"Pasó la noche en la oración de Dios". (Lc. 6,12)


Cada evangelista tiene su manera propia de hablar de la oración de Jesús. Ninguno pretende desvelar su misterio en la totalidad. Sugieren sencillamente la oración de Cristo con toques breves y sucesivos, tratando así de despertar en el corazón de sus oyentes su propia oración. Recuerdo la impresión que todos nosotros sentimos, en un retiro en Africa, cuando en el momento de la lectura breve de Completas, uno de nosotros leyó el pasaje de san Lucas: "Jesús se fué al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios" (Lc. 6,12). Al escuchar este texto, estábamos en presencia de Jesús en la oración, presentíamos el misterio de su vida profunda con el Padre, y al mismo tiempo teníamos el deseo de orar toda la noche.

¿Nos sentimos arrastrados a la oración cuando oímos una palabra como esta: "Jesús subió solo al monte para orar"? No sabríamos decir lo que pasa en nosotros, ninguna psicología humana sabría explicarlo, pero tenemos el presentimiento de la vida divina perdida: en una palabra respiramos el aire de un país trinitario. Es un poco lo que nos pasa cuando encontramos un hombre de Dios, tiene "el aire de Jesús" y nos hiere el corazón comunicándonos el gusto de orar. Por eso la oración de fuego se enciende en nosotros y nos desborda por todas partes., No se trata entonces de hacer un esfuerzo para orar, sino de estar lo suficientemente abierto en profundidad para acoger, lo mejor que podamos, la oración de Jesús, que nos invade y nos sumerge. La única actitud posible entonces, es enfrentarse con calma a este huracán, que nos fascina y nos da miedo a la vez: esta oración no es ya de dimensión humana; tiene la medida divina de amar y de orar en el hombre.

 

"Orar, es acordarse de Cristo que ora".

El misterio de la oración de Jesús nos fascina, y por eso nos acercamos a él con respeto, sabiendo que no agotaremos nunca su oración. Los evangelistas no han descrito en todos sus aspectos la oración de Jesús, no se han preocupado de la exactitud ni de los detalles, sino que han querido . hacernos presentir un misterio. Así un simple rasgo de la oración de Jesús nos hace sospechar este misterio, en el cual no podemos entrar con la sola luz de la razón y de la exégesis. Sólo una atracción del Padre (Jn. 6,44) puede hacernos entrar en esta oración. Pero a fuerza de recordar a Cristo orando y de meditarlo en nuestro corazón, somos poco a poco introducidos en esta oración misteriosa.

Al principio, quisiéramos descubrir cómo oraba Jesús, con el deseo de penetrar la conciencia psicológica de este hombre en oración, pero comprendemos poco a poco que este rodeo lleva a un callejón sin salida, y que tenemos que acoger la oración de Jesús tal como el Espíritu Santo la suscita en nuestro corazón. Esta oración es a la vez la suya y la nuestra, de tal modo abraza los contornos de nuestra vida humana y lo profundo de nuestra persona. Es cierta, que los testimonios de los evangelistas sobre la oración de Jesús son precisos para nuestra manera de orar, pero más aún como nervio conductor misterioso, que nos encamina hacia el umbral de esta oración. Cada día descubrimos nuevos aspectos, sin que la podamos encerrar en un marco definido, Como dice muy bien Jean Laplace: "Todo queda por decir cuando creemos haberlo dicho todo" 1.

En este terreno de la oración de Cristo, lo único válido por escrito, de palabra, o con el testimonio silencioso de nuestra oración perseverante, es provocar la chispa de fuego que permitirá a la oración de Jesús brotar en el corazón del otro, al contacto de nuestra propia oración. Luego; hay que retirarse de puntillas para no estorbar la acción del Espíritu Santo: "Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que este es verdaderamente el Salvador del mundo" (Jn. 4,42).

Cuando el episcopado francés reflexionó en Lourdes, en 1973, sobre el fenómeno de la vuelta a la oración, insistió mucho en la necesidad de evangelizar esta oración, para que sea verdaderamente la oración cristiana. Así se expresa Monseñor Coffy:

La oración cristiana tiene de específico que es en primer lugar y esencialmente la oración de Cristo que hacemos nuestra. Existe antes que nosotros y en cierto modo sin nosotros. Es la oración que Cristo no deja de dirigir a su Padre por el Espíritu. No tenemos pues que inventar la oración, sino acoger la de Cristo "siempre vivo 'para interceder por nosotros" (Heb. 7,25), acogerla, es decir hacerla nuestra. Orar, es participar en la oración de Cristo, el único Orante que es escuchado" 2.

