EL REGRESO DEL HIJO-PRODIGO 3

 

HENRI J. M. NOUWEN

 

EL PADRE

 

En vez de llamarse "El Regreso del Hijo Pródigo", muy bien podría haberse llamado "La Bienvenida del Padre Misericordioso". Se pone menos énfasis en el hijo que en el padre. La parábola es en realidad una "Parábola del Amor del Padre". Pocas veces el amor compasivo de Dios ha sido expresado de forma tan conmovedora. La luz interior, el fuego del amor que se ha fortalecido a través de los sufrimientos de tantos años, arde en el corazón del padre que da la bienvenida al hijo que ha vuelto a casa.

Su mirada es una mirada eterna, una mirada que alcanza a toda la humanidad. Es una mirada que comprende el extravío de las mujeres y de los hombres de todos los tiempos y lugares, que conoce con inmensa compasión el sufrimiento de aquellos que han elegido marcharse de casa, que han llorado mares de lágrimas al verse atrapados por la angustia y la agonía. El corazón del padre arde con un deseo inmenso de llevar a sus hijos a casa.

Cuánto hubiera deseado hablar con ellos, advertirles de los peligros que les acechaban, y convencerlos de que en casa podían encontrar todo lo que estaban buscando en otros lugares. Cuánto le hubiera gustado salvarlos con su autoridad paterna y tenerlos cerca para que nada malo les ocurriera.

Pero su amor es demasiado grande para hacer nada de esto. No puede forzar, obligar o empujar. Da libertad para rechazar ese amor o para responder a él. La inmensidad del amor divino es precisamente fuente de divino sufrimiento. Dios, creador de cielo y tierra, ha elegido ser, primero y por encima de todo, un Padre.

Como Padre, quiere que sus hijos sean libres, libres para amar. Esa libertad incluye la posibilidad de que se marchen de casa, de que vayan a «un país lejano», y de que allí lo pierdan todo. El corazón del Padre conoce todo el dolor que traerá consigo esta elección, pero su amor no le deja impedírselo. Como Padre, quiere que los que estén en casa disfruten de su presencia y de su afecto. Pero sólo quiere ofrecer amor que pueda ser recibido libremente. Sufre cuando sus hijos le honran con sus labios pero sus corazones están lejos (Mt 15,8; Is 29,13). Conoce sus lenguas engañosas y corazones desleales (Salmo 78,36-37), pero no puede hacer que le quieran sin perder su verdadera paternidad.

Como Padre, la única autoridad que reclama para sí es la autoridad de la compasión. Esa autoridad le viene de permitir que los pecados de sus hijos penetren en su corazón. No hay lujuria, codicia, ira, resentimiento, celos o venganza en sus hijos perdidos que no le haya causado un dolor inmenso. El dolor es tan profundo porque el corazón es muy puro. Desde ese profundo lugar donde el amor abraza todo el dolor humano, el Padre llega a sus hijos. El contacto de sus manos, que irradian luz interior, sólo buscan curar.

Aquí está el Dios en el que quiero creer: un Padre que, desde el comienzo de la creación, ha extendido sus brazos en una bendición llena de misericordia, sin forzar a nadie, pero siempre esperando; sin dejar que sus brazos caigan, y esperando siempre que sus hijos vuelvan para poder hablarles con palabras de amor y para dejar que sus brazos cansados descansen en sus hombros. Su único deseo es bendecir.

En latín, bendecir se dice benedicere, que literalmente quiere decir: decir cosas buenas. El Padre quiere decir, más que con su voz con su contacto, cosas buenas de sus hijos. No quiere castigarles. Ya han recibido demasiados castigos con sus caprichos. El Padre quiere simplemente que sepan que el amor que han estado buscando por las vías más variadas ha estado, está, y siempre estará allí para ellos. El Padre quiere decir más con sus manos que con su boca: «Tú eres mi amado, en ti descansa mi favor.» El es el pastor que «apacienta a su rebaño, lleva en brazos los corderos y conduce con delicadeza a las recién paridas.» (Is 40,11)

EL PADRE LE DA LA BIENVENIDA A CASA

"Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio (al hijo menor) y, profundamente conmovido, salió a su encuentro, le abrazó y lo cubrió de besos.   ...Su padre salió a persuadirlo (al hijo mayor)".

-Padre y madre   El Padre no es sólo el gran patriarca. Es madre y padre. Toca a su hijo con una mano masculina y otra femenina. Él sostiene y ella acaricia. Él asegura y ella consuela. Es, sin lugar a dudas, Dios, en quien femineidad y masculinidad, maternidad y paternidad, están plenamente presentes. Esta mano derecha suave y tierna me hace recordar las palabras del profeta Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su hijo y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Fíjate en mis manos: te llevo tatuada en mis palmas.» (Is 49,15-16) Recuerdo las palabras de Jesús sobre el amor maternal de Dios: "¡Jerusalén, Jerusalén... Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas y no has querido!" (Mt 23,37-38) Dios me sostiene de día y de noche, como la gallina que reúne a sus polluelos bajo sus alas. Más que la imagen de una tienda, la de las alas de una madre pájaro vigilante refleja la seguridad que Dios ofrece a sus hijos. Esta imagen expresa protección y cuidado, un lugar donde sentirse a salvo.

