LA MUERTE COMO ACONTECIMIENTO BIOLÓGICO Y PERSONAL


- La muerte como escisión 
- La muerte como decisión 
- La muerte, fenómeno natural y consecuencia del pecado.


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La muerte como acontecimiento biológico y personal 
A la luz de esta concepción unitaria del hombre cuerpo-alma, ¿qué 
significa la muerte? La definición clásica de muerte como separación 
del alma y del cuerpo se caracteriza por una grave indigencia 
antropológica, pues presenta la muerte como algo que afecta 
solamente a la «corporalidad humana» y deja al «alma» 
completamente intacta. Esta descripción considera la muerte como un 
hecho biológico: cuando las energías biológicas del hombre llegan al 
punto cero, entonces sobreviene la muerte. Esta concepción sugiere 
también que la muerte es algo que sobreviene extrínsecamente a la 
vida: ambas, muerte y vida, se oponen; no existe entre ellas ninguna 
interrelación. Por ello, en la definición clásica, la muerte es un 
acontecimiento que aparece sólo al final de la vida biológica. Por el 
contrario, en la visión antropológica que hemos expuesto la muerte 
surge no como un simple hecho biológico, sino como un fenómeno 
específicamente humano. La muerte afecta a la totalidad del hombre y 
no únicamente a su cuerpo. Si el cuerpo es afectado y constituye una 
parte esencial del alma, entonces también el alma queda envuelta en 
el círculo de la muerte. Además, la muerte humana no es algo que 
llegue como un ladrón al final de la vida: está presente en la 
existencia del hombre, en cada momento y siempre, a partir del 
instante en que el hombre aparece en el mundo55. Las fuerzas se 
van gastando, y el hombre va muriendo a plazos, hasta acabar de 
morir. La vida humana es esencialmente mortal o, como dice san 
Agustín, en el hombre hay una muerte vital56. La muerte no existe. 
Lo que existe es el hombre moribundo, como un ser para la muerte. 
Esta no viene desde fuera, sino que crece y madura en la vida del 
hombre mortal. De esta forma, la experiencia de la vida coincide con 
la experiencia de la muerte. Prepararse para la muerte significa 
prepararse para la vida verdadera, auténtica y plena. De ahí se sigue 
que la escatología no está aislada de la vida y proyectada hacia un 
futuro distante, sino que es un acontecimiento de cada instante de la 
vida mortal. La muerte acontece continuamente, y cada instante 
puede ser el último.

La muerte como escisión 
MU/NACIMIENTO: MU/CRISIS-BIOLOGICA: El último instante de la 
muerte vital o de la vida mortal tiene carácter de ruptura, pero no 
entre el alma y el cuerpo (porque éstos no son dos cosas que puedan 
separarse, sino únicamente dos principios metafísicos). La ruptura se 
da entre un tipo de corporalidad limitado, biológico, restringido a un 
pedazo de mundo, esto es, al cuerpo, y otro tipo de corporalidad y 
relación con la materia ilimitado, abierto y pancósmico. Con la muerte, 
el hombre-alma no pierde su corporalidad, pues ésta le es esencial, 
sino que adquiere otro tipo de corporalidad más perfeccionada y 
universal. El hombre-cuerpo, como nudo de relaciones con la totalidad 
del universo, puede ahora, al fin, por vez primera en la muerte, 
realizar la totalidad, que ya en la situación terrestre podía vislumbrar y 
sentir parcialmente. El hombre-alma, por la muerte, es introducido en 
la unidad radical del mundo; no deja la materia, ni puede dejarla, 
porque el espíritu humano se relaciona esencialmente con ella. Por el 
contrario, la penetra mucho más profundamente en una relación 
cósmica total, baja al corazón de la tierra (Mt 12,40). La muerte es 
semejante al nacimiento. Al nacer, la nueva creatura abandona la 
matriz que la alimentaba, pero que poco a poco se había hecho 
sofocante. Pasa por la crisis más penosa de su vida fetal, a cuyo 
término irrumpe en un mundo nuevo y en una nueva relación con él. 
