OCTAVARIO POR LA UNIÓN DE LOS CRISTIANOS

 

18 DE ENERO. PRIMER DIA DEL OCTAVARIO

4. Jesucristo fundó una sola Iglesia.

- Voluntad de Cristo de fundar una sola Iglesia.

- La oración de Jesús por la unidad.

- La unidad, don de Dios. Convivencia amable con todos los hombres.

 

I. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica (1). ¡Cuántas veces a lo largo de nuestra vida hemos hecho esta profesión de fe, saboreando cada una de estas notas: una, santa, católica y apostólica! Pero en estos días en que la Iglesia nos propone una Semana para rezar con más fervor por la unidad de los cristianos, estaremos unidos en la oración al Papa, a los Obispos, a los católicos de todo el mundo y a nuestros hermanos separados. Éstos, aunque no tienen la plenitud de fe, de sacramentos o de régimen, tienden a ella, impulsados por el mismo Cristo, que quiere ut omnes unum sint (2), que todos, y de modo particular los cristianos, lleguen a la unidad en una sola Iglesia, la que Cristo fundó, aquella que permanecerá en el mundo hasta el fin de los tiempos.

 Creo en la Iglesia, que es una... La unidad es nota característica de la Iglesia de Cristo y forma parte de su misterio (3). El Señor no fundó muchas iglesias, sino una sola Iglesia, "que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica, y que nuestro Salvador, después de su Resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara (cfr. Jn 21, 17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cfr. Mt 28, 18 ss.), y la erigió perpetuamente en columna y fundamento de la verdad (cfr. 1 Tim 3, 15). Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentran muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad de Cristo" (4). En ocasiones se ha comparado la Iglesia a la túnica de Cristo, inconsútil, de una sola pieza, sin costuras, tejida de arriba abajo (5): no tiene costuras para que no se rompa (6), afirma San Agustín.

El Señor manifestó de muchas maneras su propósito de fundar una sola Iglesia. Nos habla de un solo rebaño y un solo pastor (7), nos advierte de la ruina de un reino dividido en facciones contrapuestas -omne regnum divisum contra se, desolabitur (8)-, de una ciudad cuyas llaves se entregan a Pedro (9) y de un solo edificio construido sobre el cimiento de Pedro (10)...

Hoy, en la Comunión de los Santos, en la que de forma diversa participamos, nos unimos a tantos y tantos en todo el mundo que, con pureza de intención, piden: ut omnes unum sint, que todos seamos uno, en un solo rebaño bajo un solo Pastor, que no se desgaje nunca más una rama del árbol frondoso de la Iglesia. ¡Qué dolor cuando algún sarmiento se separa de la vid verdadera!

 

II. La solicitud constante de Jesús por la unidad de los suyos se manifestó de una manera particular en la oración de la Ultima Cena, que es, a la vez, como el testamento que nos deja a los discípulos: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros... No sólo ruego por ellos, sino también por los que creerán en Mí por las palabras de ellos, para que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que Tú me has enviado (11).

 Ut omnes unum sint... La unión con Cristo es causa y condición de la unidad de los cristianos entre sí. Esta unidad es uno de los mayores bienes para toda la humanidad, pues, siendo la Iglesia una y única, aparece como signo ante las naciones para invitar a todos a creer en Jesucristo, el Salvador único de todos los hombres; Ella continúa en el mundo esa misión salvadora de Jesús. El Concilio Vaticano II, haciendo referencia a los fundamentos del ecumenismo, relaciona la unidad de la Iglesia con su universalidad y con esta misión salvadora (12).

La unidad de fe y de costumbres es la que motiva la celebración del llamado primer Concilio de Jerusalén (13), en los comienzos de la Iglesia. Y una buena parte de las Cartas de San Pablo son un llamamiento a la unidad. El cuidado de este bien tan grande es el principal encargo que San Pablo hace a los presbíteros (14), a sus más íntimos colaboradores, y a quienes le habían de suceder en el pastoreo y sostenimiento de aquellas comunidades (15). Esta preocupación está siempre presente en todos los Apóstoles (16).

La doctrina de los Padres de la Iglesia lleva siempre a defender esta unidad querida por Cristo, y consideran la separación del tronco común como el peor de los males (17). En nuestros días, ante la pretensión de un falso ecumenismo de algunos que consideran todas las confesiones cristianas como igualmente válidas, rechazando la existencia de una Iglesia visible heredera de los Apóstoles y, por tanto, en la que se realiza la voluntad de Cristo, el Concilio Vaticano II declaró para nuestra enseñanza que "una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor; muchas son, sin embargo, las Comuniones cristianas que a sí mismas se presentan ante los hombres como la verdadera herencia de Jesucristo; todos se confiesan discípulos del Señor, pero sienten de modo distinto y siguen caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido. Esta división contradice abiertamente a la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres" (18).

Porque amamos apasionadamente a la Iglesia nos duele en lo más íntimo del alma este "escándalo para el mundo" que constituyen las divisiones y sus causas. Por eso hemos de pedir y de ofrecer sacrificios, pequeñas mortificaciones en medio del trabajo diario, para atraer la misericordia de Dios, de manera que -superando muchas dificultades- sea cada vez mayor la realidad de esta unión en la única Iglesia de Cristo. En lo que esté de nuestra parte, quitaremos lo que pueda ser obstáculo, aquello que, por no vivir personalmente las exigencias de la vocación cristiana, pudiera ser motivo para que otros se alejen o no se acerquen a la Iglesia; resaltaremos lo que tenemos en común, dado que quizá a lo largo de la historia se ha puesto más de relieve lo que separa que aquello que puede ser motivo de unión. Ésta es la intención y la doctrina del Magisterio, pues "la Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro" (19). Aunque no están en plena comunión con la Iglesia, hay algunos que tienen la Sagrada Escritura como norma de fe y vida, manifiestan un verdadero celo apostólico, han sido bautizados y han recibido otros sacramentos. Algunos poseen el episcopado, celebran la Sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen María. Participan en cierto modo en la Comunión de los Santos y reciben su influjo, y son impulsados por el Espíritu Santo a una vida ejemplar (20).

El deseo de unión, la oración por todos, nos lleva a ser ejemplares en la caridad. También de nosotros se ha de decir, como de los primeros cristianos: mirad cómo se aman (21).

 

III. La unidad es un don de Dios y por eso está estrechamente ligada a la oración y a la continua conversión del corazón, a la lucha ascética personal por ser mejores, por estar más unidos al Señor. Poco podremos hacer por la unidad de los cristianos "si no hemos logrado esta intimidad estrecha con el Señor Jesús: si realmente no estamos con Él y como Él santificados en la verdad; si no guardamos su palabra en nosotros, tratando de descubrir cada día su riqueza escondida; si el amor mismo de Dios por su Cristo no está profundamente arraigado en nosotros" (22).

El amor a Dios nos ha de llevar a pedir, de modo particular en estos días, por esos hermanos nuestros que mantienen aún muchos vínculos con la Iglesia. Contribuiremos eficazmente a la edificación de esa unión en la medida en que nos afanemos por buscar la santidad personal en lo corriente de todos los días y aumentemos nuestro espíritu apostólico. El fiel católico ha de tener siempre un corazón grande y debe saber servir generosamente a sus hermanos los hombres -a los demás católicos y a quienes tienen la fe en Cristo sin pertenecer a la Iglesia o profesan otras religiones o ninguna- y mostrarse abierto y siempre dispuesto a convivir con todos. Hemos de amar a los hombres para llevarlos a la plenitud de Cristo, y así hacerlos felices. Señor -le pedimos con la liturgia de la Misa-, infunde en nosotros tu Espíritu de caridad y... haz que cuantos creemos en Ti vivamos unidos en un mismo amor (23).

 

(1) Símbolo Nicenoconstantinopolitano. Denz 86 (150).- (2) Jn 17, 21.- (3) Cfr. PABLO VI, Alocución 19-I-1977.- (4) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 8.- (5) Cfr. Jn 19, 23.- (6) Cfr. SAN AGUSTIN, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 118, 4.- (7) Jn 10, 16.- (8) Mt 12, 25.- (9) Mt 16, 19.- (10) Mt 16, 18.- (11) Jn 17, 11; 20-21.- (12) Cfr. CONC. VAT. II, Decr. Unitatis redintegratio, 1.- (13) Hech 15, 1-30.- (14) Hech 20, 28-35.- (15) Cfr. 1 Tim 4, 1-16; 6, 3-6; Tit 1, 5-16; etc.- (16) Cfr. 1 Pdr 2, 1-9; 2 Pdr 1, 12-15; Jn 2, 1-25; Sant 4, 11-12; etc.- (17) SAN AGUSTIN, Contra los parmenianos, 2, 2.- (18) CONC. VAT. II, Decr. Unitatis redintegratio, 1.- (19) IDEM, Const. Lumen gentium, 15.- (20) Cfr. ibídem .- (21) TERTULIANO, Apologético, 39.- (22) JUAN PABLO II, Alocución por la Unión de los Cristianos, 23-I-1981.- (23) MISAL ROMANO, Misa por la unidad de los cristianos, 3 B. Oración después de la Comunión.

