LA MUERTE, EL GRAN FRACASO DEL HOMBRE,
EN LAS MANOS DE DIOS
JOSEP GIL
No siempre ocupa la muerte el lugar que debiera en la reflexión
teológica. La muerte en sí misma, quiero decir. Fácilmente se pasa por
encima de ella, y el discurso se centra en el más allá de la muerte.
Quizás ocurre que no se sabe muy bien qué decir de ella. La
predicación cristiana habla ciertamente del hombre que muere: de él
afirma que la vida "mutatur, non tollitur", que hay vida más allá de la
muerte. La predicación cristiana también habla del porqué de la
muerte: el hombre muere porque es pecador. Pero apenas se habla
de la muerte si no es para presentarla en relación y en función del
Juicio y de la sentencia que del Juicio se sigue y, en definitiva. como
antesala de la eternidad.
A la muerte tampoco le cabe mejor suerte en los esquemas de la
moderna escatología cristiana, a pesar de que en cualquier manual
figura obligadamente un capítulo dedicado a la teología de la muerte.
Parece como si hubiera demasiadas cuestiones previas y
concomitantes: la cuestión de la inmortalidad del alma, la del llamado
"estado intermedio", la del "momento" de la resurrección, etc. Y no
digo que estas cuestiones no sean importantes e incluso
imprescindibles; digo que con ellas todavía no se responde
directamente a la cuestión de la muerte.
Una correcta teología de la muerte debería ser capaz de responder
a la siguiente pregunta: ¿qué pasa cuando un hombre muere?; una
pregunta que no es exactamente esta otra: ¿qué le pasa al hombre
cuando muere? Se trata, por tanto, de la muerte como acontecimiento,
un acontecimiento que ciertamente le ocurre al hombre, pero que
además pertenece al hombre.
Desde esta perspectiva -la muerte como acontecimiento del
hombre-, la muerte tiene que ser tratada del lado de la vida y como
final de la vida. Cabe entonces la pregunta: ¿es la muerte algo más
que el final de la vida? Al hombre, como organismo vivo, le ocurre la
muerte como el último momento de su vida; y, desde luego, la
muerte no ocurre en la vida del hombre, sino que consiste
precisamente en la cesación de la vida: el hombre, como organismo
vivo, camina hacia la muerte pero nunca podrá encontrarse con ella.
En este sentido, la vida y la muerte son irreconciliables.
Pero el hombre es mucho más que un organismo vivo; o, mejor, el
hombre es un ser vivo-que-vive-su-vida. El hombre es libertad,
generosidad, desamor, mezquindad, deseo, esperanza. El hombre no
sólo es un ser biológico, sino también biográfico; un ser que escribe
su vida para que permanezca siempre. El hombre vive en el tiempo,
pero también produce tiempo, un tiempo que carece de las
limitaciones de aquello-que-pasa, para revestir ]as características de
lo eterno. Lo que el hombre va alcanzando a lo largo de su vida con el
ejercicio de su libertad se resiste a la voracidad del paso del tiempo; y
en su misma libertad el hombre encuentra refugio para permanecer
para siempre.
Desde esta perspectiva, desde la perspectiva de la vida vivida
libremente por el hombre, la muerte ocurre en la vida y es, algo más
que el fina] de la vida. La muerte es, a la vez, catástrofe y plenitud,
aunque en planos muy distintos.
En efecto para la conciencia del hombre, la muerte aparece como la
gran amenaza contra su libertad y contra todo lo que con su libertad
ha llegado a ser; catástrofe y violencia, porque atenta contra la
biografía humana y pretende reducirla al silencio absoluto. Por ello el
hombre vive anticipadamente su muerte y, aunque quisiera olvidarla
se la encuentra por todas partes como su gran situación límite. El
hombre reconoce a la muerte en la misma fragilidad de]
tiempo-que-pasa, precisamente por ser lo mas contradictorio de
aquella eternidad que su libertad ha engendrado.
