Del problema al misterio.
Apuntes para una teología renovada de la muerte
Alberto NUÑEZ*
Antes de nada, debemos aclarar qué significa el título de este
artículo. Se desilusionará quien espere encontrar aquí las últimas
teorías teológicas acerca de la muerte, o una discusión con la
teología clásica sobre el tema del origen de la muerte como castigo
por el pecado, o su definición como separación alma-cuerpo, el
problema de la inmortalidad del alma, la teoría de la «muerte total», la
teoría de la resurrección «en» la muerte, etc. Todo ello es tratado por
las publicaciones más recientes sobre escatología1. Simplemente
quisiera presentar algo mucho más perentorio: el presupuesto
teológico que está en la base de cualquier intento renovador de la
teología de la muerte, lo que consiente precisamente que ésta sea
«renovada» no sólo en el lenguaje, sino en el enfoque general, para
que pueda seguir ofreciendo a los creyentes razones de su
esperanza. Y me valgo, en primer término, de una afirmación del
Concilio Vaticano II (ese gran impulso del Espíritu a la Iglesia hacia su
renovación, que está todavía por desarrollar en tantos aspectos). El
texto dice así:
«La Sagrada Teología se apoya, como en cimiento perpetuo, en la
palabra escrita de Dios al mismo tiempo que en la Sagrada Tradición,
y con ella se robustece firmemente se rejuvenece de continuo,
investigando a la luz de la fe toda la verdad contenida en el misterio
de Cristo» (DV, 24).
J/MISTERIO-RV-D: El subrayado es mío. Y lo más importante está
al final. Estamos acostumbrados a meditar los «misterios» de la vida
de Cristo (gozosos, dolorosos, gloriosos). Estamos habituados a creer
«verdades» (verdades reveladas, verdades de fe, verdades eternas).
Pero nos cuesta mucho mirar a Cristo como «misterio» y «verdad».
Sin embargo, él mismo ha dicho: «yo soy el camino, la verdad y la
vida». Del misterio de Cristo en su totalidad (vida, muerte,
resurrección, gloria, parusía), entendido como acontecimiento
salvífico, brota toda la verdad sobre Dios, el hombre, el mundo. Una
verdad que nosotros humildemente investigamos a la luz de la fe, pero
que no agotamos nunca. Y además, de propina, nos rejuvenece.
Porque es vida. Cristo es un misterio: cuanto más se descubre, tanto
más se sorprende uno de lo que tiene delante. Si no lo
descubriéramos, sería sólo un secreto. Si lo agotáramos, no sería
misterio. Cristo es el misterio de la revelación de Dios y de la
salvación del hombre. Y desde el misterio de Cristo hay que
contemplar toda otra verdad, incluso la muerte.
Contemplar las «cosas últimas» de la escatología a la luz del
acontecimiento escatológico que es Cristo hace que nuestra
consideración de la muerte esté marcada no sólo por la muerte de
Jesús, que sabemos fue redentora y reconciliadora de los pecadores
con el amor de Dios, sino también por su resurrección y por su venida
futura (la parusía) en gloria y poder. Ellas son también acontecimiento
de salvación, y por medio de ellas se consuma la redención de este
mundos.
Del problema al misterio
Si definimos la teología de la muerte como el intento de iluminar el
misterio de la muerte cristiana a la luz de Cristo resucitado, se hace
necesario, en primer lugar, reconocer que la muerte para el creyente
es algo más que un mero (aunque gravísimo) problema físico-psíquico
que tarde o temprano habrá que afrontar. Y aunque muchos traten de
vivir lo mejor posible dejando a un lado esta cuestión, despachándola
con un «ya se verá cuando llegue el va momento...», a nadie se le
escapa que la muerte, su muerte, es un verdadero problema. Por un
lado, constituye algo natural, universal, es parte de la vida. Por otro
lado, la aniquilación que provoca nos sabe a absurda contradicción,
pues se opone a nuestro noble deseo de vivir y perdurar. Este
problema es, por así decirlo, una ventana sobre la muerte: la
impresión que produzca el paisaje variará mucho de una persona a
otra; algunos, por el miedo o la repugnancia que les infunde, llegan
hasta el extremo de tapiar la ventana. Es igual; al fin y al cabo -como
decía el filósofo griego Bión-, el camino de la muerte es tan fácil que
lo hacemos con los ojos cerrados...
