No os canséis de hacer el bien

Abc
Por ANTONIO MONTERO MORENO
Arzobispo de Mérida-Badajoz

 

Empezaré por el caso extremo de aquel delincuente empedernido, de cierta notoriedad por sus fechorías, aunque sin delitos de sangre, que recluído ya en una prisión de larga condena, repasaba así su pasado ante un amigo que me lo contó: -Yo, es que, en un momento dado, sentí el aburrimiento y el hartazgo de ser buena persona; y no me limité a eso, sino que me propuse a toda costa saborear los frutos del mal, dar rienda suelta a mis instintos, y empecé a robar a manos llenas en la empresa a la que servía, para disfrutar después a mis anchas de una vida de golfo integral. En una palabra, me pervertí a ciencia y conciencia, con deliberada voluntad de ser malo.

Esto, sin embargo, no suele ser lo más común ni está a la orden del día. Lo corriente acostumbra a ser el deslizamiento gradual hacia una vida más cómoda y el contagio del paganismo ambiente, así como la sensación confusa de que la vida licenciosa depara más alegrías que la honesta y virtuosa. Se trata aquí, con mayor o menor intensidad, del síndrome del Hijo pródigo, aunque, a diferencia del joven de la parábola, muchos de éstos no llegan a abandonar la casa paterna, ni olvidan totalmente los linderos del bien y del mal. Pasan, eso sí, siempre cuesta abajo, a engrosar el pelotón de los cristianos aburridos o a navegar en las aguas confusas de los creyentes no practicantes.

Los traigo aquí a colación, como las sombras en los cuadros de la pintura tenebrista, para destacar el rostro luminoso de la inmensa legión de personas que, sin petulancia ni menosprecio de nadie, componen, dentro y fuera de nuestro credo, el llamado ejército del bien, la muchedumbre anónima de quienes por su buen natural y por la práctica constante de una conducta intachable, van labrando día a día su propia personalidad y contribuyen, en la familia, en el trabajo y en la convivencia social, a edificar un mundo más digno y una sociedad más habitable.

Pienso en la herencia cristiana de muchas familias en nuestro mundo occidental, de Europa y de las dos Américas; pero extiendo también la mirada a las masas anónimas del mundo islámico, budista, hindú; al universo afroasiático, inmenso hormiguero humano de hombres, mujeres, niños y ancianos, geografía del hambre, famélica legión, en su abrumadora mayoría gentes de paz, laboriosas como pueden, enraizadas y amorosamente inmersas en sus familias y tribus, de acendrados sentimientos y costumbres religiosas; personas y vidas con sentido; mas también, y por tristísima desgracia, carne de cañón para guerras esperpénticas e inacabables.

Tengo compasión de las muchedumbres, decía Jesús (Mt 15,32).

Ocupan todos los dichos una banda sociológica muy ancha y de diversas intensidades. Dentro de la franja cristiana, figuran los primeros los que han hecho del servicio al bien un estado de vida, con el sacramento del Orden o con la profesión perpetua de los consejos evangélicos. Clero y religiosos, hombres y mujeres, más de un millón en el mundo. Ellos son, dígase lo que se diga, los buenos de la película, por vocación divina, por gracia sacramental, por opción personal libre y completa y por el género de vida que ese estado lleva consigo. Tan errado sería negarles sin discernimiento lo que acabo de decir, como otorgarles la patente exclusiva de la perfección evangélica y del llamamiento a la santidad. Este último brota, como es notorio, de la misma fuente bautismal y compromete por ello a todos los miembros del Pueblo de Dios. Los que responden a esa gracia y llamada, desde su condición laical de personas de mundo, son cristianos de élite -no me asusta la palabra- de los dos géneros, de toda edad y condición, que consideramos aquí agentes del bien, sean iletrados o doctores, enfermeras o fontaneros, viudas o parejas matrimoniales. En su conjunto, me permito conjeturar que esta franja de la gran banda social cristiana la componen, cuando menos, diez laicos militantes o comprometidos por cada uno de los sacerdotes, religiosos o equiparables.

A esta vanguardia moral de la Iglesia en la sociedad, se agregan con toda justicia las personas de ambos géneros que, sin formar parte de nuestra comunidad creyente, o ajenos totalmente a ella, ya sea como agnósticos o como adscritos a otras confesiones religiosas, inspiran su línea de conducta en una tabla de valores humanistas y obran conforme a su conciencia.

Nada tan lejos de mi mente, de lo que soy y puedo significar, como alzar la tapia de buenos y malos entre los católicos y los que no lo son. Bendigo sin titubeos las flores del bien que veo florecer en campo ajeno, y lamento cuando la cizaña pueda crecer en el propio. Nada pues de anticipar la siega para extirpar a los «malos» o de situarnos de antemano entre las ovejas, frente a los cabritos del juicio final. Con todo, la ventaja que tenemos mientras somos pasajeros de la nave tierra es que estamos siempre a tiempo de pasarnos al ejército del bien y plantar allí nuestras tiendas de servicio y de humildad.

Ahora bien; ¿quién está a salvo de que, como hemos leído líneas arriba, le ocurra exactamente lo contrario? En nuestro espíritu, como en el preso de Alcalá-Meco, anidan con mayor o menor intensidad, resentimientos ocultos, curiosidades malsanas, una secreta atracción hacia el abismo, el inquietante placer de lo prohibido. A menor escala registra frecuentemente nuestro ánimo lo que, con frase afortunada, llamó Pío XII el cansancio de los buenos. Contra esto prevenía San Pablo a los cristianos de Salónica: «No os canséis de hacer el bien» (II Tes 3, 13).

Lo cierto es, sin embargo, que la honestidad, la fidelidad a la conciencia, la misma confianza en Dios, pasan por sacrificos, obscuridades, dudas y cansancios; son las subidas lentas al monte Carmelo y no digamos al monte Calvario. «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24)

El síndrome del cansancio del bien tiene que ver mucho con la fragilidad constitutiva del ser humano, con los malos ejemplos que nos acosan y nos catequizan hacia los viejos enemigos del alma: el mundo, el demonio y la carne. El cansancio, la apatía, la inercia suelen ser pandemias que contagian a grandes estratos de la sociedad. El nihilismo hace su agosto. Gran desafío para los gobernantes, los pedagogos, los pastores de la Iglesia, las familias en su conjunto. ¿Cómo impedir que cunda el desánimo en los animadores por vocación, por oficio y por responsabilidad?

Por lo demás, y en el ámbito de la fe, a la cual, por supuesto, me remito, la cosa no es de ahora. Ya se registraba a cada paso en los salmos de David ante la experiencia propia y ajena:

¡Qué bueno es Dios para el justo,
el Señor para los rectos de corazón!
Pero yo por poco doy un mal paso,
casi resbalaron mis pisadas,
porque envidiaba a los perversos,
viendo prosperar a los malvados.

... ¿Para qué aguanto yo todo el día y me corrijo cada mañana? Meditaba yo para entender esto, pero me resultaba muy difícil hasta que comprendí el destino de ellos... Cuando mi corazón se agitaba y me punzaba en mi interior, yo era un necio y un ignorante, un animal ante ti. Para mi lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio y contar todas tus acciones en las puertas de Sión! (Sal 72).