Conclusión

Los signos del Espíritu


Al terminar estas páginas, quisiéramos volver sobre lo que decíamos al final de la introducción. Cuando se hace sentir en nuestro corazón la gracia del Espíritu Santo, es absolutamente preciso dejar de orar. ¿Pero cómo podemos reconocer la presencia de la gracia del Espíritu? Para responder a esta pregunta, bastaría repetir lo que Pablo dice de los frutos del Espíritu en nosotros: ""Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley". (Gál. 5,22-23).

Al responder a Motovilov, Serafín de Sarov desrrolla cada .uno de estos frutos; os aconsejamos vivamente que leáis esas páginas, pues ilustran de manera viva y gráfica la acción profunda del Espíritu en el corazón del hombre.

E/ amor de Dios sentido como un fuego.

Así, cuando evoca el primer signo del Espíritu, dice que el amor de Dios se siente como un fuego en el corazón. Pero para hacer comprender esta realidad espiritual, que escapa a la experiencia grosera de los sentidos, maneja el humor más fino y utiliza imágenes que afinan singularmente el psiquismo del hombre y le conducen suavemente al misterio de la divinización inefable de su corazón.

-¿Qué sientes todavía, amigo de Dios?

-Un calor extraordinario.

-¿Cómo un calor? ¿Acaso no estamos en el bosque y en pleno bosque y en pleno invierno? Tenemos nieve bajo los pies; nos cubre, y sigue cayendo... ¿De qué calor se trata?

-De un calor comparable al de un baño de vapor.

-Y el olor, ¿es cómo el del baño?

-¡Oh no! No hay nada en la tierra comparable a este perfume. Antes de morir mi madre, me gustaba bailar y cuando iba al baile, ella me rociaba con perfumes que compraba en los mejores almacenes de Kazán y que le costaban muy caros, Su olor no se puede comparar con estos aromas.

El Padre Serafín sonríe...

-Lo sé, amigo mío, tan bien como tú, y por eso adrede te lo pregunto. Es muy cierto, ningún perfume terrestre puede compararse al buen olor que respiramos en este momento -el buen olor del Espíritu Santo-. ¿Qué es lo que, en la tierra, puede ser semejante a él? Acabas de decir que hacía calor, como en el baño. Pero mira la nieve que nos cubre a los dos, no se derrite, como tampoco la que está a nuestros pies. El calor no está pues en el aire, sino dentro de nosotros mismos. Es este calor que el Espíritu Santo nos hace pedir en la oración: "Que tu Espíritu Santo nos caliente"; este calor permitía a los eremitas, hombres y mujeres, no temer el frio del invierno, envueltos como estaban, como en un abrigo de piel, en un vestido tejido por el Espíritu Santo 1.

Lo que es admirable en un Serafín de Sarov, es que habla de realidades sumamente espirituales en un lenguaje sencillo. gráfico y lleno de humor. Lo que quiere hacer comprender, es que el reino de los cielos habita dentro de nosotros, que nos enciende y nos ilumina desde el fondo de nuestro ser y no desde el exterior. En otras palabras, es la experiencia de los peregrinos de Emaús que no sólo ven al resucitado, sino que experimentan su presencia en lo más íntimo de su corazón por el calor que derrama en ellos.

Se podrían traer otros muchos testimonios sobre esta primera señal del Espíritu. Teófano, el Recluso dice poco más o menos lo mismo:

La señal de esta venida es el nacimiento de un calor en el corazón. El primer fruto del calor que viene de Dios es el recoger todos los pensamientos en uno solo y concentrarlos en Dios.

Se trata ciertamente de un calor totalmente espiritual que, en algunos momentos, puede sentirse en el cuerpo, pero cuyo objeto es descentrarnos de nosotros mismos, para volvernos únicamente hacia Dios.

De aquí, dice un monje sirio, nace en el corazón el odio a las tinieblas, el anonadamiento de sí mismo, el amor de la condición de peregrino, y el renunciamiento, madre de todas las virtudes. .

Se podría añadir también que este calor es al mismo tiempo una dulzura extraordinaria, pues hace fundir el corazón de piedra para hacerlo líquido, y permitirle ver el rostro de Jesús resucitado. El alma se llena así de un silencio y de una paz incomparables, de las cuales habla Jesús en el Evangelio (Jn. 14,27). Es finalmente esa alegría desbordante que inunda el corazón, de la que hemos hablado a propósito de la Virgen. El hombre siente dulzura, júbilo y bienestar que son como un anticipo de la alegría del cielo.