 

* Cada año, del 18 al 25 de enero, fiesta de la Conversión de San Pablo, la Iglesia dedica ocho días a pedir especialmente para que todos aquellos que creen en Jesucristo lleguen a formar parte de la única Iglesia fundada por Él.

León XIII, en 1897, en la Encíclica Satis cognitum, dispuso ya que fueran consagrados a esta intención los nueve días que median entre Ascensión y Pentecostés. En el año 1910, San Pío X trasladó la celebración a los días 18 al 25 de enero de cada año (entre las fiestas de la Cátedra de San Pedro, que se celebraba entonces el día 18 de este mes, y la Conversión de San Pablo ).

El Concilio Vaticano II, en el Decreto sobre ecumenismo, instaba a esta oración, "conscientes de que este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas y la capacidad humana" (Decr. Unitatis redintegratio, 24).

 

 

 

 

19 DE ENERO. SEGUNDO DIA DEL OCTAVARIO

5. Unidad interna de la Iglesia.

- La unión con Cristo fundamenta la unidad de los hermanos entre sí.

- Fomentar lo que une, evitar lo que separa.

- El orden de la caridad.

 

I. El Señor quiso asociarnos a su Persona con los más apretados lazos, con nudos tan fuertes como aquellos que atan las diversas partes de un cuerpo vivo. Para expresar la relación que han de mantener sus discípulos con Él, fundamento de toda otra unidad, el Señor nos habló de la vid y de los sarmientos: Yo soy la vid verdadera (1). En el vestíbulo del Templo de Jerusalén se encontraba una inmensa vid dorada, símbolo de Israel. Al afirmar Jesús que Él es la vid verdadera, nos dice cómo era de provisional y figurativa la que entonces simbolizaba al pueblo de Dios. Permaneced en Mí y Yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en Mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada (2). "Mirad esos sarmientos repletos, porque participan de la savia del tronco: sólo así se han podido convertir en pulpa dulce y madura, que colmará de alegría la vista y el corazón de la gente (cfr. Sal 103, 15), aquellos minúsculos brotes de unos meses antes. En el suelo quedan quizá unos palitroques sueltos, medio enterrados. Eran sarmientos también, pero secos, agostados. Son el símbolo más gráfico de la esterilidad" (3).

 La unión con Cristo fundamenta la unidad viva de los hermanos entre sí; una misma savia recorre y fortalece a todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo. En los Hechos de los Apóstoles leemos cómo los primeros cristianos, animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración (4), y los creyentes vivían unidos entre sí..., vendían sus posesiones y demás bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno (5). La fe en Cristo llevaba -y lleva- consigo unas consecuencias prácticas respecto a los demás: una misma comunión de sentimientos y una disposición de desprendimiento que se manifiesta, en su momento, en la renuncia generosa de los propios bienes en beneficio de aquellos que se encuentran más necesitados. La fe en Jesucristo nos mueve -como a los primeros cristianos- a tratarnos fraternalmente, a tener cor unum et anima una (6), un solo corazón y una sola alma.

En otra ocasión escribe San Lucas: perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones (7). Nuestra diaria oración y, sobre todo, la unión con Cristo en la Eucaristía -la fracción del pan- "debe manifestarse en nuestra existencia cotidiana: acciones, conducta, estilo de vida, y en las relaciones con los demás. Para cada uno de nosotros, la Eucaristía es llamada al esfuerzo creciente para llegar a ser auténticos seguidores de Jesús: verdaderos en las palabras, generosos en las obras, con interés y respeto por la dignidad y derechos de todas las personas, sea cual sea su rango o sus posesiones, sacrificados, honrados y justos, amables, considerados, misericordiosos (...). La verdad de nuestra unión con Jesucristo en la Eucaristía queda patente en si amamos o no amamos de verdad a nuestros compañeros (...), en cómo tratamos a los demás y en especial a nuestra familia (...), en la voluntad de reconciliarnos con nuestros enemigos, en el perdón a quienes nos hieren u ofenden" (8), en el ejercicio de la corrección fraterna cuando sea necesaria, en la disponibilidad para ayudar a otros, en el empeño amable por acercarlos más al Señor, en el interés verdadero por su salud, por su formación...

La intimidad con Cristo crea un alma grande, capaz de fomentar la unión con todos aquellos que vamos encontrando en el camino de la vida y, de modo muy particular, con quienes estamos ligados con vínculos más fuertes.

 

II. Una garantía cierta del espíritu ecuménico es ese amor con obras por la unidad interna de la Iglesia, porque, "¿cómo se puede pretender que quienes no poseen nuestra fe vengan a la Iglesia Santa, si contemplan el desairado trato mutuo de los que se dicen seguidores de Cristo?" (9).

Este espíritu se manifestará en la caridad con que tratamos a los demás católicos, en el esmero que ponemos en guardar la fe, en la delicada obediencia al Romano Pontífice y a los Obispos, en evitar todo aquello que separa y aleja. "No basta llamarse católicos: es necesario estar efectivamente unidos. Los hijos fieles de la Iglesia deben ser los constructores de la unidad concreta, de su trabazón social (...). Hoy se habla mucho de rehacerla unidad con los hermanos separados, y está bien; ésta es una empresa muy meritoria, a cuyo progreso debemos colaborar todos con humildad, con tenacidad y con confianza. Pero no debemos olvidar -alertaba Pablo VI- el deber de trabajar aún más por la unidad interna de la Iglesia, tan necesaria para su vitalidad espiritual y apostólica" (10).

El Señor nos dejó un distintivo por el que el mundo había de distinguir a sus seguidores, la mutua caridad: en esto conocerán que sois mis discípulos (11). Y este amor constituye como la argamasa que une fuertemente las piedras vivas del edificio de la Iglesia (12), en expresión de San Agustín. Y San Pablo exhortaba así a los cristianos de la Iglesia de Galacia: mientras tenemos tiempo, hagamos el bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe (13). San Pedro escribe en términos muy parecidos: Honrad a todos, amad a los hermanos (14), y el Príncipe de los Apóstoles utiliza aquí un término que abarca a todos los que pertenecen a la Iglesia.

Cuando comenzaron las persecuciones, el término hermano adquirió una fuerza conmovedora y entrañable, y la petición por quienes estaban más atribulados se hizo una necesidad urgente; ante las dificultades externas, la unión se hizo más fuerte. También en nuestros días nosotros debemos sentir necesidad de "alimentar aquel sentido de solidaridad, de amistad, de mutua comprensión, de respeto al patrimonio común de doctrina y de costumbres, de obediencia y de univocidad en la fe que debe distinguir al catolicismo; eso es lo que constituye su fuerza y su belleza, lo que demuestra su autenticidad" (15). Si hemos de amar a quienes aún no están plenamente incorporados a la Iglesia, ¿cómo no vamos a querer a quienes están dentro, a los que estamos ligados por tantos lazos sobrenaturales?

El amor a Cristo nos debe llevar a evitar radicalmente todo lo que, aun de lejos, puedan parecer juicios o críticas negativas sobre los hermanos en la fe, y especialmente sobre aquellas personas que por su misión o su condición en la Iglesia están constituidos en autoridad o tienen el deber de vivir con una ejemplaridad específica. Si alguna vez nos encontramos con un mal ejemplo o con una conducta que nos parece equivocada, procuraremos comprender las razones que han llevado a esa persona a una desacertada actuación y la disculparemos, rezaremos por ella y, cuando sea oportuno, le haremos, con delicadeza que no hiere, la corrección fraterna, como nos mandó el Señor. Hemos de pedir a Santa María que jamás se pueda decir de nosotros que, por la murmuración o la crítica, hemos contribuido a dañar esa unidad profunda del Cuerpo Místico de Cristo. "Acostúmbrate a hablar cordialmente de todo y de todos; en particular, de cuantos trabajan en el servicio de Dios.

"Y cuando no sea posible, ¡calla!: también los comentarios bruscos o desenfadados pueden rayar en la murmuración o en la difamación" (16).

 

III. Ante el peligro, existe en el hombre como un instinto de proteger la cabeza; y esa misma actitud debemos tener también como cristianos. Amparar, en el ámbito en que nos movemos, al Romano Pontífice y a los Obispos cuando surgen críticas y calumnias, cuando son menospreciados...El Señor se alegra y nos bendice siempre que, en la medida en que está a nuestro alcance, salimos en defensa de su Vicario en la tierra y de quienes, como los Obispos, comparten la tarea pastoral. Y, porque la unidad es algo positivo que se construye día a día, rezaremos todos los días por el Papa y los Pastores, con amor y piedad: Dominus conservet eum et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra... Que el Señor lo conserve y lo vivifique y lo haga dichoso en la tierra...

El amor a la unidad nos ayudará a mantener la concordia fraterna, a evitar lo que separa y fomentar aquello que une: la oración, la cordialidad, la corrección fraterna, la petición por aquellos hermanos que en ese día pueden estar más necesitados de ayuda, por quienes viven en países donde la fe es perseguida o impedida.

