10. Perseverantes en la oración, con María (Hch. 1,14)


Como nosotros, María ha vivido en la confianza, ha conocido no la duda. pero sí la oscuridad de la fe. Apoyada únicamente en la palabra de Dios, ha vivido en claro-oscuro, guiada por una lucecita que brillaba en la noche. No dejó de escudriñar el cielo; lo que da más valor a su confianza, es no tanto el haber fijado las estrellas cuanto el azul oscuro de la noche. Esta oscuridad es el telón de fondo de su vida, la trama sobre la cual tejió toda su confianza en Dios.

En este sentido, es el modelo de nuestra confianza. La experiencia nos enseña que hay que recurrir a María en todas las dificultades que provienen de la oscuridad de la fe. Además, cuando comprendemos que el único ""problema de la vida" es fiarse de Cristo, volvemos a descubrir al mismo tiempo la importancia de la oración de súplica y del rosario. María es la única criatura que se ha fiado de Dios, apoyándose únicamente en su palabra, y rechazando todas las evidencias humanas.

 

Una oración de fuego

Se comprende pues por qué los creyentes, llamados a explorar los límites de su consciente, recurren a María en la oración. Cuando estamos en la frontera de nuestras posibilidades, no nos queda más que arrodillarnos y suplicar. Y allí, encontramos a María en oración con los once. Para acercarnos al misterio de su oración antes de Pascua, hay que contemplar su oración después de la resurrección, es decir en el momento en que es invadida por el Espíritu: "Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos" (Hch. 1,14).

Estoy cada vez más persuadido que no había ninguna medida común entre la oración de María antes de la efusión del Espíritu en Pentecostés y su oración en el cenáculo. Es cierto, que desde el primer instante de su concepción, estaba poseída por la vida de Dios, lo que nosotros llamamos la gracia, o la vida trinitaria. Pero la efusión del Espíritu llevó esa gracia a un grado tal de incandescencia que se transformó en gloria: es la columna de nube que se convierte en columna de fuego, o la gloria que penetra en el Templo de Jerusalén en el momento de su creación. En este momento, la oración de María én el cenáculo se ha convertido en una oración de fuego, en el sentido amplio de la palabra: la oración ígnea de la que hablan los Padres de Oriente.

No discutimos aquí el momento en que tuvo lugar la efusión del Espíritu, puesto que a partir de la tarde de la resurrección, Jesús la envió sobre sus apóstoles (Jn. 20,22); lo que nos interesa es la glorificación de Cristo en su Pascua, y el don del Espíritu que sale del costado abierto de Cristo, como lo dice muy bien san Juan. Será preciso que Cristo sea glorificado para que libere el Espíritu, y le haga brotar en nuestros corazones como una fuente de agua viva (Jn. 7,37-39). Pentecostés será la manifestación visible, a los ojos del pueblo, del poder del Espíritu, y de la gloria que habita en el corazón de la Virgen y de los apóstoles que oran en el cenáculo.

En este momento, se beneficiaron verdaderamente de la promesa hecha por Jesús (Jn. 16.7 ss.) después de la. Cena. "Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentaran de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre, «qué oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua. pero vosotros seréis bautizado en el Espíritu Santo dentro de pocos días» „ (Hch. 1.4-5).

Al final del capítulo 11 de la Carta a los hebreos, el autor tiene una hermosa expresión para mostrar la diferencia que existe entre la fe de los que caminan hacia Cristo y la fe de los que se han beneficiado de la promesa, es decir del envío del Espíritu en la resurrección. Después de bosquejar la galería de los grandes testigos de la fe: Abel, Henoc, Noé, Abraham, Moisés, los que lo han dejado todo por una patria desconocida: "En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos" (Heb. 11,13). Concluye comparando su suerte con la nuestra: "Y todos ellos, aunque alabados por su fe, no consiguieron el objeto de las promesas. Dios tenía ya dispuesto algo mejor para nosotros, de modo que no llegaran ellos sin nosotros a la perfección" (Heb. 11,39-40).