Todas estas señales culminan en un verdadero amor del prójimo. Lo que más me ha chocado en Silvano de Athos, es un sentimiento de tierna misericordia para el prójimo, y sobre todo para con los pecadores, que le empujaba a pedir por ellos noche y día, derramando la sangre de su corazón. Para él el único criterio para estar en el camino de la oración total, es el amor a los enemigos en el sentido evangélico de la expresión.

La tercera señal (la primera es el amor de Dios sentido como un fuego, y la segunda la humildad) es esta misericordia que tiende a reproducir en ti la imagen de Dios. Cuando así tu espíritu se extiende con el pensamiento a todos los hombres, corren lágrimas de tus ojos, todos los hombres habitan en alguna parte de tu corazón; derramas sobre todos ellos, con el pensamiento, toda tu benevolencia. De ahí, nace en tu corazón la bondad,.la amabilidad, de tal manera que ya no puede volverte a suceder que dirijas una palabra desagradable a nadie, ni que pienses nada malo de él; no, a todos haces bien, tanto en el pensamiento como en la obra.

La cuarta señal, es el amor verdadero que no deja en tu alma nada que no sea el recuerdo de Dios: clave espiritual, que te permitirá abrir la puerta interior del corazón en el cual está escondido Cristo... De este amor nace la fe que contempla las cosas ocultas, que el Espíritu no puede confiar al pergamino... Los ojos de la carne no pueden percibir estas cosas. pero en lo íntimo del corazón; iluminan los ojos del espíritu 2.

La luz increada.

Cuando el corazón se unifica en el Espíritu, y se reconstruye el entendimiento, la luz brota en el corazón. San Gregorio, el Sinaíta habla de la oración que brota del corazón, como fuego alegre. Todo el ser está penetrado por la luz divina. Es otra manera de expresar lo que hemos dicho más arriba, a propósito del amor de Dios sentido como un fuego. Se habla de fuego, de calor, pero hay que aclararse sobre las palabras, pues se podría también hablar de luz, de claridad y de certeza. El hombre participa de la fuente de la luz que es Cristo resucitado, el Espíritu Santo, y "ve" la luz.

No se trata, es verdad, de "visiones" exteriores -esto queda para los principiantes- pero el hombre ve sin embargo el rostro del Señor, y es iluminado por esta presencia, hasta el punto de que el universo se convierte en una teofanía de la zarza ardiendo. Cuando los Padres evocan el episodio de la transfiguración de Cristo, dicen que Cristo estaba siempre "'transfigurado", pero que los apóstoles no le veían a causa de la opacidad de su mirada, recubierta de un velo carnal. En el Tabor, este velo cae, y los discípulos, a su vez, son transfigurados por la gloria que irradia del rostro de Cristo. Es la experiencia de la resurrección en el tiempo de la vida diaria. A este propósito, san Juan Clímaco habla de ,"pequeña resurrección".

Así, el hombre transfigurado por el poder del Espíritu ve el universo, y sobre todo el rostro de sus hermanos, como el icono de Cristo en gloria. Está envuelto en una luz que irradia desde dentro. Hay que comprender bien la naturaleza de esta experiencia, totalmente interior, y no materializarla demasiado. Llevamos en lo hondo de nuestro corazón un "vestigio de Dios" como dice Ruysbroeck; san Juan de la Cruz hablará de un ""boceto" del rostro de Jesús:

¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
el rostro deseado
que tengo en mis entrañas dibujados! 3.

Por tanto, este rostro de luz no nos aparece desde fuera, sino que surge de lo hondo del corazón cuando la gracia del Espíritu Santo se enciende en nosotros. Es una experiencia muy misteriosa, que se descubre en cada página de los escritos de Silvano, cuando dice haber visto el rostro del Señor de gloria, y al mismo tiempo haber sentido la gracia del Espíritu Santo.

