2. La verdadera oración brota de lo profundo


Entonces es cuando se produce un desplazamiento de polos en la vida de oración. Durante muchos años, pensábamos que la oración se encontraba al final de ciertos esfuerzos de reflexión o de meditación sobre Dios. A fuerza de pensar en Dios o de sacar sentimientos piadosos acerca de él, podríamos hablarle o pedirle alguna cosa.. Este proceso racional no es totalmente inútil, pero se queda en la superficie, pues no alcanza las profundidades del corazón y corre peligro de quedarse fuera de la verdadera oración.

Lo mismo sucede con el papel de la voluntad en la oración. Tal vez pensábamos que había que esforzarse para apartar toda distracción y recuperar el recuerdo de Dios. Pero en el umbral de la oración, este esfuerzo, por intenso y prolongado que sea, no llega muy lejos, pues desconoce el verdadero dinamismo del deseo que sostiene toda vida de oración, y que se expresa en primer lugar por el grito y la in-vocación. Añadamos también que un esfuerzo de esta clase lleva consigo cierta crispación, muy perjudicial para la oración.

Por tanto, para orar en verdad con todo nuestro ser, debemos rehusar ir adonde nos espera la única fuente de oración: a saber, nuestra herida en el costado o nuestro aguijón en la carne. El que ha descubierto en su angustia y debilidad más oculta, la perla preciosa digna de todas las búsquedas, ha descubierto al mismo tiempo la fuente de la verdadera oración. Ya ni los libros sobre la oración, los métodos y las más hermosas técnicas pueden impedirnos tomar el verdadero camino, donde la oración brota y obra ya en nuestro corazón.

Este camino lleva necesariamente a nuestra radical pobreza, a ese lugar donde resuena en nosotros "el grito primordial de nuestros orígenes carnales". (Dom André Louf). En este sentido, la oración no se encuentra al término de una reflexión o de un sentimiento, sino que brota de lo más profundo de nuestro ser como un grito. El bebé grita cuando sufre o tiene hambre, y su grito no es tan sólo la expresión de su angustia, sino la señal de su esperanza, pues más allá de su desasosiego, percibe la respuesta de su mamá.

De manera profunda e inconsciente, el niño .se expresa en el grito. Un místico musulmán dice que la vida del hombre empieza por el grito visceral del niño que grita su angustia al salir del seno materno, y conquista la vida acariciando la muerte. Y añade que en el otro extremo de su existencia, acaba su recorrido terrestre por un último grito, que exhala su último soplo de vida. Una anciana me decía un día que el grito de Jesús en la cruz no cesaba de resonar en su corazón, y que era la fuente de su oración. Así pues, la vida del hombre comienza y termina en un grito visceral del que no tiene conciencia, pero que permanece inscrito en lo más profundo de su insconciente. Cuando el niño no sabe todavía hablar, trata de entrar en comunicación con su en-torno por el grito, y cuando el anciano no puede ya hablar, pedirá socorro gimiendo.

El adulto tal vez no tiene mayor conciencia, pero guarda escondido este grito primordial en las capas más inconscientes de su persona. En el rompiente de las grandes alegrías o de los grandes dolores, en el centro de las crisis más dolorosas, las vibraciones de este grito se reflejarán en su cuerpo y en su corazón. ¿Quién de nosotros no ha experimentado una liberación psicológica, cuando ha podido gritar y llorar hasta hartase? Desgraciadamente vivimos en una civilización en la que se nos ha enseñado a ahogar nuestras lágrimas, en la que nadie se atreve a gritar, y tal vez por esto hay tanta violencia.

Dichoso el hombre que se atreve a gritar sus sufrimientos a sus hermanos y que osa aullar, como Job, al rostro de Dios. Vivirá mucho tiempo gritando y orará también gritando. Pero hay que reconocer, que hay hombres que no quieren. que no saben gritar, y sin embargo. llevan en lo más hondo de sí mismos un grito escondido en su memoria genética. ¿Cómo localizar este grito? Y unavez localizado, ¿cómo liberarló para exteriorizarlo ante Dios?

