Carta
del P. Marcial Maciel con motivo de la Cuaresma 2003
¡Venga tu Reino!
1 de marzo de 2003
A LOS MIEMBROS DEL REGNUM CHRISTI
CON OCASIÓN DE LA CUARESMA
Muy estimados en Jesucristo:
Hace tan sólo dos meses, el gozoso anuncio de los ángeles resonaba con fuerza
en el silencio de la noche: un Niño se nos ha dado, el Emmanuel, Dios con
nosotros (cf. Lc 2,9-15). Con emoción nos asomábamos a la cueva de Belén para
adorar, de rodillas, junto con María y José, al recién nacido. En la mirada
de ese Niño envuelto en pañales, pudimos contemplar una vez más el insondable
misterio de un Dios que nos amó tanto hasta el punto de darnos aquello que más
quería, a su Hijo único, por nuestra salvación (cf. Jn 3,16). De este modo,
el amor eterno de Dios ponía su morada en este mundo y en el corazón de cada
hombre (cf. Jn 1,14), comenzando así una singular historia de donación.
Toda la vida de Jesucristo fue un permanente y supremo acto de donación a su
Padre y a los hombres por amor. Belén y el Calvario son los lugares
privilegiados para aprender a amar: el primero, señala el inicio de esa donación
de Dios en Cristo; el segundo, establece su máxima expresión. “Habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo“ (Jn
13,1), hasta lo inimaginable; los amó según la medida de un Dios para quien
nada hay imposible porque su amor es infinito. La Iglesia, a través de los
sacramentos, actualiza en cada uno de nosotros esa donación de Cristo que no
conoce ocaso.
Deseo, con estas líneas, hacerles llegar mi más cordial saludo e invitarles a
vivir con intensidad esta santa cuaresma para celebrar con mayor fruto los
misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Redentor. Cuarenta días
dedicados a contemplar el rostro doliente de Cristo crucificado, en el cual se
nos revela nuestra identidad más íntima como hombres y como cristianos; y en
el que podemos aprender, además, la lección suprema que Él vino a enseñarnos
y sobre la que quisiera reflexionar con ustedes en esta carta: la vida sólo
tiene sentido cuando se ama, y el amor consiste en la donación plena de sí
mismo a ejemplo de Cristo. En Cristo Crucificado, por tanto, encontramos
el secreto para ser felices y para vivir con plenitud nuestra vocación
cristiana.
1) Aprended de mí
Yo quisiera, mis queridos miembros del Regnum Christi, que contemplasen a
Cristo crucificado con los ojos de su alma, sin poesía ni sentimentalismos, en
toda la crudeza y el realismo de sus llagas. Quisiera que, sin prisas, se
detuviesen ante ese cuerpo desgarrado, y pidiesen la gracia de al menos entrever
el sufrimiento moral que nuestro Redentor padeció por nosotros. Quisiera que en
su corazón resonasen de nuevo esas últimas, preciosas palabras de Cristo
colgado del madero. Y que al final se preguntasen: ¿qué sentido tiene todo
esto?, ¿de qué ha servido tanto sufrimiento?
“¡Oh, vosotros, todos los que pasáis por el camino -nos dice Cristo desde
la Cruz-, mirad y ved si puede haber un dolor tan grande como el mío!“ (Lm
1,12). ¿Podía Dios haber hecho algo más para demostrarme su amor? Si fuese yo
el único en esta tierra, la única persona necesitada de su Redención, Él se
habría encarnado y habría muerto igualmente en la Cruz por amor a mí, para
salvarme de mi pecado.
La Cruz de Cristo es una eterna paradoja. Una vida tronchada brutalmente en su
plena madurez, un hombre fracasado, desnudo y abandonado, que se apaga en los
estertores de una lenta y horrible agonía... Todo en la Cruz invita a hundirse
en el abismo de la desesperación; y, sin embargo, es precisamente en la más
densa y amarga oscuridad donde Cristo realiza el gesto más luminoso y rico de
significado que un hombre pueda realizar: ofrecerse a sí mismo al Padre y a
cada uno de nosotros en un acto perfecto de amor. “Nadie tiene más amor
que aquel que da la vida por sus amigos“ (Jn 15,13).
Sus verdugos pudieron clavar su cuerpo en un madero, pero no encadenar su
libertad: “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente“ (Jn
10,18). Cristo crucificado es el hombre más libre que jamás haya existido;
nada ni nadie pudo amordazar su corazón ni impedirle amar a su Padre y a los
hombres. Su amor por mí fue más fuerte que la misma muerte (cf. Ct 8,6).