MU/FRACASO-PLENITUD:Pero, para la misma libertad, la muerte
aparece como el lugar más seguro y permanente. La biografía del
hombre no cabe ni puede quedar encerrada en el momento vivido; de
ahí que la libertad del hombre se proyecte siempre hacia adelante, en
busca de un último momento en el que desaparezca la caducidad del
tiempo-que-pasa; y éste es, sin duda, el momento de la muerte. Claro
que, para que el momento de la muerte sea un momento de plenitud,
se requiere que sea un momento no cerrado, sino infinitamente
abierto a la vida: y esto es algo que la libertad del hombre parece que
no puede dejar de postular, pero que el hombre, por sí mismo y por sí
solo, es incapaz de asegurar.
Es evidente que en este momento caben toda clase de hipótesis;
hipótesis que responden a diversos tipos de planteamientos
antropológicos. Hasta ahora nos hemos movido en el terreno de lo
puramente experiencial y vivencial, aunque no hemos podido evitar
unas ciertas opciones de fondo que llevan el marchamo de unas
determinadas coordenadas antropológicas.
Esto no es grave, y además es inevitable. Nunca podemos ponernos
a pensar desde cero, ni siquiera cuando nos ponemos a pensar
"teológicamente". De hecho, la teología ha echado mano de unas
determinadas concepciones antropológicas cuando ha querido
"interpretar" cristianamente el acontecimiento de la muerte; y esto no
es malo, siempre, claro está, que se distingan los planos y los niveles.
Y puede ocurrir -y de hecho ha ocurrido- que una determinada
concepción antropológica haya sido incorporada, más o menos
"oficialmente", a la interpretación cristiana de la muerte, en cuyo caso
la prudencia teológica y, principalmente, pastoral exige cierta
circunspección a la hora de aventurar nuevas explicaciones, quizá
más acordes con la antropología actual.
Sin embargo, el déficit está ahí. Y creo que la preocupación por
"explicar" cristianamente el acontecimiento de la muerte ha hecho
olvidar la verdadera dimensión teológica de la muerte. Por otra parte
comprendo que las urgencias pastorales estén aconsejando dejar las
cosas como están: que la muerte es la separación entre el alma y el
cuerpo, que el cuerpo vuelve a la tierra de donde salió y que el alma
inmortal se apresta a recibir de Dios el premio o el castigo que
mereció. Pero quisiera dejar constancia de que las urgencias
pastorales no siempre dan buenos consejos.
Yo voy a presentar una teología de la muerte centrada en tres
puntos. En primer lugar quisiera insistir en el carácter "kenótico" de la
muerte de acuerdo con la tradición veterotestamentaria y con la
experiencia de la cruz de Jesucristo. En segundo lugar, también de
acuerdo con la tradición veterotestamentaria, recogida en parte por el
Nuevo Testamento, consideraremos la relación entre pecado y
muerte. Finalmente, vamos a contemplar el acontecimiento de la
muerte desde la perspectiva de lo ocurrido en el
Crucificado-resucitado y desde la perspectiva de la temporalidad
misteriosa de la Iglesia.
1. La muerte, el gran fracaso
A pesar de los evidentes progresos de la fe judía respecto de los
contenidos teológicos de la muerte, permanece inalterable la
convicción de que la muerte es un gran fracaso. Y lo es no sólo para
el hombre que muere, que se ve alejado de los bienes de la Alianza.
sino, en cierto modo, también para Dios. En ninguna parte suena la
muerte como liberación. La única luz que permanece encendida en la
tiniebla es la seguridad en el poder de Yahvé, el único ante cuya
presencia el poder de la muerte tiene que doblegarse.
A lo largo de la formidable experiencia histórico-religiosa de Israel
aparece un momento que va a abrir nuevos horizontes: la retribución
debida a justos y a pecadores exige espacios de ultratumba. Sin
embargo continúa siendo Yahvé el único que puede y tiene que
arreglárselas con el hombre que ha muerto; y. desde luego la muerte
continúa siendo la gran devoradora del hombre entero.
Por otra parte, los componentes apocalípticos introducidos en la
conciencia histórica de Israel no hicieron sino entenebrecer más el
fondo oscuro de la muerte. Si la esperanza de Israel se dirige
incansablemente a la acción escatológica de Dios, que hará nuevas
todas las cosas, no hay duda que lo "nuevo" esperado es cada vez
más lo "otro", y el abismo que separa el antes y el después apenas
deja llegar para la continuidad de la creación y de la salvación.
