Primera parte

Desde lo hondo, grito a ti


Todo hombre tiene sus dificultades particulares para encontrar el rostro de Dios en Jesucristo, pero hay una que permanece constante, no sólo en la vida de todos los hombres, sino también en la historia de todos los que buscan a Dios. Que cada uno examine su propia vida espiritual, y se pregunte en qué momento Dios ha entrado en su vida como un ser vivo. Entonces podrá decir como Job con toda verdad:

Yo te conocía sólo de oídas,
mas ahora te han visto mis ojos. Por eso retracto mis palabras,
me arrepiento en el polvo y la ceniza

(Job. 42,5-6)

Para conocer la respuesta y para que sepas donde estás, necesitarías hacer una ,"radiografia" de tu psicología espiritual -lo que es prácticamente imposible- y por eso te voy a hablar de la mía, tal como yo soy hoy en día, lo cual es mas sencillo. No te diré que he encontrado a Dios -no sé nada de ello- pero lo que sí sé, es que toco cada día el fondo de mi miseria y, como Claudel podría decir: "¡He vivido mi temporada de infierno!" Y al mismo tiempo he aprendido a gritar y a suplicar desde el fondo de este infierno. Allí, puedo afirmar que empiezo a sospechar el misterio de la súplica y, por ella el de la esperanza y de la confianza.

Ha sido necesario mucho tiempo y mucha paciencia de Dios para hacerme entrar en el horno de Babilonia y para que aprendiese a gritarle. No es el momento de hablar de los años de la adolescencia en los que Dios comenzó a fascinarme y yo quería adueñarme y apoderarme de él a fuerza de puños. Leía los autores espirituales -no habría que leerlos hasta los cuarenta y cinco años, en el momento en que se ha experimentado lo que describen- y me proponían esquemas filosóficos de perfección.

 

1. Subir o bajar

Los hombres han imaginado comúnmente la perfección con los caracteres de una progresión continua o de una ascensión más o menos ardua, fruto del esfuerzo del hombre. Partiendo de esto, ponen a punto una cierta ascésis o técnicas. de oración que proponen a la generosidad del hombre como medios de subir la escala de la perfección. Cuando el discípulo dice a su guía espiritual que le es imposible alcanzar la meta, una palabra asoma a menudo en los labios de éste: "Es cuestión de esforzarse" y, en el estadio final de la ascensión, este esfuerzo se dilata por sí mismo en libertad.

He necesitado mucho tiempo, y sobre todo la experiencia del fracaso que lleva a veces a la angustia de la desesperación, para deshacerme de esta ilusión. Consiste en creer que la buena voluntad y la generosidad son capaces de hacernos alcanzar la santidad, y que bastan. No quiero aquí desacreditar el esfuerzo o el obrar del hombre -hoy se da una tendencia grande a criticarlo- pero tienen esencialmente por objeto acoger lo que Dios opera en lo más íntimo de nosotros, y colaborar con ello.

Todos los esfuerzos de ascésis o de oración que hacemos para adueñarnos de Dios son movimientos falsos; nos parecemos siempre a Prometeo que quiere apoderarse del fuego del cielo. Es muy importante mirar bien hasta qué punto este esquema de perfección sigue un trazado exacta-mente opuesto al de la perfección propuesta por Jesucristo en el Evangelio. Olvidamos a menudo que Jesús no ha venido para los sanos, sino primero para los pecadores, los enfermos, en una palabra para los pequeños y los que no se encuentran bien debajo de su piel.

Dos vías

Jesús no ha propuesto una escala de perfección por la que se subirían progresivamente los diversos grados para poseer al fin a Dios, sino un camino descendente hacia las profundidades de la humildad. Ha expresado él mismo esta oposición entre estas dos maneras de ir a Dios en una pequeña frase que se repite en los labios de Jesús, sobre todo cuando los apóstoles quieren adueñarse de los prime-ros puestos: "Pues el que se ensalce, será humillado, y el que se humille, será ensalzado- (Mt. 23,12; Lc. 14,11; 18,14).

