5. "Mantén tu espíritu en el infierno y no desesperes" (Silvano)


Para terminar este capítulo, quisiéramos acudir a la experiencia de los Padres y pedirles que nos indiquen el camino para llegar, como ellos, a la oración continua del corazón. Al abordarles, es impresionante constatar cómo su experiencia es exactamente la que encontramos en los salmos, pero en vez de utilizar la imagen del océano, emplean otra mucho más fuerte, porque está tomada del Nuevo Testamento, la del infierno. Esto se debe al hecho de que al contemplar continuamente la bajada de Cristo a los infiernos, leen su propia experiencia en la de Cristo, comprenden que han sido salvados del infierno

El infierno es el lugar último de la salvación, como canta la liturgia pascual: en adelante todo está lleno de luz, el cielo, la tierra y`aun el infierno. Saberse salvado del infierno, salvado en el infierno, saber que la única elección, es ser el ladrón de la derecha o el de la izquierda, siempre un ladrón, descubrir no sólo sus pecados en plural, pero además un cierto estado de separación, de fracaso, de asfixia permanente —la misma que me arrojaba por tierra en la "zona"— es entrar en una humildad radical, en una permanente "metanoia,,, es la vuelta de nuestro secuestro del mundo, esta ruptura de "la idolatría de sí mismo" que proyectamos sobre las personas y las cosas... "Mantén tu espíritu en el infierno y no desesperes". Dios encarnado, Dios que sufre sobre la cruz no solo la muerte física, sino también la espiritual, se encuentra en adelante en el lugar mismo de nuestra propia ausencia. Todo está lleno de luz, aun el infierno 1.

Esto es lo que más me ha impresionado al abordar a los Padres. Hablan muy poco de las alegrías que les proporciona la oración, pues temen enfrascarse en ellas y acaparar los dones de Dios inmovilizándolos; por el contrario, vuelven continuamente a tomar conciencia de su miseria, y a la humildad que les hacen gritar hacia Dios. Después de haberlos estudiado largamente, se puede decir que este sentimiento es el denominador común de su experiencia espiritual, el fondo de su oración —su cima más elevada podríamos decir— si no resultase un juego de palabras, puesto que, de hecho, se trata de una bajada a lo más profundo del infierno.

Antonio, Sisoés y Poemen, el Grande, vivieron aquí abajo los tormentos del infierno:

Se trataba de un estado cuya intensidad había acabado por dejar en su corazón una huella tan profunda que podían renovarlo por un movimiento interior apropiado, cuando querían. Recurrían a este acto ascético tan pronto como una pasión cualquiera, pero sobre todo la más sutil y la más enraizada de todas, el orgullo, surgía en su alma 2.

Para ayudarnos a comprender este movimiento interior que debe de llegar a ser en nuestra vida una actitud espiritual permanente, vamos a partir de la experiencia de Silvano, un monje del monte Athos, próximo a nosotros. puesto que murió en 1938. Tenemos hoy la suerte de poseer el' testimonio de uno de sus confidentes, el Padre Sophrony, que fue su hijo espiritual y que heredó sus notas. Luego, trataremos de remontarnos a los Padres de Egipto y de Antioquía, y más especialmente a Antonio, que nos ha dejado el testimonio de esta experiencia, que se ha transmitido de generación en generación.

 

Silvano

Silvano era un aldeano ruso que no había conocido más que su aldea y Athos, donde había acudido para hacerse monje a los veintiséis años. Había llegado a incorporar a su oración a todos los hombres y a toda la humanidad, en particular los marginados, los perdidos y los perseguidores de la Iglesia. Para él la única prueba de que se camina hacia Cristo. es el amor evangélico de los enemigos. Sabía lo que era el infierno por haberlo atravesado. Muy joven había matado accidentalmente a un hombre en una riña, pero no había terminado su "temporada de infierno" y, algún tiempo después de su entrada en el monasterio, había sido lanzado de nuevo a lo más profundo de la fosa.

