Sección segunda

SENTIMIENTOS Y MOTIVOS

 

El análisis de la prudencia y de la conciencia nos ha mostrado ya claramente la gran importancia de la acción como penetración en el mundo visible, precisamente porque el reino de Dios es también una realidad visible. Pero sería desconocer la naturaleza del reino de Dios y de la moralidad cristiana, si no fijáramos nuestra mirada más que en la acción moral y en la realización del reino de Dios mediante la actividad exterior : sería una concepción errónea y de funestas consecuencias. El reino de Dios, "reino de gracia y de amor", reclama por encima de todo nuestro corazón. Quiere ser "levadura" que domine y transforme todos los movimientos de nuestro corazón, convirtiéndose así para nosotros en fuerza capaz de transformar nuestra actividad y el mundo.

Las fuerzas fundamentales y decisivas del reino de Dios, la fe, la esperanza y la caridad, exigen por su más íntima esencia la confesión exterior : piden que exteriormente, con nuestras obras y con la estructuración de nuestra vida, demos testimonio de su presencia en el alma y de su eficacia como fuerzas nuevas de un mundo nuevo. Pero, también por su íntima esencia y su radicación, la fe, la esperanza y la caridad son ante todo sentimientos del corazón. Son respuesta del corazón humano a los "pensamientos del corazón de Dios", abierto a nosotros en Cristo.

La reflexión sobre los móviles últimos del corazón humano es en todo tiempo de necesidad y gran provecho para las relaciones del hombre con Dios. Porque en la misma naturaleza del hombre, como nos enseña la experiencia histórica, se encierra el peligro de que la vida religiosa se deje dominar por la pura exterioridad: acciones externas, cumplimiento de prácticas. Los agudos reproches de Jesús a los fariseos siguen siendo en todos los tiempos de plena actualidad para los cristianos.

I. Los sentimientos son los "pensamientos del corazón".

II. Dios mira al corazón.

III. Cristo pone al descubierto los pensamientos del corazón.

IV. La buena nueva de Cristo hace posible y exige la conversión del corazón.

V. La autenticidad y nobleza de los sentimientos se muestran también en la recta correspondencia entre intención, responsabilidad y resultado.

VI. La pureza y cultivo de nuestros sentimientos han de ir asociados con el recto orden de los motivos principales de nuestras acciones.

VII. Los sentimientos y los motivos cobran su mayor eficacia de su conexión con el motivo dominante.

VIII. Para que los sentimientos de nuestro corazón y el motivo dominante animen eficazmente nuestras acciones, es necesario renovar con frecuencia la recta intención.

IX. Esta "doctrina sobre el corazón del hombre" nos muestra la diferencia entre educación y adiestramiento.
 

I. NATURALEZA E IMPORTANCIA DE LOS SENTIMIENTOS

De acuerdo con la Sagrada Escritura, hemos designado a la conciencia y a su estado más íntimo como el "corazón del hombre". Pero, para la Sagrada Escritura, con el término "corazón" se comprenden además la postura general del hombre ante la vida y todo el mundo complejo de lo sentimental. De hecho, todos estos factores contribuyen a poner de manifiesto el estado interior de la conciencia, y la intachabilidad de ésta no podrá durar mucho tiempo si no se apoya en una postura interior y en una vida sentimental rectamente ordenada. Es lo que hemos intentado demostrar, sobre todo, al explicar la bienaventuranza de los "limpios de corazón". Sobre ese fundamento, pasamos ahora a desentrañar los diversos conceptos de orientación y actitud fundamental, sentimientos, motivos, para ver claramente la gran importancia del mundo de los sentimientos en la vida moral y religiosa del hombre.

a) Orientación y actitud fundamentales

El acto por el que un hombre se decide a una postura definitiva respecto de su último fin, es decir, el acto que da lugar a una postura fundamental y absoluta, sea respecto del bien corno respecto del mal, ejerce profunda influencia en la vida del hombre. Todos los pensamientos, palabras y acciones particulares vendrán ya condicionados en su signo por la naturaleza de esta postura fundamental. Así, por ejemplo, el bien recibirá una mayor fuerza cuando nazca en el terreno de una postura o disposición fundamental última y decisiva hacia lo bueno. Y si, a pesar de todo, el mal brota alguna que otra vez en ese terreno, nunca podrá tener el carácter decididamente venenoso que tendría en un hombre orientado por principio hacia el mal.

Por experiencia sabemos cuántas batallas y esfuerzos se nos exigen hasta lograr una orientación fundamental de nuestra vida hacia Dios tan absolutamente seria y decisiva, que efectivamente todos nuestros deseos y aspiraciones, todos nuestros pensamientos, palabras y obras vayan orientados hacia Él. Paralelamente advertimos cómo hay hombres, alejados por lo general completamente de la religión, que, sin embargo, no han perdido todos los impulsos hacia el bien.

Cuando esta orientación fundamental hacia el bien se ha implantado de hecho en todos nuestros pensamientos y deseos, podemos hablar ya de una actitud fundamental hacia el bien.

b) "El buen o mal tesoro del corazón"

En esta lucha moral por conseguir la afirmación de la orientación fundamental, poseen decisiva importancia los movimientos aislados del corazón. Ellos nos revelan la eficacia de un buen propósito general, no sólo para producir acciones particulares, sino principalmente para transformar nuestro interior. Esos movimientos cordiales, sobre los que la voluntad no se ha pronunciado todavía en ningún sentido, de por sí no pueden considerarse ni como mérito ni como pecado; pero tienen una gran importancia, pues nos permiten formar un juicio sobre el estado de nuestro corazón.

Así, cuando de nuestro interior brotan en gran número, espontáneamente y casi de modo completamente natural pensamientos, movimientos y deseos del bien, ello es señal de la riqueza que poco a poco se ha ido acumulando y elaborando en el corazón. No solamente la orientación fundamental hacia Dios, sino también todos los buenos pensamientos, palabras y obras particulares contribuyen por íntima necesidad a acrecentar el "buen tesoro de nuestro corazón" (Mt 12, 35).

Lo mismo, respectivamente, podemos decir de la orientación hacia el mal y de los diversos sentimientos, palabras y obras malas. Son la expresión de un mal corazón y, si no se destruyen con el dolor y la penitencia, irán formando el "mal tesoro del corazón". Provocan en el alma un peligroso foco purulento del que nacerán con cierta naturalidad los malos pensamientos e inclinaciones.

Y así nos dice el divino Maestro: "El hombre bueno saca el bien del buen tesoro de su corazón, y el malo saca el mal del mal tesoro de su corazón; pues de la abundancia del corazón habla la boca" (Lc 6, 45; cf. Mt 12, 34). Ciertamente, estas palabras del Señor se refieren sobre todo a la buena o mala orientación fundamental que nace de un propósito decidido; pero se aplican también al estado general del corazón y a todas sus manifestaciones.

c) Impulsos y sentimientos

Cada vez que del "tesoro del corazón" emerge un buen o mal movimiento, se exige al libre albedrío que tome una posición ante él. Mientras esos primeros movimientos de la sensibilidad no han sido aceptados, hablamos simplemente de impulso o emoción sentimental. Pero desde el momento en que la voluntad les da su apoyo podemos considerarlos ya como sentimientos en el pleno sentido de la palabra.

Atendiendo a su importancia en el campo de la moralidad, podemos establecer una diferencia esencial entre los diversos impulsos sentimentales según que correspondan o contradigan a la postura u orientación fundamental. Si esos impulsos instintivos, no aceptados o al menos no con plena conciencia, están de acuerdo con la orientación fundamental hacia el bien, han de ser considerados de alguna manera como fruto de ésta. Y, en todo caso, la orientación fundamental aprueba ya de antemano la presunción en favor de su bondad. De ahí que, cuando surgen simultáneamente otras mociones de signo contrario, no necesita la voluntad ninguna tensión consciente para apropiarse esas emociones sentimentales que la inclinan al bien. De una manera sencillísima y hasta cierto punto natural, la voluntad, centrada ya de por sí en el bien, dará su apoyo consciente a esos buenos impulsos, sin que, como decimos, sea preciso en el acto de conciencia el mismo grado de tensión que se requiere para vencer impulsos en pugna con una orientación hacia el bien, clara sí, pero débil todavía.

