AYUDA PARA LA ORACIÓN
ORA/ARTE-APRENDER: Quisiera haceros una serie de indicaciones sobre la oración que
han demostrado ser de suma utilidad para muchas personas y que es probable que puedan
ayudaros también a algunos de vosotros. Se ha dicho muchas veces, y con razón, que la
oración es algo connatural al hombre. En el fondo, el hombre es un «animal orante». Pero,
precisamente porque eso es cierto, no quisiera que pensarais que la oración es fácil y que
no requiere aprendizaje. También el andar es connatural al hombre, pero lleva tiempo y muy
penosos esfuerzos aprender a mantenerse erguido y a caminar. E igualmente connatural al
hombre es el amor, a pesar de lo cual son muy pocos los seres humanos que dominan el
arte de amar, que también requiere mucho aprendizaje. Pues bien, lo mismo sucede con la
oración. Si somos capaces de aceptar que la oración es un arte que, al igual que otras
muchas artes, requiere un exigente aprendizaje y muchísima práctica, si es que se desea
ser experto en ella, entonces creo que habremos dado un gran paso en la tarea de
aprender dicho arte y, con el tiempo, sobresalir en él.
Ahora bien, las indicaciones que voy a daros no tendrán el mismo valor para todos y
cada uno de vosotros. Algunas de ellas resultarán para algunos de vosotros completamente
inútiles e incluso molestas y perjudiciales. Si es así, no tengáis reparo en rechazarlas,
porque se supone que deberían ayudaros a orar de un modo más fácil, más sencillo y más
eficaz, no a complicaros las cosas ni a crearos más tensión.
Una vez despejado el terreno con estas advertencias preliminares, comenzaré haciendo
la siguiente afirmación general: la principal razón por la que la mayoría de las personas
hacen muy pocos progresos en el arte de la oración es que se olvidan de dar a ésta todas
las dimensiones humanas que requiere.
Me explicaré: somos seres humanos, criaturas ubicadas en el tiempo y en el espacio.
Criaturas que tienen un cuerpo, que hacen uso de las palabras, que viven en estructuras
colectivas (o comunidades) y que se ven influidas por emociones. Nuestra oración debe,
pues, contener tales elementos. Necesitamos palabras para orar. Necesitamos orar con
nuestros cuerpos. Necesitamos un tiempo y un lugar apropiados para la oración... No estoy
sugiriendo que ésta sea una norma general, ni mucho menos. Lo que digo es que, de
ordinario, nuestra oración necesita todas esas cosas, especialmente en sus primeras
etapas, cuando aún no es más que una tierna planta en crecimiento; y lo más probable es
que siga necesitándolas cuando ya se ha convertido en un frondoso árbol, aunque para
entonces ya haya desarrollado su propia identidad y sea capaz de elegir cuidadosamente
entre dichos elementos (el tiempo, el espacio, el cuerpo, las palabras, la música, los
sonidos, el ritmo, la comunidad, las emociones...). En esta charla me propongo hablar de
algunos de ellos, comenzando por el cuerpo.
El cuerpo en la oración
Cierto autor habla de un hombre al que encontró cómodamente repantigado en su sillón
mientras fumaba un cigarrillo. Nuestro autor le dijo: «Pareces abstraído en tus
pensamientos...» Y el otro le replicó: «Estoy orando». «¿Orando?», le preguntó aquél; «y
dime: si el Señor resucitado se encontrara aquí en todo su esplendor y su gloria, ¿estarías
sentado de ese modo?» «No», respondió el otro, «supongo que no...» «Entonces», dijo el
autor, «en este momento no tienes conciencia de que está presente aquí contigo. Por tanto,
no estás orando».
Hay mucho de verdad en lo que dice este autor. Pruébalo por ti mismo. Un día en el
que sientas aridez o sequedad espiritual, trata de evocar la imagen de Jesucristo delante
de ti, en todo el esplendor de su resurrección. Entonces permanece de pie (o sentado, o de
rodillas) ante él, con tus manos devotamente unidas en actitud orante. En otras palabras,
expresa con tu cuerpo el sentimiento de reverencia y devoción que te gustaría sentir en su
presencia, pero que en ese momento no sientes. Lo más probable es que, al cabo de un
rato muy breve, constates cómo tu corazón y tu mente están también expresando lo mismo
que expresa tu cuerpo. Tu conciencia de su presencia se verá intensificada, y tu tibio
corazón empezará a sentir calor. Ésta es la gran ventaja de orar con el cuerpo, de llevar
nuestro cuerpo a la oración. Hoy está de moda insistir en que somos seres humanos de
carne y hueso, seres corporales; incluso tienes que oír cómo algunos te dicen: «Yo no sólo
tengo un cuerpo, sino que soy mi cuerpo»... hasta que llega el momento de orar. Entonces
es como si fueran puro espíritu o puro intelecto; del cuerpo, sencillamente, se prescinde.
Comunicación no-verbal
Muchos psicólogos son conscientes del valor que tiene el expresar cosas con el cuerpo.
en lugar de hacerlo con palabras. Es algo que he intentado hacer en terapias de grupo. Y a
veces consigo que una persona se comunique con otra, dentro del grupo únicamente con
los ojos. «Di algo a tu vecino con los ojos (o con las manos)», le digo yo. La fuerza
comunicativa que se consigue es casi siempre evidente. A veces la persona dice: «No
puedo hacerlo», y confesará que tiene miedo a parecer ridícula. Pero muchas veces no es
el sentido del ridículo el que la retiene, sino la profundidad y la autenticidad de la
comunicación que ello implica; una profundidad y una autenticidad a la que esa persona no
está acostumbrada y que es incapaz de soportar. Las palabras, en cambio, son un medio
más cómodo de expresión: podemos ocultarnos detrás de ellas, podemos usarlas (y es lo
que hacemos por lo general) no para comunicarnos, sino para impedir una verdadera
comunicación.
A veces digo al grupo: «Vamos a emplear los diez primeros minutos de esta sesión en
comunicarnos sin palabras. Emplead los medios que queráis, menos las palabras, para
comunicaros con los demás». Una vez más, se trata de invitarles a que se comuniquen con
el cuerpo, con los ojos, con las manos, con los movimientos... Pues bien, la mayoría de las
personas rehúsan la invitación, porque les resulta algo demasiado amenazador. La fuerza y
la verdad de esta comunicación son para ellas realmente insoportables.