Para liberar ese grito, no hay necesidad de psicoanálisis, aunque pueda ser una ayuda preciosa, basta, sigue diciendo André Louf, estar un poco a la escucha de sí mismo para detectar algo de este grito primordial, del que algunas vibraciones repercuten en el campo de nuestra conciencia. No hay que ir a buscar este grito lejos, pues aflora un poco por todas partes en las circunstancias más humildes de nuestra vida.

¿Cuántas veces nos vemos tentados de lanzar un grito ante una contrariedad, o algo más profundo como un acceso de cólera, de celos o ante alguien que nos irrita? En el simple terreno físico, ¿no nos ocurre a veces lanzar un suspiro de angustia o de alivio cuando nos encontramos con alguna dificultad y la superamos, o la simple opresión del pecho que se libera en una aspiración? Un amigo me decía un día que se sentía feliz al oir suspirar a su hermano durante la oración, pues tenía así la impresión de no estar solo para penar. Estos gritos y suspiros son ecos muy débiles de un malestar más profundo. ¿Quién sospecha que el afloramiento de la tristeza, derramada en el inconsciente, puede traicionar al exterior la aspiración más profunda del corazón?

Hay que reconocer que no hemos sido formados para acoger estos movimientos, sino que nos han enseñado a reprimirlos o a rechazarlos, lo que provoca, sin duda alguna, el desaliento y la inquietud. ¿Acaso no es más prudente aceptarse con dulzura y con humor, acoger estos movimientos bruscos eri su trivialidad y su mezquindad, y contárnoslos a nosotros mismos? Si sabemos expresarlos en el plano del lenguaje, se liberará la tensión interior y nos relajaremos. Entonces podremos exhalar este humilde dolor, muy despacio, ante el Señor.

Igual ocurre con los sufrimientos más fuertes, las pruebas dolorosas, y las grandes tentaciones que nos revelan heridas más radicales. Nos alcanzan a tal profundidad, que arrancan de nuestras entrañas gritos parecidos aveces a las blasfemias de Job. En algunos momentos, el grito es tan doloroso que oscurece la imagen de Dios, ante el que es proferido.

Entonces es bueno ponerse en la piel de Job o de Cristo en la cruz, cuando grita: "Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?" y en el que exhala ante su Padre el grito exorbitante de su sufrimiento. En los salmos, Dios ha inventado esos gritos, y los ha puesto a nuestra disposición, para permitir que le podamos gritar el escándalo de nuestro sufrimiento. Pero hay que fortalecer sin cesar el grito de nuestras oraciones, y pasarlas por la criba de la Palabra de Dios, para que ella las purifique y distinga en ellos el grito profundo en medio de los ruidos superficiales que lo rodean. Una responsable de la formación de jóvenes me decía con humor que, cuando alguien venía a decirle que tenía "el vaso' colmado", le enseñaba a aplicarse los primeros versículos del salmo 69:

¡Sálvame, oh Dios, porque las aguas me llegan hasta el cuello!

 

Un grito arrancado a nuestras entrañas

En lugar de asustarse por estos gritos que resuenan como desafíos, aceptemos decir como ese viejo monje: "Estoy en el lodazal y me hundo hasta el cuello, y clamo ante Dios: eleison, ten piedad de mí" (abad Pablo). Al principio, nuestros gritos no alcanzan inmediatamente esa profundidad. pero cada uno de ellos cava progresivamente el suelo de nuestro corazón, y abre un pasadizo para liberar la fuente de la verdadera oración.

Estoy persuadido de que la razón fundamental por la cual oramos tan poco y tan mal, es precisamente esta falta de profundidad; y por eso, oramos de labios afuera, o con nuestra inteligencia o nuestra voluntad, pero no cocí lo más. profundo de nuestro corazón. No comprometemos nuestro ser profundo.

