VENGA A NOSOTROS TU REINO


De la exclamación "Santificado sea tu Nombre" brota el deseo ardiente: "Venga tu Reino". 
Los discípulos han experimentado en Jesucristo la irrupción del Reino de Dios sobre la 
tierra. Satán ha sido vencido; el poder del mundo, del pecado y de la muerte ha sido 
derrotado. El Reino de Dios se encuentra aún, sin embargo, en medio del sufrimiento y del 
combate. La comunidad de los creyentes aún sufre la persecución y la tentación. Bajo la 
realeza de Dios, el cristiano se halla en una justicia nueva, pero con persecuciones. ¡Quiera 
Dios que el Reino de Jesucristo sobre la tierra, inaugurado en la Iglesia, crezca y se difunda, 
poniendo fin a los reinos de este mundo e instaurando su Reino de poder y gloria!

El Reino de Dios está cerca

Yahveh es el rey de Israel, pues lo ha liberado de la esclavitud de Egipto. El coro final del 
cántico de Myriam, después del paso del mar rojo, canta: "¡Yahveh es rey por siempre 
jamás!" (Ex 15,18). Israel, a lo largo de su historia, ha ido tomando conciencia de la 
elección de Dios para realizar en él el designio de salvación para el pueblo y, a través de él, 
para todos los pueblos y para la creación entera. La voluntad salvífica de Dios, sobre todo 
a partir de la monarquía davídica, la expresó Israel dando a Dios el titulo de Rey (Ex 19,6). 
Dios ha elegido a Israel como su reino. 
Esta perspectiva salvífica del reino de Dios implicaba una vida de justicia y paz en todas 
sus dimensiones: familia numerosa, vida sana y larga, tierra propia y próspera, cosechas 
abundantes... Pero, ante la constatación experiencial de que este anhelo no se realizaba, 
los sabios de Israel intentaron, en su fidelidad a la fe en Yahveh, dar una respuesta: la 
felicidad del reino de Dios consiste en contemplar—ver, entrar en comunión—el rostro del 
Señor en su templo santo (Sal 42-43) o en estar con el Señor, que no permitirá que sus 
siervos experimenten la corrupción de la muerte (Sal 16; 49; 73): el Señor no abandonará 
en la muerte al justo que sufre (Sal 22; 69), sobre todo a los justos que sufren "como 
siervos del Señor", ofreciendo su vida por la realización del plan salvífico de Dios (Is 53,11; 
57,2; Sal 3,1-9). Y finalmente, en la época macabea, la esperanza en la fidelidad de Dios 
llevó a proclamar la fe en la resurrección de los muertos. 
Esta fe de Israel se apoya en la promesa de Dios, que suscita la esperanza de la 
instauración eterna del reino de David, traducida en la esperanza mesiánica: de la 
descendencia de David brotará un vástago, un rey que realizará el reino consumado de 
Israel. Esta esperanza del reino de Dios, del señorío de Dios sobre el mundo, se expresa 
bajo la imagen del Hijo del hombre en Daniel, del Siervo de Yahveh en Isaías y del 
Rey-Sacerdote en Zacarías. La tradición rabínica sabe que Dios es siempre Señor del 
mundo, pero espera que Dios salga de su ocultamiento, mostrando abiertamente su poder. 
En esta tradición aparecen los celotas, que pretenden acelerar la llegada de este reino con 
medios políticos, interpretando la esperanza mesiánica como programa político. Junto a los 
celotas aparecen otras corrientes rabínicas, que creen que se puede acelerar la llegada de 
la redención, los días del Mesías, mediante la penitencia1. 
Ya Juan Bautista anuncia la inminencia del Reino de Dios señalando la importancia del 
momento presente, tiempo de conversión: "En aquellos días apareció Juan el Bautista 
predicando en el desierto de Judea: 'Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca'. 
Pero al ver a muchos fariseos y saduceos venir a su bautismo, les dijo: '¡Raza de víboras!, 
Quién os ha sugerido sustraeros al juicio inminente? Dad frutos dignos de conversión... 
Pues ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto, será 
cortado y echado al fuego"' (Mt 3,1-2.7-10). Ante la inminencia del Reino de Dios es inútil 
cualquier justificación, como decir "somos hijos de Abraham" (Mt 3,9). Sólo la conversión, 
—el reconocimiento del pecado y la aceptación del perdón de Dios—, abre las puertas del 
Reino. 
El Reino de Dios se hace presente en Jesús. Juan Bautista, citando a Isaías (40,3): 
"preparad el camino del Señor" (Mc 1,2-3; Mt 3,3), está proponiendo a sus oyentes un 
nuevo éxodo. Ha llegado la hora de atravesar el desierto hacia la tierra prometida. Por ello, 
Juan desarrolla su misión en el desierto. Su vestido (Mt 3,4) recuerda el de Elías (2 Re 1,8), 
el profeta precursor del Día de Yahveh (Mt 3,1.23; Mc 1,2). No es Juan quien introduce en 
el Reino, sino el que prepara su acogida (Mc 1,7). Su invitación a la conversión y al 
bautismo de purificación (Mc 1,4) está destinada a evitar "la ira que viene" (Mt 3,7), es 
decir, el juicio escatológico, significado en las imágenes del hacha y el bieldo (Mt 3,10.12). 
Este juicio llega, pues "el Reino está cerca" (Mt 3,2). 

Cristo hace presente el Reino 

En esta tradición de Israel se hace presente Jesús y su mensaje del Reino de Dios. Él 
anuncia el cumplimiento de la promesa de Dios: "Se ha cumplido el tiempo. El Reino de 
Dios está cerca; convertíos y creed el Evangelio" (Mc 1,15). El "Reino de Dios" es el 
anuncio central de la predicación de Jesús2. Pero, mientras que la predicación de Jesús 
giró alrededor del Reino de Dios, la predicación apostólica se centró en el anuncio de 
Jesucristo. ¿Significa esto un cambio, una ruptura entre el anuncio de Jesús y el anuncio 
de los apóstoles? ¿No será más bien que el anuncio de Jesucristo, que hacen los 
apóstoles, expresa de modo explícito lo que Jesús anunciaba bajo la expresión Reino de 
Dios? 
Jesús, habiéndose hecho pecado por nosotros y entrando en las aguas para ser 
bautizado por Juan, abre los cielos (Mt 3,16), cerrados por el pecado. Apenas sale de las 
aguas, una vez bautizado, Dios —Padre, Hijo y Espiritu Santo— se muestra sobre la tierra. 
El Padre que unge a Jesús, el Ungido y el Espíritu Santo, la Unción. El Reino de Dios ha 
llegado a los hombres. Sólo queda derrotar al Príncipe del mundo, mentiroso y asesino 
desde el principio. Jesús, ungido con la fuerza del Espíritu, irá al desierto a darle batalla 
hasta derrotarle. Victorioso, "Jesús comienza a predicar, anunciando: 'Convertíos porque el 
Reino de los cielos está cerca"' (Mt 4,17). Esto es lo que proclama Jesús en la sinagoga de 
Nazaret (Lc 4,16-21): la profecía de Isaías se ha cumplido en el hoy de la presencia y 
actuación de Jesús. 