Antes de aplicarnos a la enseñanza de los apóstoles sobre la oración, hemos preferido mirar cómo vivían los primeros cristianos la asiduidad en la oración, y luego hemos escuchado la palabra de Pablo. Del mismo modo. Jesús ha enseñado la oración, y esta enseñanza nos ha llegado a través de parábolas como la del amigo importuno (Lc. 11.5-13) y del juez que se hace rogar largo tiempo (Lc. 18,1-8). Pero Jesús ha orado él mismo, y antes de decir la oración, la ha hecho . No es sólo el que habla de oración y enseña el camino, es también el gran orante, que consagra largas horas y noches a la oración.

Por eso Jesús no se contenta con decir que hay que orar siempre sin cansarse nunca; vive en él esta oración perseverante y la extrae de su propio caudal. Si ha insistido tanto en el hecho de pedir, buscar o llamar; es porque él mismo ha experimentado, durante sus noches, que el fondo de la oración era una súplica permanente para ablandar el rostro del Padre. Es el maestro de la oración, y en ese sentido nos. dice: "Mirad la manera como yo oro y el tiempo que consagro a la oración, y ¡haced como yo!". Es también el sentido de su invitación en el huerto: "¿No podéis orar una hora conmigo?".

Se podría creer que Jesús no tenía ninguna necesidad de la oración. Sin embargo, es precisamente su oración la que nos revela su verdadera identidad. Es el Hijo que se recibe plenamente del Padre, y nos recibe con él. "Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo" (Heb. 2,17). Su oración es la expresión de su ser y nos lo revela. Debemos pues de aprender de él la oración o mejor todavía dejar que él ore en nosotros.

Sin duda es esto lo que ha querido decir cuando ha invitado a sus discípulos a orar "en su nombre". Hay que tomar esta expresión en su sentido fuerte, y no en el sentido de que se pide en vez de alguien, o por mandato de alguien. No hay aquí ningún desdoblamiento psicológico. sino una identidad de ser con Cristo, que nos hace orar con él yen él: ""Yo os aseguro: lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado" n. 16,2324).

 

"Padre, todo es posible para ti" (Mc. 14,36)

No vamos a intentar una aproximación al misterio de la oración de Cristo en los diferentes evangelistas, pues este trabajo ya está hecho aunque nos gustaría descubrir sencillamente el ritmo que extructura la oración de Jesús en la agonía. Estamos cada vez más convencidos de que la noche de oración en Getsemaní fue un hecho fundamental de la vida de Cristo. Cuando invita a los tres discípulos a velar y y orar con él, nos manda al mismo tiempo que recordemos este suceso en nuestra propia oración.

Volvemos a encontrar aquí lo que hemos descubierto en la oración de los hombres y mujeres del Evangelio, que vienen a pedirá Jesús una curación (cfr. la oración del centurión, de los dos ciegos, del endemoniado epiléptico y de la. cananea). En cada uno de estos relatos de milagros ha sido posible poner de relieve una estructura que marca el ritmo de la oración de estos hombres. De una manera más amplia, esta estructura se encuentra igualmente en numerosas oraciones del libro del Exodo, de los Números, y sobre todo de libro de los Salmos. Hemos estudiado las diferentes etapas de esta oración en el capítulo segundo, consagrado a la oración de súplica. Haciendo referencia a un excelente artículo del Padre Trublet 3, nos asombrará enseguida encontrar la misma estructura en el relato de la agonía. Es la prueba de que Jesús vivía su oración como la de los grandes hombres de la Biblia.

Ritmo en los relatos de milagros

Los discípulos de Jesús oraron igual. cuando se dirigieron a él para solicitar un milagro o una curación. Se da en ello una continuidad y una convergencia notables en la manera de orar, que encontraremos en la santísima Virgen. ¿No será esto, dejar a Jesús que ore en nosotros?

Volvamos a los relatos de milagros, y de una manera más amplia a las oraciones de queja y de petición que jalonan la Biblia. Tienen todas una misma estructura, cuyos elementos se presentan generalmente así:

  1. Descripción del mal o de una situación de angustia. ya sea en el hombre o en la naturaleza. Se precisan las causas, la duración, el horror, las diferentes tentativas efectuadas antes para conjurar el mal. Se cita el nombre de las persona§: el ciego, Bartimeo. A veces, son los padres o los amigos del enfermo los que vienen a presentar la demanda. Entonces Jesús admira su fe.