MISTERIO/QUE-ES: Pero al creyente en Jesús resucitado los ojos
de la fe le abren otra ventana a la muerte, no ya sólo como problema,
sino también, y principalmente, como misterio. Y además resulta que
la muerte, bajo esta mirada de fe, se convierte en el misterio por
excelencia de la vida humana. ¿Cómo? Olvidémonos por un momento
de las connotaciones que en el lenguaje ordinario tiene la palabra
«misterio» (cosa secreta, algo incomprensible, inexplicable,
inaccesible a la razón...) y recuperemos su significación originaria,
esencialmente religiosa, que el cristianismo primitivo tomó prestada
del ambiente helenístico. La palabra griega mysterion deriva del verbo
myein (cerrar [los labios o los párpados]). Una persona con los ojos
cerrados permanece en tinieblas hasta que los abre a la luz. De este
modo, quien en las religiones mistéricas era introducido en un misterio
sagrado pasaba de la ignorancia, simbolizada ritualmente en los
párpados cerrados, a la claridad del conocimiento. Los labios
cerrados (otro símbolo del misterio) significaban no tanto la
incapacidad de comprender, cuanto la dificultad de verbalizar el
contenido de los misterios, su inefabilidad. Además, el fiel tampoco
podía revelárselo a gente ajena a la comunidad; debía guardar el
secreto. El misterio, pues, en el sentido genuino del término,
representa una apertura a la transcendencia, esto es, a una mayor
calidad de vida y conocimiento. La fenomenología de la religión
reciente tiende a describir el misterio como una realidad trascendente
que concierne al hombre personalmente, le afecta de un modo
definitivo y no es parangonable a nada conocido y vivido por él. De
ahí que consideremos muy apropiada la expresión «el misterio de la
muerte», porque, aparte de adecuarse a la descripción arriba
señalada, nos remite a Dios mismo, el «Misterio» por antonomasia,
que es origen y fin de la vida. Podríamos decir que la muerte es
misterio porque, si bien es verdad que en Dios vivimos, nos movemos
y existimos (Hch 17, 28), también es cierto que -como ha escrito un
conocido teólogo- «Dios es aquel en el que el hombre mortal muere y
por el cual y para el cual resucita»3.
Un misterio escatológico
La fe de la Iglesia contempla siempre la muerte del cristiano a la luz
de la resurrección de Jesús y en la esperanza de los cielos nuevos y
la tierra nueva, la plenitud del Reino de Dios al final de los tiempos. En
la liturgia eucarística, después de la consagración se aclama así el
misterio de la redención: «Cada vez que comemos de este pan y
bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que
vuelvas»
De este modo, también la teología considera la muerte del hombre
como una parte de la escatología y en conexión con la cristología, de
la que es culminación, pues el último artículo sobre Cristo en el Credo
profesa que él «vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su
reino no tendrá fin». La escatología estudia los éschata (las
realidades últimas), la nueva creación y la nueva humanidad que
esperamos, el reino de Dios en la resurrección. Aunque, estrictamente
hablando, la «última realidad» por excelencia es Dios mismo, que, en
la gloria, será todo en todos (cf. 1 Cor 15,28).
La muerte es una de esas realidades que el cristiano no ve, pero
espera, y sobre las cuales reflexiona la escatología. Porque en
realidad la muerte pertenece en mayor medida al «más allá» que al
«más acá», por lo que tiene de definitivo e irreversible. Lo que
nosotros podemos observar cuando una persona muere es sólo un
proceso fisiológico que concluye con la interrupción de las constantes
vitales; un organismo que deja de funcionar como tal cuando la chispa
vital se apaga4. Pero ¿es eso la muerte? Me temo que sólo podemos
ver una cara de la moneda. La otra, el aspecto personal y subjetivo,
no es accesible a los testigos. Porque la única persona que podía
describirnos por experiencia propia lo que realmente sucedía allí, el
mismo difunto, ya se ha ido. Si para la comprensión integral de
cualquier fenómeno humano es imprescindible la colaboración activa
del sujeto (lo que, obviamente, no se da en el caso de un muerto),
tenemos que concluir que nuestro conocimiento de la muerte será
siempre incompleto mientras no hayamos pasado al otro lado de ella.
Pero sabemos que a Jesucristo el Padre lo levantó de la muerte con el
poder de su Espíritu. Él es el primero que ha despertado a la vida
para no morir más. Y él nos lo ha contado. Ahora podemos en verdad
decir: «Señor Dios, el único que puede dar la vida después de la
muerte...», cuando lo invocamos en nuestra oración por los difuntos.
Afirmar el misterio de la muerte como realidad escatológica significa
reconocer nuestra muerte como un paso adelante (y sin posibilidad de
volver atrás) en un camino que Jesucristo ha abierto para nosotros,
en orden a que podamos participar plenamente de su vida (cf Rm
6,3-9; Flp 3, 10-11). Esta novedad introducida por la resurrección de
Cristo en la muerte del hombre hace que el cristiano, aun
experimentando la muerte con el dolor de la separación que ella
provoca (o sea, sin dejar nunca de constituir un problema para él),
pueda llamarle «pascua», «nacimiento», «bautismo» e incluso, con el
apóstol Pablo, «ganancia» (Flp 1,21).
Un misterio que revela vida
El Misterio Pascual, la muerte y resurrección de Jesús, es el punto
culminante y definitivo de la revelación de Dios a la humanidad como
amor que crea vida y la rescata, dándose a sí mismo. La muerte en
cuanto misterio «revela» al cristiano la gran verdad de su existencia:
su vocación a compartir en el amor la vida divina, la vida eterna. Pero
la concepción cristiana de la inmortalidad no tiene nada que ver con
algunas ideas paganas recicladas en la nueva religiosidad de
consumo postmoderna. La influencia de la literatura de ficción y del
cine fantástico -con sus héroes inmortales, sus fantasmas, ángeles y
otras criaturas espirituales que se plantan en cualquier época pasada
o futura con una facilidad pasmosa, pero que son incapaces de
controlar sus pasiones demasiado terrenas- ha hecho estragos en
nuestro imaginario escatológico, a veces tan individualista, tan
solitario el pobrecito... Haría mucho bien a nuestro espíritu el que
volviéramos a pasearnos por las viejas catedrales románicas para
dejarnos catequizar por sus imágenes sobre la vida eterna, donde
Jesucristo siempre está en el centro, y los santos alrededor felices y
contentos... Porque nuestra vocación a la inmortalidad no significa
una mera prolongación sin fin de esta vida, sino la plena participación
de la vida de Dios, que es algo muy distinto. La Escritura nos presenta
una imagen de la vida eterna cuyo marco no es el estiramiento infinito
del tiempo y el espacio cósmicos, sino el cielo nuevo y la tierra nueva
(Dios renueva el Universo entero), y en medio la nueva humanidad,
en cuyo centro está Jesús (que por eso precisamente es nueva):
«Dios entre los hombres: morará con ellos; ellos serán su pueblo, y
Dios mismo estará con ellos. Les enjugará las lágrimas de los ojos. Ya
no habrá muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha
pasado» (/Ap/21/03-04).