El orden de la caridad -que mira a los que están más cerca de Dios-nos lleva también a amar con obras a quienes el Señor ha querido que estén más próximos a nuestras vidas. Los vínculos de la fe, el parentesco, la afinidad, el trabajo, la vecindad..., originan deberes de caridad que hemos de atender particularmente. Difícilmente sería auténtica una caridad que se preocupara por los más lejanos y olvidara a quienes el Señor nos ha puesto cerca para que nuestro cuidado y oración los proteja y ayude. San Agustín afirmaba que, sin excluir a nadie, se entregaba con mayor facilidad a los que eran más íntimos y familiares. Y añadía: "en esta caridad descanso sin preocupación alguna, porque allí siento que está Dios, a quien me entrego seguro y en quien descanso seguro..." (17). Y San Bernardo pedía al Señor que le ayudara a cuidar bien de la parcela que le había sido encomendada (18).

 La unidad interna de la Iglesia, fundamentada en la caridad, es el mejor medio para atraer a los que aún se encuentran lejos y a los que ya, muchas veces sin darse cuenta ellos mismos, se encuentran en camino hacia la casa paterna. Debe ser tal nuestra manera de vivir que los demás, al ver la alegría, el cariño mutuo, el afán de servicio, se enciendan en deseos de pertenecer a la misma familia. La oración y el empeño por la unidad han de ir acompañados por el ejemplo vivo en medio de nuestra vida cotidiana. Ese mismo ejemplo atraerá con fuerza también a quienes, siendo miembros de la Iglesia Católica, se encuentran muertos en la caridad o dormidos, al estar alejados de los sacramentos, del trato íntimo con Jesucristo.

 

(1) Jn 15, 1.- (2) Jn 15, 4-6.- (3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, Rialp, 2ª ed. , Madrid 1987, 254.- (4) Hech 1, 14.- (5) Hech 2, 44-45.- (6) Hech 4, 32.- (7) Hech 2, 42.- (8) JUAN PABLO II, Homilía en Phoenix Park, 29-IX-1979.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, Rialp, 3ª ed. , Madrid 1986, n. 751.- (10) PABLO VI, Alocución 31-III-1965.- (11) Cfr. Jn 13, 35.- (12) Cfr. SAN AGUSTIN, Comentario sobre el Salmo 44 .- (13) Gal 6, 10.- (14) 1 Pdr 2, 17.- (15) PABLO VI, loc. cit.- (16) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 902.- (17) SAN AGUSTIN, Carta 73 .- (18) SAN BERNARDO, Sermón 49 sobre el Cantar de los Cantares.

 

 

20 DE ENERO. TERCER DIA DEL OCTAVARIO

6. El depósito de la Fe.

- Fidelidad, sin concesiones, a la doctrina revelada. El diálogo ecuménico ha de basarse en el amor sincero a la verdad divina.

- Exponer la doctrina con claridad.

- Veritatem facientes in caritate, proclamar la verdad con caridad, con comprensión siempre hacia las personas.

 

I. El Espíritu Santo impulsa a todos los cristianos a realizar múltiples esfuerzos para llegar a la plenitud de la unidad deseada por Cristo (1). Es Él quien promueve los deseos del diálogo ecuménico para alcanzar esta unión. Pero este diálogo, para que tenga razón de ser, es necesario que tienda a la verdad y que se fundamente en ella. No consistirá, por tanto, en un simple intercambio de opiniones, ni en un mutuo acuerdo sobre la visión particular que cada uno tenga de los problemas que se presentan y de sus posibles soluciones. Por el contrario, el diálogo debe expresar con claridad y nitidez las verdades que Cristo dejó en depósito al Magisterio de la Iglesia, las únicas que pueden salvar; el diálogo debe explicar el contenido y el significado de los dogmas y, a la vez, fomentar en las almas un mayor deseo de seguir de cerca a Cristo, de santidad personal.

La verdad del cristiano es salvadora precisamente porque no es el resultado de profundas reflexiones humanas, sino fruto de la revelación de Jesucristo, confiada a los Apóstoles y a sus sucesores, el Papa y los Obispos, y transmitida por la Iglesia como por un canal divino, con la asistencia constante del Espíritu Santo. Cada generación recibe el depósito de la fe, el conjunto de verdades reveladas por Cristo, y lo transmite íntegro ala siguiente, y así hasta el fin de los tiempos.

 Guarda el depósito a ti confiado (2), escribía San Pablo a Timoteo. Y comenta San Vicente de Lerins: "¿qué es el depósito? Es lo que tú has creído, no lo que tú has encontrado; lo que recibiste, no lo que tú pensaste; algo que procede, no del ingenio personal, sino de la doctrina; no fruto de rapiña privada, sino de tradición pública. Es una cosa que ha llegado hasta ti, que por ti no ha sido inventada; algo de lo que tú no eres autor, sino guardián; no creador, sino conservador; no conductor, sino conducido. Guarda el depósito: conserva limpio e inviolado el talento de la fe católica. Lo que has creído, eso mismo permanezca en ti, eso mismo entrega a los demás. Oro has recibido, oro devuelve; no sustituyas una cosa por otra, no pongas plomo en lugar de oro, no mezcles nada fraudulentamente. No quiero apariencia de oro, sino oro puro" (3).

No consiste el diálogo ecuménico en inventar nuevas verdades, ni en alcanzar un pensamiento concordado, un conjunto de doctrinas aceptado por todos, después de haber cedido cada uno un poco. En la doctrina revelada no cabe ceder, porque es de Cristo, y es la única que salva. El deseo de unión con todos y la caridad no puede llevarnos -dejaría de ser caridad- "a amortiguar la fe, a quitar las aristas que la definen, a dulcificarla hasta convertirla, como algunos pretenden, en algo amorfo que no tiene la fuerza y el poder de Dios" (4). El deseo de diálogo con los hermanos separados, y con todos aquellos que dentro de la Iglesia se encuentran lejos de Cristo, nos ha de llevar a meditar con frecuencia en el empeño que ponemos en la propia formación, en el conocimiento adecuado de la doctrina revelada. Hoy, en la oración, podemos pensar en el aprovechamiento de esos medios que tenemos a nuestro alcance para una formación intensa y constante: lectura espiritual, dirección espiritual, retiros...

II. La buena nueva que proclama la Iglesia es precisamente fuente de salvación, porque es la misma verdad predicada por Cristo. "Consciente de ello, Pablo quiere confrontar el propio anuncio con el de los otros Apóstoles, para asegurarse de la autenticidad de su predicación (Gal 2, 10), y durante toda la vida no dejó nunca de recomendar la fidelidad a las enseñanzas recibidas, porque nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo (1 Cor 3, 11)" (5).

La verdad que hemos recibido del Señor es una, inmutable, íntegramente conservada en los comienzos y a través de los siglos, y nunca será lícito relativizarla y aceptar de ella lo que parezca conveniente, pues "cualquier atentado a la unidad de la fe es un atentado contra Cristo mismo" (6). Tan profundamente convencido está San Pablo de esta verdad que sus reconvenciones ante las pequeñas facciones que en aquella primera época iban apareciendo son continuas. Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que recibisteis, en el que os mantenéis firmes, y por el cual sois salvados (...), pues os transmití en primer lugar lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que fue visto por Cefas, y después por los Doce. Posteriormente se dejó ver por más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven todavía, y algunos murieron (7).

El Apóstol anuncia a estos primeros cristianos que la doctrina que han de creer no es una teoría personal de él ni de ningún otro, sino la doctrina común de los Doce, testigos de la vida, muerte y resurrección de Cristo, de quien a su vez la recibieron. El contenido de la fe -en los primeros tiempos y ahora- se halla resumido en el Credo, que tiene su origen en las enseñanzas de Jesús, transmitidas, con la asistencia constante del Espíritu Santo, por los Apóstoles. Este contenido no es una teoría abstracta acerca de Dios, sino la verdad salvadora revelada por el Señor, que tiene consecuencias prácticas y reales en nuestro modo de ser, de pensar, de trabajar, de actuar... Por no ser un convenio humano o una doctrina inventada por hombres, "es absolutamente necesario exponer con claridad toda la doctrina. Nada es tan ajeno al ecumenismo -enseña el Concilio Vaticano II- como aquel falso irenismo que desvirtúa la pureza de la doctrina católica y oscurece su sentido genuino" (8).

El verdadero objetivo del diálogo ecuménico, y también de todo diálogo apostólico, está, pues, en buscar la comunión más perfecta con la verdad salvadora de Cristo. El progreso en el conocimiento y aceptación de esta verdad necesita la continua asistencia del Espíritu Santo, al que pedimos su luz en estos días, y el estudio y la reflexión para entender y explicar cada vez de modo más claro aquello mismo que nos reveló Jesucristo, y que se encuentra guardado como un tesoro en el seno de la Iglesia Católica. Podemos comprender entonces -afirmaba Pablo VI- por qué Ella, "ayer y hoy, da tanta importancia a la conservación rigurosa de la revelación auténtica, la considera un tesoro inviolable, y tiene una conciencia tan severa de su deber fundamental de defender y transmitir en términos inequívocos la doctrina de la fe; la ortodoxia es su primera preocupación; el magisterio pastoral, su función primaria y providencial (...); y la consigna del apóstol Pablo: depositum custodi (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 14), constituye para ella un compromiso tal, que sería traición violar.