Por eso, hay que elegir en la encrucijada: ¿Qué camino vamos a tomar para ir hacia Dios? ¿El de la subida o el de la bajada? Os digo inmediatamente, de acuerdo con mi experiencia, que si queréis ir a Dios por el heroísmo y la virtud, podéis hacerlo, estáis en vuestro derecho; pero os prevengo, váis a romperos la cabeza. En cambio, si queréis ir. a Dios por el sendero de la humildad, es preciso que sea de verdad y que no tengáis miedo de bajar a las profundidades de vuestra miseria. De una manera humorística os diría que es preciso que se trate de verdadero pecado y sin excusa.

La mayoría de los cristianos y sobre todo los sacerdotes y religiosos, retroceden ante ese anonadamiento que es la condición previa para entrar en la danza trinitaria (Lewis). No se puede ser admitido a ella sino profundizando y cavando. Pero, como los invitados al banquete, alegamos toda clase de excusas: relaciones, trabajo apostólico, plenitud, pues no nos urge el tener ese género de contacto con la Trinidad.

Jesús ha personificado estos dos tipos de caminar en los personajes del fariseo y del publicano, que están el uno al lado del otro en el templo, es decir en el momento en que encuentran a Dios. El primero representa el caminar de una persona natural y humanista; el segundo figura el caminar propiamente cristiano, es el de la conversión. Isaac el Sirio decía:

El que conoce sus pecados es mayor que el que, por su oración, resucita a un muerto... El que durante una. hora gime y llora sobré sí mismo es mayor que el que ve a los ángeles... El que solitario y contrito, sigue a Cristo es mayor que el que goza del favor de las multitudes en las iglesias 1.

Notemos de pasada que esta conversión no es una diligencia que el hombre lleva a cabo, sino algo que acoge como iniciativa gratuita de Dios. Está a su alcance desear la conversión, pero no está a su alcance realizarla. Y sin embargo el hombre no vive inactivo. Es Dios el que pone en movimiento el proceso de conversión, y el hombre colabora en ella con toda energia. Puede también prepararse a ella por el deseo y la oración. Recibiremos este gracia de la conversión en la medida en que sintamos su necesidad cada vez más dolorosamente›

Entre estos dos caminos, el peligro de contaminación será constante, y el hombre oscilará continuamente entre dos tentaciones: la de echar mano de Dios a fuerza de puños y la de pasividad perezosa, que espera todo de Dios. Es el mutuo juego entre la libertad y la gracia, que se da en el origen de muchas herejías en la Iglesia y en la vida espiritual. Existe pues una tensión esencial que vive en el corazón de todo hombre que busca de verdad el rostro de Dios, tensión entre el deseo de hacer y el deseo de dejarse hacer. En concreto, no es fácil saber con claridad si uno se encuentra en una u otra vía: sentimos muy bien que el fondo de nuestro corazón es doble e impenetrable, y que oscilamos entre dos actitudes: tan pronto tratamos de hacernos con Dios como bajamos las manos para dejar que' Dios nos realice.

Una brújula

Por lo demás, ¿hay que tratar de saber claramente en el plano nocional, dónde nos encontramos?. Si juzgo una vez más por mi propia experiencia, yo no lo creo, pues la vida espiritual es esencialmente un movimiento, y si uno se detiene para mirar, es la muerte. Esta tensión no se puede superar en el plano estático de la inteligencia, sino tan sólo en un movimiento de conversión permanente. Y aquí, hay que aceptar el no ver siempre claro: ¿es o no culpa mía el que sufra este tiempo de marasmo? Poco importa, se trata de avanzar allí donde yo estoy hoy, con la luz que Dios me da en este momento. Estoy cada vez más persuadido de que una vida espiritual sin tensión corre el peligro de ser una ilusión.