Estamos llamados a participar de la misma gloria del Resucitado,
que -no lo olvidemos- en los relatos evangélicos se presenta siempre
a sus discípulos mostrando los signos de la Pasión. Compartir
plenamente la gloria de Jesús supone, primero, pasar por su Misterio
Pascual, que incluye la muerte. Pero esto sólo nos lo desvela el
Espíritu a través del seguimiento de Cristo en su comunidad de fe. Y
es un proceso, algo que se «aprende» en el camino de la vida
cristiana, en donde los sacramentos, especialmente la celebración de
la eucaristía, ocupan un lugar central. Aunque también se nos revela
por medio de una amplia gama de experiencias humanas, entre ellas
la de nuestra corporeidad limitada y frágil. No se trata solamente de
una pura convicción intelectual o de una experiencia espiritual, sino
que -en palabras de un padre de la Iglesia- «constantemente aprendo
a creer con fe segura que la muerte de los hombres fue vencida por la
muerte de Cristo crucificado; que ha sido puesta en el cuerpo la
esperanza de la resurrección, en nuestro cuerpo, porque Cristo
victorioso resucitó en esta carne que llevo, de la que muero...» (San
Paulino de Nola, Carme XXXT).
Ciertamente constituye un misterio que se hace accesible al
creyente en Cristo y a toda persona de buena voluntad, «en cuyo
corazón -como señalaba el Concilio Vaticano II- obra la gracia de un
modo invisible; puesto que Cristo murió por todos, y una sola es la
vocación última de todos los hombres, es decir, la vocación divina,
debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de
que, de un modo que sólo Dios conoce, se asocien a su misterio
pascual» (GS, 22). Los cristianos, es verdad, conocemos ya la
plenitud de vida que es Cristo, la vivimos en la fe y en la caridad, la
celebramos en la Liturgia. Pero todavía no se ha manifestado en
nosotros totalmente. En la esperanza, aguardamos su realización
completa después de la muerte. Considerar la muerte como misterio
de salvación llena de sentido una expresión tradicional referida al
morir y que ya no se escucha con frecuencia: «pasar a mejor vida».
Misterio y profecía
La mirada del cristiano al misterio de la muerte es una mirada
profética. El problema veía la muerte situada «en» el futuro: yo sé que
un día me tengo que morir, y ello tiñe de incertidumbre y de
provisionalidad mis días. Pero el misterio la mira «desde» el futuro,
desde la intervención definitiva de Dios, que es eternamente fiel a su
alianza de amor con la humanidad. Un texto muy conocido de la
Escritura nos puede proporcionar la perspectiva justa:
«La mano del Señor se posó sobre mi, y por su espíritu el Señor me
sacó y me puso en medio de un valle todo lleno de huesos. Me hizo
pasar por entre ellos en todas las direcciones: eran muchisimos los
que había en la cuenca del valle; estaban completamente secos.
Entonces me dijo: 'Hijo de Adán, ¿podrán revivir esos huesos?'
Contesté: 'Señor, tú lo sabes'. Me ordenó: 'Profetiza sobre estos
huesos. Les dirás: Huesos secos, escuchad la palabra del Señor. Así
dice el Señor a estos huesos: He aquí que yo os voy a infundir
espíritu y viviréis. Os cubriré de tendones, haré crecer sobre vosotros
la carne; tensaré sobre vosotros la piel y os infundiré espíritu para
que reviváis. Así sabréis que yo soy el Señor'» (/Ez/37/01-06).
La visión nos muestra los siguientes personajes: 1) Dios, que
pregunta, ordena y manda, que para eso es Señor; 2) Ezequiel, el
profeta, un «hijo de Adán», un hombre mortal, que acoge la palabra
de Dios y coopera con su actividad; 3) los huesos (¿qué símbolo
mejor para representar los muertos y la misma muerte?) esparcidos
por el valle en las cuatro direcciones (¿quién puede escapar de la
muerte'?); y 4) algo muy importante, pues cambia todo el paisaje, el
espíritu (la palabra hebrea rúaj [viento, soplo, aliento vital]) Y lo que
sucede en la visión de Ezequiel ilumina la situación histórica concreta
del pueblo de Israel en el destierro de Babilonia, donde los
deportados, sepultada la esperanza de poder volver a su tierra, están
como muertos. Separados del Dios de Israel por sus culpas, por su
infidelidad a la Alianza, desalentados, sufren al verse privados de la
vida verdadera que es la gracia y la benevolencia de Dios, algo que
sólo Él mismo puede devolverles por propia iniciativa. Al profeta se le
concede ver esta acción futura de Dios, que reanimará a su pueblo, le
hará volver e infundirá en cada hombre un espíritu nuevo.