Es lo que sucede ordinariamente en la primera conversión : a pesar de la absoluta nobleza con que el hombre se entrega al bien, no se logra una transformación interior tan amplia y profunda, que purifique por completo el "tesoro del corazón". Y así es muy posible que sigan surgiendo en su interior, en cantidad predominante, movimientos e impulsos torcidos. En tales circunstancias, la tarea de purificar el corazón deberá consistir, por una parte, en oponer resistencia a esas torcidas inclinaciones; pero, sobre todo y de modo más decisivo, en cultivar de propósito los buenos sentimientos.

Mientras éstos no invadan la vida intelectiva y tendencial, esto es, el corazón del hombre, será hasta cierto punto inevitable que las emociones e impulsos desarreglados vuelvan a hacer en cualquier momento su aparición. Huelga, pues, todo cuanto se diga para encarecer la gran importancia que tiene para la vida moral el cultivar positivamente los buenos sentimientos.

d) "Los pensamientos del corazón"

Los impulsos y, sobre todo, los sentimientos conscientemente afirmados por la voluntad se denominan en la Sagrada Escritura "pensamientos del corazón" en cuanto que proceden del "depósito" o "tesoro" del corazón y revelan el estado general del mismo. Aparte de que llevan siempre en sí todo el carácter de movimientos cordiales. Vienen a ser el pulso del corazón, determinado por el género de amor que lo llena.

En el "corazón" se imagina la sede del amor: tanto del amor a Dios y del verdadero amor al prójimo y a sí mismo, como de la más cerrada egolatría y los más torcidos afectos. A un recuerdo desinteresado, a un puro esfuerzo intelectual para conocer una cosa, a una fría decisión de la voluntad de hacer algo, no se le llama sentimiento. Un sentimiento es algo más que un puro pensamiento o una simple determinación. El sentimiento tiene, sí, un núcleo intelectual, pero revestido completamente de "cordialidad", es decir, del sentido peculiar de nuestros afectos y tendencias. Es un pensamiento que brota de la predisposición íntima de nuestra alma y se dirige siempre allí donde está nuestro tesoro, donde tenemos puesto el objeto de nuestro amor. Porque "donde está tu tesoro, allí está también tu corazón" (Mt 6, 21).

No todo sentimiento nace inmediatamente del amor; pero sí tiene su raíz en el estilo de nuestro amar. Al designar a los sentimientos como • "pensamientos del corazón", queremos distinguirlos de los simples afectos y de los estados de ánimo o talantes. Pues hay efectivamente un estar o encontrarse alegre, triste, angustiado que no supone ningún elemento intelectual, pues tiene su origen, más o menos próximo, en la disposición general de nuestro complejo psicosomático. Esta sensación, prerracional e indeterminada, no es ni sentimiento, ni emoción sentimental. En cambio, la alegre excitación que se experimenta ante la proximidad de una persona querida, la tristeza por el pecado del prójimo, la humildad y contrición en la presencia de Dios, la inquietud por la permanencia de una amistad, han de considerarse realmente como manifestaciones de un sentimiento, de una reacción sentimental frente a una persona, como expresión de una postura interior ante determinados valores.

Así, vemos que, a diferencia de las puras reacciones de la sensibilidad relegadas al nivel instintivo, los sentimientos, igual que los pensamientos y deseos, están dirigidos hacia un fin ; más aún, orientan nuestra alma hacia un objetivo, y esto con mayor eficacia que un frío cálculo o tendencia hacia ese mismo fin.

e) El sentimiento como respuesta a los valores

El puro pensamiento se dirige a comprender una verdad en cuanto tal; la decisión versa sobre lo que se ha de realizar; la tendencia va tras un bien que se pretende conseguir. Los sentimientos son simplemente la respuesta del corazón a los valores. Por tanto, la calidad moral de un sentimiento dependerá de la conformidad de esa respuesta subjetiva con el valor objetivo en cuestión y con la jerarquía general de los valores.

Así, la alegría por lo bueno y lo bello, la tristeza por lo malo, son una respuesta adecuada, un sentimiento positivo desde el punto de vista moral.

La tristeza envidiosa por el éxito de otro en una obra buena es una respuesta de sentido negativo que moralmente ha de juzgarse también como negativa. El verdadero valor, al que responde "positivamente" ese sentimiento de envidia, es en este caso la exaltación desordenada del propio valer. En ese sentimiento no se reconocen en su propio valor ni la obra ni la dignidad social de nuestro prójimo. El envidioso quisiera hacer desaparecer ambos valores, por juzgar que se oponen a su propia exaltación. La pasión por el propio valer, junto con la ceguera para apreciar el valor de los demás, provoca una aguda lesión del orden axiológico.

Los sentimientos adquieren seriedad más elevada y arraigan más profundamente en el alma cuando, en vez de respuesta a valores impersonales, constituyen una respuesta dirigida inmediatamente a una persona. El "carácter afectivo" del hombre se manifiesta en el estilo de su postura interior ante las personas con que se encuentra. Y esta postura se descubre ante todo en la respuesta de los movimientos más íntimos de su corazón a los valores o no valores de ese tú. Por ejemplo, el amor a una persona puede revelarse precisamente en forma de amarga tristeza por sus defectos.

Para distinguir el carácter de la respuesta a los valores personales de los otros, encierra especial importancia conocer el arraigo de esa respuesta en el corazón y ver hasta qué punto corresponde a los valores más auténticamente "personales" del prójimo. El afecto pasional por una beldad física, o el entusiasmo tempestuoso y alocado por una figura deportiva o un astro de la pantalla, pueden en algunas ocasiones conmover y mantener en tensión el corazón del hombre con más fuerza que, por ejemplo, el amor reverente, la admiración por la pureza interior y el espíritu de sacrificio de un santo; y, sin embargo, este último sentimiento responde a la realidad más personal del prójimo y brota más hondo del alma.

Tanto los impulsos como los sentimientos predominantes descubren la postura o actitud fundamental de la vida moral del hombre; pero, además, muestran la profundidad o superficialidad de una persona. La superficialidad de los sentimientos puede nacer o de que los valores son en sí mismos superficiales, o de que se responde a valores elevados de una manera superficial. Por el contrario, si a valores elevados se responde con la entrega de sí mismo con todas sus fuerzas, se pondrán al descubierto las más íntimas honduras del corazón.

Puede ser que el acto de amor a Dios de un creyente no posea arraigo tan hondo, ni ponga tan al vivo el corazón como el acto de amor al prójimo, valiente y desinteresado, del hombre que, sin llegar a la fe en Cristo, es capaz de esos sentimientos de filantropía y se siente presa de muda veneración ante los valores más altos. Sin embargo, la respuesta ante el valor supremo de Dios es, por sí misma, infinitamente más alta en la escala de valores que ese amor natural a otro hombre, todo lo íntimamente vivido que se quiera. El cristiano perfecto, el santo, no se contenta con dar a Dios un amor sólo apreciativamente sumo, que ,se queda en la pura voluntad, sino que tiende con todo el fuego y ardor de sus sentimientos a dar una respuesta que agote las reservas más íntimas de su corazón.

La diversidad del corazón humano se muestra también en el signo, más positivo o más negativo, de sus sentimientos aun respecto del bien: hay quienes están inclinados a una respuesta alegre y positiva a los valores y, por el contrario, quienes tienden a una actitud negra y pesimista, de repudio de los no valores. Cierto que nadie puede amar a Dios noblemente sin odiar al mismo tiempo el mal que a Él se opone; pero también es evidente que el que ama a Dios no puede consumir todas sus energías en el odio y la tristeza por el mal. La disposición anímica, y luego la educación, pueden producir tanto un corazón alegre y entusiasta, como un corazón amargado, angustiado y medroso. Y habrá quien, con la mejor intención pero bajo la influencia de su temple fundamental, ponga todo su celo por el bien en la tristeza por el mal y el odio de las fuerzas de Satán, pudiendo llegarse al extremo de que esta clase de sentimientos, casi exclusivamente negativos, este reducirse casi exclusivamente a una lucha incesante con los aborrecibles no valores acabe con la alegría espontánea ante el bien. Incluso hay casos en que estos sentimientos negativos de repudio, que de por sí constituyen una respuesta adecuada a los no valores, se deben, al menos en parte, al resentimiento, esto es, a una incapacidad más o menos consciente de entregarse con alegría al bien. Pues si el amor hacia lo bueno ha echado hondas raíces en el corazón, a la larga la actitud fundamental ante el mundo del valor no puede ser otra que una respuesta positiva a los valores.