  2. El grito del hombre hacia Dios o hacia Cristo. Este grito va a menudo precedido de un gesto o de una actitud que manifiesta el ardor de la súplica; el hombre se acerca a Cristo, se postra, le suplica y cae de rodillas (Mc. 1,40). De este modo el •cuerpo expresa la fuerza y el poder de la oración. Habitualmente, este gesto va acompañado de una palabra en la que el hombre llama siempre a Cristo de "tu". ""Si quieres, puedes limpiarme" (Mc. 1,40). 0 bien es un grito en forma imperativa "Hijo de David, ten piedad de mí". Las expresiones del grito de los hombres son muy variadas según las situaciones; hemos dado algunos ejemplos hablando de la oración de los Salmos. Recordemos las más frecuentes: llamar, gemir, gritar, quejarse, lamentarse, querellarse, llorar.

  3. La escucha de Jesús. En los Salmos esta atención de Dios se expresa por las siguientes palabras: ver, oír, escuchar, mirar, tener compasión, tener piedad. Igualmente en el Evangelio, a propósito del leproso, Jesús se conmueve de compasión. La escucha de Jesús se traduce en esta palabra: "¿Qué quieres que haga por ti?". El silencio que precede o sigue debe permitir al que suplica que empiece a comprender la pregunta de Cristo, del mismo modo, la repetición inicial del grito da mayor profundidad a su petición.

  4. La intervención de Cristo en favor del que suplica, que se opera a menudo por medio de un gesto de un contacto físico con el enfermo: "Jesús extendió su mano, le tocó y le dijo: Quiero; quedar limpio" (Mc. 1,41). Pero antes de la curación propiamente dicha, hay a menudo un diálogo entre Cristo y el que pide, para llevarle a que purifique su fe.. Hemos insistido en ello 'mucho y esto nos parece muy importante para comprender la oración de Jesús en la agonía. Pide que sea alejado el cáliz, pero al mismo tiempo no desea más que la voluntad del Padre. Obrará de la misma manera con los que le suplican y a los que quiere llevar de la búsqueda de una curación a la de una presencia. Los hombres no deben sencillamente venir a él para obtener el pan o milagros, sino para descubrirles a el y el misterio de su persona que da el agua viva.

  5. Finalmente la reacción del hombre o de la concurrencia. El hombre da gracias a Dios. por haberle salvado, dejar estallar su alegría, guarda silencio o permanece indiferente. Así el leproso purificado "se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia" (Mc. 1,45), o "el pueblo alababa a Dios" (Lc. 18,43; Mt. 9,8).

Ritmo en el relato de la agonía

Se puede organizar de la misma manera el desarrollo de los relatos de la pasión y de la resurrección de Cristo, pero es sobre todo en la oración de Cristo en Getsemaní donde encontramos claramente este esquema. Aparecen aquí todos los elementos de la oración en el Evangelio, con la insistencia sobre la fe, que es capaz de mover montañas, y el tierno abandono de Jesús al deseo de su Padre. Analicemos de nuevo con sencillez estos elementos:

1. Se dan en primer lugar las torturas soportadas por Cristo: agonía, juicios, burlas y golpes. Marcos nota cómo Cristo siente pavor y angustia: ""Les dice: Mi alma está triste hasta el punto de morir" (Mc. 14,34). En la cena, Jesús afronta su muerte con serenidad; en Getsemaní es la realidad del cáliz lo que Cristo acepta beber en angustia. No hay ya ningún socorro humano posible, hasta los discípulos duermen. Hay que pensar a menudo en ese último instante de nuestra existencia, que dura a veces largos días, en el que no se puede ya vivir. más que en un acto de confianza en el Padre. Lo que tendremos que hacer en aquel momento tenemos que vivirlo a lo largo de toda nuestra existencia: confiarnos solamente a Dios.

2. El grito de Cristo hacia el Padre. El ardor de su oración se observa en su postura: "Y adelantándose un poco, cayó en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de él aquella hora" (Mc. 14,35). ¿Hay que tratar de comprender esta oración? Yo creo que no. Vale más permanecer y velar con Cristo. Si el Padre estima oportuno atraernos hacia la oración de Jesús, nuestro corazón de piedra estallará bajo la fuerza de esta dulzura desgarradora y nos veremos consolados de los años de espera y de oración.

