LA MUERTE COMO PARTICIPACIÓN EN LA MUERTE DE CRISTO
SCHMAUS
1. La muerte de Cristo J/MU:
a) Cristo transformó toda la vida y por tanto también la muerte, que
pertenece a ella. En Cristo, el logos divino tomó sobre sí el destino
humano. Por el hecho de que la persona del logos divino se apropió
de la naturaleza humana hasta el punto de convertirse también en
fundamento de su existencia, el Hijo de Dios asumió el destino mortal
propio de la vida humana. De suyo el Hombre Jesucristo no estaba
obligado como los demás a la muerte, porque no estaba como ellos en
la serie de las generaciones, es decir, en la serie de los pecadores. El
Hombre Jesucristo era en su más íntima sustancia personal
absolutamente viviente, era incluso la vida misma, porque su persona
era divina y era, por tanto, la vida personificada. Pero el yo divino de
Cristo, al ser portador de todas las acciones de la naturaleza humana,
se sometió a la ley de la muerte obligatoria para todo hombre. San
Pablo razona este hecho diciendo que Cristo tomó sobre si los
pecados de los hombres. Hasta no se horroriza de decir que Cristo se
hizo pecado por todos nosotros, es decir, en lugar nuestro, en
representación de nosotros y por nuestro bien (/1Co/05/21). Por eso
permitió que ocurriera también en El la muerte que proviene del
pecado. Se sometió incondicionalmente al juicio de muerte infligido
sobre la humanidad pecadora, al mandato paternal de soportar el
destino humano hasta las últimas consecuencias para transformarlo.
La muerte no le llegó, por tanto, como una contrariedad o como una
inevitable fatalidad. Su muerte fue más bien una acción, la acción de
la entrega sin reservas.
b) Si queremos explicarla más exactamente podemos entenderla
desde Dios y desde el hombre. Vista desde Dios, la muerte de Cristo
es un juicio como la muerte de cualquier otro, y, sin embargo,
esencialmente distinta de la muerte de todos los demás. Cristo, que
tomó sobre sí los pecados de todos, fue enviado a la muerte por el
Padre, a una muerte en la que se hacía justicia sobre todos los
pecados de la historia. El horror y la ignominia de su condenación
fueron la expresión externa de la seriedad de su juicio que en su
muerte hacía Dios mismo misteriosamente sobre El convertido en
pecado por todos nosotros, y en El sobre la humanidad. En ella se
revelaba Dios como el santo ante quien el hombre no puede subsistir.
Sin embargo, Dios no es un Dios de tormento y de muerte, sino que
es el amor, y todo lo que hace está por tanto sellado por el amor (1 Jn
4, 7). El juicio que el Padre hace en la muerte de Cristo fue, por tanto,
un juicio de amor. El amor que se manifiesta en ella es un amor al Hijo
y al mundo. El amor al Hijo tendía a que el Padre le introdujera
mediante la muerte en la gloria que había tenido junto a El antes de
que el mundo existiera y de la que se había desposeído (Jn 17, 1-5;
Phil. 2, 7). El amor al mundo se expresa en estas palabras: "Porque
tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo
el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna"
(/Jn/03/16:A-D/MU-J). El amor que Dios es se manifestó de modo que
el Padre no entregó a la muerte a cualquiera, sino a su unigénito Hijo
muy amado, para que en El se cumpliera y agotara toda justicia que el
hombre había merecido. Por eso quien se une a El no será ya
alcanzado por la justicia condenatoria. En la muerte del Hijo se hizo
presente en el mundo el amor del Padre, o mejor el amor que es el
Padre, de forma que quien se entrega a la esfera de influencia de
este muerte -en la fe y en los sacramentos- entra a la vez con ellos en
el campo de acción del amor salvador y plenificador (por ejemplo,
/Rm/06/01-11).
Vista desde el hombre, la muerte de Cristo es obediencia al Padre.