El cielo será la plena expansión en bienaventurados sentimientos de amor, de alegría, de júbilo y de acción de gracias. El infierno es el estado propio de los corazones totalmente consumidos.

El demonio, que denigra todo lo sublime y hermoso, no es capaz en ningún modo de una respuesta positiva a los valores. Sus sentimientos son siempre y en todo negativos. Hasta su apasionado culto al yo, su orgullo y su insaciable sed de felicidad no pueden revestir otra forma que el odio, la envidia y la rabia.

f) Sentimientos y motivos

Los sentimientos son ante todo el lenguaje sencillo y no intencionado del corazón, los "pensamientos del corazón". Son simplemente el encuentro con el mundo de los valores y con el tú del prójimo; pero un encuentro y toma de posición que solamente se realizan en el propio corazón.

Los sentimientos pasan a ser motivo desde el momento en que impulsan una acción o, cuando menos, hacen surgir una decisión.

No todo sentimiento llega a convertirse en motivo. Hay sentimientos realmente auténticos y profundos que, sin embargo, no conducen inmediatamente a una decisión o acción. La alegría que nos causa una obra buena del prójimo, la admiración que despierta la virtud de un santo, son sentimientos que conmueven hondamente el corazón del hombre, sin que por eso den pie inmediatamente a ninguna acción. Esos sentimientos, que no originan ningún propósito ni decisión, cuando son realmente profundos y continuados, tienen, sin embargo, el objetivo trascendental de ir formando el "tesoro del corazón", que marcará al hombre ante sus decisiones particulares el sentido auténtico de futuros motivos y futuras acciones.

Junto a estos sentimientos que, aun sin conducir inmediatamente a la acción, han de considerarse siempre como genuina respuesta del corazón a los valores, hay emociones e impulsos que, de no transformarse en fuerzas motoras, en motivos, habrá que reputarlos en sí mismos como débiles e inauténticos. En la parábola del buen samaritano leemos : "Y se sintió movido a compasión." A nadie se le ocurre pensar que también en este caso el evangelista prosiguiese : "... y pasó de largo". Ni el sacerdote ni el levita que pasaron de largo experimentaron en su mezquino corazón el más imperceptible movimiento de conmiseración o, si lo sintieron, no tuvieron lugar para él. En cambio, el samaritano supo compadecerse de la desgracia de aquel pobre hombre herido y despojado. Su corazón sintió la llamada y dio naturalmente la respuesta exacta en su sentimiento de compasión. Estos pensamientos de su corazón fueron la fuerza impulsora, el móvil de todo lo que, llevado de su caridad, hizo en favor de aquel desgraciado.

Así como hay sentimientos que por sí solos no servirán de motivo a ninguna acción ni decisión, hay también, por su parte, motivos que, al menos inmediatamente, no proceden de ningún sentimiento. Por ejemplo, quien distribuye limosnas con el fin de ganarse el favor popular y, tras él, un puesto determinado, no hay duda que exteriormente realiza una obra de misericordia y filantropía, aunque en vez de los verdaderos sentimientos le animan fines puramente interesados.

Claro que, en resumidas cuentas, le mueve también un "sentimiento" (una postura interior): la cerrazón egoísta en sus cálculos y en su propio yo.

Faltaría igualmente esta relación inmediata con el sentimiento que debería constituir el móvil propio de la limosna, a quien realizase esa buena acción con el fin de escapar al fuego del purgatorio o de alcanzar méritos para el cielo. La limosna, dada así, con ese propósito, recibe su íntimo valor de un sentimiento extraño a la acción : el sentimiento de amor a los méritos para la gloria o de temor al fuego del purgatorio (o también, en su forma más noble: deseo de amar a Dios en el cielo con el amor más perfecto posible y de ir cuanto antes a gozar de Dios después de la muerte). Si la compasión hacia el prójimo no ha influido como sentimiento ni como motivo, la limosna será siempre una obra gris e interesada ; no nace inmediatamente del corazón, de los sentimientos cordiales de caridad y misericordia. Esa obra es incapaz, por lo tanto, de enriquecer el corazón del hombre en la medida en que lo enriquecen las obras de misericordia que brotan espontáneamente de sentimientos cordiales de caridad y compasión. Junto a ellos, naturalmente, como luego veremos, deberán estar también en juego otros motivos.

Cuanto más ricos sean los sentimientos del corazón, tanto más rica y eficaz será también la motivación de nuestras acciones.
 

II. DIOS MIRA NUESTRO CORAZÓN

Para los hombres solamente cuentan las obras. Y Dios nos pide también que nuestro amor se pruebe con obras. Pero la obra exterior, en cuanto tal, no tiene ante Dios más valor que en cuanto brota de un corazón puro. Dios atiende y mira sobre todo nuestro corazón, un mundo interior de nuestros sentimientos.

De ahí que tenga poco valor el aparecer como justo ante los hombres y hacer exteriormente alarde de buenas obras ; Dios conoce nuestro corazón (Lc 16, 15). Y no acepta la oración de nuestros labios, ni la ofrenda de nuestras manos, si nuestro corazón no está sinceramente vuelto hacia Él (Mt 15, 8 ; Mc 7, 6). Esto debe precavernos de buscar solamente el agradar a los hombres con nuestras buenas acciones y de contentarnos con ofrecer a Dios un culto puramente exterior. Mediante la pureza de los sentimientos que deben preceder, animar y dirigir todas nuestras acciones y toda nuestra conducta, hemos de procurar "dar gusto a Dios, que sondea nuestro corazón" (1 Thes 2, 4).

El primer sentimiento que Dios pide de nosotros es un amor recto, puro y fuerte. No podremos cumplir el primero y primordial mandamiento mientras nuestro amor a Dios no sea un amarle "con todo el corazón" (Mt 22, 37; Mc 12, 33); es decir, mientras nuestro corazón no rebose de amorosos sentimientos hacia Dios.

Solamente así podremos poner "todas las fuerzas" de nuestra alma al servicio de Dios. Pues será imposible que demos a Dios todas las fuerzas del alma si primero no le entregamos nuestro corazón y nuestros sentimientos ; sin el corazón, las fuerzas del alma para el bien poco valen. Y ante Dios las cosas no tienen más valor que en cuanto son expresión de un corazón enamorado. No solamente todos los mandamientos de la nueva ley están incluidos en el único mandamiento de la caridad, sino que además, según los designios de Dios, todas y cada una de las leyes más particulares han de cumplirse necesariamente con un amoroso corazón. La nueva ley es en realidad ley inscrita en nuestros corazones.

Al decir que Dios mira el corazón del hombre, entendemos por corazón tanto la orientación y actitud fundamental, junto con los diversos sentimientos, como también los motivos de nuestras acciones. Pero, según hemos dicho anteriormente, la base y raíz de los mismos motivos son siempre la orientación y actitud fundamental, o sea los sentimientos predominantes del corazón.

De esta raíz y del tesoro de los sentimientos nacen principalmente los actos internos de tendencia y apetito y los propósitos. El propósito, que está totalmente encaminado a la acción, viene a servir de puente entre el sentimiento y el mundo exterior. La calidad tanto del propósito como de la acción depende de los sentimientos y motivos que los provocaron.

En el sermón de la montaña fue donde Cristo puso más de relieve la importancia de los sentimientos y de los actos interiores. El conjunto de toda la moral neotestamentaria, como ya antes la predicación de los profetas de la antigua alianza, subraya fuertemente esta verdad de que lo verdaderamente decisivo ante Dios, aun prescindiendo de que toda acción exterior debe nacer de ahí, es el corazón del hombre, sus sentimientos y sus actos interiores. "Yo os digo: Todo el que mira a una mujer con malos deseos, ya ha cometido adulterio en su corazón" (Mt 5, 28).