Cuando os retiréis luego a vuestras habitaciones para orar, intentad hacer lo siguiente:
poneos ante una imagen de Jesucristo, o imaginad que él se encuentra delante de
vosotros. Miradle de un modo suplicante, permaneced así durante un rato y comprobad qué
es lo que sentís. Luego cambiad esa mirada por una mirada de amor..., de confianza..., de
entusiasmo..., de aflicción y arrepentimiento..., de abandono... Tratad de expresar con los
ojos estas u otras actitudes. Lo más probable es que salga muy beneficiada la intimidad y
profundidad de vuestra comunicación con el Señor. Podéis también tratar de expresaros
únicamente con el cuerpo. Haced de ello todo un rito. Ponte a solas en su presencia
durante un rato. Luego, lentamente, levanta la cabeza hasta que tus ojos queden,fijos en el
techo. Mantén esa postura unos instantes. A continuación, eleva poco a poco las manos,
con las palmas hacia arriba, hasta que queden a la altura del pecho. Déjalas ahí un
momento. Luego acércalas lentamente la una a la otra hasta que queden juntas, siempre
con las palmas hacia arriba, como sosteniendo una patena o un plato. (También pueden
adoptar la forma de un cuenco o de un cáliz). Esta postura pretende expresar el
ofrecimiento a Dios de la propia persona. Mantén esa postura durante tres o cuatro
minutos, y luego, lentamente, haz que la cabeza y las manos vuelvan a su posición primera.
A continuación, puedes expresar de nuevo esta misma actitud de ofrenda repitiendo el
mismo rito (o, tal vez, inventando uno nuevo), o puedes también pasar a expresar una
distinta actitud o disposición.
He aquí otro ejemplo: mantente erguido en medio de la habitación, con la vista al frente,
como si estuvieras mirando al horizonte. Luego, poco a poco, alza las manos hasta la altura
del pecho y estíralas hacia afuera, con los brazos totalmente extendidos en cruz y las
palmas de las manos hacia adelante. Mantente así durante tres o cuatro minutos. Puedes
usar esta postura para expresar el ardiente deseo de que venga el Señor, o bien para
manifestar una actitud de acogida (referida al Señor o referida a todos los hombres, tus
hermanos, a quienes quieres acoger en tu corazón).
Un último ejemplo: ponte por un momento en presencia del Señor. A continuación,
arrodíllate y junta las manos en actitud orante a la altura del pecho. Permanece así unos
minutos. Luego, muy poco a poco, ponte a cuatro patas, como si fueras una bestia de carga
ante el Señor. Humíllate aún más, hasta quedar tendido en el suelo, y extiende los brazos
de modo que tu cuerpo adopte la figura de una cruz. Permanece así durante unos minutos,
en expresión de postración, de súplica o de impotencia.
No os limitéis a estos ejemplos que os he ofrecido. Sed creativos y tratad de inventar
vuestra propia forma de expresar, de manera no verbal, la adoración, la ternura, la aflicción
o cualquier otra actitud, y descubriréis el valor que encierra el orar con el cuerpo. Ya hace
muchos siglos que esto fue observado por san Agustín, el cual dijo que, por alguna
misteriosa razón que él no alcanzaba a comprender, siempre que alzaba sus manos en
oración notaba cómo, al cabo de un rato, su corazón se elevaba hacia Dios. Lo cual me
recuerda que es precisamente esto (alzar sus manos hacia arriba) lo que el sacerdote hace
en la Misa cuando dice: «¡Levantemos el corazón!» ¡Lástima que no tengamos la
costumbre de alzar todos las manos cuando respondemos: «Lo tenemos levantado hacia el
Señor»!
El cuerpo en reposo
Lo que he sugerido hasta ahora será de utilidad para vosotros si queréis usar
activamente vuestro cuerpo en la oración; en otras palabras, si queréis orar activamente
con vuestro cuerpo. O, lo que es lo mismo, será de utilidad en aquellos momentos en que
recurráis a lo que podríamos llamar «oración devocional».
Pero hay otra forma de oración (otras muchas formas, en realidad): la oración de
quietud y reposo, oración de la fantasía y las formas mentales, en la que el movimiento del
cuerpo seria más un obstáculo que una ayuda. Lo que entonces se necesita es una
perfecta inmovilidad del cuerpo que fomente la paz y ayude a disipar las distracciones. Para
conseguir esa inmovilidad, sugiero lo siguiente:
Siéntate en una postura cómoda (lo cual no significa «indolente») y pon las manos en tu
regazo. Toma conciencia de las diversas sensaciones que ahora voy a mencionar;
sensaciones que tú tienes, pero de las que no eres explícitamente consciente. Toma
conciencia del contacto de tu ropa con tus hombros... Al cabo de tres o cuatro segundos,
fíjate en el contacto de esa misma ropa con tu espalda, o de ésta con el respaldo de la
silla... Fíjate luego en la sensación de tus manos que descansan sobre tu regazo... De tus
muslos en contacto con el asiento... De las plantas de tus pies en contacto con los
zapatos... Luego toma conciencia de tu postura sedente... Y vuelve de nuevo a los
hombros, a la espalda, a las manos, a los muslos, a los pies... No te demores más de tres o
cuatro segundos en cada una de estas sensaciones.
Al cabo de un rato, puedes pasar a las sensaciones en otras partes de tu cuerpo. Lo
importante es que sientas esas sensaciones, no que las pienses. Muchas personas no
tienen ninguna clase de sensación en algunas partes de su cuerpo, o en ninguna de ellas.
Lo único que tienen es una especie de «mapa mental» de su cuerpo. Por eso, al hacer este
ejercicio, es probable que pasen de una noción o imagen (de sus manos, de sus pies, de su
espalda...) a otra, pero no de una sensación a otra.
Si permaneces en este ejercicio durante un rato, comprobarás cómo tu cuerpo se relaja.
Si te pones tenso, toma conciencia de cada una de las tensiones que experimentas.
Comprueba dónde estás sintiéndote tenso y de qué tensión se trata; en otras palabras,
cómo estás poniéndote tenso en esa zona concreta... También esto irá llevándote, poco a
poco, a una mayor relajación física. Al final, tu cuerpo quedará perfectamente tranquilo y
sosegado. Permanece en esa quietud durante algún tiempo. Saboréala, descansa en ella...
No hagas el más mínimo movimiento, por muchas ganas que sientas de cambiar de
postura, de moverte o de rascarte... Si las ganas de moverte aumentan, toma conciencia de
ello, del propio impulso, y éste no tardará en apaciguarse, y tú volverás a experimentar un
gran sosiego corporal. Este sosiego o quietud constituye una excelente plataforma para la
oración. Pasemos ahora a la oración en cuanto tal.
Por supuesto que la quietud corporal no va a resolver todas las dificultades que aún se
te van a presentar en la oración, y entre las cuales ocupan un lugar destacado las
distracciones de la mente. Pero sí hay algo que tu cuerpo puede hacer para ayudarte a
combatir dichas distracciones.