Luego viene una oración en estilo indirecto: "¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc. 14,36), Padre era sin duda la incesante oración de Jesús. Por eso el Espíritu la murmura en nosotros:

Basta recorrer el Evangelio, para asegurarse de que el recuerdo del Padre estaba constantemente en el corazón y en el pensamiento de Jesús, como su nombre estaba sin cesar en sus labios. Ya orase apartado y solo durante la noche, o que estuviese en medio de las multitudes realizando milagros (cfr. Jn. 11,41-42), siempre Jesús invocaba el nombre de Dios su Padre. Abbá fue su última oración en el huerto de Getsemaní, su último grito sobre la Cruz (Mc. 14,36; Lc. 23,46) 4.

Durante la agonía Jesús debió balbucear indefinidamente esta oración: "¡Abbá. Padre!" Y a este nombre, uniría inmediatamente otra expresión que le era familiar, tan grande era su confianza en el Padre: "A ti, todo te es posible". Jesús repitió tan a menudo a los que venían a él esta frase: ""Todo es posible al que cree", que seguramente la tomaría para su oración. Pensamos aquí en la frase de la Carta a los hebreos a propósito de Isaac y de Abraham: ""Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura" (Heb. 11,19). Jesús cree en la omnipotencia de su Padre que le resucitará y su oración es escuchada. En la situación en que se encuentra, no todo está regulado de antemano por un querer inmutable, hay lugar para el juego de dos libertades que pueden rehusar o aceptar.

Veremos más adelante cómo Jesús condiciona y subordina su petición a la voluntad del Padre. Es cierto, que desea que este cáliz se aleje de él. pero desea más aún la presencia y el beneplácito del Padre. Toda oración cristiana se sitúa en el interior de esta tensión en la que se suplica al Padre que escuche nuestro deseo, pero al final, se abandona a lo que él quiere. Todo se acaba en el grito de desamparo sobre la cruz: "Dios mío, Dios mío. ¿por qué me has abandonado?", pero no es esta la última palabra de su oración, sino que termina: "Padre en tus manos encomiendo mi espíritu". Lucas señala que Jesús ha dicho esta oración con un gran grito, que no es ya una queja sino un gritó de amor.

3. Finalmente, el Padre interviene y resucita a Jesús con el poder mismo de su gloria que, en el Evangelio, ha transfigurado la miseria de los enfermos. Es la realización de la omnipotencia de Dios, mucho más allá de lo que podemos concebir o pedir: "Dios le resucitó" (Hch. 2,32). Por eso la Iglesia puede anunciar la resurrección en una oración de alabanza, como los 'enfermos curados proclaman el poder de Dios: "Ha derramado lo que vosotros véis y oís" (Hch.2,33).

 

"No sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc. 14,36)

Como vemos, esta estructura se encuentra lo mismo en los Salmos que en el Evangelio, o en el relato de la agonía. Al leer a san Marcos, se pregunta uno por qué el evangelista no ha pasado en silencio los gritos interminables de Cristo pidiendo al Padre que le librara de la muerte. Cierta manera edificante de hablar de la oración de Jesús hubiera insistido tan sólo en su abandono a la voluntad del Padre y no en su súplica. Si Marcos menciona el grito de Cristo en la secuencia de los acontecimientos, debe tener para ello una razón. Y si nos choca esta oración, es tal vez porque nuestra propia oración no es la de Cristo, ni la de los hombres de la Biblia.

Las quejas que jalonan los Salmos o los relatos de los milagros del Evangelio no son más que el eco de los gritos de la humanidad que sufre: gritos de enfermos incurables en los hospitales, gritos de torturados en los campos, gritos de hombres solos. Jesús ha compartido hasta el extremo la condición humana trágica, no está ligado a una voluntad que se le impone desde fuera. Abraza nuestra angustia y nuestra miseria, está desgarrado y debe elegir entre él y el Padre. Entonces como todos los hombres que sufren, piensa en que le sea apartado ese cáliz; y por eso grita al Padre con gran clamor, dice la Carta a los hebreos. Nos reconocemos muy bien en la oración de Jesús, cuando afirmamos que nuestro movimiento espontáneo podría ir en contra de la voluntad del Padre.

Pero Jesús sabe también que su grito y el nuestro son el lugar de un nuevo nacimiento. La Biblia no se interesa únicamente por Dios, sino también por esa relación y esa alianza indefectible entre Dios y el hombre. Esta manera de orar indica de manera concreta, en acto, lo que es la salvación de Dios, es decir la mutua relación entre el Salvador y el salvado. En el interior de esta miseria es donde se despliega el poder de Dios: "Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella" (Jn. 11.4).

