ORACIÓN Y VIDA


MONSEÑOR ANTOINE BLOOM


Es una alegría poder dar testimonio de lo que me llama, de lo que me llega derecho al 
corazón, de lo que, de modo a veces fulgurante, me impresiona, durante un instante o para 
siempre, en el contexto y en las situaciones en las cuales vivimos. El testimonio de lo que 
nuestros ojos han visto, de lo que nuestras manos han tocado, de lo que nuestros oídos han 
comprendido, el testimonio de las cosas que han iluminado nuestro entendimiento, penetrado en 
nuestro corazón, dado una dirección a nuestra voluntad, que han llegado hasta nuestro cuerpo, 
haciéndolo más obediente a la gracia. 
Es de la oración y de la acción de lo que yo debo hablar, pero es sobre todo de la oración de 
lo que me gustaría conversar; o más bien de esa situación compleja que es a la vez oración y 
acción, que se manifiesta constantemente en una reflexión eficaz, apoyada en un pensamiento 
lo más profundizado posible y una comprensión tan lúcida como pueda darse de las situaciones 
en las cuales vivimos. 

I. UNIÓN ENTRE ORACIÓN Y VIDA 
Me gustaría primeramente decir algunas palabras de la relación que hay no en términos 
genéricos, sino de manera un tanto precisa, entre la vida y la oración desde un punto de 
vista no abordado hasta el presente. Con demasiada frecuencia, la vida que llevamos es un 
contratestimonio de nuestra oración; solamente si llegamos a armonizar los términos de 
nuestra oración y nuestro modo de vivir, nuestra oración adquiriría la fuerza, el brillo y la 
eficacia que esperamos de ella. 
Con excesiva frecuencia nos dirigimos al Señor esperando que haga lo que deberíamos 
hacer nosotros en su nombre y para su servicio. Con excesiva frecuencia, nuestras 
oraciones son discursos pulidos, bien preparados, gastados por los siglos, que ofrecemos 
día a día al Señor -lo mismo sería si las dijéramos una vez por año- con un corazón frío, con 
una inteligencia perezosa, sin que nuestra voluntad se vea implicada en ello cuando en 
realidad son palabras de fuego que han nacido en los desiertos y en las soledades, en los 
más grandes sufrimientos humanos, en las situaciones más intensas que jamás ha 
conocido la Historia. 
Repetimos oraciones que llevan el nombre de grandes héroes de la espiritualidad, y 
creemos que Dios las escucha, que tiene en cuenta su contenido, cuando la única cosa 
que le importa al Señor es el corazón que habla, la voluntad dispuesta al cumplimiento de 
su voluntad. 
Decimos: «Señor, no nos dejes caer en la tentación», y después, apresurados, ávidos, 
llenos de esperanza, vamos allá donde la tentación nos acecha. O bien gritamos: «Señor, 
Señor mi corazón está dispuesto». ¿Pero a qué? Si el Señor nos lo pidiera de noche 
cuando, antes de acostarnos, hemos pronunciado estas palabras, ¿no tendríamos que 
responder algunas veces: «a terminar el capítulo que tengo a medio leer de esta novela 
policial»? Es a la única cosa a la cual está dispuesto nuestro corazón en ese momento. Y 
son tantas las ocasiones en que nuestras oraciones son letras muertas, y, lo que es más, 
son letras que matan, porque cada vez que permitimos que nuestra oración sea algo 
muerto, que no nos vivifique, que no nos haga recobrar la intensidad que intrínsecamente 
poseen, nos vamos haciendo cada vez menos sensibles a su mordedura, a su impacto, y 
nos vamos incapacitando poco a poco para vivir la oración que pronunciamos. Es éste un 
problema a resolver en la vida de cada uno; debemos hacer de todos los términos de 
nuestras oraciones normas de vida. Si hemos dicho al Señor que le pedimos su ayuda para 
escapar de la tentación, debemos, con toda la energía de nuestra alma, con toda la fuerza 
que nos es dada, evitar toda ocasión de tentación. Si hemos dicho al Señor que nuestro 
corazón se destroza al pensar en el hambre, en la sed y en la soledad de tal y tal persona, 
debemos escuchar la voz del Señor que nos responde: «¿A quién enviaré?», y ponernos en 
movimiento inmediatamente. No podemos jamás dar tiempo a que un pensamiento 
superfluo se deslice dentro de nuestra buena intención, entre el mandato de Dios y el acto 
que nosotros debemos ejecutar, porque el pensamiento que se deslice dentro, como una 
serpiente, nos dirá inmediatamente: «Más tarde», o bien: «¿Lo necesita verdaderamente?» 