Los que están familiarizados con la práctica del «yoga» nos dicen que, cuando logran
dominar la postura del «loto», suelen experimentar un sosiego perfecto, no sólo de su
cuerpo, sino también de su mente. Y algunos llegan a decir que en esa postura les resulta
imposible pensar. La mente queda en blanco, y lo único que pueden hacer es contemplar,
pero no pensar: hasta tal punto puede influir el cuerpo en nuestro estado anímico. Ahora
bien, la postura del «loto» es algo a lo que sólo se llega a base de muchísimo esfuerzo y
muchos meses de disciplina, lo cual, desgraciadamente, está fuera del alcance de la
mayoría de nosotros. Pero, sin necesidad de dicha postura, todavía es mucho lo que tu
cuerpo puede hacer para ayudarte a combatir las distracciones.
Una de las cosas que puedes hacer es mantener los ojos semiabiertos y mirar a un
punto situado como a un metro de distancia. Esto ha demostrado ser de gran ayuda para
muchas personas, que, en cambio, cuando cierran del todo los ojos, de algún modo
parecen tener ante sí una especie de pantalla en blanco en la que, a continuación, su
mente procede a proyectar toda clase de pensamientos e imágenes. Mantener los ojos
semiabiertos les ayuda a concentrarse. Naturalmente, es importante que la vista no vaya de
un lugar a otro y que los ojos no se fijen en un objeto móvil, porque ello constituiría otro
motivo de distracción. Si ves que el mantener los ojos semiabiertos te sirve de ayuda en la
oración, fíjalos en un objeto o en un punto poco distante y sumérgete en la oración. Una
última precaución: cerciórate de que tus ojos no se fijan en un objeto luminoso, porque es
probable que ello ocasione una forma mitigada de hipnosis.
Otra cosa que puedes hacer es mantener la espalda recta. Curiosamente, el hecho de
que la espina dorsal esté doblada fomenta las distracciones, mientras que, si se mantiene
recta, la distracción es menos probable. Recuerdo haber oído que algunos maestros «Zen»
saben si sus discípulos están distraídos o no, simplemente con observar si su espalda está
erguida o encorvada. Ahora bien, yo no estoy tan seguro de que una espalda encorvada
sea indicio seguro de una mente distraída. En ocasiones, yo mismo he orado sin distracción
alguna a pesar de no mantener recta la espalda. Pero sí creo que una espalda recta es de
gran ayuda para sosegar la mente. De hecho, algunos monjes tibetanos conceden tal
importancia a la posición erecta de la espalda que recomiendan tenderse totalmente boca
arriba mientras se medita. ¡Un estupendo consejo... si no fuera porque la mayoría de las
personas a las que yo conozco se quedan dormidas a los pocos minutos de haber
adoptado semejante postura!
El problema de la tensión y el nerviosismo
Por desgracia, hoy son muchas las personas totalmente incapaces de estar
tranquilamente sentadas. Están tan nerviosas y tensas que el mero hecho de permanecer
sentadas un par de minutos tiende a incrementar su tensión. Sin embargo, es importante
para la oración el que seamos capaces de estar físicamente tranquilos. Ni que decir tiene
que es posible hacer oración (y, de hecho, se hace) en movimiento; pero, por lo general, no
será una oración profunda. Tan pronto como una persona que anda moviéndose de un lado
para otro se ve invadida por un «acceso» de oración profunda. tiende a quedarse quieta,
como si de pronto se hubiera visto inmersa en un «algo» indefinible. Es cierto que hay
profundas experiencias místicas que le sobrevienen inesperadamente al ser humano y que
le inspiran a éste un deseo irrefrenable de brincar, danzar y moverse de un lado a otro;
pero esas experiencias son más la excepción que la norma. De ordinario, la oración
profunda es inseparable de una quietud y un sosiego corporal. Por eso no te recomiendo
que pasees mientras oras. Pero si, por lo que sea, sientes una fuerte necesidad de
moverte, te recomiendo lo siguiente:
Toma conciencia de esa necesidad o impulso que sientes. Observa los efectos físicos
que ello produce en tu cuerpo: la tensión, la zona concreta en que sientes dicha tensión, la
resistencia que opones al impulso de moverte... Si, al cabo de unos minutos, no has
logrado tranquilizarte, entonces camina muy lentamente de un lado a otro de tu habitación,
de la siguiente manera: mueve hacia adelante tu pierna derecha y sé plenamente
consciente de la sensación de movimiento que experimentas en tu pie derecho al
levantarlo, al posarlo en el suelo, al sentir sobre él el peso de tu cuerpo... Luego haz lo
mismo con tu pie izquierdo. Tal vez te ayude a concentrarte el verbalizar internamente esos
movimientos: «Mi pie derecho se levanta... Mi pie derecho avanza... Mi pie derecho se
posa... Mi pie derecho se asienta... Mi pie izquierdo se levanta... Mi pie izquierdo avanza...
Mi pie izquierdo se posa... Mi pie izquierdo se asienta...» Esto te ayudará sobremanera a
calmar tus tensiones corporales y tu necesidad compulsiva de moverte. Trata luego de
permanecer durante un rato en una determinada postura y comprueba si puedes
mantenerla el tiempo suficiente como para orar.
Si, por la razón que sea, resulta que estás tan tenso y nervioso que todo lo anterior no
te ayuda en absoluto. entonces te sugiero que pasees arriba y abajo en tu habitación o en
un tranquilo rincón del jardín. Esto puede aliviar tu tensión. Pero cerciórate de que,
mientras paseas arriba y abajo, no «pasean» también tus ojos de un lado a otro, porque
ello te impedirá concentrarte y orar. Recuerda, no obstante, que esto no es más que una
concesión temporal a tu nerviosismo, y no dejes de intentar volver a una postura de
inmovilidad y de acostumbrar a tu cuerpo a permanecer quieto y sosegado.
Hay otra cosa que también puedes hacer si no te es posible dejar de moverte: orar con
tu cuerpo del modo en que te sugería antes, moviéndolo con gestos lentos y pausados, o
cambiar tu postura cada tres o cuatro minutos (muy lentamente, eso sí, sin ninguna
brusquedad: como los pétalos de una flor al abrirse). Es muy posible que, al cabo de un
rato, consigas quedarte en una de esas posturas y no tengas ya necesidad de cambiar.
Tu postura favorita
Si logras adquirir alguna experiencia en la oración, no tardarás mucho en descubrir la
postura que mejor se te adapte, y casi invariablemente adoptarás dicha postura cada vez
que ores. Además, la experiencia te enseñará cuán acertado es que te atengas a esa
postura y no la cambies con demasiada facilidad. Parecerá extraño que nos resulte más
fácil amar a Dios o entrar en contacto con Él por el hecho de adoptar una postura y no otra,
pero esto es precisamente lo que nos dice Richard Rolle, un célebre místico inglés.