Mientras que los primeros hombres quisieron construir en su
autonomía antidivina y vida apartada de Dios, Cristo al morir se
sometió a Dios Padre hasta la última posibilidad y le dejó que
dispusiera de su vida del modo más radical. Con ello lo reconoció
como Señor absoluto que tiene poder sobre la vida del hombre. A la
vez lo afirmó como el santo ante quien el pecador no puede existir,
sino que tiene que perecer. Así devolvió al Padre el honor que le
habían quitado los hombres y que le era debido como a Señor santo.
La muerte de Cristo fue, por tanto, adoración hecha carne, y por ser
adoración, expiación y satisfacción.
Su muerte, por ser obediencia al amor, fue a la vez una respuesta
de amor. Fue obediencia amorosa y amor obediente. Cristo aceptó la
llamada del amor del Padre y dejó que el Padre lo llevara a la gloria
de Dios. El amor que él realizó en la muerte se dirige también a los
hombres. Se entregó por muchos (Mc. 14, 24; Lc. 22, 19; Mt. 26, 28).
Que la muerte fue vuelta a la gloria del Padre y entrega de su
naturaleza humana al Padre, se manifiesta en la Resurrección. En ella
el cuerpo revivido de nuevo se convirtió en expresión de la gloria de
Dios presente en El y, por tanto, en cuerpo humano en el sentido más
pleno. La muerte se revela así como poderoso transformador. Cristo
alcanzó en su muerte el modo de existencia del kyrios, como se dice
repetidamente en las Epístolas paulinas. Fue elevado a una forma de
existencia que está más allá del dominio de la muerte.
c) Resumiendo, podemos decir: en la muerte de Cristo, Dios se
impuso perfectamente como Señor, como el Santo. como el Amor, en
la medida que podría imponerse y revelarse en la creación. La
imposición de Dios en la creación significa la imposición del divino
poder de vida en ella. Para el hombre tiene, por consecuencia, la
salvación, la transformación hacia una vida perfecta, libre del pecado
y de la muerte. La Sagrada Escritura llama a este estado reino de
Dios. En la muerte de Cristo se impuso el reino de Dios en la máxima
forma posible en la creación. En ella fue creada en la creación la vida
en su máxima intensidad.
Como Cristo es el centro y a la vez la culminación de la creación, su
muerte tuvo profundas consecuencias para los hombres e incluso
para todo el mundo. Cristo murió como primogénito de la creación.
Murió como representante de la humanidad e incluso del cosmos. La
creación ofreció a Dios Padre, por medio de Cristo, su cabeza, amor y
adoración incondicionales. Cristo alcanzó la vida corporal en la gloria
de Dios como primogénito entre muchos hermanos (Sant. 1, 18; 1 Cor.
5, 17). El poder de la muerte fue quebrantado por su muerte para
toda la creación. En el futuro no reinará ya la muerte, aunque
pertenezca todavía a la creación, sino la vida (I Cor. 15, 54-56). En
todo el cosmos se infundieron las fuerzas de gloria y resurrección que
partían y se extendían desde el cuerpo glorificado del Señor. Hasta su
segunda vuelta son gérmenes escondidos. Sin embargo, pertenece a
las convicciones fundamentales de la Sagrada Escritura que el actual
mundo sometido a la caducidad experimentará un proceso de
transformación en el que se asemejará al modo de existencia de
Cristo (por ejemplo, /Rm/08/29; /2Co/03/18).
La muerte y resurrección de Cristo causaron, por tanto, una nueva
situación en el mundo. Ya no reina más la muerte, signo de la ira
divina, sino la vida signo de la divina gracia.