Cada vez que recuerdo estas palabras, siento la cualidad maternal del amor de Dios y mi corazón entona las palabras inspiradas por el salmista:

Tú que vives al abrigo del altísimo y habitas a la sombra del Poderoso,
di al Señor: «Refugio y fortaleza mía,
Dios mío, en ti confío».

...te cubrirá con sus plumas y hallarás refugio bajo sus alas.   (Salmo 91,1-4)

Y así, bajo la forma de un viejo patriarca judío, emerge también un Dios maternal que recibe a su hijo en casa.

Ahora, cuando imagino al anciano patriarca inclinándose sobre su hijo recién llegado y tocándole los hombros con las manos, empiezo a ver no sólo al padre que «estrecha al hijo en sus brazos,» sino a la madre que acaricia a su niño, le envuelve con el calor de su cuerpo, y le aprieta contra el vientre del que salió. Así, el «regreso del hijo pródigo» se convierte en el regreso al vientre de Dios, el regreso a los orígenes mismos del ser y vuelve a hacerse eco de la exhortación de Jesús a Nicodemo a nacer de nuevo.

Ahora aprecio mucho más la enorme calma de este retrato de Dios. No hay sentimentalismo, ni romanticismo, ni se cuenta un simple cuento con final feliz. Lo que aquí veo es a Dios como madre, recibiendo en su vientre a aquél a quien hizo a su propia imagen.

El misterio consiste en que Dios en su infinita compasión se ha unido a la vida de sus hijos para la eternidad. Ha elegido libremente depender de sus criaturas, a quienes dio el don de la libertad. Esta elección hace que sienta dolor cuando se marchan; esta elección hace que sienta una alegría inmensa cuando vuelven. Pero no será una alegría plena hasta que hayan vuelto todos y se reúnan en torno a la mesa preparada para ellos.

Y esto incluye al hijo mayor. El dilema del hijo mayor consiste en aceptar o rechazar que el amor de su padre va más allá de ser amado como él cree que debe ser amado. El padre sabe que es el hijo quien debe elegir, aunque él le espera siempre con los brazos abiertos. ¿Querrá el hijo mayor arrodillarse y dejarse tocar por las mismas manos que tocan a su hermano? ¿Querrá ser perdonado y experimentar la presencia sanadora del padre que le quiere más allá de cualquier comparación? La historia de Lucas deja muy claro que el padre sale a recibir a sus dos hijos. No sólo corre a dar la bienvenida a su hijo menor, caprichoso, sino que sale también a recibir al mayor, cumplidor del deber, que vuelve del campo preguntándose qué son toda esa música y bailes, y le anima a entrar.

-Ni más ni menos Para mí es muy importante entender todo el significado de lo que está ocurriendo aquí. Aunque el padre está rebosante de alegría por la vuelta de su hijo menor, no se ha olvidado del mayor. No da por supuesto que sepa lo que está pasando. Su alegría era tan intensa que casi no podía esperar a empezar la fiesta, pero en cuanto vio llegar a su hijo mayor, lo dejó todo, salió a recibirle y le pidió que se uniera a ellos.

El hijo mayor, en medio de sus celos y amargura, sólo ve que a su irresponsable hermano se le presta más atención que a él, y llega a la conclusión de que a él se le quiere menos. El corazón de su padre, sin embargo, no está dividido. Su reacción libre y espontánea ante el regreso de su hijo menor no implica comparación alguna con su hijo mayor. Todo lo contrario, desea ardientemente que participe de su alegría.

No me es fácil entender esto. En un mundo en el que constantemente se están haciendo comparaciones entre la gente, clasificándolos en más o menos inteligentes, más o menos guapos, con más o menos éxito, no es fácil creer en un amor que no hace lo mismo. Cuando oigo alabar a alguien, me es muy difícil no pensar que yo no merezco que se me alabe; cuando leo algo acerca de la bondad y grandeza de otras personas, me es muy difícil no preguntarme si yo soy tan bueno como ellos; y cuando veo los trofeos, premios y recompensas que se dan a la gente especial, no puedo evitar preguntarme por qué no me los dan a mí.

El mundo en el que crecí es un mundo tan repleto de categorías, grados y estadísticas, que consciente o inconscientemente, siempre trato de competir con los demás. Mucha de la tristeza y alegría de mi vida viene directamente de compararme; y mucha, por no decir toda, esta comparación es inútil, una pérdida de tiempo y energía.

Nuestro Dios, que es a un tiempo Padre y Madre nuestro, no hace comparaciones. Jamás. Aunque con la cabeza yo sé que esto es verdad, todavía me es muy difícil aceptarlo con todo mi ser. Cuando oigo que a alguien se le llama hijo predilecto o hija predilecta, mi reacción inmediata es que el resto de los niños a la fuerza tienen que ser menos apreciados, menos queridos. No puedo comprender cómo todos los hijos de Dios pueden ser predilectos. Pero ahí están. Cuando pienso en el reino de Dios, enseguida me viene a la mente la idea de Dios como el guardián de un enorme marcador celestial, y siempre temo no llegar a la puntuación necesaria. Pero cuando pienso en la bienvenida de Dios al mundo, descubro que Dios ama con un amor divino, un amor que da a cada hombre y a cada mujer su unicidad sin establecer nunca comparaciones.