Sea cual sea la postura que mejor te resulte para orar (de rodillas, de pie, sentado o
postrado), te recomiendo que no la cambies fácilmente, aun cuando al comienzo te parezca
ligeramente difícil o dolorosa. Ten paciencia con el dolor, porque el fruto que obtengas de
la oración merecerá la pena. Sólo en el caso de que el dolor sea tan intenso que sirva
únicamente para distraerte, deberás cambiar de postura. Pero hazlo siempre muy suave y
lentamente, «como los pétalos de una flor al abrirse o al cerrarse», en palabras de un
maestro indio de espiritualidad.
La postura ideal será la que logre combinar el debido respeto a la presencia de Dios
con el reposo y la paz del cuerpo. Sólo la práctica te proporcionará esa paz, ese sosiego y
ese respeto; y entonces descubrirás en tu cuerpo un valioso aliado para tu oración e
incluso, a veces, un estímulo positivo para orar.
La fragilidad de nuestra vida de oración
Hay personas a las que no les gusta nada que se hable tanto de «ayudas» para nuestra
vida de oración. ¿Acaso, piensan ellas, es nuestra vida de oración algo que necesite ser
tan cuidado, protegido y «mimado»? ¿Acaso el estar tan curvados sobre nosotros mismos,
el velar tanto por nuestra vida de oración y el rodearla de tantos mecanismos de protección
no es exagerar excesivamente?
Puede que lo sea. Pero lo cierto es que nuestra vida de oración, como cualquier otra
vida en el planeta, es sumamente frágil; y, cuanto antes logremos comprenderlo, tanto
mejor. La Naturaleza nos ha rodeado de toda clase de ayudas sin las que no podríamos
sobrevivir. Si, por ejemplo, la presión atmosférica sobrepasa, por arriba o por abajo, un
determinado punto, o si la temperatura aumenta o disminuye excesivamente, entonces la
vida (animal, vegetal e incluso humana) se extingue inmediatamente. Necesitamos comer y
beber a diario, y llenar de aire nuestros pulmones cada minuto, si queremos sobrevivir. Por
otra parte, ¡cuántos esfuerzos hace la ciencia médica para proteger nuestra salud y nuestro
bienestar físico...! Gracias a todas estas precauciones, los seres humanos podemos hoy
vivir más tiempo y más saludablemente. Y no es que nuestra vida de oración vaya a
necesitar siempre todas esas ayudas y apoyos. Llegará un momento en que el tierno
arbolito se convierta en un robusto roble, y entonces podremos resistir los embates de los
vientos de la vida y hasta aprovecharnos de ellos. Pero, mientras ese crecimiento no se
haya producido, deberemos proteger muy bien el «arbolito», cuidarlo y alimentarlo
constantemente. Tal vez sepamos por experiencia cuán fácilmente se deteriora (y hasta se
echa a perder por completo) nuestra vida de oración cuando olvidamos protegerla con el
recogimiento, con el silencio, con la lectura espiritual y con tantas otras ayudas que, al cabo
de un tiempo, parecen resultar molestas a quienes están impacientes por lograr resultados
y tratan de obtener frutos de un árbol que no han cultivado laboriosamente.
Escoger un lugar para orar
Una ayuda para la oración que suele pasarse por alto es el «lugar». El lugar que
escojas para orar puede afectar enormemente a tu oración, para bien o para mal. ¿No te ha
llamado nunca la atención el que Jesús escogiera determinados lugares para orar? Si
alguien no tenía necesidad de hacerlo, sería él, que era el Maestro de la oración y que
estaba en constante contacto con su Padre celestial. Y, sin embargo, Jesús se toma la
molestia de subirse a una montaña cuando quiere orar largo y tendido. La cima de una
montaña parece ser su lugar favorito para orar: sube a orar a lo alto de una montaña antes
de pronunciar el Sermón del Monte, o cuando le buscan para hacerle rey, o el día de la
transfiguración... O bien, acude al huerto de Getsemaní, que también parece haber sido
uno de sus lugares preferidos de oración. O, simplemente, se retira a lo que los evangelios
llaman «un lugar desierto». Jesús se aleja y escoge un lugar que invite a la oración.
Hay, pues, ciertos lugares que parecen favorecer la oración. La tranquilidad de un
jardín, la umbrosa ribera de un río, la paz de una montaña, la infinita extensión del mar, la
terraza abierta a las estrellas de la noche o a la belleza de un amanecer, la sagrada
oscuridad de una iglesia tenuemente iluminada...: todas estas cosas parecen casi producir
por sí solas la oración en nuestro interior.
Naturalmente, no siempre tendremos la suerte de tener a mano semejantes lugares,
sobre todo los que estamos condenados a vivir en las enormes ciudades modernas; ahora
bien, si hemos disfrutado alguna vez de esos lugares, podremos llevarlos siempre en el
corazón. Entonces nos bastará con volver a ellos en la imaginación para sacar de la
oración todo el provecho que sacamos cuando estuvimos realmente en ellos. incluso una
fotografía de dichos lugares puede ayudarnos a orar. Conozco a un santo y muy piadoso
jesuita que posee una pequeña colección de las típicas fotografías de calendario con
preciosos paisajes y que, según me contó él mismo, cuando se siente cansado, le basta
con mirar durante un rato una de esas fotografías para ponerse en trance de oración.
Teilhard de Chardin habla del «potencial espiritual de la materia». Y es que la materia está
en realidad cargada de espíritu, y éste pocas veces resulta tan evidente como en esos
lugares propicios a la oración, con tal de que sepamos captar todo el potencial oracional de
que están cargados.
Hemos de tener mucho cuidado de no incurrir en una especie de «angelismo» que nos
haga pensar que estamos por encima de todas esas ayudas que tales lugares pueden
ofrecernos para la oración. Hace falta humildad de nuestra parte para aceptar el hecho de
que estamos inmersos en la materia y de que dependemos de la materia incluso por lo que
atañe a nuestras necesidades espirituales. Recuerdo que, estando yo todavía en mi etapa
de formación. un jesuita nos decía lo siguiente: «El error que solemos cometer los jesuitas
cuando tratamos de ayudar a los laicos a orar consiste en pensar que, como nosotros no
necesitamos ayudas para orar, tampoco las necesitan ellos. Pero los laicos necesitan la
ayuda que un ambiente de recogimiento supone para la oración: el ambiente de una iglesia,
por ejemplo, con sus imágenes y sus cuadros que tratan de evocar a Dios. Con nosotros,
los jesuitas, la cosa es distinta, porque, debido a nuestra formación intelectual, podemos en
cualquier momento interrumpir nuestro trabajo en el despacho o en la mesa de estudio y,
allí mismo, sumergirnos en la oración, rodeados de libros, de papeles y de todo ese
ambiente del trabajo cotidiano». Ahora que ya tengo alguna experiencia en orientar a
jesuitas en su oración y en su vida espiritual, estoy absolutamente convencido de que aquel
buen padre tenía razón en lo que decía acerca de los laicos, pero estaba muy equivocado
con respecto a sus hermanos jesuitas, que, a fin de cuentas, también somos seres
humanos, y por eso tenemos tanta necesidad como los laicos de un lugar y una atmósfera
adecuados para orar; más aún, tenemos más necesidad que ellos, debido precisamente a
nuestra formación, a veces excesivamente intelectual.
