ORACION

Dolores Aleixandre


Si queremos saber qué es oración y acudimos con nuestras preguntas a ese lugar de 
referencia fundamental para nuestra fe que es la Biblia, no encontraremos ninguna respuesta 
teórica. Es inútil buscar en ella alguna de esas definiciones que tanto complacen nuestra sabia 
racionalidad. Lo que en lugar de eso se nos ofrece es el testimonio vivo de hombres y mujeres 
que vivieron una experiencia de encuentro con Dios.

Porque lo único que, en definitiva, quiere comunicarnos es la historia de amor y desamor 
entre un Dios, buscador incansable de relación y de alianza, y un pueblo casi siempre 
endurecido, cerrado y huidizo.

Y lo que los creyentes celebramos con asombro es que, a pesar de esas tercas costumbres 
en las que todos nos reconocemos, Dios sigue cercándonos con paciente obstinación por ver si 
consigue rendir nuestras resistencias: «Mira, voy a seducirla, llevándomela al desierto y 
hablándole al corazón...» (/Os/02/16).

Es a través de una narración dramática a propósito de una mujer amada y deseada más 
allá de sus infidelidades donde, ayer Israel y hoy nosotros, vamos aprendiendo de una 
manera experiencial a lo largo de nuestra vida de creyentes que alguien está queriendo 
siempre llevarnos al desierto. Y que ese lugar teológico que la tradición cristiana ha 
asociado frecuentemente con la oración es un ámbito privilegiado para encontrarnos con 
Dios.

El que, como aquella mujer, sabe algo de desierto y de seducción y de escucha, va 
sabiendo algo de oración. Y empieza por reconocer que es algo que nace más allá de él 
mismo, que se es atraído y conducido a ella, y que es la palabra de otro, y no la propia, la 
que se oye en el silencio del corazón.

No es fácil trazar la línea divisoria entre fe y oración, y podríamos decir que la oración 
es una fe que toma conciencia de sí misma (P. Becker) y, por tanto, las «leyes» que 
rigen a la primera van a tener que ver también con la segunda, y a la inversa.

Y una de ellas, para la que existe una antigua palabra casi en desuso, la mistagogía, 
expresa nuestra necesidad de ser conducidos y acompañados en el camino de 
adentramiento en ese ámbito que trasciende lo ya conocido y en el que nos es permitido 
entrar en una relación con Dios como la de «un amigo que habla con su amigo» (Ex 
33,11).

Los discípulos debieron intuirlo y por eso pidieron un día a Jesús: «Señor, enséñanos a 
orar». La respuesta, una vez más, no enuncia una teoría, sino que remite a la praxis: 
«Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre...» (Lc 11,2).

Será también a través de los personajes de una parábola como les dirá lo que ocurre 
cuando se ora como un fariseo suficiente o como un publicano de espíritu abatido (Lc 
18,9-14). Y aquel publicano se convierte en un mistagogo, porque, gracias a él, 
generaciones de cristianos a lo largo de veinte siglos hemos aprendido dónde y cómo 
situarnos si andamos buscando el acceso orante al Dios de Jesús.

Pero si la oración tiene que ver, ante todo, con un encuentro, otros muchos personajes 
del evangelio pueden convertirse también en mistagogos (mistagogas en este caso, 
porque voy a referirme solamente a mujeres) que nos inicien en ese camino.

Los relatos que nos conservan la memoria de esas mujeres y de su relación con Jesús 
son como un mosaico en el que los evangelistas nos han dejado dibujado algo que 
podríamos llamar las condiciones de posibilidad de encontrarle y que, por tanto, 
condicionan también de una manera definitiva esa comunión con el Padre en el Espíritu del 
Señor Resucitado, a la que nos abrimos en la oración (1).

Y a ese «aprendiz de orante», que somos cada uno de nosotros, las mujeres del 
evangelio nos ofrecen un itinerario iniciático, como aquel catecumenado bautismal de la 
primitiva Iglesia que, junto con el bautismo, concluía con la entrega del Padrenuestro, la 
oración del Señor.

No van a enseñarnos nada sobre modos concretos de orar, porque eso pertenece a la 
identidad profunda de cada personalidad creyente. Lo que con ellas aprendemos es algo 
más universal que atañe a la raíz misma de la fe que se expresará luego en la oración.

Al contemplar de lejos el mosaico, podemos ir descubriendo una serie de elementos que 
están presentes en él y que, al acercarnos, podemos reconocer en las distintas figuras 
femeninas que lo componen.

No son fáciles de nombrar, por esa dificultad intrínseca del lenguaje para comunicar lo 
que ocurre en el ámbito de lo relacional, y por eso habrá que acudir a «constelaciones de 
términos», lo mismo que sólo por medio de varias teselas se llega a perfilar cada uno de los 
elementos y figuras del conjunto de un mosaico.

1. Partir de la realidad 
El punto de partida es siempre la realidad, el humus de lo cotidiano, con su opacidad y 
sus conflictos, con sus amenazas y contradicciones, con su brecha abierta también a una 
dimensión invisible pero presentida. No hay rastros de disociación entre un mundo que 
podría experimentarse como material y otro que sería el espiritual. No hay rechazo alguno 
ante la complejidad de lo real ni huida hacia un mundo ideal o esotérico, a salvo de la 
alteridad que cuestiona y condiciona.

Las mujeres que se acercan a Jesús llegan a él con la realidad de sus problemas pegada 
a sus talones, desde un mundo relacional y social del que son plenamente conscientes. 
Vienen en su busca desde su situación de seres considerados inferiores, indignas para lo 
sagrado, ignorantes y dependientes, origen de tentación y caída para otros, privadas del 
sentido de sí mismas. Se saben dentro de una sociedad que las excluye y las discrimina, 
traen con ellas el peso de un pasado turbio, la carga de una enfermedad que las encorva o 
las segrega como impuras, la herida de hijos perdidos o enfermos.

Nada de eso representa un obstáculo que las detiene, y del que intentan liberarse antes 
de entrar en contacto con Jesús. No son «almas purificadas» las que acuden a su 
encuentro, sino mujeres de carne y hueso, con su corporalidad doliente, su nombre en 
entredicho, su corazón abatido o desbordante de agradecimiento.