Después que Juan fue preso marcho Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de 
Dios "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena 
Nueva" (Mc 1,15). "Cristo por tanto para hacer la voluntad del Padre inauguró en la tierra el 
Reino de los cielos" [LG 3] Pues bien la voluntad del Padre es "elevar a los hombres a la 
participación de la vida divina" [LG 2] Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, 
Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia que es sobre la tierra "el germen y el comienzo de este 
Reino" [LG 5] [CEC 541] 

Ha sonado la hora del cumplimiento. El anuncio profético3 ha llegado a su plenitud: "Hoy 
han alcanzado su cumplimiento estas palabras que acabáis de oír" (Lc 4,16-21). En Jesús 
ha llegado el Rey que trae la salvación del final de los tiempos (Sal 17). En su persona, en 
sus palabras y en sus obras se ha actualizado el tiempo de la plenitud. El Reino de Dios ha 
llegado ya. Aunque el tiempo del cumplimiento no es aún el tiempo de la consumación y el 
Reino de Dios en "gloria y poder" es aún en la predicación de Jesús algo futuro; sin 
embargo, ya se ha inaugurado el "año de gracia de Dios", el advenimiento del Reino 
glorioso de Dios. "Mi Reino, dice Jesús, no es de este mundo", es "el Reino de los cielos", 
pero "está dentro de vosotros, en medio de vosotros". 
El Reino, que anuncia Jesús, es, por tanto, un presente que requiere ya conversión (Mc 
1,15) y no un simple futuro que haya que aguardar en la esperanza. "La entrada en él 
acaece por la fe y la conversión" [CEC 541]. Jesús, presencia de Dios y de su Reino, exige 
la aceptación inmediata y, luego, la vigilancia en la fe, mientras se aguarda la plena 
manifestación de su poder4. La esperanza cristiana se funda en que Dios nos ha llamado a 
tener parte en su Reino y gloria (ITes 2,12) y en que ya ha hecho presente la fuerza de ese 
Reino en la resurrección de Jesús, en la expansión del Evangelio y en los dones del 
Espíritu Santo (Rm 5,1-5)5. Este Reino "crece por el amor con que Cristo, levantado en la 
cruz, atrae a los hombres a si mismo" (Cfr. Jn 12,32)6. 
Jesús mismo, en su persona y en su palabra, es el signo de la llegada del Reino. Como 
Jonás7, que estuvo tres dias y tres noches en el vientre del cetáceo antes de predicar la 
conversión a los ninivitas, así Cristo resucita al tercer día para hacer posible la conversión 
a los que acojan su predicación. La generación de Jesús es comparada con los ninivitas, 
quienes no recibieron otro signo que el profeta mismo y su predicación de la penitencia. Así 
el signo de Jesús es Él mismo y su predicación, en cuanto llamada a la conversión en el 
ahora de la salvación. Nínive estaba destinada a la condenación, pero le llegó en Jonás la 
gracia inesperada e inmerecida, como don de Dios, que les envia el profeta y les otorga el 
perdón. La penitencia de los ninivitas, que Jonás ni espera ni desea, aparece como gracia. 
Es una gracia ofrecida y aceptada. Asi Jesús llama a conversión, ofreciéndola como gracia 
precisamente a los pecadores. Esta predicación del Reino de Dios, Jesús la ofrece a 
quienes creen en su palabra y le acogen a Él. 
"El Reino de Dios ya está en medio de vosotros" (Lc 17, 20ss), proclama el mismo Jesús. 
Y aquí Jesús habla en presente. El Reino de Dios no es observable, pero está 
precisamente entre aquellos a quienes habla. El Reino se encuentra entre ellos, en Jesús 
mismo. Jesús en persona es el misterio del Reino de Dios, dado por Dios a los discípulos. 
El futuro de las promesas es hoy en Jesús. El Reino de Dios se encuentra en Él, pero de tal 
modo que no puede ser advertido sino en los signos o señales que realiza con el "dedo" o 
Espíritu de Dios. En la irradiación del Espíritu Santo, que sale de Él, Jesús manifiesta la 
llegada del Reino de Dios con Él. Gracias a la fuerza del Espíritu, que rompe la esclavitud 
del hombre bajo el dominio de los demonios, se hace realidad el Reino de Dios. 
El Reino de Dios es un acontecimiento y no un espacio o un dominio temporal. La 
actividad de Jesús, su palabra, el poder del Espiritu en sus acciones, su pasión y 
resurrección, rompen el dominio del señor del mundo, que pesa sobre el hombre, y así 
libera al hombre, estableciendo entre los hombres el señorío de Dios. Él es el Reino de 
Dios, porque el Espíritu de Dios obra en el mundo por Él: 

El Reino de Dios llega a nosotros en Jesucristo. Se hace cercano con su encarnación, se anuncia a 
través de todo el Evangelio, llega en la muerte y resurrección de Cristo. Llegará en la gloria cuando 
Jesucristo lo devuelva al Padre. [CEC 2816] 
El Reino de Dios es el núcleo central de la predicación de Jesús: "Después que Juan fue 
encarcelado, vino Jesús a Galilea predicando la Buena Nueva de Dios con las siguientes 
palabras: 'Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la 
Buena Nueva"' (Mc 1,14s). La venida del Reino de Dios significa el cumplimiento de todas las 
promesas hechas en el Antiguo Testamento (Mt 11,12s; Lc 7,18-23; 10,23s). "Cristo, para 
hacer la voluntad del Padre, inauguró el Reino de los cielos" [LG 3]. Y la Iglesia es sobre la 
tierra "el germen y el comienzo de este Reino" [LG 5]. Cristo convoca en torno a Él, para 
formar parte del Reino, por su palabra y por las señales, que manifiestan el Reino de Dios y 
por el envío de sus discípulos. Y, sobre todo, Él realizará la venida de su Reino por medio de 
su Pascua: su muerte en la cruz y su resurrección. [CEC 542]
Al resucitar Jesús de entre los muertos, Dios ha vencido la muerte y en Él ha inaugurado 
definitivamente su Reino. Durante su vida terrena, Jesús es el profeta del Reino y, después de 
su pasión, resurrección y ascensión al cielo, participa del poder de Dios y de su dominio sobre 
el mundo (Mt 28,18; Hch 2,36; Ef 1,18-31). La resurrección confiere un alcance universal al 
mensaje de Cristo, a su acción y a toda su misión8. 