Aparentemente Silvano era un buen monje:

No condeno a nadie; no doy acogida a los malos pensamientos; cumplo mis deberes concienzudamente; me privo en la comida y oro sin cesar, ¿por qué me asaltan los demonios? Me veo en el error y no puedo explicarme por qué. Cuando hago oración, desaparecen por un momento, pero siempre vuelven. Mi alma libra ese combate desde hace mucho tiempo 3.

Encontramos aquí el paso obligado del orgullo a la humildad, de la que hemos tratado más arriba. No se puede saborear e inmovilizar a las alegrías espirituales. No se conquista a Dios a fuerza de puños; todos debemos bajar los brazos ante esta puerta que sólo Dios puede abrir para entrar en nuestro vida. Pero para llegar allá, hay que pasar, oomo Silvano, por la angustia y la desesperación. A fuerza de querer empujar la puerta que nos separa de Dios, consumimos nuestras fuerzas hasta el momento en que nos desplomamos a sus pies. Entonces Dios puede abrirla, y hacer en un instante el trabajo que nosotros no habíamos podido hacer durante años.

Escuchemos a Silvano contarnos su conversión. No es él quien toma la decisión de convertirse, sino que, como Pablo en el camino de Damasco, encuentra el rostro de Cristo y el eje de su vida cambia. No se trata ya de hacer esfuerzos hacia una meta, sino de cambiar el eje de nuestra existencia. No podemos fabricar la conversión por nosotros mismos; podemos sencillamente acogerla y desearla con una súplica ardiente. Así la cuenta Silvano:

Una noche, me encontraba sentado en mi celda cuando de pronto se llenó de demonios. Oro con violencia; el Señor los expulsa, pero vuelven. Me levanto para inclinarme ante los iconos; uno se coloca delante de mí, de manera que al inclinarme, me hubiera inclinado ante él. Me siento de nuevo y digo: - Ves, Señor, que quiero orar con un corazón puro ,y que los espíritus malignos no lo soportan. Dime lo que debo hacer para que me dejen.

Y tuve en mi alma la respuesta de Dios:

- Los orgullosos sufren siempre por causa de los demonios.

- Señor, Tú eres misericordioso, dije, ¡házme saber lo que debo hacer para que mi alma sea humilde! Y el Señor respondió en mi alma:

Manténte en tu pensamiento en el infierno y no desesperes 4.

Para Silvano, esa noche fué de una importancia excepcional, y dejó en él una huella tan fuerte y tan profunda que pudo renovar la experiencia cada vez que le asaltaban las tentaciones de orgullo. Después de haber afrontado las pasiones groseras de la carne y de lo irascible, el monje tiene que luchar con el orgullo, que hace perder la gracia. Por eso en cuanto lo ve asomar, baja conscientemente al infierno, y paraliza así todo movimiento pasional.

Silvano nos dice que este pensamiento purificó su espíritu y que su alma encontró descanso ¿Que puede significar permanecer en espíritu en el infierno? No es ciertamente hacer un esfuerzo de imaginación para representarse el infierno tal como aparece en los cuadros realistas. De una manera más profunda, se trata de tomar conciencia de que el infierno no es tan sólo una realidad objetiva. sino de que cada uno de nosotros está en el infierno, en la medida en que está separado de Dios, de los demás y de sí mismo. El infierno es esta división que experimento en mí, no haciendo el bien que quiero, haciendo el mal que no quiero. La realidad espiritual del infierno, la encuentro en mí.

Pero el Padre Sophrony me explicaba despacio que no se puede tener una conversación objetiva sobre el infierno, que no se puede hablar del infierno para los demás. Nadie está solo. Dios no abandona a nadie; la comunión de los santos, esos pecadores perdonados, corroe la prisión última, la del yo que se encierra sobre sí mismo... La salvación universal no puede ser una certeza, sería vaciar la vida espiritual de su seriedad, la libertad humana de su magnitud trágica. Pero la salvación universal debe ser objeto de nuestra oración, de nuestro amor activo, de nuestra esperanza 5.