En los Ejercicios Espirituales recomienda san Ignacio que, para mejor obtener el fruto
espiritual que busca en la primera semana de los Ejercicios («contrición, dolor, lágrimas por
sus pecados»: EE. 4), el ejercitante cierre las ventanas de su habitación al objeto de crear
una atmósfera de oscuridad y recogimiento (cf. EE. 79). Intentadlo también vosotros. O dad
un paso más y encerraros en una habitación absolutamente a oscuras e iluminadla
únicamente con la débil luz de una vela. Luego poneos a orar y comprobad si ello afecta a
vuestra oración (tened cuidado, eso sí, de no fijar la vista en la llama, porque podríais
entrar en trance hipnótico). Supongo que la idea que subyace a la costumbre de celebrar la
cena de Navidad a la luz de las velas es que esta luz crea una atmósfera que influye en
nuestro estado de ánimo, del mismo modo que la luz de los tubos fluorescentes crea una
atmósfera totalmente distinta. Fijaos en el efecto que produce en vosotros un día nublado y
el que produce un día radiante y soleado después de una semana de lluvia, cuando todo
respira vida y frescor, y comprenderéis que todas estas cosas «materiales» influyen muy
profundamente en nuestro estado de ánimo. Muchos santos lo han comprendido así y han
obtenido de ello un gran provecho espiritual.
Orar en el mismo lugar: lugares «santos»
Quiero sugeriros ahora algo que habrá de extrañar a quienes no lo han experimentado.
Se trata de que, en la medida de lo posible, oréis en un lugar como cualquiera de los que
os he indicado (un lugar en el que poder estar en contacto con la naturaleza), o bien en un
lugar «santo», es decir, un lugar reservado a la oración: una iglesia, una capilla, un
oratorio... (Si esto no fuera posible, reservad al menos un rincón para la oración en vuestra
habitación o en vuestra casa, y orad allí cada día; ese lugar adquirirá para vosotros un
carácter sagrado, y al cabo de un tiempo comprobaréis que os resulta más fácil orar allí que
en cualquier otro lugar).
Poco a poco, iréis desarrollando lo que yo llamaría un «sentido de los lugares santos».
Comprobaréis cuán fácil es orar en lugares que han sido santificados por la presencia y la
oración de hombres santos, y comprenderéis la razón de las peregrinaciones a dichos
lugares. Conozco a personas que son capaces de entrar en una casa y detectar con
bastante precisión la situación espiritual de la comunidad que la habita, porque pueden
«olerla», percibirla en el ambiente. A mí mismo me resultaba difícil creerlo, pero he tenido
muchas pruebas de ello, y ahora ya no puedo dudarlo.
En cierta ocasión hice un retiro bajo la dirección de un maestro budista que nos dijo que
probablemente nos resultaría más fácil meditar en la sala de oración que en nuestras
habitaciones. Y, con gran sorpresa por mi parte, comprobé que era cierto. El lo atribuía a
las «buenas vibraciones» de aquella sala, producto de tanta oración como se había hecho
en ella. Yo lo atribuí a la autosugestión, al hecho de que el maestro lo había sugerido.
Cuando, poco después, dirigí yo un retiro parecido a un grupo de jesuitas, tuve la
precaución de no hacer sugerencia alguna acerca del lugar de oración. Pues bien, para mi
sorpresa, muchos de aquellos jesuitas vinieron a decirme espontáneamente que les
resultaba mucho más fácil meditar y encontrar paz y tranquilidad en la capilla que en sus
habitaciones. Recuerdo también lo que, años más tarde, me contó un colega jesuita: había
dado unos Ejercicios en cierto lugar, cerca del cual vivía un «sannyasi» (un santón hindú)
que, al concluir los Ejercicios, fue a verle y le dijo: «¿Qué hacían ustedes todos los días
entre las nueve y las diez de la noche? Desde mi casa podía sentir cómo aumentaban las
buenas vibraciones...» El jesuita no salía de su asombro: todas las noches, entre las nueve
y las diez, se reunían los ejercitantes en la capilla para tener una «Hora Santa» junto al
Santísimo. ¿Cómo podía haberlo detectado aquel «sannyasi», con la calle de por medio, si
nadie había ido a contárselo?
Lo cual me lleva al punto siguiente: muchas personas tienen un carisma especial que
las induce a orar delante del Santísimo. De algún modo, su oración se hace más viva en
presencia de la Eucaristía. Sabemos de algunos santos que han sentido este carisma tan
intensamente que eran capaces, como por instinto, de saber si el Santísimo estaba o no
reservado en un lugar, aunque no hubiera signos externos que lo revelaran; o que podían
incluso detectar la diferencia entre una forma consagrada y otra no consagrada,
simplemente por ese especial instinto hacia el Santísimo Sacramento. Tal vez vosotros no
poseáis un carisma o instinto tan intenso, pero sí lo suficiente, quizá, como para haber
observado que vuestra oración es distinta cuando la hacéis delante del Santísimo. Si es
así, os aconsejo que «explotéis» ese carisma, que no dejéis que se extinga, porque habrá
de proporcionaros enormes beneficios espirituales. Orad ante el Santísimo siempre que
podáis.
Y una última observación acerca del lugar de oración: sea cual sea el lugar en el que
oréis, procurad que siempre esté limpio. Recuerdo haber leído un libro budista sobre la
meditación donde se daban instrucciones muy detalladas y concretas acerca del modo de
preparar el lugar de la misma: «Barrer y fregar cuidadosamente el lugar, decía el libro, y
cubrirlo con una sábana perfectamente limpia; a continuación, tomar un baño para purificar
el cuerpo y vestirse con ropa ligera y que esté también perfectamente limpia; quemar un par
de barras de incienso para perfumar la atmósfera. Entonces puede darse comienzo a la
meditación». ¡Excelente consejo, realmente! ¿No habéis observado lo que influye en la
devoción el hecho de celebrar la Eucaristía en un altar en mal estado, con unos
ornamentos viejos y raídos y con un mantel sucio? No lo permitáis fácilmente (os
sorprenderá comprobar, si no lo sabéis, lo que pueden hacer un par de religiosas que se
encarguen de estas cosas). Procurad que esté todo perfectamente limpio (el altar, el suelo,
el cáliz, los candelabros...), usad un mantel blanco como la nieve y unos ornamentos
sencillos, pero atractivos, i...y será como si os hubierais renovado interiormente!