Karl ·Rahner-K (Zur Theologie des Todes, en: Synopsis. Studien
aus Medizin und Naturwissenschaft, edit. A. Jores 3 (1949) 8-112),
intenta explicar esta relación de la manera siguiente:
"en la muerto logra el hombre, en cuanto persona espiritual, una
relación abierta con la totalidad del mundo. El alma no se convierte al
ocurrir la muerte en ultraterrena sin más, sino que se hace
"pancósmica", aunque su relación con la creación no es, por
supuesto, la misma que con su cuerpo. El alma que se abre al
universo codetermina la totalidad del mundo, incluso en cuanto
fundamento de la vida personal de los demás seres
corpóreo-espirituales. En la muerte se funda como determinación
duradera del mundo en cuanto totalidad la realidad personal total
actuada en la vida y en el morir. El hombre deja tras sí el resultado de
su vida como una duradera contribución al real y radical fundamento
de unidad del mundo y la convierte así en situación previa de la
existencia de los demás. Aplicando estas reflexiones a la muerte de
Cristo, se puede decir: "La realidad que Cristo poseyó desde el
principio y actuó a lo largo de su vida se reveló en su muerte para
todos, fue fundada para la totalidad del mundo, de que viven los
hombres como de previa situación existencial, se convirtió en
existencial de todos los hombres. El hecho de que el mundo fuera
purificado por la sangre de Cristo es verdadero en un sentido mucho
más real de lo que a primera vista pudiéramos sospechar. Por el
hecho de que Cristo llega a plenitud en su muerte, es decir, a la plena
imposición de la gracia divina a su propia humanidad en la
glorificación de su cuerpo, esta gracia se convierte a través de su
humanidad, que al morir se abrió a todo el mundo, en principio interno
del universo y, por tanto, en existencial de toda vida personal" (pág.
110).
MU/ETAPAS:
2. La muerte del cristiano como muerte en Cristo.
MU/PARTICIPA-MU-X
El primer llamado a esta transformación es el hombre. Es llamado a
participar libre y responsablemente en el destino de Cristo, es decir,
en su vida, muerte y gloria. En la participación de la vida, muerte y
gloria de Cristo alcanza el hombre la salvación. La participación en la
muerte y resurrección de Cristo es fundamentada en el bautismo. De
ello da un claro testimonio el Apóstol San Pablo (/Rm/06/01-11).
En el bautismo ocurre, por tanto, un morir. El bautizado padece una
muerte. Muere al ser alcanzado por la muerte de Cristo. La muerte de
Cristo ejerce un poder sobre él. Así se da un golpe de muerte contra
su vida perecedera, puesta bajo la ley del pecado. También se puede
decir que la muerte de Cristo se hace presente al imponerse en el
hombre. Es una dynamis presente. A la vez se manifiesta también en
el neófito la resurrección de Cristo. Este cae bajo el campo de acción
de la muerte y de la resurrección de Cristo. En este sentido se puede
decir que el bautizado está injertado en la resurrección y en la muerte
de Cristo.
Cuando San Pablo describe el modo de existencia del cristiano con
la fórmula "Cristo en nosotros, nosotros en Cristo", con ello atestigua
que el cristiano está en la esfera de acción de Cristo, que el yo del
cristiano es dominado por el yo de Cristo. Este ser y vivir de Cristo en
el cristiano significa, así entendido, la penetración del cristiano por el
kyrios que pasó por la muerte, fue sellado por ella para siempre y
ahora vive en la gloria.
El golpe de muerte dado en el bautismo contra la vida perecedera
es corroborado en cada sacramento. Pues todos los sacramentos
viven de la cruz del Señor. Su muerte actúa en todos ellos desde
distintos puntos de vista. Actúa con máxima fuerza en la Eucaristía, ya
que en ella y sólo en ella es actualizado el suceso de la cruz como
acontecer sacrificial.
Lo que en los Sacramentos ocurre en el ámbito del misterio y, por
tanto, en una profundidad misteriosamente escondida, sale hasta el
dominio de la experiencia en los dolores y padecimientos de la vida
(/2Co/04/07-18). Todos los sufrimientos y tormentos se convierten así
en modos renovados de la participación en la muerte de Cristo
fundada en el bautismo.