Pero si es prácticamente imposible arrancar, y ver claramente la ruta por medio de una sabiduría operante o de una estrella polar, existen puntos de referencia y constelaciones que se desplazan. El problema de la dirección espiritual es soluble en este terreno. También entonces, en vez de reflexionar en lo abstracto, aun a la luz de los autores espirituales, acudamos a nuestra propia experiencia como a una brújula. Parece cierto que los puntos de referencia aparecen en el interior de un movimiento de crecimiento de nuestra vida humana y espiritual por una parte, y por otra de una toma de conciencia de la pedagogía de Dios con respecto a su pueblo, entrevista en la Escritura. En otras palabras. se trata de leer nuestra propia experiencia espiritual, como una palabra vivida a la luz de la Palabra de Dios pronunciada en la Biblia.

Al mirar nuestro propio caminar descubrimos que al principio, Dios nos fascina desvelándonos su rostro trinitario y nos da una poderosa inclinación para encontrarle, tanto en la oración como en la penitencia. Habría que describir aquí todos los matices de una psicología que traza planes para luchar contra la naturaleza y edificar una vida espiritual según nuestros esquemas de perfección. En esta necesidad de actividad hay un secreto deseo de realizarse, en el que se desliza mucho orgullo. Contamos sobre todo con nosotros mismos y un poco con Dios. Una etapa así puede durar diez o quince años, según las personas y sobre todo la profundidad de su oración.

Luego casi simultáneamente, sobrevienen una serie de crisis que se nos presentan sobre todo como fracasos en nuestro ideal. La construcción de la casa se detiene en la planta baja y, aún peor. a menudo se descubre que todo lo que . se ha construido cae en ruinas. Pasiones que se pensaban estaban yuguladas, se reaniman de pronto, y se experimenta la pobreza y la debilidad. Se tiene la impresión de que se está en lo más. profundo de la tempestad, inundado por todas partes por las olas. Como un ahogado, luchamos con todas las fuerzas, pero cuanto más nos agitamos, más nos vamos a pique. Nunca nos encontramos lo bastante en el fondo de nuestra miseria para gritar hacia Dios. Una oración que brota desde lo hondo, dice el Padre Molinié, siempre es escuchada. Por eso Dios nos acorrala para que bajemos hasta allí, porque quiere escucharnos.

Hay un período de enloquecimiento que no se puede evitar. Nos hace comprender que nuestra casa no estaba edificada sobre la roca de Cristo y, que en vez de contar únicamente con Dios, contábamos sobre todo con nosotros. Dos seña-les nos permiten autentificar que no se trata de pereza, ni de dejadez; una fidelidad a la realidad de nuestra existencia que no podemos borrar, porque está allí, inscrita en nuestra persona, y una oración que tiende cada vez más a convertirse en una súplica permanente, que invade toda la vida. En cuanto a la primera señal, hay una palabra de Jesús en el Evangelio que parece caracterizarlo muy bien: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados" (Mt. 11,28).

El hombre siente que está fatigado y que no puede hacer jugar el dinamismo gastado de su voluntad. Entonces se siente una tentación fuerte de decir: "La santidad, no es para mí". Cuando nos enfrentamos con la imposibilidad de realizar todo lo que Dios nos pide, estamos tentados a condenar-le y no reconocer su rostro en sus exigencias. Pero la única salida es humillarnos más y decir al Señor: "Quisiera, pero no puedo. Ven en mi ayuda". Como dice Teresa de Lisieux a propósito de su santidad, hay que ser fiel a la realidad de la vida, y soportarse tal como uno es; es decir, abrazar la vida, pues lo que hay concebido en ella viené del Espíritu Santo. Pero esta aceptación de la realidad, no es auténtica más que en la medida en que se espera en Dios con todas las fuerzas, y en la que se grita a él. La esperanza confiada es la charnela que hace de nuestra debilidad una ""impotencia transfigurada".