No vienen a Jesús por curiosidad o por costumbre, sino urgidas muchas veces por su 
sufrimiento o por el de otros a los que están referidas. Actúan lo mismo que las mujeres del 
Antiguo Testamento, que habían hecho de cualquier situación, tanto de tribulación como de 
gozo, ocasión de súplica o de himno:

- como Agar, la esclava de Sara, atravesando el cielo con su grito en medio del desierto 
en el que agonizaba de sed junto con su hijo y consiguiendo que su clamor llegara hasta el 
Dios de Abrahán (Gn 21,8-20); 

- como Miriam, la profetisa, hermana de Moisés, que cantaba y danzaba al borde del Mar 
Rojo (Ex 15,20-21); 

- como Débora, entonando un himno triunfal que celebraba la fuerza del Señor 
manifestada en la debilidad (Jc 5);

- como Ana, rebosante de dicha por haber visto alejarse de ella la afrenta de la esterilidad 
(1 Sm 2,1-10).

De ellas aprendemos que la realidad vivida, reconocida y concienciada, no será nunca 
impedimento ni obstáculo para la oración, sino más bien la escala que Jacob vio en su 
sueño y que, bien clavada en la tierra, permitía la comunicación con el mundo de lo divino 
(Gn 28,12).

Sabemos que la realidad tiende a ocultarse a sí misma y que nos ronda siempre la 
tentación de relativizarla y de esquivar sus aspectos más problemáticos.

«No se puede plantear la espiritualidad en un círculo puramente espiritual en el que se 
da un rodeo eficaz sobre la realidad humana. La ubicación en el mundo no es algo 
secundario y accidental: en ello nos va la capacidad de conocer y actuar correctamente» 
(2).

Es por tanto ahí, en el contacto con los aspectos más conflictivos y oscuros de la 
existencia, en lo que favorece o amenaza la vida humana, donde nos jugamos la primera 
condición de posibilidad de orar.

Orar no es huir de nuestros propios problemas ni desentendernos del mundo, sino 
«arrimarnos» a Dios llevando todo eso, sin negar toda su carga de multiplicidad y de 
discordancia.

«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso. Tomad 
sobre vosotros mi yugo..., porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,29-30).

Es cierto que la oración puede sosegarnos y tranquilizarnos, pero donde realmente 
podemos discernir su autenticidad es en la capacidad que nos va dando para, en expresión 
ya clásica, cargar con la realidad, hacernos cargo y encargarnos de ella.

2. Ensanchar los deseos 
ORA/DESEOS:Un segundo elemento que llama la atención es la presencia del deseo y 
la insatisfacción que se convierten para las mujeres de los relatos evangélicos en sed y en 
impulso acuciante de búsqueda.

Casi todas ellas se aproximan a Jesús desde carencias sentidas y apremiantes. No 
vienen protegidas por la ley que privilegiaba a los varones, ni las apoya ninguna institución 
como a los sacerdotes; no pueden enorgullecerse del prestigio intachable de los fariseos o 
de la influencia poderosa de los saduceos; no cuentan con la seguridad del saber ni del 
dinero, ni están movidas por oscuras ambiciones de dominio, como tantas veces veremos a 
los discípulos.

Su no pertenencia a instancias segurizantes las sitúa ante Jesús tan desvalidas como el 
publicano. No están en la clave farisea de practicar la ley, ni en la de hacer cosas para 
alcanzar la justificación, sino en la actitud de acoger y recibir el don, que es la disposición 
fundamental, según Jesús, para entrar en el reino (3).

Su desposesión las mantiene en un estado de itinerancia y de búsqueda que aleja de 
ellas el peligro de la instalación (4). Son las últimas en la escala social, y por eso Jesús las 
trata como a los que para él son los primeros. Están en las cunetas de los caminos 
marginales y allí son encontradas e invitadas al banquete de bodas del hijo del rey.

De ellas aprendemos que la oración nace de nuestra pobreza y se dispara, como una 
flecha, del arco tenso de nuestro deseo.

«Orar es un proceso en el cual nuestros deseos pertenecientes a la propia vida se hacen 
presentes, tal cual son (materiales, espirituales...), poniéndolos, tal cual son, en las manos 
de Dios, entregándolos a su voluntad, pero no negándolos» (5).

Lo que la ahoga, en cambio, es el engaño de una saciedad aparentemente satisfecha o 
la suficiencia que nos impide reconocer nuestra indigencia y nuestros límites.

«Dices: "Soy rico, me he enriquecido, nada me falta". Y no te das cuenta de que eres un 
desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo...» (Ap 3,17).

Tenemos la tendencia a culpar de nuestra «indolencia oracional» a los ritmos acelerados 
de vida en las grandes ciudades, al acoso de los medios de comunicación, a la obsesión 
consumista y viajera de nuestra cultura. Todo eso, pensamos, nos hace difícil encontrar 
tiempos y espacios sosegados para orar y puebla nuestro silencio de imágenes distractivas. 
Aunque eso sea verdad, lo que más hondamente nos incapacita para la oración es aquello 
que apaga y debilita nuestro deseo:

- El racionalismo, que prescinde del lado oscuro y latente de la realidad y que pretende 
explicarlo y dominarlo todo, olvidando que «hay algo en la vida humana insobornable ante 
cualquier ensueño de la razón: ese fondo último del humano vivir que se llaman las 
entrañas y que son la sede del padecer. Y sólo pasajeramente puede tenerse en suspenso 
a ese fondo último de la vida que es la esperanza. Esperanza, avidez, hambre. Y padecer» 
(6), 

- El psicologismo, como explicación última de todo, que sospecha de los deseos como 
escapatorias evasivas, les niega sistemáticamente un origen trascendente y nos instala en 
un nivel de positivismo hermético. Todo tiene una razón en el más acá de nuestra psyche, y 
el resto son proyecciones ilusorias. Y con eso nos negamos a la posibilidad de que nuestra 
libertad sea estirada más allá de nosotros mismos: «Somos raza de Abrahán y nunca 
hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo nos dices tú: os haréis libres?» (Jn 8,3).

- El narcisismo, que ciega la brecha de la alteridad y nos encierra en una cámara 
poblada de espejos desde la que la invocación se hace imposible:
«Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás hombres...» (Lc 18, 11).

- La costumbre del confort, convertida en necesidad absoluta, que nos invita a 
instalarnos en lo ya conseguido: «Tienes muchos bienes en reserva para muchos años. 
Descansa, come, bebe, banquetea...» (Lc 12,19).

- El activismo compulsivo, que nos hace creer que no necesitamos de nadie y que 
podemos solucionarlo todo con nuestro esfuerzo, con tal de que lleguemos a 
proponérnoslo. Pablo nos diría: «¡Gálatas insensatos! El que os otorga el Espíritu ¿lo hace 
porque observáis la ley o porque tenéis fe?» (Gál 3,1.5).

