LA MUERTE: DESTINO HUMANO Y ESPERANZA CRISTIANA
Introducción
QUIEN SE ACERQUE hoy a la temática de la muerte habrá de
comenzar evocando la trayectoria en zigzag que el binomio
muerte-inmortalidad ha descrito en los últimos tiempos. De la
persuasión cuasi unánime en una sobrevida, vigente hasta el siglo XIX
y sus «maestros de la sospecha», se pasó a una convicción
antiinmortalista, mayoritaria primero en pensadores y filósofos y
después ampliamente popularizado a nivel de calle, como lo muestran
las numerosas encuestas sobre el asunto realizadas en los últimos
decenios. Últimamente, en fin, vuelve a ser objeto de consideración,
desde diversas e inesperadas perspectivas, la tesis de una posible
victoria sobre la muerte; baste citar a JASPERS, MORIN, BLOCH,
ADORNO, GARAUDY, como hitos sintomáticos de la reactivación de la
idea inmortalista. JASPERS ve en la muerte el acceso a una
trascendencia, no por incógnita menos real. MORIN proponía en los
años cincuenta su teoría sobre una esperable inmortalidad biológica,
lo que él denomina «la amortalidad», alcanzable por procedimientos
clínicos. BLOCH detecta en lo humano un «núcleo exterritorial» a la
muerte, inexpugnable a su asalto. GARAUDY (REVOLUCION/RS
RS/REVOLUCION) estima que el compromiso revolucionario está
postulando la resurrección; por lo demás, algo semejante había
escrito antes ADORNO: «Allí donde el materialismo es más
materialista -sostiene el autor de la Dialéctica negativa-, su anhelo
sería la resurrección de la carne»; de otro modo no se ve cómo «se
pueda seguir viviendo después de Auschwitz». Por eso -concluye el
filósofo frankfurtiono- hay que dejar abierta la puerta a «la esperanza
que se refiere a una resurrección corporal».
MU/NOS-DOMINA: Este rastro zigzagueante de nuestro tema
delata su carácter agónico (nunca mejor dicho), su esencial
ambigüedad y oscuridad, su capacidad para comprometer
apasionadamente a cuantos lo encaran. De una parte, la muerte,
como la vida, es indefinible; las ciencias experimentales más
directamente involucradas en su análisis -la medicina, la biología-
confiesan la perplejidad en que se ven sumidas cuando tratan de fijar
su esencia. En realidad, si pudiésemos decir exactamente en qué
consiste la muerte, la habríamos vencido;- definir una cosa equivale a
enseñorearía. No podemos definir la muerte porque no la podemos
dominar, es ella la que nos domina a nosotros. De la muerte el
hombre no tiene, no puede tener, ciencia; tiene vivencia. La ciencia
versa sobre el antes y el después de la muerte, sobre el aún vivo o el
ya muerto, pero no sobre el en sí de la muerte misma.
Ahora bien, lo que no se deja definir no es sin más lo
incomprensible, lo irracional; puede ser lo misterioso. En efecto, éste
es el caso: la muerte es (guste o no, quiérase o no) misterio;
convendría releer a este respecto las páginas antológicas de BLOCH
glosando a MONTAIGNE y su célebre «grand Peut-étre» («me voy
-exclamaba el MONTAIGNE moribundo- hacia el gran Quizás»). Es el
misterio de la vida; volveremos sobre esto más tarde.
De otra parte, esta realidad indefinible, inasible y enigmática que
es la muerte es, a la vez, lo más propiamente humano. Lo ha dicho en
versos memorables un poeta alemán contemporáneo, E.
FRIED:MU/POEMA
Un perro
que muere
y que sabe
que muere
como un perro
y que puede decir
que sabe
que muere
como un perro
es un hombre.
Cobra expresión aquí, nítidamente, brutal- mente, lo que años
atrás estipulara en su oscura jerga ("el Dasein es
ser-para-la-muerte») un ilustre compatriota del poeta, corroborado
por cierto por el actual alcalde de esta Villa y Corte («no hay nada
más humano y que mejor defina la finitud que perecer»).
Resulta por ello escandalosa la censura previa que hoy ejerce
nuestra civilización tecnocrática sobre el hecho de la muerte. Su
escamoteamiento es una praxis hasta tal punto habitual que se ha
convertido en objeto de conocidos estudios sociológicos. Al hombre
de la sociedad postindustrial, que pretendería aclararlo todo, el
enigma-muerte se le hace insufrible. No pudiendo esclarecerla, la
reprime, dimite de su presentimiento, delega su cuidado en
instituciones especializadas y en personal profesionalizado.
Así las cosas, y en trance de pronunciar una palabra cristiana
sobre la muerte, conviene sondear antes con algún detenimiento sus
reales dimensiones, lo que se implica en el fenómeno que estudiamos.
Una vez hecho esto, podremos ya dar el paso hacia su lectura y su
comprensión desde la óptica de la fe. Exploraremos, pues, en primer
lugar, la muerte como realidad humana. Propondremos, en segundo
término, la respuesta cristiana a los interrogantes que suscita,
respuesta que el Credo formula con sus palabras finales: «esperamos
la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Y
concluiremos estas páginas con unas breves consideraciones sobre el
problema del estado intermedio, es decir, sobre la situación (si cabe
hablar así) del difunto entre la muerte y la resurrección.
1 Muerte y condición humana
COMO SE HA SEÑALADO ANTES, la muerte es lo más propio de la
condición humana; constituye la evidencia física, empírica,
brutalmente irrefutable, de esa cualidad metafísica de la realidad del¡
ser humano que llamamos finitud.
Haber puesto en claro esto, una vez por todas, y pese a la conjura
de silencio orquestada en torno al morir en nuestros días, es el mérito
indiscutible de la actual reflexión sobre el tema. La praxis represiva de
la muerte conduce a una insoportable deformación de la conciencia
personal y colectiva del hombre, porque ignorando malévolamente la
magnitud del fenómeno, falsifica las reales proporciones del contexto
en que acaece; un contexto que abarca la globalidad de la existencia
humana.
No estamos, en efecto, ante un problema sectorial, sino global. La
pregunta sobre la muerte desata en cascada otras cuantas, de forma
irreprimible: el sentido de la vida; el significado de la historia; la validez
de imperativos éticos absolutos (justicia, libertad, dignidad ... ); la
dialéctica presente-futuro; la posibilidad de la esperanza y la
localización de su sujeto... Pero sobre todo la pregunta sobre la
muerte es una variante de la pregunta sobre la singularidad,
irrepetibilidad y validez del individuo concreto, que es en definitiva
quien la sufre.
Todas estas dimensiones de la muerte han sido tocadas, con
mayor o menor profundidad, por las tanatologías actuales, desde la
de los existencialismos hasta la del marxismo humanista. Revisemos
esas dimensiones más detenidamente.
1) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre el sentido
de la vida. El hombre es, en cuanto finitud constitutiva,
ser-para-la-muerte, tanto desde el punto de vista biológico («vivir
significa morir», decía ya ENGELS) como desde el punto de vista
existencial-ontológico (como ha observado HEIDEGGER). Siendo
ser-para-la-muerte en ese doble aspecto, su vida tendrá sentido en la
medida en que lo tenga su muerte. Y viceversa: una muerte sin
sentido corroe retrospectivamente a la vida con su insensatez.
Parece, pues, que no se puede dar respuesta a la pregunta por el
sentido de la vida mientras que no se esclarezca el sentido de la
muerte. En tanto esto ocurra, deberíamos demandarnos con SCHAFF:
«¿Para qué todo esto si al fin hemos de morir?».
2) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre el
significado de la historia. Ya no es posible alojar la muerte en el
recinto de lo que atañe sólo a los individuos, como pretendía el
marxismo clásico; ya no es lícito difamar la angustia que suscita
calificándola de egocentrismo inmaduro, de deformación
pequeño-burguesa, de fijación neurótica, etc. Según reconocía
ENGELS, la muerte del individuo es índice de la mortalidad de la
especie; la mortalidad, por así decir, microscópica es mero reflejo
localizado de una mortalidad macroscópica, que constituye la
atmósfera en la que se mueve y respira todo lo que vive. La muerte
individual debe ser contemplada en el horizonte de la muerte total.
Más concretamente: la finitud del hombre es trasunto y metáfora
anticipatoria de la finitud de lo humano, de todo lo humano, a saber,
de la humanidad y del mundo humanizado por el hombre. Con lo cual
el ideal marxiano de una humanización de la naturaleza como meta de
la historia, como sentido de la actividad humana, se revela
cuestionable, pues a fin de cuentas lo que parece prevalecer es el
cosmos sobre el logos; lo que parece triunfar es la materia
reabsorbiendo al hombre (su manifestación episódica) por medio de
una ley biológica, y no el hombre dominando a la materia por medio
de la racionalidad dialéctica.
3) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre los
imperativos éticos de justicia, libertad, dignidad. ¿Es posible atribuir
estos valores absolutos a sujetos contingentes? Si un hombre tratado
injustamente muere para quedar muerto, ¿cómo se le hace justicia?,
preguntaba HORKHEIMER. Y si ya no se le puede hacer justicia a él,
¿con qué derecho puedo exigir yo que se me haga justicia a mí?
¿Cómo se devuelve la dignidad y la libertad a los tratados como
esclavos si realmente ya no serán más porque la muerte ha acabado
con ellos definitivamente?
Son estos interrogantes los que mueven a GARAUDY -no sólo a él;
también a los postmarxistas ADORNO y HORKHEIMER- a sentar lo
que él llama «el postulado de la resurrección», supuesto previo, a su
juicio, de una opción revolucionaria coherente y honesta.
4) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre la
dialéctica presente-futuro. Vivimos en un presente poco acogedor,
inhóspito, dominado por la alienación, reino de la contradicción. Por
eso soñamos con un futuro que sea «patria de la identidad» (BLOCH).
