SOBRE LA MUERTE
La muerte pertenece a la vida humana hasta tal punto
que sin
ella no puede ser entendida. Por eso se entiende que cuando el
hombre se esfuerza por conocer el sentido de sí mismo tenga que
plantearse la cuestión del sentido de la muerte. Y así los antiguos
estoicos y los filósofos contemporáneos de la vida y de la existencia
han tropezado en sus análisis antropológicos con el problema de la
muerte (Simmel, Dilthey, Heidegger, Jaspers, Rilke). La multiplicidad y
contrariedad de las respuestas denuncia, incluso al hombre más
superficial, que la muerte es un misterio en el que se compendia el
misterio de la vida humana. Vamos a intentar iluminar
progresivamente el misterio de la muerte. El punto de vista decisivo en
ello es el carácter cristológico de la muerte humana. Este punto de
vista debe ser elaborado de forma que sean descubiertos los diversos
estratos de la muerte. La muerte incide, en efecto, en el estrato de la
naturaleza), en el del pecado, en el de la redención y en el de la
plenitud, no de forma que cada uno se eleve sobre el anterior, sino de
forma que todos ellos abarcan, penetran e incorporan a sí a los
precedentes.
MU/ASPECTOS:La muerte representa el paso del estado de
peregrinación (Status viae) al estado de plenitud (Status termini). Es
el fin de la forma de vida histórica y provisional y el comienzo del
modo definitivo de existencia. A continuación vamos a explicar el
sentido objetivo inmanente a la muerte y el comportamiento
conveniente frente a ella, es decir, el elemento ontológico y el
elemento existencial de la muerte. No se pueden separar estos dos
aspectos de la muerte, uno de otro, so pena de no pasar de hacer un
mal dibujo. Están tan íntimamente relacionados entre sí, que al
describir uno se tropieza continuamente con el otro.
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2.
La mortalidad como determinación de la vida:
No se haría justicia al carácter imperioso de la muerte atestiguado
por San Pablo (Rom. 5, 17) si se la viera exclusivamente como el fin
temporal de la vida. Da, más bien, un cuño interino a la vida. El
hombre vive en la mortalidad. La amenaza por la continua vecindad
de la muerte es el modo de la existencia humana. ·Agustín-SAN
reconoció claramente este hecho. Lo dedujo de la cualidad entitativa
de la criatura. Por el pecado y la redención experimenta, según el,
una elevada urgencia. Según San Agustín, el hombre no tiene en
ningún momento de su vida una absoluta posesión del ser ni una
ilimitada seguridad de su existencia. Cuando comienza a vivir,
comienza a la vez la posibilidad y el peligro del ser y de la vida. La
vida y la muerte están, según él, ordenadas mutuamente de forma
que el hombre, tan pronto como empieza a vivir, está en la muerte. La
vida del hombre no es más que un precipitado movimiento hacia la
muerte, según se expresa una vez San Agustín. La muerte la
conviene al hombre continuamente. El hombre se entrega
continuamente a la muerte. ·GREGORIO-MAGNO-SAN Magno
(Homilia 37; PL 76, 1275) expresa esta idea de la manera siguiente:
"En comparación con la vida eterna, la vida temporal más debe ser
llamada muerte que vida. Pues aunque nuestra disolución se resiste
día a día, ¿qué es esto sino una muerte prolongada por mucho
tiempo?" Media vita in morte sumus (En medio de la vida estamos en
la muerte), se cantaba en la Edad Media. En esto valen las palabras
de los antiguos Padres: "El nacimiento es el comienzo de la muerte."
El omnipresente imperio de la muerte se manifiesta en sus
mensajeros, en las deficiencias e inseguridades, en las penurias y
angustias, en la fragilidad y necesidad, en el sufrimiento y
necesidades de la existencia.
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3.
La Escritura atestigua la procedencia de la muerte a partir del
pecado en el Génesis. Al principio de su historia el hombre recibió de
Dios la promesa de que a pesar de su carácter de criatura sería
preservado de la muerte (dones preternaturales). Poseyó, como dice
San Agustín, (De genesi ad literam, VI, cap. 25, núm. 36), el posse
non mori, la bienaventurada posibilidad de no morir (cfr. volumen II,
132). Por la promesa divina ni era necesario que las leyes fisiológicas
fueran invalidadas ni que los hombres continuaran sin fin su vida
sobre la tierra. La promesa divina implicaba más bien que las leyes
naturales, bajo el imperio de la gracia divina, se cumplieran de forma
que condujeran a una transformación, pero no a la muerte en el
sentido de nuestra experiencia, es decir, no a la disolución a menudo
tan dolorosa, prematura y aparentemente absurda, que llamamos
muerte. Mediante un proceso inmediatamente procedente del hombre
mismo habría alcanzado la forma corporal sólo accesible en el actual
plan salvífico mediante la resurrección de los muertos. Como Dios, la
Vida, hubiera podido imponerse sin resistencia alguna sobre el
hombre a El unido, al hombre le habría sido concedida en un
misterioso proceso de transformación la participación perfecta en
cuerpo y alma de la plenitud de vida y poder existencial de Dios. La
existencia resucitada hubiera sido, según la promesa divina, la
inmediata coronación de cada vida particular sin necesidad de pasar
por la catástrofe de la muerte. Lo prometido en el actual plan salvífico
como plenitud de toda la historia, hubiera sido sin el pecado la
plenitud de la vida individual.