- La confusión de la tolerancia con el amor, que enfatiza los aspectos más segurizantes 
de la existencia, idealiza una tranquila mediocridad y niega al amor su inclinación hacia la 
desmesura, la exageración y la ausencia de cálculo: «¿A qué viene ese derroche de 
perfume?» (Mc 14,5).

El deseo, en cambio, nos arrastra fuera de la estrechez de nuestros. Iímites, 
hace de nuestro «yo» una estructura abierta y opera el milagro de convertirnos en criaturas 
referidas a Otro. Nos hace capaces, como a Abrahán y Sara, de abandonar la propia tierra 
y salir en busca de otra que sólo se nos concede como promesa. Nos invita a abandonar la 
cautiva saciedad de Egipto o la resignada instalación en Babilonia y a emprender un éxodo 
más allá de lo conocido (7).

Nuestra oración se sitúa en esa trayectoria y, en la medida en que nos vamos 
adentrando en ella, asistimos con asombro a la conversión del sentido de nuestro deseo. 
Porque descubrimos que es el deseo de Dios el que sale a nuestro encuentro, que es él 
quien nos busca y nos espera. Y que la oración, misteriosamente, es algo que le atañe a él 
más que a nosotros. «¿Por qué tendría que preocuparme?», decía Simone Weil, «lo mío es 
pensar en Dios; pensar en mí es asunto suyo» (8). Orar es creación de Otro más que 
nuestra. En ella, en expresión de un orante judío, «llegamos a sentir nuestra vida como su 
negocio» (9).

El deseo de Dios nos precede y nos desafía siempre a ensanchar nuevos espacios 
internos para acogerle, nos pro-voca y nos convoca más allá de esa frontera que no nos 
atrevíamos a atravesar.

Orar es decidirse a cruzar esa frontera y afrontar el peligro de aproximarnos a una 
presencia que invade, quema, inunda, persigue y alcanza.

Eso es «lo suyo». Lo nuestro es desear ardientemente que se abra la puerta sabiendo 
que lo que nos espera tras ella va a desbordarnos siempre con su misterio (10).

3. Insistir y permanecer 
El tercer elemento a subrayar en las mujeres del evangelio es el de la insistencia, la 
tensión enérgica con que muchas de ellas «pelean» su causa ante Jesús, la audacia con la 
que permanecen, se empeñan y resisten, sin desmayarse ni quebrarse en su 
«determinación deliberada» de aproximarse a él y conseguir lo que desean.

Parecen conscientes en cada momento de que al abordarle y tratar de comunicarse con 
él a través de sus gestos silenciosos, sus palabras, sus empujones, sus gritos o su 
atrevimiento, van a ser juzgadas y criticadas, van a provocar escándalo o impaciencia en la 
gente, en el estamento fariseo y hasta en los discípulos.

Nada de eso parece preocuparles ni reprimirlas. Su tenacidad, su decisión y su clamor 
rompen el silencio y el anonimato en que la costumbre las tiene confinadas. Su obstinación 
consigue sacarlas del «lugar normativo» que les estaba asignado e introducirlas en la 
proximidad de Jesús y en su «área de influencia».

De ellas aprendemos que la oración es también lucha, como la de Jacob con el ángel 
a orillas del Yaboc, que existe en ella un componente de decisión, de esfuerzo y de 
empeño, de paciencia y de trabajo, de eso que la tradición bíblica llama «clamor» o 
«gemidos» (Rom 8,27), y que alcanza siempre las entrañas de Dios (Ex 3,7) (11).

La oración cristiana está necesariamente «interferida» por las situaciones humanas de 
conflicto y de sufrimiento intolerable, por el grito de todos los quebrantados por el mal, de 
todos los empobrecidos y abandonados de la tierra. El orante va aprendiendo a mantenerse 
ante Dios como Moisés «en la brecha» (Sal 106,23), cargando con todo eso y sabiendo 
que de lo que se trata no es de despertar la atención o el interés de Dios por los que 
sufren, sino de dejarse contagiar por su solicitud hacia ellos y escuchar, una vez más, la 
pregunta que remueve nuestra indiferente frialdad: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) 
(12).

Insistir, permanecer, clamar, esperar. Son verbos edificados sobre la roca de una 
convicción que tiene mucho de paradoja: que a lo más gratuito hay también que disponerse 
y prepararse y de que a aquello que nos es regalado sin el concurso de nuestros méritos, lo 
atrae también la violencia de nuestra apasionada espera (13).

Aprender a orar es gracia, pero es también un proceso que va a requerir esfuerzo, 
disciplina, trabajo por unificar sus energías dispersas, aceptación de que las actitudes 
esenciales para la oración no nacen en ese momento y se abandonan después, sino que 
toman cuerpo en la red de las relaciones humanas (14).

Estamos también preparándonos a la oración cuando nos esforzamos por mantenernos 
fieles y fraternos, cuando estamos dispuestos a conceder a los otros tiempo y ocasión de 
cambio.

Porque no tenemos dos vidas ni dos estructuras internas, y el que lucha por permanecer 
en el amor a los hermanos aprende a encajar también los aspectos desérticos de la 
oración. Y al que se esfuerza por mantenerse en espera vigilante, como aquellos siervos 
que esperaban la llegada de su señor (cf. Lc 12,35), le será más fácil conjugar después 
esos cuatro verbos con los que Pablo caracteriza el verdadero amor: «disculpar», 
«confiar», «esperar», «soportar» (1 Cor 13,7).

ORA/QUE-ES:Si vamos cultivando, pacientemente, una atención descentrada de nuestro 
yo y dirigida hacia los demás, si va creciendo nuestra capacidad de apertura, de escucha y 
de respeto al misterio de los otros, iremos siendo más capaces de acoger a Dios, de dejarle 
entrar en nuestra vida sin condiciones y sin miedos, de permanecer ante él también cuando 
nos parece que está ausente. «Dios ha hecho que la oración tenga un gusto tal que 
acudimos a ella como a una danza y permanecemos en ella como en un combate», decía 
Nicolás de Flue. Aprender a orar es permanecer en ese combate, es aguantar como un 
centinela en la intemperie de la noche a que llegue la aurora. Es adentrarse sin miedo en la 
nube que oculta a la vez que revela una presencia que nunca puede ser dominada. Es 
mantenerse en medio del lago, aunque el viento sea contrario, hasta que, de madrugada, 
alguien deje ver su rostro y oír su palabra.