Estas diversas formas de participar en la muerte de Cristo alcanzan
su plenitud en la muerte corporal. Los Sacramentos y los dolores de la
vida son, por tanto, precursores del morir. Lo comenzado en el
bautismo, continuado en los demás sacramentos y empujado hasta el
ámbito de la historia en los dolores de la vida es llevado a su última
plenitud por la muerte corporal. Esta se manifiesta, por tanto, como la
última y suprema posibilidad de participación en la muerte de Cristo,
posibilidad continuamente anticipada y prenunciada por los
Sacramentos y por los dolores de la vida. No es el punto final casual o
naturalmente ocurrido de la vida caída en caducidad, sino el supremo
desarrollo y maduración de lo que fue fundamentado en el bautismo.
La muerte está, por tanto, siempre en el punto de mira de quien está
unido con Cristo crucificado. Ella es la última posibilidad siempre
presente de su vida. Todo el transcurso de la vida está caracterizado
por ella.
Quien se incorpora a Cristo por la fe participa en su modo celestial
de existencia; para él la muerte pierde su aguijón. Cristo no dio ningún
medio físico contra la muerte; la fe en Cristo no es un medio mágico
para alargar la vida. La exención de la muerte como forma de vida,
que Dios concedió al hombre en el Paraíso, no vuelve, pero gracias a
Cristo la muerte adquiere sentido nuevo; se convierte en tránsito a
una vida nueva e imperecedera. Por la fe y el bautismo el hombre es
incorporado en la Muerte y Resurrección de Cristo y hecho, por tanto,
partícipe del poder de su Muerte y de la gloria de su Resurrección; se
asemejará a Cristo y estará unido a El, que vive como crucificado y
resucitado. Las formas de vida terrenas y caducas reciben en el
bautismo golpe de muerte y es infundida germinalmente al hombre la
vida cristiforme. En la muerte corporal se manifiesta lo que ya desde el
principio estaba en el hombre. MU/BAU: SO BAU/MU:La muerte
corporal es la terminación y culminación de la muerte que el hombre
muere en el bautismo, que es un "morir en el Señor" (Apoc. 14, 13; I
Thess. 4, 16; I Cor. 15, 15), un morir que no es propiamente muerte,
porque quien vive y cree en Cristo no morirá eternamente (Jn 11, 26;
2 Tim. 2, 11; Rom. 6, 8).
Dice Rahner en la pág. 110 del artículo citado:
"Lo que llamamos fe, incorporación a Cristo, participación en su
muerte, etc., no es sólo una conducta ética o un referirse intencional a
Cristo, sino que es un abrirse a la gracia que perdura en el mundo por
la muerte de Cristo y sólo por ella; a la gracia que vence a la muerte y
al pecado; a la gracia que justamente por lo que tiene de muerte se
convirtió en realidad, que sólo por la libre afirmación de la persona
espiritual es aceptada y apropiada de forma que se convierte en su
salvación y no en su juicio y justicia reales. Pero como el hombre en
su propia muerte toma inevitablemente posición ante la totalidad de su
realidad -previamente dada y propuesta a decisión-, su muerte en
cuanto acción también es necesariamente postura ante la realidad de
la gracia de Cristo, que fue derramada por todo el mundo al
quebrarse en la muerte el vaso de su cuerpo."
La muerte del cristiano, por ser un morir en Cristo, realiza el mismo
sentido que la muerte de Cristo porque es participación en la muerte
de Cristo, no en la plenitud y poder de ésta, sino sólo débil, aunque
realmente. De ella podemos y tenemos que decir, por tanto, en
sentido aminorado, pero cierto y análogo, todo lo que hemos dicho de
la muerte de Cristo. Del mismo modo que hemos intentado entender la
muerte de Cristo desde Dios y desde el hombre, podemos también
tratar de entender la muerte del cristiano desde Dios y desde el
hombre.