"La Iglesia maestra no inventa su doctrina; ella es testigo, custodia, intérprete, medio; y en lo que se refiere a las verdades propias del mensaje cristiano, se puede decir que es conservadora, intransigente; y a quien solicita de ella que haga su fe más fácil, más de acuerdo con los gustos de la mudable mentalidad de los tiempos, le responde con los Apóstoles: non possumus, no podemos (Hech 4, 20)" (9). Esta enseñanza nos sirve también en el apostolado personal con aquellos católicos que querrían adecuar la doctrina, a veces exigente, a una situación particular falta de exigencia y de espíritu de sacrificio, consustancial con el seguimiento del Señor.

III. San Pablo recordaba a los primeros cristianos de Éfeso que habían de proclamar la verdad con caridad: veritatem facientes in caritate (10), y eso debemos hacer nosotros: con aquellos que ya están cerca de la plena comunión de la fe y con quienes apenas tienen algún sentimiento religioso. Veritatem facientes in caritate con quienes nos vemos todos los días y con esas personas a las que encontramos incidentalmente en alguna ocasión. Comprensivos, cordiales con las personas, sin ceder en la doctrina. Es más, si por cualquier circunstancia hallamos un ambiente o debemos estar con alguien que nos trata con frialdad, seguiremos el sabio consejo de San Juan de la Cruz: "No piense otra cosa -exhortaba el Santo a una persona que le pedía luz en medio de tribulaciones y dificultades- sino que todo lo ordena Dios; y a donde no hay amor, ponga amor, y sacará amor..." (11). En lo pequeño y en lo grande, tendremos sobradas ocasiones de llevar este consejo a la práctica. Y veremos muchas veces cómo, casi sin darnos cuenta, hemos cambiado aquel ambiente hostil o indiferente.

La verdad ha de presentarse en su integridad, sin falsos compromisos, pero de una manera amable; nunca agria ni molesta, ni impuesta a la fuerza o con violencia. Con independencia de que alguien esté o no equivocado, aun cuando se le haga una crítica legítima, toda persona tiene derecho a que se la mire con respeto, a que se valore lo que siempre hay de positivo en sus ideas o en su conducta. No debemos juzgar a nadie, y mucho menos condenar. La misma caridad que nos impulsa a mantenernos firmes en la fe, nos lleva también a querer a las personas, a comprender, a disculpar, a dejar actuar a la gracia de Dios, que no fuerza ni quita la libertad de las almas.

La comprensión nos lleva a querer saciar la necesidad más grande del corazón humano: la aspiración a la verdad y a la felicidad, que Dios ha impreso en cada criatura. Son diferentes las circunstancias en que cada uno se encuentra y el grado de verdad que ha alcanzado; y para que todos lleguen a la plenitud de la fe, nuestro cariño y nuestra amistad pueden servir como un puente del que muchas veces se vale Dios para entrar más hondamente en esas almas.

Si le pedimos su ayuda, Nuestra Señora nos enseñará a tratar a cada uno como conviene: con infinito cariño y respeto para con su persona, con inmenso amor por la verdad, que no nos llevará, por falsa comprensión, a ceder en la doctrina.

 

(1) Cfr. CONC. VAT. II, Decr. Unitatis redintegratio, 4.- (2) 1 Tim 6, 20.- (3) SAN VICENTE DE LERINS, Commonitorio, 22.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 456.- (5) JUAN PABLO II, Homilía 25-I-1987.- (6) Ibídem .- (7) 1 Cor 15, 1-6.- (8) CONC. VAT. II, loc. cit., 11.- (9) PABLO VI, Audiencia general 19-I-1972.- (10) Ef 4, 15.- (11) SAN JUAN DE LA CRUZ, A la M. María de la Encarnación, 6-VII-1591.

 

 

21 DE ENERO. CUARTO DIA DEL OCTAVARIO

7. El fundamento de la unidad.

- El primado de Pedro se prolonga en la Iglesia a través de los siglos en la persona del Romano Pontífice.

- El Vicario de Cristo.

- El Primado, garantía de la unidad de los cristianos y cauce del verdadero ecumenismo. Amor y veneración por el Papa.

 

I. San Juan inicia la narración de la vida pública de Jesús contándonos cómo se encontraron con Él los primeros discípulos y cómo Andrés le presentó a su hermano Pedro. El Señor le dio la bienvenida con este saludo: Tú eres Simón, hijo de Juan, tú te llamarás Cefas, que quiere decir Pedro (1). Cefas es la trascripción griega de una palabra aramea que quiere decir piedra, roca, fundamento. Por eso el Evangelista, que escribe en griego, explica el significado del término empleado por Jesús. Cefas no era nombre propio, pero el Señor llama así al Apóstol para indicar la misión que el mismo Jesús le revelará más adelante. Poner el nombre equivalía a tomar posesión de lo nombrado. Así, por ejemplo, Dios constituye a Adán dueño de la creación y le manda poner nombre a todas las cosas (2), manifestando así su dominio. El nombre de Noé se le impone como signo de nueva esperanza después del diluvio (3). Dios cambió el nombre de Abram por Abrahán para designar que sería padre de muchas generaciones (4).

Los primeros cristianos consideraron tan significativo el nombre de Cefas que lo emplearon sin traducirlo (5); después se hizo corriente su traducción -Piedra, Pedro-, que motivó el olvido, en buena parte, de su primer nombre, Simón. El Señor le llamará con mucha frecuencia Simón Pedro, significando el nombre propio y la misión y el oficio que se le encomienda. Resultan aún más significativas estas palabras de Jesús al no ser Pedro -Cefas- nombre propio de persona en aquella época.

Desde el principio, Pedro ocupó un lugar singular entre los discípulos de Jesús y luego en la Iglesia. En las cuatro listas del Nuevo Testamento donde se enumeran los Doce, Simón Pedro ocupa el primer lugar. Jesús lo distingue entre los demás, a pesar de que Juan aparezca como su predilecto: se aloja en su casa (6), paga el tributo por los dos (7) y posiblemente se le aparece primero (8). En muchas ocasiones se le destaca de los demás. Así, las expresiones Pedro y sus compañeros (9), Pedro y los que le acompañaban (10)... El ángel dice a las mujeres: Id a decir a sus discípulos y a Pedro... (11). Otras muchas veces, Pedro es el portavoz de los Doce; y también es quien pide al Señor que les explique el sentido de las parábolas (12), etc.

Todos saben bien de esta preeminencia de Simón. Así, por ejemplo, los encargados de recaudar el tributo se dirigen a él para cobrar los dracmas del Maestro (13)... Esta superioridad no se debe a su personalidad, sino a la distinción de que es objeto por parte de Jesús, quien le otorgará de modo solemne este poder, fundamento de la unidad de la Iglesia, que se prolongará en sus sucesores hasta el fin de los tiempos: "El Romano Pontífice -enseña el Concilio Vaticano II- es el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los obispos como de la multitud de los fieles" (14).

En estos días en que nuestra oración se dirige a obtener del Señor la unidad de todos los cristianos, hemos de pedir de modo muy particular por el Papa, en quien está vinculada toda unidad. Debemos pedir por sus intenciones, por su persona: Dominus conservet eum et vivificet eum... El Señor lo conserve, y lo vivifique, y le haga feliz en la tierra..., le pedimos a Dios, y lo podemos repetir a lo largo del día, seguros de que será una oración muy grata al Señor.

 

II. Estando en Cesarea de Filipo, mientras caminaban, Jesús preguntó a los discípulos qué opinaba la gente de Él. Y ellos, con sencillez, le contaron lo que se decía sobre su Persona. Entonces Jesús les pidió a ellos su parecer, después de aquellos años de seguirle: Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo? Pedro se adelantó a todos y dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. El Señor le contestó con estas palabras tan trascendentales para la historia de la Iglesia y del mundo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la sangre ni la carne, sino mi Padre que está en los Cielos. Y Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los Cielos, y todo lo que atares en la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra quedará desatado en los Cielos (15).

Este texto se encuentra en todos los códices antiguos y es citado ya por los primeros autores cristianos (16). El Señor funda la Iglesia sobre la misma persona de Simón: Tú eres Pedro y sobre esta piedra... Las palabras de Jesús van dirigidas a él personalmente: "Tú"..., y contienen una clara alusión al primer encuentro (17). El discípulo es el fundamento firme sobre el que se asienta este edificio en construcción que es la Iglesia. La prerrogativa propia de Cristo de ser la única piedra angular (18) se comunica a Pedro. De aquí el nombre posterior que recibirá el sucesor de Pedro: Vicario de Cristo, el que le suple y hace sus veces. De ahí también ese entrañable título que Santa Catalina de Siena daba al Papa: el dulce Cristo en la tierra (19). Viene el Señor a decir a Pedro: "aunque Yo soy el fundamento y fuera de Mí no puede haber otro, sin embargo también tú, Pedro, eres piedra, porque Yo mismo te constituyo en fundamento y porque las prerrogativas que son de mi propiedad Yo te las comunico y, por consiguiente, son comunes a los dos" (20).