El hermano mayor se compara con el menor y siente celos. Pero el padre los ama tanto que jamás se le ocurriría retrasar la fiesta para que su hijo mayor no se sintiera rechazado. Estoy convencido de que muchos de mis problemas emocionales desaparecerían si dejara que el amor maternal de Dios, que nunca compara, empapara mi corazón.

Todo esto se me presenta de forma clara cuando reflexiono en la parábola de los obreros de la viña (/Mt/20/01-16). Cada vez que leo esta parábola en la que el amo paga por igual a los obreros que sólo trabajaron una hora como a los que habían «soportado el peso del día y el calor,» surge en mi interior un sentimiento de indignación.

¿Por qué el amo no pagó primero a los que habían trabajado tantas horas y sorprendió luego a los que habían llegado los últimos con su generosidad? ¿Por qué, sin embargo, paga primero a los que habían llegado a media tarde, creando una falsa expectativa en el resto y un sentimiento innecesario de amargura y celos? Ahora me doy cuenta de que estas preguntas surgen de una falsa idea: que se pueden imponer al excepcional orden de lo divino los esquemas de la economía de lo temporal.

No se me había ocurrido pensar que lo que quería el amo era que los trabajadores de las primeras horas se alegraran al comprobar su generosidad para con los que llegaron los últimos. Nunca se me pasó por la cabeza que podía haber actuado desde la idea de que los que trabajaron en el viñedo todo el día se alegrarían de tener la oportunidad de trabajar para su jefe, y de comprobar el hombre tan generoso que era. Esto requiere cambiar interiormente y, así, aceptar una manera de pensar que no establece comparación alguna. Esta es la forma que tiene Dios de pensar. Dios mira a su gente como a los hijos de una familia, feliz al ver que aquéllos que han hecho poco son amados de igual manera que los que han hecho mucho.

Dios es lo suficientemente ingenuo como para pensar que los que pasaron todo el día en los viñedos se alegrarían al ver que los que estuvieron poco tiempo recibían la misma atención. Es más, es tan ingenuo que espera que todos estén tan contentos de estar en su presencia, que jamás se les ocurrirá hacer comparaciones. Es por eso que dice con el desconcierto de un amante incomprendido: «¿Por qué tienes que sentir envidia por mi generosidad?» Podía haber dicho: «¡Vosotros habéis estado conmigo todo el día, y os he dado lo que me habéis pedido! ¿Por qué os enfadáis tanto?» Es el mismo desconcierto que sale del corazón del padre cuando dice a su hijo lleno de celos: «¡Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo!».

Aquí se esconde la gran llamada a la conversión: mirar no con los ojos de mi baja estima personal, sino con los ojos del amor de Dios. Cuando miro a Dios como si fuera un terrateniente, un padre que trata de sacar lo máximo de mí al precio más bajo, no puedo menos que sentir celos, amargura y rencor hacia mis otros compañeros de trabajo, hermanos y hermanas. Pero si soy capaz de mirar el mundo con los ojos del amor de Dios y descubrir que la visión de Dios no es la del típico terrateniente o patriarca sino más bien la del padre que todo lo da y todo lo perdona, que no mide el amor que siente hacia sus hijos según lo bien que se comportan, entonces en seguida veo que mi única respuesta puede ser la de una profunda gratitud.

-El corazón de Dios

¿Cómo responderá el hijo mayor a la invitación de su padre de unirse a la fiesta? No hay duda de cómo es el corazón del padre. Su corazón sale al encuentro de sus dos hijos; quiere a los dos; espera verlos juntos como hermanos alrededor de la misma mesa; quiere que sientan que, aun siendo diferentes, pertenecen a la misma casa y son hijos del mismo padre.

A-D/ELECCION: Cuando dejo que todo esto quede grabado en mi interior, veo que la historia del padre y de sus dos hijos perdidos, lo que hace es afirmar que no fui yo quien eligió a Dios, sino que fue El quien me eligió a mí. Éste es el gran misterio de nuestra fe. Nosotros no elegimos a Dios, Dios nos elige a nosotros. Desde la eternidad estamos escondidos "al amparo de la mano de Dios" y «tatuados en su palma.» (/Is/49/02/16) Antes de que ningún otro ser humano nos toque, Dios «nos forma en lo oculto» y nos «teje en las honduras de la tierra» (Salmo 139,15), y antes de que ningún ser humano decida sobre nosotros, Dios «nos teje en el vientre de nuestra madre» (Salmo 139,13). Dios nos ama antes que ninguna otra persona pueda demostrarnos que nos ama. Nos ama con un amor «primero» (1 Jn 4,19-20), un amor ilimitado e incondicional. Quiere que seamos sus hijos amados y nos dice que seamos tan cariñosos como lo es Él.