Por el pecado, "el Príncipe de este mundo" ha sometido a los hombres bajo su poder (Lc 
11,18)9. Es el señor "de todos los reinos de la tierra", opresor del hombre (Lc 13,16; Hch 
10,33). Jesús, el Hijo de Dios encarnado, se hace presente entre los hombres para 
deshacer el dominio de Satanás, rescatando a los hombres, y con ellos a la creación 
entera, de su servidumbre, restableciendo así el Reino de Dios su Padre. "Con el dedo de 
Dios" (Lc 11,20) o con la potencia del Espíritu10 Jesús va venciendo a Satanás. Jesús "ata 
al fuerte" (Mc 3,27). Es lo que Jesús anuncia al inaugurar su ministerio: "Jesús comenzó a 
predicar y a decir: 'Convertíos, porque el Reino de los cielos ha llegado"' (Mt 4,17). "Tengo 
que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado" (Lc 4,43) 
La gloria de Dios Padre se ha cumplido en Jesucristo, en la cruz, en la humillación 
suprema. Jesucristo ha sido exaltado como Señor; como Dios ante quien se dobla toda 
rodilla, no arrebatando la divinidad, sino siendo Hijo, obediente al Padre hasta la muerte. La 
divinidad, herencia del Reino, no se conquista prometeicamente contra Dios, sino 
acogiéndola como don, aceptando la filiación divina. Es en el comportamiento de hijo donde 
se alumbra el Reino de Dios. Las bienaventulanzas del Reino son para los pequeños, para 
los que se hacen como niños. El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, que lo 
acogen con un corazón humilde. Jesús les declara "bienaventurados porque de ellos es el 
Reino de los cielos" (Mt 5,3). A los pequeños es a quienes el Padre revela los misterios del 
Reino (Mt 11,25)11. Jesús invita, igualmente, al banquete del Reino a los pecadores (Mc 
2,17; 1 Tm 1,15). Cuando uno de ellos se convierte hay una "inmensa alegría en el cielo" 
(Lc 15,7)12. Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas del Reino13, y 
acompaña sus palabras con "milagros, prodigios y signos" (Hch 2,22), que manifiestan la 
presencia del Reino14. 

Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge 
las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no 
sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos: "Bienaventurados los pobres de 
espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos..." [CEC 1716] 
Cristo se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva: los 
pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Él, 
trazando así los caminos sorprendentes del Reino. [CEC 1967] 

En Jesucristo, el Reino de Dios, que "no es de este mundo'' (Jn 18,36), irrumpe en este 
mundo. El Padre lo da (Mt 21,43; Lc 12,32) como herencia divina (Mt 25,34; Gal 5,21). 
Jesús no hace más que proclamarlo; con El ha aparecido15, ha llegado (Mt 12,28; Lc 
11,20); el tiempo se ha cumplido, el gran momento ha llegado (Mc 1,15). Es el tiempo de las 
nupcias (Mc 2,19) y de la siega (Mt 9,37-38). La palabra de Jesús es la palabra del Reino y 
sus actos son sus señales; los milagros son, ante todo, signos que muestran que ha 
llegado el Reino. La lucha contra Satanás es la señal fundamental de su venida. Desde el 
momento en que Jesús es proclamado Mesías en el Jordán, el reino de Satanás es 
derrotado progresivamente (Mc 3,22-30; Lc 10,18). Esta derrota de Satanás es una prueba 
de que el Reino de Dios lia llegado: "Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es 
que el Reino de Dios ha venido a vosotros" (Lc 11,20). "El Reino de Dios en acciones", 
llama Schnackenburg a los milagros que realiza Jesús. Las curaciones y las resurrecciones 
son una manifestación del Reino, donde ya no habrá llanto ni dolor ni muerte. Igualmente 
manifiesta Jesús la llegada del Reino con el perdón de los pecados, que Él no sólo 
anuncia, sino que otorga, escandalizando a los judíos, pues sólo Dios puede perdonarlos 
(Mc 2,5-7): 

Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que 
hace suyas sus miserias: "Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 
8,17; Is 53,4). Pero no curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signo de la venida del 
Reino de Dios. Ansiaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por 
su Pascua. En la cruz, Cristo tomó sobre si todo el peso del mal (Is 53,4-6) y quitó el "pecado 
del mundo" (Jn 1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. [CEC 1505]

Pero el Reino viene sin ostentación: aunque está presente en la persona de Jesús (Lc 
17,20), parece que fracasa en gran parte (Mc 4,2-9); es pequeño como un grano de 
mostaza (Mc 4,30-32); es como un tesoro escondido (Mt 13,14), como una perla que hay 
que buscar (Mt 13,46), como un poco de levadura (Lc 13,21)... Sólo con la muerte y 
resurrección, el Reino comienza "a manifestarse con poder" (Mc 9,1), "cuando Jesús es 
constituido Hijo de Dios con poder" (Rm 1,4; 1Cor 4,20). Es entonces cuando el reino de 
Satanás sufre una derrota fundamental16, aunque aún no sea vencido del todo (2Cor 4,4; 
Ef 2,2). La victoria final y definitiva tendrá lugar cuando el Hijo del hombre venga en la 
gloria de su Padre, rodeado de la corte celestial (Mc 13,32). Entonces Satán (Ap 20,2), el 
Anticristo (1Tes 2,9) y todas las potencias hostiles (1Cor 15,24) serán aniquiladas y Dios 
será todo en todos (1Cor 15,28). El cristiano se encuentra situado entre el ya del Reino, 
que ha venido en Jesús, y el todavía no del Reino llegado a su plenitud. El ya del Reino 
poseído estimula, con su certeza, el anhelo de la consumación, por lo que el cristiano 
clama: "¡Maranatha!, ¡ven, Señor Jesús!" (1Cor 16,22; Ap 22,20). Es lo que pide todos los 
días: "¡Venga tu Reino!". Es el grito del Espíritu y de la Esposa: "Ven, Señor Jesús". 
RD/3-ESTADIOS: Se puede hablar de tres estadios del Reino correspondientes a las 
tres venidas de Jesucristo, de las que nos hablan los Padres. Su primera venida, en carne 
mortal, señaló el comienzo del Reino. Así nos lo atestiguan las parábolas del grano de 
mostaza y de la semilla sembrada en el campo. Su venida final significará la consumación 
del Reino, al tiempo de la cosecha, cuando quede establecido el Reino escatológico, 
inaugurado con un banquete para todos los elegidos. Mientras tanto, en el tiempo 
intermedio entre la una y la otra, las incesantes venidas de su Espíritu a la Iglesia y a cada 
cristiano marcan el proceso de su desenvolvimiento, como aparece en las parábolas de la 
red y en la del trigo y la cizaña. 
El anuncio de Juan Bautista, la apertura de los cielos en el bautismo de Jesús, su lucha y 
victoria sobre Satanás en el desierto son expresiones del combate escatológico entre Dios 
y Satanás17. El Reino de Dios ha penetrado en el mundo; su victoria final no puede tardar. 
Las parábolas de crecimiento—la del sembrador y la del grano de mostaza (Mc 4 y Mt 
13)—, ilustran esta tensión entre el presente y futuro del Reino anunciado por Jesús. El 
comienzo real del Reino, en su apariencia modesta, preanuncia el final espléndido de su 
plenitud. Se da continuidad entre la siembra y la cosecha. Igualmente el símil de la siega, 
en la parábola de la semilla que crece por si misma (Mc 4,26-28), hace referencia a la 
escatología. 

