12. María meditaba en su corazón


Todos los testigos de la fe de que nos hablan los capítulos 11 y 12 de la Carta a los hebreos fueron hombres de oración; estos centinelas estaban en la brecha noche y día, levantando los brazos al cielo y tratando de arrancar a Dios la :salvación del pueblo. Así vemos a Abraham interceder por Sodoma, apelando únicamente a la justicia de Dios, que no puede someter a la misma suerte a justos y pecadores (Gn. 18,16-33). Moisés hará lo mismo en el combate contra Amalec, comprobando que la victoria del pueblo depende únicamente de su perseverancia en la oración: "Mientras Moisés tenía alzadas las manos, prevalecía Israel; pero cuando las bajaba, prevalecía Amalec... Y así resistieron sus manos hasta la puesta del sol" (Ex. 17,11-12).

Lo mismo sucederá con las murallas de Jericó que no se desplomaron hasta la séptima vuelta. Dios espera que el hombre esté en buena situación para realizar un acto de confianza tal que pueda escucharle en la misma medida de su confianza. Esto supone por parte del profeta un grado de confianza inaudita, que solo se obtiene por medio de una oración paciente y perseverante. En la primitiva Iglesia, Santiago será considerado como un gran hombre de oración, y es sin duda su actitud' la que nos describe inconscientemente cuando habla de la de Elías: "La oración ferviente del justo tiene mucho poder. Elías era un hombre de igual condición que nosotros; oró insistentemente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses. Después oró de nuevo y el cielo dió lluvia y la tierra produjo su fruto" (Sant. 5,16-18).

 

Un corazón de oración

Al entrar en el linaje de los testigos de Ia fe, María entraba al mismo tiempo en el linaje de los grandes orantes del pueblo de Dios. Fuera del Magníficat, Lucas es muy discreto sobre la oración de la Virgen, pero las referencias que nos da valen más que largas descripciones. Como para la oración de Cristo, sugiere mediante toques discretos lo que podía ser el diálogo de María con Dios. Deja al Espíritu Santo el cuidado de revelarnos por dentro la hondura de la oración de María. Hay que dejar penetrar lentamente en el silencio de nuestro corazón, estas palabras de Lucas, para que deposite en él una semilla de vida.

En dos ocasiones, el evangelista evoca esa oración, pero la envuelve inmediatamente de un misterio de silencio que vela su contenido. Los dos versículos dicen prácticamente lo mismo. El primero a propósito del nacimiento de Jesús: "María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón" (Lc. 2,19). El segundo se refiere a las primeras palabras . de Jesús en el Templo: "Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón" (Lc. 2,51).

Hagamos en primer lugar una advertencia a propósito de la palabra "cosas"" que algunos traducen por "palabras", pero parece, que es mejor conservar el paralelismo con Lucas (1,65). Esta advertencia es importante, pues la palabra de Dios está hecha para el corazón, y éste está hecho para acoger la palabra. A propósito del versículo de Lucas (1,65). la traducción ecuménica de la Biblia anota esto: "En las lenguas semíticas, el término palabra puede emplearse para significar un acontecimiento (Lc. 2,15.19,51; Hch. 5,32; 10.374 ". La palabra de Dios no se deja encerrar en categorías prefabricadas; puede muy bien designar la palabra proferida por Dios en el libro —que es una palabra que sale viva de su boca— o referirse al mismo tiempo a la palabra vivida en la existencia concreta de un hombre o del pueblo de Dios.

María guardaba pues el recuerdo de estos acontecimientos en su corazón. En este sentido, es la primera teóloga que medita y reflexiona sobre la palabra de Dios vivida en los acontecimientos. En dos ocasiones, la Biblia utiliza una fórmula análoga a propósito de José y de Daniel: "Sus hermanos le tenían envidia (a José), mientras que su padre reflexionaba" (Gn. 37,1 1). En Daniel, se trata de la interpretación de la visión del Anciano y del Hijo del hombre: "Yo, Daniel, quedé muy turbado en mis pensamientos, se me demudó el colór del rostro y guardé estas cosas en mi corazón" (Dn. 7,28). La fórmula empleada indica que el depositario de la revelación la conserva en su memoria y en su corazón para el porvenir.

Hablando de María, Lucas quiere resaltar que la reflexión de María tiene por objeto hechos un poco misteriosos, cuyo sentido no se manifestará plenamente hasta la revelación pascual. Lo que equivale a decir que María necesitará la efusión del Espíritu, después de haber permanecido diez días en el cenáculo, para penetrar en el conocimiento espiritual de estos acontecimientos.

Escuchar la pa/abra

El evangelista san Lucas señala que María retiene y conserva todos estos acontecimientos en su memoria, antes de meditarlos en su corazón" Hay en ella una calidad de escucha, de silencio y de atención que moviliza todas sus energías para acoger al esposo que viene. En María, esta calidad de atención puede llegar hasta la delicadeza de deferencia y la, cortesía del corazón, a fin de esperar la venida de la Palabra hecha carne. El silencio de María en el Evangelio es un silencio hecho de escucha y de atención, un' silencio de preferencia, que es una castidad de todo el ser ante Dios y para él. Ella presenta sencillamente su corazón desnudo y solitario a la palabra de Dios. En otrós términos, María sabe ""leer" la palabra y los acontecimientos en el "desierto de los sentidos" como decía ya Orígenes. En la oración, no hay que dar al corazón profundo otro alimento que la palabra de Dios misma, que la profundidad de la palabra.