Durante toda mi vida he luchado por encontrar a Dios, por conocer a Dios, por amar a Dios; he intentado seguir las directrices de la vida espiritual -orar constantemente, trabajar por los demás, leer las Escrituras- y he evitado las muchas tentaciones que pueden dispensarme. He fallado muchas veces pero siempre lo he vuelto a intentar, incluso cuando estaba al borde de la desesperación.

Ahora me pregunto si durante todo este tiempo he sido lo suficientemente consciente de que Dios ha estado intentando encontrarme, conocerme y quererme. La cuestión no es: «¿Cómo puedo encontrar a Dios?» sino: «¿Cómo puedo dejar que Dios me encuentre?» La cuestión no es: «¿Cómo puedo conocer a Dios?» sino: «¿Cómo puedo dejar a Dios que me conozca?» Y. finalmente, la cuestión no es: «¿Cómo voy a amar a Dios?» sino: «¿Cómo voy a dejarme amar por Dios?» Dios me busca en la distancia, tratando de encontrarme, y deseando llevarme a casa. En las tres parábolas en las que Jesús responde a la pregunta de por qué come con los pecadores, pone el énfasis en la iniciativa de Dios. Dios es el pastor que sale en busca de la oveja perdida. Dios es la mujer que enciende una lámpara, limpia la casa y busca por todas partes hasta encontrar la moneda perdida. Dios es el padre que busca a sus hijos, vela por ellos, corre a su encuentro, los abraza, les ruega, suplica y anima a que vuelvan a casa.

Por raro que suene, Dios desea encontrarme tanto, si no más, como yo deseo encontrar a Dios. Sí, Dios me necesita tanto como yo a Él. Dios no es el patriarca que se queda en casa, inmóvil, esperando a que sus hijos vuelvan a él, esperando a que pidan disculpas por su comportamiento, que pidan perdón, y prometan cambiar. Al contrario, abandona la casa, sin hacer caso de su dignidad al correr en su busca, ignorando las disculpas y promesas de cambiar, y los conduce a la mesa magníficamente preparada para ellos.

Ahora empiezo a ver lo radicalmente que cambiará mi trayectoria espiritual cuando deje de pensar en Dios como en alguien que se esconde y que me pone todas las dificultades posibles para que le encuentre, y comience a pensar en Él como Aquél que me busca mientras yo me escondo. Cuando sea capaz de mirar con los ojos de Dios y descubra su alegría por mi vuelta a casa, entonces en mi vida habrá menos angustia y más confianza.

¿No sería bueno aumentar la alegría de Dios dejándole que me encontrara y me llevara a casa, y celebrara mi regreso con los ángeles? ¿No sería maravilloso hacer sonreír a Dios dándole la oportunidad de encontrarme y amarme generosamente? Preguntas como ésta me llevan al punto clave: el del concepto que tengo de mí mismo. ¿Puedo aceptar que merece la pena que se me busque? ¿Creo realmente que Dios desea estar conmigo?

Aquí está el núcleo de mi lucha espiritual: la lucha contra el autorechazo, el desprecio de mí mismo y la autocondena. Es una batalla muy difícil de librar porque el mundo y sus demonios conspiran para hacerme pensar en mí mismo como en alguien que no merece la pena, que no sirve, alguien despreciable. Muchas economías se mantienen a flote manipulando la baja autoestima de sus consumidores y creando expectativas espirituales por medios materiales. En la medida en que sigo siendo «pequeño», puedo fácilmente ser seducido a comprar cosas, conocer gente, o ir a lugares que prometen un cambio radical en el concepto de mí mismo, aunque sean totalmente incapaces de conseguirlo. Y cada vez que me deje manipular o seducir, tendré aún más razones para deprimirme y considerarme un niño al que nadie quiere.

-Un amor primero y para siempre

Durante mucho tiempo consideré la baja autoestima una virtud. Me habían prevenido tanto contra el orgullo y la presunción que llegué a considerar que despreciarme era algo bueno. Pero ahora me he dado cuenta de que el verdadero pecado es negar el amor de Dios hacia mí, ignorar mi valía personal. Porque sin reclamar este primer amor y esta valía, pierdo el contacto con mi verdadero yo y comienzo a buscar en lugares equivocados lo que sólo puede encontrarse en la casa del Padre.

No creo que esté sólo en esta lucha por reclamar el amor primero de Dios hacia mí y mi propia valía. Detrás de mucha de la competitividad y rivalidad humana; detrás de tanta confianza en uno mismo y de tanta arrogancia, a menudo se esconde un corazón inseguro, mucho más inseguro de lo que uno se imagina. Siempre me ha impresionado encontrar a hombres y mujeres con un talento indiscutible y con grandes compensaciones por sus logros, que dudan de su propia valía. En vez de considerar sus éxitos signos de su belleza interior, los viven como un encubrimiento de su baja estima personal. No pocos me han confesado: «Si la gente supiera lo que hay en lo más profundo de mí mismo, dejarían de aplaudirme y de alabarme.»

