SIGUEME. SALAMANCA 1997 Págs. 101-130

........................
1. Cf. EX 3, 1314. 
2. Jn 5, 43. 
3. Jn 12, 28. 
4. Jn 17, 6. 
5. Is 6, 3; Ap 4, 8.
6. Lv 19, 2. 
7. 1 Co 6, 9-11. 
8. Ex 3, 14. 
9. Ex 20 7. 
10. Dt 32, 2. 
11. Sal 44, 18.
12. Sal 33.4. 
13. Sal 29, 3. 
14. Rom 2, 24; cf. 1s 52, 5. 
15. Sal 34, 16.
16. Sal 55, 10. 
17. Sal 59, 13. 
18. Is 52, 5 = Rom 2, 24. 
19. Mt 5, 16. 
20. Lv 19, 2.
21. Mt 5, 16. 
22. Mt 5, 16.
23. Is 6, 3.
24. Sal 75, 2.
25. La santa explica, pues, esta petición junto con la siguiente. 
26. Sal 110, 9. 
27. Sal 83. 5; cf. Ap 4, 8. 
28. Ef 5, 26.
29. Mt 28, 19. 
30. Cf. Mt 12, 43-45 = Lc 11, 24-26. 
31. Sant 1, 17. 
32. Hech 4, 12.
33. Rom 2, 24. 
34. Mt 5, 16. 
35. 1 Pe 2, 12. 
36. Cf. Gén 2. 7.18-19.
37. Gén 2, 20.
38. Gn 1, 26.
39. Gn 2, 16-17.
40. Cf. Gn 3, 1-5.
41. Jn 8, 44.
42. Rom 6, 23a; cf. Gn 2, 17.
43. Cf. Ex 3, 1-4, 17. 
44. /Ex/03/13-14.
45. Ex 34, 5-7. 
46. Gn 1, 1. 
47. Jn 1, 1-2.
48. Mt 6, 33. 
49. Ecl 12, 13. 
50. San Agustín, Conf. 17, 1.
51. Mt 6, 9a = Lc 11, 2a. 
52. Mc 10, 18. 
53. Is 6. 1-5.
54. 1 Tm 6, 16.
55. 1 Cro 11, 10.
56. Gn 2, 19-20. 
57. 2 Re 24, 17. 
58. Jn 1, 47.
59. Zac 14, 9.
60. Ex 33, 18-23.
61. Ex 3, 14.
62. Sal 52, 11; 54, 8.
63. 2 Cro 6, 32.
64. Sal 103, 1-2.
65. Cf. Sal 111, 9; Lc 1, 49.
66. Cf. ls 12,4. 
67. 2 Cro 6, 32.
68. Cf. Ap 15, 4. 
69. Am 4, 2. 
70. 1 Sam 6, 20; cf. Sal 99, 3.5.9; 11, 9. 
71. Cf. por ejemplo Dan 3, 43; Jn 12, 28. 
72. Lev 19. 
73. Lev 21, 8.74. Cf. Is 5, 16. 
75. Is 6,3. 
76 Cf. Is 59, 19; 30, 2.
77 Santificar = consagrar; Ex 31, 13; Lev 20, 8, etc.
78. Is 10, 17; Jer 15, 5, etc.
79. Ex 20, 41; 36, 23-24; Is 12, 6.
80. Lc 1, 46.
81. Cf. Núm 20, 12; Dt 32, 52; Is 29, 33.
82. Lev 22, 31-32.
83, Dt 18, 13.
84. Lev 19, 2.
84. Lev 19, 2.
85. Mt 5, 48.
86. Mt 5, 17.20.
87. Mt 5, 21-42.
88. Lc 6, 36.
89. Mt 5, 45-47.
90. Jn 12, 28; 13, 31; 17, 1.4.6.
91. Jn 17, 19.
92. Jn 17, 29.
93. Lc 2, 14. 
94. Tit 3, 4. 
95. Mt 6, 2c = Lc 11, 2b.
96. Lev 22, 32; Am 4, 2; Is 5, 16; Ez 39, 25; Sal 111, 9.
97. Lev 11, 44; 19, 2; Am 2, 7; ICrón 16, 10.35; Sal 33, 21; 103, 1.
98. Is 5, 16.
99. Os 11, 9; Hab 3, 3; cf. Is 1, 4; 5, 24; 17, 7; 41, 14; Sal 71, 22.
100. Mt 23, 17-19.
101. Mt 23, 17.
102. Mt 23, 19.
103. Lc 1, 46-55.
104. Lc 1, 49.
105. Lc 1, 26-38.43.54-55.
106. Lc 1, 49b = Sal 111, 9.
107. Sal 111, 9c.
108. Sal 111, 9a.
109. Sal 111, 9b.
110. Cf. Ex 20, 2-3 = Dt 5, 6-7.
111. Ex 19, 5; cf. Dt 10, 15.
112. Lev 22, 31-33.
113. Cf. Lev 11, 45.
114. Cf. Is 29, 18-21 = 35, 5-6.
115. Is 29, 23; cf. también ICrón 16, 35; Sal 33, 20- 22.
116. Is 41 14; cf. Jer 51, 5; Sal 71, 22 s, etc.
117. Cf. Dt 6, 2.4.12-13; Is 17, 7-8.
118. Ez 36, 22-23; 38, 16.23; 39, 25-28; 20, 41; 28, 25. 
11l9. Sifré Dt, 30b. 
120. Oración. Shemoné Esré, 2-3. 
121. Oración. Qaddish. 
122. Cf. Mt 12, 28 = Lc 11, 20. 
123. Cf. Mt 13, 25.39. 
124. Mt 13, 25. 38b-39a. 
125. Cf. Lc 4, 6 = Mt 4. 8b-9a.
126. Cf. Lc 13, 16. 
127. Cf. Jn 8, 31-36. 
128. «En nosotros», precisan los comentarios de Tertuliano, san Cipriano, san 
Cirilo Jer., san Ambro- sio y San Agustín. La variante lucana ef'hemas 
(=D): <<Sobre (=en) nosotros» (cf. C. H. Chase, o. c., 35) no refleja 
necesariamente la adaptación del padrenuestro al rito bautismal, en 
ocasión del cual era invocado sobre los catecúmenos «el hermoso 
nombre» (Sant 2, 7; Hermas, Vis. VIII 1.6; IX 14), pues no se trata del 
nombre de Dios sino del «Señor Jesús»: cf. Hech 2, 38; 10, 48; 22, 16. 
Así contra: F. H. Chase, o. c., 35 s; A. R. Leaney, The Gospel according 
to St. Luke, London 2, 1966, 64. Los mencionados comentarios 
patrísticos silencien cualquiera interpretación bautismal, mostrando más 
bien que aquella variante se debe a una nota marginal (introducida luego 
en el texto), con la que el escriba interpretó el significado de la petición: 
«la santificación del nombre de Dios» no en él (¡pues es santísimo!) sino 
en nosotros. 
129. Cf. supra, 31s. Así también Orígenes (cf. infra) y el Catecismo romano: cf. 
supra. 
130. Es también la interpretación de Tertuliano y del Catecismo romano: cf. 
supra. 
131. Cf. Is 6, 2-3 (=Ap 4, 8). 
132. Cf. Is 5, 16. 
133. Cf. Mt 5, 45. 
134. Mt 5, 14.16 (cf. supra). En esta línea se sitúa la interpretación de Teodoro 
M., san Juan Crisós- tomo y el Catecismo romano: cf. supra. 
135. Lc 6, 35b. 
136. Cf. Lc 15, 11-32.