Bernanos decía que estaba persuadido de que:

!Muchos hombres no comprometen profundamente su ser y su sinceridad. Viven en la superficie de sí mismos y el terreno humano es tan rico que basta esa delgada capa para recoger buena cosecha, que a veces da la ilusión de una verdadera existencia. Se dice con espanto que hombres sin número nacen y mueren. sin haberse servido ni una sola vez de su alma, realmente servido de su alma, aunque no fuese más que para ofender a Dios... ¿La condenación, no será acaso el descubrir demasiado tarde, muy demasiado tarde, después de la muerte, un alma absolutamente inutilizada, plegada todavía en cuatro dobleces y echada a perder, corno algunas sedas, por falta de uso? 1.

Si nuestra oración no conoce apenas estas formas violentas, si se mantiene en el tono discreto de las demandas educadas, no es porque nos intimide la santidad de Dios, es solamente porque no conocemos de verdad, ni las profundidades de la miseria del hombre, ni las del corazón de Dios. Si bajasemos más profundamente, descubriríamos nuestra miseria de ser criaturas. Y recqnocer esta distancia, es ya una súplica: la súplica del ser que depende, que desea recibir del otro y grita para ser más. El término expresa bien todo esto, pues la palabra plegaria viene de "precare", que quiere decir suplicar.

Fuera mismo del mundo dé la fe, encontramos esta súplica, esta petición que espera ser escuchada. Cada uno dirige sin cesar esta oración de petición a sí mismo, a los demás y a Dios si cree en él. pero sería incapaz de orar a Dios si no supiese suplicar al hombre. Pensemos en la petición que dirigimos a nuestro mejor amigo, para que tenga a bien el concedernos su ternura y su amistad; le decimos espontáneamente: "'te ruego" y, para decir esto, es preciso tener conciencia de que somos pobres y que, sin esta amistad, no podemos vivir.

También aquí, son pocos los que conocen el verdadero misterio del amor, pues muy pocos hombres aceptan bajar a estas profundidades, donde se siente un hambre insaciable y una sed eterna. La experiencia del amor a esta profundidad es rara, tan rara como el genio; dice Garaudy: ""en un milenio, probablemente no hay muchas más parejas auténticas como no hay tampoco un Shakespeare o un Beethoven" 2. Se puede decir poco más o menos lo mismo de los hombres de oración, hay muy, muy... pocos. San Isaac el Sirio pensaba que existía uno cada generación.

Volvamos un poco a la oración que nos dirigimos a nosotros mismos. La he entendido mejor leyendo a Romain-Rollánd. Su héroe, Juan-Cristóbal, después de haber agotado todos los medios para explorarse a si mismo, incluida la música, no está plenamente satisfecho. Siente el deseo de ir más lejos, el deseo de orar. ¿Pero cómo podía él orar?, pregunta Romain-Rolland; no creía en Dios, sin embargo necesitaba orar, necesitaba suplicarse a sí mismo. Suplicarse a sí mismo, es pedir él mismo a él mismo, con la esperanza de penetrar hasta la fuente de su ser. Así, la oración a sí mismo es deseo de sí mismo. La grandeza del hombre, es que es un -ser capaz de interrogarse y de orar. La interrogación es intelectual, y la oración espiritual.

La oración, a sí mismo. es siempre un deseo de alcanzar la fuente de ser, es decir, la raíz de la libertad. Kierkegaard no dudaba en afirmar que la meta de la oración no es doblegar la intención de Dios, sino ahondar más y más en el corazón del hombre, para abrirlo a lo que Dios le quiere dar. Isaías dice que Yavé abre cada mañana en él un oído capaz de escucharle. Orar, como amar, es estar en vela, abierto a la acogida y pronto a la ofrenda.