Es verdad que este clima de fracaso no aparece en los libros del
Nuevo Testamento,. pero no creo que en la conciencia cristiana
originaria hubieran cambiado demasiado las cosas; más aún, la
muerte del hombre cristiano abre nuevos interrogantes que oscurecen
todavía más el horizonte de la muerte. De hecho la proximidad de la
parusía (que Pablo, por ejemplo en 1 Tes 4.13-18, no afirma, pero
que da por supuesta) hacía prácticamente inconcebible la muerte,
previa a la "transformación gloriosa", propia de la parusía: lo normal
sería que nosotros, los que vivimos fuéramos al encuentro del Señor
después de ser "transformados" (cf. l Cor 15,51). Pero, suponiendo
que la parusía no fuera tan próxima como era previsible y, por tanto,
que la ley biológica de la muerte produjera sus efectos entre los que
esperan el santo Retorno, ¿qué sentido tiene entonces la muerte?
Novedades, en el Nuevo Testamento, las hay muchas e importantes.
En primer lugar, la muerte aparece como "ganancia": ¿es que se trata
de una liberación? Desde luego, tanto 2 Cor 5,1-10 como Flp 1,21-23
quieren iluminar la situación de los difuntos cristianos antes de la
parusía. Y el Nuevo Testamento es taxativo: a pesar de la muerte, y
más allá de la muerte, hay "vida eterna". El cristiano sabe de memoria
lo que dice el evangelio de Juan: "Todo lo que me da el Padre vendrá
a mí, y al que viniere a mí no lo echará fuera, pues he bajado del cielo
para hacer no mi propia voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y
ésta es la voluntad del que me envió: que de todo lo que dio no pierda
nada, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad
de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna
y le resucite yo en el último día" (6,37-40). Y la fe pascual anuncia
gozosa: por la muerte nos viene la vida; en el caso de Jesús es
evidente, y en el caso de los que están asociados a Cristo por el
bautismo también: "En verdad, en verdad os digo, si el grano de trigo
no cae en tierra y muere, queda él solo: mas, si muere, lleva mucho
fruto. Quien ama su vida la pierde; y quien aborrece su vida en este
mundo la guardará para la vida eterna. Quien me sirve. sígame; y
donde estoy yo, allí también estará mí servidor. A quien me sirviere, mi
Padre le honrará" (Jn 12.24-26). El cristiano sabe que ha sido liberado
de la limitación de la muerte y que su vida permanece abierta al
Señor; por eso asume su muerte, porque morir es morir para el Señor:
"Pues ya sea que vivamos, para el Señor vivimos; ya sea que
muramos, para el Señor morimos. Tanto, pues, si vivimos como si
morimos, del Señor somos" (Rom 14,8).
Cuando San Pablo habla de "la existencia en Cristo Jesús" (cf. 1 Cor
1,30), piensa evidentemente en una realidad de orden sobrenatural
que, desde la situación actual "escondida", tiende a su propia
manifestación (cf. 2 Cor 4,17; Col 3,4; Flp 3,20-21). Pero, en cualquier
caso, hay algo en el hombre que, al morir, va a ser recibido en el
regazo del Padre, de acuerdo con las palabras de Jesús: "Padre, en
tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46).
Sin embargo, la muerte continúa siendo negativamente tenebrosa.
La muerte continúa siendo rompimiento, hundimiento, crisis. También
para el cristiano la muerte biológica es la culminación de un proceso
de concienciación de un tiempo y de un mundo, culminación que
incluye realmente la pérdida de este tiempo y de este mundo, tiempo y
mundo que son el espacio vital para la experiencia humana y para la
comunicación humana.
La experiencia pascual es harto elocuente. Es cierto que la cruz de
Jesús es para el cristiano la "spes unica", pero lo es porque la cruz es
el hundimiento de toda esperanza. Jesús murió realmente, y esto hay
que entenderlo también "teológicamente", es decir, como la caída en
el ateísmo radical. Y es que Dios, en su ausencia infinita y desde su
ausencia infinita, hace brotar lo "nuevo". El "descendit ad inferos" del
Credo cristiano no nos permite pensar de otra manera.