La promesa de Dios estaba vinculada a una condición, a saber, la
obediencia del hombre. "Y le dió este mandato: de todos los árboles
del Paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del
mal no comas, porque el día que de él comieres ciertamente morirás"
(/Gn/02/16-17). Los hombres son requeridos, por tanto, a entender y
aceptar la vida como continuo regalo de Dios. Sólo la poseerán
recibiéndola con continua disposición y abertura para Dios en un fluir
interrumpido. La libertad de la muerte estaba, por tanto, vinculada al
comportamiento del hombre, a su modo de encontrarse con Dios. En
la relación del yo humano con el tú divino debía decidirse la vida y la
muerte en la historia e incluso en el cosmos. Se decidió a favor de la
muerte, porque el hombre no cumplió la condición de su libertad de la
muerte. Los hombres se rebelaron contra Dios. P-O/QUÉ-ES:De
cualquier modo que se interprete el primer pecado, fue el intento de
configurar con soberanía apartada de Dios e incluso atea la vida que
sólo es posible como regalo de Dios. Los hombres quisieron tomar en
sus manos su propia vida y hacerla con las fuerzas terrenas sin ayuda
de Dios. Quisieron agradecerla a sus propios esfuerzos. Su anhelo de
autononnúa tuvo éxito, pero tuvieron que pagar un alto precio.
Perdieron precisamente lo que querían alcanzar: la vida abundante e
inmortal. Según /Gn/03/19, dice Dios al hombre que había pecado:
"Con el sudor de tu rostro comerás el pan. Hasta que vuelvas a la
tierra. Pues de ella has sido tomado; ya que polvo eres, y al polvo
volverás." La libertad de la muerte se perdió para siempre. No volverá
a ser alcanzada jamás dentro de la historia. Esto se expresa en la
Escritura diciendo: "Y Dios arrojó al hombre del jardín del Edén y puso
delante un querubín que blandía flameante espada, para guardar el
camino del árbol de la vida" (/Gn/03/23-24).
P/MU/RELACION:Lo que cuenta el Génesis corresponde a un
proceso histórico (D. 2.133). Su narración no sirve para explicar en un
ejemplo típico el sentido de la muerte humana. Quiere descubrir más
bien el origen de la muerte y con ello revelar su sentido. Sin pecado
no existiría la muerte. Esta tesis representa el fundamento de la
Historia Sagrada del AT y NT.
La decisión del primer hombre fue fatal para toda la historia
humana, porque en esta decisión tienen parte todas las generaciones
siguientes. También participan, por tanto, del destino de muerte. "Así,
pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo y por el
pecado la muerte. y así la muerte pasó a todos los hombres, por
cuanto todos habían pecado" (/Rm/05/12, según el texto primitivo). La
muerte alcanzó por el pecado de uno el imperio sobre todos (Rom. 5,
15, 17; 8, 10; I Cor. 15, 21). La estrecha relación de la muerte con la
rebelión contra Dios se ve especialmente en el hecho de que, según
el testimonio de la Escritura, es expresión y signo del imperio del
demonio. La muerte es el instrumento con que el Príncipe de este
mundo esclaviza a los hombres (Gen. 3; Sab. 2, 24; lo. 8, 44; Hebr. 2,
14).
Los teólogos no están de acuerdo al contestar a la cuestión de si la
muerte fue impuesta desde fuera sobre el pecador de forma que fue
un castigo tal vez especialmente doloroso por el pecador, o si es
expresión o manifestación de la existencia pecadora del hombre
mismo, es decir, si está en una relación meramente externa con la
existencia pecadora del hombre o tiene con ella una relación
intrinseca y en derto modo natural. Se pueden dar razones para
ambas opiniones. Sin embargo, el poder de la muerte y la seriedad de
la amenaza divina de muerte aparecen con más claridad suponiendo
la segunda hipótesis. La relación interna entre la muerte y el pecado
puede entenderse de la manera siguiente. Sólo existe la vida en la
participación del poder vital de Dios. La vida sustraída al ataque de la
muerte sólo es posible como regalo continuo de quien lleva la vida en
sí mismo. Cuando el hombre rechaza el poseer la vida como regalo de
Dios se entrega a la única posibilidad de vivir. Al apartar de sí a Dios,
aparta de sí la vida. En el apartamiento de Dios sólo hay, por tanto,
muerte. No es, por tanto, de adm*ar que el rebelde contra Dios esté
destinado a la muerte. Más bien es un misterio inescrutable que el
pecador pueda seguir viviendo. ¿Cómo puede existir el hombre
cuando rechaza el fundamento de la existencia, el Dios vivo? Este
misterio fundamental de la existencia pecadora está latente en toda la
vida del pecador. La criatura sólo puede vivir de Dios. Pero el pecador
no quiere vivir de Dios. Nace entonces la impenetrable dialéctica de
que también quien rechaza a Dios es conservado por Dios. En la
muerte alcanza actualidad visible la terrible situación del pecador. La
muerte es un destino apropiado al pecador. Revela el más íntimo
desorden de la vida humana, la contradicción del hombre con su
fundamento de vida y existencia y, por tanto, la contradictoriedad
imperante en el hombre mismo. La muerte desenmascara al hombre
como pecador.