Recuerdo haber entrado en una pequeña capilla budista en el Himalaya y ver allí,
delante de una imagen de Buda, unos recipientes de plata, de distintos tamaños,
perfectamente relucientes y llenos de agua cristalina, cuya sola visión me impresionó, y
sigue impresionándome todavía hoy cuando lo recuerdo. Aquello bastó para, de algún
modo, sentirme en presencia de Dios.
Prestad atención, pues, al lugar donde realizáis el culto, y no tardaréis en comprobar los
benéficos efectos que habrá de producir en vuestra oración.
Ayudas para la oración: el tiempo
Os decía en una charla anterior que a la mayoría de nosotros nos cuesta mucho aceptar
nuestra dependencia de la materia y obrar en consecuencia. Aparentemente, la materia nos
pone límites, concretamente a nuestra libertad; por eso nos resistimos a escoger un lugar
que invite a la oración (¿por qué no vamos a poder orar en cualquier parte, sin tener que
preocuparnos tanto del lugar en que tengamos que hacerlo?). Nos resistimos también a
pedir ayuda a nuestro cuerpo, a buscar posturas que favorezcan la oración (¿por qué no va
a servir cualquier postura? ¿Por qué tenemos que depender de nuestro cuerpo?).
Pero tal vez no haya ninguna dependencia que nos cueste más aceptar que nuestra
dependencia del tiempo. Sería estupendo que no tuviéramos necesidad de tiempo para
orar; que pudiéramos «comprimir» toda nuestra oración en un denso y compacto minuto, y
punto. ¡Hay tantas cosas que hacer, tantos libros que leer, tantos trabajos que realizar,
tanta gente con la que hablar...! Para la mayoría de nosotros, las veinticuatro horas del día
no son suficientes para hacer todo lo que tenemos que hacer. Por eso nos parece una
verdadera lástima tener que dedicar una gran parte de ese precioso tiempo a la oración. ¡Si
fuera posible disponer de una «oración instantánea», del mismo modo que tenemos «café
instantáneo» o «té instantáneo»...! ¿No vale decir aquello de que «todo cuanto hacemos es
oración»...? Seria una estupenda forma de eludir la dificultad...
Pero, a medida que pasan los meses y los años, sabemos que esa fórmula,
sencillamente, no funciona. No existe tal «oración instantánea», como no existe la «relación
instantánea». Si queremos establecer una relación profunda y duradera con alguien,
debemos estar dispuestos a darle a esa relación todo el tiempo que haga falta. Pues bien,
lo mismo ocurre con la oración, que, a fin de cuentas, es relación con Dios. A medida que
pasan los años, constatamos también que nos hemos engañado a nosotros mismos cuando
hemos intentado tranquilizarnos queriendo creer que todo cuanto hacíamos era oración.
Habría sido más exacto creer que todo cuanto hacíamos debería ser oración. Pero,
desgraciadamente, lo que debería ser, y lo que de hecho es una realidad en la vida de
muchas personas verdaderamente santas, no es una realidad para nosotros. Simplemente,
antes de hacer nuestro ese slogan de que «todo es oración», no hemos llegado a esa
profundidad de comunión íntima con Dios que es necesaria para hacer que realmente cada
una de nuestras acciones sea una oración.
ORA/DOS-DIFICULTADES: Tal vez sea más exacto decir que los dos principales
obstáculos que le impiden orar al hombre moderno son: a) la tensión nerviosa, que le hace
imposible estarse quieto; y b) la falta de tiempo. El hombre moderno tiene su tiempo
sometido a excesivas y apremiantes exigencias y, desgraciadamente, es demasiado
propenso a sentir que la oración es una pérdida de tiempo, sobre todo cuando esa oración
no obtiene resultados inmediatos y perfectamente palpables para la mente, el corazón y los
sentidos.
El ritmo de la oración:
«Kairós» versus «Chronos»
A no ser que hayamos recibido del Señor un especial don para orar (un don que, por lo
que me enseña la experiencia, no es nada frecuente), tendremos que dedicarle una gran
parte de nuestro tiempo a la oración si queremos hacer progresos en ella y profundizar
nuestra relación con Dios. Aprender a orar es exactamente igual que aprender cualquier
otro arte o técnica: requiere muchísima práctica, muchísimo tiempo y muchísima paciencia,
porque hoy estás exultante y mañana estás abatido, hoy sientes que has hecho grandes
progresos y mañana te preguntas si no te habrás quedado totalmente atascado; y requiere,
además, ser practicada con regularidad y hasta diariamente. Si quieres aprender a jugar al
tenis o a tocar el violín, sería inconcebible que un día le dedicaras un montón de horas, y al
día siguiente ni siquiera pensaras en ello; sería absurdo que sólo jugaras o tocaras cuando
te apeteciera: tienes que hacerlo con regularidad, te apetezca o no, si es que realmente
quieres que tus manos y todo tu cuerpo se adapten perfectamente a la raqueta o al arco y
si de verdad deseas desarrollar ese «sexto sentido» que puede convertirte en un auténtico
«virtuoso».Si te entrenas o estudias «a rachas», de manera esporádica, es muy probable
que ni siquiera consigas empezar a dominar el arte; sencillamente, estás perdiendo todo el
tiempo que le dedicas. Orar sólo cuando tienes ganas es tan funesto como jugar
únicamente cuando te apetece... si lo que pretendes es dominar el arte. Cuanto menos
ores, tanto peor aprenderás a orar.
Hace algunos años se puso de moda una teoría que fue etiquetada con el nombre de
«Ritmo de la oración» y que, en mi opinión, hizo mucho daño (a mi vida de oración
ciertamente se lo hizo). Y, aun cuando haya perdido una gran parte de la popularidad de
que gozó hace años entre sacerdotes, religiosos y religiosas, tengo la.sensación de que
aún permanece viva y sigue causando daño. Por eso quisiera explicarla y tratar de
refutarla. ¡Ojo!: no estoy en contra de toda teoría conocida con ese nombre de «ritmo de la
oración», sino únicamente contra la modalidad a la que voy a referirme.