Recuerdo muy bien la conversación que mantuve con un joven querido y admirado por todos. Me contó cómo un pequeño comentario hecho por uno de sus amigos le hizo caer en el abismo de la depresión. Según me dijo, lloraba constantemente y su cuerpo se retorcía de angustia. Sentía que su amigo había roto sus muros defensivos y que le había visto tal y como era: un hipócrita, un hombre despreciable tras su brillante armadura. Al oír su historia me di cuenta de lo infeliz que había sido a pesar de la envidia que despertaba en los demás por sus dones. Durante años se había hecho estas preguntas: «¿Hay alguien que realmente me quiera? ¿A quién le importo?» Y cada vez que subía un peldaño más en la escalera del éxito pensaba: «En realidad, yo no soy así; un día todo se desmoronará y todo el mundo se dará cuenta de que no soy bueno.»

Éste es un ejemplo de cómo vive mucha gente; nunca están completamente seguros de que se les quiere tal y como son. Muchos tienen historias terribles que explican el bajo concepto que tienen de sí mismos: historias sobre padres que no les dieron lo que necesitaban, sobre profesores que les maltrataron, sobre amigos que les traicionaron, sobre una Iglesia que les dejó en un momento crítico de sus vidas.

La parábola del hijo pródigo es la historia que habla del amor que ya existía antes de que cualquier rechazo y que estará presente después de que se hayan producido todos los rechazos. Es el amor primero y duradero de un Dios que es Padre y Madre. Es la fuente del amor humano, incluso del más limitado. Toda la vida y predicación de Jesús estuvo dirigida a un único fin: revelar el inagotable e ilimitado amor materno y paterno de su Dios y mostrar el camino para dejar que ese amor dirija nuestra vida diaria. Es el amor que siempre da la bienvenida a casa y que siempre quiere celebrarlo.

EL PADRE ORGANIZA UNA FIESTA

"El padre dijo a sus criados: "Traed en seguida el mejor vestido y ponédselo, ponedle también un anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomad el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido encontrado.» Y se pusieron todos a celebrar la fiesta".

-Entregar lo mejor

Está muy claro que el hijo menor no vuelve a una sencilla granja familiar. Lucas describe al padre como un hombre muy rico con una propiedad muy extensa y muchos criados. El Dios que sufre por el amor tan inmenso que siente hacia sus hijos es el mismo Dios que es rico en bondad y misericordia (Rom 2,4 y Ef 2,4) y que quiere revelar a sus hijos la riqueza de su gloria (Rom 9,23).

El padre ni siquiera da al hijo la oportunidad de disculparse. Hace suya la súplica de su hijo perdonándole espontáneamente y dejando a un lado sus ruegos, como si no contaran nada en la luz de la alegría por su vuelta. Pero hay más. El padre no sólo le perdona sin pedirle ningún tipo de explicación y dándole la bienvenida a casa, sino que no puede esperar para darle una nueva vida, una vida de abundancia (Jn 10,10). Es tan fuerte el deseo de Dios de dar vida a su hijo recién llegado que parece estar impaciente. Nada es lo suficientemente bueno. Hay que darle lo mejor. Mientras el hijo está dispuesto a que se le trate como a un criado, el padre pide que se le ponga la túnica reservada para el invitado distinguido; y aunque el hijo no se siente con derecho a que se le siga llamando hijo, el padre le entrega un anillo y unas sandalias para darle los honores de hijo amado y devolverle su condición de heredero.

Recuerdo la ropa que llevaba puesta el verano que me gradué en el instituto. Los pantalones blancos, el cinturón ancho, la camisa y los zapatos impecables reflejaban lo satisfecho que me sentía de mí mismo. A mis padres les hizo mucha ilusión comprarme aquella ropa y demostraron lo orgullosos que estaban de su hijo. Y yo estaba contento de ser hijo suyo. Me acuerdo sobre todo de lo contento que estaba con mis zapatos nuevos. He viajado mucho desde entonces y he visto cómo la gente va descalza por la vida. Ahora entiendo mejor el significado simbólico de los zapatos nuevos. Los pies descalzos significan pobreza y esclavitud. Los zapatos son para los ricos y los poderosos. Los zapatos protegen de las serpientes; dan seguridad y fuerza. Transforman a los cazados en cazadores. Para mucha gente pobre, conseguir un par de zapatos supone el primer paso para que se les tome en consideración. Un antiguo espiritual afroamericano expresa esto de forma muy bella: «Todos los hijos de Dios llevan zapatos. Cuando vaya al cielo me pondré un par de zapatos y caminaré por todo el cielo de Dios.»

El Padre viste a su hijo con los signos de la libertad, la libertad de los hijos de Dios. No quiere que ninguno de sus hijos sea criado o esclavo. Quiere que lleven la ropa del honor, el anillo de la herencia y el calzado del prestigio. Es como una investidura por la que se inaugura el año del favor de Dios. El significado pleno de esta investidura e inauguración aparece explicada en la cuarta visión del profeta Zacarías:

«El Señor me mostró en una visión al sumo sacerdote Josué, de pie, delante del ángel del Señor... Estaba Josué vestido con ropas sucias, en pie, delante del ángel. Tomó el ángel la palabra y dijo a los que estaban en su presencia: «Quitadle esas ropas sucias.» Luego dijo a Josué: «Mira, te he liberado de tu pecado y te voy a vestir con traje de fiesta.» Y añadió: «Ponedle sobre la cabeza un turbante limpio.» Le vistieron de ropas de gala y pusieron en su cabeza un turbante limpio. El ángel del Señor, que estaba en pie, le dijo solemnemente: «Así dice el Señor todopoderoso: Si sigues mis caminos y cumples mis mandamientos tú gobernarás mi templo, cuidarás de mis atrios y podrás entrar aquí con los que me asisten. Escucha además, sumo sacerdote Josué... en un solo día quitaré la iniquidad de esta tierra. Aquel día... os invitaréis unos a otros a la sombra de la parra y de la higuera.» (Zac 3,1-10)

Cuando leo la historia del hijo pródigo con la visión de Zacarías en la mente, la palabra «inmediatamente» con la que el padre ordena a sus criados que den al hijo la túnica, el anillo y las sandalias, expresa mucho más que impaciencia. Revela el ansia divina por inaugurar el nuevo reino que ha estado preparando desde el principio de los tiempos.

No hay duda de que el padre quiere organizar una fiesta por todo lo alto. El hecho de que ordenara matar el ternero que habían estado cebando y reservando para una ocasión especial, demuestra lo mucho que el padre desea hacer una fiesta como no se había hecho antes. Su alegría es evidente. Después de haber dado todas las órdenes, dice: «Celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido encontrado» y enseguida empiezan a celebrarlo. Hay comida abundante, música y bailes, y los sonidos alegres de la fiesta pueden oírse desde lejos.

-Una invitación a la alegría RD/BANQUETE:

Soy consciente de que no estoy acostumbrado a imaginarme a Dios dando una gran fiesta. Parece que está en contradicción con la seriedad y la solemnidad con la que siempre le he relacionado. Pero cuando pienso en la forma como Jesús describe el reino de Dios, veo que siempre hay un banquete. Jesús dice: «Vendrán muchos de oriente y de occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el banquete del reino de los cielos.» (/Mt/08/11) Y compara el reino de los cielos con un banquete de bodas que un rey ofrece a su hijo. Los criados del rey salen a llamar a los invitados con este encargo: «Mi banquete está preparado, he matado terneros y cebones, y todo está a punto; venid a la boda.» (/Mt/22/04) Pero muchos no hicieron caso. Estaban demasiado ocupados con sus asuntos.

Igual que en la parábola del hijo pródigo, Jesús expresa aquí el gran deseo de su Padre de ofrecer a sus hijos un banquete y su ilusión por que se celebre aunque haya algunos que rechacen su invitación. Esta invitación a comer es una invitación a intimar con Dios. Esto se ve especialmente claro en la Ultima Cena, poco antes de que Jesús muriera. Dice a sus discípulos: «Os digo que ya no volveré a beber más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, nuevo, en el reino de mi Padre.» (Mt 26,29) Y al final del Nuevo Testamento, se describe la última victoria de Dios como un espléndido banquete de bodas: «¡Aleluya! El Señor Dios nuestro, el todopoderoso, ha comenzado a reinar. Alegrémonos, regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero... Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero.» (Ap 19,6-9)

RD/ALEGRIA: La celebración es parte del reino de Dios. Dios no sólo ofrece perdón, reconciliación y cura, sino que quiere hacer todos estos regalos como muestra de su alegría para todos los que estén presentes. En tres de las parábolas en las que Jesús explica por qué se sienta a la mesa con los pecadores, Dios se alegra e invita a otros a que se alegren con Él. «Alegraos» dice el pastor, «he encontrado la oveja que se había perdido.» «Alegraos,» dice la mujer, «he encontrado el dracma que había perdido.» «Alegraos,» dice el padre, «este hijo mío estaba perdido y ha sido hallado.» Todas estas voces son voces de Dios. Dios no quiere guardarse la alegría para Él sólo. Quiere compartirla con todo el mundo. La alegría de Dios es la alegría de sus ángeles y de sus santos; es la alegría de todos los que pertenecen al reino.

Dios se alegra. No porque se hayan solucionado los problemas del mundo, no porque se hayan acabado la tristeza y el sufrimiento humano, no porque miles de personas se hayan convertido y estén ahora dándole gracias por su bondad. No. Dios se alegra porque uno de sus hijos que se había perdido ha sido encontrado. A lo que yo estoy llamado es a unirme a esa alegría. Es la alegría de Dios, no la alegría que ofrece el mundo. Es la alegría que viene de ver al hijo caminar hacia casa en medio de toda la destrucción, de la desolación y la angustia del mundo. Es una alegría oculta, discreta.

No estoy acostumbrado a alegrarme de las cosas pequeñas, de las que están escondidas y de las que la gente que está a mi alrededor no se da cuenta. Generalmente estoy preparado para recibir malas noticias, para leer noticias de guerra, violencia y crímenes, y para ser testigo de conflictos y desórdenes. Siempre espero que los que me visitan me cuenten sus problemas, sus contratiempos, sus desilusiones, sus depresiones y sus angustias. De alguna forma, me he acostumbrado a vivir con la tristeza y mis ojos ya no están sensibilizados para ver la alegría y mis oídos para oír la dicha que pertenece a Dios, y que se encuentra en los rincones escondidos del mundo.