Pero entre el presente sufrido y el futuro añorado se intercala el hiato,
la sima de la muerte. ¿Es posible franquear esa sima, tender un
puente por el que podamos transitar del presente al futuro? ¿Es
posible que los contenidos de futuro alcancen también al presente?
¿O habrá que resignarse a considerar el presente como medio y a
sacrificarlo a un futuro considerado como fin? El papel de las
generaciones intermedias ¿habrá de ser el de servir de andamiaje o
material de derribo para la revolución escatológica?
5) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre el sujeto
de la esperanza. Decir contingencia ¿no será lo mismo que decir
inconsistencia, falta de fundamento y, por tanto, desfondamiento,
interinidad incurable? ¿Tiene sentido conferir o demandar esperanza
para la contingencia? ¿No será más realista contentarse con
adjudicarle una modesta tasa de expectativas, pero no una
esperanza? Lo finito no parece sujeto apto de esperanza. Su
fragilidad ontológica no la soporta, puesto que es por definición lo
abocado a la nulidad. El individuo ¿posee esperanza o, más bien, es
la esperanza de la especie? Las generaciones intermedias ¿tienen
esperanza o son más bien lo que permite contemplar con esperanza a
las generaciones futuras? Ser esperanza para otros no es igual que
tener esperanza, no es ser sujeto de esperanza propia, sino objeto de
una esperanza ajena.
6) EN FIN, LA PREGUNTA sobre la muerte es una variante de la
pregunta sobre la persona, sobre la densidad, irrepetibilidad y validez
absoluta de quien la sufre. La cuestión radical que plantea la muerte
podría formularse así: todo hombre ¿es o no un hecho irrevocable,
irreversible? Si lo es, tal hecho no puede ser pura y simplemente
succionado por la nada. Si no lo es, si también el hombre pasa como
pasan los demás hechos, no hay por qué tratarlo con tanto
miramiento; la realidad persona es una ficción especulativa y debe ser
reabsorbida por esa realidad omnipresente que llamamos naturaleza.
Pero entonces la muerte es un fenómeno trivial, y el pensamiento
humano podría ahorrarse el tiempo que le ha estado dedicando. Con
otras palabras: si la persona singular es valor absoluto, entonces
tiene sentido la pretensión de una supervivencia personal. Si el
hombre ciertamente no es personalmente inmortal, entonces
ciertamente no es valor absoluto.
En resumidas cuentas: la magnitud que se. reconozca a la muerte
está en razón directa de la que se reconozca a su sujeto paciente.
Podemos decir con J. MARíAs que las dos preguntas radicales son:
¿quién soy yo?; ¿qué será de mí? Pues bien; "si a la segunda
pregunta tengo que contestar al final "nada"..., esto anula la primera,
me obliga a responder igualmente. Si muero del todo, todo dejará de
importarme alguna vez... Nada importa verdaderamente, luego nada
vale la pena».
Está claro ahora que la minimización de la muerte es el índice más
revelador de la minimización del individuo mortal. Y a la inversa, una
ideología que trivialice al individuo, trivializará la muerte. Por el
contrario, si la muerte es captada como problema es porque el
hombre es aprehendido como un valor que trasciende el del puro
hecho bruto.
Como se ve, se han multiplicado las preguntas; es dudoso que un
discurso puramente racional esté en grado de ofrecer las correlativas
respuestas. Las más positivas entre las elaboradas por las
tanatologías actuales (JASPERS y MARCEL, BLOCH y GARAUDY) no
son, en sentido estricto, conclusiones racionales; son más bien
opciones transracionales de un discurso más meta-religioso que
científico o filosófico. Para los pensadores que formulan respuestas
afirmativas, las cosas parecen presentarse así: la muerte es
necesaria por vía de hecho y parece imposible por vía de absurdo. La
inmortalidad sería entonces necesaria por vía de razón, aunque
parezca imposible por vía de hecho. El espíritu oscila indefinidamente
entre ambos polos: necesidad de la muerte-necesidad de una victoria
sobre la muerte. La razón, por sí sola, no alcanza a despejar esta
torturante ambigüedad, porque una y otra vez se da de bruces con el
espesor de] hecho opaco, compacto, impenetrable, del tener que
morir. UNAMUNO expresaba la misma dolorida perplejidad cuando
escribía que ni el sentimiento logra hacer del consuelo una verdad, ni
la razón logra hacer de la verdad un consuelo.
¿Qué queda entonces? Queda la esperanza. La cual -notémoslo
bien- sería imposible si fuesen certezas apodícticas o la aniquilación o
la sobrevida. La esperanza es posible justamente porque ninguna de
las alternativas se impone categóricamente sobre su contraria.
Recordemos de nuevo a MONTAIGNE: la única postura sensata aquí
es la de «el gran Peut-étre».
Junto a la esperanza, y suscitada por ella, resta también la
trascendencia. Explícitamente reclamada por existencialistas como
JASPERS y MARCEL, por marxistas como BLOCH y GARAUDY: por
postmarxistas como HORKHEIMER y ADORNO, implícitamente aludida
por el último HEIDEGGER, la idea de trascendencia ha perdido hoy el
preciso significado técnico que le atribuía la tradición
filosófico-teológica para tomarse más fluida y genérica. Con ella se
expresa ahora el anhelo esperanzado de un non omnis confundar
(«no desapareceré enteramente»: BLOCH), el voto de que el núcleo
auténtico del ser humano no se volatilice para siempre con la muerte
de su sujeto, la confianza de que, a la postre, el ser prevalecerá sobre
la nada.
Pero éste es ya, insisto, un discurso cuasi religioso. Llegados a
este punto, por tanto, es preciso recurrir a otra forma de reflexión y a
otro tipo de fuentes. Es preciso, en suma, escuchar la palabra que la
revelación bíblica profiere acerca de nuestro tema y reflexionar
teológicamente sobre ella.
2 La muerte en la Biblia
1 La evolución de las ideas en el Antiguo Testamento
SEGURAMENTE PARA MÁS DE UNO constituirá una sorpresa
(incluso una sorpresa incómoda y desconcertante) el constatar que
Israel tardó muchos siglos en encontrar salida al enigma de la muerte.
El camino recorrido por el Antiguo Testamento hasta llegar a la
doctrina de la resurrección ha sido largo y atormentado. Y aun en su
fase terminal, los resultados distan de ser brillantes; habrá que
esperar al Nuevo Testamento para declarar cerrado el extenuante
debate que la religiosidad bíblica desarrolló sobre el dilema
muerte-inmortalidad.
El punto de partida de este debate lo representa, en el Antiguo
Testamento, una acendrada religación a la vida temporal y a sus
bienes. Israel ha sido objeto de la predilección de Yahvé, que lo ha
creado como pueblo suyo de la nada (Dt 7,6-8) y lo ha hecho
destinatario de una promesa cuyo despliegue tiene lugar en el marco
de la historia. Una existencia larga, próspera, una descendencia
numerosa y prolongada a través de varias generaciones, son signos
de la bendición de Yahvé.
Por otra parte, el afincamiento del individuo en el clan y su
radicación en la comunidad han sido datos tan indeleblemente
incrustados durante siglos en la conciencia colectiva del pueblo
israelita que reprimían la preocupación refleja por el destino de las
personas concretas,
Ese destino es, sin duda, a juzgar por la evidencia fenomenológica,
la muerte. Frente a ella no faltan los pasajes que la evalúan de forma
casi naturalista, con serena impavidez, incluso con una cierta
complacencia. Morir es «tomar el camino de toda carne» (Jos 23,14; 1
Re 2,2), «irse en paz con los padres» (Gen 15,15), «ir a reunirse con
su pueblo» (Gen 35,29); nada parece haber en ello de especialmente
repulsivo o escandaloso, máxime cuando se muere «en buena
ancianidad y saciado de días» (Gen 25,8).
En todo caso, la muerte del hombre singular no detiene el proceso
de cumplimiento de la promesa, que continuará realizándose en sus
descendientes. Así se despide Jacob moribundo de su hijo José: «yo
muero, pero Dios estará con vosotros y os devolverá a la tierra de
vuestros padres» (Gen 48,21). En cuanto a Moisés, «acabó diciendo
estas palabras a todo Israel: tengo ya ciento veinte años. No puedo ir
y venir más. Yahvé me ha dicho: tú no pasarás este Jordán... Sed
valientes y firmes, porque Yahvé, tu Dios, marcha contigo y no te
dejará ni abandonará» (Dt 31,1-6).
Con todo, esta interpretación aséptica de la muerte, localizada en
franjas muy antiguas de la tradición veterotestamentaria, no es la
única. La repugnancia que produce, el sentimiento de rebelión ante
su inexorable necesidad, asoma con vigor en otros textos. Es cierto
que ella no importa la aniquilación total de su sujeto; el muerto no se
extingue por completo, pero conduce una suerte de infravida
miserable en el scheol (SEOL), alojamiento indiscriminado de todos
los que abandonaron este mundo. La situación de sus inquilinos es
singularmente ingrata, sobre todo porque allí cesa cualquier atisbo de
vida comunitaria; cesa incluso la posibilidad de relacionarse con Dios.
El muerto es un excomulgado; estar en el scheol es habitar en «el
silencio» (Sal 31,18; 94,17; 115,17) y «el olvido- (Sal 88,13), «ser
arrancado de la mano de Yahvé» (Sal 88,6), «no poder alabarlo» (Sal
6,6; 30, 1 0), etc.
A decir verdad, ninguna de estas ideas y representaciones pueden
considerarse originales; concepciones semejantes eran participadas
por los diversos pueblos y culturas contemporáneos. Pero con tales
premisas se plantea un espinoso interrogante: si el scheol es el
destino común de todos (buenos y malos, ricos y pobres, jóvenes y
viejos), ¿dónde, cómo, cuándo retribuye Dios al hombre? Dios, en
efecto, es un señor justo, del que cabe por tanto esperar que dé a
sus siervos lo que éstos merecen con sus acciones.