En aquellos tiempos de ciudades amuralladas, entregar las llaves era símbolo de dar la autoridad y de confiar el cuidado de la ciudad. Cristo deposita en Pedro la responsabilidad de guardar y cuidar la Iglesia, es decir, le da la autoridad suprema sobre ella. Atar y desatar, en el lenguaje semita de la época, significa "prohibir y permitir". Pedro y sus sucesores serán, al mismo tiempo que el fundamento, los encargados de orientar, mandar, prohibir, dirigir... Y este poder, como tal, será ratificado en el Cielo. Además, el Vicario de Cristo será encargado, a pesar de su debilidad personal, de sostener a los demás Apóstoles y a todos los cristianos. En la Ultima Cena, Jesús le dirá: Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos (21). Ahora, en el momento en que recuerda las verdades supremas, cuando ha instituido la Eucaristía y su Muerte está próxima, Jesús renueva la promesa del Primado: la fe de Pedro no puede desfallecer porque se apoya en la eficacia de la oración de Cristo.

 Por la oración de Jesús, Pedro no desfalleció en su fe, a pesar de su caída. Se levantó, confirmó a sus hermanos y fue la piedra angular de la Iglesia. "Donde está Pedro, allí está la Iglesia; donde está la Iglesia, no hay muerte, sino vida" (22), comenta San Ambrosio. Aquella oración de Jesús, a la que unimos hoy la nuestra, mantiene su eficacia a través de los siglos (23).

 

III. La promesa que Jesús hizo a Pedro en Cesarea de Filipo se cumple después de la Resurrección, junto al lago de Genesaret, después de una pesca milagrosa semejante a aquella primera en que Simón dejó las barcas y las redes y siguió definitivamente a Jesús (24).

Pedro fue proclamado por Cristo su continuador, su vicario, con esa misión pastoral que el mismo Jesús indicó como su misión más característica y preferida: Yo soy el Buen Pastor. "El carisma de San Pedro pasó a sus Sucesores (25). Él moriría unos años más tarde, pero era preciso que su oficio de Pastor supremo durara eternamente, pues la Iglesia -fundada sobre roca firme- debe permanecer hasta la consumación de los siglos (26).

Este Primado es garantía de la unidad de los cristianos y cauce por el que debe desarrollarse el verdadero ecumenismo. El Papa hace las veces de Cristo en la tierra; hemos de amarle, escucharle, porque en su voz está la verdad. Y procuraremos por todos los medios que esta verdad llegue a los rincones más lejanos o más difíciles de la tierra, sin deformaciones, para que muchos desorientados vean la luz y muchos afligidos recobren la esperanza. Viviendo la Comunión de los Santos, rezaremos cada día por su persona, como uno de los más gratos deberes de nuestra caridad ordenada.

La devoción y el amor al Papa constituye para los católicos un distintivo único que comporta el testimonio de una fe vivida hasta sus últimas consecuencias. El Papa es para nosotros la tangible presencia de Jesús, "el dulce Cristo en la tierra"; y nos mueve a quererlo, y a oír esa voz del Maestro interior que habla en nosotros y nos dice: Éste es mi elegido, escuchadlo, pues el Papa "hace las veces de Cristo mismo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúa en su lugar" (27).

 

(1) Jn 1, 42.- (2) Gen 2, 20.- (3) Gen 5, 20.- (4) Gen 17, 5.- (5) Cfr. Gal 2, 9;11; 14.- (6) Lc 4, 38-41.- (7) Mt 17, 27.- (8) Lc 24, 34.- ( 9) Lc 9, 32.- (10) Lc 8, 45.- (11) Mc 16, 7.- (12) Lc 12, 41.- (13) Mt 17, 24.- (14) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 23.- (15) Mt 16, 16-20.- (16) Cfr. J. AUER, J. RATZINGER, Curso de Teología dogmática, Herder, Barcelona 1986, vol. VIII, La Iglesia, p. 267 ss.- (17) Jn 1, 42.- (18) Cfr. 1 Pdr 2, 6-8.- (19) SANTA CATALINA DE SIENA, Carta 207, ed. italiana de P. MISCIATELI, Siena 1913, vol. III, p. 270.- (20) SAN LEON MAGNO, Sermón 4 .- (21) Lc 22, 31-32.- (22) SAN AMBROSIO, Comentario sobre el Salmo 12 .- (23) Cfr. CONC. VAT. I, Const. Pastor aeternus, 3.- (24) Jn 21, 15-17.- (25) JUAN PABLO II, Alocución 30-XII-1980.- (26) CONC. VAT. I, loc. cit., 2.- (27) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 21.

 

22 DE ENERO. QUINTO DIA DEL OCTAVARIO

8. Cristo y la Iglesia.

- En la Iglesia encontramos a Cristo.

- Imágenes y figuras de la Iglesia. Cuerpo místico de Cristo.

- La Iglesia es una comunión de fe, de sacramentos y de régimen. La Comunión de los Santos.

 

I. La misión de Cristo no terminó con su Ascensión a los Cielos. Jesús no es sólo un personaje histórico que nació, vivió, murió y resucitó para ser exaltado a la diestra de Dios Padre, sino que vive actualmente entre nosotros de un modo real, aunque misterioso.

Ante el peligro de que los primeros cristianos viviesen del solo recuerdo histórico de aquel Jesús que muchos de ellos "habían visto", y ante la situación de otros que parecían vivir solamente pendientes de la nueva venida de Cristo, que ellos juzgaban inminente, el autor de la Carta a los Hebreos escribió: Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por los siglos (1). Aunque los Apóstoles y los primeros guías de la fe mueran y no puedan dar testimonio directo de su fe, queda a los fieles un Maestro y un Guía que no morirá nunca, que vive para siempre coronado de gloria. Los hombres desaparecen; Cristo queda eternamente con nosotros. Él existió ayer con los hombres, en un pasado histórico concreto; vive hoy en los Cielos, a la diestra del Padre, y está hoy a nuestro lado, dándonos continuamente la Vida a través de los sacramentos, acompañándonos de modo real en las vicisitudes de nuestro caminar. La Humanidad Santísima de Cristo fue asumida sólo por un tiempo determinado; la Encarnación fue decretada desde la eternidad, y el Hijo de Dios, nacido de María Virgen en el tiempo y en la historia, en los días de César Augusto, permanece hombre para siempre, con un cuerpo glorioso en el cual resplandecen las señales de la Pasión (2).

Cristo vive resucitado y glorioso en el Cielo y, de forma misteriosa pero real, en su Iglesia, que no es un movimiento religioso inaugurado por su predicación, sino que dice relación a la propia Persona de Jesús. La Iglesia nos hace presente a Cristo; es en Ella donde lo encontramos.

La grandeza de la Iglesia está precisamente en esa íntima relación con Jesús; por eso, es un misterio no abarcable con palabras. Ningún lenguaje humano es capaz de expresar su insondable riqueza, que toma origen en la misma Persona de Jesús y tiene como finalidad perpetuar su presencia salvadora entre nosotros. Más aún, la misión única de la Iglesia consiste en hacer presente a Cristo, que se fue a los Cielos, pero anunció que estaría con nosotros todos los días hasta la consumación de los siglos (3), y conducirnos hasta Él. Afirma el Concilio Vaticano II que Él es el autor de la salvación y el principio de paz y de unión, y constituyó a la Iglesia "a fin de que fuera para todos y para cada uno el sacramento visible de esta unidad salvadora" (4).

 

II. Señalaba Pablo VI que es decisivo para quienes seguimos a Cristo conocer la naturaleza de la Iglesia. "Y este conocimiento es tanto más importante, especialmente para nosotros católicos, cuanto que tantos errores, tantas ideas inexactas, tantas opiniones particulares circulan en las discusiones de nuestro tiempo". ¡Cuánta ignorancia, cuánto error! Muchos olvidan o desconocen que "la Iglesia es un misterio, no sólo en el sentido de la profundidad de su vida, sino en el sentido también de que es una realidad no tanto humana e histórica y visible, cuanto divina y superior a nuestra natural capacidad de conocer" (5).