Una muerte así no se improvisa. Ese último y heroico gesto de donación fue la
realización de un Plan de salvación, la culminación de una multitud de pequeños
actos de donación a lo largo de su vida. A partir de la muerte de Cristo, no
existe ninguna circunstancia en nuestra vida, por muy dolorosa o difícil que
pueda parecernos, a la que no podamos dar, por el amor, un valor de redención.
Todos llevamos a cuestas nuestra cruz personal, para algunos ésta es sólo
instrumento de sufrimiento y motivo de perdición, porque no saben amar; para
otros, en cambio, su cruz es causa de liberación y de felicidad, porque fijan
su mirada en Cristo y se ofrecen junto con Él por amor: “Hoy estarás
conmigo en el Paraíso“ (Lc 23,43). Lo que verdaderamente deshumaniza al
hombre es llevar a cuestas una cruz sin Cristo; es vivir, sufrir y morir sin
amor.
Vean a Cristo en la Cruz, estimados miembros del Regnum Christi i, y
aprendan de Él lo que significa amar de verdad. Él no nos redimió con
promesas, con sentimientos de compasión o deseos de entrega, ni tampoco con la
grandilocuencia de sus palabras; y nos podría haber salvado así, pues era
Dios. Pero, porque nos amaba y porque el amor es donación sin límites, Él
quiso demostrárnoslo amándonos con hechos concretos: haciéndose hombre,
viviendo y sufriendo nuestra condición humana, dándose a sí mismo por amor a
su Padre y a cada uno de nosotros, obedeciendo, perdonando, poniendo la otra
mejilla, soportando terribles humillaciones en silencio, ofreciendo su espalda a
la furia del látigo, abriendo sus manos para que fuesen taladradas... por amor
a mí, para salvarme.
De lo contrario, ¿de dónde, pues, habrían sacado los mártires el coraje para
morir perdonando y alabando a Dios, si no tuviesen ante sus ojos las palabras y
el ejemplo de la muerte de Cristo? ¿Qué sería de los moribundos y de los
enfermos si en su lecho de dolor no pudiesen estrechar en sus manos el
crucifijo? ¿Cómo podríamos cumplir la voluntad de Dios en nuestra vida
diaria, sobre todo cuando ésta nos hace sangrar el corazón, si Cristo en
Getsemaní hubiese preferido su voluntad y no la de su Padre, sin ese “todo
está cumplido“ de la Cruz (Jn 19,30)?
¡Qué fácil es engañarse pensando que amamos a Dios, cuando en realidad
confundimos el amor con un sentimiento, con un momento de liberación psicológica
o un arranque esporádico de generosidad! ¡Hay tanto egoísmo enmascarado de
amor! Por eso, cuando quieran saber si aman de verdad, miren a Cristo
crucificado; y si su amor es como el suyo, esto es, donación total y con obras
concretas, entonces su amor es auténtico; entonces son cristianos de verdad.
Puede ser que no abunden los sentimientos ni las emociones; que su amor, a
veces, se sostenga sobre la roca de una fe desnuda de todo consuelo humano, pero
es amor, porque hay donación y entrega.
No conozco otro modo de amar ni otro camino para ser cristiano, porque es el
camino que Él siguió. Mi madre solía repetir mucho: “Evangelio que no
duele, no es evangelio“. Éste es, pues, el evangelio que yo aprendí
desde mi infancia; el que me enseñaron los mártires cristeros y tantas
personas que, en el silencio, viven y vivieron el amor a Dios y al prójimo en
grado heroico. Y es que el amor tiene que dolernos, porque nos implica renuncia,
olvido de sí, poner nuestro centro en el amado y entregarnos a él con toda
nuestra persona, día y noche.
Ojalá que, a partir de esta cuaresma, con la ayuda de Dios, todos aprendamos un
poco más a amar a Cristo y a nuestros hermanos como Él nos ha amado en la
Cruz: con la entrega total y permanente de nosotros mismos. No temamos, por
tanto, crucificar con Cristo nuestro egoísmo y vanidad, nuestro pecado o
mediocridad, y esa insidiosa mentalidad del mundo, para que podamos repetir con
san Pablo: “Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo
quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe
del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí“ (Gal
2,19-20).
2) Amor con amor se paga
Con frecuencia muchos de ustedes, en mis encuentros ocasionales o a través de
sus numerosas cartas, me preguntan qué hacer para amar de verdad a Jesucristo y
cómo crecer en ese amor. Yo suelo contestar que, así como se aprende a
caminar, caminando, del mismo modo se aprende a amar, amando. No existen, por
tanto, recetas especiales ni es cuestión de sensibilidad personal. No, el amor
consiste en algo mucho más sencillo y duro al mismo tiempo: entregarse con
totalidad a Dios en cada momento.