La realidad escatológica del Reino no se aplaza hasta un fin remoto del mundo, sino que se 
hace próxima y comienza a cumplirse. "El Reino de Dios está cerca" (Mc 1,15); se ora para 
que venga (Mt 6,10); la fe lo ve ya presente en los signos, como los milagros (Mt 11,4-5), los 
exorcismos (Mt 12,25-28), la elección de los doce (Mc 3,13-19), el anuncio de la Buena Nueva 
a los pobres (Lc 4,18)...18 


La Iglesia, germen del Reino 

Juan anunciaba la venida inminente del Reino; Jesús manifiesta el cumplimiento de la 
promesa. Con El, Dios ha entrado en la historia; el poder de Satanás se tambalea; la 
enfermedad y el pecado, signos de su poder; retroceden. Pero el Reino de Dios, 
inaugurado en Jesucristo, se consumará en el final de los tiempos. La persona y obra de 
Cristo, haciendo presente el Reino de Dios entre los hombres, espera su consumación con 
su segunda Venida gloriosa. La parábola del trigo y la cizaña anuncia el juicio, en el que se 
separarán el uno de la otra: el trigo se recogerá en el Reino y la cizaña se echará al fuego. 
Lo mismo anuncia la parábola de la red: separación de buenos y malos. Con esta 
separación se consumará el siglo presente, dando inicio al siglo futuro (Mt 13). La nueva 
creación sustituirá a este mundo (Mc 13,7.13; Mt 24,14). Al siglo futuro corresponden los 
elementos que integran la consumación del Reino: juicio, resurrección, vida o muerte 
eternas. 
La Ascensión de Cristo al cielo significa su participación, con su humanidad, en el poder 
de Dios. Cristo es constituido Señor, "bajo cuyos pies Dios sometió todas las cosas" (Ef 
1,20-22). Y como Señor, Cristo es también la Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo (Ef 
1,22). Elevado al cielo y glorificado, Cristo permanece en la Iglesia, en la que "el Reino de 
Cristo está presente ya en misterio", pues la Iglesia "constituye el germen y el comienzo de 
este Reino en la tierra" [LG 3; 5]. 

El Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, esta no es fin para si misma, ya que está 
ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se 
distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos. Cristo ha dotado a la Iglesia, su 
Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación19. 
El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo no está todavía acabado "con gran poder y 
gloria" (Lc 21,27, Mt 25,3]) con el advenhniento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de 
los ataques de los poderes del mal (2Tes 2,7), a pesar de que estos poderes hayan sido 
vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo haya sido sometido (1Cor 15,28), 
y mientras no haya cielos nuevos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina 
lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este 
mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta 
ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios" [LG 48]. Por esta razón los 
cristianos piden que se apresure el retorno de Cristo (2Pe 3,11-12), cuando suplican: "Ven, 
Señor Jesús" (1Cor 16,22; Ap 22, 17-20). [CEC 671] 

Jesus, pues, a través de múltiples parábolas anunció el Reino de Dios, presentándolo 
como una realidad presente y, al mismo tiempo, futura. La Iglesia, en fidelidad al mensaje 
de Jesucristo, anunció a Jesús como Cristo, como quien actúa en el Espíritu y, por tanto, 
como la forma actual del Reino de Dios: 

Los discípulos se percatan de que el Reino ya está presente en la persona de Jesús y se va 
instaurando paulatinamente en el hombre y en el mundo a través de un vínculo misterioso con El. En 
efecto, después de la resurrección, ellos predicaban el Reino, anunciando a Jesus muerto y resucitado. 
Felipe anunciaba en Samaria "la Buena Nueva del Reino de Dios y el nombre de Jesucristo" (Hch 8,12). 
Pablo predicaba en Roma el Reino de Dios y enseñaba lo referente al Señor Jesucristo (Hch 
28,31). También los primeros cristianos anunciaban el "Reino de Cristo y de Dios" (Ef 5,5; Ap 
11,15; 12,10) o bien "el Reino eterno de nuestro Señor Jesucristo" (2Pe 1,11). Es en el 
anuncio de Jesucristo, con el que el Reino se identifica, donde se centra la predicación de la 
Iglesia primitiva... Los dos anuncios: el del Reino de Dios—predicado por Jesús—y la 
proclamación del evento de Jesucristo—predicación de los apóstoles—se complementan y se 
iluminan mutuamente20. 
A sus Apóstoles, Jesús les hizo estar con El y participar en su misión (Mc 3,13-19); les hizo 
participes de su autoridad "y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar" (Lc 9,2). Ellos 
permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo, porque por medio de ellos dirige su 
Iglesia: "Yo, por mi parte, dispongo de un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para 
mi, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a 
las doce tribus de Israel" (Lc 22,29-30). [CEC 551] 

Donde se siembra la palabra de Dios allí se encuentra ya germinalmente el Reino de 
Diosa. "La Palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo; los que 
escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la 
semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega" [LG 5]. Con la llegada de 
Jesús comenzó la boda de la salvación (Mc 2,19). La mies está ya madura (Mt 9,37s). El 
Pastor esperado ha venido22; el médico está entre nosotros (Mc 2,17). Se están ya 
repartiendo las invitaciones para el banquete del fin de los tiempos (Lc 14,16-24: Mc 2,17). 
Jesús está arrebatando a Satanás el botín (Mc 3,27). El futuro ha comenzado, el Reino ha 
llegado23. Esta conciencia de vivir en la aurora del Reino de Dios, hace al discípulo de 
Cristo exclamar: ¡Venga tu Reino! Implora la definitiva revelación de la gloria y dominio de 
Dios. Esta petición requiere discípulos que sólo "deseen el Reino de Dios" (Lc 12 31), 
considerando como secundario todo lo demás. 
Si Jesús anuncia que el Reino de Dios está cerca, sus discípulos imploran: ¡Venga tu 
Reino! De la alegría de la cercanía del Reino brota el deseo: ¡Venga tu Reino! El que ha 
descubierto el tesoro escondido, va, vende todo y ora: ¡Venga tu Reino! El formar parte del 
Reino le hace mayor que todos los grandes de la época de las promesas (Mc 11,11). El 
orante sabe que el Reino es el gran don de Dios, prometido (Lc 6,20) y dado (Lc 12,32; Mt 
21,43). El hombre sólo puede recibirlo como un niño (Mc 2,15). El Reino hay que 
"aguardarlo" (Mc 15,43; Lc 2,25), "se recibe en herencia" (Mt 25,34). Es un acto 
enteramente de Dios. Ninguna acción humana podrá realizarlo. 
La Iglesia, mirando al Resucitado, experimenta una venida ya ocurrida y, desde ella, 
anuncia una segunda venida del mismo Señor. Los creyentes conocen, por una parte, la 
alegría del Reino de Dios y, por otra, al encontrarse sumergidos en la persecución, anhelan 
e imploran esperanzados la plenitud del Reino. Sienten al Señor cerca, pero saben que el 
Señor aguarda a que se cumpla el tiempo concedido a las naciones para entrar en el 
Reino: es el tiempo en el que el grano de trigo, muriendo, va dando fruto de vida en todo el 
mundo.