La Sagrada Escritura muestra su naturaleza mediante diversas figuras que se complementan. Todas tienen como centro a Jesucristo y giran en torno a la unidad: es como un redil, cuya puerta es Cristo; rebaño, que tiene como Buen Pastor a Jesús, que nunca lo dejará en manos del enemigo o sin pastos; campo y viña del Señor; edificio, cuya piedra angular es Cristo, que tiene como cimiento a los Apóstoles y en el que los fieles realizan la función de piedras vivas. La Iglesia, llamada también Jerusalén de arriba y Madre nuestra, es descrita igualmente como esposa inmaculada (6). Como explica San Pablo a los primeros cristianos de Corinto, la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo (7). A través de esta imagen se expresa con claridad cómo la Iglesia pertenece a Cristo y está unida a Él. Entre Jesús y la Iglesia, entre Jesús y los cristianos se establece una corriente de vida que los hace inseparables (8). Por la unión vital e íntima entre Cristo y la Iglesia se pueden afirmar realidades que tomadas al pie de la letra sólo pueden aplicarse a la Iglesia, y viceversa. Así, puede decirse que Cristo es perseguido cuando la Iglesia es perseguida (9), que Cristo es amado cuando son amados los miembros de su Cuerpo, que se niega a Cristo cuando no se quiere ayudar a los fieles (10). También podemos decir que "la pasión expiatoria de Cristo se renueva y en cierto modo se continúa y se completa en el Cuerpo místico, que es la Iglesia...Con razón, pues, Jesucristo, que padece todavía en su Cuerpo místico, desea tenernos por socios en la expiación, y esto lo exige también nuestra situación en Él; porque siendo como somos Cuerpo místico de Cristo, es necesario que aquello que padece la cabeza lo padezcan con ella los miembros" (11). Se trata, pues, de una unión estrechísima y misteriosa.

Esta unión no impide que cada fiel tenga su propio ser, su propia personalidad. El yo individual de cada hombre no queda anulado al unirse a Cristo, ni tampoco el ser propio de la Iglesia, aunque sea configurado y vivificado por Él. Los fieles creyentes reciben del Señor la misma vida de la gracia; y esta participación de la vida divina configura la unión entre ellos. La íntima comunión de los fieles abarca tanto el aspecto interior, espiritual e invisible como el carácter externo y visible de la Iglesia. "Si la Iglesia es un cuerpo -explicaba Pío XII-, necesariamente ha de ser uno e indiviso; según aquello de San Pablo: Muchos formamos un solo cuerpo (Rom 7, 5). Y no solamente debe ser uno e indiviso, sino también algo concreto y claramente visible (...). Por lo cual se apartan de la verdad divina aquellos que se forjan una imagen de la Iglesia de tal manera, que no pueda ni tocarse ni verse, siendo solamente un ser "neumático", como dicen, en el que muchas comunidades de cristianos, aunque separadas mutuamente en la fe, se junten, sin embargo, por un lazo invisible. Mas el cuerpo necesita también multitud de miembros, que de tal manera estén trabados entre sí, que mutuamente se auxilien" (12).

 

III. La unidad de los fieles que forman el Cuerpo místico de Cristo está constituida por una comunión de fe, de sacramentos y de jerarquía, cuyo centro es el Papa.

La Iglesia es una comunión de fe, es decir, está formada por todos los bautizados, que han recibido una misma llamada de Dios y han correspondido con generosidad a esa llamada divina. Como consecuencia, confiesan la misma doctrina y están unidos por la misma vida divina que les comunica el Bautismo. Esta íntima unión, que brota de la fe, abraza conjuntamente la doctrina y la vida. En la antigüedad, cuando un bautizado se separaba de la doctrina o de la vida profesada y vivida por todos en la Iglesia, se le consideraba como excomulgado, esto es, que había roto la común unión de todos. Después pasó a ser un acto de la autoridad de la Iglesia por el que se consideraba a alguien fuera de la Iglesia, en casos extremos y especialmente graves.

En el Cuerpo místico de Cristo existe también una comunión de bienes espirituales, en los que se participa principalmente a través de los sacramentos. Por ellos se da a los fieles la vida divina, se les alimenta y fortalece. La Sagrada Eucaristía es la cima de la vida de la Iglesia, pues en ella se dala Comunión en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, se alcanza la unión más íntima entre Cristo y sus discípulos y, al mismo tiempo, se refuerza la unión entre todos los que componen la Iglesia. La Sagrada Eucaristía es "la fuente y el culmen de la vida cristiana" (13).

La Iglesia es también una comunión de mutuas ayudas sobrenaturales. En ella se da una gran variedad y pluralidad de carismas y vocaciones, ordenadas a la unidad y bajo una misma jerarquía, cuyo centro es el Papa, sin el cual no puede subsistir la unión de una misma fe.

La unidad de la Iglesia tiene su concreción en la Comunión de los Santos. Este dogma expresa la unión de los cristianos entre sí, pues si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos los otros a una se gozan (14). "La interdependencia de los cristianos unidos a Cristo por la caridad sacramental se organiza a distancia. Da a cada uno los tesoros de todos los demás, y a los demás los tesoros de cada uno" (15). Todos nos necesitamos, todos nos podemos ayudar; de hecho, nos estamos beneficiando continuamente de los bienes espirituales de la Iglesia. Nuestra oración, el ofrecimiento del trabajo, de las pequeñas incomodidades que traerá el día de hoy, pueden ayudar eficazmente a tantos hermanos que están en camino de la fe y a quienes, estando cerca, no tienen aún la plena comunión. La consideración de esta eficaz ayuda que prestamos a otros nos debe alentar a cumplir acabadamente los deberes más pequeños y a darles un sentido sobrenatural, presentándolos al Señor como una ofrenda, pues "de la misma manera que en un cuerpo natural la actividad de cada miembro repercute en beneficio de todo el conjunto, así también ocurre con el cuerpo espiritual que es la Iglesia: como todos los fieles forman un solo cuerpo, el bien producido por uno se comunica a los demás" (16). Esto nos debe animar a prestar ayuda a otros a través de la oración y del cumplimiento fiel del trabajo profesional. Un día, admirados, podremos contemplar en Dios el bien tan grande que hicimos a muchos cristianos y a la Iglesia entera desde nuestro despacho, la cocina, el quirófano o la besana. No dejemos que se pierda una sola hora de labor, una contrariedad o una larga espera. Todo lo podemos convertir en gracia y vivificar así, unidos a Cristo, todo su Cuerpo místico.

Señor, mira complacido a tu pueblo y derrama sobre él los dones de tu Espíritu, para que crezca sin cesar en el amor a la verdad y busque, en la doctrina y en la práctica, la perfecta unidad de los cristianos (17).

 

(1) Heb 13, 8.- (2) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Epístola a los Hebreos, EUNSA, Pamplona 1987, nota a Heb 13, 8.- (3) Mt 28, 20.- (4) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 9.- (5) PABLO VI, Alocución 27-IV-1966.- (6) Cfr. CONC. VAT. II, loc. cit., 6.- (7) Cfr. 1 Cor 12, 12-17.- (8) Cfr. CONC. VAT. II, loc. cit., 7.- (9) Cfr. Hech 9, 5.- (10) Cfr. Mt 25, 35-45.- (11) PIO XI, Enc. Miserentissimus Redemptor, 8-V-1928.- (12) PIO XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943, 7.- (13) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 11; Decr. Presbyterorum ordinis, 5.- (14) 1 Cor 12, 26.- (15) CH. JOURNET, Teología de la Iglesia, Desclée de Brouwer, Bilbao 1960, p. 252.- (16) SANTO TOMAS, Sobre el Credo, en Escritos de catequesis, Rialp, Madrid 1975, p. 99.- (17) MISAL ROMANO, Misa por la unidad de los cristianos, C. Oración colecta.

 

23 DE ENERO. SEXTO DIA DEL OCTAVARIO

9. La Iglesia, nuevo Pueblo de Dios.

- Los cristianos somos linaje escogido, sacerdocio regio, pueblo adquirido en propiedad por Jesucristo.

- Participación de los laicos en la función sacerdotal, profética y real de Cristo. La santificación de las tareas seculares.

- El sacerdocio ministerial.

 

I. Dios llama personalmente, por su nombre, a cada hombre (1); pero, desde el principio, "fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente" (2). Quiso escoger entre las demás naciones de la tierra al pueblo de Israel para manifestarse a sí mismo y revelar los designios de Su voluntad. Hizo con él una alianza, que fue renovada una y otra vez. Pero todo esto sucedió como figura y preparación del nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, que Jesús rescataría para sí con su Sangre derramada en la Cruz. En ella se cumplen con plenitud los títulos que se daban en el Antiguo Testamento al pueblo de Israel: es linaje escogido (3), pueblo adquirido para pregonar las excelencias de Dios (4).

La cualidad esencial de quienes componen este nuevo pueblo "es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo; tiene por ley el nuevo mandato del amor, como el mismo Cristo nos amó a nosotros (cfr. Jn 13, 34); y tiene como fin el dilatar más y más el reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra" (5). Vosotros -enseña San Pedro a los cristianos de la primitiva cristiandad- sois linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravillas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable: los que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios; los que antes no habíais alcanzado misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia (6).

En este nuevo Pueblo hay un único sacerdote, Jesucristo, y un único sacrificio, que tuvo lugar en el Calvario y que se renueva cada día en la Santa Misa. Todos aquellos que componen este pueblo son linaje escogido, participan del sacerdocio de Cristo y quedan capacitados para llevar a cabo una mediación sacerdotal, fundamento de todo apostolado, y para participar activamente en el culto divino. De esta manera pueden convertir todas sus actividades en sacrificios espirituales, agradables a Dios (7). Se trata de un sacerdocio verdadero, aunque esencialmente distinto del sacerdocio ministerial, por el que el sacerdote queda capacitado para hacer las veces de Cristo, principalmente cuando perdona los pecados y celebra la Santa Misa. Sin embargo, ambos están ordenados el uno al otro y participan, cada uno a su modo, del único sacerdocio de Cristo. En él -en la participación del sacerdocio de Cristo- nos santificamos y encontramos las gracias necesarias para ayudar a los demás.