Se nos pide que no dejemos de remar trabajosamente mientras aguardamos, con tensa 
vigilancia, a que sea el viento del Espíritu quien despliegue al fin nuestras velas con el 
«¡Abba, Padre!» que susurra en nosotros

4. Hacerse «afines» 
Un cuarto aspecto podría ser. calificado como el «elemento afinidad». Al leer con 
detenimiento bastantes textos evangélicos en los que aparecen personajes femeninos, 
sorprende la facilidad con que llegan a coincidir con lo que el propio Jesús valora, 
comprende y desea, la intuición certera con la que consiguen situarse «en su órbita», en su 
proyecto, en el punto exacto que la ocasión requería.

La hemorroísa que se acerca a él segura de que su solo contacto va a curarla; la 
cananea que vence la resistencia del Maestro a dedicarse también al mundo de los no 
judíos; las madres que seguramente están detrás de ese grupo que presenta a los niños a 
Jesús; la pecadora que irrumpe en medio del banquete y unge llorando sus pies; María que 
en Betania abandona las tareas dispersas del servicio para sentarse a escucharle y que 
derramará más tarde un perfume de gran precio sobre su cabeza con un gesto profético de 
reconocimiento real y mesiánico; la viuda pobre que echó sencillamente en el cepillo del 
templo todo lo que necesitaba para vivir..., todas ellas despiertan en Jesús una fascinación 
apasionada que se manifiesta en sus palabras de admiración y en la rotundidad con que 
defiende su conducta.

Da la sensación de que existe una complicidad secreta entre él y esos personajes 
femeninos, como si ellas supieran, por una peculiar clarividencia, hasta dónde llegaba su 
capacidad de sanación y de perdón, como si poseyeran una connaturalidad con sus 
extraños caminos, con su desmesura en la entrega, con su insólita decisión de llegar hasta 
el final en el amor.

Y lo que resulta provocativo es que esa misteriosa afinidad no les viene dada por sus 
saberes ni por su hábito de «escudriñar las Escrituras» (una mujer en Israel no tenía más 
posibilidad de acceso a ellas que a través de las celosías del piso de arriba de la 
sinagoga...). Pero en ellas, como en el gremio de los nepioi, la gente sencilla que Jesús 
contrapone a los sabios y entendidos (Mt 11,25), se da esa cualidad que las hace vivir al 
acecho de la palabra, atentas al que la pronuncia, disponibles como la buena tierra a 
responder a ella y a ponerla en práctica.

ESCUCHA/MUJER:Podríamos decir que existen dos maneras de conocer: una más 
«captativa», que se consigue por la vista; y otra más desprendida, menos posesiva, que se 
realiza a través del oído y que no consiste sólo en «dejar hablar», sino en aceptar entrar en 
un nivel de diálogo, de reciprocidad y de comunicación.

Es este segundo modo el que parece ser el más habitual en las mujeres del evangelio: 
María de Nazaret, a quien Jesús declara dichosa por «escuchar la palabra de Dios y 
ponerla en práctica»; María de Betania, con su sabiduría de lo esencial frente a lo múltiple; 
María Magdalena, cuyos ojos confundían a Jesús con el jardinero, pero que, al oírle 
pronunciar su propio nombre, reencontró una identidad no adquirida con el propio esfuerzo, 
sino recibida de otro.

De ellas aprendemos que la oración tiene lugar en ese nivel de disponibilidad y de 
escucha que nos hace «sintonizar» con el talante de Jesús, con su obediencia filial y su 
disposición radical a amar y a dar la vida. Y que para eso cuenta poco la acumulación de 
saberes o las doctrinas sutiles e improductivas. Cuentan poco el pensamiento discursivo y 
la reflexión, el análisis y la excesiva intelectualización. Teresa de Jesús nos lo ha dejado 
magistralmente dicho:PENSAR-AMAR/TEREJ:·TEREJ:

«Algunos he topado que les parece está todo el negocio en el pensamiento, y si éste 
pueden tener mucho en Dios, aunque sea haciéndose gran fuerza, luego les parece que 
son espirituales (...). Querría dar a entender que el alma no es el pensamiento, ni la 
voluntad es mandada por él, que tendría harta mala ventura; por donde el aprovechamiento 
del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho (Fund., 5, 2-3).

«No os pido ahora que penséis en él, ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis 
grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento; no os pido más de que le 
miréis» (Camino de perfección, 26, 3).

«Los conceptos crean ídolos de Dios. Sólo el sobrecogimiento presiente algo», había 
dicho ·GREGORIO-NISENO-SAN.

Entra en contacto con Dios no quien cree saber mucho sobre él, sino quien intenta 
practicar la justicia, amar con ternura y caminar humildemente con él (cf. /Mi/06/08).

Al final de la vida, no se nos va a preguntar por nuestros saberes, ni siquiera por nuestra 
oración: se nos va a preguntar sobre el amor, que es lo que nos hace afines con el Hijo. Y 
la mejor manera de conseguirlo es instalarnos en la humilde pobreza de la primera 
bienaventuranza y en una confiada esperanza. Porque ni nuestra debilidad ni nuestra 
impotencia para amar de verdad son obstáculo para que el Espíritu vaya trabajando esa 
afinidad en nosotros.

5. Entrar en lo escondido 
Una quinta característica sería la de la interioridad y el secreto, que pertenecen a la 
insistencia más genuina de Jesús en su enseñanza sobre la oración:

«Cuando quieras rezar, métete en tu cuarto, echa la llave y rézale a tu Padre que está en 
lo escondido. Y tu Padre que ve lo escondido, te recompensará» (Mt 6,6).

El evangelio de Lucas nos desvela con un participio precioso lo que ocurría «en lo 
escondido» de la madre de Jesús: «María guardaba todas estas cosas meditándolas 
(symballousa) en su corazón» (/Lc/02/19). El verbo griego, intraducible, insinúa una 
actividad cordial de ida y venida de dentro a fuera y de fuera a dentro, una confrontación 
entre la interioridad y el acontecimiento, una labor callada de reunir lo disperso, de tejer 
juntas la palabra y la vida.

También en las escenas evangélicas en que hay mujeres en relación con Jesús se diría 
que muchas de ellas entran en ese «cuarto secreto» del que habla Mateo, en el que no 
parece contar más que la presencia del Maestro.

La acogida de Jesús, su «empatía» hacia ellas, abre una puerta que les permite entrar en 
una esfera privilegiada de intimidad de la que parecen excluidos los demás que asisten a la 
escena: mucho antes de que en el relato de la adúltera los judíos se alejen escabulléndose, 
podría decirse que ya están solos Jesús y la mujer, en un diálogo secreto de perdón y de 
reconstrucción personal. Sólo él tiene acceso admirado al gesto imperceptible de la viuda 
que echa todo lo que tiene en el cepillo del templo, como sólo él había adivinado la 
humillación de aquella hija de Abrahán impedida para mirar de frente.