A la luz del Misterio Pascual, podemos decir entonces que la
pregunta de Dios a Ezequiel toca el verdadero núcleo del problema: lo
que más preocupa no es la muerte en sí misma (los huesos secos),
sino la vida después de la muerte (¿podrán revivir esos huesos?). No
importa tanto su causa remota (al menos la de la muerte tal como la
experimentamos los hijos de Adán, con angustia y temor), que es el
pecado, cuanto el poder del Padre, que ya ha transformado la muerte
en Cristo a través de su Espíritu (Así sabréis que yo soy el Señor).
Por consiguiente, la pregunta sobre la muerte transciende el mismo
problema de la muerte y abarca la relación del hombre con el Dios de
la Alianza que da la vida por medio de su espíritu. El problema se ha
convertido en misterio. Ezequiel sólo puede responder al enigma
apelando a Dios mismo: «Tú lo sabes, Señor». Que es como decir: yo
confío en ti; revélame tú ese misterio. Una respuesta que nos hace
recordar aquella otra de Pedro a Jesús: «Señor, ¿a quién vamos a
acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).
Como el profeta Ezequiel, la comunidad cristiana tiene que estar
siempre dispuesta a dar razón de su esperanza. Nuestra visión del
misterio de la muerte es ciertamente profética en medio de un mundo
donde aparentemente triunfan la violencia, la injusticia y la
aniquilación. Pero la palabra de vida eterna, que nos ha llamado
personalmente y funda la Iglesia (ekklesía, comunidad de los
convocados), nos revela que nuestra vida presente es ya una «nueva
creación», que lo viejo ha pasado, todo es nuevo (2 Cor 5,17). Para
quienes han sido bautizados en la muerte de Cristo, la vida presente
se experimenta como don, y el Espiritu que actúa en nosotros, como
primicia y garantía de la salvación futura (cf. Rm 8,23; 2 Cor 1,22;
5,5). En cuanto el Espíritu es fuente y fuerza de nuestro camino,
podemos decir que es ya el futuro el que está dominando ahora
nuestro presente, pues gracias al don del Espiritu tenemos certeza de
nuestra futura resurrección y de la nueva creación.
El misterio de la muerte y el compromiso ético
La muerte en cuanto tal (ese momento imperceptible del paso a la
otra dimensión) no es dolorosa. Hay personas que después de una
larga y penosa enfermedad pueden incluso llegar a desearla como
alivio a su sufrimiento. Es mucho más grave el dolor de separarnos de
todo lo que conocemos y abandonarnos a lo que ignoramos. Es más
lacerante la angustia de vernos privados de los seres que amamos y
quedar totalmente solos en la oscuridad. También es doloroso ver
llegar la muerte cuando uno todavía es joven y no ha vivido
plenamente. Pero peor es la constatación de quien, entrado en años,
debe morir y ve cómo ha malgastado su tiempo en futilidades, ha
ofendido a tantos, no ha asumido sus responsabilidades y ni siquiera
ha alcanzado los objetivos que él mismo se había propuesto... En
definitiva, el mayor dolor de la muerte es no haber apreciado la vida
en su verdadero valor.
Una concepción profética de la muerte como misterio de la
salvación de Dios es capaz de reconocer todavía en la vida terrena
del hombre una transformación real por medio del amor. Juan da
testimonio de ello con unas palabras muy simples, pero
tremendamente fuertes: «a nosotros nos consta que hemos pasado
de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama
permanece en la muerte» (1 Jn 4,14). En esta óptica cristiana, el «ars
moriendi» consiste no tanto en prepararse a morir píamente habiendo
hecho méritos para el cielo, cuanto en un «ars vivendi» que va
saliendo gradualmente de la muerte a través (y gracias a) el amor de
los hermanos. En el Evangelio, el binomio «vida/muerte» es simétrico
al de «amor/odio», porque el amor de Dios es comunicativo, se aloja
en el corazón del hombre, y donde está él hay vida; pero el odio lo
expulsa del corazón y produce muerte. De modo que -continúa Juan-
«si uno posee bienes del mundo y ve a su hermano necesitado y le
cierra las entrañas y no se compadece de él, ¿cómo puede conservar
el amor de Dios?» (vv .16-17). No nos tiene que extrañar, por
consiguiente, que un padre de la Iglesia caracterizase el proceso de la
conversión como ser transformado en vida por una «primera
resurrección, que es la iluminación destinada a la conversión; por ella
pasamos de la muerte a la vida, del pecado a la justicia, de la
incredulidad a la fe, de las malas acciones a una conducta santa.
Sobre los que así obran no tiene poder alguno la segunda muerte»
(San Fulgencio de Raspe, Tratado sobre el perdón de los pecados,
lib. II, cap. 11).
Al mismo tiempo, cualquier proyecto ético honestamente basado en
la propia (y sana) conciencia, aunque no esté directamente inspirado
por una fe religiosa, se muestra como un salir de la muerte y entrar en
la vida. He aquí, por ejemplo, la convicción de un pensador
contemporáneo tan poco propenso a teologizar como Fernando
Savater:
«La moral es, por tanto, la consecuencia más enérgica de la finitud.