«¿No tiene Dios alguien más libre que tú para cumplir su voluntad?» Y mientras 
tergiversamos nuestra buena intención, disminuirá y morirá la energía que la oración y la 
respuesta divina nos habían comunicado. 
Aquí hay algo esencial: una unión entre la vida y oración que debemos restablecer por 
medio de un acto de voluntad, un acto que nosotros mismos debemos poner, que jamás se 
pondrá por sí mismo y que, sin embargo, puede transformar nuestra vida de modo muy 
profundo. Leed las oraciones del oficio de la mañana y de la tarde. Elegid una oración 
cualquiera, y haced de ella un programa de vida, y veréis que esta oración nunca llegará a 
cansaros, porque de día en día la misma vida la hará más aguda y penetrante. Cuando 
hayáis pedido al Señor que os proteja durante un día entero de tal o cual necesidad, de tal 
tentación, de tal problema, y cuando hayáis cumplido con vuestro deber de luchar en la 
medida de vuestras posibilidades humanas, de vuestra debilidad humana, cuando le hayáis 
pedido ser llenados, como una vela, del soplo y del poder divinos, de noche, cuando os 
presentéis delante de Dios, tendréis muchas cosas que decirle. Tendréis que agradecerle 
la ayuda que os ha dado, tendréis que arrepentiros del uso que habéis hecho de ella, 
podréis cantar la alegría de lo que os ha concedido hacer, con vuestras manos débiles y 
frágiles, con vuestras pobres manos humanas, la alegría de haber hecho su voluntad, de 
haber sido su mirada que ve, su oído que escucha, su paso, su amor, su compasión 
encarnada, viviente, creadora. Y esto tiene que hacerlo cada uno por sí mismo, y al no 
hacerlo, la oración y la vida se disocian. Durante algún tiempo la vida sigue su camino y la 
oración continúa su ronroneo cada vez menos claro, cada vez menos inquietante para 
nuestra conciencia; su insistencia se debilita. Y como la vida tiene sus exigencias mientras 
que la oración viene de Dios, de un Dios tímido, de un Dios amante, que nos llama y que no 
se impone jamás por medio de la fuerza bruta, es la oración lo que muere. Entonces 
decimos para consolarnos que ahora hemos encarnado nuestra oración en la acción, que la 
adoración consiste únicamente en la obra de nuestras manos. 
No es la actitud que tenemos con nuestros amigos, con nuestros padres, con los que nos 
aman. Ciertamente a veces, tal vez siempre, hacemos por ellos todo lo que podemos hacer; 
pero ¿esto implica que nos olvidemos de ellos en nuestro corazón, que nunca nuestro 
pensamiento se vuelva hacia ellos? ¡Ciertamente, no! ¿Solamente Dios tendría ese 
privilegio de ser servido sin que jamás le dirijamos una mirada, sin que jamás nuestro 
corazón se incendie de amor cuando escuchamos su nombre? ¿Solamente Dios sería 
servido con indiferencia? En esto hay algo que aprender y algo que hacer. 

II. INTEGRACIÓN DE LA ORACIÓN EN LA VIDA 
Existe otro aspecto de esta oración unida a la vida. Es la integración de la oración en la 
misma vida. A cada instante nos encontramos con situaciones que nos sobrepasan. Si 
solamente aplicáramos la oración a dichas situaciones, tendríamos cada día, cada hora, 
más ocasiones de las que deseamos para que nuestra oración llegue a ser y permanezca 
siendo continua. ¿Recordamos suficientemente que nuestra vocación humana sobrepasa 
todas las posibilidades humanas? ¿Acaso no estamos llamados a ser miembros vivos del 
Cuerpo de Cristo, a ser en cierto modo, juntos, y también personalmente, una prolongación 
de la presencia encarnada de Cristo en el tiempo en que vivimos? ¿No estamos llamados a 
ser templos del Espíritu Santo? ¿Nuestra vocación no consiste en ser en el Hijo único, el 
Cristo total e hijos de Dios? ¿No estamos llamados a participar de la naturaleza divina? He 
aquí nuestra vocación humana, expresada en la forma más central; pero hay todavía más: 
nuestra vocación se extiende tan lejos como la voluntad y la acción de Dios. Estamos 
llamados a ser la presencia del Dios vivo en el mundo entero creado por El. ¿Podemos 
hacer algo en este sentido sin que Dios lo haga en nosotros y por medio de nosotros? 