Es empujada por todos lados, apretada, casi sofocada y arrojada 
fuera, sin saber que después de este paso la espera el aire libre, el 
espacio, la luz y el amor 57. Al morir, el hombre atraviesa una crisis 
biológica semejante a la del nacimiento. Se debilita, va perdiendo el 
aire, agoniza y es como arrancado del cuerpo. No experimenta aún 
cómo va a irrumpir en horizontes más amplios que le hacen comulgar, 
de forma esencial, profunda y perfecta, con la totalidad de ese 
mundo58. La placenta del recién nacido en la muerte no está ya 
constituida por los estrechos límites del hombre-cuerpo, sino por la 
globalidad del universo total.
La escisión asume aún otro aspecto: marca el término de la vida 
terrestre del hombre, no sólo en su sentido cronológico, sino 
principalmente humano. La muerte establece un término al proceso de 
personalización dentro de las coordenadas de este mundo biológico y 
espacio-temporal. La teología dirá que el último instante de la vida y la 
muerte inauguran el fin del status vitae peregrinantis y el encuentro 
personal con Dios.
Si la muerte significa un perfeccionamiento del hombre debido a su 
relación más íntima con el universo, entonces posibilita también la 
plenitud del conocer, del amor, de la conciencia. Como ha señalado 
M. Blondel, nuestra voluntad, en su dinamismo interior, no se agota ni 
se satisface plenamente en ningún acto concreto: no quiere 
simplemente esto o aquello, sino la totalidad. La muerte significa el 
nacimiento del verdadero y pleno querer. El hombre conquista por fin 
su libertad, desinhibido de los condicionamientos exteriores, de la 
propia carga arquetípica inconsciente, del superego social, de las 
propias neurosis y mecanismos represivos. La personalidad, con todo 
lo que ella construyó en su vida terrestre, puede ejercer su voluntad 
en el vastísimo campo operacional del universo.
J. Marechal y H. Bergson descubren la misma estructura del querer 
en el conocer, en el sentir y en el recordar. En el hombre reina un 
dinamismo insaciable que le lleva a no agotar jamás su capacidad de 
conocer, sentir y recordar. Ningún acto concreto resulta adecuado al 
impulso interior. La muerte abre la posibilidad a la total reflexión y a la 
inmersión en el horizonte infinito del ser. La sensibilidad humana, en 
una vida terrestre limitada por la selección natural de los objetos 
sensibles, se libera al fin de estas trabas y puede abrirse a una 
capacidad inimaginable de perfecciones. La muerte es el momento de 
la intuición profunda del corazón del universo y de la presencia total 
en el mundo y en la vida.
G. Marcel ha llamado la atención sobre el dinamismo inmanente del 
amor humano, que se define como donación y entrega, de tal suerte 
que sólo en el amor se posee lo que se da. En la condición terrestre, 
el amor nunca puede ser donación total debido a la autoconservación 
congénita del ser viador. La muerte implica la total entrega de nuestro 
modo terrestre de existencia. Este hecho permite a la persona 
entregarse completamente con la más pura libertad. En la muerte, el 
hombre entra en comunión radical con toda la realidad de la materia. 
Los filósofos E. Bloch y G. Marcel han analizado en especial la 
dimensión «esperanza» en el hombre, que no debe ser confundida 
con la virtud: esta dimensión es un verdadero principio en el hombre 
que da cuenta del extraordinario dinamismo de su acción en la 
historia, de su capacidad utópica y de su orientación hacia el futuro. 
Aparece como verdadero no lo que es, sino lo que vendrá. El hombre 
no es nunca una síntesis completa. Su futuro, que vive como 
dimensión, no puede ser manipulado ni totalmente agotado en un acto 
concreto; sin embargo, pertenece a la misma esencia humana. La 
muerte creará la posibilidad de que el ser y el será se conviertan en 
un plano es, en un futuro realizado. La muerte como escisión se 
revela principalmente en el momento en que la curva de la vida 
biológica se cruza con la curva de la vida personal. La primera está 
constituida por el hombre exterior, que nace, crece, llega a la 
madurez, envejece y va muriendo biológicamente cada momento 
hasta acabar de morir. La otra curva está constituida por el hombre 
interior: a medida que va envejeciendo biológicamente, crece en él un 
núcleo interior y personal: la personalidad. La enfermedad, las 
frustraciones y las demás energías del hombre exterior pueden servir 
de trampolín para un mayor crecimiento y madurez de la personalidad. 
En sentido inverso a la curva biológica que va decreciendo, la curva 
de la personalidad va creciendo y abriéndose cada vez más a la 
libertad, al amor y a la integración hasta acabar de nacer. La muerte 
llega cuando ambas curvas se cruzan y cortan.