En general, la muerte de Cristo revela que la muerte y todos los
padecimientos del hombre no son fatalidades basadas en leyes
mecánicas o biológicas, sino pruebas de Dios. En los dolores y
tormentos de la enfermedad, en los accidentes y padecimientos de la
vida, Dios prueba al hombre. Es su voluntad la que actúa en los
sucesos de la vida humana ocurridos según leyes mecánicas y
biológicas o causados por libres decisiones de los hombres. En ellos
el hombre es llamado al destino de Cristo, el Primogénito.
Cuando Dios pone la mano sobre el hombre en la muerte se
cumple, como en la muerte de Cristo, un juicio del Santo e Intangible,
del Señor sobre el pecador. Dios no revoca el juicio bajo el que puso
a la historia humana desde el comienzo. No se deja convencer a lo
largo de los siglos y milenios, como un padre bondadoso, para
cambiar su juicio de justicia impuesto al hombre. El hombre tiene que
responder a lo que él mismo ha provocado. Tiene que soportar el
destino que ha invocado. Dios le trata como a un mayor de edad,
como a un adulto que sabe lo que hace. Sin embargo, el hombre
puede liberarse del juicio bajo el que padece como pecador, no de
forma que le sea ahorrado el destino de muerte, sino realizando ésta
con un sentido nuevo. Se concede al hombre que padezca la muerte
en comunidad con Cristo. El juicio cumplido en la muerte se convierte
para él en participación del juicio cumplido en la muerte de Cristo.
Este juicio se extiende sobre los cristianos. El juicio a que el cristiano
se somete en la muerte tiene, por tanto, el mismo carácter que el juicio
a que se sometió el Señor mismo. Dios se manifiesta en él como
Señor absoluto, como el Santo ante quien el hombre pecador tiene
que perecer. La muerte es en la historia humana la inacabable
revelación de la majestad y santidad de Dios y el
desenmascaramiento del pecaminoso orgullo del hombre. Se levanta
como un monumento de Dios en el mundo.
La muerte cumple su tarea manifestando la finitud y limitación, la
nadería de la existencia humana. En ella llega al fin la forma de
existencia terrena tan familiar y querida para nosotros. No puede ser
revocada por ningún poder de la tierra. El fin es irrevocable e
ineludible. Por la muerte, el hombre sale para siempre de la historia y
del círculo de la familia y de los amigos. La muerte está llena del dolor
de la despedida, de una despedida definitiva, ya que al morir
desaparecen para siempre las formas terrenas de existencia. Los
separados por la muerte no pueden ya tratarse del modo que
acostumbraban en la tierra. En ello está la amargura de la muerte. Es
aumentada por el pecado. Pues éste da a la muerte su aguijón
(/1Co/15/55). La muerte es una penitencia y expiación impuestas al
hombre. En ella el hombre que quiso ser igual a Dios sufre una
extrema humillación. El que quiso traspasar sus límites es
irresistiblemente revocado a sus límites. Nada puede contra el que le
señala los límites. San Pablo alude a este poder aniquilador de la
muerte, a su carácter de penitencia y castigo cuando llama a la
muerte el enemigo que puede mantener su poder hasta el final (I Cor.
15, 26). Esta caracterización de la muerte está dicha completamente
en serio.
Sin embargo, la muerte tiene otro carácter para quien muere con
Cristo, para aquel en quien se realiza la muerte de Cristo y no muere
la desesperanzada muerte de Adán, sino la muerte de Cristo. Lo
mismo que la sentencia del Padre sobre Cristo es una sentencia de
amor, para quien participa en la muerte de Cristo la sentencia de Dios
cumplida en su muerte es un juicio de amor. Con ello la muerte es
liberada de su desesperanza. En la muerte llama Dios al hombre, a
quien trata como a un adulto y hace sentir, por tanto, las
consecuencias de su acción, desde los padecimientos a la plenitud y
seguridad de vida que Cristo alcanzó en la Resurrección. En el NT la
muerte es interpretada también como vuelta al Padre. En él se
invierten las medidas que nosotros solemos usar en la vida corriente.