En medio del alboroto y de los empujones de la gente, y casi al margen de ellos, se 
establece una corriente secreta de comunicación entre la confianza absoluta de la mujer 
que tenía un flujo de sangre y la compasión sanadora de Jesús.

La samaritana ve desvelado su pasado oscuro ante el hombre que la esperaba en el 
pozo y, al sentirse bajo una mirada que no la juzga ni la culpabiliza, es capaz de volver a los 
suyos invitándoles a entrar también en relación con alguien que «me ha adivinado todo lo 
que he hecho» (Jn 4,29).

Pero no es sólo él quien tiene acceso al secreto de esos personajes femeninos: también 
ellas se adentran intuitivamente en el misterio del mundo interior del Maestro. Ante un 
Jesús itinerante, que llega a Betania con la muerte acechándole en la cercana Jerusalén, 
María intuye que, más que una multiplicidad de atenciones, lo que necesita es conversar, 
desahogar su corazón, encontrar alguien que le escuche silenciosamente.

Entre todos los comensales de aquella cena en casa de Simón el leproso, la mujer que 
derrama el perfume sobre su cabeza es la única que parece entender el rumbo que va a 
tomar su vida y la que se adelanta a interpretar su significado.

Antes de que las mujeres fueran a anunciar a los discípulos en la mañana de pascua que 
el Señor vivía, el encuentro con él había grabado la buena noticia, como un sello, sobre su 
corazón (Cant 8,6).

De ellas aprendemos a recordar que la oración es, antes que nada, encuentro 
interpersonal, diálogo de secreta amistad con quien sabemos nos ama.

Israel vivió la experiencia de un Dios que quería hacer alianza con él, y Jesús nos ha 
invitado a no ser sólo siervos, sino amigos.

Somos nosotros los que no nos atrevemos a creer hasta dónde llega el deseo de Dios de 
introducirnos en su intimidad. Y eso que cuando entramos en lo más hondo de nosotros 
mismos, nos damos cuenta de que la nuestra es una interioridad habitada y que tenemos 
franqueado el camino para participar de la relación del Hijo con el Padre en el Espíritu.

Por eso estamos invitados a redescubrir los caminos que conducen a nuestro corazón, 
sin que nos paralice la sospecha de intimismo. La oración necesita «verificación», pero no 
«justificación», porque todo lo que tiene que ver con el amor pertenece al orden de la 
gratuidad.

Ha sido Jesús mismo quien nos ha remitido a ese lugar secreto de nuestro ser para 
encontrarnos allí con el Padre, y sólo en él podemos renacer a la fraternidad solidaria que 
es, en último término, la «vocación» de la oración.

En medio de la dispersión de una civilización de lo efímero, los creyentes nos sentimos 
llamados a cuidar lo esencial, a inclinarnos por lo que es verdaderamente fecundo más allá 
de las apariencias de lo espectacular, a elegir la cordialidad en medio de una cultura 
racionalizada, a preferir la sabiduría a la multiplicidad de conocimientos, a cuidar el corazón, 
porque en él, como nos recuerda el proverbio, «están las fuentes de la vida» (Prov 4,23) 
(15).

6. Dejarse alcanzar 
Finalmente, un sexto elemento consistiría en algo que podríamos calificar como una 
actitud de consentimiento a la novedad que surge de la relación con Jesús, una 
aceptación de que cuando su amor da alcance a alguien, nunca le deja como estaba, sino 
que transforma su vida, le «afecta» en el mundo de sus opciones, criterios y preferencias, 
le traslada a ese «otro orden» que es el «reino», y al que sólo se accede cuando se hace la 
experiencia de la gracia.

Ocurre como en aquella narración de Marcos llena de códigos secretos:

«La suegra de Pedro estaba en cama con fiebre, y al punto le hablan de ella. Se acercó 
y, asiéndola de la mano, la levantó. La fiebre la dejó, y ella se puso a servirles» 
(/Mc/01/30-31).

Solos no podemos salir de ese «nivel yacente» en el que vivimos instalados, ni 
conseguimos ahuyentar las fiebres que nos enferman. Por eso el gesto silencioso de Jesús 
en aquel atardecer de Cafarnaún en el inicio de su vida pública tiene un significado 
programático porque toda su existencia va a consistir en eso, en «alcanzar» y coger de la 
mano a una humanidad vencida para ponerla en pie y darle vida en abundancia.

Experimentar que se ha pasado del dominio de la muerte al de la vida gracias a una 
acción gratuita provoca un deslumbramiento agradecido, como el que tuvieron ante Jesús 
aquellas «que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades» (Lc 8,2) y que le 
seguían desde Galilea, fieles a él también en la subida a Jerusalén y en la hora de la cruz.

El encuentro con aquel a quien acompañaban había transformado para ellas la 
significación de las cosas, había revolucionado los valores y las situaciones que parecían 
más inmutables, las barreras aparentemente más insalvables.

A otras muchas, el contacto con la persona de Jesús las arrastró también hacia una 
pascua, provocó en ellas un paso de la oscuridad de su existencia rota a la luz de una 
situación nueva: la adúltera era introducida en la libertad de un futuro en el que ya no 
pesaban sobre ella ni el juicio ni la culpa; la samaritana iba entrando, imperceptiblemente, 
en otra sed más honda que la arrancaba de su trivialidad; María, la hermana de Marta, 
dejaba de ser sólo sierva y accedía a la intimidad de las confidencias que se hacen a los 
amigos; aquella mujer retenida durante dieciocho años con la espalda encorvada y mirando 
al suelo, volvía a poder mirar de frente.

Todo cobraba una significación nueva y un nuevo nombre, como el primer día de la 
creación: si unas dejaban atrás por seguirle el cuidado de las conveniencias, la inquietud 
por lo desconocido, el temor a perder reputación, honra o sosiego, era porque todo eso 
había dejado de ser valioso para ellas en comparación con el tesoro que acababan de 
encontrar. Si otras derrochaban para él sus perfumes, indiferentes a la hostilidad que 
despertaba su gesto, no hacían más que cambiar perlas insignificantes por la otra más 
preciosa de la aprobación de Jesús.

De ellas aprendemos que la oración tiene consecuencias y que las preguntas sobre 
su autenticidad tenemos que hacérnoslas más allá del ámbito de la pura interioridad.

Reconoceremos sus frutos si nuestra vida se va haciendo cada vez más «manejable» 
para el Espíritu, si nos dejamos «bautizar» y sumergir con una familiaridad creciente en ese 
universo de nuevas significaciones, valores y «comportamientos contraculturales» que es el 
evangelio de Jesús.