 

II. Los fieles participan en la misión de Cristo y, así, impregnan su propia vida en medio del mundo, y el mundo mismo, con el espíritu de su Señor. Sus oraciones, la vida familiar y social, sus iniciativas apostólicas, el trabajo y el descanso, y las mismas pruebas y contradicciones de la vida, se convierten en una ofrenda santa que llega hasta Dios principalmente en la Santa Misa, "centro y raíz de la vida espiritual del cristiano" (8).

Esta participación de los laicos en la función sacerdotal de Cristo lleva consigo una vida centrada en la Santa Misa, pero su participación eucarística no se agota cuando asisten activamente al Sacrificio del Altar, ni se expresa principalmente en determinadas funciones litúrgicas que los laicos también pueden desempeñar, sino que su campo propio está en la santificación de su trabajo ordinario, en el cumplimiento de sus deberes profesionales, familiares, sociales..., que procuran desempeñar con la máxima rectitud.

Los laicos participan también de la misión profética de Cristo. Su vocación específica les lleva a anunciar la palabra de Dios, no en la Iglesia, sino en la calle: en la fábrica, en la oficina, en el club, en la familia (9). Proclamarán la palabra divina con su ejemplo como compañeros de trabajo, como vecinos, como ciudadanos... Y con la sugerencia oportuna, con la conversación íntima y profunda a la que da derecho una honda amistad; al aconsejar un libro que orienta y al desaconsejar un espectáculo que no es propio de un hombre de bien, al infundir aliento -haciendo las veces de Cristo- y al prestar con alegría un pequeño servicio.

El cristiano es partícipe también de la función real de Cristo. En primer lugar, siendo señor de su trabajo profesional, no dejándose esclavizar por él, sino gobernándolo y dirigiéndolo, con rectitud de intención, a la gloria de Dios, al cumplimiento del plan divino sobre toda la creación (10). El papel de los laicos no se potencia cuando se les brinda una participación en la autoridad o en el ministerio clerical. Quizá algunos pocos puedan ir en esa dirección, pero ni siquiera eso es lo más propio de una vocación secular (11). Es en el mundo, en medio de las estructuras seculares de la vida humana, donde se desarrolla su participación en la misión real de Jesucristo. "Su tarea principal e inmediata -señalaba Pablo VI- no es establecer y desarrollar la comunidad eclesial -ésta es tarea específica del clero-, sino aprovechar todas las posibilidades cristianas y evangélicas latentes pero ya presentes y activas en los asuntos temporales" (12). Dentro de este nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia, la participación en la misión real de Cristo les lleva a impregnar el orden social con aquellos principios cristianos que lo humanizan y elevan: la dignidad y primacía de la persona humana, la solidaridad social, la santidad de la familia y del matrimonio, la libertad responsable, el amor a la verdad, la promoción de la justicia en todos los niveles, el espíritu de servicio, la comprensión mutua y la caridad fraterna... "Los laicos no han de ser la "longa manus" de la jerarquía. No son la extensión de un "sistema" eclesiástico oficial. Son -cada uno es, por derecho propio y sobre la base de su piedad, competencia y doctrina- la presencia de Cristo en los asuntos temporales" (13). Pensemos hoy si los demás, al ver nuestro actuar diario, se sienten movidos a un mayor acercamiento a Cristo, si a través de nuestro trabajo y de nuestra participación en las tareas sociales -en sus distintos niveles- estamos de hecho llevando el mundo a Dios.

 

III. Este nuevo Pueblo de Dios tiene a Cristo como Sumo y Eterno Sacerdote. El Señor asumió la tradición antigua transformándola y renovándola, instituyendo un sacerdocio eterno. Los sacerdotes de Cristo son, cada uno de ellos, como un instrumento del Señor y prolongación de su Santísima Humanidad. No actúan en nombre propio, ni son simples representantes de los pueblos, sino que hacen las veces de Cristo. De cada uno de ellos se puede decir que, escogido entre los hombres, está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios... (14).

Cristo actúa realmente a través de ellos, por medio de sus palabras, gestos, etc., y su sacerdocio está íntima e inseparablemente unido al sacerdocio de Cristo y a la vida y crecimiento de la Iglesia. El sacerdote es padre, hermano, amigo...; su persona pertenece a los demás, es posesión de la Iglesia, que lo ama con amor del todo particular y tiene sobre él relaciones y derechos de los que ningún otro hombre puede ser depositario (15). "Jesús -enseñaba Juan Pablo II con motivo de una numerosa ordenación en Brasil- nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que es Él quien actúa por medio de nosotros. "Por el Sacramento del Orden -dijo alguien acertadamente-, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad" (cfr. J. Escrivá de Balaguer, Amar a la Iglesia, Palabra, Madrid 1986, p. 69). Y podemos añadir -continuaba el Papa-: Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la penitencia, pronuncia la palabra autorizada y paterna: Tus pecados te son perdonados (Mt 9, 2; Lc 5, 20; 7, 48; cfr. Jn 20, 23). Y es Él quien habla cuando el sacerdote, ejerciendo su ministerio en nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la Palabra de Dios. Es el propio Cristo quien cuida los enfermos, los niños y los pecadores, cuando les envuelve el amor y la solicitud pastoral de los ministros sagrados" (16).

La ordenación sagrada confiere el más alto grado de dignidad que el hombre es capaz de recibir. Por ella, el sacerdote es constituido en ministro de Dios y dispensador de sus tesoros divinos (17). Estos tesoros son principalmente la celebración de la Santa Misa, de valor infinito, y el poder de perdonar los pecados, de devolver la gracia al alma. De muchas formas el sacerdote se convierte en canal de la gracia divina. Además, por la ordenación, el sacerdote es constituido mediador y embajador entre Dios y los hombres, entre el Cielo y la tierra. Con una mano toma los tesoros de la misericordia divina; con la otra los distribuye a sus hermanos los hombres.

Un sacerdote es un inmenso bien para la Iglesia y para la humanidad entera. Por eso, hemos de pedir que nunca falten sacerdotes santos, que se sientan servidores de sus hermanos los hombres, que no olviden nunca su dignidad y el tesoro que Dios ha puesto en sus manos para que lo distribuyan generosamente al resto del Pueblo de Dios. Bien se puede decir que "si ha habido un tiempo en que un sacerdote es un espectáculo para los hombres y para los ángeles, es en esta época que se abre ante nosotros" (18). No dejemos de pedir por ellos.

 

(1) Is 43, 1.- (2) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 9.- (3) Cfr. Ex 19, 5-6.- (4) Cfr. Is 43, 20-21.- (5) CONC. VAT. II, loc. cit .- (6) 1 Pdr 2, 9-10.- (7) 1 Pdr 2, 5.- (8) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 87.- (9) Cfr. JUAN PABLO II, Carta Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 14.- (10) Cfr. IDEM, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, 5.- (11) Cfr. C. BURKE, Autoridad y libertad en la Iglesia, Rialp, Madrid 1988, p. 196.- (12) PABLO VI, Exhor. Apost. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, 70.- (13) C. BURKE, o. c., p. 203.- (14) Cfr. Heb 5, 1-4.- (15) Cfr. A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid 1970, p. 81.- (16) JUAN PABLO II, Homilía 2-VII-1980.- (17) Cfr. 1 Cor 4, 1.- (18) CARD. J. H. NEWMAN, Sermón en la inauguración del Seminario San Bernardo, 2-X-1873.

 

24 DE ENERO. SEPTIMO DIA DEL OCTAVARIO

10. María, Madre de la Unidad.

- Madre de la unidad en el momento de la Encarnación.

- En el Calvario.

- En la Iglesia naciente de Pentecostés.

 

I. Saldrás con júbilo al encuentro de los hijos de Dios, Virgen María, porque todos se reunirán para bendecir al Señor del mundo (1). La Iglesia, llevada por un ferviente deseo de congregar en la unidad a los cristianos y a todos los hombres, suplica a Dios, por intercesión de la Virgen, que todos los pueblos se reúnan en un mismo pueblo de la nueva Alianza (2). La Iglesia está persuadida de que la causa de la unidad de los cristianos está íntimamente relacionada con la Maternidad espiritual de la Santísima Virgen María sobre todos los hombres, y de modo particular sobre los cristianos (3). El Papa Pablo VI la invocó en diversas ocasiones con el título de Madre de la unidad (4). Juan Pablo II dirigía a Nuestra Señora esta oración llena de amor y de confianza: "Tú que eres la primera servidora de la unidad del Cuerpo de Cristo, ayúdanos, ayuda a todos los fieles, que sienten tan dolorosamente el drama de las divisiones históricas del cristianismo, a buscar continuamente el camino de la unidad perfecta del Cuerpo de Cristo mediante la fidelidad incondicional al Espíritu de Verdad y de Amor..." (5).