La Iglesia "sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo" [LG 48], cuando Cristo vuelva 
glorioso. Hasta ese día, "la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones 
del mundo y de los consuelos de Dios" (San Agustín). Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos 
del Señor (2Cor 5,6), y aspira al advenimiento del Reino, "y espera y desea con todas sus 
fuerzas reunirse con su Rey en la gloria". [CEC 769] 

En su liturgia "la Iglesia celebra el misterio de su Señor hasta que Él venga" y "Dios sea 
todo en todos" (ICor 11,26; 15,28). Desde la era apostólica, la liturgia es atraída hacia su 
término por el gemido del Espíritu en la Iglesia: "Maranathá" (1Cor 16,22). La liturgia 
participa así en el deseo de Jesús: "Con ansia he deseado comer esta Pascua con 
vosotros... hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios" (Lc 22,15-16). En los 
sacramentos de Cristo, la Iglesia recibe ya las arras de su herencia, participa ya en la vida 
eterna, aunque "aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios 
y Salvador nuestra Jesucristo (Tt 2, 13)"24. 
Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el 
altar somos colmados "de gracia y bendición", la Eucaristía es también la anticipación de la 
gloria celestial. En la última Cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos 
hacia el cumplimiento de la Pascua en el Reino de Dios: "Y yo os digo que desde ahora no 
beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el 
Reino de mi Padre"25. Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa 
y su mirada se dirige hacia "el que viene" (Ap 1,4). En su oración, implora su venida: 
"Maranatha" (1Cor 16,22), "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20), "que tú gracia venga y que pase 
este mundo (Didajé 10,20). 
La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristia y que está ahí en medio de 
nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía 
"anhelando la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo", pidiendo entrar "en tu 
Reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás 
las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, 
seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo 
Señor Nuestro"26. 

A partir del Triduo Pascual, como de su fuente de luz, el tiempo nuevo de la Resurrección 
llena con su resplandor todo el año litúrgico. Desde esta fuente, el año entero queda 
transfigurado por la liturgia. Es realmente "año de gracia del Señor" (Lc 4,19). La economía de 
la salvación, pues, actúa en el marco del tiempo pero desde su cumplimiento en la Pascua de 
Jesús y la efusión del Espíritu Santo el fin de la historia es anticipado, como pregustado, y el 
Reino de Dios irrumpe en el tiempo de la humanidad. [ICEC 1168] 

La Iglesia "sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo" [LG 48], cuando Cristo 
vuelva glorioso. La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, 
no sucederá sin grandes pruebas. Solamente entonces, "todos los justos desde Adán, 
'desde el justo Abel hasta el último de los elegidos', se reunirán con el Padre en la Iglesia 
universal" [LG 2] [CEC 769]. 

La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en 
ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos "el Reino de los cielos", "el Reino de 
Dios" (Ap 19,6) que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el 
corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces 
todos los hombres rescatados por Él, hechos en Él "santos e inmaculados en presencia de 
Dios en el amor" (Ef 1, 4) serán reunidos corno el único Pueblo de Dios, "la Esposa del 
Cordero" (Ap 21, 9) "la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de 
Dios" (Ap 21 10-11); y "la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los 
nombres de los doce apostoles del Cordero" (Ap 21 14). [CEC 865] 

Jesús, que "iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del 
Reino de Dios" (Lc 8,1), envía reiteradamente a sus discípulos "a proclamar el Reino de 
Dios" (Lc 9,2; 10,1.9.11). Y como la mies es mucha y los obreros del Reino pocos, invitará a 
estos a orar al Dueño de la mies para que mande obreros a su mies (Lc 10,2). Pero, antes 
de su implantación escatológica definitiva, en la que los elegidos se sentarán con el Padre 
en la alegría del banquete celestial27, el Reino aparece con unos comienzos humildes (Mt 
13,31-33), misteriosos (Mt 13,11), hasta impugnados (Mt 13, 24-30). El Reino, realmente 
comenzado28, se desarrolla lentamente en la tierra (Mc 4,26-29), por la Iglesia (Mt 16,18s), 
que lo predica por todo el mundo29, hasta que, finalmente sea establecido y devuelto al 
Padre (1Cor 15,25), con el retorno glorioso de Cristo30. Entre tanto, se presenta como pura 
gracia31, que reciben los humildes32, los que se hacen como niños y los que, por él, se 
desprenden de cuanto poseen33. Esta gracia es rechazada por los soberbios y egoistas34. 
Sólo se entra en él con la vestidura nupcial (Mt22,11-13) de la vida nueva (Jn 6,9-10). Y, 
como vendrá de improviso, es necesario velar para que cuando llegue nos encuentre 
vigilantes y poder entrar en él antes de que se cierren las puertas (Mt 25 1-13). La espera 
del Reino es, en definitiva, la espera de la venida gloriosa de Cristo que traerá consigo la 
consumación definitiva del Reino. La petición del Padrenuestro puede expresarse también 
así: "Ven, Señor Jesús". San Cipriano comenta: 

Del mismo modo que pedimos que su Nombre sea santificado en nosotros, pedimos 
también que su Reino se llaga presente en nosotros. Pedimos que venga su Reino: el que 
Dios nos ha prometido, conquistado con la sangre y la pasión de Cristo, para que nosotros, 
que alhora, en esta tierra, le servimos, reinemos con Cristo Rey en la otra vida, como Él mismo 
nos ha prometido: "Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para 
vosotros desde la fundación del mundo" (Mt 25,34). Sin duda, Cristo misimo es el Reino de 
Dios, que cada día deseamos que venga, y cuya venida deseamos nos sea pronto concedida. 
Quien se consagra a Dios y a Cristo no desea el reino de la tierra, sino el del cielo. Los 
cristianos, que hemos aprendido a llamar a Dios Padre, oramos para que venga a nosotros el 
Reino de Dios. 

¡Venga tu Reino! 

El Reino de Dios designa la gloria y reinado de Dios y también la salvación y 
bienaventuranza del hombre. Ambas cosas pide al Padre el orante. Donde se realiza el 
reinado de Dios allí se da también la salvación de los hombres. El Reino de Dios está 
constituido por los elegidos de Dios. San Agustín les dice a quienes van a ser bautizados: 

Recordad que nosotros somos su Reino si, creyendo en Él, caminamos en Él. Todos los 
fieles, redimidos con la sangre de su Unigénito, serán su Reino. Este Reino vendrá con la 
resurrección de los muertos, cuando venga también Él y diga a los que estén a su derecha: 
"Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino" (Mt 25,34). Esto es lo que 
deseamos y pedimos, cuando decimos: Venga tú Reino. 

En esta súplica, los hijos piden a su Padre celestial el don de aquellas condiciones que 
les asegure la entrada en su Reino: pobreza de espíritu (Mt 5,3), fidelidad en la persecución 
(Mt 5, 10), el cumplimiento de su voluntad (Mt 7,21), la escucha y comprensión de la 
palabra del Reino (Mt 13,13), poder desprenderse de "cuanto poseen" para conseguir el 
tesoro escondido y la perla preciosa del Reino (Mt 13,44-46) .. Invocando a Dios como 
Padre, le piden que les conceda ya ahora vivir "como hijos del Reino" (Mt 13,38), con 
abandono filial en su providencia, libres de la angustia y del afán por el mañana (Mt 
6,25-32). 
Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, 
habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con presura a la meta de 
nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar; invocan al Señor con grandes 
gritos: "¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra 
sangre a los habitantes de la tierra?" (Ap 6,10). En efecto, los mártires deben alcanzar la 
justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino!35. 
El Reino es un don, que viene a nosotros, del Padre. Jesucristo nos lo ha garantizado: 
"No temáis, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino" (Lc 12,32). Pero el 
Reino esperado, cuya venida pedimos, el Padre lo da a quienes hacen su voluntad (Mc 
7,21). Los discípulos es lo único que buscan, esperando su venida (Lc 23,51) y 
pidiéndoselo al Padre (Lc 11,2). "El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu 
Santo" (Rom 14,17). Como dice san Cirilo de Jerusalén: 

Sólo un corazón puro puede decir con seguridad: ¡Venga a nosotros tu Reino! Es necesario 
haber estado en la escuela de Pablo para decir: "Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo 
mortal" (Rom 6,12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus 
palabras, puede decir a Dios: ¡Venga tu Reino!. 