Desde sus comienzos, ha consistido en celebrar la íntima fibra de
resistencia y oposición a la zapa de la muerte: fuerza y gloria allí
donde crecen debilidad y miedo, compasión frente a lo que no la tiene
con nosotros, apoyo mutuo ante la forzosa disgregación,
transcendencia contra la perpetua banalidad, comunicación en vez de
estéril silencio... El amor propio no sólo es voluntad de no morir, sino
también de inmortalizarse, es decir, de establecerse y obrar a
despecho de la muerte, de tal modo que ésta llegue a resultar
subyugada por la vocación vital humana»5.
Hay un texto bastante original en la Escritura, el Salmo 73
(/SAL/072/073), en el que el autor inspirado no se basa, para su
reflexión sobre la muerte, en ningún modelo existente: ni en los
modelos arcaicos israelitas (su propia tradición), ni en la religión de
los persas (el poder más fuerte de la zona entonces), ni en el
pensamiento griego (la filosofía más desarrollada en aquella época),
sino en su propia experiencia de la vida y del misterio de Dios. La
relación hombre-muerte-Dios se plantea en el contexto de la cuestión
sobre el valor del compromiso ético. El salmista mira a su alrededor y
se pregunta si vale la pena esforzarse por ser bueno en esta vida,
cuando los malvados, que siempre seguros acumulan riquezas, usan
la amenaza y la violencia para conseguir sus propósitos, insultan a los
justos y desafían a Dios, y sin embargo no hay congojas para ellos, su
cuerpo está sano y rollizo.
La doctrina tradicional era que Dios es bueno con el justo y lo
premia en vida. Pero el salmista ve, en cambio, que son los malvados
los que prosperan. Además, tradicionalmente se creía que después
de la muerte todos bajaban al sheol, el lugar de las sombras. El
salmista casi llega a envidiar a los perversos, porque, total, ¿para qué
sirve la virtud, si el triste horizonte de la muerte iguala a todos, buenos
y malos? Y en medio de esa tentación, que es también duda y
oscuridad («meditaba yo para entenderlo, pero me resultaba muy
difícil»), surge la luz («hasta que entré en el misterio de Dios y
comprendí el destino de ellos»). El misterio de Dios le va a
proporcionar un horizonte mucho más ancho y más profundo que
antes para contemplar las realidades de este mundo («yo era un
necio y un ignorante»), pero sobre todo para contemplar su propio
destino glorioso, que no es sino la vida con Dios («yo siempre estaré
contigo»). Su íntima convicción supera el limitado y confuso
conocimiento de Israel acerca de la muerte y más allá de ella. Sentir la
intimidad de Dios le hace no envidiar más a los malvados («y contigo,
¿qué me importa la tierra?») y obrar en adelante el bien sólo por amor
a Dios («para mí lo bueno es estar junto a Dios»). Para el salmista, el
problema situaba la muerte como horizonte del hombre, y por eso
daba lo mismo ser justo o injusto. Mientras que el misterio pone a Dios
como horizonte de la muerte del hombre; de ahí que valga la pena
hacer el bien en esta vida, sencillamente porque en el bien el hombre
está en comunión con Dios, que es vida.
TEOLOGÍA DE LA MUERTE EN EL CONTEXTO PRESENTE:
TRES PARADIGMAS BÍBLICOS
Hemos tratado de esclarecer en las páginas anteriores lo que
significa el misterio de la muerte desde la perspectiva del misterio de
Cristo. La Palabra de Dios ciertamente nos revela el sentido cristiano
de la muerte, pero no lo hace a través de definiciones. En realidad, si
uno busca en la Biblia la palabra «muerte», la encontrará en varios
contextos y con muchos sentidos diferentes, a veces hasta
contradictorios. Entonces, ¿qué es la muerte para un creyente?
Hemos de tener en cuenta que no es posible dar una idea exacta de
ciertas cosas sin describir al mismo tiempo otras con las cuales están
esencialmente relacionadas. No se puede hablar, por ejemplo, de la
oscuridad sin conocer la luz, ni del reposo sin hacer referencia al
movimiento. No es posible describir el silencio sin mencionar el sonido.
Reflexionar sobre una de estas dos palabras es entenderla en
relación a la otra, y el resultado final será comprender ambas a la vez
en un horizonte común. Así, buscar en la Palabra de Dios una
iluminación sobre la muerte exige que pongamos ésta en relación a la
vida, y ambas en el horizonte del misterio de Dios, que es señor de la
vida y de la muerte (Rm 14,9).
La Biblia nos ofrece muchos paradigmas de la muerte, algunos de
ellos muy ajenos a la sensibilidad y el lenguaje actuales. Por ejemplo,
la forma de pensamiento que produjo expresiones del tipo: «por
envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sab 2,24); o «como
el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación,
así también la obra de justicia de uno solo procura la justificación que
da la vida» (Rm 5,18). Otros esquemas, sin embargo, están más
próximos a nuestra sensibilidad, pues resaltan los aspectos
relacionales, la comunicación, el estar en ruta y el dinamismo, con los
que el hombre se entiende hoy a sí mismo en el mundo y en relación
a Dios. Dada la brevedad de este artículo, no podemos agotarlos
todos; como muestra valgan tres botones.
1. La palabra y el silencio
«En el principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios...
En ella estaba la vida» (Jn 1,1.4).