Un día, en tiempo de Vísperas, estaba en oración ante el icono del Salvador, mirando la imagen: Señor Jesucristo, ten piedad de mí, pecador. A estas palabras ví en el lugar del icono, al Señor Jesús vivo, y la gracia del Espíritu Santo llenó mi alma y mi cuerpo. Y conocí en el Espíritu Santo que Jesús es Dios, y el deseo de sufrir por él se apoderó de mí 4.

Volvamos una última vez a Serafín de Sarov y a su discípulo Motovilov. Esté no puede ya mirarle, porque de los ojos del staretz brotan rayos y su rostro se ha hecho más luminoso que el sol. Serafín le dice:

"Tú te has hecho tan luminoso como yo. Tú también estás presente en la plenitud del Espíritu Santo, si no, no me hubieras podido ver...

Da gracias al Señor por habernos concedido esta gracia indecible, sigue diciendo Serafín. Lo has visto, ni siquiera he hecho la señal de la cruz. En mi corazón, sólo con el pensamiento, he dicho: Señor, hazle digno de ver claramente con los ojos del cuerpo, la bajada del Espíritu Santo, como a tus servidores elegidos cuando te dignaste aparecer en tu gloria. E inmediatamente, Dios escuchó la humilde plegaria del miserable Serafín. ¿Cómo no darle gracias por este don extraordinario que a los dos concede?"

Después de estas palabras, levanté los ojos y un temor mayor se apoderó de mí. Imaginad en medio del sol, en el más pleno resplandor de sus rayos de mediodía, el rostro de un hombre que os habla. Veis el movimiento de sus labios, oís el sonido de su voz, sentís la presión de sus manos sobre vuestros hombros, pero al mismo tiempo, no veis ni sus manos, ni su cuerpo, ni el vuestro, tan sólo una luz centelleante que se propaga todo alrededor, a una distancia de varios metros, iluminando la nieve que cubría la pradera y caía sobre el gran staretz y sobre mi mismo. ¿Se puede representar la situación en la cual me encontraba entonces? 6.

Se comprende entonces que la verdadera humildad nazca en el corazón del hombre que se considera como polvo y ceniza ante el Dios Santo, a pesar de las cosas maravillosas realizadas en él por el Espíritu. A los ojos dé este hombre, envuelto por la luz increada, todos los hombres son grandes y santos: no existen para él buenos y malos, justos y pecadores, pues todos son salvos por la misericordia de Dios. De la humildad nace en el alma la calma apacible, la sumisión y la perseverancia en las tribulaciones. Así Moisés, el hombre verdaderamente humilde, es seducido por la gloria de Dios y no se vuelve a ocupar de sí mismo, ni de su miseria para estar triste, ni de sus cualides para alegrarse en ellas.

Para ver así la luz de la resurrección que brilla en el corazón del cosmos y también de cada hombre, hay que estar uno mismo envuelto e impregnado de la luz increada como dice el salmista: "En la luz vemos la luz". El hombre espiritual sabe cómo el Espíritu manifiesta su gracia en el corazón y no tiene ya necesidad de preguntar a nadie. El monje sirio Abdicho Sassaja tiene una magnifica expresión para describir esta transfiguración de todo el ser, y sobre todo de la inteligencia, por la luz increada:

La quinta señal de que el Espíritu trabaja en ti, es la mirada iluminada de tu espíritu que, en el firmamento iluminado de tu corazón, aparece como un zafiro que recibe la luz de la Santísima Trinidad.

Este conocimiento te lleva a la vista de las cosas perceptibles por los sentidos, y de ahí eres elevado al conocimiento de las realidades espirituales, y de estas hasta los misterios del juicio de la Providencia de Dios. Esta escala te eleva y te une a la luz santa de la visión de Cristo nuestro Señor.

El hombre no se encuentra de manera estable en esta experiencia del Espíritu, puede regresar y convertirse en psíquico o carnal. La acción de la gracia puede paralizarse e irse el Espíritu por el orgullo, las enemistades o los juicios duros hacia los hermanos.

Entonces la gracia nos abandona, dice Silvano, y el alma turbada y deprimida desea a Dios y le llama, como Adán expulsado del Paraíso. Mi alma languidece y te busco con lágrimas; mira mi aflicción, ilumina mis tinieblas, para que mi alma recupere su alegría. Señor, dame tu humildad, para que tu amor esté en mí y que viva en mí el temor 6.