RBA/IDUL-COLE RETRI/IDUL-COLE: La primera respuesta que
Israel dio a este interrogante es la siguiente: Yahvé sanciona el bien y
el mal, la fidelidad y la infidelidad, en esta vida, con premios y castigos
temporales y colectivos. Tanto Lev 26 como Dt 28 nos han transmitido
un largo catálogo de bendiciones y maldiciones, que tienen por objeto
contenidos exclusivamente intrahistóricos y por sujeto a la entera
colectividad.
El carácter secundario de la responsabilidad individual dentro de
este esquema retributivo llegó a plasmarse en una sentencia
proverbial: «los padres comieron agraces y los hijos sufren la
dentera» (Jer 31,29; Ez 18,2). Sin embargo, dicha responsabilidad no
era desconocida para la legislación mosaica: «no morirán los padres
por culpa de los hijos, ni los hijos por culpa de los padres. Cada cual
morirá por su propio pecado» (Dt 24,16; cf. Ex 32,33; Lev 20,3; Num
15,30-31). Con todo, habrá que esperar a la gran crisis del exilio
babilónico para asistir a una efectiva reivindicación de este principio.
El refrán recogido por Jer 31,29 y Ez 18,2 es categóricamente
refutado por ambos profetas, que le oponen la norma de Dt 24,16:
«cada cual morirá por su culpa; quienquiera que coma el agraz,
tendrá la dentera» (Jer 31,30); «nunca me diréis este proverbio en
Israel... El que peque, ése morirá» (Ez 18, 3-4).
No obstante, sigue concibiéndose la retribución en términos
puramente temporales. Los salmos 1, 91, 112 y 128 son otros tantos
ejemplos de una sanción del bien y del mal que se ejecuta en esta
vida y con bienes o males exclusivamente materiales:
prosperidad-desgracia, riqueza-pobreza, fecundidad-esterilidad, etc.
Comienzan empero a detectarse síntomas de insatisfacción ante una
tesis que dista de ser avalada por la experiencia. Ésta, en efecto,
notifica con harta frecuencia que la correlación bondad-felicidad (o su
contraria, maldad-infelicidad) está ausente del curso normal de los
acontecimientos. El patético soliloquio de /Jr/15/10-18 expresa con
acentos conmovedores la desolada perplejidad del israelita piadoso
ante el silencio de un Dios que no sale en su defensa, y que por ello
justifica la punzante sospecha del profeta: «¿serás Tú para mí como
un espejismo, aguas no verdaderas?»
La angustia de esta situación alcanza su cota más alta en el libro
de Job. Los dos monólogos iniciales del protagonista (capítulos 3, 6, y
7) plantean con crudeza antológica una enmienda a la totalidad de la
tesis retribucionista clásica. Los amigos no saben sino reiterar esa
tesis; la doctrinaria obstinación con que apelan a la experiencia (4,
7-8; 8,8 ss.) sólo sirve para afianzar la convicción de Job: la respuesta
tradicional es «pura falacia» (21,34). La triste, desconcertante verdad
es que en el mundo no hay justicia; que la injusticia, el dolor, la
enfermedad, la muerte, reinan indiscriminadamente sobre buenos y
malos, y que el scheol acaba por nivelar el destino de unos y otros
(3,17-19; 7,7-10).
La brecha abierta por el libro de Job se ensancha con el del
Quohelet; al airado paroxismo de aquél sucede el escepticismo
corrosivo de éste: «yo tenía entendido que les va bien a los
temerosos de Dios» (8,12), pero lo cierto es que «hay un destino
común para todos, para el justo y para el malvado» (9,2.3). Sólo
resta, pues, gozar de los menguados placeres que la vida ofrece; he
ahí «la única paga del hombre» (3,22). Lo demás, concluye el sabio
lapidariamente, es «vanidad de vanidades» (1,2; 12,8).
¿Qué se ha hecho, a estas alturas, de la figura entrañable del Dios
de la Alianza? Con la quiebra de la teodicea clásica, cabría esperar
también la quiebra de la vieja imagen de Yahvé; el mérito de Job y
Quohelet radicaría en haber planteado por primera vez el dilema
insuperable de todo ateísmo militante; Dios es u omnipotente y
malvado o impotente y bondadoso. Lo que no puede ser es
omnipotente y bondadoso a la vez.
Pero contra esta lectura (posible) de ambos libros se alza el hecho,
evidente en una simple ojeada de todo el texto, de que sus dos
autores continúan siendo radical y visceralmente creyentes. La
experiencia de un Dios silente no se resuelve en la sospecha de un
Dios inexistente: «yo sé que mi vindicador vive y que Él, el último, se
levantará sobre la tierra ... » (Job 19,25).
JOB/FE-DUDAS: Precisamente en esta inconmovible fidelidad reside la grandeza fascinante de Job. Porque,
ante todo y sobre todo, es la causa de Dios lo que aquí está en juego; en este debate, la causa del hombre ocupa un lugar secundario. Es
no tanto el derecho debido al hombre cuanto el honor que Dios se debe a sí mismo lo que confiere su cabal magnitud a este
impresionante forcejeo con el misterio de la existencia. Por eso Job no se cansa de instar a Yahvé para que comparezca ante él (9,
15.32-33; 13, 3.22: 21, 35-37): porque se trata de salvar la identidad divina, antes que de restaurar la condición humana. Si Dios no
existiese, el tenso dramatismo de la situación no se sostendría, el mal ya no sería escándalo, la protesta -privada de su destinatario natural-
no tendría sentido. «¿Todavía crees en Dios? Cree en Dios y muérete»; en esta increpación de la mujer de Job (2,9) se refleja la
distancia que media entre creencia e increencia cuando una y otra afrontan las situaciones-límite padecidas por Job.
En todo caso, Dios no es primariamente el retribucionista, el
Dios-lotero que reparte premios y castigos, que existe para esto. La
cuestión Dios es distinta y autónoma respecto a la cuestión
retribución. Ahora bien, de un lado, tras Job y Quohelet la tesis
tradicional de una retribución temporalista ha saltado hecha añicos;
de otro, empero, el problema sigue en pie porque la imagen de Dios
sigue en pie. Los creyentes habrán de imprimir, por tanto, un nuevo
sesgo a sus reflexiones para encontrar una salida. Puesto que Dios
es veraz y fiel a su promesa, puesto que ésta no se cumple a menudo
en esta vida, se impone indagar en la única dirección que queda
abierta todavía: la que trasciende el límite espacio-temporal de la
existencia. Hace falta, con otras palabras, revisar las arcaicas
concepciones sobre la muerte, los muertos y el scheol.
Ante todo, hay que repensar la inhibición que se atribuía a Yahvé
en lo tocante al reino de los muertos. Creer que la muerte señala el
límite del poder de Dios sería, lisa y llanamente, negar a Dios como
Dios. Si Él es el señor de la vida, ha de serlo también de la muerte y
los muertos. Si además se ha manifestado como amor inconmovible y
misericordioso, la muerte del amigo no puede dejarlo indiferente. «No
abandonarás mi vida al scheol, ni dejarás a tu amigo ver la fosa»,
exclama el justo que ha gozado de la intimidad divina durante su
existencia (Sal 16). Otros dos salmos, el 49 y el 73, aplicarán ya
directamente al problema de la retribución el principio de un Dios cuyo
amor y fidelidad al hombre no se detienen en el umbral de la muerte,
son más fuertes que el poder del scheol: "Dios rescatará mi vida; de
las garras del scheol me tomará» (Sal 49,16); "a mí, sin cesar junto a
Ti, de la mano derecha me has asido, me guiarás con tu consejo y al
fin en gloria me tomarás... Aunque mi carne y mi corazón se
consuman, es Dios la roca de mi corazón, mi porción para siempre»
(Sal 73,23ss.).
Es claro que en estos tres salmos no se enuncia, clara y
distintamente, un modelo de supervivencia personal; su intuición va
por otro camino. Si la muerte había sido vista hasta entonces como
privación de toda relación (también de la relación con Dios), como
incomunicación absoluta e irreversible (también respecto a Dios),
ahora se afirma lo contrario: la relación Dios-hombre posee una tal
densidad que ni la muerte puede romperla. La esperanza de una
victoria sobre la muerte no es aquí el resultado de un raciocinio o de
una comprobación empírica. Ningún silogismo podría probar la
sobrevida; ninguna experiencia directa podría comprobar su realidad.
Aquí sólo cabe como fundamento una vivencia, una experiencia
religiosa: la comunión de vida en el presente garantiza la esperanza
de sobrevida en el futuro. Sólo quien ha vivido a Dios, quien tiene
experiencia de Él (como Job, como Jeremías y el Quohelet ... ) puede
tener razones para confiar en la definitividad de tal experiencia, en la
solidez eterna de este vínculo interpersonal.
En cualquier caso, la vieja representación de un scheol
indiferenciado, receptáculo de justos e injustos, ha de abandonarse;
siendo el scheol «silencio» y «olvido», estado de incomunicación, esa
situación no puede predicarse del que está unido a Dios por el amor,
porque tal unión interpersonal trasciende incólume cualquier
obstáculo, incluido el de la muerte.
MARTIRIO/RS: De aquí a la afirmación de una forma precisa de supervivencia no hay más que un paso. Habrá que
esperar, sin embargo, el estadio final del Antiguo Testamento para asistir a la primera formulación de esta idea. Ello ocurre en unas
circunstancias históricas muy singulares. La persecución de que hizo objeto Antíoco Epífanes a los judíos piadosos vuelve a poner sobre el
tapete las dramáticas preguntas de Job. ¿Acaso puede Dios desatender las súplicas de sus fieles? ¿Va a prevalecer
definitivamente la injusticia sobre el derecho, la apostasía sobre la fidelidad? En el caso límite del martirio, estos interrogantes se alzan
con impar crudeza, pues el mártir no es el justo sin más, el que se mantiene fiel a Yahvé en la vida; es el fiel a Yahvé en la vida y en la
muerte. ¿Le será fiel Yahvé a él en esa muerte?