Ciertamente, no. ¿Cómo podemos llegar a ser un miembro vivo del Cuerpo de Cristo? 
¿Cómo podemos, sin ser destruidos por el fuego divino, recibir el Espíritu Santo como un 
templo habitado por El? ¿Como podemos llegar a ser verdaderamente participantes de la 
naturaleza divina? ¿Y cómo podemos, siendo pecadores, realizar la obra de caridad, la 
obra de amor divino al cual somos llamados? Todo esto no es solamente una razón para 
orar continuamente; no sólo es una progresión, una exigencia para acentuar dicha oración 
sino más bien una necesidad de ser injertados en la vid vivificante. 
¿Qué vida poseemos, qué frutos podemos dar, qué podemos hacer? De entrada, nos 
impresiona esto: si queremos que nuestra oración y nuestra vida no se disocien, que 
nuestra oración no se disuelva poco a poco, ya que será destrozada por las exigencias de 
una vida dura, cruel, por el esfuerzo del príncipe de este mundo, tenemos que integrar 
nuestra oración en todo lo que constituye nuestra vida, debemos meterla como un puñado 
de levadura en esta masa que es nuestra vida en su totalidad. ¡Si al levantarnos de 
mañana nos presentáramos al Señor y le dijéramos: «Señor, bendíceme y bendice este día 
que comienza, un día que jamás ha estado ante nosotros, un día que surge como una 
posibilidad inexplorada e infinitamente profunda! ¡Si nos diéramos cuenta bajo la bendición 
de Dios que comenzamos este día para realizar la tarea del cristiano con la fuerza y la 
gloria que dicha palabra implica, con qué respeto, con qué seriedad, con qué alegría 
contenida y con qué esperanza y con qué ternura encontraríamos el desarrollo progresivo 
de esta jornada! Cada hora la recibiríamos como un don de Dios; cada circunstancia que se 
presentara ante nosotros la recibiríamos como venida de la mano de Dios; ningún 
encuentro sería casual; cada persona con quien nos cruzáramos, cada interpelación que 
nos provocara sería una llamada a la que responder, no como a veces lo hacemos, en un 
plano puramente humano, sino con toda la profundidad de nuestra fe, con toda la 
profundidad del corazón profundo del hombre en lo más profundo del cual se encuentra el 
Reino de Dios y Dios mismo. Y en el transcurso de la jornada caminaríamos con el sentido 
de lo sagrado, con el sentido de ir con el Señor; a cada instante nos encontraríamos cara a 
cara con situaciones que requieren prudencia y tendríamos que pedirla; que requieren 
fuerza y rogaríamos al Señor que nos la conceda; que requieren el perdón de Dios porque 
habremos actuado mal y que nos exigen un arranque de agradecimiento porque, a pesar de 
nuestra indignidad, de nuestra ceguera, de nuestra frialdad, nos ha sido concedido el poder 
hacer lo que de ningún modo podemos hacer con nuestras propias fuerzas. Podríamos 
multiplicar así los ejemplos, pero el problema está suficientemente expresado. Y entonces 
caeríamos en la cuenta de que la vida no nos impide jamás orar, jamás, porque la vida 
misma es la sustancia viva, en la cual metemos el puñado de levadura vivificante que es 
nuestra oración, que es nuestra presencia, en la medida en que nosotros mismos estamos 
en Dios y Dios en nosotros, o al menos en tensión hacia El, puesto que El se inclina hacia 
nosotros. Frecuentemente podríamos hacerlo, pero hay dos cosas que nos retienen: la 
primera es que no estamos habituados a hacer un esfuerzo para orar. Si no hacemos este 
esfuerzo de modo continuo, preparándonos poco a poco para hacer esfuerzos cada vez 
más constantes, cada vez más seguidos, cada vez más prolongados, morirá en nosotros al 
cabo de algunos días nuestra energía espiritual, nuestra energía mental, nuestra capacidad 
de atención, y también la capacidad que tenemos de responder de corazón a los 
acontecimientos que surgen y a las personas que se presentan. En este aprendizaje de la 
oración constante y sostenida por la vida tenemos que saber hacer uso de la sobriedad que 
nos recomiendan los Padres: ir paso a paso, recordar que existe una ascesis del descanso, 
lo mismo que existe una ascesis del esfuerzo, que existe una prudencia que se aplica al 
cuerpo, al entendimiento y a la voluntad y que no podemos tender sin cesar con todas 
nuestras fuerzas hacia un fin. Quizá recordéis este pasaje de la vida de San Juan 
Evangelista. Se dice que un cazador, habiendo oído decir que el discípulo amado de Cristo 
vivía en las montañas cerca de Efeso, se puso en camino para encontrarlo. Llega a un claro 
y ve un anciano a gatas sobre la hierba verde, jugando con una avecilla. Se acerca a él y le 
pregunta si nunca oyó hablar de Juan y dónde puede encontrarlo. El anciano le responde: 
«Soy yo.» E1 cazador se le ríe en su cara: « ¡Juan, tú! ¿Cómo es posible? El que ha escrito 
tan maravillosas cartas se presenta bajo el aspecto de un viejo que juega con un animal?» 