ORA/RIESGO:El que ora tiene que estar abierto a una cierta en-ajenación, porque el 
amor desplaza nuestro centro de gravedad (16) y nos introduce en una tierra desconocida 
en la que nuestros mapas, planos y previsiones resultan ya inservibles. Decíamos más 
arriba que vamos a orar con todo lo que somos, con ese equipaje de imágenes, 
sentimientos, preocupaciones, criterios y relaciones que constituyen nuestra vida y nuestra 
historia, con todas nuestras heridas, esperanzas y miedos. Pero tenemos que ser 
conscientes también de que, al atravesar el umbral de la oración, todo eso queda «en 
estado de riesgo», porque, como Moisés, nos acercamos a la zarza ardiente de una 
presencia que puede abrasarnos con su fuego.

Y lo que parece que Dios va buscando de nosotros, por encima de todo, es que ese 
riesgo no nos provoque miedo ni encogimiento, sino esa audacia tranquila con la que se 
fían los niños. Una audacia en la que, misteriosamente, no se pierde el «temor de Dios», la 
adoración y el deslumbramiento sobrecogido del que presiente que le está rozando un amor 
que le sobrepasa.

El que está dispuesto a dejarse alcanzar por ese amor, llega a saber experiencialmente 
(«expertus potest credere», canta un antiguo himno de la Iglesia) hasta dónde es posible 
llegar en la despreocupación por el propio destino cuando se le reconoce en buenas 
manos.

La oración tiene algo de éxodo y de éx-tasis (17), y cuando nos ponemos en ese 
camino y nos atrevemos a abandonar ante Dios toda nuestra existencia y a salir al 
encuentro de los otros, nuestro modo de contactar con la realidad se reorienta y se apoya 
sobre nuevos quicios. Nuestra identidad «alcanzada» queda también alterada y 
«re-fundada» en otro que nos hace posible mirar, oír, sentir y tocar la realidad desde una 
sensibilidad nueva.

Como la que expresa el Magnificat de María que mira el «abajo», «fuera», «lejos», 
«menos» de nuestra historia y canta: «arriba», «dentro», «cerca», «más»..., inaugurando 
con esa revolución de los adverbios lo que llamamos «mirada contemplativa», y que no es 
más que ver la vida desde la mirada de Dios.

También a Jesús se le contagia del Padre esa manera de mirar el mundo, y se llena de 
júbilo porque no son los sabios y entendidos, sino los pequeños, los que poseen el 
privilegio de conocerle.

Y el Dios de la transfiguración se le revelará de una manera definitiva cuando se refugie 
en Getsemaní con la angustia atroz del miedo a la muerte y hunda en la oración su deseo 
acuciante de escapar de ella. Jesús se aferra a la confianza de que en el seno oscuro de 
aquella tierra se escondía la capacidad de hacer florecer de nuevo en él la 
incondicionalidad de su obediencia de Hijo.

Al salir de la oración, todo había cambiado para él de nombre y de sentido: el deseo de 
huir se había transformado en el de permanecer fiel, morir se llamaba ahora dar la vida, 
y ya le era posible beber hasta el final un cáliz que venía de la mano del Padre.

La oración es la puerta estrecha que tenemos que atravesar si estamos dispuestos a 
este cambio de perspectiva que desborda nuestras posibilidades y nuestros hábitos de 
aferramiento a lo conocido y a lo acostumbrado. Nos cuesta dejar atrás lo que creíamos 
poseer tranquilamente de una manera definitiva, y si tememos inconfesadamente la oración, 
es porque presentimos que puede des-colocarnos y des-concertarnos fuera de la parcela 
cerrada y apacible de las ideas que nos dan seguridad.

«El Señor es mi Pastor, nada me falta. Me conduce hacia fuentes tranquilas...» 
(/Sal/023/01). Así expresaba su «experiencia alternativa de seguridad» un orante que supo 
lo que significaba dejarse conducir por un Dios del que, si algo sabemos, es que puede 
cuidarnos mejor de lo que nosotros mismos podríamos hacerlo (18), y que va a conducirnos 
y a enviarnos, irremisiblemente, en la dirección de su pasión por el mundo: «Ve y di a mis 
hermanos...» (Jn 20,17).

A lo largo de esta reflexión, nos hemos dejado guiar por una mistagogía femenina. Las 
mujeres bíblicas y la tradición cristiana, tejida pacientemente a lo largo de los siglos por 
tantos orantes, nos han señalado seis elementos básicos para tener en cuenta a la hora 
de ponernos a orar. Y seis es un número que en las claves bíblicas significa algo abierto, 
no terminado, es un proceso dinámico que nos estira hacia delante, hacia un acabamiento 
(una teleiosis, decían los cristianos de lengua griega) en una triple dirección:

- la de una activa receptividad, que cambia nuestra «forma convexa» en esa otra «forma 
cóncava» que es la única capaz de acoger y recibir y ser fecundada (19); 

- la de la compasión, que nos hace contactar con la realidad desde la mirada y las 
entrañas de Dios;

- la del servicio, porque si la oración nos ha adentrado en la relación con aquel que «se 
despojó de su categoría de Dios, haciéndose como uno de tantos y tomando la condición 
de siervo» (Flp 3,7), sólo poniéndonos a su lado, a los pies de nuestros hermanos más 
débiles, podemos llegar a «tener parte con él» (Jn 13,8).

Pero receptividad, compasión, servicio, ¿no son los roles y estereotipos del 
comportamiento femenino que han relegado siempre a las mujeres a los márgenes de la 
exclusión? 

La parábola de la mujer que perdió la moneda (/Lc/15/08-10) nos abre un camino de 
respuesta: ser receptivo, compasivo y servicial es algo precioso en sí mismo porque «tiene 
el evangelio de su parte». Y, sin embargo, son valores que pueden deteriorarse o perderse 
si se los adjudica a un solo grupo (en este caso a las mujeres) y se los deforma 
calificándolos de pasividad, sensiblería y sometimiento.

La realidad es que nunca somos más activos y dinámicos que cuando emprendemos la 
aventura de la receptividad, que es el nombre que recibe el amor cuando decide responder 
a otro Amor mayor que le reclama consentimiento y acogida.

Nunca somos más lúcidos y más fuertes que cuando miramos el mundo, no desde el 
análisis frío o el deseo de dominio, sino desde la compasión, que es el nombre que toma el 
amor cuando aprende a latir al ritmo del corazón de Dios.

Nunca alcanzamos más libertad y más eficacia que cuando nos arriesgamos a perder 
nuestra vida en el servicio, que es el nombre que toma el amor cuando busca la 
identificación con los caminos de fecundidad que recorrió aquél a quien se ama.