Estas preguntas, a las que Job no encontraba respuesta, van a
recibirla ahora: Dios garantiza con su fidelidad la vida de los más
fieles, a saber, de los mártires. En 2 Mac 7 la idea de resurrección
rubrica el tormento de cada uno de los siete hermanos: « ... el rey del
mundo nos resucitará para la vida eterna a los que morimos por sus
leyes» (/2M/07/09/14). El capítulo /2M/12/43-46 extiende el estatuto
martirial a los soldados muertos en defensa de la fe, para los que
también rige «el pensamiento de la resurrección». Finalmente Dan
12,2.13 emplaza la resurrección en el escenario del drama
escatológico: «muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se
despertarán para la vida eterna... Y tú, vete a descansar; te
levantarás para recibir tu suerte al fin de los días».
¿Por qué se expresa la esperanza en la supervivencia en términos
de resurrección? La antropología hebrea concibe al hombre
unitariamente, como carne animada, o alma encarnada. La
corporeidad es indiscernible de la condición humana. Si, pues, hay un
futuro para el hombre más allá de la muerte, tal futuro tiene que ser
formulado en términos de encarnación, no de desencarnación. No
obstante, el libro de la Sabiduría, contemporáneo o ligeramente
posterior a los textos resurreccionistas antes citados, no menciona la
palabra resurrección y sí en cambio la de «inmortalidad» (o
«incorruptibilidad»). ¿Será ello síntoma de que se ha asumido en él el
pensamiento filosófico griego de una inmortalidad natural del alma?
No necesariamente: el autor en realidad no hace sino prolongar la
idea de los tres salmos místicos sobre el tema de la comunicación vital
entre Dios y el hombre: el justo no conocerá la muerte, sino que será
«trasladado» o «tomado» por Dios (4,10.11.14); su esperanza está,
pues, «llena de inmortalidad» (3,4); más allá de la muerte física, su
vida «está en manos de Dios» (3,1). En suma, contrariamente a los
impíos, «los justos viven eternamente; en el Señor está su
recompensa» (5,15). Eso es también lo que quieren significar los
autores de 2 Mac y Dan cuando hablan de la resurrección.
A la postre, pues, el pensamiento bíblico ha desembocado en la
aseveración de una vida postmortal merced a un progresivo
esclarecimiento del misterio de la identidad de Dios. Las premisas de
la resurrección versan sobre la teología, no sobre la antropología. El
trasfondo de la fe resurreccionista es el problema de la teodicea: la
resurrección del hombre es la autojustificación de Dios. El discurso
antropocéntrico se queda mudo ante la muerte, que es (según se ha
observado más arriba) muda y hace mudos. Si Job no se dejó acallar
por ella, si Israel terminó descubriendo en ella algo más que el
«olvido» y el «silencio» de sus primeras aproximaciones al tema, ello
ha sido posible porque el horizonte último de la entera cuestión
estaba dominado por una antigua palabra: «Yo seré vuestro Dios», un
Dios «de vivos, no de muertos». Y por una inquebrantable
certidumbre: «Yahvé es la roca de mi corazón». Con tales premisas,
no podía no imponerse esta conclusión: «El rey del mundo nos
resucitará para la vida eterna».
2 El Nuevo Testamento: resurrección de Cristo y de los
cristianos
LA CREENCIA en la resurrección, recién nacida prácticamente en
el umbral del Nuevo Testamento, fue objeto de disputas escolásticas
en el judaísmo del tiempo de Jesús. Fariseos y saduceos estaban
divididos, entre otras, por esta cuestión. Contra los saduceos
polemiza Jesús en Mc 12,84ss. Su argumentación confirma cuanto se
ha dicho sobre la índole teológica de la fe en la resurrección: Dios no
lo es de muertos, sino de vivos; la idea de la resurrección surge como
explanación de la idea de Dios. La conexión antes reseñada entre el
"Yo seré vuestro Dios» y la resurrección es expresamente establecida
por Jesús: "¿no habéis leído en el libro de Moisés... cómo Dios le dijo:
Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob?».
Pero el teocentrismo de la fe resurreccionista va a evolucionar con
Pablo hacia un decidido cristocentrismo. El texto clave de la teología
paulina de la resurrección es el capítulo 15 de 1 Co (/1Co/15). Los
exegetas no se han puesto de acuerdo todavía sobre las precisas
señas de identidad del error que el Apóstol quiere refutar;
probablemente se trata de una interpretación presentista-espiritualista
de la resurrección, en línea con aquella a la que se alude en 2 Tim
2,18: «la resurrección ya ha sucedido».
Contra esta interpretación, Pablo subraya: a) el carácter
escatológico (futuro) de la resurrección (vv.20-28); b) la índole
somática de la existencia resucitada (vv.35-44); c) la causalidad
eficiente (vv.20-21) y ejemplar (vv.45-49) que ejerce Cristo sobre esa
existencia.
Respecto al carácter escatológico de la resurrección, importa
señalar cómo Pablo recuerda a sus eufóricos adversarios que hasta
ahora únicamente Cristo ha resucitado; los demás resucitarán «en su
venida» (v.23). Y que la muerte sigue estando ahí; su reinado sólo
será abolido tras la abolición del resto de las fuerzas hostiles al Reino:
«el último enemigo en ser destruido será la muerte» (v.26). La única
alternativa válida a este imperio de la muerte es la resurrección, sin la
cual la existencia humana queda desposeída de todo futuro y
encapsulada en un presente que agota su sentido en las funciones
puramente vegetativas: «si los muertos no resucitan, comamos y
bebamos, que mañana moriremos» (v.32).
En cuanto a la índole somática del acontecimiento, Pablo pugna
por atajar la proverbial repugnancia griega a la idea de encarnación.
La corporeidad de los resucitados no incluirá las negatividades que
caracterizan el actual estatuto encarnatorio. Será una corporeidad
pneumática («se siembra un cuerpo mortal, resucita un cuerpo
espiritual»: v.44), a saber, pura expresión del Espíritu que da vida
(v.45). Conviene advertir que en el vocabulario paulino el término
cuerpo no designa una parte del hombre opuesta a otra (el alma);
cuerpo en Pablo denota siempre al hombre entero en su capacidad
de relación, en su ser con los otros y con el mundo. Hablando, pues,
de «cuerpo-espiritual», el apóstol está tratando de decir lo que
luego expresará con otra palabra: «todos seremos transformados»
(w.51-52). La fe en la resurrección estatuye una dialéctica entre
continuidad y ruptura, identidad y mutación cualitativa; el sujeto de la
existencia resucitado es el mismo de la existencia mortal, pero
transformado. Dentro de la identidad hay que mantener la estructura
somática de una y otra forma de existencia, no ya como aspecto
parcial del hombre, sino como momento constitutivo de esa identidad:
el hombre es -y no sólo tiene- cuerpo. Pero la mutación cualitativa
alcanza al «revestimiento de lo corruptible y mortal por lo incorruptible
e inmortal» (vv.53-54): el hombre-cuerpo deviene «cuerpo
espiritual».
El cristocentrismo de la resurrección es sin duda la nota dominante
del capítulo entero. Pablo hace arrancar toda su argumentación del
hecho de que Cristo ha resucitado: «si se predica que Cristo ha
resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos entre
vosotros que no hay resurrección de muertos?» (v. 12). Y añade: «si
no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó»
(/1Co/15/13-16). La frase ha dado lugar a diversas interpretaciones.
La más probable es: la resurrección de Cristo es el fundamento de la
resurrección de los muertos. Y no: la resurrección de los muertos es
el fundamento de la resurrección de Cristo. La tesis paulina no sería
que Cristo resucitó porque los muertos resucitan, sino que los
muertos resucitan porque Cristo resucitó. Es esto lo que se da a
entender en los w.20-23, donde a Cristo resucitado se le llama por
dos veces «primicias», «por el cual viene la resurrección de los
muertos». Y así se comprenden también mejor los w. 45-49: la
resurrección hace posible el que podamos «revestir la imagen» del
que era «primicias de los que durmieron» (v.20).
En suma: según Pablo, resucitamos porque Cristo ha resucitado y
a imagen de Cristo resucitado. El capítulo 6 de 1 Co añadirá todavía
un tercer rasgo a esta definición cristocéntrica de la resurrección:
resucitamos como miembros del cuerpo de Cristo resucitado; «Dios,
que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros... ¿No sabéis
que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?» (/1Co/06/14-15). La
concatenación, sin duda deliberada, de los dos versos permite
glosarlos de este modo: Dios nos resucitará a nosotros porque
resucitó a Cristo y nosotros somos los miembros del propio Cristo
resucitado.
J/RSD-INCOMPLETO: De alguna forma, este carácter corporativo
(y no sólo corporal) de nuestra resurrección, como consumación y
plenitud de la de Cristo, había sido ya avanzado en 1 Co 15 con la
idea de Cristo-primicias. El sujeto cabal de la resurrección es el
cuerpo de Cristo, al que los cristianos pertenecen orgánicamente
como miembros. Podría decirse así con toda verdad que Cristo
resucitado no está completo hasta que resuciten todos los que
integran su grupo. O, lo que es equivalente, que nuestra resurrección
completa lo que aún falta a la resurrección de Cristo, como nuestros
sufrimientos consuman lo que aún resta a su pasión.