Sabéis. Madre mía, que siempre he deseado ser santa. Pero ¡ay!, cuantas veces me he comparado con los santos, siempre he comprobado que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en los cielos y el oscuro grano de arena que a su paso pisan los caminantes. Pero en vez-de desanimarme, me he dicho a mí misma:, Dios no podría inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Acrecerme es imposible; he de soportarme a mí misma tal y como soy, con todas mis imperfecciones. Pero quiero hallar el modo de ir al cielo por un caminito muy recto, muy corto; por un caminito del todo nuevo 2. (Este es su descubrimiento del "ascensor" di-vino).

La segunda señal hay que buscarla del lado de la súplica y por tanto de la confianza, pues no basta con constatar un fracaso constante y bajar los brazos. Las manos deben cambiar de posición: en lugar de crisparse para alcanzar a Dios, deben abrirse lentamente en una actitud de acogida. En el fondo, al querernos adueñar de Dios, renovamos el error de nuestros primeros padres frente al fruto del árbol de la vida. Podían comer de los demás frutos, pero tenían el presentimiento de que algo no se les había dado todavía. Estaban poseídos por un deseo devorador del rostro de Dios. Hubieran necesitado una humildad absoluta para desear ese fruto sin echar mano de él. La serpiente tuvo entonces la habilidad de sugerirles el ir más allá y adueñarse del fruto.

No conozco texto más hermoso sobre este tema que un pasaje de Simone Weil en su libro En espera de Dios. Evoca la amistad entre dos personas. pero nos sugiere inmediata-mente una analogía: la situación de nuestros primeros padres frente a Dios:

La amistad es el milagro por el cual un ser humano acepta el mirar a distancia, y sin acercarse, al ser mismo que necesita como un alimento. Es la fortaleza de alma que no tuvo Eva a pesar de que no tenía necesidad del fruto. Si hubiese tenido hambre en el mómento de mirar el fruto, y si a pesar de ello, se hubiese quedado indefinidamente mirándolo sin dar un paso hacia él, hubiera realizado un milagro análogo al de ta perfecta amistad 3.

El hombre que rechaza la tentación de echar mano del fruto prohibido, no abandona por ello su deseo del rostro de Dios, pero entra en una humildad absoluta por la que renuncia a adueñarse, para entrar en el misterio de la súplica: "Abre toda tu boca, y yo la llenaré" (Sal. 81,11). Hay que abrir la boca y el corazón hasta el infinito, pues es el Infinito quien desea entrar en nosotros y devorarnos, como el fuego de la zarza ardiendo que consume todo lo que toca.

Así nuestras manos, nuestros labios y nuestro corazón deben abrirse progresivamente para recoger el rostro de Dios. La espera cava nuestro deseo en profundidad, y de pronto nuestras manos abiertas esbozan otro gesto: se juntan como las manos del cura de Ars en oración, y nos sor-prendemos murmurando y a veces gritando, si estamos afligidos:

Oye la voz de mis plegarias.
cuando grito hacia ti,
cuando elevo mis manos, oh Yavé, al santuario de tu santidad

(Sal. 28,2).

Porque se trata de experimentar la presencia de Dios. Cuando estamos angustiados, nuestro grito expresa la necesidad de ser salvado, pero se dirigetambién a Dios que está allí presente, o al Señor Jesús, capaz de sacarnos del lodazal. Así el salmista no hace más que repetir:

Cercano está Yavé de aquellos que le invocan, de todos los que le invocan con verdad

(Sal. 145.18).

Para experimentar la cercanía de Dios, hay que tener el corazón contrito, humillado.
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1 SAN ISAAC EL SIRIO: Discurso 34

2 SANTA TERESA DE LISIEUX: Manuscritos autobiográficos, Manuscrito C. Obras completas Monte Carmelo. Burgos. 1975. 4ª ed. pág. 331.

3 WEIS. S.: En espera de Dios, Edicions 62. Barcelona. Citado en Ora a tu Padre, Narcea. Madrid. 1981. pág. 128