La muerte y resurrección de Cristo significan para el creyente la
imposibilidad de continuar viviendo para si mismo (cf. Rm 14,7-9). Y
esto lo sabe el Nuevo Testamento a partir de la experiencia de
Pascua. Pablo, por ejemplo, sabe que su existencia está sometida a
mil muertes (cf. 1 Cor 4,9ss; 15,30: 2 Cor 4.7-16- 6.4, 11,23: 12 10). El
cristiano sabe que, desde el día en que empezó a morir y a resucitar
con Cristo, este proceso de muerte y resurrección durará toda su vida.
Cada vez que muera al egoísmo, resucitará a la generosidad...,
muriendo en su muerte resucitará para la vida. Un día el último de su
existencia terrenal, tendrá que asumir su propia muerte: es lo que le
faltaba, es el sello de su morir día tras día; por eso la muerte, y sólo la
muerte, le da la posibilidad de una resurrección integral con Cristo:
"Por lo cual no desfallecemos, antes bien, aun cuando nuestro hombre
exterior se desmorone, empero, nuestro hombre interior se renueva
día tras día" (2 Cor 4.16).
Digámoslo de una vez. No parece que el Antiguo Testamento, ni
siquiera en sus últimas etapas, haya conocido el famoso dualismo que
divide al hombre en alma y cuerpo. Tampoco conoce este dualismo el
Nuevo Testamento. El texto, por ejemplo, que hemos citado, 2 Cor
4,16-18, a pesar de sus referencias "hombre exterior-hombre interior",
"cosas que se ven-cosas que no se ven", no presenta ninguna
alternativa dualista: el "hombre interior" y "aquello que no se ve" son la
resurrección escatológica que, en nuestra situación actual, es "la vida
escondida en Dios junto a Cristo" (Col 3,3). De hecho, los versos
inmediatamente anteriores y posteriores a la cita no admiten otra
alternativa: el apóstol acepta de todo corazón el "peligro de muerte
que amenazó a Jesús" (vv. 10.12), lo que hace que "la vida de Jesús
se manifieste" en su existencia abocada a la muerte (vv. 10-11), ya
que "sabemos que el que resucitó al Señor Jesús, también a nosotros
nos resucitará y pondrá a su lado juntamente con vosotros" (v. 14); la
existencia arriesgada del apóstol y la seguridad de que "esta casa
terrena, en que vivimos como en tienda, se viene abajo" encuentran
su sentido en que "tenemos una construcción puesta a nuestra
disposición por Dios, no hecha por mano de hombre, definitiva, en el
cielo" (5,1).
"Perder el cuerpo", morir, no es algo deseable. San Pablo sabe que
los que vivirán el día de la parusía no pasarán por la muerte, sino que
serán transformados (/1Co/15/51-52), saldrán al encuentro del Señor
(1 Tes 4,15) y serán "sobre-vestidos, a fin de que eso mortal quede
absorbido por la vida" (2 Cor 5,4). Esta sería la mejor solución:
"Porque los que estamos en esta tienda gemimos agobiados, por
cuanto no queremos ser despojados, sino más bien sobrevestidos".
MU/CRISIS:En el proceso de crecimiento del cristiano y de la vida
cristiana, la muerte es una verdadera crisis. El cristiano no quisiera
pasar por esta crisis; pero tampoco se trata de desesperarse: en la
parusía del Señor, "los muertos en Cristo resucitarán primero" (1 Tes
4,16).
Según mi modo de ver, la muerte es, pues, un auténtico momento
"kenótico" en el proceso de la salvación: un momento, por otra parte,
que interpela a todos nosotros los vivos, porque cuando un hombre
muere, se revela la ineficacia de nuestro amor, que no sabe retener
en la vida al que muere. La muerte es realmente el gran fracaso.
2. Morimos, porque somos pecadores
P/MU:MU/P:La reflexión teológica del Antiguo Testamento había
llegado a relacionar profundamente pecado y muerte. San Pablo
recoge esta tradición cuando dice: "Por esto, como por un solo
hombre el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte, y así
a todos los hombres alcanzó la muerte, por cuanto todos pecaron..."