¿Desaparece bajo esta relectura cristológica del dato resurrección
la comprensión teológica que subrayábamos en el Antiguo
Testamento y que sobrevive todavía en Mc 12,18 y ss.? No
enteramente. En la identificación de Dios sigue siendo determinante
su poder resucitador. Pero si antes del hecho Jesús la expresión
«resurrección de los muertos» no era -en feliz frase de BARTH- sino
un circunloquio del término «Dios», ahora el circunloquio de Dios es
«el que resucitó a Cristo de entre los muertos» (1 Tes 1,10; 1 Co
6,14; Rom 8,11 y 10,9; 2 Co 4,14; etc.). Entre Dios y la resurrección
se intercala ahora el hecho nuevo de Cristo resucitado.
3 Consideraciones teológicas
1 Un poco de historia
LA IDEA DE RESURRECCIÓN como respuesta al dilema
vida-muerte representa una oferta inédita en el mercado de las
ideologías. Fuera de la Biblia, en efecto, tal dilema se sustancia bien
con la teoría de la reencarnación o metempsícosis (transmigración de
las almas), bien con la doctrina de su inmortalidad. La fe
resurreccionista supone, por tanto, algo nuevo y original, tan nuevo y
original como la teo-logía y la antropo-logía de las que depende y en
cuyo contexto se emplaza.
La transmigración (sam-sára, «pasar a través de») de las almas
constituye una pieza esencial de la religiosidad hindú, que se sirve de
ella además para resolver el problema de la retribución. La acción
(karma) buena o mala repercute en la índole de la próxima
reencarnación. Más aún, el transmigracionismo psíquico se inscribe
en el marco más amplio de una cosmovisión globalmente
transmigracionista; es un mero reflejo del transmigracionismo cósmico.
La realidad se despliega en una sucesión indefinida y recurrente de
nacimientos y muertes, de evolución e involución, sobre el fondo
inmutable de la rigurosa unicidad del Ser. Sólo existe de verdad el
Uno, el Absoluto; la multiplicidad es ilusión o tragedia metafísica
propiciada por la encarnación. Encarnándose, el alma (partícula de
Brahma) se individualiza, e individualizándose se aliena. La redención
consistirá en invertir este proceso degenerativo, que va del todo a la
parte, por la renuncia a la singularidad y la reintegración en la
totalidad.
Aunque el budismo posee y se nutre de fuentes literarias propias,
las ideas hindúes del sámsara y el karma han sido asimiladas por él y
exportadas a otros países asiáticos como China y Japón. Uno de los
textos budistas más populares es el Jatakas («historias de
nacimientos»), en el que se describen en más de quinientos episodios
los nacimientos de Buda en diversidad de formas, tanto animales
como humanas. El último le confirió la existencia con que se apareció
en la presente edad del mundo; durante dicha existencia, Buda
alcanzó el supremo esclarecimiento que lo ha conducido finalmente al
nirvana.
Aproximadamente hacia la misma época en que el hinduismo y el
budismo propagaban en el Extremo Oriente la doctrina de la
metempsícosis, esta misma doctrina se asienta en Grecia y Oriente
próximo, merced a una variada gama de pensadores y de escuelas
filosófico-religiosas. Las afinidades entre la versión helenística y la
asiática son, a juicio de TOYNBEE, demasiado notables para deberse
al azar; pese a que ambas localizaciones son muy remotas -máxime
alrededor del año 500 antes de Cristo, cuando las comunicaciones
entre uno y otro punto eran precarias y lentas-, el historiador inglés
conjetura la existencia de una Völkerwanderung, o corriente
migratoria de pastores nómadas, como única explicación del doble
brote de la doctrina.
El hecho cierto es que en el siglo vi a.C. el orfismo difunde, desde
Ática hasta Sicilia, la teoría de la reencarnación. El género humano,
surgido de los despojos de los Titanes devoradores de Diónysos,
soporta en su contextura la antinatural amalgama del elemento
titánico y el dionisíaco. El proceso de depuración de éste respecto de
aquél pasa por el kyklos tés genéseos, la recirculación de
nacimientos, a través de la cual, y mediante la iniciación órfica y la
ascesis, puede alcanzarse una final reinserción en el seno de la
divinidad dionisíaca. Así pues, la metempsícosis o ensomatosis es, al
igual que ocurría en el hinduismo y el budismo, un mecanismo de
purificación y desalienación. Ahora bien, mientras que la versión
asiática de la doctrina operaba sobre el fondo de una ontología de
signo prevalentemente monista, esta versión helénica funciona desde
premisas dualistas, que se mantendrán invariables (incluso
acentuadas) en las diversas formulaciones occidentales de la tesis.
Un tal dualismo está ya claramente expresado en una frase de la
escuela pitagórica que, con distintas inflexiones, hará fortuna en el
pensamiento antropológico griego: «el cuerpo es el manto del alma».
A la misma escuela se remonta, según parece, el célebre juego de
palabras soma-sema, esto es, la ecuación cuerpo = sepulcro. El alma,
precipitada de las alturas en que coexistía con los dioses, está
sometida al juego de las reencarnaciones, incluso en cuerpos de
animales, hasta que logra desinfectarse y retornar a su lugar de
origen, donde vuelve a disfrutar de la existencia divina. En apoyo de
esta concepción, viejas tradiciones atribuían a PITÁGORAS memoria
precisa de anteriores reencarnaciones de su alma.
Según PLATÓN, el alma, al ser ingénita, es incorruptible e inmortal.
Mientras se sostiene en su perfección natural, «camina por las alturas
y administra el mundo entero», pero si la pierde «ha de tomar un
cuerpo de tierra» (Fedro, 246 c). La unión de cuerpo y alma es, pues,
un status penal y en él ha de persistir el alma en tanto no se purifique
totalmente.
Del orfismo a PLATÓN, en suma, se estabiliza en Occidente una
teoría del alma que incluye en sus postulados el carácter ingénito e
inmortal de ésta, la encarnación como caída y estado de purificación
y, consiguientemente, la posibilidad de sucesivas encarnaciones para
asegurar el retorno del alma a su condición original: la salvación sería
desencarnación. El plotinismo, la gnosis y el maniqueísmo
prolongaron hasta la era cristiana la vigencia de estas concepciones
en el mundo cultural grecolatino. Lo que, como es obvio, no facilitaba
las cosas a la proclamación cristiana de la resurrección de los
muertos. El peligro de que se confundiese este anuncio evangélico
con la doctrina transmigracionista era real y explica en parte la
insistencia de los Padres y los símbolos de fe en subrayar que la
resurrección acontece «con los mismos cuerpos», «en este cuerpo»,
«en esta carne», etc. No obstante los ingenuos maximalismos a que
estas fórmulas dieron lugar, la firmeza con que los cristianos de los
primeros siglos las defendieron arroja como saldo positivo el haber
puesto en claro, desde el primer momento, que una cosa es la
resurrección de los muertos y otra bien distinta la inmortalidad
desencarnada o la reencarnación de las almas.
2 Por qué resurrección, y no desencarnación o
reencarnación
RS/REENCARNACION
LA PRIMERA REFLEXIÓN TEOLÓGICA sobre la resurrección ha de
versar, al hilo de cuanto antecede, sobre su razón de ser frente a las
alternativas que se acaban de reseñar: ¿por qué resurrección, y no
reencarnación o inmortalidad de un alma desencarnada? Se ha
adelantado ya que los motivos derivan tanto de la doctrina bíblica
sobre Dios como de la doctrina bíblica sobre el hombre. Examinemos
este punto con más detención.
Según hemos visto, la tesis de la metempsícosis se afinca tanto en
el monismo hinduista y budista como en el dualismo que traspasa el
pensamiento helenista, desde la escuela órfica hasta la gnosis y el
neoplatonismo. El monismo impone la condena de la individuación; el
dualismo entraña la descalificación de la corporeidad. En rigor cabría
preguntarse si ambas cosmovisiones son, a fin de cuentas, tan
polarmente distintas como parecería sugerirlo la terminología; si el
dualismo no será, en último análisis, la inflexión ética de una
metafísica esencialmente monista. La verdad es que los sistemas
dualistas otorgan realidad cabal y auténtica sólo al espíritu, y
descifran la materia como anti-realidad o realidad degradada e
inauténtica. Los dualismos serían, pues, a la postre, derivaciones
antropológicas de un originario panteísmo espiritualista.
Sea cual sea la validez de esta interpretación, parece evidente que
el rechazo de la individuación que acontece en el monismo tiene su
precisa correspondencia en el rechazo de la corporeidad vigente en el
dualismo; la corporeidad viene a ser, en una y otra ideología, el
agente ejecutivo de ese extravío metafísico que es la individuación.
Esta se opone -tanto en el monismo como en el dualismo- a la
reimplantación del hombre en su matriz nativa, el Gran Uno espiritual,
que es a la vez el Gran Todo único y únicamente verdadero. La
individuación- encarnación responde a una apostasía e implica la más
trágica amnesia, el fatídico eclipse de la propia identidad.
En todo este proceso discursivo se sobreentiende que la más
eficaz receta para liquidar la muerte es liquidar el yo mortal. La
operación no es difícil, porque ha sido preparada por el previo
descrédito de la realidad individual. Cuando el yo singular es reputado
cual quantité négligeable, más aún, cuando ha sido difamado como
efecto de un acto nefando -la multiplicación disgregadora del Ser- ,
nada se opone ya a la disolución de la conciencia separada en el
magma del Unum. La pérdida de la individuación no es tal pérdida,
sino ganancia; la desencarnación no es la extinción del propio yo
corpóreo, sino la liberación de la esencia más propia de ese yo, que
se sitúa en las antípodas de la corporeidad.