Los primeros cristianos, según el testimonio de la Didajé, imploraban: "¡Que venga la 
Gracia y pase la figura de este mundo!''. Así se expresa san Gregorio de Nisa: la súplica 
por la venida del reinado del Padre pide la extinción del reinado "del enemigo por el 
pecado", lo que "Lucas—según algunos manuscritos—explica mejor, sustituyendo la 
petición venga tu Reino por venga sobre nosotros tu Espíritu Santo y nos purifique, pues 
es propio del Espíritu Santo purificar y perdonar los pecados a aquellos en quienes 
estuviere"36. También Orígenes comenta esta petición diciendo que quienes piden "la 
venida del Reino del Padre" suplican "que se perfeccione el Reino divino", ya poseído (Le 
17,20-21), y llegue a su consumación final (1Cor 15,24-28), pues "Dios reina en cada uno 
de los santos" (Jn 14,23), liberados ya de la tiranía "del príncipe de este siglo", pues en 
ellos ya "no reina el pecado" (Rom 6,12), dado que "no puede coexistir el Reino de Dios con 
el reino del pecado": 

Si el Reino de Dios no viene ostensiblemente, sino que el Reino de Dios está dentro de 
nosotros (Lc 17,20-21), en nuestra boca y en nuestro corazón (Dt 30,14), el que ora y suplica 
que venga el Reino de Dios está orando por el Reino divino, que tiene dentro de si, para que 
surja y dé fruto y se perfeccione. El Reino de Dios, que está en nosotros llegará a la perfección 
cuando "Cristo, una vez sometidos a si todos sus enemigos, entregue a Dios Padre el Reino, 
para que Dios sea en todas las cosas" (1Cor 15,24-28). Y "como no pueden estar juntos la 
justicia y la iniquidad, la luz y las tinieblas, Cristo y Belial" (2Cor 6, 14-15), si queremos que 
Dios reine en nosotros, "de ningún modo debe reinar el pecado en nuestro cuerpo" (Rm 1,12), 
antes bien, debemos mortificar nuestros "miembros terrenos" (Col 3,5), para dar frutos en el 
Espíritu, de modo que en nosotros, como en un paraíso espiritual, se pasee Dios, y sea Él solo 
el que reine en nosotros. 

Como en el tiempo de Israel Dios reinó sobre cuantos, liberados de la esclavitud, 
recibieron el don de la tierra, así en el tiempo de Jesús Dios reina sobre cuantos, liberados 
de la esclavitud del pecado, reciben el don del Espíritu Santo. Antes de la venida de Cristo, 
"el pecado reinó sirviéndose de la muelte" (Rm 5,21), "del temor a la muerte, mediante el 
cual todos estaban de por vida sometidos a esclavitud por el señor de la muerte, es decir, el 
diablo" (Hb 2,14-15). Cristo vino precisamente para ''aniquilar, mediante su muerte, al señor 
de la muerte y liberar a cuantos, por el temor a la muerte le estaban sometidos" (Hb 2,15), a 
fin de que, por medio de Él, "reinase la gracia" (Rm 5,21), para llegar a ser "siervos de Dios" 
(Rm 6,22). Así el Padre "nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino de su 
Hijo amado" (Col 1,13). Al recibir el Espíritu del Hijo "fuimos hechos hijos de Dios y, si hijos, 
también herederos de Dios y coherederos de Cristo" (Rm 8,17). San Gregorio de Nisa dice: 

Puesto que el hombre, inducido por engaño, fue imposibilitado de discernir el bien e 
inclinado al mal, éste invadió la vida del hombre, quedando sometido al dominio de los vicios o 
pasiones. Por eso pedimos que venga el Reino de Dios a nosotros. No podríamos escapar, en 
efecto, a la potestad de la corrupción si no ocupase su puesto en nosotros el imperio de la 
fuerza vivificante de Dios. Esto significa la suplica de la venida del Reino de Dios a nosotros: 
que, libres de la corrupción y de la muerte, seamos desligados de los lazos del pecado y que 
la muerte no reine ya sobre nosotros; que no prevalezca sobre nosotros el enemigo y no nos 
subyugue con el pecado y los vicios, sino que reine Dios en nosotros, mandándonos su santo 
Espíritu, que nos purifica. 

La petición de la venida del Reino de Dios—dice san Cromacio de Aquileya—es la 
súplica de que "venga a nosotros su Reino celeste prometido y adquirido por la sangre de 
Jesucristo", y al mismo tiempo pedimos que Dios nos conceda vivir de tal modo "que 
podamos ser dignos de ese Reino futuro". Pues como dice Teodoro de Mopsuestia: 

Quienes, por adopción filial, han sido llamados al Reino celeste y esperan estar siempre en 
el cielo con Cristo (1Tes 4,17), la petición de la venida del Reino implica tener pensamientos 
dignos de él y realizar acciones propias de una vida celeste, menospreciando las cosas de la 
tierra y viviendo con una conducta digna de la nobleza de nuestro Padre. 

San Agustín, en diversos lugares, comenta esta petición: 

En la petición de la venida del Reino de Dios suplicamos, como en la anterior, no por Dios, 
sino por nosotros, pues aunque Dios reina en la tierra desde la creación del mundo, pedimos 
que su Reino se manifieste a los hombres que aún no le conocen y, de un modo particular, 
entre nosotros; que venga a nosotros lo que estamos ciertos que ha de venir a todos sus 
santos; pedimos, pues, que el Reino de Dios venga a nosotros, haciéndonos pertenecer a los 
miembros del Hijo unigénito y formar parte de los santos, a quienes se dará el Reino de Dios 
al final de los tiempos (Mt 25,34). Vigilemos ahora para resucitar después y empezar a reinar 
por los siglos de los siglos!. 
Venga tu Reino. Pedimos que venga a nosotros, para encontrarnos en él. Este Reino 
vendrá, pero si tú te encuentras a la izquierda, ¿de qué te sirve? Por eso, al orar así, pides un 
bien para ti, oras por ti, pues solicitas al Padre que te conceda vivir de forma que pertenezcas 
al número de los santos, a quienes se ha de dar el Reino de Dios. 
Venga significa que se manifieste a los hombres. Porque lo mismo que la luz, aunque 
presente, está ausente para los ciegos y para quienes cierran los ojos, así el Reino de Dios, 
aunque está presente, sin embargo está ausente para los que no le conocen. 