Para María y los apóstoles, la efusión del Espíritu fue un acontecimiento fundante de la fe. Hasta la resurrección, María había creído en oscuridad, pero desde que recibió el Espíritu, su fe se convirtió en luz, calor, dulzura y alegría en lo más profundo de su corazón. Los evangelistas son muy discretos sobre los encuentros del Resucitado y de su madre; en el fondo no tenía necesidad de verle, puesto que él vivía en ella por el poder del Espíritu.

Leyendo los Hechos, se ve muy bien que María jugó un papel muy importante para sostener la fe de los apóstoles, y ayudarles a alejar todo temor del porvenir. Su inquietud se manifiesta cuando ellos preguntan a Cristo si va a restaurar pronto el reinado en Israel: "A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta en los confines de la tierra" (Hch. 1,7-8).

 

"El Espíritu Santo vendrá sobre ti" (Lc. 1,35)

Era necesario que el Espíritu estuviese allí para ayudar a los apóstoles 'a perseverar en la oración y a no dispersarse por el miedo y la duda: ,.Y cuando llegaron (a Jerusalén) subieron a la estancia superior donde vivían" (Hch. 1.13). María había adquirido la costumbre de estar en la cámara alta de su corazón, donde meditaba los acontecimientos de la vida de Jesús y esperaba también la visita del Espíritu. Viéndola orar, los apóstoles comprendieron que la única actitud valedera era mantenerse en silencio y esperar lo que Jesús. había prometido. En nuestra oración, María ocupaba también un lugar de predilección, recapitula en ella toda la fe del pueblo elegido que espera al Espíritu. Debemos repetir a menudo la oración de la Virgen en el cenacúlo:

Oh Dios, que has colmado del Espíritu Santo á la bienaventurada Virgen María cuando oraba con los apóstoles en la soledad del cenáculo; te rogamos, que nos hagas amar el silencio del corazón, a fin de que orando mejor, así recogidos, merézcamos ser llenos de los dones del Espíritu Santo.

En María, el Espíritu no viene de fuera, pues ha tomado ya posesión. de su ser en el momento de su concepción, y sobre todo en la anunciación, hasta el punto de que es como refundida en el corazón de la Trinidad. Ha nacido verdadera-mente de Dios, es decir ha sido refundida y remodelada por las "dos manos" de Dios (el Hijo y el Espíritu), según una hermosa expresión de san Ireneo. El Espíritu vive en ella, como un fuego latente bajo la ceniza, pero habrá que esperar a la glorificación de Jesús para que se haga incandescente, como el fuego de la zarza ardiendo. Los Padres griegos fueron siempre muy sensibles a esta acción maternal del Espíritu en María, tanto en la encarnación como en la resurrección de Jesús. El Espíritu es el que forma a Jesús en María, es el que resucita a Jesús. es el que cambia el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Jesús, es finalmente el que penetra a los creyentes y les contagia el dinamismo de la resurrección. La última palabra sobre María nos la presenta en oración, ella llama al ""don del Espíritu, que en la anunciación ya la había cubierto con su sombra" (Lumen Gentium, número 59).

Para describir esta acción de María en Pentecostés, el Padre Molinié emplea una imagen muy bella, muy cercana a la de los Padres griegos a propósito de la "oración ígnea":

Por eso, dice, su presencia era necesaria en Pentecostés. Sabéis que hoy se construyen hornos solares: son espejos parabólicos, que concentran los rayos del sol sobre un horno donde se consiguen con facilidad los tres mil grados. Pues bien, en el momento de Pentecostés, María era este espejo parabólico. María no es el sol, pero atrae los rayos del sol por su confianza 1.

Durante diez días, los apóstoles permanecieron en el cenáculo, y. a través del espejo parabólico de María en oración, se expusieron al sol de la zarza ardiendo. Al cabo de este tiempo. su corazón se puso incandescente y prendió fuego a la Iglesia y al mundo: ""Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que dividiéndose se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse" (Hch. 2,3-4).

María no es el sol, pero atrae los rayos del sol por su humildad, su pobreza, y sobre todo por su confianza, de manera tan real como un imán atrae al metal o como el pararrayos atrae al rayo. El fuego de la zarza ardiendo pide permiso para precipitarse en nosotros y consumirnos, pero tenemos miedo de quemarnos y dejamos para más tarde este holocausto trinitario.