Según eso, cuando uno, por consideraciones de orden puramente exterior, no pasa del deseo a la acción, no se le deja de imputar su mal deseo. Aunque ciertamente el desorden sería mayor si de hecho se hubiera seguido la acción, pues de ordinario aumentaría el empecinamiento del corazón en el pecado.

Pero cuando la acción no se sigue porque el hombre al fin retira el mal propósito inicial que había concebido en su corazón, tenemos ya al menos un principio de conversión. Señal de que todavía influyen en él los buenos sentimientos. Al decir que Dios mira ante todo al corazón, no queremos en modo alguno afirmar que la acción exterior quede completamente al margen.

Así pues, sabiendo que lo que Dios, el sondeador de corazones, juzga, son sobre todo los sentimientos, no debemos descansar de examinarnos en todo momento para ver si nuestros sentimientos y motivos están en regla. En ellos tenemos las raíces de toda nuestra conducta. Nuestras acciones y los motivos que a ellas nos impulsaron vienen a descubrirnos el estado de nuestro corazón. "Del mal corazón salen los malos pensamientos", y de éstos las malas obras (Mt 15, 18). El corazón es la cepa y el árbol que determina la calidad de los frutos. "No hay árbol bueno que dé malos frutos, ni árbol malo que los dé buenos. Todo árbol se conoce por sus frutos. Igualmente el hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de mal tesoro saca lo malo" (Lc 6, 43ss).

Es preciso que el bien arraigue con hondas raíces en el corazón a fin de que pueda producir frutos abundantes. Pues el demonio está siempre al acecho para arrancar de nuestro corazón la buena semilla antes de que empiece a arraigar (Lc 8, 12). El exceso de preocupaciones mundanas y el afán de falaces riquezas no dejan apenas lugar para el desarrollo de la palabra de Dios en el corazón. Quien, en medio de todas sus ocupaciones puramente terrenas, no reserve algo de tiempo para la amorosa meditación de la palabra divina dentro del propio corazón, irá poco a poco ahogando todo el bien y no podrá dar fruto (Lc 8, 14). Por eso nos advierte el Señor con tanta insistencia que no carguemos ni profanemos nuestro corazón con cuidados terrenos y menos todavía con otras cosas peores (Lc 21, 34).

Quien recibe la palabra de Dios con corazón puro y verdaderamente bueno y corresponde a ella ofreciéndole la tierra esponjosa de sus buenos sentimientos, ése dará "fruto en paciencia" (Lc 8, 15). Una lección muy importante y esencialísima podemos sacar de aquí para nosotros y para aquellos cuya educación se nos haya confiado : no hemos de centrar nuestro afán en conseguir un rápido éxito en las acciones aisladas ; lo importante es que, con incansable paciencia, vayamos cultivando en nosotros y en los demás sentimientos auténticos y profundos, pues así es como realmente creceremos y al fin podremos llegar a producir el ciento por uno. Nuestro gran modelo en esta tarea es precisamente la Madre del Señor : conservaba y meditaba incesantemente todas las palabras y obras de Cristo en su corazón puro y enamorado (Lc 2, 19, 51).

"Dios, que mira el corazón, purifica mediante la fe nuestros corazones" (Act 15, 9). Infunde en nosotros su mismo amor. Esto exige de nuestra parte que ofrezcamos a su palabra y a la obra de su gracia un corazón pronto y abierto. Para que la fe purifique nuestro corazón es necesario que nosotros nos dejemos dominar totalmente por ella. Y para que la caridad de Dios fructifique en nuestro corazón tenemos que dejarnos inflamar por ella en sentimientos buenos y generosos.

Por la fe, la esperanza y la caridad, Dios mismo purifica nuestro corazón; solamente transformándonos con el poder de su amor puede abrir nuestro corazón a los "pensamientos de su corazón". Y precisamente éstos desarrollan su virtud purificadora en la respuesta de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestra caridad, que en los labios y en el corazón nos pone la gracia. Dios purifica nuestro corazón tomando posesión de él.
 

III. CRISTO DESCUBRE LOS PENSAMIENTOS DEL CORAZÓN

La palabra de la fe, en la que Cristo mismo se presenta a nosotros, revela el estado de las capas más ocultas de nuestro mundo sentimental. El anciano Simeón indica a la Madre del Señor en este hecho el signo característico del nuevo tiempo mesiánico: "Este Niño está destinado a ser señal de contradicción..., para que salgan a la luz del día los pensamientos de muchos corazones" (Lc 2, 34s). La Sagrada Escritura ve siempre en la "ceguera del corazón" la causa de la incomprensión e incredulidad que mostraron los hombres a la palabra de Cristo, y aun la raíz de la oposición al mismo Cristo (Mt 13, 15 ; Mc 3, 5 ; 6. 52). En esa disposición fundamental de todo el mundo de los sentimientos que la Escritura designa como "endurecimiento del corazón", hay que descubrir la razón más honda de esa ceguera de la mente y de esa incapacidad para comprender y recibir la buena nueva.

Solamente "con el corazón se puede concebir la fe saludable" (Rom 10, 9) ; porque, realmente, tanto la aceptación como el rechazo de la fe se deciden ante todo en lo íntimo del corazón, pues dependen del signo de nuestros sentimientos. El Dios de amor, que lo entrega todo, pero que exige también que se le entregue todo, nos formula su pretensión de nuestro amor todo entero en la majestuosa figura de Cristo. En Cristo, la palabra amorosa del Padre en persona, tiene que decidirse la respuesta y la entrega total de nuestro corazón a su amor.

La aparición del Señor para el juicio final, en el que "ha de manifestar los deseos de los corazones" (1 Cor 4, 5), no será sino la última fase de esta gran separación iniciada ya con su primera venida. Él pone al descubierto la división de los espíritus. Y la división de los espíritus no es en el fondo sino la división de los corazones.

Si Cristo no hubiera venido, no habría revelado la maldad abismos tan hondos como los que aparecen en la muerte de un Dios, en la incredulidad y en la blasfemia contra Cristo y su Espíritu Santo (cf. Ioh 15, 22.24). Aunque, por otra parte, tampoco hubieran sido los hombres capaces del amor y pureza de alma que podemos apreciar en todas las épocas y lugares entre los que siguen los pasos del Crucificado. Cristo nos ha descubierto las inmensas posibilidades del corazón humano tanto para el bien como para el mal.

La división definitiva de los corazones es para los malos el más absoluto endurecimiento y para los buenos una mayor purificación. Aun los mismos apóstoles, que habían seguido generosamente la invitación del Maestro, mostraron en ocasiones decisivas, y sobre todo en la predicción y en los días de su acerba pasión y en los que siguieron a su muerte, que su corazón era todavía muy débil e imperfecto, que aún no estaban limpios de interesadas miras terrenas. Todavía les preocupaban demasiado su propia grandeza y el poderío temporal de Israel. Y a los discípulos de Emaús tuvo que dirigirles el Señor palabras de reprensión: " ¡Qué torpe y obtuso es vuestro corazón!" (Lc 24, 25). La inclinación a las cosas terrenas era un lastre pesado que dificultaba su fe. Pero como al fin su corazón estaba bien dispuesto, pudo inflamarse del amor mismo del corazón de Jesús: "¿No estaba nuestro corazón como que ardía, mientras Él nos hablaba?" (Lc 24, 32).
 

IV. LA CONVERSIÓN DEL CORAZÓN

El evangelista san Marcos nos describe así la primera aparición de Jesús en público : " Jesús anunciaba la buena nueva del reino de Dios con estas palabras : El tiempo se ha cumplido. Está cerca el reino de Dios. ¡ Convertíos y creed en el Evangelio !" (Me 1, 14s). Tomándola al pie de la letra, según el texto original griego, la palabra "convertíos" equivaldría a "cambiad vuestros corazones", o también a "mudad vuestros sentimientos". Y el término arameo utilizado probablemente por Cristo significaría "¡Retornad!" En el fondo, todas estas expresiones se corresponden perfectamente : el retorno a Dios se realiza por la vuelta de nuestro corazón hacia Él, y esta vuelta del corazón a Dios supone la más profunda transformación de todos nuestros sentimientos v motivos.