(/Rm/05/12). El pecado, en este texto, no es el de Adán (v. 14), sino
una fuerza hostil a Dios que se manifiesta victoriosa por la muerte
biológica o, mejor dicho, que se manifiesta victoriosa caso de no haber
intervenido la muerte y resurreción de Cristo. "mas, donde aumentó el
delito, sobreabundó la gracia, a fin de que, como reinó el pecado en la
muerte, así también reinase la gracia por la justicia para la vida eterna
por Jesucristo, Señor nuestro" (vv. 20-21).
En el Nuevo Testamento se habla de muchas muertes. Hay una
muerte, que no es la biológica, que ha sido eliminada de la vida del
creyente (Cf. Jn 3,15-16.36; 6,47.51; 8,51; 10,28; 11,26). San Pablo
nos dice: la fe y el bautismo, como sacramento de la fe, producen la
comunión con la muerte de Cristo (cf. Rom 6, 4.fi-8). Esta muerte es la
"muerte al pecado" (Rom 6,2) y la "muerte al mundo" (Gal 6,14), que
produce "la vida para Dios" (Rom 6,11). Pero esta muerte puede
sobrevivir o volver a vivir en el creyente, porque el "pecado" puede
volver a reinar en nuestros "cuerpos mortales" (Rom 6,12), y "el
pecado merece la muerte" (Rom 1.32) y "la muerte es el salario del
pecado" (Rom 6,23).
En cualquier caso, la muerte biológica, a la luz del Nuevo
Testamento, sólo puede ser entendida en relación con esta otra
muerte y con el pecado que perdura de alguna manera en nuestros
cuerpos mortales: o, lo que es lo mismo: la existencia cristiana
continúa sometida a la ley de la muerte, y la muerte biológica continúa
ejerciendo su fuerza en el creyente, en la medida en que permanece
en el creyente una cierta presencia del pecado, presencia que sólo
será eliminada del todo precisamente cuando se produzca la muerte
biológica.
San Pablo afirma: "Ninguna condenación pesa ahora sobre los que
están en Cristo Jesús" (/Rm/08/01). No se puede decir, por tanto, que
la muerte sea un "castigo" por el pecado; si el pecado de verdad ha
sido amnistiado, no puede haber castigo. Naturalmente, esto vale si
caminamos según el Espíritu (Rom 8,9). Lo cierto es que el creyente
que se entrega libremente a Jesucristo es introducido en una
verdadera solidaridad con él, por la que el Espíritu del Resucitado
actúa eficazmente en el creyente en el sentido de una auténtica
regeneración. El pecado no sólo ha sido expiado por la muerte de
Jesucristo, sino que ha sido realmente eliminado del creyente, en la
medida en que éste acepta esta acción redentora de Jesucristo.
Y, sin embargo, el hombre, incluso el creyente, permanece pecador.
El hombre todavía participa de la realidad de este "mundo", es decir,
pertenece a la creación de ahora, la creación "que espera y anhela la
redención de los hijos de Dios" (Rom 8,19-22). El hombre, como dice
San Pablo, está en deuda no con la carne, de tal modo que tenga que
vivir según sus caprichos, sino con el Espíritu; si el hombre vive según
la carne, tendrá que morir; en cambio, si con la abundancia del
Espíritu bloquea las iniciativas de la carne, vivirá (Rom 8,12-13).
En cualquier caso, el pecado que permanece en el hombre
justificado por la redención de Jesucristo se instala, por así decir, en la
periferia del hombre. Antes de ser cristianos, "cuando estábamos en la
carne, las pasiones de los pecados, atizadas por la ley, obraban en
nuestros miembros para llevar fruto en pro de la muerte" (Rom 7,5).
La situación del creyente es diferente, "porque la ley del Espíritu de la
vida en Cristo Jesús me liberó de la ley del pecado y de la muerte"
(Rom 8,2). Con todo, el pecado instalado en la periferia humana
continúa amenazando la "vida" del creyente, y esta situación durará
hasta el día de la muerte, cuando la "carne" será sometida al "espíritu"
y la fe "que vence al mundo" habrá alcanzado la perfección propia de
la "visión".