Si existe esta relación intrínseca entre la muerte y el pecado, se
puede decir que el hombre se condenó a sí mismo a muerte. Es su
propio sepulturero. Por el pecado provocó la muerte como modo de
su vida. Por otra parte, se entiende mejor que Dios creara sólo la
vida, pero no la muerte. Sin embargo, Dios confirmó la humana
autocondenación a muerte. La muerte es, por tanto, a la vez un juicio
de Dios sobre el hombre pecador. En la muerte humana Dios revela
que sólo hay vida en comunidad con El, que sin El el hombre no
puede vivir, sino sólo morir.
La muerte es, por tanto, más que un mero proceso biológico y algo
distinto de él. También lo es. Por la interpretación de la muerte
ofrecida en la Sagrada Escritura no son depreciadas las leyes
biológicas, que por su parte se estructuran conforme a leyes
físico-químicas. La auténtica interpretación de la muerte por la
Escritura no es un cuento de hadas incompatible con los
conocimientos naturales. Las leyes conservan su validez. Su carácter
inviolable es precisamente garantizado. Pero en el imperio de las
leyes naturales se cumple un misterio que no puede ser comprobado
por la experiencia ni por el experimento. Los procesos biológicos y
físico-químicos son en cierto modo el recipiente que recoge el juicio
divino sobre el pecador humano. En la muerte el hombre experimenta
a la vez, al sentir sus propios límites, su contraste con Dios que es la
vida. En la muerte presiente lo que es por sí mismo cuando se aparta
del cobijo del divino amor: un ser entregado a la muerte. En la muerte
el hombre es continuamente remitido a los límites que quiso traspasar
al rebelarse orgullosamente contra Dios. También aquí ocurre lo que
tantas veces encontramos: en el orden inferior se realiza el superior,
que ha tomado al inferior a su servicio. La actividad del espíritu
cualitativamente distinto del cuerpo se estructura, por ejemplo, en un
acontecer corpóreo. Y de modo semejante los procesos
físico-químicos del morir son el modo en que Dios se apodera del
hombre pecador.
La muerte es, por tanto, el sueldo del pecado (/Rm/06/23). Este le
da su aguijón (I Cor. 15, 21; Sant. 1, 15). En la muerte se manifiesta
un destino que cala más hondo que la mera disolución corporal. La
muerte es síntoma de una ruina que llega a la raiz de la existencia
humana: de la enemistad con Dios. Es expresión precisamente de un
acontecimiento "antinatural", a saber, contra la naturaleza en gracia
del hombre. En cierto sentido es, por tanto, hasta antinatural. No
debía serlo. Contradice el original plan creador de Dios.
MU/ABSURDA:La repugnancia que el hombre siente frente a la
muerte es, por tanto, justa. En ella se denuncia la conciencia humana
de que la muerte es un extraño en el orden de vida querido por Dios,
de que es un enemigo (/1Co/15/21), de que es el enemigo del
hombre. La angustia ante la muerte es, por tanto, más que el temblor
ante el fin corporal. Es el terror ante el Dios santo que juzgará al
hombre. Se podría decir que, según la doctrina de la Escritura, la
muerte es también expresión y signo del pecado personal, grave (no
perdonado) (Rom. 2, 32; 7, 9. 10; 8, 13; 6, 16. 21, 23; 7, 5; 8, 2; Sant.
1, 15), que procede del pecado original y de la concupiscencia. Los
pecados personales aparecen así como raíz secundaria de la muerte,
mientras que el pecado original es su raíz primaria.
Vemos, por tanto, que la muerte procede de una raíz ontológica y
de otra histórico-sagrada: del carácter de criatura del hombre y del
poder del pecado (Hamartia). Tiene por tanto doble aspecto. Es signo
de la finitud y signo de la pecaminosidad del hombre. Sin embargo, el
elemento ontológico sólo podía hacerse grave por obra del
histórico-sagrado.
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SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961