Aquella mujer buscó afanosamente su moneda: era consciente de que no había sido 
acuñada especialmente para ella, pero la sabía valiosa y quizá le hablaba de alianza 
porque guardaba el recuerdo de la dote de su matrimonio.

Como ella, todos nosotros, mujeres y hombres, estamos llamados a buscar la moneda 
perdida de esas actitudes con la luz que nos enciende la oración.


Y estamos también invitados a reunir a «amigos y vecinos» para compartir con ellos la 
alegría de nuestro hallazgo y, sobre todo, el asombro agradecido de haber sido buscados y 
encontrados por Dios.

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N O T A S
1. Para evitar una acumulación de citas a lo largo del texto, recomendaría una lectura inicial que familiarice con 
los siguientes personaJes:

- la suegra de Pedro (Mc 1,30-31) 
- la hemorroísa (Mt. 9,18-22) 
- la cananea (Mt 15,21-28) 
- la pecadora de Lucas (Lc 7,36-50) 
- las mujeres que acompañaban a Jesús (Lc 8,1-3) 
- Marta y María (Lc 10,38-42) 
- la viuda pobre que echó dos monedas (Lc 21) 
- la mujer encorvada (Lc 13,10-17) 
- la samaritana Un (Jn 4,1-42) 
- la mujer adúltera (Jn 8,1-11) 
- los relatos de unciones en Betania (Mt 26,6-13; Mc 14,3-9; 
Jn 12,1-8) 
- María Magdalena junto al sepulcro (Jn 20,1-18).

2. J Sobrino, Espiritualidad de Jesús y espiritualidad de la liberación: Cuadernos de Noticias Obreras 9 (sept. 
1985) 5. 

3. El rechazo que sentimos las mujeres a ser consideradas como «eternas niñas» e incapaces como ellos de 
tomar responsabilidades y decisiones por nosotras mismas no tiene por qué llegar incluso a la exigencia de 
«hacerse como niños», a la que nos llama el evangelio (Mt 18,1). Porque esa recomendación toma en la 
enseñanza de Jesús el lugar que ocupa la metanoia en la tradición judía: nada menos que la exigencia de la 
conversión adulta.
El buen judío en Israel es un varón adulto, libre de enfermedades y conocedor y cumplidor de la ley. Su 
tendencia constante es a cumplir todos y cada uno de los mandamientos, y esa actitud irreprochable le hace 
creer que se basta a sí mismo. Los niños, junto con las mujeres, los enfermos, los extranjeros y los 
pecadores, al estar al margen de la ley o desconocerla, carecen de todo derecho a la adquisición de méritos. 
Se les reconoce por su inseguridad radical, material o ética.
Para Jesús son precisamente ellos los que están capacitados para acoger el reino desde una humildad 
fundamental y un movimiento de total abandono. En el evangelio, ser pobre, hacerse como un niño y vigilar 
designan los componentes de un mismo comportamiento.
Las mujeres cristianas no podemos olvidarlo si reconocemos al evangelio como la instancia definitiva de 
nuestra vida.

4. Cf. F. Quéré, Les femmes de l'Evangile. París 1982, 176.

5. A. Tornos, La oración bajo sospecha: Una reflexión desde la idea de identidad cristiana: Iglesia Viva 152 
(1991) 135.

6. M. Zambrano, El hombre y lo divino. México 1955, 197.

7. «El deseo es toda la riqueza de la vida contemplativa; en él nos acercamos a Dios, pregustamos su posesión 
y dejamos atrás todo lo que no es él. El deseo es más que las realizaciones pequeñas y mezquinas muchas 
veces, es la luz que ilumina lo gris y lo oscuro de la cotidianidad e incluso del pecado. Y este deseo se 
traduce en todas las actividades de la vida contemplativa, está presente en todo y le confiere un secreto y 
misterioso resplandor que hace de ella una aventura apasionante y una luz que brilla en la noche del exilio.

Cuando tú me hablas, de toda aurora 
salen calladas siguen tu brújula 
naves cargadas saben el Norte 
del puerto; mientras en el puerto 
nadie canta la despedida, se afianza 
ignoran la carga: la muerte 
tesoro de luz de mis días» 
crecido en grutas albas (Cristina Kaufmann, c. d.)

8. Attente de Dieu. París 1950, 50.

9. A. Heschel, Man's Quest for God. Nueva York 1954, 13.

10. «Abrenos la puerta, y veremos el huerto, 
beberemos el agua fresca donde la luna 
ha dejado su huella...
Arde el largo camino, nos vence la sed 
erramos sin saberlo y no hallamos sosiego; 
¡déjanos ver las flores! 
Estamos ante la puerta, esperando y sufriendo, 
dispuestos a derribarla a golpes; 
extenuados, esperamos y miramos en vano 
la puerta cerrada, inexpugnable...
¿De qué nos sirve desear? 
Más vale irse y abandonar la esperanza.
Al abrirse la puerta, 
dejó pasar tanto silencio 
que no vimos el huerto, 
ni las flores.
Sólo el espacio inmenso donde reina el vacío.
Y una luz que lavó nuestros ojos, 
ciegos por el polvo, 
e inundó nuestro corazón...».

(Traducción libre de un poema de S. Weil, Pensamientos desordenados acerca del amor a Dios. Buenos Aires 1964).

11. «La esencia de la oración es el acto de Dios que está trabajando en nosotros y eleva todo nuestro ser a él. 
El modo como sucede es llamado por Pablo «gemidos». Gemido es una expresión de flaqueza de nuestra 
existencia creatural. Sólo en términos de gemidos sin palabras podemos acercarnos a Dios, e incluso estos 
suspiros son su obra en nosotros» (P. Tillich, The paradox of prayer, en The New Being (1956). SCM, 
Londres 1964, 135-138, citado por A. Torres Queiruga, Más allá de la oración de petición: Iglesia Viva 152 
[1991] 166).
«El clamor del pueblo es la expresión más común de la oración de los israelitas. La oración no es una simple 
reflexión sapiencial, ni mucho menos un entusiasmo irracional, sino un clamor personal y colectivo, 
angustioso y confiado, que sube al cielo y es escuchado siempre por Yahvé. No basta orar al ritmo de 
nuestra respiración personal, sino que es preciso que nuestra oración exprese el ritmo de toda la humanidad 
que suspira y gime de dolor. No basta tomar conciencia de nuestro cuerpo, sino que es necesario sentirnos 
en un mismo cuerpo con toda la humanidad» (V. Codina, Aprender a orar desde los pobres, en Espiritualidad 
de la liberación: Cuadernos de Noticias Obreras 9 [septiembre 1985]).