Y el anciano le responde: «Veo por tu atavío que eres cazador. Cuando estás en el bosque, 
¿acaso no estás siempre con el arco tenso y la flecha pronta por si surge un animal?» Y el 
cazador ríe de nuevo y le dice: «Bien sabía yo que estabas loco. ¿Quién podría pasearse 
así en el bosque? Si tuviera mi arco siempre en tensión, en el momento en que lo 
necesitara, la cuerda se rompería.» «Lo mismo me ocurre a mí», le respondió Juan: «Si 
tuviera siempre en tensión todas las fuerzas de mi alma y de mi cuerpo, en el momento en 
que Dios se aproximara, se romperían al hacer un esfuerzo que no podrían soportar.» 
Tenemos que saber tomar con sobriedad, con prudencia, el descanso necesario en vista a 
actuar con toda la intensidad, con toda la fuerza que no solamente es nuestra, sino que nos 
ha sido dada por la gracia divina. Porque la gracia no es concedida en la fragilidad de 
nuestros cuerpos, en la fragilidad de nuestras inteligencias, de nuestros corazones, de 
nuestras voluntades. 

III. EL OBSTÁCULO: LA FALTA DE FE 
Se nos presentan un cierto número de dificultades: es falta de fe. Cualquiera sea el traje 
que llevemos, la profesión ejercida, existe en nosotros un instante de duda, una falta de fe 
profunda. A menudo nos decimos: «La oración de intercesión, la oración de petición es una 
oración interior. La oración del monje, la oración del cristiano que ha alcanzado una cierta 
madurez, es la acción de gracias y la alabanza.» Ciertamente, hacia allí nos encaminamos. 
Al cabo de una larga vida de ascesis espiritual y corporal, cuando nos encontramos de tal 
modo despegados de todo, cuando estamos dispuestos a recibir todo de la mano de Dios 
como un don preciso, no nos resta más que agradecerle y cantarle. Pero ¿hemos llegado 
allí? ¿No es más fácil dar gracias al Señor por lo que ha hecho o alabarle por lo que El es, 
particularmente en los momentos en que nuestro corazón se siente rodeado por el contacto 
de la gracia? ¿No es más fácil agradecerle o alabarle a posteriori que pedirle con fe el 
cumplimiento de tal o cual petición? Muy frecuentemente, personas que están 
perfectamente en situación de alabar y dar gracias al Señor no son capaces de hacer un 
acto de fe entero, con un corazón indiviso, con una inteligencia que no vacila, con una 
voluntad completamente tendida hacia él, porque se les presenta una duda: «¿Y si nunca 
me responde?» ¿No es más simple decir «que se haga tu voluntad»? Entonces todo va 
mejor, porque la voluntad de Dios se hará de todos modos y yo estaré en el interior de esta 
voluntad divina. Y, sin embargo, tan frecuentemente, tan continuadamente, la exigencia es 
otra... Y lo es exactamente en relación a la vida entendida como utilizamos esta palabra en 
Occidente, una vida orientada hacia situaciones que están fuera de nosotros. La 
enfermedad golpea a uno que nos es querido, el hambre se apodera de tal país. 
Desearíamos pedir ayuda a Dios y tan frecuentemente tenemos la cobardía de pedirla de 
tal forma que, llegue lo que llegue, nuestra oración pueda aplicarse a la situación dada. 