La consecuencia inmediata de las doctrinas de la desencarnación
o la metempsícosis es la indefinición a que se ve sometida la entera
existencia humana. Las almas circulan ágilmente, con billete de ida y
vuelta, del más allá al más acá y viceversa. No hay génesis sin
palingénesis, ni evolución sin involución. El péndulo oscila
endémicamente entre vida y muerte, hasta el punto de que ya no se
sabe en verdad qué es vida y qué es muerte. Thánatos, la
discontinuidad mortal, se revela en las lecturas que comentamos
como fenómeno epidérmico, o mejor, como espejismo; por debajo de
él palpita y fluye eternamente la continuidad de Bíos, la vida. A lo
sumo habría entre las distintas fases de la misma y única vida un
resorte cancelador de la memoria, un baño lustral en las aguas del
Leteo, que proporciona la ilusa persuasión de un comienzo desde
cero y de un término aquietante. Pero por más que el pasado prenatal
se estratifique fuera del alcance de la anámnesis, sigue estando ahí,
impidiendo a la vida que recomienza ser algo más que mero avatar de
una entidad que no conoce inicio ni, por ende, término.
El no cristiano a estas doctrinas está ya preanunciado en el no a
sus premisas ontológicas y éticas. El último artículo del Credo
("esperamos la resurrección de los muertos») se deriva estrictamente
del primero («creemos en Dios Padre, creador de todo lo visible y lo
invisible»). La creación, en efecto, impone el reconocimiento de la
bondad radical de la individuación: el Ser confiere graciosamente la
existencia a los seres. Sólo un Dios que se define como Amor puede
no ya tolerar magnánimamente sino promover activamente la
existencia de lo otro, de lo distinto de sí; la multiplicidad es el
resultado de la libérrima y amorosa autodonación de Dios. La materia
se remonta, como el espíritu, a este mismo y único designio creador:
el cuerpo es, por consiguiente, realidad tan digna, auténtica y cabal
como el alma. Justamente por ello es posible el hombre, alma
encarnada, carne animada, milagrosa síntesis de materia y espíritu,
armónicamente conjugados en la unidad sustancial de la persona
humana.
Esa persona (cada persona) es un ser libremente querido por Dios
como valor absoluto; la muerte puede finalizar su tiempo, mas no
extinguir su vida. La palabra creadora es palabra promisoria; nada, ni
siquiera la muerte, puede acallarla. Y esa palabra crea y promete
vida; una vida que, como el amor de donde procede, es más fuerte
que todo, más fuerte incluso que la muerte. Una vida cuyo destinatario
es el mismo tú elegido por Dios en su precisa singularidad, en la
infalsificable mismidad de su ser corpóreo-espiritual.
Si, pues, cada hombre es un hecho irrevocable, anclado para
siempre en la memoria vivificante de su creador, si hay para él un
futuro a pesar y más allá de la muerte, ese futuro ha de tener por
nombre resurrección, esto es, recuperación y consumación de la vida
en todas sus dimensiones constitutivas, entre las que figura
destacadamente la condición somática. Y no desencarnación o
reencarnación, nombres que ignoran o desdeñan la corporeidad
definitoria de lo humano.
Por lo demás, y como enseña Pablo, resurrección es un concepto
comunitario, corporativo. La carne que resucita está hecha de
projimidad, ha sido amasada en el molde de la socialidad. La
salvación que se promete y confiere con la resurrección no es el
salvamento del náufrago solitario, sino la reconstitución de la unidad
originaria de toda la familia humana. No es tampoco la
desmundanización del hombre o su exilio a una especie de no man's
land. Por el contrario, la fe cristiana ha conectado siempre al anuncio
de la resurrección el de la nueva creación; juzga tan impensable una
consumación autónoma de lo mundano como una consumación
acósmica de lo humano.
En resumen, diciendo resurrección, la fe no habla:
a) de una salvación espiritualista (del alma sola);
b) de una salvación individualista (del yo singular solo);
c) de una salvación desmundanizada o acósmica (de la humanidad
sola).
Diciendo resurrección, la fe habla de una salvación:
a) del hombre entero (en cuerpo y alma);
b) de la comunidad humana (y no de sus individuos aislados);
c) de la entera realidad (a una humanidad resucitada corresponde
un mundo transfigurado).
3 Credibilidad de la resurrección
RS/CREDIBILIDAD: LA FE EN LA RESURRECCIÓN parece, pues,
preferible a las alternativas presentadas por otras religiones o
sistemas filosóficos; es también, sin duda, altamente sugestiva y
prometedora. ¿Será además creíble? La pregunta es pertinente,
porque en la historia de la transmisión de las doctrinas cristianas
apenas si se encontrará alguna que haya encontrado más resistencia
(y ello desde el principio) que ésta.
Y, sin embargo, es ésta una doctrina que, adecuadamente
presentada, contaría con buenos motivos de credibilidad. Para ello es
preciso recordar cuáles fueron sus orígenes. La fe resurreccionista ha
nacido, como vimos, en un contexto martirial (2 Mac y Dan); Cristo, el
resucitado por antonomasia, es el mártir por antonomasia, el inocente
inicuamente ajusticiado. La idea de resurrección tiene, pues, mucho
que ver con la idea de reivindicación del justo inmerecidamente
condenado, de rehabilitación de la causa aparentemente perdida; no
es por tanto mero oportunismo pretender explanarla como desenlace
de la promesa utópica de justicia para todos, de libertad para todos y
de todas las alienaciones.
RS/JU-PARA-TODOS JUSTICIA/RS: Justicia para todos. Pero al
muerto injustamente no se le hará justicia con ceremonias póstumas;
se le hará justicia si se le recupera para la vida. O hay victoria sobre
la muerte o no hay victoria sobre la injusticia; como deploraba
amargamente HORKHEIMER, el verdugo prevalece definitivamente
sobre la víctima al ser homologado la suerte de ambos por la fosa
común que los acoge indistintamente. «Justicia para todos» es una
promesa falaz si no resucitan todos; de lo contrario, a lo sumo y en la
mejor de las hipótesis, habrá justicia para una parte, no para todos.
Habrá, a fin de cuentas, justicia parcial, es decir, injusticia total.
RS/LBT-PARA-TODOS LBT/RS MU/ALIENACION
Libertad para todos y de todas las alienaciones. Pero mientras
subsista el terror y la necesidad fatal del tener que morir, no se habrá
suprimido la alienación más radical; aquélla por la que el hombre -en
frase de SARTRE- es expropiado de su ser y de su haber para
devenir «botín de los supervivientes». Por otra parte, las fuerzas
opresoras han manejado siempre como último resorte de la represión
la amenaza de la muerte; un auténtico proceso de liberación ha de
incluir, por consiguiente, la certidumbre de una victoria sobre la
muerte. Ya HEIDEGGER observaba lúcidamente que la libertad más
liberada, la libertad liberadora es libertad ante y para la muerte. La
libertad de Jesús ha sido supremamente capaz de morir («nadie me
quita la vida; soy yo quien la da») desde su insuperable certidumbre
de resucitar.
UTOPIA/RS: Así pues, puede o no darse crédito a la resurrección.
Pero quien la descartase como un sueño ciertamente irrealizable
tendría que tener el coraje de ir hasta el fondo y declarar irrealizables
con análoga certeza los valores absolutos de una justicia y una
libertad universales. A no ser que fuese capaz de mostrar cómo tales
valores se cumplen también en los muertos injustamente, en los que
han sido tratados como esclavos, en la legión innumerable de los
humillados y ofendidos. Pero ¿acaso no hará falta una fe todavía
mayor que la postulada por la resurrección para creer que la historia
rescata a sus muertos, reivindica a los inocentes y libera a los
oprimidos? O incluso sin exigir tanto: ¿es verdaderamente creíble la
hipótesis de una historia que alcanza por su propio pie la justicia y la
libertad universales, absolutas y estables? ¿Será, en fin, verosímil
una historia en la que no tengan ya cabida las preguntas de Job? ¿O
creer en tal historia (porque de un acto de fe se trataría) es al menos
tan arduo como lo sea el creer en la resurrección?
4 Entre la muerte la resurrección
ACABAMOS DE VER que la respuesta cristiana al problema de la
muerte es la resurrección. Pero entonces, ¿cuál es la situación
inaugurada por la muerte misma? ¿Qué pasa con los muertos? ¿Cuál
es su estado de la muerte a la resurrección? Es ésta la llamada
"cuestión del estado intermedio», vivamente debatida hoy por
teólogos, exegetas y filósofos.
1 Los datos del problema
CONVIENE, ante todo, discernir en este problema lo que pertenece
a la fe de la Iglesia (y, por consiguiente, es doctrina vinculante) y lo
que queda abierto a la discusión. Son de fe (en el sentido que se
explicará a continuación) los cuatro datos siguientes: a) la
inmortalidad del principio espiritual del ser humano; b) la retribución
inmediatamente subsiguiente a la muerte; c) el carácter escatológico
de la resurrección; d) la posibilidad de una purificación postmortal.
A estos cuatro datos, cuyo carácter dogmático los hace
inesquivables para cualquier teoría sobre el estado intermedio, debe
agregarse un quinto, no de fe, pero harto obvio para poder ser
negado razonablemente: la duración vigente fuera de la historia no es
la misma que transcurre dentro de la historia.
a) ALMA/INMORTALIDAD
Inmortalidad del principio espiritual del ser humano. En páginas
anteriores hemos denunciado como ajena a la fe cristiana e
insuficiente antropológicamente la tesis dualista de la inmortalidad
desencarnada del alma. Cuando, por tanto, el Concilio Lateranense V
define la inmortalidad del alma (D 738), está refiriéndose a algo
distinto de lo denotado con la misma expresión en el lenguaje
filosófico no cristiano. El alma cuya inmortalidad se afirma en el
concilio no es un espíritu puro, sino «el alma forma del cuerpo», no es
un ser desencarnado en su origen y desencarnable en su término, al
que la encarnación sobreviene como un accidente infeliz o una
condena, sino uno de los principios de ser del hombre. Su
inmortalidad no es, pues, la forma definitiva de su existencia, sino la
condición de posibilidad de la resurrección. Fijémonos más
atentamente en este último punto.