MU/DESARROLO-HUMANO: El desarrollo pleno del hombre interior 
(personalidad) exige la muerte del hombre exterior (vida biológica) 
para poder seguir desarrollándose. Por eso la muerte, para los santos 
y los hombres de gran individualización de la personalidad, es como 
una hermana, como el paso necesario a otro nivel de vida personal y 
libre de mayor plenitud. Como para los antiguos cristianos, la muerte 
surge entonces como el vere dies natalis, como el verdadero día del 
nacimiento en el que el hombre realiza plenamente su ser auténtico 
para siempre. En el decurso de la vida, los actos de nuestra libertad 
personal tienen un carácter preparatorio y nos educan para la 
verdadera libertad. «Muriendo -decía Franklin- acabamos de 
nacer»63.

La muerte como decisión 
MU/DECISION: Si el momento de la muerte constituye, por 
excelencia, el instante en que el hombre llega a una completa 
madurez espiritual y en el que la inteligencia, la voluntad, el sentir, la 
libertad pueden ser ejercidos sin traba alguna y en conformidad con 
su dinamismo natural, entonces se da por primera vez la posibilidad 
de una decisión totalmente libre que expresa la totalidad del hombre 
ante Dios, ante Cristo, ante los demás hombres y el universo. El 
momento de la muerte rompe con todos los determinismos; el 
verdadero ser del hombre escoge las relaciones con la totalidad que 
lo constituirán como personalidad abierta a todos los seres. Inmerso 
en el espacio y en el tiempo terrestre, el hombre era incapaz de 
expresarse totalmente en un acto definitivo. Todas sus decisiones 
eran verdaderas, pero precarias y mudables. Debido a su 
ambigüedad constitutiva, ninguna de ellas podía surgir con un 
carácter definitivo que implicase por sí solo el cielo o el infierno. En la 
muerte (ni antes ni después), es decir, en el momento del paso del 
hombre terrestre al hombre pancósmico, libre de todos los 
condicionamientos exteriores, en la posesión plena de sí como historia 
personal y con todas sus capacidades y relaciones, se da una 
decisión radical que implica el destino eterno del hombre. En ese 
momento de total conciencia y lucidez, el hombre conoce lo que 
significan Dios, Cristo y su autocomunicación, cuál sea el destino del 
hombre, sus relaciones de apertura a la totalidad de los seres. 
Entonces es cuando, conforme con la personalidad que él se forjó a lo 
largo de su vida, totalizando todas las decisiones tomadas, puede 
decidirse por la apertura total que implica salvación o por el cerrarse 
sobre sí mismo que excluye la comunión con Dios, con Cristo y con la 
totalidad de la creación.
La muerte es un penetrar en el corazón de la materia y de la unidad 
del cosmos. En ella tiene lugar un encuentro personal con Dios y con 
Cristo resucitado, que llena todo con su presencia, el Cristo cósmico. 
Ahora, en la mejor oportunidad, puede el hombre decidirse de la 
mejor forma, totalmente libre de coacciones exteriores y definitiva. En 
ese encuentro con Dios y con la totalidad se da el juicio y también el 
purgatorio como proceso de purificación radical. Delante de Dios y de 
Cristo, el hombre descubre su ambigüedad, pasa por una última crisis 
cuyo desenlace es un acto de total entrega y amor o de cerrazón y 
opción por una historia sin otros y sin nadie. Esta decisión produce 
una escisión definitiva entre el tiempo y la eternidad, y el hombre pasa 
de la vida terrestre a la vida de comunión íntima y facial con Dios o de 
total frustración de su personalidad, llamada también infierno.

La muerte, fenómeno natural y consecuencia del pecado.
MU/FENOMENO-NATURAL MU/CASTIGO-P: Hasta aquí hemos 
visto que la muerte pertenece al mismo contexto de la vida terrestre. 
Esta es siempre vida mortal o muerte vital. Mucho antes de que en la 
evolución surgiera el hombre mortal, ya se consumían las plantas y 
morían los animales. Este dato tiene su importancia, porque la Biblia y 
la teología presentan la muerte como consecuencia del pecado del 
hombre. Pablo dice claramente que «la muerte entró en el mundo a 
través del pecado» (/Rm/05/12; Gn 3). El segundo Concilio de Orange 
(529) y después el de Trento (1546) lo subrayan con igual claridad: la 
muerte es el precio del pecado (DS 372 y 1511). ¿Cómo se ha de 
entender esto ? 
