Vivir con la muerte como hermana
Fuente: Catholic.net |
Autor: P. Fernando Pascual |
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Hay quienes sufren
cada vez que viajan en carretera o en avión. En esos momentos se sienten
sumamente frágiles, vulnerables. Basta un pinchazo en una rueda, un golpe de
sueño, una avería en los motores, y cambia toda una existencia, o llega,
inesperada, la temida muerte.
Estos temores pueden crear angustias patológicas, pero bien aprovechados pueden
ayudarnos a recordar lo frágil que es la vida humana.
Basta un hueso en la garganta, un golpe de aire frío tras un partido de fútbol,
un resbalón en la escalera, una teja que se desprenda desde el techo, para que
los proyectos más elevados, los sueños más queridos, queden encerrados en un
cuerpo que otros miran llenos de compasión y de nostalgia.
Es bueno hacer, con cierta frecuencia, un sencillo, un breve ejercicio: pensar
en la muerte, en mi muerte. Quizá cuando me acuesto, en esos momentos en los que
recordamos las aventuras del día o programamos lo que será el mañana, podemos
pensar: ¿y si fuese mi última noche?
No podemos hacer esta reflexión solos, como si nadie nos amase. Nuestra vida
interesa a tantas personas, algunas que conocemos, otras que nos necesitan y nos
esperan sin que quizá nos demos cuenta. Interesa, de modo especial, a Dios, que
sueña en vernos felices, en que seamos buenos, en que le amemos y que amemos al
hermano.
Pensar en la muerte ante los ojos de Dios. Su mirada, esta noche, es más
profunda, más intensa. Me ve. ¿Cómo me siento ante su amor, su misericordia, su
respeto? Me dio la vida sin pedirla, me ha mantenido en ella en esa caída
aparatosa, en esas fiebres desconocidas, en esa curva inesperada que puso a
prueba nuestros reflejos. Me ha dado los años que puedo contar hasta este
momento, con las oportunidades de dar, con las invitaciones a servir, con las
caricias que me brindó a través de las manos de mis padres, con la ayuda que me
ofreció con ese amigo fiel que me sacó de apuros.
El sueño va cerrando los párpados. La habitación, a oscuras, susurra silencios
imprevistos. Tal vez, sobre mi frente, se posarán unos labios para desearme
buenas noches.
Todo termina. Si Dios quiere, pronto nos veremos, me dirá lo mucho que me quiso,
me abrazará como el Padre que espera al hijo que más de una vez se alejó de casa
entristecido.
Quizá todo termine... O quizá, de repente, suene la alarma y salte la luz del
techo. Inicia un nuevo día. Dios me da 24 horas para darle gracias y para
prepararme a su encuentro.