Tengo un amigo que está tan unido a Dios que es capaz de ver alegría allí donde yo creo que sólo hay tristeza. Viaja mucho y conoce a cantidad de gente. Cuando vuelve a casa, siempre espero que me cuente cosas acerca de la difícil situación económica de los países donde ha estado, acerca de las grandes injusticias sobre las que ha oído hablar, y del dolor que ha visto. Sin embargo, aunque es muy consciente de la agitación en la que vive el mundo, muy rara vez habla de ello. Cuando comparte sus experiencias, habla sobre la alegría que ha descubierto y que estaba escondida. Habla de un hombre, una mujer o un niño que le han llevado esperanza y paz. Habla de pequeños grupos de gente que tienen fe los unos en los otros en medio del desorden y el alboroto. Habla de los pequeños milagros de Dios. Hay veces que me llevo una desilusión porque lo que quiero oir son «noticias de periódico,» historias excitantes y estimulantes que se cuentan entre los amigos. Pero jamás responde a mi necesidad de sensacionalismo. Sigue diciendo: «Vi algo muy pequeño y muy bello, algo que me dio mucha alegría.»

El padre del hijo pródigo se entrega totalmente a la alegría que le da el que su hijo haya vuelto. De aquí es de donde tengo que aprender. Tengo que aprender a «robar» toda la alegría que hay para «robar» y hacérsela ver a los demás. Sí, ya sé que todo el mundo no se ha convertido aún, que todavía no ha llegado la paz a todas partes, que no se ha acabado con la tristeza, pero veo gente que regresa y vuelve a regresar a casa; oigo voces que rezan; observo momentos de perdón y soy testigo de muchos signos de esperanza. No tengo que esperar a que todo vaya bien, sino que puedo celebrar cada pequeño indicio que me dice que el reino está muy cerca.

Esto exige una disciplina. Exige elegir la luz aun cuando haya mucha oscuridad que me dé miedo, elegir la vida aun cuando las fuerzas de la muerte estén tan a la vista, y elegir la verdad aun cuando esté rodeado de mentiras. Tiendo tanto a impresionarme por la tristeza innata a la condición humana que ya no reclamo la alegría que se manifiesta en formas, muy pequeñas, pero auténticas. La recompensa por elegir la alegría es la propia alegría. Vivir entre gente con enfermedades mentales me ha convencido de ello. Hay muchos signos de desprecio, dolor, y muchas heridas entre nosotros, pero una vez que eliges descubrir la alegría escondida en medio de tanto sufrimiento, la vida se convierte en una fiesta. La alegría no niega la tristeza, sino que la transforma en una tierra fértil para cultivar más alegría.

Seguramente me llamarán ingenuo, poco realista y sentimental, y me acusarán de ignorar los problemas «reales», los males estructurales que subrayan mucha de la miseria humana. Pero Dios se alegra cuando un pecador arrepentido vuelve. Estadísticamente esto no es muy interesante. Pero a Dios no parecen interesarle los números. ¿Quién sabe si el mundo no está destruído porque una, dos, o tres personas han seguido rezando cuando el resto de la humanidad ha perdido la esperanza?

Desde la perspectiva de Dios, un acto oculto de arrepentimiento, un pequeño gesto de generosidad, un momento de verdadero perdón es todo lo que se requiere para que se levante de su trono, corra hacia su hijo y llene el cielo de sonidos de alegría divina.

-No sin tristeza

Si éste es el camino de Dios, entonces tengo que trabajar por olvidarme de todas las voces de muerte y condena que me empujan a la depresión, y permitir que las «pequeñas» alegrías revelen la verdad sobre el mundo en que vivo. Cuando Jesús habla sobre el mundo es muy realista. Habla de guerras, revoluciones, terremotos, plagas, hambres, persecución y encarcelamientos, traición, odios y asesinatos. No hay indicación alguna de que esos signos de la oscuridad del mundo estarán ausentes alguna vez. Pero aun así, podemos hacer nuestra la alegría de Dios en medio de todo ello. Es la alegría de pertenecer a la casa de Dios, cuyo amor es más fuerte que la muerte y que nos da el poder de permanecer en el mundo y participar desde ahora del reino de la alegría.

Éste es el secreto de la alegría de los santos. Desde san Antonio del Desierto a san Francisco de Asís, al Hermano Roger Schultz de Taizé, a la Madre Teresa de Calcuta, la alegría ha sido el signo de los hombres y mujeres de Dios. Esa alegría puede verse en los rostros de mucha gente sencilla, pobre, que sufre y que vive en medio de una gran agitación económica y social, pero que todavía puede oír la música y los bailes en la casa del Padre. Yo mismo veo todo esto a diario en los rostros de los deficientes de mi comunidad. Todos estos hombres y mujeres sagrados, que vivieron hace mucho tiempo o que pertenecen a nuestra época, son capaces de reconocer los numerosos pequeños regresos que tienen lugar todos los días y se alegran con el Padre. Han comprendido el significado de la verdadera alegría.