Así cuando el hombre grita a Dios desde el fondo de su miseria, nace a la Palabra y experimenta el poder de la resurrección. Cuando Dios profiere una palabra, transforma eficazmente la realidad. En cambio, no creemos mucho en el poder de nuestra palabra y de nuestros gritos, aunque está claramente señalado en la Biblia y en el Evangelio. Cuando Dios entrega la creación al hombre, le hace poner nombre a las cosas (Gn. 2,18-20), es decir le da cierto poder sobre ellas. Llamar a Dios por su nombre, es participar del poder que emana de él. Por eso los judíos no se atrevían a pronunciar el nombre de Yavé y lo habían reemplazado por Adonai; solo el sumo sacerdote lo pronunciaba el día de la fiesta de Yom-Kippur. En los Hechos, el poder del nombre de Jesús es el que opera la curación del tullido de la Puerta Hermosa. Y Jesús afirma que toda palabra pronunciada en su nombre es eficaz. Así cuando Dios habla, crea las cosas; cuando el hombre se vuelve hacia Dios y grita su pena, participa del poder de Dios y entra en comunión con él. En este sentido, la oración de Jesús en la agonia es eficaz, y escuchada en la resurrección.

Miremos desde más cerca cómo un hombre nace a la Palabra, cuando se dirige a Dios para pedirle alguna cosa. En un cierto número de salmos, el que suplica reclama a Dios los bienes que le faltan: el alimento y la bebida (107, 5-6), una vida larga y feliz (102,25), la desaparición de la angustia (102,3), la curación de una enfermedad (42,1 1), la victoria sobre el enemigo (84,12), librarse de la muerte (85,7). En la oración de la agonia, Jesús pide al Padre que aparte de él el cáliz de la pasión, en definitiva que le libre de la muerte. Dos rasgos caracterizan esta petición: de una parte ninguna otra cosa puede reemplazar a aquello que se pide, y por otra parte, Jesús pide al Padre lo que le es impcsible conseguir por sus propias fuerzas. Solo el Padre puede librarle de la muerte. Es la oración de intercesión en toda su pureza e intensidad. Ya hemos dicho 'más 'arriba que esta oración había durado toda una noche, y el sudor de sangre relatado por Lucas hace adivinar toda su intensidad.

Pero no hay que dejarse engañar sobre el alcance de la petición de Jesús a su Padre. La búsqueda de una cosa revela un deseo más profundo, el de una presencia. Todos sabemos que cuando un niño pide algo a su madre. por ejemplo cuando le pide de beber después de que le haya acostado. en la petición se encierra otra cosa. El grito del niño es en primer lugar una llamada de ayuda: quiere. en su soledad nocturna, volver a traer junto a sí la presencia de su madre y establecer un nuevo lazo con ella. Para conseguirlo, recurre a un objeto (la sed, la bebida). Los que tienen un poco de experiencia en agonizantes saben que deben agarrarles la mano para tranquilizarles.

Cuando Jesús pone entre él y el Padre un grito de súplica, su queja se transforma en petición. La necesidad de ayuda velaba y desvelaba al mismo tiempo otro deseo: el de una presencia. Por eso el Padre responde a esta petición enviándole un mensajero: ""Entonces se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba" (Lc. 22,43). Cada vez que Dios envía un ángel, es para significar que está allí, que se interesa y quiere socorrer. Así Yavé envía un ángel a Elías desanimado para que le lleve un panecillo y una cantimplora de agua. (1 Re. 19,1-8).

Cuando Jesús se dirige al Padre para que le libere del cáliz, la petición que Dios mismo se hace ante él se inscribe en el corazón mismo de su demanda'. Habría que leer de nuevo todos los salmos en los que el hombre tiene sed del Dios vivo y quiere verle cara a cara (Sal. 42,2). El salmo 22 que Jesús recitará en la cruz da testimonio de ese deseo:

¡No andes lejos de mí, que la angustia está cerca,
no hay para mí socorro! (Sal. 22,12).

Jesús quiere ver al Padre, ser mirado por él; quiere oírle o ser escuchado por él:

Dios mío; de día clamo y no respondes,
también de noche, y no hay silencio para mí...
¡Mas tú, Yavé, no te estés lejos,
corre en mi ayuda, oh fuerza mía! (Sal. 22,3 y 20).