Encontramos los términos, encontramos los polos: se hará la voluntad de Dios a fin de 
cuentas; pero ¿hemos hecho un acto de fe? Es este un problema para todos los que están 
comprometidos en la vida activa y que creen en la acción eficaz de la oración y de la 
pasividad eficaz. 
Si queremos actuar con Dios, no es suficiente darle el campo libre y decir: «Señor, de 
todos modos solamente harás lo que quieres; hazlo pues sin que yo te estorbe.» Tenemos 
que aprender la voluntad de Dios, tenemos que entrar en el deseo de Dios; pero tenemos 
que saber que también el deseo de Dios a veces está escondido. Acordaos de la Cananea. 
La evidencia que salta a la vista y que hiere el oído, esa la negativa, y a pesar de todo la 
intensidad de su fe y la delicadeza de su oído espiritual perciben otra cosa, y ella sabe 
insistir contra la aparente voluntad de Dios en favor de la voluntad real del Señor. Es como 
alguien que borda un tapiz; nosotros, como se ha dicho más de una vez, vemos sólo la 
parte del revés, y la parte vuelta hacia Dios es la del derecho. Y el problema de la vida, de 
esta visión que hará que nuestra oración esté no en oposición con la voluntad de Dios, sino 
en armonía con ella, consiste en saber mirar largamente este «revés» para percibir el 
«derecho», en mirar cómo Dios construye la historia, dirige una vida, profundiza una 
situación, crea un sistema de relaciones, y actuar no en contra de El, no 
independientemente, sino con El y dejarle hacer, permitirle actuar con nosotros y en 
nosotros. Pero en este caso hay continuidad entre la acción y la contemplación, a menos 
que aceptemos una acción desacralizada, una acción en la que Dios esté ausente, una 
acción que sea puramente con miras humanas y sostenida por las energías humanas que 
son nuestras. Y esto no es una acción cristiana, ni una oración cristiana. En el centro de la 
situación del hombre activo que quiere que su acción sea la continuación de la obra de 
Dios, que quiere que la acción de la Iglesia y su propia acción, en cuanto miembro vivo del 
Cristo total que es la Iglesia, sea un acto de Cristo, el acto del Dios vivo, la palabra del Dios 
vivo, tenemos que aprender una forma de contemplación, una manera de ser contemplativo 
que nos revele cuál es verdaderamente la voluntad de Dios. Fuera de lo dicho, toda acción 
será un acto realizado al azar. 

IV. EL «ROL» DE LA CONTEMPLACIÓN 
1. Búsqueda de la visión de las cosas tal como Dios las ve 
Pero ¿en qué consiste entonces la referida contemplación? Es la función, la situación 
continua, incesante, del cristiano en cualquier estado en que se encuentre, ya esté en una 
Orden contemplativa, ya en alguna otra Orden, ya sea simplemente un laico doblemente 
comprometido: comprometido con respecto a Dios y, por ello, comprometido totalmente con 
respecto a todo el resto del mundo creado, hombres y cosas. Tenemos un primer hecho: la 
contemplación es una mirada atenta, lúcida, aplicada a cosas, personas y acontecimientos, 
a sus realidades estáticas y a su dinamismo. Es una mirada que se fija enteramente en el 
objeto sobre el cual se posa, y al mismo tiempo un oído dirigido por completo hacia lo que 
tiene que escuchar, hacia lo que le viene de afuera. Para mirar así precisamos toda una 
ascesis individual, porque debemos desprendemos de nosotros mismos para poder ver y 
oír. Mientras estemos centrados sobre nosotros mismos, solamente podemos ver un reflejo 
de nosotros mismos en lo que nos rodea, o un reflejo de lo que nos rodea en las aguas 
turbias o agitadas de nuestra conciencia. Tenemos que saber callar para escuchar; 
tenemos que saber mirar largamente antes de creer que hemos visto. Tenemos que, al 
mismo tiempo, liberarnos de nosotros mismos y abandonarnos en Dios y en el objeto de 
nuestra contemplación. Solamente entonces podremos ver las cosas en su realidad 
objetiva. Solamente entonces podremos plantearnos la pregunta esencial: ¿Qué es lo que 
Dios quiere de nosotros en esta realidad que se presenta ante nosotros? Porque el mundo 