En el Evangelio, los ciegos y los enfermos no tienen miedo de gritar ante Jesús porque conocen la hondura de su mal y necesitan a cualquier precio atraer su atención. No pueden contar con nadie más que con él. De la misma manera habría que rezar los salmos, y no limitarnos a repetir apaciblemente estos gritos. Hay que cavar hondo y sacar de sí un grito semejante al terror del ahogado, ante el poder del mal que inunda el mundo; grito de angustia del desgraciado que pide ayuda, grito de dolor ante los estragos del pecado .en nosotros y alrededor de nosotros. Un grito que suplica así, nunca falla su blanco, como una flecha atraviesa el corazón de Dios y libera su misericordia: "Bien visto tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado el clamor que le arrancan sus capataces... He bajado para librarle" (Ex.' .3.7-8).

Mientras este grito no brota de nuestro corazón, nuestra oración no es todavía más que una piadosa ocupación, y no debemos extrañarnos de que Dios no se la tome en serio. cuando sigue siendo en nosotros tan superficial. Para evocar ese grito, Pablo hablará de ,"gemidos" y pensamos entonces en los gritos del recién nacido o del agonizante que deja escapar lentamente su queja como una última llamada de socorro. Un místico musulmán dice que el primero y el último grito del hombre forman el Nombre de Dios.

 

Nunca llegamos a tocar fondo

Por eso, la verdadera oración brota de lo hondo del corazón, pero estas honduras no son tan sólo las misteriosas extensiones, y sin embargo familiares, de nuestro yo psicológico, las regiones en que todavía nos sentimos en ,nuestra casa. Sin.duda hay que ir hasta el fondo de nuestro abismo de tinieblas para percibir la estrellita que brilla a esas profundidades. pero hay un más allá del sufrimiento. A fuerza de ahondar nuestro sufrimiento, llega un momento en que alcanza su paroxismo. entonces brota la alegría. No veo imagen mejor para hacer comprender esto que el icono de la Virgen de la ternura de Wladimir. Más allá del rostro de María que nos mira, se presiente en lo hondo de su corazón que un abismo de tristeza bordea a un abismo de alegría, y que ambos se funden en ella. Esto se refleja en su semblante por una ternura grave y gozosa.

Parece que la imagen de las olas utilizada por los salmos puede hacernos comprender, en cuanto puede hacerlo un símbolo, este más allá de las profundidades psicológicas del hombre. Las intimidades nos resultan extrañas y hóstiles, pues nos enfrentan a enemigos terribles. La imagen evocada es la del mar a punto de engullir a sus víctimas del abismo, no solamente abierto ante nosotros, sino cerrado ya sobre nosotros. El hombre tiene la impresión de hundirse y caer en el abismo sin nada a que agarrarse, sin ningún punto fijo en la vida. El universo parece un poder siniestro y monstruoso, sin claridad, sin ninguna amistad.

Es una prueba temible, pero necesaria y saludable para quien quiere dejarse buscar por Dios. Y nos encontramos de nuevo aquí con la conclusión del párrafo anterior: no nos adueñamos de Dios, sino que nos dejamos encontrar por El.

La mejor manera de asimilar a Dios es dejarnos devorar por El. En los comienzos de la vida espiritual, se busca sobre todo el amar a Dios; al final, se comprende que basta con dejarse amar por él.

No se trata ya de guiar nuestra barca, sino de descubrir que hay en ella un piloto, el Espíritu Santo, y que hay que dejarle el timón y las palancas de mando. Se puede uno preguntar: ¿qué sería una vida en la que la obediencia al Espíritu fuese total? Es algo mucho más profundo que caminar hacia Dios, es una disolución de nuestra voluntad en la suya; en una palabra, es lo que los espirituales llaman el abandono.

Pero no sospechamos hasta qué punto somos orgullosos y cómo deseamos construir por. nosotros mismos nuestra propia santidad. Hay que elegir: confiarse únicamente a Dios. o fiarse de sí, de los propios méritos de las cualidades o del propio ente. Queremos conseguir nosotros solos el crecimiento en el amor. En este punto, Dios no puede transigir, lo que vemos muy bien en el Evangelio, donde Cristo se enfrenta a los fariseos, porque no quieren fiarse unicamente de él; dos "religiones" se enfrentan. Solamente los pecadores, que se ven obligados a esperarlo todo de la misericordia de Dios, y también los niños, pueden entrar en el Reino.