¿Por qué ese silencio y esa escucha atenta en el desierto de los sentidos? Sencillamente porque Alguien —Cristo— es esperado y escuchado. Es preciso cavar en nuestro corazón un amplio espacio de libertad capaz de acoger la verdad de Dios. Como esta verdad de Dios desborda nuestros marcos de pensamiento, nuestro corazón no estará suficientemente cavado en profundidad para contener el agua viva de Dios.

La parra de Dios se dirige a nosotros cada día; por eso hay que ese, char su voz y no endurecer el corazón. En la vida, sólo una osa se hace única necesaria: el encuentro y la comunión n la Palabra de Dios hecha carne. Nada debe preferirse este encuentro con Cristo.

Cuando estéis leyendo estas líneas, deteneos y sorprendeos en fragante delito de circuito. Vuestros pensamientos dan vueltas alrededor como en el circuito de las veinticuatro horas de Le Mans. Bosquejáis proyectos, alimentáis deseos y vuestro cine imaginario proyecta fantasmas, con variantes, pero, en definitiva, siempre en el mismo circuito. En cierto momento, es preciso que todo esto cese: paremos el motor y tratemos de escuchar.

Desde hace muchos años tal vez, Dios ha tratado de hablarnos y de hacernos escuchar el canto del Amado a su viña. Quisiera dejar oír su canto, pero su tono, modulado y orquestado de cien maneras diferentes, no consigue franquear la barrera del sonido. Entonces, con ocasión de un retiro por ejemplo, Dios espera que podrá tal vez conseguirlo... Es una cuestión de ritmo y de circuito. Dios tiene el suyo, que gira a velocidad mayúscula, y nosotros tenemos el nuestro. Para percibir el amor loco de Dios, que asedia nuestro corazón, utilizando como única arma de persuasión, la fuerza terrible de la humildad y de la dulzura, hay que romper nuestro circuito, pararse y escuchar.

María es así el modelo de aquellos que escuchan el canto del Amado a su viña, cuando le dice: "Alégrate, llena de gracia", y para escucharle, ella hace callar a sus pensamientos, a sus preferencias y a sus maneras de ver. No se agita con muchas cosas como Marta sino que se sienta a los pies del Señor para escucharle. Pero, hay maneras y maneras de escuchar y María ha escogido la mejor parte, en el sentido de que no interfiere. nunca el circuito de Dios con sus pensamientos propios: "Como el cielo se eleva por encima de la tierra, así los pensamientos de Dios se elevan por encima de nuestros pensamientos".

Hay una manera de callarse que no es silenciosa del todo: es el demonio mudo del Evangelio, que tiene sellados los labios como una tumba a causa de su corazón de piedra. Es el reproche constante de Cristo resucitado a sus apóstoles: No creéis, no me véis, porque tenéis el corazón duro ""Y Jesús se ve obligado a abrir el corazón de sus apóstoles para que entiendan las Escrituras". Se. puede hablar sin decir nada, pero se puede también callar porque uno se cierra al otro para no escucharle. Así María habla en la anunciación, cuando el ángel le anuncia que va a ser la madre del Salvador, pero habla para plantear las verdaderas preguntas: "¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?" (Lc. 1,34). Es una pregunta abierta a Dios que no cierra el corazón de María. No dice: "esto es imposible", sino que se abre a otro pensamiento que desborda y supera el suyo.

Dejar a Dios en libertad.

En el fondo, deja a Dios ser libre en ella, y para esto es preciso que el círculo de sus pensamientos se rompa un poco, para que pueda nadar en el océano de la luz divina, donde no hay ya nada, y sobre todo no hay ya circuito. Por desgracia no hemos llegado allá, pues necesitamos seguridad, y cada vez que Dios nos da una nueva lucecita, reconstruimos un nuevo circuito, enriquecido, bien trabajado, pero siempre una prisión en definitiva. Entonces hay que acudir a la escuela de María para que nos enseñe a romper todos nuestros circuitos y a planear bajo la presión del huracán del Espíritu y de la luz de Dios. Allí, no hay nada, pero se nos da todo.

En un libro maravilloso, titulado Señor Dios,soy Anna, Anna se expresa así:

  • Te parece que no? -le pregunté.

  • Las cajas se hacen cada vez mas pequeñas. Las cajas? Eso no lo entiendo.

  • ¿Cómo?

  • Si haces una pregunta de dos dimensiones, entonces la respuesta también es en dos dimensiones. Es como una caja. No puedes salir.

  • Creo que entiendo a qué te refieres.

  • Las preguntas llegan hasta el borde y allí se quedan. Es como una prisión.

  • Me imagino que todos estamos en una especie de prisión.

  • Anna sacudió la cabeza.