Es Dios mismo quien nos anuncia la alegre invitación a cambiar nuestros corazones. Esto es posible mediante la gracia que se derrama abundantemente sobre nosotros con el advenimiento del reino de Dios y la revelación de su amor inaudito. Y si Dios descubre su corazón, el más íntimo extremo de su amor, ¿qué corazón habrá que no se inflame? Ese fuego en que se abrasa el amor de Dios purifica nuestros corazones.

Pero el cambio del corazón es algo más que una simple vivencia en que el alma experimenta la presencia amorosa de Cristo, dispuesto a tomar posesión soberana de nuestro corazón. El irredento corazón del hombre es incapaz en sí mismo de comprender y responder de forma saludable a los pensamientos del corazón de Dios. Es preciso que Dios mismo irrumpa con su gracia en nuestro corazón y lo transforme y abra a su amor. Es la gran obra que anunció por medio de los profetas para el fin de los tiempos: "Rociaré sobre vosotros agua pura y seréis purificados... Os daré un corazón nuevo e infundiré en vuestro interior un espíritu nuevo. Quitaré de vuestro pecho el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vuestro interior y haré que caminéis según mis mandamientos" (Ez 36, 25ss).

En Cristo y en su obra de gracia ha tenido cumplimiento este vaticinio del profeta. En virtud del Espíritu Santo que opera en nuestro interior, el corazón del cristiano está íntimamente subordinado al corazón de Dios. La nueva ley, la obra de la gracia divina, los santos sacramentos pregonan la buena nueva del amor del corazón divino que renueva nuestros corazones a semejanza del corazón de Cristo. Pero al mismo tiempo este jubiloso anuncio nos impone una grave y urgente obligación : ¡Podemos amar con un corazón nuevo! Luego debemos cultivar en nosotros sentimientos en verdad nuevos, puros y santos. "Tened en vosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús" (Phil 2, 5). Y este poder revestirnos de los mismos sentimientos de Cristo está en nuestras manos, pues Él "mora por la fe en nuestros corazones" (Eph 3, 17).

La perenne infusión de la gracia de Dios sobre nosotros es también una incesante llamada a la conversión, hasta conseguir que nuestros sentimientos e inclinaciones, nuestros movimientos más íntimos, los pensamientos y deseos de nuestro corazón estén en total acuerdo con Dios. Si resistimos a todos los movimientos desordenados y, mediante la amorosa meditación de las obras salvíficas de Dios, fomentamos en nosotros los sentimientos de Cristo, después de cada batalla, siempre imprescindible, y aun en medio de ella, "la paz de Cristo exultará en nuestro corazón" (Col 3, 15).
 

V. INTENCIÓN, RESPONSABILIDAD Y RESULTADO

La torpeza humana es capaz de echar a perder aun lo más precioso y delicado y de dar una interpretación torcida a las cosas más sublimes. Y así la doctrina cristiana sobre la importancia ética del alma, de la intención, que es realmente el meollo de la doctrina moral, no ha podido tampoco escapar en el curso de la historia de sufrir un funesto desenfoque.

Un pesimismo desesperado que no ve en el mundo más que pecado y desorden pretende relegar el reino de Dios al ámbito reducido de la "pura interioridad". Se afirma que es completamente indiferente que se guarde o no el "orden" de la creación y que la acción exterior resulte buena o mala. Basta que la intención sea recta. Y no se dan cuenta, los representantes de esta mal entendida ética del alma, que la intención no puede ser recta si no tiende a producir buenos frutos. Para quien ama y defiende con nobles esfuerzos el reino de Dios, no puede ser indiferente el que su conducta esté en conformidad o repugnancia con la verdad querida por Dios; para él no puede ser indiferente que el reino de Dios cobre forma visible en el mundo de sus relaciones personales o, por el contrario, que su conducta desarreglada contribuya a fortalecer la esclavizante tiranía del demonio.

La rectitud de la intención ha de demostrarse precisamente en un sincero empeño por buscar la verdad y la voluntad santa de Dios. Y cuanto más pura sea nuestra intención, con tanta mayor seguridad daremos con lo justo y verdadero en los casos difíciles.

La ética interior o del alma (ética de la intención) es la más aguda réplica a una ética de la ley, puramente exterior, que se desentiende del sentido interior y a la que el corazón del hombre y la disposición subjetiva que debe dominar el cumplimiento de la ley preocupan bien poca cosa. La verdadera ética del alma toma la ley mucho más en serio que una inanimada ética de la ley. Pues busca recibir con todo el corazón y cumplir con amor la ley nueva, que es precisamente ley de amor.

La preferencia que señala la doctrina de Cristo a la intención no tiene nada que ver con el falso sentimiento de libertad y espiritualismo de una ética de la situación, para la que lo único interesante en definitiva es la intención, el riesgo consciente de la libertad, el enfoque certero de la situación; estar pendiente de leyes generales, que no atienden más que a la esencia objetiva de los hechos, repugna a la valiente libertad que se espera del adulto.

La ética cristiana, que es la que corresponde a la ley del Dios de amor, sabe que Dios mira ante todo el corazón del hombre, pero sabe también que la pureza y lealtad del corazón y de los sentimientos tienen necesariamente que ponerse de manifiesto en el cumplimiento amoroso de los preceptos de Cristo : "Quien acepta y guarda mis mandamientos, ése es el que me ama" (Ioh 14, 21). Cuanto más hondamente arraiguen en el corazón los auténticos sentimientos de amor, de bondad, de alegría, de paz, tanto más comprenderá y amará el cristiano los preceptos divinos en su más hondo sentido y tanto más fácil y rectamente podrá aplicarlos a las circunstancias cambiantes de la vida.

La ética cristiana de la intención no tiene tampoco nada que ver con esa superficial ética pragmatista que juzga a los hombres solamente a través del resultado exterior de sus acciones, criterio con frecuencia más que dudoso. Pues puede ser que, aun con la más pura intención, no alcance el hombre gran éxito en la práctica ; sea porque está privado de dones tan valiosos como la inteligencia, la prudencia, la salud o los recursos exteriores o bien porque las circunstancias extrínsecas se le vuelven adversas. Y si no solamente se trata de fracasos terrenos, sino también de fracasos en el servicio de la caridad fraterna y en la obra de la salvación del prójimo, el dolor de ese pobre hombre será mucho mayor. Pues para quien ama de corazón a Dios y a sus hermanos no puede ser indiferente que con las obras, que por su parte proyecta con la mejor intención, gane para Dios a los demás y logre imprimir en el círculo de sus relaciones las notas distintivas de una vida cristiana, o que, por el contrario, todos sus esfuerzos por la salvación del prójimo caigan en el vacío. Nuestro primer quehacer será dejar plenamente a la voluntad de Dios la determinación del tiempo y manera en que ha de venir el éxito a coronar nuestros nobles afanes. Pues ya vemos cómo permitió Dios que, aparentemente, la obra de Cristo sufriese el más rotundo fracaso en la cruz. Y en realidad aquel fracaso aparente fue el principio de los grandes triunfos de la obra de la salvación, como lo reconocerá el mundo al tiempo de su segunda venida gloriosa.

Sentimiento es lo mismo que respuesta a un valor. El corazón puro conoce a Dios y su voluntad; está abierto a todos los valores, a toda la jerarquía axiológica. La respuesta genuina del corazón a los valores es una respuesta que por su misma naturaleza pone en juego a todo el hombre, entendimiento y voluntad. Esta respuesta, este sentimiento universal que abarca a todo el hombre, tiene que ir necesariamente unido con el espíritu de responsabilidad. Para ser auténtica, la ética interior o del alma (de la intención) tiene que mostrarse en la práctica como ética de responsabilidad.
 

VI. LOS PRINCIPALES MOTIVOS DE LA ACCIÓN MORAL

Ya hemos visto cómo los sentimientos del hombre pueden convertirse también en móviles de sus actos. Fomentar los buenos sentimientos es el mejor presupuesto para la rectitud de los motivos.

Pero eso no basta : se nos exige una vigilancia continua y consciente sobre los motivos de nuestras acciones, para hacerlos cada vez más puros y más hondos.

Los principales motivos de la conducta moral son : el amor de Dios (a), el premio y el castigo (b), y consideraciones de orden social (c).

a) El amor de Dios

El motivo más noble y elevado para toda nuestra conducta es el amor de Dios, el amor que Él nos ha manifestado y que ha derramado en nuestros corazones.