Así, poco a poco, Dios nos hace tomar conciencia del abismo en el que nos hemos encerrado. Y la imagen de las olas que oprimen nuestra garganta, y nos amenazan de asfixia es la señal de esta miseria total, de esta negra angustia en la que el pecado ha hundido completamente a la humanidad. No nos gusta pensar en ello, pero hay en el mundo, cerca de nosotros, desgraciados aplastados por la miseria, sin esperanza de salir de ella jamás. Hay dentro de nosotros un pobre que no puede más y que grita a Dios. Es el efecto del pecado, y la imagen de lo que el pecado hace de la humanidad. Dios nos conduce progresivamente, en el curso de nuestra historia, a experimentar este abismo donde el orgullo y el pecado nos han encerrado. Con una insistencia que a menudo nos cansa, los salmos nos muestran imágenes siniestras y crueles; sepamos mirarlas y acogerlas, pues reflejan nuestra propia situación.

 

En las fronteras de la fe consciente...

Los salmos emplean la imagen de las profundidades del océano, pero se podría igualmente evocar la cautividad de Babilonia o el desierto. Lo esencial es hacernos experimentar que Dios es en adelante nuestra única roca, que es vano apoyarse en alianzas extranjeras, o en los jarretes de los caballos. Entramos entonces en el desierto, en el límite de la fe personal, en la frontera de nosotros mismos, allí donde los movimientos del Espíritu producen confusión. Por eso la persona que entra en estas honduras ha de marchar con confianza hasta él límite de su fe consciente, con Dios que la conduce más allá de su experiencia, de la incredulidad a una fe más profunda.

-Es la prueba de la fe por excelencia, donde todos nuestros apoyos humanos se desploman uno tras otro; pero cada vez que Dios larga las amarras, nos da un poco más de confianza para hacer frente a la tempestad. Lo unico que Dios espera de nosotros, no es el heroísmo, sino el deseo ardiente de él solo, que se manifiesta en la oración. Este deseo y esta aspiración constituyen la invitación primera y la iniciativa de Dios para caminar hacia una vida nueva.

Es esta oración de deseo la que nos sostiene cuándo experimentamos nuestros límites en el proceso de muerte y resurrección. Es preciso pues que tengamos la capacidad de explorar estas regiones tenebrosas y de vivir en la frontera de nosotros mismos, en el nivel donde Dios nos llama continuamente a su lado en una continua conversión. Este límite es también el punto de contacto donde el espíritu malo trata de contrarrestar la obra de Dios. En los salmos, este combate está simbolizado por los numerosos enemigos o los animales peligrosos que atacan la vida del hombre. En los Ejercicios, Ignacio de Loyola afirma que es ahí donde el enemigo "nos bate y procura tomarnos"'. (n. 327).

En fa autobiografía de san Ignacio, hay un suceso que puede ayudarnos a comprender este combate en las fronteras de la fe consciente. Quedan lejos los primeros días de su conversión, pero es atormentado por una crisis de escrúpulos muy dolorosa. Hundido en estas tinieblas, ¿cómo reacciona? Sencillamente, se arroja en la oración de súplica, pero hay que notar que su oración es realmente un grito trágico, lanzado a Dios del fondo de su angustia. Otro ejemplo

de esta súplica, aparece cuando es atormentado por tentaciones contra la castidad; se pone de rodillas y pide a Dios que le libre de ellas. Después de la visita de la Virgen, queda liberado de esta prueba. Pero volvamos al primer acontecimiento y miremos cómo reacciona Ignacio. Dejamos la palabra a su secretario, Luis Gonzálves de Cámara:

A este tiempo estaba el dicho en una camarilla que le habían dado los dominicanos en su monasterio, y perseveraba en sus siete horas de oración de rodillas, levantándose a media noche continuamente, y en todos los más ejercicios ya dichos; más en todos ellos no hallaba ningún remedio para sus escrúpulos, siendo pasados muchos meses que le atormentaban; y una vez, de muy atribulado de ellos, se puso en oración, con el fervor de la cual comenzó a dar gritos a Dios vocalmente, diciendo: "Socórreme, Señor, que no hallo ningún remedio en los hombres, ni en ninguna criatura: que, si yo pensase el poderlo hallar, ningún trabajo me sería grande. Muéstrame tú Señor. dónde lo halle; que aunque sea menester ir en pos de un perrillo para que me dé el remedio, yo lo haré".