    Todos tenemos cajas de preguntas en las que encerramos a Dios, son más o menos grandes o doradas según el tamaño de nuestra inteligencia, pero en definitiva son cajas que no pueden contener la verdad de Dios. ¿Qué hacer para salir de ahí? No veo otra solución que la de Anna: "Por favor, ¡Señor Dios ¡enséñame a hacer verdaderas preguntas!" Hay que aprender a repetir indefinidamente a Dios: "Por favor", para que desgarre las tinieblas en las que estamos encerrados. Hay que pedir pues luz a Dios, pues no odemos ""meditar" acerca de él sin una luz y para obtener e a luz, hay que pedir. Y si esta meditación se convierte en a súplica permanente, habremos entrado en una tercera imensión. La oración es más importante que la reflexión, condición de que no se convierta en un nuevo circuito, p ra tranquilizarnos, sino en una ventana abierta sobre el infinito de Dios.

     

    Meditar en su corazón

    Desembocamos con toda naturalidad en la meditación de la que habla Lucas a propósito de María (2,19); preferimos sobre todo ver en ella el movimiento profundo del corazón que asimila la palabra, sin excluir el hecho de que la meditación es una reflexión. No es la meditación en el sentido clásico de la palabra, en el sentido de ""meditar" sobre algo, reflexionar sobre el tema, pesar los pros y los contra, antes de tomar una decisión. Se trata de esto ciertamente, pero de algo más profundo que la meditación de tipo cartesiano.

    Tal vez a causa de cierta formación de tipo dualista, que ha separado el cuerpo del alma, tenemos muchas dificultades para comprender la meditación en el sentido en que lo entiende la Escritura. Pertenecemos a una generación formada en las disciplinas modernas y no hemos aprendido a trabajar más que con nuestra inteligencia y nuestra lógica. Entonces, abordamos la Biblia, la literatura patrística o espiritual, con nuestra lógica y reflexionamos sobre Dios o sobre Cristo, pero no les hablamos sino muy raramente. Reflexionamos sobre un tema, tratamos de provocar sentimientos piadosos, tomar buenas resoluciones para el día o para la semana, pero finalmente no sabemos dirigirnos a Dios. Y por eso este género de meditación no nos lleva muy lejos.

    La razón de este fracaso es que no hemos encontrado en nosotros el lugar secreto donde la meditación y la oración están ya presentes de una manera misteriosa, pero real. Así, la imaginación, la inteligencia, la sensibilidad dejadas solas son facultades que podemos utilizar con más o menos éxito en la oración, pero son grandes rodeos y caminos estériles. mientras que no ha sido descubierto el corazón.

    Por eso el Evangelio insiste en el hecho de que Maria meditaba en su corazón. Había descubierto en ella ese lugar que la Biblia llama el corazón, y que está mucho más allá de la inteligencia, de la imaginación y de la afectividad. Es el más profundo centro del hombre, donde Dios no cesa de llamarle para que consienta en su amor creador. En cierto sentido, es el lugar de la libertad, la "profundidad de las profundidades" que está a menudo oculto, rodeado por una especie de caparazón de piedra. Es precisamente esta profundidad, el "corazón" lo que está en los orígenes de nuestro ser.

    Así recuperamos el uso de estas facultades que haríamos mal en menospreciar, pero a condición de que sean fortalecidas en su fuente. Cuando la fuente de vida divina se libera en nosotros, puede impregnar y embeber desde el interior a nuestra inteligencia, nuestra imaginación y nuestra afectividad. Y es como si entonces una fuente de luz iluminase desde dentro toda nuestra persona.

    Volvemos a encontrarnos con el lugar del corazón y del cuerpo en la oración y la meditación. Es curioso que la palabra meditari (que es una traducción de la palabra hebrea hagah) designe un ejercicio no mental sino oral, vocal, que consiste en susurrar un texto que se sabe de memoria y que se repite a media voz. 

    En el Salmo 1, se define al justo como el que medita la ley del Señor día y noche. Y el Salmo 37 nos precisa esta meditación:

    La boca del justo sabiduría susurra,
    su lengua habla rectitud;
    la. ley de su Dios está en su corazón. (Sal. 37,30-31).

    Meditar, es por tanto hacer subir del corazón a los labios la palabra de Dios, para repetirla y susurrarla en voz baja. Por tanto se medita con la boca, cosa bastante inesperada para nosotros, que meditamos sólo con nuestra inteligencias En el momento en que una palabra de Dios ha golpeado y despertado nuestro corazón, la hacemos subir hasta nuestros labios para susurrarla en la oración.

    De esta manera meditaba en su corazón la Virgen. En la anunciación, la palabra de Dios se ha encarnado en ella, y ha mantenido la vela de su corazón despertando esta palabra, y aprovechándose cada vez y sin cesar, de su fuerza oculta. De este modo su corazón fue renovado y fecundado por la palabra hecha carne. Sospechamos que que la oración de María era sencillamente la oración de Cristo.