El Reino de Dios "no es de este mundo" (Jn 18,36), aunque se realiza en este mundo. 
Cuando este Reino de Dios descienda sobre la tierra, entonces se alzará la nueva 
creación, con cielos nuevos y tierra nueva. Este Reino de Dios, lleno de la gloria de Dios, 
es la plena felicidad para el hombre. Con imágenes se nos describe como sala real (Mc 
10,40), sala de fiesta, en la que los comensales se sientan a la mesa (Mt 8,11), comen y 
beben (Lc 22,30; Mc 14,25; Mt 22,1-13). El Reino se asemeja también a un palacio o a una 
ciudad, cuyas puertas pueden abrirse y cerrarse (Mt 16,19; 23,13). Se puede entrar en 
él37. Así el Reino de Dios es vida para el hombre38 pues en él reciben su recompensa los 
discípulos perseguidos. 

¿Cómo es que algunos—se pregunta Tertuliano—desean que este tiempo presente dure 
mucho, si el Reino de Dios, que invocamos para que venga pronto, supone en realidad el 
fin de este tiempo presente? (Mt 24,3). ¡Prefiramos reinar lo mas pronto posible en vez de 
servir todavía por mucho tiempo! 

Al final de la historia, en la apocalipsis definitiva, cantaremos: "Ya reina el Señor Dios 
nuestro todopoderoso" (Ap 19, 6). Entonces seremos nosotros quienes iremos a su Reino, 
al escuchar su última llamada: "Venid, benditos de mi Padre, a heredar el Reino preparado 
para vosotros desde la creación del mundo" (Mt 25,34). Cuando llegue el fin, el Hijo 
entregará el Reino a Dios Padre (1Cor 15,24). "Entonces, en el Reino de su Padre, los 
justos brillarán como el sol" (Mt 13,43). 

El Reino, obra del Espíritu Santo 

El hombre, en su deseo de autonomía, lo que pretende es ser Dios. Esta es la aspiración 
más profunda del hombre. Y Dios no se opone a ella, sino que la suscita en el hombre. Sólo 
que el hombre, en la búsqueda de su divinización, equivoca el camino. Jesucristo nos ha 
marcado el camino y san Pablo invita al cristiano a seguir sus huellas: 

Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: el cual, siendo de 
condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, 
haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó, y 
le concedió el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús toda rodilla 
se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos; y toda lengua confiese que Jesucristo es 
Señor, para gloria de Dios Padre (Filp 2,5-11). 

La gracia de Dios introduce un cambio radical en el mundo. Vivir en el Reino supone, en 
el orden moral, la locura de hacerse pobre, salirse de las reglas de eficiencia del mundo, 
encaminarse a la pobreza de Dios, abriéndose así a la riqueza que El es y da a los suyos. 
Por ello el Reino de Dios aparece bajo el signo de la alegría, de lo festivo y de lo bello, 
como muestran las parábolas de boda y de banquete. Pero lo sublime es que esta riqueza 
de Dios se manifiesta bajo las imágenes de la impotencia y debilidad llumana, como 
muestran las parábolas del grano de mostaza, de la levadura... Con esta paradoja Jesús se 
sale del esquema apocalíptico de la tradición rabínica y celota. Su nueva imagen del Reino 
es la victoria de Dios en lo falto de aparatosidad, en la pasión. Jesús es Rey (Jn 18,33ss; 
Mt 27,15), pero reina desde el trono de la Cruz. Sobre ella queda escrito su título para 
todos los tiempos y en todas las lenguas (Jn 18,19-20). 
El Padre, fuente original de la justicia y de la santidad, nos hace entrar en su Reino de 
justicia y santidad, por la misericordia gratuita derramada en nuestros corazones por el 
Espiritu de su propio Hijo. "Sólo Dios es bueno" (Mc 10,18; Lc 18,19), y sólo del Padre, por 
Jesús, en el Espiritu, puede dimanar para el hombre la salvación. Es lo que, con fuerza, 
expresa san Bernardo: 

La misericordia del Señor, pues, es el fundamento de mis méritos. Yo tendré siempre tantos 
cuantos Él se digne concederme compadeciéndose de mi... Yo estaré cantando eternamente 
las misericordias del Señor (Sal 88,1). Mas, ¿acaso celebraré con esto mi propia 
justificación? En manera alguna; sino que de sola tu justicia, Señor, haré yo memoria (Sal 
70,14). Aunque vuestra justicia es también mia, por cuanto Vos mismo fuisteis constituido por 
Dios en fuente de justicia para mi (1Cor 1,30). ¿Acaso deberé yo temer que esta justicia no 
baste para los dos, para Vos y para mi? ¡Ah, no!... que vuestra justicia es eterna (Sal 118, 
142). Y ¿qué cosa hay tan amplia y dilatada como la eternidad? Vuestra justicia, pues, que es 
eterna y dilatadísima, nos cubrirá a entrambos ampliamente. En mí cubrirá la muchedumbre de 
los pecados: mas. ¿qué cubrirá en Vos, Señor, sino tesoros de clemencia e infinitas riquezas 
de bondad?... Dios nos ha revelado estas riquezas por el Espíritu Santo, el cual nos ha hecho 
entrar en su Santuario por las puertas de sus llagas. 

Jesús, enviado a anunciar el Reino de Dios, dice a sus discípulos: "No temáis, mi 
pequeño rebaño, porque mi Padre se ha complacido en daros el Reino" (Lc 12,32). El 
Reino es un don, pero el don ha de ser aceptado para que fructifique desde dentro. "El 
Reino de los cielos se entregará a un puebio que dé sus frutos" (Mt 21,43). "No todo el que 
dice ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi 
Padre" (Mt 7,21). "Ningún fornicario, o impuro, o avaro tendrá parte en la heredad del Reino 
de Cristo y de Dios (Ef 5,5). "Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca" (Mt 3,2; 
4,17). "Quien no nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de los cielos" 
(Jn 3, 5). "Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt 18,3). 
Hacerse niño con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino (Mt 18,3-4); 
abajarse (Mt 23, 12), hacerse pequeño, más todavía, "nacer de lo alto" (Jn 3,7), "nacer de 
Dios" (Jn 1, 13) es la condición para ''hacerse hijos de Dios" (Jn 1,12): es necesario nacer 
del agua y del Espíritu. "El Reino, objeto de la promesa hecha a David39, será obra del 
Espíritu Santo; pertenecerá a los pobres según el Espíritu" [CEC 709]. 

Desde el día de Pentecostés, el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que 
creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la Santísima 
Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los "últimos 
tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado. [CEC 
732] 

Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, 
nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios 
Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamados hijos de la luz y de tener parte en 
la gloria eterna40. 
El poder transformador del Espíritu Santo en la liturgia apresura la venida del Reino y la 
consumación del misterio de la salvación. En la espera y en la esperanza nos hace realmente 
anticipar la comunión plena con la Trinidad Santa. Enviado por el Padre, que escucha la 
epíclesis de la Iglesia, el Espíritu da la vida a los que lo acogen, y constituye para ellos, ya 
desde ahora, los arras de su herencia (Ef 1,14; 2Cor 1,22)41. 