Según dicha teoría, las diferentes personas
están diferentemente constituidas por lo que se refiere a la oración, del mismo modo que lo
están por lo que se refiere al ejercicio físico. Es indudable que todo el mundo necesita
realizar una cierta cantidad de ejercicio físico para conservar la salud. Pero unas personas
lo necesitan más que otras. Unas personas necesitan hacer ejercicio a diario; otras no: les
basta con hacerlo cuando el cuerpo siente necesidad de ello. El ejercicio regular, el hacer
ejercicio de acuerdo con un programa, parece tan irracional (aunque quizá no tan nocivo)
como el comer de acuerdo con un programa preestablecido. Hay que comer cuando se
tiene hambre; lo contrario es irracional. además de perjudicial. Lo mismo ocurre con la
oración, según la mencionada teoría. No hay ninguna duda de que la oración requiere
tiempo. El problema es determinar cuánto tiempo... y a qué hora. ¿Deberá ser un largo
periodo de tiempo cada vez: una hora entera o más? ¿Deberá hacerse una vez al tila o
incluso más de una vez al día? Hacer esto significaría orar de acuerdo con un cronómetro y
no de acuerdo con la dinámica de la gracia y las propias necesidades espirituales. Hay dos
palabras en griego para referirse al tiempo: chronos, que hace referencia a la cantidad
(horas, minutos, segundos...), y kairós, que significa la hora de la gracia, no la hora del
reloj. Este último habría sido el sentido en que Jesús habría hablado de su «tiempo» o de
su «hora»: habría hablado de su kairós, del tiempo divinamente señalado, de la hora de la
gracia. Pues bien, dice esta teoría, oremos no de acuerdo con un horario y un programa
preestablecidos, sino de acuerdo con nuestro propio kairos personal. Busquemos el tiempo
de la gracia, estemos alerta a la llamada de Dios a orar y a nuestras propias necesidades
espirituales y, cuando suene esa llamada o sintamos la necesidad, entonces oremos y
démosle a la oración todo el tiempo que haga falta para satisfacer dicha necesidad o
responder a dicha llamada divina.
La teoría es verdaderamente atractiva, porque parece bastante razonable. Siento tener
que decir que yo mismo me «convertí» a ella y la puse en práctica durante algunos años,
con no poco daño para mi vida de oración. Y, de entre los muchos sacerdotes, religiosos y
religiosas a los que he aconsejado espiritualmente, no sé de nadie que haya sacado algún
provecho de esta teoría. Permitidme que os explique por qué.
En primer lugar, como ya he dicho, cuanto menos ores tanto peor aprenderás a orar,
porque siempre lo dejarás para otro momento. Hay mil cosas que reclaman nuestro tiempo
y nuestra atención: toda clase de emergencias, de situaciones urgentes, de crisis...; y no
tardas en darte cuenta de que hace muchísimo que no le dedicas tiempo a la oración, que
no oras; que, tal vez, tu única oración sea la Misa y alguna que otra función litúrgica. Poco
a poco, vas perdiendo el «apetito», las ganas de orar; tus «músculos» o tus «facultades»
para la oración se atrofian, por así decirlo; y, salvo en momentos de verdadero apuro,
cuando necesitas desesperadamente la ayuda de Dios, empiezas a vivir prácticamente sin
orar. Yo sostengo que el hombre es, esencialmente, un «animal orante». Si fuera capaz de
acallar todo su bullicio interior, si pudiera ser ayudado a reconciliarse consigo mismo, la
oración brotaría espontáneamente en su corazón. Sin embargo, el hombre siente también
en su interior una profunda resistencia a orar. Muchas veces se decide a hacerlo, a
reconciliarse consigo mismo, a presentarse ante su Dios..., pero siente dentro de él una
resistencia, una voz apenas perceptible que le incita a desistir. ¿Acaso no lo hemos
experimentado todos nosotros cuando, después de haber desoído esa voz y habernos
decidido a orar, sentimos una y otra vez la tentación de renunciar, de marchar de la capilla
o del lugar en el que estamos orando, de abandonar ese mundo desconocido en el que
estamos aventurándonos y regresar a los escenarios, sonidos y ocupaciones de la rutina
cotidiana de ese mundo en el que nos encontramos más a nuestras anchas?
Y esto me lleva al segundo argumento en contra de la teoría del «reza cuando te lo pida
el cuerpo». Acabo de decir que el peligro de esta teoría radica en que cada vez oigas más
espaciada y tenuemente la llamada y te hagas menos sensible a ella. Y he dicho también
que hay otra llamada, la llamada a huir de la oración, que no deja de solicitar a nuestra
mente. En los Ejercicios Espirituales, san Ignacio, hablando de esta voz que nos llama a
huir de la oración, dice que constituye una de las experiencias típicas de la persona que
trata de darse a Dios y a la vida de oración. Dice también Ignacio que hay períodos de
consolación, en los que orar resulta muy fácil y placentero, y períodos de lo que él llama
«desolación», en los que se hace excesivamente difícil orar, y uno acaba perdiendo el
gusto por la oración y hasta sintiendo hacia ella verdadera repugnancia. Cuando esto
sucede, dice Ignacio, lejos de ceder y abandonar la oración con el propósito de volver a ella
cuando el temporal amaine, debemos considerar que se trata de un ataque del maligno y,
consiguientemente, debemos oponerle resistencia: a) no reduciendo en lo más mínimo el
tiempo que hemos asignado a la oración; b) no efectuando ningún cambio en nuestro
horario o programa de oración; y c) añadiendo incluso un tiempo extra al tiempo que nos
habíamos fijado. Este último consejo suele revelarse sumamente beneficioso incluso desde
el punto de vista psicológico, porque, cuando sabes que vas a ceder a cualquier tentación
en el sentido de que dejes de orar, es probable que tú mismo provoques cada vez más ese
tipo de tentaciones, aunque sea inconscientemente; mientras que, cuando la tentación es
combatida enérgicamente y se incrementa el tiempo de oración, aquélla tiende, de un modo
u otro, a disiparse.
Esta manera que tiene Ignacio de ver las cosas es, desde luego, diametralmente
opuesta a la teoría que estoy tratando de refutar. Y la propia experiencia os demostrará la
sabiduría de la visión de Ignacio y los fecundos beneficios espirituales que encierra.
Infinidad de personas me han contado cómo han tenido que esforzarse en su oración por
combatir las distracciones, resistir la tentación de levantarse y huir, ignorar la insistente voz
que trataba de persuadirles de que estaban perdiendo el tiempo, reforzar su determinación
de resistir hasta el final durante todo el tiempo que se habían fijado para orar... y cómo de
pronto, misteriosamente, la situación había cambiado por completo y se habían visto
inundadas de luz, de gracia y de amor de Dios. Si hubieran huido al entender que aquél no
era su «kairós», se habrían perdido las abundantes gracias que Dios había reservado para
dárselas, al final de su oración, como recompensa a su esfuerzo y a su fidelidad.