irreal en que nos movemos sin cesar nos lo inventamos con imaginaciones, por pereza 
intelectual, por egoísmo, porque creemos ser el centro de las cosas, cuando en realidad 
somos tan periféricos... En este mundo irreal Dios no puede nada, simplemente porque 
dicho mundo no existe. No existe un mundo de irrealidades en el que Dios pueda actuar, 
pero es el dueño del mundo de la realidad. Y la más fea realidad, la más odiosa, la más 
infame la más extraña al Reino, puede llegar el ser el Reino, a condición de que le 
devolvamos su cualidad de realidad. Un espejismo no puede ser transfigurado, un pecador 
puede convertirse en un santo. Creo que es esencial que recurramos a esta clase de 
contemplación, que tiene una significación universal, que no se ata a ningún rol que 
podamos asumir en la vida y que es simplemente la búsqueda atenta de la visión de las 
cosas tal como las ve Dios, a través de la reflexión, de la oración, del silencio y de la 
profundización. Se ha dicho que la oración comienza en el momento en que Dios habla. Ese 
es el término hacia el cual debemos tender. Esta contemplación no es exclusivamente del 
cristianismo, es la contemplación universal. No existe ningún espíritu humano que no esté 
orientado de este modo hacia las realidades exteriores. La diferencia entre nosotros y el 
ateo -aquel que solamente cree en las cosas que le rodean y no ve en ellas ninguna 
profundidad de eternidad, de inmensidad, de relación con Dios-, la única diferencia, es que 
él observa los fenómenos, mientras que nosotros estamos a la escucha de la palabra de 
Dios que nos da la clave de ellos. Es poco, pero es todo. Porque si, de este modo, 
adquirimos la inteligencia de Cristo, si somos guiados como los apóstoles (lo cual no ha 
cambiado con el tiempo), si somos guiados por el Espíritu Santo, que nos manda ir y actuar, 
hablar y callar, estamos en la situación del cristiano, nada más. 

2. Compromiso de las Ordenes contemplativas 
Existe, evidentemente, en la experiencia cristiana tal como es vivida, el aspecto 
contemplativo en el sentido técnico de la palabra (las Ordenes contemplativas). En ese 
aspecto tenemos un gran problema. Las Ordenes contemplativas son atacadas duramente, 
pero ¿tan injustamente como lo creen los contemplativos? Actualmente se nos habla de la 
credibilidad o la no credibilidad del Mensaje tal como nos es transmitido por la vida 
cristiana, por las estructuras, por la situación histórica de la Iglesia. Hubo un tiempo en que 
el sentido de la contemplación, el sentido de lo sagrado, el sentido del Dios vivo no 
solamente presente, sino también trascendente, era verdaderamente intenso, y la sociedad 
cristiana veía bien que algunos de sus miembros vivieran dedicados solamente a la 
contemplación, a la oración contemplativa, al silencio, a la presencia de Dios, como una 
parte de la función total de la Iglesia. Pero ahora no ocurre lo mismo. El pueblo cristiano, en 
su conjunto, no se siente siempre solidario de esta búsqueda de contemplación radical, y 
debemos enfrentar el problema no simplemente educando al pueblo cristiano, sino 
dándonos cuenta del problema que le hemos creado; problema que se ha vuelto 
particularmente difícil por el hecho de que las Ordenes contemplativas solamente pueden 
existir porque hay gente activa. De un modo u otro, los contemplativos viven de la caridad 
de los que no lo son. Y cuando la masa de gente que se mueve y trabaja no ve de ningún 
modo que ese grupo particular sea una expresión de su propia vida, sino expresión de la 
vida limitada y especializada del mismo grupo, le niegan su simpatía y también su apoyo. 
Creo que hay en esto algo muy importante, porque el mundo en que vivimos parece que 
acepta muy fácilmente, por ejemplo, la vida contemplativa de los ascetas de la India. Acepta 
fácilmente la vida socialmente inútil del artista; acepta fácilmente a la gente que se separa y 
se aleja del grupo social, pero con una condición: que paguen el precio de su separación. 