La idea de resurrección implica la identidad del hombre resucitado
con el hombre histórico. Es el mismo yo que ha muerto el que resucita
de entre los muertos. Ahora bien, para que tal identidad sea real, y no
meramente verbal, tiene que haber en ese yo algo que sobreviva a la
muerte, que sirva de nexo entre las dos formas de existencia, sin lo
cual no habría resurrección sino creación de la nada. Para que se dé
verdaderamente lo que la Escritura llama resurrección, la acción
resucitadora de Dios no puede ejercerse sobre el vacío absoluto,
sobre la nulidad total del ser humano; ha de apoyarse sobre un
elemento constitutivo del mismo. La muerte es fin del hombre entero,
mas no enteramente. Que el hombre, por la muerte, cese de ser no
significa que sea succionado totalmente por la nada; persiste en él un
quid, que ciertamente no es el hombre, pero que se impone a la
atención de Dios, que se graba en su memoria y a partir de lo cual el
amor divino reconstruye al ser humano en su integridad.
De otro modo, y caso de dar por buena la hipótesis de la
aniquilación total, habría que postular el absurdo metafísico de que
Dios cree dos veces a un ser del que se dice que es único e
irrepetible por definición. Nótese además que crear a tal ser una
segunda vez supondría no sólo replicar una determinada entidad
singular, sino también introyectarle un banco de recuerdos,
sentimientos, vivencias, experiencias ... ; sólo así se obtendría el
mismo hombre. ¿Es esto concebible?
Lejos, pues, de oponerse a la fe en la resurrección, la doctrina de
la supervivencia del principio espiritual del hombre es, lisa y
llanamente, su condición de posibilidad. Condición de posibilidad: tal
doctrina es funcional -y secundaria- respecto a la fe en la
resurrección. Pero es a la vez irrenunciable si por resurrección se
entiende lo que la Biblia enseña con ese término 1.
b) Retribución inmediatamente subsiguiente a la muerte. La muerte
es, según la fe cristiana, no sólo término de la condición itinerante del
hombre; es también comienzo de su condición definitiva (salvo que
entre en juego la posibilidad a que nos referiremos más abajo, d). Así
lo estipula la constitución dogmática Benedictus Deus, de BENEDICTO
XII (D 530 y ss.), quien dirimió las vacilaciones que sobre este asunto
se registraron en algún momento de la historia de la doctrina, y que
afectaron incluso a su antecesor, JUAN XXII.
EP-CR/EP-JUDIA: Con este aserto, la esperanza cristiana se
distancia de la esperanza judía, que difería el cumplimiento de la
promesa de salvación al extremo final de la historia. Cristo muerto y
resucitado ha cumplido exhaustivamente esa promesa; la pascua de
Cristo es la reapertura del paraíso (J/MUPARAISO /Lc/23/43: "hoy
estarás conmigo en el paraíso»). No hay, pues, una dilación en la
posesión de lo esperado; el «seno de Abraham», destino inmediato
de los muertos judíos, han sido derogado por el ser-con-Cristo,
destino inmediato de los muertos cristianos.
c) Carácter escatológico de la resurrección. El dato de la
inmediatez de la retribución ha de ser conjugado dialécticamente con
el carácter escatológico de la resurrección. Todos los textos
resurreccionistas del Antiguo y del Nuevo Testamento convienen en la
ubicación del acontecimiento en el éschaton. ¿Por qué? Porque,
como se ha indicado ya, el concepto bíblico de resurrección es un
concepto comunitario, corporativo. Es el cuerpo de Cristo, llegado a la
totalidad de sus miembros, el que resucita. Atomizar la resurrección
en resurrecciones es privatizarla, despojándola de su índole
cristológica y eclesiológica. Ni siquiera Cristo ha resucitado a título
privado, sino como «primicias» (1 Co 15, 20.23), es decir, como
cabeza de su cuerpo. Los cristianos, por su parte, resucitan como
miembros de dicho cuerpo (1 Co 6, 1415). He ahí la lógica inherente
al carácter escatológico de la resurrección.
d) Posibilidad de una purificación postmortal. ¿Es posible morir en
gracia, como amigo de Dios, pero sin haber alcanzado el grado de
madurez o limpieza de corazón que Dios podía esperar? Sí; la praxis
de la oración por los difuntos (recogida ya en la Escritura: 2 Mac
12,40ss; 1 Co 15,29; 2 Tim 1,16s.) acredita tal posibilidad,
solemnemente sancionada por el Concilio de Florencia (D 693).
PURGATORIO/DONDE-ESTA: La definición conciliar no exige que la
purificación postmortal cristalice en una situación local o
temporalmente extensa; hace años que H. U. VON BALTHASAR
propuso en un célebre artículo la condensación del purgatorio en el
instante puntual del encuentro del muerto con Cristo, y esta propuesta
ha encontrado un amplio consenso entre los teólogos. Con ella se
toca lo que será nuestro próximo objeto de reflexión: la forma de
duración de quien versa fuera de la historia.
e) La duración vigente fuera de la historia no puede ser la misma
que transcurre dentro de la historia, Siendo el modo de perdurar mera
dimensión del modo de ser, a un modo de ser distinto responderá un
distinto modo de perdurar. La duración del muerto es
inconmensurable con la nuestra; pensar como simultáneas muerte y
resurrección (vid. infra, teorías de BOROS, GRESHAKE y otros) es
reincidir en una concepción ingenua, acrítica, del problema 2.
Pero sin llegar a tanto, se incurre en la misma ingenuidad acrítica
cuando se predican unívocamente (incautamente) del muerto
nuestros adverbios temporales o nuestros tiempos verbales (el muerto
¿ya ha resucitado?; ¿aún no?; resucitará mañana?; ¿resucitó ayer?).
Tales modos de hablar tienen sentido exacto en su propio marco de
referencias; fuera de él no se sabe con precisión qué pueden
significar mientras: 1) no se determine el nuevo marco; y 2) no se
establezcan equivalencias fiables entre ambos marcos. Pero la
condición 1) -y consiguientemente la condición 2)- sólo puede
cumplirse de forma negativa y aproximativa: la duración propia del
muerto, esto es, del que ha salido del tiempo y de la historia para
entrar en la vida (o en la muerte) eterna, no puede ser el tiempo,
duración continua, sucesiva y limitada; ha de ser una duración que
trascienda el tiempo. Pero tampoco puede ser la misma duración
divina, la eternidad propiamente dicha; en tal caso se borraría la
frontera inviolable que separa a Dios del hombre, al Absoluto del
contingente, y la vida eterna sería, no ya salvación, sino pérdida por
absorción del ser humano en el Ser divino.
La duración propia del muerto no es, pues, ni el tiempo del hombre
mortal ni la eternidad del Dios inmortal. Para designarla (lo que
apenas es algo más que poner sobre ella un punto de interrogación),
los antiguos hablaban de «evo». Acaso sea preferible la expresión
«eternidad participada»; eternidad, porque se trata de un estado
definitivo, irrevocable, y por ende de una duración interminable o
ilimitada; eternidad participada porque, a diferencia de la eternidad
estricta, ha de darse en ella una cierta sucesividad, aunque no
necesariamente continua.
2 Ensayos de solución
HASTA AQUÍ, los datos con que toda explicación de nuestro
problema tiene que ajustar cuentas. A tenor de los mismos, no
parecen satisfactorias (puesto que no encajan con alguno de ellos)
las teorías siguientes:
a) EL MUERTO, al salir del tiempo, entra en la eternidad de Dios,
es decir, en una duración sin sucesión. El punto débil de esta teoría
consiste en operar sólo con dos modelos de duración: o el tiempo o la
eternidad dialéctica (planteamiento, por lo demás, típico de la teología
dialéctica radical: BARTH, BRUNNER y el primer ALTHAUS).
b) LA SITUACIÓN de alma separada, presunto sujeto de la
retribución entre la muerte y la resurrección, es inviable, tanto por
motivos metafísicos -siendo el alma principio de ser, no ser, no podría
subsistir en estado de desencarnación- como por motivos teológicos
-el esquema del alma separada induce un doblaje ilegítimo de los
éschata, hasta el punto de devaluarlos o vaciarlos-. Para obviar esta
representación del alma separada se propone alguna de estas dos
hipótesis o variantes de la teoría:
1) El hombre asume en el instante de la muerte una corporeidad
nueva; con todo, la resurrección propiamente dicha es escatológica,
tiene lugar al término de la historia, al ser un acontecimiento social
(resurrección universal) y cósmico (nueva creación). Así piensan
SCHOONENBERG, BOROS, MARTELET y otros.
2) La resurrección acontece sin más en la muerte, y no al término
de la historia; en realidad no sería menester un término de la historia;
ésta puede ser una magnitud indefinidamente abierta. El patrocinador
más destacado de esta hipótesis es GRESHAKE.
La fragilidad de la teoría b, en cualquiera de sus dos hipótesis,
estriba en la postulación gratuita de un nuevo soma que el hombre
cobra en la muerte misma, al margen del éschaton. A más de ser
extraña a la Biblia, esta idea se enfrenta con serios interrogantes: ¿es
todavía la muerte algo realmente letal?; ¿es la resurrección
escatológica algo más que un producto residual del pensamiento
apocalíptico?
La variante 2) de esta segunda teoría, procediendo a la liquidación
pura y simple de la resurrección escatológica y sustituyéndola con
una multiplicidad de resurrecciones, choca frontal y expeditivamente
con el dato c), antes expuesto. La variante 1) quedaría invalidada por
el dato e); leyendo a sus partidarios da, en efecto , la impresión de
que se piensa que la línea continua y sucesiva que es nuestro tiempo
se desdoble, del lado de allá, en otra línea paralela, homogénea,
igualmente continua y sucesiva, puesto que se sostiene que a la
sucesión de muertes puntuales corresponde una sucesión de
resurrecciones puntuales. Esta segunda variante, por tanto, no
negaría (¡bien a su pesar!) la existencia de un estado intermedio,
temporalmente extenso; negaría tan sólo la idea de alma separada
como sujeto de dicho estado.