Jesús bajó a los infiernos, es decir que ha bajado hasta el abismo donde el hombre está dividido consigo mismo, no se comprende, se aísla de los demás y no vive en armonía. Ha bajado allí para "derribar el muro de separación" que nos separa de Dios y de los demás y. por su sangre, se ha convertido en nuestra paz. ,"Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el misterio de reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nuestros labios la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡Reconciliaos con Dios! a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él"". (2 Cor. 5,18-20),

 

El testimonio de Antonio y los Padres

La bajada del monje a los infiernos es una experiencia espiritual preciosa que nos ha sido legada por san Antonio, el fundador del monaquismo. El staretz Silvano había notado que la mayoría de los monjes se asustaban y carecían de aguante cuando alcanzaban esta etapa, y que muy pocos la franqueaban. Por eso el gran Sisoés que, al fin de su vida, confesaba que no había empezado todavía convertirse; decía a propósito de esta experiencia espiritual: "¿Quién puede soportar el pensamiento de Antonio?".

Uno de los hermanos fue a encontrar al abad Sisoés en la montaña del abad Antonio. Mientras hablaba, dijo al abad Sisoés: "¿Has llegado ya a la altura del abad Antonio, Padre?" Y el anciano le respondió: "Si tuviese uno de los pensamientos del abad Antonio, me convertirá totalmente como en un fuego; sin embargo conozco a un hombre, que con trabajo, puede soportar el pensamiento de Antonio" 6.

Sisoés; precisa Silvano, aludía al pensamiento ascético que Antonio aprendió de un zapatero de Alejandría 7, que debemos traer aquí, pues está en el origen de toda esta tradición.

San Antonio había pedido al Señor que le mostrase a quien era igual en el terreno de la santidad. Dios le había indicado que no había alcanzado la altura de cierto zapatero de Alejandría. Antonio abandonó el desierto, se presentó en casa del hombre y le preguntó cómo vivía. Este le respondió que daba una tercera parte de sus ganancias a la Iglesia, otra tercera parte a los pobres, y el resto lo guardaba para sí. Esto no le pareció extraordinario a Antonio que había dejado todos sus bienes y vivía en el desierto en un estado de pobreza muy superior a la del zapatero. No estaba pues en eso la superioridad de este último. Antonio le dijo: "El Señor me ha enviado para ver como vives". El humilde artesano, que veneraba a Antonio, le confió entonces el secreto de su alma: "No hago nada especial; tan sólo, mientras trabajo, miro a los que pasan, y pienso: todos estos se salvarán, sólo yo pereceré" 8.

Un comentarista lleno de humor concluye así este encuentro: "Antonio se retiró de puntillas, pues no estaba todavía a esa altura". De este modo Antonio, que había asombrado a Egipto por sus hazañas ascéticas y su oración continua, comprendió que no había alcanzado todavía la talla del pobre zapatero. En el fondo, como diremos más adelante, el fin de la oración continua, del ayuno y de la ascesis no es probar a Dios nuestro amor, sino el humillarnos más y hacernos tocar el fondo de nuestra miseria.

Vuelto al desierto, Antonio se entregó a ese trabajo y lo enseñó a sus hermanos. Desde entonces, los Padres de la Iglesia lo han trasmitido a todos como una herencia inestimable. Cada uno lo expresa con su fórmula propia; así Poemen, el Grande decía a sus discípulos: "Creedme hijos, seré arrojado allí donde esté Satanás". Pero, en el fondo, la experiencia sigue siendo la misma: "Mantén tu espíritu en el infierno y no desesperes". El infierno no es nunca para los demás. Es ese lugar donde me encuentro encerrado con todos mis hermanos, pero si lo reconozco con humildad, descubro que Cristo está allí conmigo. Y ahí intervienen la confianza y la esperanza.