    Como su corazón estaba desprendido y atento, vivía con lo más hondo de sí misma; en una palabra, sintonizaba con sus propias profundidades, y por eso la oración de Jesús brotaba en su corazón, a través del susurro del Espíritu que la había cubierto con su sombra. Un himno acazistos de la zarza ardiendo o de la oración continua, compuesto por un monje rumano, refleja muy bien esta interpenetración del corazón del hombre por la palabra de Dios, en la oración:

    Virgen Santísima, Madre virgen, eres el único corazón en el que, sin cesar, el Nombre de Gloria canta en toda su plenitud viva y verdadera. Para nosotros es gran maravilla, oh purísima, pues en ti sola sin comparación, el corazón del hombre y el corazón de Dios han latido y laten sin fin al unísono, y la oración, como un movimiento de relojería, mide a la vez la contemplación y el cielo, modelando tu corazón sobre el misterio del amor de Dios. Oh carroza de luz sin crepúsculo, levántanos, también a nosotros hacia la bendita sabiduría del corazón para que, hechos mejores y dignos de cantarte, te presentemos como una iglesia viva, un ortodoxo: ¡Aleluya!

    María rumió la palabra, la acunó en su corazón, como Casiano recomendaba a los monjes, no para adormecerla, sino para mantener el corazón despierto. Entonces brota la. oración de fuego. La chispa salta de la palabra hacia el corazón y vuelve a brotar del corazón hacia la palabra, porque las dos están habitadas por el mismo Espíritu. Entonces nos hacemos capaces de devolver la palabra a Dios, y esta palabra que nos ha fecundado por el Espíritu Santo se convierte en nosotros en oración.

    El Espíritu toma en su mano esta palabra para incorporarla a su propia oración, y la hace suya en nuestro corazón. Ahí es, ya lo hemos visto, donde nuestra propia palabra de oración encuentra su eficacia. Descubrimos así el juego mutuo entre oración del corazón y palabra de los labios, entre corazón y palabra. A fuerza de repetir esta palabra con nuestros labios, baja a nosotros, traspasa nuestro corazón y libera la oración del Espíritu aprisionado en nosotros. A su vez la oración del corazón enciende la oración de los labios cuando, para emplear una imagen bíblica, esta palabra es "escupida" (eructavit) en oración ante el rostro de Dios.

     

    "Le pondrás por nombre Jesús" (Lc. 1,31).

    Esta fue la oración de María, meditar en su oración la palabra de Dios y los acontecimientos de la vida de Jesús. Se podrían decir las cosas de otra manera, aplicando a la oración de María las palabras que el ángel le. dirige en la anunciación. Al decirle que ha encontrado gracia ante Dios, le anuncia que va a dar a luz a un hijo y añade: "A quien pondrás por nombre Jesús". (Lc. 1,31). María es invitada a poner un nombre a Jesús y a decir su nombre, lo cual es la definición misma de la oración cristiana en la primitiva Iglesia, puesto que nadie puede decir "Jesús es Señor", si no está bajo la acción del Espíritu Santo. Bastaría volver a leer el conjunto de los Hechos de los apóstoles para ver que todos los milagros se realizan por el poder del nombre de Jesús. Orar, es realmente invocar el nombre del Señor Jesús.

    Invocar el nombre de Jesús.

    La invocación del nombre ha revestido siempre y en todas partes una importancia particular, pues es sentido como expresión de la presencia. Nombrar a alguien, es invocar su presencia, y en cierto modo hacerle presente. En el Antiguo Testamento hay un cambio, no se trata ya de dominar la presencia de Dios, como en las religiones primitivas. La revelación de la zarza ardiendo y la visión de Isaías en el Templo nos hacen sospechar la trascendencia fulminante de Dios que guarda sus distancias, hasta el punto de que la invocación de su nombre se hace algo terrible y excepcional. Como hemos dicho más arriba, en aquel momento. el nombre era tan sagrado que apenas si se pronunciaba, y luego no se ha sabido ya pronunciar. El nombre de "Yavé" que se encuentra en la Biblia era como una blasfemia, es el tetragrama que se pronuncia una sola vez al año, cuando el Sumo Sacerdote penetraba en el santuario, el día del gran perdón.

    En la anunciación, el nombre propio de Dios se nos revela en cierto modo en Jesús: "Le pondrás por nombre Jesús". De este modo, Jesús nos revela el nombre propio de Dios. Como dice Olivier Clément:

    Es un nombre propio que es, podríamos decir, un nombre expropiado. En la medida en que Dios sale de su trascendencia, y se revela en la kénosis de la cruz, nos revela al mismo tiempo su nombre propio: "Jesús, Dios salva, Dios libera, Dios perdona" 2.

    Así, el Dios tres veces Santo, es el lugar del hombre como el hombre es el lugar de Dios.

    En el nudo de esta doble expropiación, sigue diciendo Olivier Clément, se ilumina el único nombre a la vez propio y común, el nombre más pronunciado, y por eso mismo el más secreto: Amor 3.

    De una manera todavía más poética, nuestros hermanos de Oriente expresan muy bien este misterio de la expropiación del Dios Santo realizado en María. En ella, el fuego de la zarza ardiendo se ha como replegado sin consumirla, y el innominado se ha hecho articulable:

    De una Madre Virgen a perpetuidad se ha encarnado el que ha guardado intacta la naturaleza corporal de la Zarza ardiente. El nombre del Señor de gloria se ha hecho articulable; Dios el invisible. El que se había mostrado como un enigma en el corazón de fuego, el rostro de la Belleza celestial, la imagen infinita se ha reducido ella misma, ha aceptado acomodarse a nuestra medida y el inefable, se ha aparecido de verdad entre nosotros como un humilde vencedor montado en un asno. Saboread vosotros también los poderes ocultos en el nombre de la Luz y pasaréis de la muerte a la vida, deificados en todo vuestro ser, y entonces todos cantaremos con voz clara y segura:

    Alégrate, tallo luminoso de la zarza que no se consume.