Los que viven aquí son los peregrinos y viajeros que han levantado
sus tiendas en tierra extraña para una estancia transitoria (2 Cor. 5,
1); los que han pasado la muerte son los llegados a casa.
PEREGRINO/MU: En la muerte llega Cristo como guía de la vida (Hebr. 2, 10), como mensajero del Padre, y lleva a los
suyos a la gloria en que El mismo vive desde la Ascensión (lo. 14, 2; Hebr. 3, 6). La muerte sirve, por tanto, a la transformación para una
nueva vida (I Cor. 7, 31; 5, 17; Apoc. 21 y 22). No es por tanto exclusivamente el fin irrevocable, sino también un comienzo nuevo. Es
el fin de los modos de existencia perecederos, desmedrados y siempre en peligro y el comienzo de la forma de vida para siempre
liberada de la caducidad y dotada de seguridad y plenitud. Entre la forma de vida terrena y la que comienza con la muerte hay sin duda
una fundamental y profunda diferencia, pero hay también una estrecha relación. Al comienzo iniciado con la muerte no sigue ya
ningún fin.
MU/TRANSFORMACION:La muerte en Cristo es la transformación
de una nueva vida. El hombre vive en continua transformación. En la
muerte terminan los continuos cambios del hombre, porque la muerte
da al hombre su figura definitiva. Hasta cierto punto, esa figura
espiritual definitiva aparece también en el aspecto corporal.
Aunque la muerte es el enemigo del hombre (/1Co/15/26), es a la
vez su amigo; en Cristo se convierte en hermana. Aunque el hombre
sea derrotado por ese enemigo, sale vencedor, porque en la derrota
gana la plenitud de la vida. El enemigo está al servicio de la vida de
aquel a quien hiere. San Pablo, que la llama enemigo sin ningún
atenuante, puede decir a la vez: "Que para mí la vida es Cristo, y la
muerte, ganancia. Y aunque el vivir en la carne es para mí fruto de
apostolado, todavía no sé qué elegir. Por ambas partes me siento
apretado, pues de un lado deseo morir para estar con Cristo, que es
mucho mejor" (/Flp/01/21-23). Con la misma fe reza la Iglesia en el
prefacio de difuntos: "Digno y justo es, en verdad, debido y saludable,
que en todo tiempo y lugar te demos gracias, Señor Santo, Padre
todopoderoso, Dios eterno, por Cristo nuestro Señor. En el cual brilló
para nosotros la esperanza de feliz resurrección; para que, pues, nos
contrista la inexorable necesidad de morir, nos consuele la promesa
de la inmortalidad venidera. Porque para tus fieles, Señor, la vida no
fenece, se transforma, y al deshacerse la casa de nuestra habitación
terrenal se nos prepara en el cielo eterna morada." En muchos otros
textos se llena también la liturgia de la alegría de la resurrección.
A esta idea de la muerte corresponde el hecho de que la Iglesia
antiguamente llamara bienaventurados a quienes lograban en la
muerte el anhelo de su vida, llamara día natalicio para el cielo al día
de la muerte y cantara el aleluya y vistiera de rojo incluso en las misas
de difuntos. En las iglesias griegas unidas a Roma todavía se usan los
ornamentos rojos. El aspecto sombrío de la muerte se destaca cuando
a principios de la Edad Media empezó a verse la muerte más como
juicio de los pecados, que como entrada al cielo (Dies irae, dies illa).
La fe en Cristo, que murió su acerba muerte y venció a la muerte,
abarca tanto el miedo a la muerte como la alegría de la venida de
Cristo en la muerte.