 

No desesperes

No basta con descubrirse en el infierno, hay que esperar al mismo tiempo con todas las fuerzas en Cristo. El modelo del que se fía es el buen ladrón. Reconoce que sus obras le han llevado a ese punto, pero al mismo tiempo no se encierra en este infierno. Y decía: ""Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu Reino". Jesús le dijo: "Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lc. 23.42-43). El que acepta compartir con Jesús este tormento del infierno está al mismo tiempo con él en la gloria del Paraíso. Para comprometerse en esta experiencia que parece rozar con la desesperación, es preciso haber comprendido la dimensión exorbitante del amor loco de Dios, cuyo Hijo bajó a los infiernos.

Si la conversación de Silvano es sencilla como lo fueron las palabras del zapatero, la hondura de esta experiencia espiritual seguirá siendo incomprensible para el que no ha vivido, ni los sufrimientos del infierno ni las alegrías de la presencia del Resucitado. A partir de este momento, la única oración del staretz fue la búsqueda constante de la humildad. Pero como contrapartida se elevaba de su corazón un cántico que le hacía gritar: ¿Dónde estás, Dios mío?

Pronto moriré y estaré en la prisión oscura del infierno, y allí arderé solo, y bramaré hacia el Señor y lloraré. ¿Dónde estás, Dios mío, tú que conoces mi alma? Estos pensamientos me fueron de gran ayuda, purificaron mi espíritu, y mi alma encontró descanso. ¡Admirables son las obras del Señor! El Señor me mandó que me mantuviese por el pensamiento en el infierno y que esperase. El está muy cerca: "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt. 28.20): "llámame en el día de la angustia y te salvaré, y tu me bendecirás" 9.

Los Padres nos dicen que son raros los que perseveran en este trabajo y se acostumbran a él con paciencia. Es preciso que este pensamiento no nos abandone, hasta el punto que se le pueda hacer revivir, por un movimiento consciente del espíritu, cuando nos asalte un pensamiento. Silvano decía que cuando dejaba que su espíritu saliese del fuego, sus pensamientos recuperaban su fuerza.

Para terminar, digamos que el único objeto de la oración y la ascesis es llevarnos a este punto cero, a esta humildad radical de la que habla Cristo en el Evangelio. Lo experimentamos todos, cuando nos entregamos a la oración con más intensidad. Cuando oramos durante una hora, conseguimos no aburrirnos demasiado, pues llenamos el tiempo con lectura, consideraciones y otros actos semejantes, pero cuando vamos más allá de este tiempo razonable, descubrimos pronto nuestra pobreza, nuestra incapacidad para perseverar con una sola palabra o con la oración de Jesús. Pienso que si Cristo insiste tanto en la perseverancia, la asiduidad y el prolongar la oración, es sencillamente para que nuestro corazón se abra lo suficientemente en profundidad para dejar brotar el grito del publicano: ""¡Señor, ten piedad de mí, pecador!". Es la oración del pobre, que está hundido en el fondo del abismo y llama en su ayuda a Dios.

Lo mismo sucede con la ascesis, que no es nunca un esfuerzo de generosidad humana; es una ascésis de debilidad y pobreza. Por la ascésis probamos nuestras fuerzas para experimentar que están minadas por el pecado y que nos traicionan sin cesar. Todo esfuerzo ascético nos lleva, más o menos pronto, a un punto muerto en que el hombre viejo rechaza su concurso y se derrumba, ante lo que él siente dolorosamente como imposible y totalmente por encima de sus fuerzas.

Un anciano preguntó al abad Moisés: "¿para qué sirven los ayunos y las vigilias?" Este respondió: ""no tienen otro efecto que postrar al hombre en toda humildad. Si el alma produce ese fruto, las entrañas de Dios se conmueven a su vista"".

Este pensamiento es corriente entre los Padres, y se remonta a las mismas fuentes del monaquismo. Es también la única concepción evangélica de la ascesis. Por limitado que sea, nuestro ayuno, si es un verdadero ayuno, nos llevará a la tentación, a la debilidad, a la duda, a la irritación. En otras palabras, será un verdadero combate y probablemente sucumbiremos muchas veces. Pero el aspecto esencial del ayuno es el descubrimiento de la vida cristiana en cuanto lucha y esfuerzo. A fin de cuentas, en el momento en que palpamos los límites de nuestras propias fuerzas es cuando empezamos a contar únicamente con la gracia de Dios.