La Palabra de Dios está en el principio de todo: en la creación del
mundo (Gn 1), de la vida humana (Gn 1,26) y en la conservación de
la vida (Dt 8,3; Sb 16,26). Es una palabra que crea salvación y vida
nueva (Sal 119,25). Ella misma es salvación (Hch 13,26), vida (Hch
5,20), verdad (Ef 1,13), fuerza de Dios (1 Cor 1,18) y redención (St
1,21). Podemos decir que Dios tiene la primera y la última palabra. Y
no es difícil adivinar cuál. Al Dios que en el Horeb se presentó a
Moisés con el nombre de «Yo soy el que soy» (Ex 3,14), el apóstol
Juan, cuyas manos tocaran a la Palabra de vida (1 Jn 1,1), lo
describiría con estas palabras: «Dios es amor» (1 Jn 4,8). ¿Y qué es
lo que Dios nos comunica con su Palabra? El Concilio Vaticano II
decía lo siguiente sobre la naturaleza y el objeto de la revelación
divina:
«Dispuso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar
a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres,
por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el
Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En
consecuencia, por esta revelación, Dios invisible, movido por su gran
amor, habla a los hombres como amigos y mora con ellos, para
invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV
2).
D/AUTOCOMUNICACION: Pero esta autorrevelación de Dios, esta
comunicación originada en el amor, supera los parámetros de la
comunicación ordinaria entre personas. Karl Rahner explica de este
modo la diferencia: «Cuando hablamos de la comunicación de Dios
mismo, no podemos entender esta palabra como si Dios, en una
revelación cualquiera, dijera algo sobre sí mismo. La palabra
'comunicación de Dios mismo' (autocomunicación) quiere significar
realmente que Dios en su realidad más auténtica se hace el
constitutivo más íntimo del hombre»6. En otras palabras, podemos
afirmar que solamente Dios es capaz de darse a sí mismo con su
Palabra; y que da lo que tiene y es: vida personal en el amor trinitario.
Si la palabra significa vida, ¿qué sentido tiene entonces el silencio?
Lo más original de la comprensión de la vida en el Antiguo
Testamento es que ésta proporciona una oportunidad al individuo y a
la comunidad para alabar al Señor. Lo que está en el fondo de esa
concepción de la vida es la sólida convicción de que no puede haber
vida verdadera si no es en relación a Dios. La alianza es más
importante que la existencia individual. La alianza de Dios con su
pueblo es, por así decirlo, lo único que da «calidad» a la vida del
hombre bíblico. Por lo tanto, alabar al Señor era signo de vida; y la
incapacidad de alabarlo era signo de muerte, aunque el hombre
estuviese todavía vivo. Si la característica principal de la vida es
alabar al Señor, la muerte constituye el silencio (cf. Sal 6,5-ó; 30,9-11;
31,18-19; Is 38, 16-20). Además, la expresión hebrea para el alma
designaba el soplo (y, por extensión, la garganta), que era el principio
vital infundido por Dios mismo y que el hombre exhalaba con el último
suspiro. Por eso, en la Biblia, una forma de decir «yo mismo» es «mi
alma» o «mi vida». O sea, que el hombre no es nada sin el aliento
creador y vivificador de Dios.
San Agustín usó la comparación de la palabra y el silencio al
reflexionar desde su propia experiencia sobre el hecho del desgarro
que produce en nosotros el tener que desprendernos de las criaturas
que amamos y de las cuales, cuando llega el momento, nos cuesta
tanto dolor separarnos. Es cierto, dice Agustín, que, aunque no todas
envejecen, una misma ley las limita, pues todas mueren. Y, sin
embargo, Dios les ha dado el poder ser «partes de cosas que no
existen todas simultáneamente, sino que, previamente con su
desaparecer y entrar otra en su lugar después de ella, todas
componen el todo del que son partes. He aquí que también así se
desarrolla nuestro discurso a través de los signos sonoros. El
discurso no será completo si una palabra, después de haber hecho
oír sus partes, no desaparece para que le suceda otra. Por estos
seres te exprese la alabanza mi alma, Dios creador del todo, pero no
se pegue a ellos...» (Confesiones, lib. IV, c. X).
ALABANZA/SIEMPRE: Creo que podemos utilizar esta hermosa
metáfora también para la vida misma. La recibimos gratuitamente del
Señor, y no tuvimos sobre ella la primera palabra ni tenemos la última.
El silencio de la muerte sigue un signo lleno de esperanza; es la
humilde expresión de la creatura que espera volver a alabar al Señor,
pues sólo puede entenderse a sí misma en comunicación con Dios y
con las demás creaturas. Porque, citando otra vez a ·Agustín-san:
«Si amáis a Dios, aun cuando calláis, es vuestro mismo amor una voz
poderosa que llega hasta el Señor, es un nuevo cántico que llega
hasta sus propios oídos» (Comentario al Salmo 95). Y también:
«Vuestra lengua sólo a ciertas horas puede alabar a Dios: alábele,
pues, siempre vuestra vida» (Comentario al Salmo 146). Tendremos
que guardar con Cristo el respetuoso silencio de la muerte para poder
escuchar otra vez la palabra que nos llame a la vida nueva, como
expresamos en la liturgia: «Porque si el morir se debe al hombre, el
ser llamados a la vida con Cristo es obra gratuita de tu amor» (Misal
Romano, Prefacio V de Difuntos).