Lo que provoca la aceptación, por ejemplo, cuando se trata de los ascetas de la India, es 
que viven una vida tan dura como las circunstancias que ellos mismos crean. Lo cual 
frecuentemente no sucede con relación a nuestras Ordenes contemplativas, porque 
nosotros queremos ser contemplativos, pero también estar alimentados y no pasar frío, 
tener un techo y un jardín y toda clase de cosas. Y esto deben proporcionárnoslo los que 
están privados del confort de la contemplación. Lo cual es un verdadero problema para la 
conciencia no de los no cristianos, sino de los cristianos. Pensemos en los votos a menudo 
ilusorios que hacemos. Abandonamos la familia, padre, madre, parientes, y volvemos a 
crearnos otra familia que es mucho más segura, ante todo porque no muere. Los padres, 
las madres, los hermanos, y aun los hijos pueden morir antes que nosotros. Vuestra Orden 
no morirá antes que vosotros, a menos que la destruyáis vosotros mismos. Hacemos voto 
de pobreza; evidentemente no tenemos recursos personales, pero nos falta una cosa 
esencial: jamás debemos hacer frente a la inseguridad con que le toca vivir al proletariado. 
Porque el gran problema no es la falta de dinero, la falta de vestido; es la inseguridad 
radical en que uno puede encontrarse, ya que uno no sabe lo que va a suceder mañana. 
Podría citar numerosos rasgos de dicha vida contemplativa por los que a veces la busca 
más gente de la que nos imaginamos. Gente que comprende la contemplación, que 
frecuentemente vive de la contemplación, ora profundamente, escucha la voz del Dios vivo, 
sigue sus mandamientos, vive no sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de 
Dios, y sin embargo no llega a comprender por qué esos grupos humanos, esos 
especialistas no asumen la responsabilidad de su compromiso: unos se comprometen y 
otros pagan por ellos. 

3. El verdadero mensaje de la contemplación sobre Dios y sobre los hombres 
Me gustaría, finalmente, llamar vuestra atención sobre otro aspecto de este momento 
contemplativo: cuando hablamos de contemplación sentimos la tentación de pensar 
solamente en los monjes o en los contemplativos que pertenecen a religiones no cristianas. 
No nos damos cuenta suficientemente del grado de contemplación que existe en el mundo 
entre la gente que simplemente, al enfrentar la situación actual en que se plantean los 
problemas de base, no se contenta únicamente con observar cómo se desarrollan las 
cosas, con el fin de enfrentar estos problemas, sino que se plantea preguntas. Mirad a los 
jóvenes y a los adultos de hoy, aun los que pertenecen a la Iglesia: con qué atención, con 
qué profundidad, a veces con qué inteligencia brillante, con qué mirada, intentan 
comprender. Se plantean la cuestión de Dios, del hombre, del ser material que nos rodea. 
Algunas veces se vuelven hacia nosotros con la esperanza de obtener una respuesta que 
no sea un slogan, una respuesta que aporte la intensidad de una vida al problema ante el 
cual se encuentran; saben mirar, escuchar, saben abrirse paso en las situaciones en que 
somos elementos constitutivos pero lo que no pueden hacer es reunir todo eso en una 
gavilla, es tener la clave y la cifra que les permitiría leer la locura de la Economía de la 
salvación, la voluntad activa, profunda, completa del Dios vivo, totalmente comprometido en 
la historia del mundo. Todo eso podríamos haberlo hecho nosotros; pero ¿es ésta la 
contemplación a que nos dedicamos? Dios se revela sin cesar en el Antiguo y en el Nuevo 
Testamento; pero también sin cesar pueden golpearnos aspectos nuevos de dicha 
revelación. ¿Lo percibimos suficientemente? La experiencia rusa es instructiva. ¡Cuántos 
rusos, antes de la revolución, conocían al Dios de las catedrales, de las estructuras y de la 
«Iglesia establecida»! Cuando se encuentran desprovistos de todo y cuando solamente les 
quedó Dios en una desnudez total, cómo descubrieron lo que podríamos llamar el Dios de 
los bajos fondos, ese Dios que acepta una solidaridad total, ilimitada, una solidaridad 
entera y para siempre no sólo con aquellos que estaban desprovistos de todo, sino también 
con aquellos a los cuales habríamos rechazado, según las miras humanas, del Reino de 
Dios. 