En su Carta breve, llamada Ad filios Dei, san Macario desarrolla esta concepción de la ascesis que se podría llamar "la impotencia transfigurada". Se trata de un verdadero tratadito de la transformación por el Espíritu Santo. Al comienzo dice que Dios concede a los principiantes gracias sensibles de arrepentimiento de sus pecados y fervor en la lucha ascética. Pero luego, Dios permite tentaciones cada vez más sutiles. El asceta está a punto de dejarse vencer por el cansancio y por la duración, y se pregunta cuánto tiempo podrá soportar ese trabajo. Entonces interviene el objeto del combate que no es probar nuestra fuerza. sino, enseñarnos a apoyarnos únicamente en Dios.

Pero cuando el hombre se ha consumido en estas tensiones. y por decirlo así casi ha abandonado ante cada una de las tenciones del enemigo, entonces Dios el amigo de los hombres, que cuida de su criatura, envía en él una fuerza santa, le da firmeza sometiendo su corazón, su cuerpo y todos sus miembros al yugo del Paráclito, pues él mismo ha dicho: ""Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt. 11.29). Así los ojos del hombre se abren para que comprenda que es Dios, y solo él, el que da fortaleza. Es la dificultad de la lucha, sigue diciendo Macario, de donde proviene la humildad, el quebrantamiento del corazón, la mansedumbre y la dulzura 10.

Otro tanto se podría decir de la soledad. A menudo se la llama la patria de los fuertes y no es totalmente cierto; se podría decir más bien que es el lugar donde brilla nuestra debilidad. Allí, no se puede contar con nadie, sólo con Dios, y se enfrenta uno a su pobreza y a todas las potencias hostiles de la naturaleza. Entre los Padres del desierto, se cuenta la historia de un monje consagrado obispo que expresa muy bien este único auxilio de Dios:

Se contaba de un obispo de Oxyrrincos, llamado abad Apfy, que cuando era monje, se sometía a una disciplina de vida muy austera. Y cuando llegó a obispo, quiso, aun en el mundo, conservar lá misma austeridad, pero no tenía fuerza. Se postró ante Dios diciendo: "¿Por ser obispo se va a alejar la gracia de Dios de mí?". Tuvo entonces esta revelación: "No, pero antes, estabas en el desierto y, puesto que no había nadie más, Dios venía en tu ayuda; pero ahora que estás en el mundo, están los hombres" 11.

En este punto, Dios no puede transigir con nosotros; todas las impurezas espirituales vienen de ahí. Contamos con Dios, es verdad, pero contamos también con nosotros, con nuestras cualidades y virtudes. Entonces Dios se pone lentamente a la obra para quitarnos uno a uno todos nuestros apoyos: va en ello con gran precaución y cada vez que perdemos pie, nos da una confianza suplementaria, que nos instala en la verdadera seguridad de los pobres. Este es el sentido de las purificaciones, que nos sumergen en lo más profundo de nuestra miseria, pero si sabemos dejarnos caer hasta el fondo, nos encontramos a la vez con la inmensidad de la misericordia de Dios.
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1 CLEMENT, 0.: L'autre so/e/1. Autobiografie spirituelle, Stock. 1975, págs. 159-160.

2 SOPHRONY. A.: Staretz Silouane, Presence, pág.203

3 SILVANO: Ob. cit., págs. 64-65.

4 lbidem, pág., 65.

5 CLEMENT. O.: Ob. cit., pág. 160.

6 GUY, S.C.: Peroles des anciens, Seúil, Paris. 1976, págs. 152-153.

7 He citado ya este ejemplo en La oración de/corazón, Narcea. Madrid, 1980. pág. 90.

8 SOPHRONY. A.: Ob. cit., pág. 203

9 SILVANO: Ob. cit.. pág. 66.

10 MACARIO: Homilía 19.

11 GUY, J.C.: Ob. cit., pág. 42.