La concepción cristiana de la muerte se distingue de todas las
demás; fuera de ella la muerte es mal interpretada; o es ensalzada
como punto culminante de la vida o soportada como fin sin salida. En
el primer caso puede ser interpretada naturalísticamente (y hasta con
pasión dionisíaca) como incorporación a la vida total de la naturaleza
(muerte como artificio de la naturaleza para tener más vida) o
espiritualísticamente, como liberación de la persona de Ias ataduras e
impedimentos. En este segundo caso a veces es lamentada como
tragedia inevitable y a veces aceptada con obstinación
pseudoheroica.
LA MUERTE COMO FIN DEFINITIVO DE LA
PEREGRINACIÓN TERRESTRE
Dentro de la historia humana, que tiende, en cuanto totalidad hacia
una meta, que es la segunda venida de Cristo, la vida de cada
hombre se mueve hacia su fin, que es la entrada en el mundo celestial
en que vive Cristo. Es lo que ocurre en la muerte. La muerte es el fin
irrevocable de la vida de peregrinación y el principio de una vida
cualitativamente distinta de la vida empírica. Llamamos status viae a la
fase de vida anterior a la muerte, y status termini a la fase que sigue a
la muerte. La vida no puede ser recorrida dos veces, es única e
irrepetible. El símbolo de la vida individual es el mismo de la vida
colectiva y total: la recta y no el círculo. La vida que empieza después
de la muerte no es ni prolongación ni continuación de la vida de
peregrinación, sino que es una vida misteriosa, análoga a la actual,
más desemejante que semejante a ella. Incontenible, sin reposo y sin
pausa corre hacia el fin ineludible de su forma terrena de existencia.
En el Fausto, de Goethe (II 5, 5), se dice acertadamente: "El tiempo se
hace el señor, el anciano yace en la arena, el reloj está parado, está
parado. Calla como la media noche. La manecilla cae." El mismo
hecho está a la base de la estrofa de Michael Franck (Koburg, 152):
"¡Qué fugitivos y qué naderías son los días del hombre! Como una
corriente empieza a correr y en el correr nada retiene, así fluye
nuestro tiempo de aquí abajo."
MU/SOLEDAD: Nadie puede experimentar anticipadamente su propia muerte con toda esta su implacabilidad en
la que la forma de existencia terrena es destruida de una vez para siempre. Todos tienen que padecerla, pero lo que conocemos son,
por decirlo así, las antesalas de la muerte. Sólo a título de prueba se puede percibir su seriedad en la muerte de los demás. ·Jaspers dice
sobre esto: "La muerte de los hombres más próximos y amados con quienes yo estoy en comunicación es la más profunda ruptura en la
vida presente. He quedado solo cuando dejando solo al que muere en el último momento no he podido seguirlo. Nada se puede hacer volver.
Es el fin para siempre. Jamás se podrá uno dirigir al muerto. Todos mueren solos. La soledad ante la muerte parece perfecta, lo mismo
para el que muere que para los que quedan. La manifestación de la convivencia mientras existe conciencia, este dolor de la separación, es
la última expresión desvalida de la comunicación" (Philosophie ll:
Existenzerhellung, 221).
La ineludible importancia de la función de la muerte de dar fin
definitivo consiste en que la muerte significa una decisión definitiva.
No sólo es el fin en sentido terminal o cronológico, sino en el sentido
de una fijación definitiva del destino humano. Más allá de la muerte no
se pueden tomar resoluciones que cambien la forma de vida adquirida
en la muerte. Después de la muerte ya no hay posibilidad de adquirir
méritos o deméritos. Esto no significa el fin de la actividad humana.
Sino que el hombre alcanza más allá de la muerte la posibilidad y
capacidad del supremo amor o del supremo odio. Pero ni el uno ni el
otro tendrán jamás carácter de mérito o demérito.
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 375-386
........................................................................