Como puede fácilmente verse, nos encontramos con unas
afirmaciones que deben ser matizadas por una correcta
desmitologización. Sería un absurdo imaginar el pecado como un
elemento físico introducido entre el alma y el cuerpo del hombre,
capaz de producir la muerte biológica. No es esto. Y, sin embargo, con
estas afirmaciones se nos dice que pertenece claramente a la fe
cristiana.
Para un cristiano, la muerte biológica significa la culminación de un
proceso de configuración con la muerte de Cristo que lleva a la
experimentación de la fuerza de su resurrección (cf. Flp 3 10-11); la
muerte es algo así como un sacramento por el cual el hombre
creyente muere definitivamente al pecado. Por otra parte, cuando
Pablo habla de "la redención de nuestro cuerpo", piensa en el
cumplimiento de la esperanza cristiana, de la esperanza escatológica,
de la esperanza que nos salva (cf. Rom 8.24), precisamente porque
uno la recibe en su "conciencia del pecado del mundo", es decir, en la
conciencia de la máxima lejanía que es la muerte biológica.
En efecto, el pecado, según las Escrituras, antes de ser una
infidelidad personal, a escala de conciencia individual, es la afirmación
radical y "original" del hombre frente a Dios: es aquella "lejanía
progresiva", exigida por la misma autonomía de la realidad creada,
que, por otro lado, hace posible el proceso de aproximación al
Dios-que-salva. El hombre, como "conciencia en el mundo", no puede
dejar de reflejar en su existencia personal este pecado, y su signo es
la muerte biológica. Es cierto que el hombre puede añadir a este
"pecado" sus propios "pecados personales", que han sido
radicalmente eliminados por la redención de Cristo; "pecados" que no
son otra cosa que la "conciencia refleja y voluntaria" de una
radicalidad pecadora que se afirma a sí misma como desesperación,
es decir como afirmación consciente del "pecado del mundo". El
aspecto regenerador de la redención de Cristo, muerto y resucitado,
destruye estos "pecados personales", y el hombre por la fe alcanza "la
fuerza de la esperanza", por la cual es salvado; es decir, recibe el
Espíritu que da "vida" a "nuestros cuerpos mortales", como prenda del
segundo efecto de la redención, la "resurrección" (cf. Rom 8.11-23).
Hay que retener, pues, desde la fe, que el hombre muere porque es
pecador, más allá de cualquier representación mítica. El cambio, sin
embargo, que la muerte y la resurrección de Cristo han producido en
la muerte hace que la muerte biológica del creyente sea realmente
"muerte al pecado". El pecado es siempre "mortal"; pero en el mismo
momento en que el pecado produce la muerte, el pecado muere. En
este sentido, la muerte del cristiano significa la consumación de una
etapa de crecimiento en la que el pecado es definitivamente superado.
Como verdadera "crisis" de dicho crecimiento, la muerte nos introduce
dolorosamente -con el hundimiento de la parte de cosmos que hay en
nosotros- en el ámbito de la resurrección.
3. El momento «sacramental» de la muerte
El momento de la muerte es el momento privilegiado del encuentro
del hombre justificado por la fe con el Señor resucitado "que vuelve";
en él se cumple la palabra de la Escritura: "...otra vez vuelvo y os
tomaré conmigo. para que donde yo estoy estéis también vosotros"
(Jn 14,3).
En este sentido, el momento de la muerte de un hombre tiene todo
lo que tiene que tener para ser el "momento fronterizo con la parusía".
En este momento, y no "después" de la muerte, tiene lugar la
retribución esencial, en forma de visión beatífica o de castigo eterno,
para cada hombre que muere; en este sentido hay que interpretar el
"mox post mortem" de la "Benedictus Deus" (D. 1000). Es un momento
marcado por la "kénosis" o hundimiento en el ateísmo radical, pero es
también el momento en que se hace presente la acción escatológica
de Dios, a partir de la cual el hombre que muere accede a la visión
beatífica.