    Alégrate, huella ardiente de un fuego que viene de más allá de los cielos.

    Alégrate, sello abrasado impreso en las profundidades de alma.

    Alégrate; condescendencia por la cual Dios nos da el contenerle también.

    Alégrate, silencio en el que la pulsación del Espíritu se une al de nuestra sangre.

    Alégrate, esposa virgen, Madre de la oración continua.

     

    Una invocación trinitaria

    Dios, expropiado de su creación por el pecado del primer hombre Adán, le recobra por dentro y, a través del "fiat" de María, la Madre de Dios, vuelve a nosotros, como un remozamiento, por usar una expresión de la Escritura, en el pan y el vino de la Eucaristía. Por eso María puede nombrar a Jesús e invocar a Dios, no ya en el temor y en el temblor, sino a un Dios-Amor que se ha hecho cercano e interior a ella. En la encarnación redentora y también en la Eucaristía el abismo inaccesible ha venido a nosotros, como replegado en Jesús dulce y humilde de corazón. Jesús es la encarnación de la zarza ardiendo y al mismo tiempo la revelación del rostro más seductor de Dios, el de su misericordia. Y por eso es a la vez fascinante y terrible para el que se deja traspasar por esta dulzura desgarradora.

    Cuando invocamos el nombre de Jesús, hacemos memoria de él en el sentido fuerte de memorial, de anamnesis y de actualización de su presencia. Al mismo tiempo invocamos la Parusía, es decir la vuelta gloriosa de Cristo que va a recobrar y recapitular el alfa y el omega, el origen y el fin de la humanidad y de todo el cosmos. Como dice Máximo, el Confesor: "Jesús es el comienzo, es el medio y es el fin de todo y en primer lugar de nuestra existencia humana".

    Al invocar el nombre de Jesús, María le llama Señor y de este modo confiesa su divinidad. Le llama Cristo , porque está ungido del Espíritu Santo que descansa sobre él: "El Espíritu Santo... te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios' . (Lc. 1.35). Al mismo tiempo, María llama a Jesús, Hijo de Dios y hace por tanto memoria del Padre. "Señor Jesucristo" es pues una invocación trinitaria, pues no se puede nombrar una persona de la Trinidad sin que al mismo tiempo las demás sean nombradas e invocadas.

    Se comprende que nuestros hermanos de Oriente hayan invocado a María bajo la advocación de esposa y de madre de la oración continua. Leyendo los textos en los que el ángel invita a María a pronunciar el nombre de Jesús sobre ese ser que lleva en sí, han reconocido su propia experiencia de oración, que consiste en invocar el nombre de Jesús con los labios para hacer bajar a Cristo de la inteligencia al corazón, para ser investido e impregnado de la presencia del Señor Jesús:

    El Señor es amor para siempre y su nombre es también amor. Venid dejaos impregnar profundamente de Dios, con todo el impulso del amor... Tú, Virgen Santísima, tu le has llevado; también nosotros, nos acordamos de que le llevamos, que vivimos, que tenemos el ser, el movimiento en el Dios vivo. En todo lugar tenemos conciencia de estar con él, y por su virtud, crecerá nuestra virtud, si en cada respiración invocamos el nombre del Señor. Entonces exclamaremos como un solo ser en fiesta: ¡Aleluya!

    ... Tú eres. Oh Virgen, la que nos enseñas el misterio de la constancia en la oración y la fuerza de la invocación humilde y discreta. El agua es por su naturaleza fluida, y la piedra muy dura, pero el correr perpetuo del agua puede atravesar la piedra dura. Dígnate, tú también, Oh Virgen, ayudarnos con tu misericordia, para triunfar por tu gota de gracia de nuestro rudo endurecimiento, y te cantaremos esta doxología:

    Alégrate. esposa virgen. Madre de la oración continua (Himno acazistos de la Zarza ardiente).

     

    "Ellos no comprendieron".

    El misterio de la filiación de Jesús supera todo entendimiento humano, aún el más abierto a la palabra de Dios. Al leer los relatos de la infancia, se ve muy bien que María y José percibieron algo de ese misterio, pero no les fue plenamente revelado hasta después de Pascua en el momento en que Jesús resucitado abrió su corazón por el poder de su Espíritu, y les hizo compartir su experiencia de filiación divina. Así, al 'perder a Jesús en el Templo, María dice: "Hijo. ¿por qué nos ha hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando. El les dijo. «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?»" (Lc. 2,48-49). Y Lucas añade que sus padres no comprendieron lo que él les dijo.

    Para María, no comprender, es aceptar que su pensamiento choca con el pensamiento de otro que la desborda por todas partes. No puede encajar este suceso, y encuadrarlo en una historia que se desarrolla lógicamente, según un plan concebido de antemano. Está desorientada por una acontecimiento de la historia que sobreviene de fuera y trastorna sus planes, como este suceso de la pérdida de Jesús en el Templo. Lo mismo le ocurre en Caná donde le dice Jesús: "¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora" (Jn. 2,4).