Jesús pide a su Padre que intervenga en su favor y espera que le librará:

Libra mi alma de la espada...
y a mi pobre alma de los cuernos de los búfalos. (Sal. 22,21-22)

Jesús aguarda a Yavé en quien no se espera jamás en vano. (Sal. 22,4-6)

Hay que notar en esta oración que Jesús no se pone nunca en el centro de la petición, el está siempre presente, y su súplica está subordinada al deseo del Padre: "Per,o no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Má. 14,36). Sucede de otro modo cuando se busca a Dios y se le reza por los bienes que nos concede, y no por él mismo. Sin embargo, no hay que despreciar esta oración ni considerarla infantil, por que Dios desplazará progresivamente hacia él el centro de su interés. El que quiere progresar en la oración debe aceptar esta salida de sí y ésta entrada en relación gratuita con Dios. Si no hemos llegado todavía a esto, hay que reconocer humildemente que nuestra petición no es la última palabra de amor, sino los primeros balbuceos. En esta súplica, se da al menos el reconocimiento de que Dios es el único, y que nosotros estamos en segundo lugar.

De este modo, Dios cuida a los que acuden a él aunque su confianza no sea del todo pura y no proceda de un corazón profundo. Sabe de qué estamos hechos y comprende que. nuestra petición de cosas esconde un deseo más profundo,el de su rostro. La Biblia define al hombre como a un ser ""que tiene necesidad de Dios". Es sin duda el sentido de la palabra del salmo: "Apenas inferior a un Dios le hiciste" (Sal. 8,6). Le has hecho ""a falta de Dios"". ¿Y qué podrá colmar el deseo profundo del hombre sino el rostro de Dios que no se parece a nada?.

 

"Padre, en tus manos pongo mi espíritu"

Volviendo a la comparación del niño y de su madre, hagámonos una pregunta: ¿cómo logrará establecer con ella verdaderas relaciones de amor? En otras palabras, ¿cómo va, no sólo a experimentar el gusto detenerla junto a sí, sino a unirse al propio deseo de su madre, el de darse a él cuando ella quiera y como ella quiera? Lo mismo ocurre con la oración: ¿Cómo estar seguro de que cuando busco a Dios, no busco tan sólo mi gusto o la satisfacción de mis necesidades. sino el descubrirle tal como él quiere darse?

Jesús nos da la respuesta a esta pregunta en su oración de Getsemaní. Acepta que su deseo de librarse de la muerte no sea colmado, y que el deseo de su Padre se convierta en el suyo. Lo que importa es colmar el deseo del Padre entregándose a el en un movimiento de oblación activa y de abandono: ""Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc. 23-46).

Jesús no desemboca en la muerte, sino en el amor. Y entrega a su Padre su propio espíritu, es decir, su ruah,' la parte más íntima que el hombre ha recibido de Dios, su aliento vital. Lo que un ser humano comunica . a otro en un beso de amor, Jesús lo entrega a su Padre al expirar, en un último abrazo. De golpe encuentra la respuesta a la declaración de amor de su Padre: "Tú eres mi hijo, mi amado, en tí está todo mi amor". Jesús necesitó toda su vida humana para penetrar hasta la médula de estas palabras. Solo ahora sabe, sólo ahora puede verdaderamente orar, sólo en la muerte podrá pronunciar el sí, largamente madurado, de su propio amor al Padre. Lo dirá en su plenitud, en paz, más allá de la desesperación y de la duda. Su plegaria es un beso de amor en el que exhala su último aliento: ""Padre, en tus manos entrego mi espíritu" 5.

En la agonía. la súplica de Jesús se hace de verdad una oración, pues busca el rostro del Padre únicamente por él mismo; acepta no ser escuchado inmediatamente como deseaba. Los efectos que esto produce en Jesús son los mismos que en las relaciones humanas. Siente el abandono y la impresión de haber caído en el olvido, y sin embargo, a 'pesar de esta prueba sigue siendo capaz de amar al Padre; pronuncia entonces una frase que es de verdad un acto de amor: "Me abandono en ti... por ti".

Así en la oración, debemos renunciar por nuestra parte a la posesión de Dios y aceptar ser privados de su presencia: "¡Como niño destetado está mi alma en mí!". (Sal. 131,2) San Juan de la Cruz nos dice que Dios nos impone el destete para enseñarnos a andar solos, hacia las realidades de la fe 6. El ideal sería que llegáramos a ello por nosotros mismos, pero como esto es prácticamente imposible, Dios mismo pone manos a la obra para quitarnos uno a uno nuestros apoyos humanos. En la oración. hay. que buscar a Dios por sí mismo y no por las alegrías que nos proporciona su presencia..