Como para la fe, la obediencia juega un gran papel en la permanencia de la presencia del Espíritu en nosotros. Hagámonos una pregunta: ¿Qué sería una jornada vivida enteramente en una obediencia total a la voluntad del Espíritu? Cada día, el ligero susurro de su voz se dejaría oír más claramente. Los enemigos encarnizados del Espíritu en nosotros no son tanto los pecados agresivos o de debilidad, como los de omisión, indiferencia e inercia. Cuando sentimos que no estamos ya bajo su dependencia, debemos humillarnos profundamente; antes de saber lo que nos reprocha, buscarle y suplicarle para que nos visite de nuevo.

Los santos que tienen larga costumbre de escuchar la voz del Espíritu aprenden pronto que su presencia no hace de nosotros autómatas o robots. El Espíritu permanece con nosotros, en la medida en que le deseamos de verdad, le obedecemos sin discutir y suspiramos por su compañía. Si no somos para él buena compañia, le damos pena. Si nuestros pensamientos no son los suyos, abandona el puesto por algún tiempo. Finalmente, podemos afligirle descuidando su presencia. Nuestra relación con él es del mismo tipo que la amistad y hay que apreciarla, cultivarla y ejercitarla, si se quiere que dure y que crezca.

La única decisión que hay que tornar.

La última palabra antes de dejaros quisiera que fuese la más profunda de todas las que hubiera querido deciros a lo largo de este libro: "¡No tengáis miedo! ¡Todo es posible al que cree!". De ahí viene el poder de la oración... Griñón de Monfort decía: "Se ha dado un gran paso en la vida espiritual, cuando se sabe transformar todas las resoluciones en peticiones".

He comprendido mejor esto al tomar contacto con los Padres de la Iglesia de Oriente, que insisten tanto en la oración de Jesús. Consideran los dos ritmos de la vida humana: el de la sangre y el de la respiración, y aconsejan acomodar la oración al ritmo de nuestra respiración. No se trata solamente de una técnica, sino de hacer bajar a través de la respiración la oración de Jesús al fondo del corazón. Si ajustamos el ritmo de una súplica a la respiración, podemos esperar que esta súplica se haga tan permanente como nuestra misma respiración. La fórmula importa poco, lo esencial es que se convierta en un grito ininterrumpido de súplica.

Esta es la única decisión que hay que tomar en la vida, la decisión de suplicar, que, a fuerza de ser repetida, se hace permanente. Es una resolución práctica, al alcance del todos; no tiene de original más que su exclusividad, es decir que no hay que tomar ninguna otra sino sólo esta. Lo que equivale a decir que el hombre debe contar. únicamente con la gracia de Dios y el poder de la oración. San Macario uno de los primeros monjes que habló de la experiencia del Espíritu, dice que Dios no necesita más que nuestra resolución, pues está siempre pronto a compadecerse de nosotros y a iluminarnos, con tal que queramos entregarnos nosotros mismos. Para terminar quisiera dejaros esta palabra de Macario:

La única cosa en su poder, es la resolución de darse a Dios, de rogarle e invocarle, para que él le purifique 7.

La suma de toda buena actividad, la más elevada de todas nuestras obras, es la perseverancia en la oración. Por ella, podemos cada día adquirir todas las virtudes pidiéndoselas a Dios. Procura a los que son juzgados dignos de ella la participación de la bondad divina, de la operación del Espíritu, de la unión de los sentidos espirituales al Señor, en un indecible amor.

Aquel que, cada día, se esfuerza en perseverar en la oración es consumido por el amor espiritual de un deseo divino e inflamado, de una ardiente languidez de Dios, y recibe la gracia espiritual de la perfección santificante 8.

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1 SERAFIN DE SAROV: Ob. cit., págs. 179-180.Los signos de/ Espíritu

2 Abdicho Sassaja, monje sirio del s. VII. citado por STROTMAN, Pneumatologie et liturge.

3 SAN JUAN DE LA CRUZ: Cántico espiritual, estrofa 11.

4 SILVANO: Ob. cit., pág. 77.

5 SERAFIN DE SAROV: Ob. cit., pág. 177

6 SILVANO: Ob. cit.. pág. 25.

7 MACARIO EL GRANDE: Homilías, 56,5.

8 lbidem, 40, 2.