Si el verdadero amor impregnara todos los sentimientos de nuestra alma y nos esforzásemos en meditar siempre más y más con los "pensamientos del corazón" todo lo que Dios ha hecho por nosotros, este amor divino sería la fuerza formidable que pondría en movimiento toda nuestra conducta : "El amor de Cristo nos apremia" (2 Cor 5, 14). Ese mismo amor, que vive por el Espíritu Santo en nuestros corazones y que nos transforma interiormente a imagen de Cristo, nos está impulsando a vivir y obrar con su mismo espíritu, animados de sus mismos sentimientos : Cristo ha muerto por todos, y los que han recibido la vida en virtud de su muerte no pueden ya "vivir para sí mismos, sino para aquel que por ellos ha muerto y resucitado" (2 Cor 5, 15).

"Cristo vive en mí. La vida que yo vivo, mientras estoy en la carne, es un vivir de la fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí" (Gal 2, 20). Tenemos que meter esta verdad en lo más hondo del corazón y que ella nos impulse a caminar. nosotros también, en el amor, para ser "imitadores de Dios como hijos suyos queridísimos" (Eph 5, ls): imitadores de ese Dios que nos ha manifestado su amor eterno en su incomprensible misericordia al "entregar por nosotros a su Hijo unigénito, a fin de darnos por Él la vida" (1 lob 4, 9).

El amor de Dios es el motivo fundamental de nuestro amor ; y en este trato de amor no fue nuestra la iniciativa : no comenzamos nosotros a amar a Dios, sino que fue Él quien "nos amó primero y envió a su Hijo en expiación por nuestros pecados" (1 Ioh 4, 10). Nuestra amor no es sino la respuesta que está pidiendo su amor. Esta respuesta amorosa nos impulsa luego a obrar.

De la consideración de todo lo que el amor de Dios ha realizado por nosotros, deduce san Juan no solamente que debemos corresponder con las sentimientos de nuestro amor y gratitud, sino también que ese mismo amor debe impulsarnos a un amor afectivo y efectivo a nuestro prójimo. "Carísimos, si Dios nos ha amado hasta tales extremos, nosotros no podemos sino amar también a los demás" (1 Ioh 4, 11). Es decir, el amor que Dios nos ha manifestado en sus obras debe ser también el motivo que anime nuestras obras de caridad con el prójimo. Y este amor a Dios y al prójimo, amor de corazón y de obras, es la "plenitud de la ley".

El motivo inmediato que debe presidir nuestras obras de caridad no es propiamente el amor invisible de Dios (cf. 1 Ioh 4, 12), sino su manifestación a nuestros corazones, la encarnación visible del reino de su amor. Aunque, por otra parte, las obras de su amor nos dan también a conocer la verdad consoladora de que Dios en sí mismo, en la gloria eterna de la Trinidad, es también esencialmente amor. Y así, en fin de cuentas, el amor de Dios, tal como es en sí, viene a ser el motivo de nuestra respuesta amorosa con el corazón y con las obras.

Los sacramentos, signos que manifiestan y graban eficazmente en nuestros corazones las acciones de Cristo, nos asimilan interiormente al amor de Dios, de tal manera que el motivo del amor de Dios es una fuerza que nos dispone interiormente y nos apremia, en virtud de esta semejanza interior y con el impulso de una libertad nueva de gracia, a ser imitadores del amor de Cristo. Las acciones salvíficas de Cristo y los signos eficaces de las mismas, los santos sacramentos, nos están dirigiendo sin cesar, de dentro y de fuera, una urgente invitación a una vida verdaderamente conforme con Cristo. Comprender y aceptar amorosa y obedientemente esta invitación es lo mismo que tomar por motivo de nuestra conducta las acciones salvíficas de Cristo y su obra de gracia en nosotros.

Las exortaciones morales del Apóstol se fundamentan siempre en esta realidad: por la acción saludable de Cristo en los sacramentos "habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1 Cor 6, 11). De ahí, naturalmente, la exhortación a los cristianos para que sigan viviendo de esas fuerzas siempre nuevas y no quieran ya saber nada con el pecado. Por la gracia de Dios somos hijos de la luz; tenemos, pues, un motivo que nos obliga a caminar como hijos de la luz (Eph 5, 8; 1 Thes 5, 5; Rom 13, 12). Por el bautismo, Cristo nos ha hecho participar de la virtud de su muerte y resurrección. He aquí otro motivo apremiante para declarar una guerra sin compasión al hombre viejo y a su despótica tiranía, a fin de vivir una vida nueva y triunfal, testimonio de la resurrección de Cristo (cf. particularmente Rom 6).

Toda la historia de la salvación y la liturgia de los santos sacramentos, que dan actualidad a las acciones de Cristo, junto con todas las gracias que Dios nos concede, son un continuo y siempre nuevo llamamiento a una vida que sea a la vez respuesta a tantos bienes recibidos de Dios e himno de alabanza a su incansable amor : el amor que el Espíritu Santo ha grabado con su llama en nuestro corazón tiene que convertirse en impulso consciente, en motivo consciente de nuestras acciones.

b) Premio y castigo

Sería propio de esclavos e indigno de los hijos de Dios el que nosotros nos moviésemos a obrar bien únicamente por temor al castigo o por la esperanza del premio. Pero sería igualmente absurdo y contraproducente el empeñarse en descartar por completo los motivos del temor y del castigo, sobre todo mientras un amor sublimado, que en esta vida no se da, no impregne todos los pensamientos y deseos del hombre.

Un ejemplo nos aclarará estas afirmaciones: Un hombre católico, casado, que mantiene relaciones con otra mujer, al advertirle seriamente un amigo que con esa conducta se pone a las puertas del infierno, responde con dignidad ofendida: "Ni la amenaza de un castigo, ni la promesa de un premio eterno significan nada para mí. Cuando yo obro el bien, lo hago únicamente por el bien mismo." No podría un cristiano así decir mayor necedad. Si no se empeñara en echar un velo, aun a sus propios ojos, sobre su mal proceder y el estado de su corazón, tendría que reconocerse víctima de un amor más que impuro, de una pasión desenfrenada y de un pernicioso egoísmo ; en esas condiciones, si quiere verdaderamente transformar sus sentimientos y su conducta, tiene que apelar a motivos más convincentes que ese puro desinterés, vedado para él. Es un pobre hombre que, a pesar de su presunción, está incapacitado radicalmente para pasar de ese puro egoísmo, que le ata en el pecado, a la vivencia del verdadero amor. Su pecaminosa conducta está presidida por motivos no sólo completamente ajenos a la dignidad del cristiano, sino aun muy por debajo de los motivos basados en la idea de castigo, en el temor a la eterna condenación. Lo que él tiene que hacer es reconocer noblemente que con su escandalosa conducta, la cual puede ser también para otros causa de perdición, merece realmente ser castigado y por eso debe temer necesariamente el castigo eterno. Y si no lo quiere reconocer, no es digno de que Dios le conceda de nuevo un rayo de su amor divino. Si considerara noblemente la naturaleza del pecado y el estado de su alma, no podría menos de llegar, según las leyes del organismo sobrenatural, a concebir un saludable temor frente a la santidad divina y, de ese modo, a realizar el cambio de su corazón. Pero, desgraciadamente, esto no es fácil de comprender para quien se encuentra dominado por una pasión; el desorden de las pasiones trae consigo la ceguera; solamente el amor puro, el "corazón limpio", tiene vista clara para el bien (cf. Mt 5, 8).

Mientras el hombre vive en el pecado, vive como esclavo del pecado, y no puede sino correr tras los frutos venenosos que ansía su apetito esclavizado. Cuando, de una manera general, empieza a temer ante Dios y por este temor se siente inclinado hacia el bien, ha dado un paso muy grande hacia la libertad.