La Iglesia nació en cierto modo con Cristo y creció ya en la casa de Nazaret juntamente con Él, puesto que la Iglesia, en su realidad invisible y misteriosa, es el mismo Cristo místicamente desarrollado y vivo en nosotros. Y María, por su divina maternidad, es Madre de la Iglesia entera desde sus comienzos (6). Todos formamos un solo Cuerpo, y María es Madre de ese Cuerpo místico. ¿Y qué madre va a permitir que sus hijos se separen y se alejen de la casa paterna? ¿A quién recurrir con más seguridad de ser escuchados que a Santa María, Madre? San Bernardo, en una página bellísima, nos describe a todas las creaturas invocando a María para que en la Anunciación pronunciara el fiat, el hágase, que había de traer la salvación para todos. Cielo y tierra, pecadores y justos, presente, pasado y futuro se congregan en Nazaret en torno a María (7). Cuando Nuestra Señora dio su consentimiento, se hizo realidad su Maternidad sobre Cristo y sobre la Iglesia y, en cierto modo, sobre toda la creación. El pecado había disgregado la unidad del género humano y perturbado todo el orden del Universo. María fue la criatura escogida para hacer posible la Encarnación del Hijo de Dios y, con su consentimiento, fue también causa de la recapitulación de todas las cosas que Cristo habría de llevar a cabo a través de la Redención.

La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, tuvo en la Encarnación -y, por consiguiente, en el seno mismo de María- el principio primero de su unidad. La Virgen Santísima fue la Madre de la unidad de la Iglesia en su más profunda realidad, pues dio la vida a Cristo en su seno purísimo. Cristo, "autor de la fe íntegra y amante de la unidad, eligió para sí una Madre incorrupta de alma y cuerpo y quiso como Esposa a la Iglesia una e indivisa" (8).

 

II. Cristo consumó la Redención en el Calvario. El nuevo Pacto, sellado con la Sangre derramada en la Cruz, unía de nuevo a los hombres con Dios, y los congregaba a la vez entre sí. El Señor -enseña San Pablo- destruyó todos los muros de división y formó una Iglesia única, un solo pueblo (9). La diversidad de razas, de naciones, de lenguas, de condiciones sociales, no sería obstáculo para esa unidad que Cristo nos dio con su Muerte en la Cruz. En aquel instante en que se consumaba la Redención, surgía el nuevo Pueblo de los hijos de Dios, unificados en torno a su Cruz y redimidos con su Sangre. "Elevado sobre la tierra, en presencia de la Virgen Madre, congregó en la unidad a tus hijos dispersos, uniéndolos a sí mismo con los vínculos del amor" (10).

La Virgen, en aquellas horas de la pasión, alimentaba en su Corazón sacratísimo los mismos sentimientos de su Hijo, quien en la tarde anterior se había despedido de sus discípulos con un mensaje de fraternidad, dirigiendo al Padre una plegaria que culminaba en aquella petición por la unidad, que nosotros también, en unión con Él, hemos repetido quizá tantas veces: ut omnes unum sint, sicut tu, Pater, in me et ego in te..., que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti... (11). Esta unidad que pide Jesús para los suyos es reflejo de la que existe entre las tres Personas divinas, y de la que participó Nuestra Señora en un grado incomparable y absolutamente extraordinario (12).

Nuestra Señora, al pie de la Cruz, estaba unida íntimamente a su Hijo, corredimiendo con Él. Allí, Jesús, viendo a su Madre y al discípulo al que amaba, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa (13). Nuestra Madre Santa María estuvo siempre unida a su Hijo, como ninguna criatura lo ha estado ni lo estará jamás, y de modo muy particular en aquellos últimos momentos en los que se consumaba nuestra redención. En el Calvario "mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cfr. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo" (14), en el que estábamos representados todos los hombres. Ella es Madre de todo el género humano y especialmente de todos aquellos que por el Bautismo hemos sido incorporados a Cristo. ¿Cómo podríamos olvidarnos, en estos días en que pedimos insistentemente la unidad de la Madre que congrega en la única casa a todos los hijos? El Concilio Vaticano II nos recordaba la necesidad de volver nuestra mirada hacia la Madre común: "ofrezcan todos los fieles súplicas apremiantes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que Ella (...) interceda en la comunión de todos los santos ante su Hijo, hasta que todas las familias de los pueblos, tanto los que se honran con el título de cristianos como los que todavía desconocen a su Salvador, lleguen a reunirse felizmente, en paz y concordia, en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e indivisible Trinidad" (15). A Ella acudimos pidiéndole que este amor a la unidad nos mueva a crecer cada vez más en un apostolado sencillo, constante y eficaz: "Invoca a la Santísima Virgen; no dejes de pedirle que se muestre siempre Madre tuya: "monstra te esse Matrem!", y que te alcance, con la gracia de su Hijo, claridad de buena doctrina en la inteligencia, y amor y pureza en el corazón, con el fin de que sepas ir a Dios y llevarle muchas almas" (16).

 

III. Vuelto a Ti y sentado a tu derecha, envió sobre la Virgen María, en oración con los Apóstoles, el Espíritu de la concordia y de la unidad, de la paz y del perdón (17).

La Iglesia, por voluntad de Jesucristo, tuvo desde el principio una unidad visible, en la fe, en la única esperanza, en la caridad, en la oración, en los sacramentos, en los pastores por los que iba a ser gobernada, al frente de los cuales fue puesto Pedro. Esta unidad visible, externa, debía constituir como una señal de su carácter divino, porque sería una manifestación de la presencia de Dios en ella. Así lo pidió Jesús en la Ultima Cena (18). Así vivieron los primeros cristianos: unidos entre ellos, bajo la autoridad de los Apóstoles.

Cuando los Apóstoles están reunidos en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo, allí está Nuestra Señora con ellos. Aquellos pocos son la primera célula de la Iglesia universal. "María está en el centro de ella, como corazón que le da vida en lo más íntimo" (19). Los Apóstoles perseveraban en la oración con María, la Madre de Jesús (20). Las personas y los detalles que describe San Lucas son como atraídos por la figura de María, que ocupa el centro del lugar donde se han congregado los íntimos de Jesús. "La tradición ha contemplado y meditado este cuadro y ha concluido que en él aparece la maternidad que la Virgen ejerce sobre toda la Iglesia, tanto en su origen como en su desarrollo" (21). En torno a María permanecen unidos quienes recibirán el Espíritu Santo. Pedro constituye la unidad interna de la Iglesia. "María creaba una atmósfera de caridad, de solidaridad, de unánime conformidad. Ella era, por consiguiente, la mejor colaboradora de Pedro y de los Apóstoles en la organización y en el gobierno" (22).

Después de su Asunción a los Cielos, María ha velado sin cesar por la unidad de los miembros de su Hijo, y cuando éstos no han acogido esta maternal protección que los mantenía unidos, no ha cesado de interceder para que vuelvan a la plena comunión en el seno de la Iglesia. A nosotros nos hace experimentar sentimientos de fraternidad, de comprensión y de paz. "La experiencia del Cenáculo no reflejaría la hora de gracia de la efusión del Espíritu, si no tuviese la gracia y la alegría de la presencia de María. Con María, la Madre de Jesús (Hech 1, 14), se lee en el gran momento de Pentecostés (...). Ella, Madre del amor y de la unidad, nos une profundamente para que, como la primera comunidad nacida del Cenáculo, seamos un solo corazón y una sola alma. Ella, "Madre de la unidad", en cuyo seno el Hijo de Dios se unió a la humanidad, inaugurando místicamente la unión esponsalicia del Señor con todos los hombres, nos ayude para ser "uno" y para convertirnos en instrumentos de unidad (...)" (23).

 

(1) MISAL ROMANO, Misa de Santa María, Madre y Reina de la unidad, Antífona de entrada.- (2) Ibídem, Colecta.- (3) Cfr. LEON XIII, Enc. Auditricem populi, 5-IX-1895.- (4) Cfr. PABLO VI, Insegnamenti, vol. II, p. 69.- (5) JUAN PABLO II, Radiomensaje en la conmemoración del Concilio de Éfeso, 7-VI-1981.- (6) PABLO VI, Discurso al Concilio, 21-IX-1964.- (7) Cfr. SAN BERNARDO, Homilías sobre la Virgen Madre, 2.- (8) MISAL ROMANO, loc. cit., Prefacio.- (9) Cfr. Ef 2, 14 ss.- (10) MISAL ROMANO, loc. cit., Prefacio.- (11) Jn 17, 21.- (12) Cfr. JUAN PABLO II, Homilía 30-I-1979.- (13) Jn 19, 26-27.- (14) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 58.- (15) Ibídem, 69.- (16) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 986.- (17) MISAL ROMANO, loc. cit., Prefacio.- (18) Jn 17, 23.- (19) R. M. SPIAZZI, María en el misterio cristiano, Studium, Madrid 1958, p. 69.- (20) Hech 1, 14.- (21) SAGRADA BIBLIA, Hechos de los Apóstoles, EUNSA, Pamplona 1984, in loc.- (22) R. M. SPIAZZI, o. c., p. 70.- (23) JUAN PABLO II, Homilía 24-III-1980.