    Hay una diferencia de planes entre Jesús y María. Como dice la nota de la traducción ecuménica de la Biblia:. "En efecto, la acción de Jesús va a situarse a un nivel que supera con mucho el que María debía normalmente considerar".

    Más allá del nombre

    En nuestra vida, como en la de María, hay sucesos y cosas que no comprendemos, verdades que escapan al examen de nuestra lógica y de nuestro sentido común. En otras palabras, hay acontecimientos que nos superan y que no conseguimos nombrar. Como escribe Solzhenitsyn en su discurso para el premio Nobel:

    No se puede dar un nombre a todas las cosas, pues muchas cosas nos arrastran mucho más allá de las palabras... Como ese espejito de los cuentos de hadas en el cual no se ve uno a sí mismo, pero donde en un breve segundo, se ve lo inaccesible, donde ningún hombre puede llegar, ni con sus piernas ni con sus alas. Y el alma sola exhala su queja 4.

    Para María, este "espejito", en el que no se ve a sí misma, pero en el que, por espacio de un relámpago, ve lo inacesible, es el espejo de la fe. La fe es el órgano más concreto de su ser que le hace presentir la presencia de Dios, sobre todo en el silencio, lo no-comprendido y lo no-sentido. Desconcertada por acontecimientos que trastornan sus planes, debe entregarse mucho más allá de lo que había previsto. Todos los santos han tenido sus planes —se podría casi decir que en todos los estados posibles e imaginables, no buscados, ni queridos, ni siquiera pensados—; pero en cuanto el acontecimiento se presentaba, estaban atentos a Dios, y prontos para decir: "sí, heme aquí", aún en las aflicciones.

    Descubrimos entonces otra manera de llamar a las cosas y a las personas. Si María no ha podido "nombrar" todos los acontecimientos de su historia, ni las etapas de la vida de Cristo, es decir reconocerlos en su significado de conjunto, le ha sido posible situarlos en la fe entre las manos del Padre. Es otra manera de nombrarlos, mucho más real y más profunda, pues es revestirlos del nombre de Dios. Así María ha aprendido a decir el nombre de Jesús, no sólo sobre el niño que llevaba en ella, sino sobre todo suceso de su historia, sobre toda persona encontrada y sobre todas las cosas.

    En los relatos concernientes a la Virgen y José, referidos por san Mateo, tenemos una ilustración viva de esta manera de nombrar los acontecimientos. José es un hombre justo, un hombre de fe que se deja enseñar por Dios. No consigue llegar a "nombrar" a este niño que María lleva en sí, no puede reconocerle en la trama de su historia, ni asumirlo en su libertad profunda. Entonces va a aceptar, con una agilidad inenarrable, fiarse del juicio de otro. Va a dar preferencia al pensamiento de Dios sobre el suyo: "José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu esposa, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús "' (Mt. 1,20-21). José no vacila, lleva consigo a María, asume al niño y le da el nombre de Jesús.

    Continuamente tenemos que repetir este movimiento en nuestra propia vida:

    El Señor permite que muchas cosas nos queden ocultas en este mundo, y eso quiere decir que no nos son necesarias. Pero el Creador del cielo y de la tierra nos concede el conocerle en el Espíritu Santo y, en él, a los ángeles y a los bienaventurados. De este modo nuestro corazón arde de amor por él 5.

    En cada uno de nosotros yacen abismos de lo desconocido. de duda, de violencia y de pensamientos íntimos. Nuestro corazón está habitado por pozos de sombra, de culpabilidad, simas de lo no confesado. Algunos días, hierven impulsos y suben deseos, no se sabe de dónde. Nuestra memoria ancestral encubre imágenes que nos paralizan y no conseguimos nombrar este mundo caótico y tenebroso que nos da miedo. Entonces hay que ofrecerlo todo al poder del Espíritu Santo, para que purifique en el fuego del amor misericordioso nuestra afectividad humana y nuestro inconsciente.

    Hay que dejarle a Jesús que ore en el corazón de estas tinieblas; un día serán habitadas por la luz de su gloria. Hay que dar a Dios lo mejor de nosotros mismos, pero también todas nuestras fuerzas inconscientes, y aun nuestro pecado para que él pueda transformarlo. En una palabra, hay que tomar toda nuestra vida por esposa, pues todo lo concebido en ella viene del Espíritu Santo. El día en que podamos dar el nombre de Jesús a todo lo que nos habita dentro o que nos sobreviene de fuera, nuestra humanidad se convertirá en un campo de experiencia para el amor trinitario, y conoceremos la oración continua.

    El hombre de oración es un centinela, hace guardia en la puerta de su corazón, y en cuanto un pensamiento sube de lo hondo, escudriña su origen objetivándolo. Si viene de Dios, lo reviste con el nombre de Jesús y se convierte entonces en instrumento de ofrenda secreta al Padre. Si la sugestión viene de las fuerzas del demonio, lo aplasta con el poder del nombre, y transfigura la energía así liberada revistiéndola igualmente del nombre de Jesús:

    ¿Cómo alcanzar la paz en los pensamientos, Virgen Madre, Virgen Santísima? ¿Cómo esquivar el asalto de las pasiones tan numerosas que nos rodean? Concédenos la ciencia misteriosa tan deseada, el sabio dominio en el arte de la espiritualización, para que por él triunfemos de nuestra naturaleza cautiva y accedamos a la alegría de la paz del alma. Entonces arrebatados por la oración a la invocación luminosa, cantamos también nosotros, en una alabanza sincera y perfecta, un verdadero y sálmico: ¡Aleluya! (Himno acazistos de la Zarza ardiendo).