Estando en estos pensamientos, le venían muchas veces tentaciones, con grande ímpetu, para echarse de un agujero grande que aquella su cámara tenía y estaba junto del lugar, donde hacía oración. Más conociendo que era pecado matarse, tornaba a gritar: -Señor, no haré cosa que te ofenda". replicando estas palabras así como las primeras, muchas veces. Y así le vino al pensamiento la historia de un santo, el cual, para alcanzar de Dios una cosa que mucho deseaba. estuvo sin comerimuchos;días hasta ¡que la alcanzó...

Y aunque él se hallaba con fuerzas, todavía obedeció al confesor, y se halló aquel día y el otro libre de los escrúpulos; mas el tercero día. que era el martes, estando en oración, se comenzó acordar de los pecados; y así, como una cosa que se iba enhilando, iba pensando de pecado en pecado del tiempo pasado, pareciéndole que era obligado otra vez a confesallos. Mas en la fin destos pensamientos le vinieron unos desgustos de la vida que hacía, con algunos ímpetus de dejalla; y con esto quiso el Señor que despertó como de sueño. Y como ya tenía alguna experiencia de la diversidad de espíritus con las liciones que Dios le había dado, empezó a mirar por los medios con que aquel espíritu era venido, y así se determinó con grande claridad de no confesar más ninguna cosa de las pasadas; y así de aquel día adelante quedó libre de aquellos escrúpulos, teniendo por cierto que nuestro Señor le había querido librar por su misericordia 3.

Pedimos perdón por la longitud de este texto, pero era necesario leerlo para comprender cómo Dios lleva a Ignacio de la mano, como un maestro de escuela. A primera vista, esa bajada a lo hondo de la desesperación que roza el suicidio, nos parece aterradora, pero era necesario que aquello fuese muy mal para que luego fuese mejor. Como Pedro sobre las olas, somos nadadores que se hunden, y tratan desesperadamente de subir de nuevo a la superficie agarrándose a salvavidas que no vienen de Dios; esto es precisamente lo que no hay que hacer. Como Ignacio, hay que hundirse hasta el fondo y entonces se podrá salir a flote.

Nunca estamos suficientemente hundidos. Una oración que viene de profundis es siempre escuchada inmediatamente: brota de lo hondo de nuestra angustia. Por eso Dios nos acorrala allí en el fondo porque tiene ganas de escucharnos. Todos tenemos nuestra herida interior, como Jacob, esta herida es el medio providencial del cual Dios se quiere servir para escucharnos... pero no sabemos servirnos de él: Si pedís en mi Nombre obtendréis todo lo que pidáis. Todavía no habéis pedido nada en mi Nombre". La oración abre en nosotros un verdadero grito que no acaba dé salir, pero que acabará por brotar un día. Ese día obtendremos todo. No hay otro medio ni otro programa. Dios quiere que demos fruto; para dar fruto y que nuestro fruto permanezca, no hay que hacer otra cosa" 4

____________________

1 BERNANOS. G.: Diario de un cura rural, Luis de Caralt, Barcelona,' 1959. págs. 119 ss.

2 GARAUDY. R.: Palabra de hombre, Cuadernos para el diálogo, Madrid. 1976, 2.a ed. .

3 SAN IGNACIO DE LOYOLA: Autobiografía, en Obras Completas, B.A.C., Madrid, 1952. págs. 45-46.

4 MOLINIE. M.D.: Le courage d'avoir peur, Cerf, Paris. 1975, pág. 46.