12. Recomiendo vivamente la lectura del espléndido artículo de A. Torres Queiruga, Más allá de la oración de petición: Iglesia Viva 152 (1991) 157 193.

13. Sobre este Dios que se retrasa escribía Hadewich de Amberes, una mística del siglo Xlll: «El amor paga 
integralmente sus deudas, aun cuando llega tarde, lo que sucede a menudo» (Carta 11).

Gracia/Esfuerzo

14 «La oración es gracia, como es gracia la palabra que esparce el sembrador. Pero ha sido necesario preparar 
el campo, limpiarlo de piedras, zarzas y espinas, procurando a la simiente el grosor de la tierra que necesita. 
También el progreso en la oración es gracia, como lo es que la simiente se desarrolle en la tierra, crezca y 
llegue a la madurez; pero ha sido necesario el sol, la tierra, el aire y el agua, junto con la paciencia 
esperanzada del amo del campo» (M. Estradé, Infraestructura de la oración: Yermo 18 [1980] 42).

15. «El camino hacia dentro no es un paseo en el que uno se emborracha en los propios sentimientos; es una 
forma de experiencia de sí que fuerza nuestra situación física y espiritual habitual a abrirse de modo que 
vuelva a ser posible la experiencia "que antes llamaban alma"» (D. Solle, Viaje de ida. Santander 1977, 87).

16 «Ser hombre es estar fijo, es pesar, pesar sobre algo. El amor consigue no una disminución, sino una 
desaparición de esa gravedad que se traslada a la persona amada (...). Vivir fuera de sí, por estar más allá 
de sí mismo. Es el futuro inimaginable, el inalcanzable futuro de esa promesa de vida verdadera que el amor 
insinúa en quien lo siente. Lo que no conocemos y nos llama a conocer. Ese fuego que alienta en el secreto 
de toda vida. Lo más escondido del abismo de la divinidad; lo inaccesible que desciende a toda hora» (M. 
Zambrano, o. c., 276).

17 «Estamos predestinados al éxtasis, decía Madeleine Delbrel, llamados a salir de nuestros pequeños cálculos 
para entrar, hora tras hora, en el proyecto de Dios» (La joie de croire. París 1968, 83).

18. Unas palabras de ·Stein-Edith ilustran magistralmente esta idea:
«Hay un estado de descanso en Dios, de total suspensión de toda actividad del espíritu, en el que no se 
pueden concebir planes, ni tomar decisiones, ni aun llevar nada a cabo, sino que haciendo del porvenir 
asunto de la voluntad divina, se abandona uno enteramente a su destino.
He experimentado este estado hace poco, como consecuencia de una experiencia que, sobrepasando 
todas mis fuerzas, consumió totalmente mis energías espirituales y me sustrajo a toda posibilidad de acción. 
No es la detención de la actividad, consecuente a la falta de impulso vital. El descanso en Dios es algo 
completamente nuevo e irreductible. Antes era el silencio de la muerte. Ahora es un sentimiento de íntima 
seguridad, de liberación de todo lo que la acción entraña de doloroso, de obligación y de responsabilidad.
Cuando me abandono a este sentimiento, me invade una vida nueva que, poco a poco, comienza a 
colmarme y que, sin ninguna presión por parte de mi voluntad, va a impulsarme hacia nuevas realizaciones. 
Este aflujo vital me parece ascender de una actividad y de una fuerza que no me pertenecen, pero que llegan 
a hacerse activas en mí. La única suposición previa necesaria para un tal renacimiento espiritual parece ser 
esta capacidad pasiva de recepción que está en el fondo de la estructura de la persona» (Anales Husserl, 
1992, V, 76).

19 GRATUIDAD/VCR  «El más genuino y definitivo programa de vida es abrirse a Dios, 
acoger su empuje, dejarse trabajar por la fuerza salvadora de su gracia. No "conquistarle", sino dejarse 
conquistar por él; no "convencerle", sino dejarse convencer; no ·rogarle", sino dejarnos rogar. ¿No va por ahí 
la misteriosa y fascinante sugerencia de aquella frase del Apocalipsis: "Mira que estoy a la puerta llamando: 
si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos?"» (Ap 3,20) (A. Torres Queiruga, d. C., 1 
65).

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Bibliografía 
Como la bibliografía referente a oración es fácilmente accesible (las más recientes y 
completas pueden encontrarse en Orar en el mundo actual. Monográfico de Iglesia Viva 
(1991) 152 y en el Boletín Bibliográfico Confer 75 (1992), prefiero sugerir aquí solamente 
libros o artículos escritos por mujeres de este siglo, que pongan en contacto con el 
pensamiento femenino sobre espiritualidad (no incluyo la bibliografía sobre teología).

Delbrel, M., Nosotros, gente de la calle. Barcelona 1971.
Goricheva, T., La fuerza de la locura cristiana. Barcelona 1987.
- Hijas de Job. Barcelona 1989.
- La incesante búsqueda de felicidad. Barcelona 1990.
Hueck, C. de, Evangelio sin componendas. Madrid 1982.
- Pustinia: espiritualidad rusa para occidente. Madrid 1980.
Solle, D., Viaje de ida. Experiencia religiosa e identidad humana.
Santander 1977.
Stein, E., Los caminos del silencio interior. Madrid 1988, 
en Obras completas, I.
- La ciencia de la cruz. Estudio sobre san Juan de la Cruz. 
San Sebastián 1959.
Weil, S., La gravedad y la gracia. Buenos Aires 1953.
- Pensamientos desordenados acerca del amor a Dios. Buenos Aires 1954.
- Raíces del existir. Buenos Aires 1954.
- Espera de Dios. Buenos Aires 1954.
Zambrano, M., Senderos. Barcelona 1986.
- El hombre y lo divino. México 1987.
- Hacia un saber sobre el alma. México.

A estos nombres hay que añadir, en el ámbito español y latinoamericano, los de Ana Mª 
Schlutter, Cristina Kaufmann, Mercedes Navarro, Clara Mª Bingemer, etc.
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DOLORES ALEIXANDRE
10 MUJERES ESCRIBEN TEOLOGIA
EVD.NAVARRA 1993.Págs. 233-258

Dolores Aleixandre Parra 
Licenciada en filología bíblica trilingüe por la U. Complutense de Madrid y licenciada en 
teología por la U. P. de Comillas, es profesora de Sagrada Escritura (AT) y griego en dicha 
universidad, y dirige Ejercicios espirituales ignacianos. Pertenece a la Congregación de 
R.R. del Sagrado Corazón.