    Crecimiento de María en la fe

    La confianza es la charnela entre el ""todavía no" y ""lo que viene". Es pues fuente y orientación hacia el porvenir. Por eso la confianza está en el origen de una vida dinámica, que nos levanta por encima de nosotros mismos y del presente. o mejor, su impulso encuentra su dinamismo en el presente. Nos inserta en la vida del abandono dinámico, y nos enseña a superarnos a nosotros mismos para apoyarnos solo en Dios. . Para comprender este dinamismo de la confianza, que opera en la vida de María, hay que leer lo que dice la Lumen Gentium sobre la unión de María con su Hijo en la obra de la salvación. El Concilio tiene cuidado en señalar que la fe de María es dinámica y que, bajo la acción del Espíritu, ha crecido en esta confianza en Dios:

    Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida. (L. G. 58).

    La obediencia de la fe que contemplamos en María en la anunciación no fue solamente un "sí", pronunciado en la oración y el fervor de un encuentro con Dios, sino que tomó cuerpo en todo el espesor de su existencia. Su acto de fe inicial se ha convertido en una vida de fe. Así el ""sí" de María le empuja a entregarse, es la actitud profunda de su corazón, la inclinación de su vida podríamos decir. En este sentido su fe es también un amor, es decir una adhesión libre a la voluntad de Dios, manifestada por los acontecimientos de su vida.

    Por eso en los sucesos imprevistos se hacía presente a Dios, como a su Hijo al pie de la cruz. Cuánto camino recorrido desde la anunciación hasta el Calvario. María seguramente no había previsto que su ""fiar"" la llevaría hasta eso y que contenía en germen la palabra de Jesús: "He ahí a tu madre". Por eso, llegado el momento sin haberlo buscado, pudo de verdad entregarse toda entera a Dios. Reconocemos en ello una actitud de fe que es lo propio de su vida. Hubiera podido decir con Jesús: "¡Todo está cumplido!"", es decir: "Lo he dado todo"".

    Retengamos bien el ejemplo de la fe de María. A nosotros nos gustaría tal vez, en nuestra obediencia de fe, medir, reservar, contar, siendo así que Dios pide todo. Nos gustaría que Dios siguiera nuestro camino, nuestra manera de dar, cuando él espera nuestra disponibilidad absoluta. Cuando María dice "sí" en la anunciación, no prevé que a la vuelta del camino. Dios le va a pedir lo que no ha previsto, entregar su vida en un plano en el que no ha pensado. Pero como se adhiere con todo su ser a Dios, puede darlo verdaderamente, puede entregarse.

    En cuanto Dios le pide que vaya a visitar a su prima Isabel, corre a la montaña. Igualmente, acepta ir a Belén para el censo. A ella le importa poco conocer el objeto, desde el momento que tiene como brújula la palabra de Dios; se pone en camino y da a luz a su hijo en circunstancias que seguramente jamás había previsto. Lo mismo le ocurrirá en la presentación en el Templo, donde Simeón le previene que acontecimientos dolorosos le van a romper el corazón.

    Cuando pierde a Jesús, le busca con angustia y se rinde a la voluntad del Padre. No comprendió la palabra de Jesús, pero guardó todos estos acontecimientos en su corazón para meditarlos. Es modelo de los hombres y mujeres de oración, que van a Dios con el peso de su vida, para descubrir en ella su voluntad. Lo mismo podríamos decir de Caná, donde se abandona sumisa a la palabra de Jesús. Y ¿qué decir de la cruz, donde está en pie, en pura fe?

    Tampoco la fe de María fue una fe fácil. Algunas veces nos gustaría decir a Dios: "No me gustaría llegar más lejos de aquí; te doy esto, pero nada más". Cuando precisamente es eso lo que espera y nos pide discretamente, eso sí, pues siempre se puede rechazar; pero qué verdad es que tenemos que aprender como María, en la obediencia de nuestra fe, a dejarnos guiar por la mano del mismo Dios.

    María tendría también su propio plan, podríamos decir en casi todas las situaciones posibles: pero en cuanto el acontecimiento se presentaba, estaba pronta para decir: "¡Héme aquí!". La obediencia de la fe se vive real y concretamente, en el instante presente. Cada minuto de la vida de María estaba inserta y escondida en la eterna voluntad de Dios. Así cada uno de sus instantes tenía valor infinito, contenía toda la voluntad de Dios y participaba de su plenitud.

    Vivir intensamente cada momento, es una parte de la vida, es nuestra vida en la vida divina. Es lo que se nos pide ahora; por nuestra adhesión total 'a este mismo instante, decimos ""sí"" a Dios, y no tenemos nada mejor que hacer. Ahondar en esta gracia del momento presente, es ahondar en la fuente de la vida, y ofrecer a Dios un espacio de libertad para que él pueda "encarnarse" en nosotros. Que María nos enseñe a no pensar ni antes, ni después, ahora, esto basta.