No. nos gusta mucho exponernos al fuego del amor pues tememos los rayos del sol. No podremos evitar decolorarnos por el ardor de los rayos, pero es condición necesaria para nuestra belleza interior:

Negra soy, pero graciosa...
No os fijéis en que estoy morena: es que el sol me ha quemado. (Cant. 1,5-6)

Los Padres han comparado la acción de María a un aceite que suaviza y hace flexible nuestro ser, para que se deje tostar por el sol. En todas las dificultades de la fe, es indispensable recurrir a María, pues ella nos inspira la confianza y el abandono con soltura y sin crispación. No abandona nunca a los que solicitan su intercesión y acuden a ella con confianza, pues es la madre de la misericordia. Además, no es ella la que es misericordiosa, sino que es Cristo el que revela en ella el rostro más profundo y misterioso de su Padre, el de la misericordia. En este sentido, hay que repetir a menudo la oración de san Bernardo, el Acordaos.

 

La asunción, misterio de gloria.

Después del cenáculo y de Pentecostés, María se sumirá cada vez más en el silencio y la oración; la Escritura no habla más de ella, hasta tal punto su misión se identifica con la de la comunidad primitiva. En la comunidad de los creyentes, és la madre del Señor y también la madre de la Iglesia naciente, es sobre todo la creyente por excelencia. Esto nos lleva a decir que expresó su fe en la oración asidua, la comunión fraterna y la fracción del pan. Los Hechos nos dan una precisión sobre esta oración que se inserta en la gran tradición de la oración judía; dicen: "Acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar"" (Hch. 2,46-47).

La oración de la Virgen y de los primeros creyentes es pues una oración asidua y totalmente centrada en la alabanza de Dios; es también una oración del corazón muy sencilla, en un clima de alegría y júbilo.

El Evangelio de san Juan nos da también un índice precioso sobre la manera de vivir de la Virgen después de la Pasión. Jesús en el momento de morir, se dirige a su madre y le da como hijo al discípulo al que amaba. Luego se vuelve hacia san Juan y le da a María por madre. El Evangelio añade entonces: "Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa" n. 19,27). María ha vivido pues en casa de san Juan, el discípulo al que Jesús amaba y que permaneció en su amor. Cuanto más se lee a san Juan, mejor se comprende que era esencialmente un contemplativo, porque le gustaba permanecer, estar largo rato con Jesús para mirarle. Además, la Iglesia de Oriente definirá el ministerio de Juan como ""el que permanece" (Cfr. Jn. 21.22-23).

Entre el corazón de María y el corazón de Juan, existía una armonía profunda, una connaturalidad. A los dos les gustaba permanecer mucho tiempo ante lo que contemplaban, porque amaban. En el Evangelio, nunca se les ve discutir pues saben muy bien que con Jesús es mejor mirar, escuchar, amar, que hablar. Los dos tienen corazón de discípulo, ven inmediatamente y creen. Por eso había nacido una amistad profunda entre Jesús y Juan. Cuando Jesús hablaba, sus palabras despertaban en el corazón de Juan una resonancia que conmovía todo su ser, dice Dom Guillerand 2.

Se comprende pues que Jesús haya confiado su madre a san Juan, pues estaban hechos para comprenderse y amarse. Los dos habían calado por dentro a Jesús, los dos habían respirado en Jesús el aire trinitario y bebido el agua viva. Se bañaban en el seno de Dios, donde la oración brota naturalmente del corazón.

En uno de sus sermones. Bossuet dice que la asunción de la Virgen "no fue un milagro, sino el final de un milagro". En efecto, después de la resurrección del Señor. María estaba realmente habitada por la gloria; nos podemos preguntar cómo vivía, ya que los hijos de Israel no podían "fijar su vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de pu rostro, aunque pasajera" (2 Cor. 3,7). La gloria que habitaba en María no era pasajera,puesto que la resurrección de Jesús la había hecho definitiva. Estaba pues transformada ""en esa imagen cada vez más gloriosa, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu" (2 Cor. 3,18). El misterio de la oración de María se confunde con el resplandor de la gloria en ella.

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1 MOLINIE, M.D.: Ob. cit., pág, 222

2 DÓM GUILLERAND: Au seuil de rabtme de Dieu, Benedettini di Priscilla, Roma, 1966 pág. 97.