MU/JUICIO:En efecto, Dios es Aquel que "hace nuevas" todas las
cosas: Dios tocará con su acción escatológica el momento de la
muerte de un hombre y todo lo que de tiempo humano habrá sido
condensado en este momento. En el hombre que muere, y en el
mismo momento de la muerte, incide la "luz de Dios" que hace posible
la "visión de Dios": la acción escatológica de Dios incide en la
definitividad que el hombre ha alcanzado con su muerte, definitividad
que recoge todo lo que el hombre ha vivido y todo lo que el hombre
"todavía no" ha vivido; a lo que hay que añadir todo lo que, después
de su muerte, irá surgiendo como plenitud de lo que el hombre ha
hecho, ha pensado y ha amado, todo lo que necesita el desarrollo
pleno de la historia humana y que, hasta que dicha historia humana
no llegue a su fin, el hombre no podrá recuperar: todo lo que
pertenece al hombre como miembro de la humanidad histórica.
Esto es lo que la acción escatológica de Dios pone al alcance del
hombre que muere. Y esto quiere decir dos cosas: que el hombre que
muere no necesita ninguna mediación temporal para alcanzarlo; y
también que la recuperación efectiva del auténtico futuro humano,
para cada hombre que muere, no puede ocurrir en el momento de la
muerte, sino en el momento final de la historia de la humanidad. En el
momento de la muerte la acción escatológica de Dios da al hombre
que muere todo lo que necesita para recibir gratuitamente la
"reconstrucción de la persona humana", que en el lenguaje oficial de
la Iglesia se llama "resurrección de la carne" o "de los muertos".
Sin embargo, no es esto lo más importante. El momento de la
muerte, para el hombre que muere, es el último momento de su vida,
en el que, humanamente hablando, queda prisionero. La filosofía tiene
que investigar cómo es posible una vida plenificada en el momento de
la muerte: quizá se le ocurre pensar que el momento de la muerte
pertenece también al tiempo de este mundo; la teología sabe que este
momento pertenece al "tiempo de la Iglesia".
La teología sabe que Cristo resucitado inauguró un "tiempo
sagrado" que se clausurará el día de su Retorno glorioso. Es el
"tiempo de la Iglesia peregrina", marcado exteriormente por el ritmo de
las celebraciones litúrgicas, e interiormente por la acción misteriosa
del Espíritu Santo, que promueve la progresiva conversión de los
fieles. Desde la Ascensión de Jesucristo a los cielos, cualquier
hombre, especialmente el creyente, es introducido en este "tiempo
sagrado".
Ahora bien, el "tiempo de la Iglesia peregrina", tiempo de fe y de
esperanza animadas por la caridad, experimenta
quasisacramentalmente la presencia de lo escatológico "en" el
momento de la muerte de un cristiano. Recordémoslo: es el momento
en que Dios se lleva con Jesús a los que se han dormido con él (1 Tes
4.14), es el momento de "ir con el Señor" (2 Cor 5.8), es el momento
de "estar con Cristo" (Flp 1,23). Y la Iglesia recoge con devoción en su
memoria el momento de la muerte de un cristiano, porque en ese
momento ella se ha visto gozosamente sorprendida por la presencia
de su Esposo, que llama a la puerta para recordarle el banquete de
bodas que la aguarda (cf. Ap 22.10-22; Mt 25,1-13).
SUFRAGIOS:Y el momento de la muerte de un hombre es también
el momento en que la Iglesia se autorrealiza y se automanifiesta como
madre. Todos los creyentes son convocados por la madre Iglesia para
que asistan y tomen parte en este momento de la muerte de cada
hombre, para que aporten lo mejor que tienen, su amor, y con él
llenen ese momento, cuando el hombre que muere es despojado de
todas sus posibilidades de ser más. Por eso la Iglesia ofrece oraciones
y sufragios por los difuntos, recordando el gesto antiguo de Judas
Macabeo (/2M/12/43-46), con el convencimiento que la parusía
manifestará no sólo la Gloria de Cristo en él y en nosotros, sino
también nuestras obras y la obra del ministerio (cf. 1 Cor 3.10-17).
El momento de la muerte de un cristiano es ciertamente un momento
de "crisis" para la Iglesia. Pero la experiencia cristiana del momento de
la muerte de un hombre es para ella la experiencia anticipada del gran
día de la resurrección.
JOSEP GIL
PHASE, 63.Págs. 61-72