A estas altura del debate, que se interna ya en un fárrago de
confusas sutilezas, seguramente interese recordar que estamos ante
una cuestión secundaria. La fe se juega no en ella, sino en sus
antecedentes: en los cuatro datos antes recensionados. Con todo, no
es una cuestión superflua; así lo muestra la abundante literatura a
que ha dado origen. ¿Será lícito abundar aún en el fárrago, continuar
indagando en otras vías de salida?
Para ello es preciso examinar un aspecto del problema que ha
pasado comúnmente inadvertido 3. La solución de la teología clásica,
cuestionada hoy con argumentos sobradamente conocidos 4,
operaba con dos premisas: alma separada; duración extensa de la
misma entre la muerte y la resurrección. Ambas premisas se han
venido considerando, al menos de hecho, como indisociables o
mutuamente involucradas. ¿Es esto exacto?
No; ni la afirmación del alma separada conlleva la de su duración
extensa, ni la negación de esa duración extensa conlleva la del alma
separada. Éste es el punto que va a reclamar ahora nuestra
atención.
En 1979 la Congregación para la Doctrina de la Fe hizo público un
documento sobre problemas actuales de escatología (cf. AAS 71,
1979, 939-943). En lo tocante a nuestro tema, el texto romano toma
postura a favor de «la continuación y subsistencia tras la muerte del
elemento espiritual (del hombre)... incluso desprovisto de su
complemento corporal», y añade que «para designar este elemento,
la Iglesia usa el vocablo alma». El sentido obvio de estas frases es
inequívoco; se nos está remitiendo al alma separada, premisa primera
de la solución tradicional.
La segunda premisa, en cambio, es silenciada por el documento;
no se estipula, en efecto, la índole de la duración del alma separada;
y tanto menos se estatuye que sea una duración extensa. Se dice tan
sólo que la Iglesia espera la parusía (y por tanto la resurrección)
como acontecimiento «distinto y diferido» respecto a «la condición
propia de los hombres inmediatamente después de la muerte».
Muerte y resurrección no son, pues, eventos simultáneos, sino
sucesivos. Son eventos «distintos». ¿Son también distantes?; ¿hay
que intercalar entre ellos una duración extendida a lo largo de un eje
continuo? De ello nada dice la declaración del dicasterio romano.
En realidad, las reservas que suscita el concepto de alma
separada surgen de la precariedad de su estatuto ontológico, que se
acentuaría si se le asignase una persistencia extensa. Desde luego, y
de acuerdo con el dato e), no se debe proyectar más allá de la muerte
la duración temporal propia del más acá. Lo que para nosotros está
situado al término de una extensión temporal continua, no tiene por
qué estarlo para el muerto. En rigor, es legítimo conjeturar que quien
ha salido del espacio-tiempo ha llegado, eo ipso, al fin de los tiempos,
al éschaton, y por ende a la eternidad, con tal que con ello no se
pretenda, como sostenía la teoría a), que ha desembocado en el nunc
eterno exclusivo de Dios.
De otra parte, empero, sin echar mano de la idea alma separada
es imaginable una muerte-tránsito, pero deviene impensable una
muerte-ruptura. Sin embargo, la muerte humana es, ante todo,
ruptura, fin del hombre entero; Getsemaní autentifica con memorable
realismo esta dimensión de la muerte. Pues bien; apenas se podría
hablar de muerte real si no se produjera una inmutación ontológica en
su sujeto (análogamente, apenas se podría hablar de resurrección
real si no se registrase una reconstitución somática de dicho sujeto,
su restitutio in integrum).
De ambos extremos -muerte real, resurrección real- da razón el
concepto alma separada; si se abandona, ya no se entiende muy bien
en qué consiste realmente tanto la muerte como la resurrección. La
muerte pierde su temible incisividad; la resurrección, su carácter de
auténtica novedad. Con otras palabras; supuesto que la muerte
importa una genuina ruptura ontológica, mas no una aniquilación, la
idea de alma separada expresa tanto la afirmación de la ruptura como
la negación de la aniquilación, dejando así abierto el hecho muerte al
hecho resurrección.
RESUMIENDO: el descrédito que rodea hoy al concepto de alma
separada, y contra el que nos precave la Congregación para la
Doctrina de la Fe, parece inmerecido. Probablemente dicho concepto
pueda restar buenos servicios a la hora de sopesar con rigor la
verdad de la muerte y de la resurrección. Otra cosa es adscribir a esa
situación ontológica una dimensión cronológica. La fractura que
produce la muerte y que constituye el presupuesto de la resurrección
comporta la idea de alma separada. Ahora bien, no se ve por qué la
duración de ese status crítico haya de tener más extensión que la
necesaria y suficiente para que se dé la secuencia
muerte-resurrección. No es obligado distender muerte y resurrección
en un intervalo cuantitativamente mensurable.
Dicho de otro modo: la realidad "alma separada» concierne a un
orden metafísico que incluye la sucesión entre dos formas de ser,
pero no necesariamente la duración extensa intercalada entre ambas
5.
Resta todavía por decir una palabra sobre la vertiente pastoral de
la cuestión, que es lo que ha motivado la toma de postura de la
Congregación. Como es bien sabido, una cosa es el plano de la
pesquisa y el debate teológicos y otra el del kerigma y la catequesis;
lo que se mueve en aquél no es transferible sin más a éste. Buen
ejemplo de ello es precisamente el problema que nos ocupa. La
respuesta tradicional al mismo tiene la innegable ventaja de estar
aclimatada al medio, de ajustarse casi espontáneamente a los hábitos
mentales vigentes (al menos hoy por hoy) en el hombre de la calle.
Usada secularmente como vehículo expresivo de la fe en los datos
dogmáticos reseñados más arriba (inmortalidad del alma, retribución
inmediata, resurrección escatológica, purificación postmortal), los
explana con sencillez y eficacia pastoral bien probada. No es
desdeñable este hecho a la hora de emitir un juicio sobre la entera
cuestión .
Por el contrario, todo nuevo ensayo interpretativo habrá de
demandarse cómo lee los antedichos datos y qué grado de
receptividad puede lograr en el pueblo cristiano, especialmente
sensible desde siempre -icf. 1 Tes 4, 13 ss.; 1 Co 15, 35ss.!- a este
sector de la doctrina de la fe.
J. L.
RUIZ DE LA PEÑA
LA OTRA DIMENSION
ESCATOLOGIA CRISTIANA
Presencia Teológica, 29
SAL TERRE. SANTANDER-1986.Págs. 9-75
...................
1. Cuán difícil resulte garantizar la identidad entre el hombre resucitado y el
histórico sin contar con este supuesto, se manifiesta, por ejemplo, en el libro de
X. LEÓN-DUFOUR. Jesús y Pablo ante la muerte, Madrid 1982, pp. 293 y ss.
Habiendo de explicar «la continuidad... que une al resucitado con el hombre que
vivió en la tierra», el ilustre exégeta francés recurre a «dos factores:: 1) «el mismo
Dios que da la vida y devuelve la vida»; 2) «el amor que a lo largo de mi vida se
ha ido encarnando en mí». En cuanto al factor 1), hay que preguntarse si la
acción divina de devolver la vida es la misma que da la vida; en tal caso, según
ha quedado dicho antes, no hay resurrección, sino creación, y ambas cosas
distan de ser idénticas. En cuanto al factor 2), ¿cuál es el sujeto del amor al que
se alude? Para que el amor sea "factor de continuidad», tiene que tener un
soporte ontológico, ha de pertenecer a alguien: ni hay muecas sin rostro ni hay
amor sin amante.
2. Incluso en el ámbito de la física, el concepto de simultaneidad se ha tornado
problemático. «¿Cuándo podremos decir que dos sucesos que tienen lugar, el
uno en la tierra y el otro a una gran distancia de ella... son simultáneos?... La
palabra simultáneo ha perdido su sentido>, «Nos hemos acostumbrado a
entender siempre (a propuesta de Einstein) la palabra simultáneo con la
condición 'relativo a un determinado sistema de referencias"»; W. HEISENBERG,
Más allá de la Física. Madrid 1974, pp. 112 y 114.
3. Salvo para C. RUINI. Immortalitá e risurrezione nel Magistero e nella Teología
oggi, «Rassegna di Teologia» 1980, pp. 102-115; pp. 189-206. He aquí un
espléndido trabajo; personalmente agradezco al autor la atención que dedica a
mis escritos sobre el tema. Mi posición está perfectamente reflejada en su
artículo (lo que no siempre sucede) y sus observaciones me han hecho
reflexionar.
4. Cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA. La otra dimensión, pp. 384.
5. La «unicidad», de la Asunción de María, recordada por el documento de la
Congregación, estaría a salvo, en todo caso, porque en ella se da una auténtica
«resurrección inmediata», incluso para el punto de vista de quienes la
contemplan aun desde la historia; la Asunción sustrae a la corporeidad de María
de las leyes del tiempo y de la muerte. De otro lado RAHNER advierte
sagazmente (0.c., pp. 464s.) que si el privilegio de la Asunción se entiende como
prioridad cronológica de la resurrección de María, sería difícil explicar Mt 27,52 y
su eco en la tradición patrística, que naturalmente no han querido ser
desautorizados por la Bula definitoria del dogma asuncionista.
6 Cf. sobre esto J. RATZINGER, Entre muerte y resurrección. «Revista Católica
Internacional Communio», mayo-junio 1980, pp. 273-286. RATZINGER es hoy el
más destacado defensor de la doctrina tradicional del estado intermedio; vid. su
Eschatologie. Tod und ewiges Leben, Regensburg 1977. (Hay traducción
española).