    Una oración de alabanza

    En María, la confianza está llena de gratitud y de oración de alabanza, su mirada centrada únicamente en Dios la empuja a cantar el Magníficat: ""Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador". La segunda parte de este versículo nos hace ver con claridad la oración de alabanza de María. Su espíritu salta de alegría en Dios su Salvador. Ya no está en sí misma, y todo su ser está en Dios. Está extrañada y conmovida porque Dios ha podido echar una mirada de benevolencia sobre su persona. Se considera de verdad como la esclava del Señor.

    María puede dejar irrumpir en ella la oración de alabanza, porque es una persona feliz. Su felicidad viene de su esperanza. El que es pobre del todo; pero sabe, por la confianza, que el porvenir está abierto, es rico. La causa de la alegría encuentra sus raíces en este espíritu de desprendimiento de las bienaventuranzas. Nuestras riquezas son lo que nos impide ser felices: nos ponen al abrigo de las extraordinarias ternuras de Dios y de nuestros hermanos. María vive ya las bienaventuranzas; por ser pobre de espíritu, no se siente privada de nada. pues solo desea a Dios. El infinito está ante ella como una posibilidad abierta y accesible.

    Jesús ha dicho a este propósito: ""Dichosos los pobres de espíritu, pues de ellos es el Reino de los cielos". Pobre de todo. María es, por su inconmensurable confianza, rica de Diós. Sabe que él viene siempre a ella como una gracia. Por eso puede proclamar que Dios es Santo y adorable en una pura oración de alabanza: "Todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso. Santo es su nombre" (Lc. 1,48-49). Sólo un corazón puro y pobre puede volverse hacia Dios, alegrarse de su santidad y darle gracias. El test de nuestro amor a Dios es sabernos alegrar con la alegría de su Hijo. ¿Nos alegramos de la resurrección de Jesús y de su vuelta al Padre?

    La oración de alabanza de María se origina en este doble movimiento de confianza, que la empuja a salir de sí misma para volverse únicamente hacia el Dios tres veces Santo y misericordioso. En la oración, bastaría tomar durante una hora el Magníficat para entrar en la actitud profunda del corazón de María. Leer con sencillez un versículo, repetirlo varias veces y dejarlo luego cantar en nuestro corazón en una resonancia silenciosa. Luego, con mucha sencillez, intercalar en cada versículo un Ave María para alabar a la Virgen con el ángel y pedirle el ser como ella un ser pobre, humilde y hambriento.

    María es la contemplativa por excelencia, pues percibe su vida, todos los acontecimientos de su existencia como una palabra de Dios que medita en su corazón. A la luz de la palabra contemplada en la Escritura, comprende que cada acontecimiento de su historia personal y de la historia de su pueblo es una palabra de Dios vivida en la existencia. Toda su vida esta orientada y dirigida por la mano paternal de Dios. Aun en las tinieblas y en las pruebas de fe, la atmósfera de fondo de su vida es paz, alegría, dicha: ""Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia —como había prometido a nuestros padres— en favor de Abraham y de su linaje por los siglos- (Lc. 1,54-55). Así su oración de alabanza nace de su propia existencia, vivida como un lenguaje de Dios.

    En Caná como en la cruz, el sufrimiento y la inquietud no alcanzan el fondo de su corazón, habitado por la paz de Dios. Todo eso no puede conmoverla en las profundidades donde, por la confianza, está anclada en Dios. Ligada a Dios, se siente libre y despegada de todo para cantar su gratitud. Se palpa que en adelante sólo le guía el abandono; dice a los sirvientes de Cáná "Haced lo que él os diga" n. 2,5). Vive en el ahora y hoy de Dios. Abandona el miedo, y la crispación, pues sabe por experiencia que todo es gracia.

    La oración de alabanza de María va más lejos todavía. La alabanza es imperfecta cuando se dirige a Dios en función de los beneficios que recibimos. No basta dar gracias a Dios por sus beneficios para con nosotros —sería una actitud todavía muy interesada— hay que darle gracias, alabarle, bendecirle porque es Dios, porque es el Amor en sí mismo. Así María proclama la santidad de Dios por él mismo. En este sentido, es el modelo del verdadero contemplativo, cuya existencia es un canto de gloria en alabanza de la Santísima Trinidad. Dios es Dios, eternamente Dios; más allá de lo que somos o podemos ser nosotros. Hay que extasiarse ante esta santidad, darle gracias por él mismo y su amor indefectible.

    Dice Bonhoeffer: "¿Quién tiene el corazón puro? Aquel que no se mancha ni con el mal que comete, ni con el bien que hace".
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    1 FYNN: Señor Dios, soy Anna, Pomaire. Barcelona. 1980. págs. 164-165.

    2 CLEMENT, O.: L'Unitrinité et ranthropo/o ie trinitaire. Service Orthodoxe de Presse et d'Information. S.O.P., no 15 febrero 1973. pág. 13.

    3 Ibidem.

    4 SOLZHENITSYN, A.: Discurso de Estocolmo, en Les droits de l'écrivain, Seuil. Paris. 1972.

    5 SILVANO: Ob. cit., págs. 22-23.