Me acuerdo ahora de un estudiante jesuita al que le fue dado vivir una profunda
experiencia de Cristo (una experiencia que produjo un efecto decisivo en su vida espiritual)
el día en que hizo justamente lo que acabo de decir: resistir la tentación de sucumbir ante la
repugnancia y las distracciones y de abandonar la oración. Había ido a la capilla una noche
a cumplir su «deber» diario de dedicar una hora entera a la oración. Al cabo de diez
minutos, empezó a experimentar lo que ya había experimentado frecuentemente o, por
mejor decir, cada vez que acudía a la oración: un fortísimo impulso de levantarse y marchar
de allí. Pero aquel día resistió al impulso, no tanto por un motivo verdaderamente espiritual
cuanto por la consideración puramente práctica de que no tenía nada especial que hacer
durante aquella hora y que, por consiguiente, tanto le daba perderla en la capilla como en
su habitación. De modo que aguantó hasta el final. Y diez minutos antes de que se
cumpliera la hora... sucedió: Cristo entró en su vida y en su mente como nunca lo había
hecho antes, invadiendo su corazón y todo su ser con la conciencia cierta de Su
consoladora presencia. He ahí el caso de un hombre que siempre agradeció
profundamente el no haber seguido lo que podría haber pensado que era su «ritmo de
oración». Y como él hay muchos. Estoy completamente seguro de que todos vosotros
estáis en el mismo caso; pero no os fiéis de mi palabra: intentadlo vosotros mismos durante
un período de seis meses y lo comprobaréis.
Y tengo una tercera y última razón para oponerme a la teoría del ritmo de la oración, y
es la siguiente: cuando una persona ha hecho ciertos progresos en su vida de oración, es
probable que llegue a lo que los autores denominan la «oración de fe». Es ésta una forma
de oración en la que la persona por lo general, no experimenta ningún tipo de consolación
sensible. De ordinario, siente muchas ganas de orar; pero, en el momento en que va a
hacerlo, tiene la sensación de «estar en blanco», como si estuviera perdiendo el tiempo, y
generalmente se ve tentada a interrumpir su oración y dejarla para otro momento. Pues
bien, es de vital importancia que esa persona no deje de orar, sino que siga insistiendo en
ello, aunque tenga la sensación de estar perdiendo el tiempo. Lo que le está ocurriendo,
aunque ella tal vez no lo sepa, es que está adaptándose poco a poco a otra clase de
consolación que, en ese momento, no parece ser sino sequedad; su visión espiritual está
aprendiendo dolorosamente a discernir la luz donde ahora no parece haber más que
oscuridad; en otras palabras: está adquiriendo nuevos gustos, nuevos sabores en el
terreno de la oración. Si decidiera seguir la teoría del «ora cuando te apetezca», corre el
riesgo de no sentir ningún tipo de llamada a la oración o, más exactamente, de sentir la
llamada, pero también de perder toda gana de orar en el momento de responder a la
llamada; y entonces, justamente cuando está progresando en el arte de orar, cuando está
ascendiendo a un nuevo y superior nivel de oración, es probable que se dé por vencida.
*
**
***
Quizá algún día tenga ocasión de explayarme más sobre las dos últimas razones (la
necesidad y la sabiduría de orar más, y no menos, cuando nos encontramos en desolación
espiritual, y el complejo asunto de la «oración de fe»). De momento, me conformo con
hacerlas constar a modo de refutación de la teoría que hemos venido exponiendo. Pero hay
un punto, bastante relacionado con el tema de la «oración de fe», que quisiera subrayar. Y
es éste: un hombre verdaderamente espiritual siente un deseo casi habitual de orar; anhela
constantemente alejarse de todo y comunicarse en silencio con Dios, entrar en contacto
con el Infinito, con el Eterno, con el que es Fundamento de su ser y nuestro Padre, con la
Fuente de toda nuestra vida, de nuestro bienestar y de nuestra fuerza. No sé de un solo
santo que no haya sentido este constante deseo, este compulsivo instinto, estas ganas casi
innatas de orar. Lo cual no significa que lo hicieran. De ningún modo. Muchos de ellos
estaban demasiado ocupados en realizar la obra que Dios les había encomendado y no
tenían tiempo para satisfacer plenamente su deseo. A pesar de lo cual, el deseo no
desaparecía, sino que originaba en ellos una santa tensión, de modo que, cuando estaban
orando, sentían la urgencia de andar de aquí para allá haciendo grandes cosas por Cristo;
y cuando estaban trabajando por Cristo, anhelaban alejarse de todo para estar a solas con
Él. San Pablo, aunque en otro contexto, expresa perfectamente esta tensión cuando,
hablando, no de la oración, sino de su deseo de morir y estar con Cristo, dice a los
filipenses: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Pero, si el vivir en la carne
significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger. Me siento apremiado por las dos
partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo
mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros para
progreso y gozo de vuestra fe... » (Flp 1,21-25). Pablo era un hombre sumamente activo,
profundamente comprometido con su trabajo y con la vida de sus comunidades; sin
embargo, sentía esta tensión entre la necesidad de seguir trabajando y el deseo de estar
con Cristo.
Lo mismo puede decirse de otro hombre extraordinariamente activo: san
Francisco Javier; o de san Juan María Vianney, que tuvo que resistir constantemente la
tentación de dejar su parroquia y hacerse ermitaño para emplear todo su tiempo en estar
con Dios. Este intenso deseo de huir y estar a solas con Dios hace que toda la vida y la
actividad del apóstol sea una oración; que el apóstol se encuentre constantemente inmerso
en una atmósfera de oración. El Mahatma Gandhi solía expresarlo diciendo que podía
perfectamente pasarse días enteros sin ingerir ningún alimento, pero que no le era posible
vivir un solo minuto sin oración. Y afirmaba que, si se le privara de la oración durante un
solo minuto, se volvería loco, dado el tipo de vida que llevaba.
Tal vez sea ésta la razón por la que nosotros no sentimos esa necesidad constante de
orar y nos dejamos seducir por teorías como la que hemos mencionado: porque no vivimos
con la radicalidad con que el Evangelio nos desafía a vivir; por eso no sentimos
constantemente la necesidad del alimento, la ayuda y la energía que sólo la oración puede
ofrecernos. No «hambreamos» la oración; de hecho, sólo sentimos tal hambre muy raras
veces, porque tenemos muchas cosas (muchos intereses, muchos deleites y muchos
deseos mundanos; muchos problemas y muchas preocupaciones) en que ocupar nuestra
mente y nuestro entendimiento. Estamos demasiado llenos de todo eso para poder sentir el
gran vacío de nuestro corazón y la gran necesidad que tenemos de Dios para llenar ese
vacío.
ANTHONY DE
MELLO
CONTACTO CON DIOS. Págs. 213-238