2. El camino y su consumación
«Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 16,11).
CAMINO/V: Aparte de la realidad física del camino, de la que el
pueblo de Israel hizo abundante experiencia en sus orígenes
nómadas y, después de asentarse y poseer la tierra, caminando
amargamente a los destierros y deportaciones a que le sometieron
sus enemigos más fuertes, el Antiguo Testamento habla de la vida
humana como un camino (Sal 37,5) que, bajo la guía de Dios (Ex
13,21), cada cual puede recorrer (Jb 23,11) o rechazar (Ma 2, 9). Los
profetas, en nombre de Dios, llaman a la gente a apartarse de los
caminos falsos (Jr 25,5) para seguir el verdadero camino (Jr 31,21),
cuyo discernimiento es un don que se pide al Señor (Sal 119,33-40).
En el Nuevo Testamento, Jesús aparece como la culminación del
camino que Dios ha preparado para la salvación (Rm 11,33ss). La
persona misma de Jesús es el camino a Dios, siendo verdad y vida (Jn
14,6).
Ciertamente el hombre es un ser en camino que difícilmente se
adecua a definiciones estáticas e inmutables sobre su naturaleza. Ya
San Jerónimo apuntaba con una pizca de ironía: «¿Puedes advertir
-te pregunto- cuándo te has convertido en un niño, cuándo en un
muchacho, cuándo en un joven, cuándo en adulto, cuándo en viejo?
Cada día morimos, cada día cambiamos; y, sin embargo, creemos que
somos eternos» (Epistolario, carta 60). Y si algo caracteriza al hombre
frente a todas las demás cosas, es precisamente el hecho de tener un
camino. ¿Por qué? Veamos la reflexión de Xavier Zubiri a este
respecto:
«El trazado de la vida no tiene el carácter de mera trayectoria, como
lo puede tener un cuerpo que se mueve en el espacio. El cuerpo no
tiene camino, sólo tiene trayectoria. Es la vida la que tiene un camino,
que consiste en vivir en secuencia. (...) Ahora bien un camino lo es
porque conduce 'desde' un punto de partida 'hacia' algo. Hay, pues,
que precisar hacia qué va dirigido el camino, sin lo cual no habría
camino, sino pura trayectoria»7.
CAMINO/TRAYECTORIA: Zubiri explica que este «hacia» es la
«autoposesión», que consiste en ir realizándose en una figura
determinada conforme a lo que el hombre quiere ser. Por eso la vida
es siempre «definitoria» (nos vamos definiendo ante las cosas y
mediante lo que hacemos con ellas), pero nunca «definitiva». Nuestra
vida está marcada por la provisionalidad, por la apertura a la
posibilidad de cambiar nuestra propia definición. ¿Qué supone,
entonces, la muerte? Zubiri concluye: «como hecho natural, (la
muerte) es una descomposición y una cesación. Pero es, además,
algo que pertenece a la estructura formal del viviente humano: es
aquel acto que positivamente lanza al hombre desde la
provisionalidad hacia lo definitivo8.
A la luz de lo anterior se puede entender mejor la tradición
martirial-mística de la muerte, donde ésta aparece como algo
esperado y deseado en cuanto liberación final para alcanzar la
plenitud en la comunión con Dios y con los santos; una tradición que,
comenzando por Pablo (cf. Flp 1,23) y continuando con Ignacio de
Antioquía y los mártires de los primeros siglos, llega hasta los místicos
(Santa Teresa: «tan alta vida espero, que muero porque no muero»).
Y también una interpreración más moderna de la muerte como
situación «sacramental» en cuanto ocasión privilegiada para que el
hombre puede ejercitar plenamente su libertad y su capacidad de
decidirse libre y definitivamente (sin los condicionamientos externos
propios de la vida terrena, provisoria) por Dios y su Reino. Aquí la
muerte sería cumplimiento y culminación de la vida humana. Esta
concepción ya la habían anticipado algunos padres de la Iglesia,
como Gregorio de Nisa cuando afirmaba: MU/GANANCIA: «Esto quiere
decir resurrección: la reconstitución de nuestra naturaleza en su
originalidad. Por lo tanto, si es imposible que la naturaleza sea
reconstituida a mejor sin la resurrección, pero la resurrección no
puede darse si la muerte no la precede, la muerte sería un bien,
porque resulta para nosotros principio y camino de transformación a
mejor» (Opera IX: «Por Pulqueria»). Y también Tomás de Aquino, que,
exponiendo el significado de /Jn/14/06/TOMAS-AQUINO, explicaba:
«En este sentido, en cuanto hombre, dice: yo soy el camino; en
cuanto Dios, añade: la verdad y la vida, dos expresiones que indican
adecuadamente el término de este camino. Efectivamente, el término
de este camino es la satisfacción del deseo humano.» (Comentario
sobre el Evangelio de San Juan, cap. 14).
3. La fuerza y la debilidad
«Grábame como un sello en tu brazo,
como un sello en tu corazón,
porque es fuerte el amor como la muerte,
obstinada la pasión como el abismo;
es centella de fuego, llamarada divina;
las aguas torrenciales no podrán apagar el amor,
ni anegarlo los ríos» (Ct 8,6-7).