Hay que distinguir el temor servil, que naturalmente no puede pasar del primer estadio de la conversión, y el temor filial que experimenta el alma ante Dios Padre. San Agustín denomina a este último "temor casto", explicando la diferencia entre ambos géneros de temor mediante la diversa forma de comportarse dos mujeres : una, infiel a su esposo, teme, y con razón, la vuelta del marido que se enojará al enterarse; la otra, en cambio, que ha permanecido fiel, está preocupada por su esposo y teme por él cuando no regresa al tiempo fijado; o bien, cuando el marido está en casa, nada teme tanto como ocasionarle el más pequeño disgusto. Dentro de la vida cristiana, el motivo del temor, según avanza el proceso de la conversión interior, tiene que ir transformándose más y más en un "casto temor", en un temeroso amar. Fundir el motivo del temor con el motivo del amor. El temor se revestirá de la nobleza del amor, que debe ser siempre el motivo predominante.

Lo mismo cabe decir del motivo del premio. Mientras el hombre no se ha liberado completamente de su torpe egoísmo, considera las promesas divinas solamente desde su propio yo y casi exclusivamente al modo de una recompensa temporal. Y así, cuando obra el bien por la esperanza del cielo, quizá se busca ante todo y exclusivamente a sí mismo. En cambio, cuando el amor a Dios le va invadiendo, aunque sus deseos del cielo no solamente no disminuyen sino que se acrecientan más y más, y, en virtud de este deseo y esperanza, se siente impulsado cada vez más fuertemente hacia el bien, considera ya el cielo desde un punto de vista distinto y menos interesado: el cielo es para él la perfecta y beatificante comunidad con el Dios de amor.

Por su parte, la esperanza de un premio puramente temporal y el temor de castigos también de orden temporal no dan auténtico valor virtuoso a nuestras acciones, ni las hacen meritorias para la vida eterna. Sin embargo, aun estos motivos pueden conseguir un significado moral y religioso cuando los incluimos y subordinamos a motivos superiores. Veámoslo prácticamente con un ejemplo :

Un médico dice al sacerdote: "Si yo estuviera en su lugar razonaría las cosas de un modo totalmente distinto. Y creo que mis razones moverían a los hombres a abandonar el mal mucho más eficazmente que sus más bellos sermones. Así, por ejemplo, al joven que anda de una a otra en incesante «flirteo» le explicaría claramente cómo con esa conducta no hace sino incapacitarse cada vez más para el verdadero amor conyugal fuerte y generador de felicidad. A los casados que se abstienen por sistema del uso del matrimonio les haría ver las consecuencias casi inevitables de prolongar mucho esa conducta: enfriamiento del cariño en la mujer y frecuentes neurosis para ambos esposos. Si en sus predicaciones, en el confesonario, en las instrucciones prematrimoniales, echaran ustedes mano de estos sencillos y contundentes motivos, obtendrían más abundantes y rápidos resultados."

¿Qué dice la moral cristiana sobre el recurso a tales motivos? Que sería absurdo e irracional ocultar a los cristianos los conocimientos de la medicina y la psicología profunda, prescribiéndoles únicamente Ios motivos más puros y sublimes.

De hecho, los motivos médicos pueden ser más de una vez la ocasión de un viraje en la conducta. Pero, naturalmente, no podemos en ningún caso quedarnos ahí.

Si uno se abstiene de acciones deshonestas únicamente para evitas una enfermedad, no podemos decir que ya por eso es casto en sus sentimientos y motivos. Igualmente, si dos esposos rechazan en su interior los hijos y menosprecian el mandamiento de Dios, pero los asusta la idea de un enfriamiento en las relaciones y el peligro de neurosis, no podemos afirmar que en ese temor va incluida ya la conversión. "Dios mira al corazón." Lo cual quiere significar en este caso : ante Dios lo que cuenta sobre todo son los motivos; y todos los motivos que no se orientan definitivamente hacia Dios no tienen valor alguno para Él. Solamente es casto aquel que afirma el valor íntimo de la castidad y que. por respeto al misterio del matrimonio y de la virginidad, se conserva puro en su corazón y en sus acciones. Castos son los esposos que, a pesar de dificultades y tribulaciones, quizá graves, pero penetrados de amoroso respeto uno para el otro y ante Dios, se esfuerzan en hacer de sus relaciones matrimoniales expresión digna de su amor y servicio santo en la presencia del Señor. No es la salud, sino el valor íntimo de la castidad, el amor a Dios y el amor mutuo entre sí el motivo propio de su conducta. Aunque, bien entendido, esto no excluye en modo alguno los motivos que hacen valer, por su parte, tanto la medicina como la psicología. Pues también estos motivos revelan un lado auténtico de la realidad: es Dios mismo quien ha dispuesto que la mala acción lleve en sí misma su castigo y que el mal traiga al hombre la desgracia, mientras que la virtud le hace extraordinariamente rico y dichoso.

Con esto pretendemos sobre todo dejar bien en claro que es falso empeñarse en hacer valer únicamente el motivo supremo. Intentar aislarlo de un conjunto de verdades que están en íntima conexión con él y que pueden reforzar su influjo sobre la voluntad del hombre, no puede significar de ninguna manera una elevación o embellecimiento de este motivo. Es preciso, pues, que también la idea del premio o castigo temporales tenga el lugar que le corresponde entre los motivos de nuestros actos. Si despreciamos orgullosamente estos motivos, será inevitable que, aun casi sin darnos nosotros cuenta, se introduzcan otros mucho más rastreros que comenzarán por viciar nuestra conducta y terminarán por orientarla hacia el mal. Por lo demás, hemos de estar alerta para. que los motivos inferiores vayan siempre animados por los superiores.

c) Consideraciones de orden social

El hombre se hace en la comunidad. Es un ser sociable. Quiera o no quiera, su conducta estará siempre influida y motivada por consideraciones sociales. Lo importante es, pues, su actitud frente a esos motivos de orden comunitario : si los conoce, examina y depura, o bien si se deja llevar insensiblemente por la opinión pública, sin decidirse a contrariar los deseos de los demás.

No cabe duda de que para la mayoría de los hombres el determinante decisivo de sus acciones es la presión ejercida por el nivel moral, la sensibilidad y el criterio del mundo que los rodea. Si en general las costumbres son buenas y la sensibilidad moral del medio ambiente es elevada y el individuo hace interiormente suyos esos bienes, habrá dado un gran paso en su vida moral. Pero si, por el contrario, el ambiente está corrompido y él se deja llevar buenamente de la corriente, la ruina vendrá sin remedio.

Aquí precisamente encuentra el hombre moralmente maduro y despierto un motivo de suma trascendencia : tengo la obligación de contribuir con mi conducta a fortalecer las buenas costumbres y mejorar la opinión pública, ayudando de ese modo a los moralatente débiles. Todas nuestras acciones deben contribuir a crear una atmósfera espiritual en la que aun el hombre vacilante en su vida moral reciba eficaces impulsos hacia el bien y pueda obrar así su salvación. De esta forma, las consideraciones puramente naturales de orden social, que en realidad son espadas de dos filos, se transforman en un motivo elevado del amor a Dios y al prójimo: el motivo cristiano de la corresponsabilidad en la cristianización del ambiente en que vivimos. Por esta razón, debemos nosotros, los cristianos, guardar en nuestra vida ordinaria incluso las mismas "reglas del juego social", con tal de que no sean malas, a fin de no poner en peligro nuestra influencia en la sociedad.

Y lo mismo hay que decir del honor o de la fama como móvil de acción. Es peligroso el preocuparse en todos nuestros actos únicamente, o al menos de manera predominante, por la propia estimación ante los demás. Eso trae consigo un reducirse al propio yo y termina convirtiendo al hombre en esclavo de la opinión de los otros. Pero, si consideramos nuestra fama y la del prójimo a la luz de la gloria de Dios y de nuestra excelsa vocación que de Él hemos recibido y buscamos nuestra buena fama ante los otros solamente en la medida que se requiere para la eficacia de nuestro influjo en el mundo profesional y de nuestras relaciones, este motivo del honor puede ser incluido perfectamente en el motivo fundamental del amor a Dios y al prójimo.
 

VII. MOTIVO DOMINANTE

De lo dicho podemos observar que la vida moral y religiosa puede estar dominada por motivos de rango y categoría diversa, y cómo algunos motivos de por sí inferiores pueden subordinarse a otros de orden más elevado, participando así de la nobleza de estos últimos. Los motivos de nuestra conducta moral tienen necesariamente que ser muy complejos. No obstante, hay que evitar en todo caso que motivos de naturaleza diversa estén simplemente yuxtapuestos uno junto a otro. La eficacia de los motivos de nuestra vida moral radica ante todo en su íntima compactibilidad. Todo el "haz de motivos" tiene que estar como resumido en una idea principal vibrante (en un "leitmotiv"), en un motivo fundamental.