El cumplimiento del tiempo entraña la llegada del Reino, pero no su consumación, por 
ello se puede decir: "el Reino está cerca". El Reino sigue conservando una dimensión de 
futuro, que alimenta la esperanza y la oración de los creyentes. Jesús mismo ora y enseña 
a orar a sus discípulos, pidiendo la venida del Reino (Mt 6,10; Lc 11,2). Esta espera del 
Reino obliga a vivir despiertos, en vigilancia. Los siervos esperan a su Señor y serán 
dichosos si éste los encuentra a su regreso vigilando (Lc 12,36-38). Esta vigilancia es 
necesaria, pues no se sabe el momento de la venida (Mt 13,33-37) y puede incluso tardar 
(v.38). Las imágenes del ladrón (Lc 12,39-40) y la del administrador (Lc 12,41-46) acentúan 
la necesidad de la vigilancia, mientras se espera y se anhela el Reino que viene. La 
tardanza pone a prueba al administrador, pero es la oportunidad de añadir a la vigilancia la 
paciencia. 
Todas estas parábolas presentan el mismo cuadro: la expectación ante una venida que 
consumará la historia, y el desconocimiento del momento de tal venida, que es la ocasión 
para vivir en una constante y paciente vigilancia. Jesús, que ha hecho presente y 
experimentable el Reino, suscita la espera de su segunda venida como Hijo del hombre que 
llega con poder y gloria a juzgar al mundo y entregar el Reino al Padre42. Por ello, quien 
ahora, en el tiempo presente, "se avergüence de mí ante los hombres, también el Hijo del 
hombre se avergonzará de él ante el Padre" (Mc 8,38) o en la versión de Mateo: "quien se 
declare por mí... yo también me declararé por él" (10,32-33). 
La Iglesia anuncia que Cristo muerto y resucitado es el Redentor del hombre. Esta 
redención es la historia del Reino de Dios, cuya venida imploramos y gustamos en la 
Iglesia. En esta historia de salvación, aquí en la peregrinación de la fe, Dios y el creyente 
se acostumbran poco a poco a habitar el uno en el otro a través de Cristo y del Espíritu, sin 
que el hombre se ponga en el lugar de Dios y sin que Dios reemplace al hombre anulando 
su libertad. El Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, infundido en nuestros corazones, 
nos hace entrever el Amor sin fin, el rostro de Dios uno y trino: Vides Trinitatem si 
charitatem vides. Hoy, en la caridad eclesial, vemos a Dios confusamente con las primeras 
luces del alba; al fin lo veremos claramente, cara a cara, a la luz plena del Dia sin ocaso. 
Pero ya, poco a poco, nos vamos acostumbrando a la luz eterna del Reino. Como dice san 
Ireneo: 

El Verbo de Dios habitó en el hombre y se hizo Hijo del hombre para habituar al hombre a 
acoger a Dios y habituar a Dios a habitar en el hombre según el beneplácito del Padre.

 
EMILIANO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ
PADRENUESTRO
FE, ORACIÓN Y VIDA
Caparrós Editores. Madrid 1996. Págs.109-141


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1. En la oración judía del Qaddís se implora: "Que Él haga reinar su realeza durante nuestras vidas y 
en nuestros días y en los días de toda la casa de Israel, pronto y enseguida". 
2. En el Nuevo Testamento el término se emplea 122 veces, de ellas 99 pertenecen a los sinópticos, 
quienes en 90 ocasiones lo ponen en boca de Jesús. 
3. Is 24,23; 33,22; Miq 4,6; So 3,14s; Ab 21; Za 14,9 16s; Sal 5,18s; Mc 1,15.
4. Mc 13,33-37; Mt 24,42-44; Lc 12,35-40.
5. Cristo, "sobre todo, realizará la venida del Reino de Dios por medio del gran misterio de su 
Pascua: su muerte en la Cruz y su resurrección". Cfr. CEC 542.
6. DH 11.
7. Mt 12,38-42; 16,4; Lc 11,29-32.
8. REDEMPTORIS MISSIO, n. 16. "Hoy, se habla mucho del Reino, se dan concepciones no siempre 
en sintonía con la Iglesia, considerando al Reino como una realidad humana y secularizada, en la 
que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y también 
cultural, mirando a un progreso meramente terreno. El Reino de Dios en cambio no es de este 
mundo (Jn 18,36)... Estas ideologías dejan a Cristo en silencio... Pero Cristo no sólo ha anunciado 
el Reino sino que en Él el Reino mismo se ha hecho presente y ha llegado a su cumplimiento. El 
Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a la libre elaboración, sino 
que es, ante todo, una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del 
Dios invisible... (Cfr. Ibídem 17-18) 
9. Jn 12,31; 14,30; 16,11; 2 Cor 4,4; Ef 2,2; Mc 3,27.
10. Lc 5,7; 6,19; 8,46...
11. CEC 544. 
12. CEC 545. 
13. CEC 546.
14. CEC 547-550.
15. Mt 4,17; Mc 1, 15; Lc 10,9.11.
16. Jn 12,31; 14,30; 16,11; 1Cor 2,8. 
17. El poder de Satanás no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el 
mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause daños en cada 
hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y 
dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un 
gran misterio, pero "nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los 
que le aman" (Rm 8.28). [CEC 395; 547 550] 
18. REDEMPTORIS MISSIO 13. 
19. REDEMPTORIS MISSIO 18. Cfr. 17-20.
20. REDEMPTORIS MISSIO 16. 
21. Mc 4,26-29.30..; Mt 13.24-30.
22. Mt 10,6; 15,24; Mc 14,28; Lc 15,4ss. 
23. CEC 541-550. 
24. CEC 1130, donde cita a santo Tomás: "Por eso el sacramento es un signo que rememora lo que 
sucedió, es decir, la pasión de Cristo; es un signo que demuestra lo que sucedió entre nosotros en 
virtud de la pasión de Cristo, es decir, la gracia; y es un signo que anticipa, es decir, que 
preanuncia la gloria venidera (SUMMA THEOL. lIl, 60,3). 
25. Mt 26,29; Lc 22,18; Mc 14,25.
26. Plegaria eucarística lIl, oración por los difuntos. Cfr. CEC 1402-1405.
27. Mt 8,11; 13, 43; 26, 29.
28. Mt 12,28; Lc 17,20-21.
29. Mt 10,7; 24,14; Hch 1,3.
30. Mt 16,27; 25,31-46.
31. Mt 20, 1-6; 22,9-10; Lc 12,32.
32. Mt 5,3; 18,3-4; 19,14.23-24.
33. Mt 13,44-46; 19,12; Mc 9,47; Lc 9,62.
34. Mt 21,31-32.43; 22,2-8; 23,13.
35. Tertuliano, citado en CEC 2817. 
36. Las antífonas O de Adviento, que datan del siglo VIII, imploran igualmente la venida del Reino.
37. Mc 9,47; 10,15.23ss; Mt 5,20; 7,21; 18,3; 23,14; Jn3,5; Hch~ 14,22. 
38. Mc 9,43-45; 10,17.30; Mt 7,14; 19,17.29; 25,46; Lc 12,15. 
39. 2Sam 7; Sal 89; Lc 1,32-33. 
40. San Basilio, citado en CEC 736. 
41. CEC 1107. 
42. Mc 13, 26; 14, 62; Mt 25,31.
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