En definitiva, la oración de Jesús no ha sido más que su amor al Padre. En este sentido, amor y oración tienen notables semejanzas: una y otra están hechas de rupturas.

Amar a alguien, es aceptar que se aleje de nosotros si lo desea. Más o menos pronto, el amor debe aceptar estas separaciones, para permitir al otro que sea él mismo. Esta misma llamada resuena en el corazón de los que se aman con un amor imposible, prohibido o arruinado por la muerte. En todos esos casos, cuesta muchas lágrimas, pero el otro es amado por él mismo.

En la lucha que afronta en Getsemaní, Cristo ha hecho el don de sí mismo al Padre: "No sea como yo quiero, sino cómo quieras tú". (Mat. 26,39). En la oración las últimas palabras del amor son las que nos hacen semejantes a estos "artífices del deseo de Dios" (J. Trublet) que son los ángeles (Sal. 103,21). Porque Jesús ha podido decir a Dios:

¿Quien hay para mí en el cielo?
Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra. (Sal. 73,25)

Todos sus deseos han sido colmados y ha encontrado al Dios vivo. Al morir en la cruz, Jesús rezó el comienzo del salmo 22: "Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Y el salmo acaba con la gran afirmación del encuentro con Dios cara a cara:

Porque no ha despreciado
ni ha desdeñado la miseria del mísero;
no le ocultó su rostro,
mas cuando le invocaba le escuchó. (Sal. 22,25).

De este modo Jesús es escuchado más allá de sus previsiones en la oración de la agonía. Pone su espíritu entre las manos del Padre y recibe de éste la plenitud de su amor, que pasa al corazón de cada creyente. La resurrección, momento central .de la salvación de la humanidad, es la respuesta a la oración del hombre-Dios en Getsemaní, que asume todas las peticiones de la historia humana de la salvación. Su oración está íntimamente ligada a su misión; pide la santificación del nombre del Padre, el establecimiento de su Reino, y su oración última se confunde con el cumplimiento de la voluntad del Padre en la tierra y en el cielo.

 

Volver a aprender la oración de Jesús.

En Getsemaní. Jesús suplicó al Padre que le librase de la muerte, y al Padre le glorificó estableciéndole Señor del cielo y de la tierra. Ante el mundo, se manifiesta así la unión del Padre y del Hijo, y se da .a los hombres el Espíritu Santo, para que puedan entrar en esta comunión de amor. De este modo, Jesús nos desvela el verdadero objeto de nuestra oración, que es la efusión del Espíritu en el corazón de cada uno. Estamos seguros de obtener todo lo que pedimos pero sobre todo hay que pedir al don por excelencia, que es el amor mutuo del Padre y del Hijo. En el capítulo 16 de san Juan, en el cual Jesús habla del Espíritu, es donde mejor se nos enseña la oración de petición: "Aquel día pedireis en mi nombre y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere, porque me habéis querido a mí y habéis creído que salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre". (Jn. 16.26-28). En definitiva, la única oración que debemos hacer, y que es escuchada infaliblemente, es ésta "Padre, en el nombre de Jesús, dame tu Espíritu".

¿Có'mo explicar que este esquema de súplica haya caído un poco en desuso en la oración? Notemos enseguida que permanece vivo entre los pequeños y los pobres. Basta leer las peticiones hechas en Lourdes o en la calle du Bac 7.

Por el contrario, produce cierta desconfianza este género de oración entre los cristianos que se dicen más evolucionados. La oración de petición no tiene buena prensa entre algunos que prefieren "el regadío a las rogativas". Muchos factores han intervenido en este descrédito, en particular los que nos han reprochado haber inventado un Dios que nos exime de crear, obrar o luchar.

Han existido otras influencias nefastas, como la del estoicismo, que invita a llevar la cruz "gloriosamente" o a soportar el sufrimiento, con cierta complacencia malsana en el dolor y desequilibrio en la importancia concedida a la cruz de Cristo respecto de su resurrección. Se ha dado también un debilitamiento del sentido del pecado, que oscila sin cesar entre el sentimiento de culpabilidad y la buena conciencia. Para gritar a Dios, hay que sentir realmente la necesidad de salvarse. ¿Quién comprende ahora que Jesús ha venido para los pobres, los pecadores y los enfermos y que la única manera de experimentar el rostro profundo y misterioso de Dios, el de la misericordia es ofrecerle su miseria para que él la colme?.