Al parecer, la sentencia bíblica y conciliar se opone a lo que hemos 
expuesto hasta aquí. Pero una reflexión más atenta sobre el sentido 
de esta afirmación nos hará comprender la validez (de las dos 
posturas, la que afirma que la muerte es un fenómeno natural y la que 
sostiene que la muerte es consecuencia del pecado. La teología 
clásica, sobre todo a partir de san Agustín, ha enseñado siempre que 
la muerte es un fenómeno natural por cuanto la vida biológica va 
desgastándose hasta que el hombre termina sus días. No cabe decir 
que el hombre no puede morir (non posse mori). Constitutivamente es 
un ser mortal. No obstante, en virtud de su orientación originaria hacia 
Dios y en su primera situación, el hombre primitivo (Adán) estaba 
destinado a la inmortalidad. El podía no morir (posse non mori). 
«Cuando la fe nos enseña esto -como bien dice K. Rahner en su 
célebre ensayo sobre el Sentido teológico de la muerte- no nos dice 
que el hombre paradisíaco, de no haber pecado, habría prolongado 
indefinidamente la vida terrena. Podemos decir, sin ningún reparo, 
que el hombre habría terminado su vida temporal. Habría 
permanecido en su forma corporal, pero su vida habría llegado a un 
punto de consunción y de plena madurez partiendo de dentro... Adán 
habría tenido una cierta muerte». Lo cual quiere decir que habría una 
escisión entre la vida terrestre y la vida celeste, entre el tiempo y la 
eternidad. Habría un paso y, por tanto, muerte en el sentido antes 
explicado. Pero tal muerte estaría integrada en la vida. Debido a la 
armonía total del hombre, no sería sentida como pérdida, ni vivida 
como un asalto, ni sufrida como un despojamiento. Sería un paso 
natural, como natural es el paso del niño del seno materno al mundo, 
de la infancia a la edad adulta. Alcanzada la madurez interior y 
agotadas las posibilidades para el hombre cuerpo-espíritu en el 
mundo terrestre, la muerte lo introduciría en el mundo celeste. Adán 
habría muerto como el pequeño príncipe de Antoine de Saint-Exupéry, 
sin dolor, sin angustia y sin soledad.
Sin embargo, debido al pecado original que afecta a todos los 
hombres, y debido también al pecado personal, la muerte ha perdido 
su armonía con la vida. Se siente como un elemento que aliena y roba 
la existencia. Es miedo, angustia y soledad. La muerte concreta e 
histórica, tal como es vivida (vivir la muerte y morir la vida son 
sinónimos), es fruto del pecado. De una parte, es natural como 
término de la vida. De otra, en la forma alienante en que se sufre, es 
antinatural y dramática.
La muerte implica una última soledad. Por eso el hombre la teme y 
huye de ella, como huye del vacío. Simboliza y sella nuestra situación 
de pecado, que es soledad del hombre que ha roto su comunión con 
Dios y con los otros. Cristo asumió esta última soledad humana. La fe 
nos dice que él descendió a los infiernos, esto es, pasó los umbrales 
del vacío radical existencial, para que ningún mortal pudiese en lo 
sucesivo sentirse solo.
El hombre puede integrar la muerte en la vida, abrazándola como 
total despojo y último acto de amor, como entrega confiada. El santo y 
el místico, como la historia demuestra, pueden integrar 
paradisíacamente la muerte en el contexto de la vida y no ver en ella 
una usurpadora de la vida, sino a la hermana que nos libera y nos 
introduce en la casa de la vida y del amor. Entonces el hombre 
aparece libre y liberado, como un Francisco de Asís. La muerte no le 
hará ningún mal porque es el paso para una vida más plena.
....................
55 Recordemos la conocida frase de Heidegger: «Cuando el hombre comienza a 
vivir ya es suficientemente viejo para morir»; Sein und Zeit (Tubinga 1953) 329.
56 Confesiones, 1,6: «dicam mortalem vitam an mortem vitalem nescio».
57 Cf. R. Troisfontaines, op. cit., 109.
58 L. Boros, op. cit., 88; íd.
63 R. Troisfontaines, op. cit., 118-119.

LEONARDO BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981.Pág. 520-527