Es impresionante experimentar en mi vida diaria la diferencia tan enorme que hay entre el cinismo y la alegría. Los cínicos buscan la oscuridad allí donde van. Siempre señalan los peligros que acechan, los motivos impuros y los motivos ocultos. Llaman a la confianza ingenuidad, a la atención romanticismo, y al perdón sentimentalismo. Sonríen con desprecio ante el entusiasmo, ridiculizan el fervor espiritual, y desprecian el comportamiento carismático. Se consideran realistas que ven la realidad tal y como es y que no se dejan engañar por las «emociones de evasión.» Pero al despreciar la alegría de Dios, su oscuridad provoca más oscuridad.

La gente que ha llegado a conocer la alegría de Dios no rechaza la oscuridad, pero elige no vivir dentro de ella. Creen que la luz que brilla en la oscuridad puede dar más esperanza que la oscuridad, y que un poco de luz puede disipar mucha oscuridad. Apuntan hacia los destellos de luz aquí y allí y recuerdan que esos destellos revelan la presencia de Dios oculta pero auténtica. Descubren que hay personas que se curan las heridas unos a otros, que se perdonan las ofensas, que comparten lo que tienen, que fomentan el espíritu de comunidad, que celebran los dones que han recibido, y que viven con anticipación constante la plena manifestación de la gloria de Dios.

En cada momento de cada día, tengo la oportunidad de optar por el cinismo o la alegría. Cada pensamiento que tengo puede ser cínico o alegre. Cada palabra que pronuncio puede ser cínica o alegre. Cada acto que realizo puede ser cínico o alegre. Cada vez más soy consciente de estas opciones, y cada vez más descubro que cada opción por la alegría lleva a una alegría mayor, y ofrece más razones para hacer de la vida una verdadera fiesta en la casa del Padre.

Jesús vivió su alegría en la casa del Padre. En Él vemos la alegría del Padre. «Todo lo que tiene el Padre, es mío también» (Jn 16,15), dice, incluyendo su alegría sin límites. Esta alegría divina no borra la divina tristeza. En nuestro mundo, alegría y tristeza se excluyen. Aquí abajo, alegría significa ausencia de tristeza y tristeza ausencia de alegría. Pero estas distinciones no existen en Dios. Jesús, el Hijo de Dios, es el hombre de las tristezas, pero también el hombre de la alegría completa. Podemos ver un destello de todo esto cuando nos hacemos conscientes de que, en los momentos de sufrimiento, Jesús no se separa de su Padre. Esta unión con Dios no se rompe nunca, ni siquiera cuando se «siente» abandonado por Dios. La alegría de Dios está vinculada a su condición de hijo, y esta alegría de Jesús y de su Padre se me ofrece a mí. Jesús quiere que participe de la misma alegría que Él: «Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor. Pero sólo permaneceréis en mi amor, si obedecéis mis mandamientos, lo mismo que yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho todo esto para que participéis en mi gozo y vuestro gozo sea completo.» (Jn 15,9-11)

Igual que el hijo de Dios que ha vuelto, y que vive en la casa del Padre, yo también puedo hacer mía la alegría de Dios. No hay un minuto en mi vida en que no esté tentado por la tristeza, la melancolía, el cinismo, el mal humor, los pensamientos sombríos, las especulaciones morbosas, y las oleadas de depresión. Y a menudo dejo que ellos cubran la alegría de estar en la casa de mi Padre. Pero cuando creo de verdad que ya he llegado y que mi Padre me ha vestido con una túnica, un anillo y unas sandalias, entonces me quito la máscara de tristeza de mi corazón y hago desaparecer la mentira que me habla de mi propio yo y descubro la verdad con la libertad interior del hijo de Dios.

Pero aún hay más. Un niño no permanece siempre niño. Un niño se convierte en adulto. Un adulto se convierte en padre o madre. Cuando el hijo pródigo vuelve a casa, vuelve no para seguir siendo un niño, sino para descubrir su condición de hijo y convertirse él mismo en padre. Como el hijo de Dios recién llegado al que se le invita a ocupar un lugar en la casa del Padre, el reto ahora, sí, la llamada, es que yo mismo me convierta en el padre. Esta llamada me da miedo. Durante mucho tiempo he vivido con la idea de que volver a la casa de mi Padre era la última llamada. Me ha costado mucho trabajo espiritual reconocer al hijo menor y al hijo mayor en mí mismo y recibir el amor de bienvenida del Padre. El hecho es que, en muchos sentidos, sigo volviendo a casa. Pero cuanto más cerca de casa estoy, más claro veo que hay otra llamada más. Es la llamada a convertirme en el padre que da la bienvenida y organiza una fiesta. Una vez descubierta mi condición de hijo, ahora he de descubrir mi paternidad. No podía imaginar que convertirme en el hijo arrepentido no era más que un paso en el camino para convertirme en el padre acogedor. Ahora veo que las manos que perdonan, consuelan, curan y ofrecen un banquete tienen que ser mías. Así pues, convertirme en el padre ha sido la sorprendente conclusión a la que he llegado después de todas mis reflexiones sobre El Regreso del Hijo Pródigo.  

CONTINÚA  

HENRI J. M. NOUWEN
EL REGRESO DEL HIJO PRODIGO
Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt
MADRID-1994. PPC.Págs.Págs. 104-128