Tocamos sin duda aquí una dificultad importante en lo que se refiere a la oración de súplica: la relación entre salvación y Liberación.

La liberación, es la voluntad que tiene el hombre de independizarse de todo lo que le aliena o le hace sufrir; la salvación, es el reconcimiento de nuestra limitación en este esfuerzo de liberación, es lo infinito o lo imposible que se hace posible con Dios recibido en Jesucristo (Flp. 3). La lucha contra todo lo que nos esclaviza nos moviliza, pero sabemos también que la última palabra o la victoria final no está en nuestro poder 8.

Si tenemos sospechas de la oración de súplica, es que confundimos salvación y liberación. El hombrees incapaz de salir por sí mismo; choca con lo imposible. Lo ha ensayado todo, pero ha perdido la partida, pues él mal es más fuerte que él. Sobre todo, el mal viene de más lejos y de .más arriba y solo Aquel que ha atravesado victorioso las profundidades del infierno puede librarnos de él.

En nuestra oración litúrgica, los gritos son muy discretos. Nuestros hermanos de Oriente envuelven su liturgia eucarística con súplicas; la celebración está como penetrada por los gritos .del hombre: gritos de pecador, gritos de los hombres aplastados por el sufrimiento, gritos de todos los excluidos y de los solitarios. Lo mismo sucede en nuestra oración silenciosa: ¿nos atrevemos a decirle todo a Dios, creemos verdaderamente que él presta atención a nuestros gritos? Nuestro corazón está habitado por deseos inconfesados, sufrimientos ocultos y llagas secretas. Ocultamos nuestra vergüenza en un cajón, para dar a Dios bellas apariencias aunque él reclama todo lo nuestro y se encarga de ello, por malo que sea. Dios reclama todo; en primer lugar nuestra miseria y, nuestra impureza, con la intención de purificarla. En cuanto'a nuestro pecado, lo hará morir en una agonía que es la muerte del hombre viejo.

Orar, es desplegar y exponer ante Dios los deseos. los sufrimientos y las heridas, para que él las colme y las cure. ¿Por qué tenemos miedo de decir todo esto a Dios, puesto que es él quien nos ha hecho tal como somos? Nuestra oración empieza a ser verdadera en el momento en que le decirnos todo lo que tenemos` secretamente oculto en nuestro corazón. ¡También los gritos de odio y de desesperación son oración! Naturalmente, estos gritos están todavía muy centrados en el que los da, paro permiten al menos un primer tipo de encuentro con Dios, que podrá purificarse o transformarse.

En nuestra vida, todo debe hacer posible el encuentro imposible. Si eliminamos este tipo de oración, desembocaremos en un Dios abstracto, a pesar de nuestra familiaridad con él, un Dios del que podemos prescindir en la vida corriente, con peligro de desquitarnos en otra parte y con otros de esas fuerzas de muerte que se dan en nosotros.

Debemos volver una vez más a la escuela del Evangelio. Entre la miseria y la salvación interviene a menudo un grito del` hombre y una escucha de Dios. Para ellos como para Jesús en la agonía. por la palabra obtienen la salvación. Con sencillez y partiendo de nuestra existencia concreta, tenemos que volver a aprender la oración de Jesús en la agonía: "El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fué escuchado por su actitud reverente, y aún siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec". (Heb. 5.7-10)
______________________

1 LAPLACE, J.: La oración, búsqueda y encuentro, Marova, Madrid, 1977.

2 COFFY. R.: iglesia. signo de salvación en medio de los hombres, Marova. Madrid. 1976.

3 TRUBLET. J.: Art. cit. (3). págs. 13-16.

4 LE SAUX, H.: Eveil a soi, éveil a Dieu, Centurión, Paris, 1371. pág. 132.

5 LOUF, A.: El Espíritu ora en nosotros, Narcea. Madrid. 1979. págs. 39-40.

6 SAN JUAN DE LA CRUZ: Noche oscura, lib. 1. cap. 1. en Vida y obras de San Juan de la Cruz B.A.C.. Madrid, 1978. 10" ed. pág. 645.

7 Cfr. el libro de Serge Bonnet: Les priares secrétes des franpais.

8 TRUBLET, J.: Art. cit., nota 1. pág. 129. 129