¿Habíamos descubierto verdaderamente ese Dios vulnerable sin defensa, 
aparentemente vencido, y por ello detestable, ese Dios que no se avergüenza de nosotros, 
porque se ha hecho uno de nosotros, y del que no sentimos necesidad de tener vergüenza, 
porque es nuestro semejante en un acto increíble de solidaridad? Ciertamente hablamos de 
El, le predicamos y, a pesar de todo, tratamos de escapar de ese Dios para reintegrarlo en 
la grandeza humana de una fe estructurada y de una religión en armonía con las nociones 
de grandeza, de magnificencia, de belleza terrestre. Claro que cada cosa puede tener su 
lugar. Pero qué pena que dejemos escapar a ese Dios que así es tan comprensible para 
millones de personas para quienes nuestras catedrales y nuestras liturgias siguen siendo 
opacas. ¡Cuánta gente podría encontrar a su Dios si nosotros no se lo ocultáramos! Y no 
solamente los desprovistos de todo, los hambrientos y los despreciados de este mundo, 
sino también aquellos que nos parece han sido olvidados de Dios. ¿No comprendemos esa 
solidaridad increíble con aquel que ha perdido incluso a Dios, con aquel que está 
desprovisto de Dios cuando Cristo sobre la cruz dice: «Dios mío, Dios mío, por qué me has 
abandonado»? ¿Existe algún ateo en el mundo, existe alguien que haya podido valorar 
alguna vez esa pérdida de Dios, esa ausencia de Dios, que mata como en el caso del Hijo 
del hombre e Hijo de Dios sobre la cruz? No nos damos cuenta cuando decimos en el 
símbolo de ios apóstoles: «Descendió a los infiernos», que los infiernos no son el lugar de 
tormentos del Folklore cristiano, que los infiernos del Antiguo Testamento son el lugar 
donde Dios no está y que es allí donde ha ido para ser como sus hermanos en un acto de 
solidaridad que continúa al abandono de la cruz. ¿No pensamos que si mirásemos a Cristo 
y al mundo que nos rodea tendríamos un mensaje vibrante, un mensaje brillante para 
aportar sobre Dios y sobre el hombre, y también sobre todo el mundo creado en la situación 
de ciencia, de tecnología, en que estamos? ¿Tenemos una teología de la materia para 
oponerla al materialismo? Y, sin embargo, ¿qué derecho tenemos de no tener una teología 
de la materia, cuando decimos no solamente que el Hijo de Dios se ha hecho el Hijo del 
Hombres, es decir, que ha entrado en el corazón de la Historia? sino también que el Verbo 
se ha hecho carne, que Dios mismo se ha unido a la materialidad del mundo? ¿No tenemos 
en la Encarnación esa primera indicación, y en la Transfiguración una visión de lo que la 
materia puede llegar a ser cuando es penetrada de la presencia divina? ¿Acaso el 
Evangelio no nos dice que el cuerpo de Cristo, los vestidos de Cristo, lo que rodeaba a 
Cristo, resplandecían con la luz eterna? ¿Acaso no sabemos que en la Ascensión, Cristo, 
revestido de una carne humana, es decir, llevando consigo la materia de este mundo hasta 
en el corazón de la divinidad, ha llevado nuestro mundo creado a las profundidades del 
divino? Lo dicho solamente son indicaciones; ¿y no hay en ello con qué hacer una teología 
de la materia que pueda plantear estas cuestiones, intentar responder a ellas, que pueda 
tener exigencias en el plano de la industria y de la tecnología y modificar nuestra actividad 
mental con relación a lo que nosotros hacemos de este mundo? ¿No estamos llamados a 
ser a la vez los señores y los servidores? Debemos dominarlo, sí, pero en vistas a 
conducirlo a la plenitud de la existencia en Dios, y esta contemplación se continúa sin 
cesar. Ese es el problema del hombre, del técnico, el problema de la gente que exige de 
nosotros respuestas y recibe simplezas. Ahí podríamos unir la acción y la contemplación; es 
decir, esa visión profundizada, iluminada por la fe, plena del sentido de lo sagrado. 
Podríamos asociar la acción y la contemplación en todos los campos no simplemente en la 
acción privada, personal, sino también en la gran acción que ahora impulsa a toda la 
Humanidad. El hombre está ahora en el centro del problema. El hombre es un punto de 
reencuentro entre el creyente y el no creyente, porque si Marx tenía razón al decir que al 
proletariado no le importa Dios, porque su Dios es el hombre, nosotros también decimos 
que el Hombre es nuestro Dios, el Hombre Jesucristo, con todas las implicaciones de su 
encarnación y de su divinidad. 

A. BLOOM
ORACION Y CATEQUESIS
CELAM-CLAF. MAROVA. MADRID-1971 Págs. 77-90