El motivo dominante, al cual deben subordinarse siempre todos los demás, no sólo ha de estar en conformidad con la escala de valores, sino que además debe ser adecuado a la concepción psíquica y religiosa del individuo y al estadio de su desarrollo. El motivo dominante de un joven no puede tener la misma serenidad que el de un hombre maduro que ha sorteado ya todas las borrascas de la vida.

Igualmente, el carácter combativo y aventurero de un joven entusiasta podrá matizar también el motivo dominante de su concepción y práctica de la vida religiosa. Bajo la bandera del Príncipe de la Paz, aprovechará todas las ocasiones para robustecer el reinado del bien en su propio corazón y en su ambiente y de ocasionar en todo momento el mayor número de estragos al imperio de Satán. En cambio, un hombre inclinado naturalmente a estimar en mucho su honor y su reputación escogerá tal vez como principal motivo religioso el de "no ocasionar ni a Dios ni a la Iglesia ninguna causa de ignominia", o también el de "mostrarse digno del honor que Dios le ha otorgado". Quien sienta inclinación natural a la gratitud preferirá posiblemente este otro motivo : "¿ Cómo podré pagar al Señor cuanto me ha dado?"

A una joven se le ofrecen, entre otros, estos motivos: "Como María, fijar mis ojos en Cristo y guardar amorosamente todas sus palabras en mi corazón." O también : "Como María, ser amante apasionada de Cristo y servidora de todos mis hermanos." La joven que siente nacer en sí el amor a su futuro esposo preferirá esta otra idea: "A Dios pertenece todo amor." Muchos santos animaron toda su vida con el más sublime motivo: "Todo para la mayor gloria de Dios." Para otros el centro de todos sus pensamientos y afectos era "salvar almas", "ganar hombres para el amor de Dios", "librar a los hombres del fuego del infierno". Todos estos motivos son buenos, pero no todos tienen igual eficacia para cada uno.

Recientemente se preguntó a varios centenares de jóvenes seminaristas y religiosos el principal motivo que decidió la elección de su estado. A pesar de notables diferencias en los motivos dominantes, pudo verse claramente cómo el pensamiento clave de la actual generación joven respecto de la vida sacerdotal y religiosa es, ante todo, la idea de una entrega valiente y gozosa al servicio del reino de Dios y la salvación del prójimo. El pensamiento de buscar en esa vida mayor facilidad para mirar por la propia salvación, apenas aparecía como motivo dominante ; a lo sumo se mencionaba corno motivo secundario.

Naturalmente, cada uno tiene que examinarse para ver hasta qué punto ese motivo que él ha aceptado conscientemente plasmándolo en una sentencia constituye en realidad el centro y el alma de todos sus motivos. Pues no es raro el que uno se deje dominar inconscientemente por un motivo totalmente diverso del que había escogido. Ese motivo oculto es con frecuencia el resentimiento: lo único que preocupa es no ser como éste o como aquel otro. Tal motivo tiene que subir a la plena luz de la conciencia para ser purificado y subordinado a un motivo dominante de signo positivo.
 

VIII. SUSCITAR LA RECTA INTENCIÓN

El suscitar o renovar frecuentemente la recta intención, de que tanto han escrito los autores espirituales, no es en definitiva sino cultivar el motivo dominante. De nuestras anteriores consideraciones podernos deducir algunas consecuencias importantes :

a) La "recta intención" tiene que ser el "pequeño secreto" de cada uno ; es decir, cada uno debe saber excitar y renovar en sí la recta intención de la manera que más le acomode. Y no tiene por qué reducirse siempre a la repetición de una misma fórmula o sentencia. Un motivo dominante elevado y sugestivo presenta en todo momento bellezas siempre nuevas.

Nuestro "pequeño secreto" podría revestir la forma de un "¡Jesús, todo por ti !" A cada nuevo beneficio de Dios, en el curso de la celebración eucarística, en una necesidad especial del prójimo, en una tentación, sabremos dar un matiz peculiar a nuestro pequeño secreto que conmueva más hondamente nuestra alma y se convierta naturalmente en oración. Cuando se trate de realizar una obra buena que nos resulte difícil, diremos: "Señor, ¿ qué es lo que ahora pides de mí? Tú, que has sufrido por mi amor la muerte más amarga." Y cuando hayamos sido infieles y veamos que también otros injurian a Cristo, digamos al Señar : "¡ Qué vergüenza para mí! En vez de trabajar por la expiación de tantos pecados, no ceso yo mismo de ofenderte. Acepta ahora mi buena voluntad de hacerlo todo por ti y ayúdame a darte gusto en todo." Si nuestro prójimo nos pide un favor que se nos hace molesto, digamos a Cristo: "¿Me haría el remolón si fueras tú quien lo pidiera? Pues con el mismo amor con que te lo haría a ti, quiero hacerlo por mi hermano."

b) Lo más importante no es tanto renovar muchas veces la recta intención como, sobre todo, hacer que esa renovación salga de lo íntimo del alma; que pongamos todo nuestro empeño en convertir esa recta intención en algo verdaderamente nuestro y en subordinar a ella todos los motivos particulares. La recta intención, renovada de esta manera, ejercerá un influjo duradero sobre nuestra vida, nuestros sentimientos y nuestras acciones. Influjo tanto más eficaz cuanto más hondamente comprendamos el contenido axiológico de nuestro motivo. Un motivo dominante del que se está hondamente compenetrado viene sin dificultad a la memoria. Aunque ciertamente tiene también su importancia proponerse renovar con frecuencia la recta intención, pues lo que no se hace frecuentemente consciente va perdiendo poco a poco eficacia.
 

IX. EDUCACIÓN O ADIESTRAMIENTO?

Al tratar de la ley y de la libertad de los hijos de Dios, se nos ofreció repetidamente la ocasión de señalar el papel que desempeñan en la educación esas verdades básicas, bien comprendidas en toda su profundidad. Hablando luego de la conciencia, de los sentimientos y motivos de la acción moral, pudimos ya descubrir más claramente en qué consiste y en qué no debe consistir nunca la auténtica educación. La diferencia capital entre ésta y un simple ejercicio de adiestramiento está en que la educación tiende a despertar y formar la conciencia personal del hombre, de modo que sienta eficazmente su llamada. Y la conciencia, suma y eje del peculiar modo de ser del individuo, para hacerse lúcida y delicada, requiere que los sentimientos y motivos de la vida moral arraiguen honda y noblemente en el corazón. A eso debe orientarse ante todo la educación.

A un animal se le amaestra con premios y castigos, haciéndole repetir miles de veces el mismo ejercicio. Aun así, el puro amaestramiento de los animales tiene evidentes límites, pues exige como base despertar en el animal cierta confianza e inclinación instintiva hacia el hombre. Nuestro dominio sobre los animales podría sobrepasar con mucho el estado conseguido por medio de lo que, aunque impropiamente, se suele denominar amaestramiento, si los animales rastrearan en todos los hombres algo de la libertad de los hijos de Dios.

La educación del hombre tiene que ser necesariamente muy superior en grado al más perfecto adiestramiento. Es innegable que también el premio y el castigo han de intervenir moderadamente en la educación. Pero más importante que el premio material es la alabanza reconociendo el valor interior de la buena acción. Ésta, repetida, formará la costumbre, valor en modo alguno despreciable. Pero lo más decisivo es y será siempre el conducir gradual y alegremente al conocimiento del bien, suscitar sentimientos de amor, de bondad, de justicia, de pureza, presentar motivos que animen al educando en la práctica del bien, adaptados al nivel de su desarrollo moral y religioso.

Ni aun en la formación de sí mismo se puede descuidar el ejercicio de robustecer la voluntad, la repetición de acciones buenas y la adquisición de buenos hábitos. Pero también aquí lo más decisivo será siempre la purificación de los sentimientos, el crecer en los sentimientos de Cristo, la vigilancia y el cultivo de los motivos.