D/E-FUERZA-DYNAMIS: Éste es un paradigma que recorre toda la
Escritura. El hombre bíblico reconoce, alaba y celebra por todas
partes y en todo momento la fuerza o el poder del Señor (cf. Jc 5,4ss;
Sal 19; 104; Is 40,10; Lc 1,49). Dios concede al hombre fuerza y
poder. Pero, sobre todo, su fuerza se manifiesta en Jesucristo, su
Ungido, que recibe poder para perdonar pecados, curar enfermos,
expulsar demonios, enseñar y juzgar. También los discípulos recibirán
fuerza para llevar a cabo su misión. El Evangelio mismo, la Buena
Noticia, es un poder (cf. 1 Cor 1,18, Flp 4,13). Y esta fuerza de Dios
actúa en los creyentes (Ef 6,10). Cuando los saduceos interrogaron a
Jesús sobre la resurrección, él respondió: «Andáis descaminados,
porque no entendéis la Escritura ni el poder de Dios» (Mc 12,24).
Después sería la acción del poder de Dios lo que resucitaría a Jesús;
y este poder, dice Pablo, actúa también en nosotros (2 Cor 4,14). Es
la fuerza del Espíritu. Pero ¿qué es la fuerza (en griego, dynamis) del
Espíritu, sino un dinamismo que brota continuamente del corazón de
Dios, que crea, conserva la vida, reconcilia, salva, dará plenitud,
glorificará y transformará toda la Creación? Es la fuerza de su amor.
La vida de Dios es el dinamismo del amor. No hay nada más fuerte
que Él.
Pero el amor tiene su lado débil, que es la muerte. La muerte es
debilidad; es la pasividad del amor. Dios, en Jesucristo, muestra la
debilidad de su amor en que padece, se entrega o, como diría
Bonhoeffer, se «deja echar fuera del mundo», permite que «lo arrojen
de la vida»9. El Dios que ama a la humanidad y que derrama su poder
sobre el Hijo para vivificar el mundo se encuentra frente a la fuerza del
pecado que mata al justo. A estas alturas de nuestra reflexión sale a
relucir una realidad que hasta ahora estaba detrás del telón: la mala
muerte. No es una desconocida para Dios. Porque es la antigua
muerte, la primera de la historia, la de Abel a manos de Caín, su
hermano. Y se repite. La muerte que sigue al pecado; se nutre de él
(de la codicia, la frivolidad, la injusticia, la infidelidad, la violencia, el
odio) y se hace fuerte. La mala muerte es muy fuerte. ¿Se producirá
una lucha de titanes para resolver el conflicto, una batalla entre el
amor y la mala muerte? No. En la buena muerte del justo (en una
humildad que confía en el Padre, no reclama nada para sí, no ejerce
violencia y dona su vida) brilla con más fuerza el poder de Dios: vence
el amor que no se resiste a la muerte. Esta paradoja cristiana sólo se
resuelve afirmando los dos términos. Se trata de otra lógica, que
resumió muy bien el obispo Balduino de Canterbury: «Es fuerte la
muerte, a la que nadie puede resistir. Es fuerte el amor, capaz de
vencerla» (Tratados, X). Ya lo había dicho Jesús: «Nadie tiene amor
más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Y
Pablo, que siguió en aquello a su Maestro, diría que «ese tesoro lo
llevamos en vasijas de barro, para que se vea que su fuerza superior
procede de Dios y no de nosotros» (2 Cor 4,7).
Alberto NUÑEZ
SAL TERRAE 1997/02. Págs. 113-129
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* Jesuita, prepara el doctorado en Teología. Roma.
1. Sobre estos problemas, consúltese la obra del profesor de Frankfurt M. KEHL,
Escatología, Salamanca 1992, que ofrece un panorama bastante completo y
matizado de lo que se ha escrito últimamente sobre el tema de la muerte. De
reciente publicación también, el libro de J. IBAÑEZ y F. MENDOZA, Dios
Consumador: Escatología, Madrid 1992, desde una perspectiva más escolástica,
escrito al modo de manual de curso, pero que tiene el mérito de integrar en su
estructura la doctrina del Magisterio y la Tradición de la Iglesia hasta hoy sobre la
escatología. Finalmente, y más apto para comunidades populares, está el libro
de dos profesores de teología en Brasil: J.B. LIBANIO y M. Clara BINGEMER,
Escatología cristiana, Madrid 1985.
2. Véase, por ejemplo, el intento renovador de integrar la escatología en la
cristología (y viceversa) de J. MOLTMANN, El camino de Jesucristo. Cristología en
dimensiones mesiánicas, Salamanca 1993.
3. U. VON BALTHASAR, «Escatología», en Ensayos teológicos I, Verbum Caro
Madrid 1964, p. 332.
4. Sobre ese aspecto observable de la muerte, el «más acá» de ella, recomiendo
dos libros escritos por médicos que, uniendo a su competencia científica una
rica experiencia profesional, reflexionan sobre la muerte desde una perspectiva
integral humana: S.B. NULAND, Cómo morimos. Reflexiones sobre el último
capitulo de la vida, Madrid 1995; y J. HINTON, Experiencias sobre el morir,
Barcelona 1996.
5. F. SAVAtER, Ética como amor propio, Madrid 1992, p. 301.
6. K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1989, p. 1.486.
7. X. ZUBIRl, Sobre el hombre, Madrid 1986, p. 662.
8. Ibid., p. 666.
9. D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión, Salamanca 1983, pp. 252ss.