Ahora bien, con el fin de ayudarles mejor a medir la autenticidad y el grado de
su amor, les ofrezco, a continuación, tres caminos seguros, trazados por el
mismo Cristo, para demostrarle su amor con hechos concretos: el cumplimiento de
la voluntad de Dios, la caridad fraterna y la entrega apostólica.
a) “Si me amáis guardaréis mis mandamientos“ (Jn 14,15)
No podía ser de otra manera, ¿acaso se puede amar de verdad a una persona y no
buscar darle gusto en todo, o peor aún, hacer aquello que sabemos que le
desagrada? No existe mayor amor que el dar la vida por el Amigo, y hay muchos
modos de entregar la vida por Él. Posiblemente Dios no nos pida el martirio de
la sangre, pero sí ese otro martirio incruento del cumplimiento de su santa
voluntad; esa cruz que Él nos invita a cargar, todos los días, como condición
para ser discípulos suyos. “Guardar sus mandamientos“, por tanto, no
significa únicamente cumplir las prescipciones del decálogo o de la Iglesia,
sino hacer todo aquello que a Él le agrade, aunque no esté mandado, y también
aceptar con amor el entramado de circunstancias que Dios permite en nuestra vida
y que va entrecruzando con paternal solicitud.
En este sentido, existe un estrecho parangón entre la primera Eucaristía,
celebrada por Cristo en la Última Cena y perpetuada a lo largo de los siglos en
sus sacerdotes, y nuestra propia vida. Las palabras pronunciadas por el
sacerdote en la consagración hacen que el pan y el vino, por la acción del Espíritu
Santo, se transformen en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, actualizando así su
Muerte y Resurrección. Del mismo modo, en virtud del sacerdocio común del que
participamos por nuestro bautismo (cf. Catecismo, n. 1273), podemos hacer que
ese “pan“ y ese “vino“ de nuestras pequeñas alegrías y
sinsabores de la vida diaria, unidos al sacrificio de Cristo por nuestro
ofrecimiento, adquieran un valor de redención y de vida eterna. Ésta es la “eucaristía“
que Dios nos pide: hacernos hostia con Cristo, por amor, sobre el altar de la
voluntad de Dios. En expresión de san Pablo: “Todo cuanto hagáis, de
palabra y de boca, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias
por su medio a Dios Padre“ (Col 3,17).
Debemos ser contemplativos en la acción y conquistadores en la contemplación.
Tal es el sentido de la exhortación del Apóstol: “Orad constantemente“
(1Tes 5,17), es decir, amad siempre, porque el amor consiste en el diálogo
incesante de donación, en el intercambio permanente de voluntades: Tú me das,
yo te doy.
Ojalá que, como fruto de la contemplación del ejemplo de Cristo en la Cruz,
hagamos el propósito firme de amar siempre la voluntad Dios, con corazón magnánimo
y agradecido, sin que nunca asome a nuestros labios y a nuestro corazón una
queja o una rebeldía. Por el contrario, que en los momentos difíciles como en
los agradables, repitamos siempre la alabanza del santo Job: “Dios me lo
dio, Dios me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor“ (Jb 2,10).
b) “Que, como yo os he amado, así os améis también los unos a los
otros“ (Jn 13,34)
El segundo modo de amar, muy relacionado con el anterior, es la caridad
fraterna. Ésta es la voluntad de Dios para nosotros, el mandamiento que
sintetiza todos los demás: “El primero es: Escucha, Israel: El Señor,
nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El
segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento
mayor que éstos“ (Mc 12,29-31). En un afán de síntesis, podemos incluso
reducir los dos a uno solo: Ama a tu prójimo; porque es imposible amar a Dios
sin amar a nuestro prójimo, con quien Él se identifica (cf. 1Jn 4,20).
¿Quieren saber si aman de verdad a Dios? Revisen su vida y vean en qué medida
aman a los demás, porque esa será la estatura de su amor a Dios. Estimados
miembros del Regnum Christi i, les invito a que delante de Cristo
crucificado hagan el propósito sincero de jamás dar cobijo conscientemente en
su corazón a pensamientos o sentimientos contrarios a la caridad; que nunca se
permitan una sola palabra o acción que pueda herir injustamente a los demás.
Lejos de nosotros la maledicencia y la intriga; seamos promotores de paz y de
armonía fraterna, cultivemos la benedicencia, hagamos siempre el bien a todos,
seamos buenos cristianos.
Más aún, si ustedes me lo permiten, les exhorto, en consonancia con el espíritu
específico de la cuaresma, a que cultiven permanentemente en su vida una
actitud de penitencia y de reparación cuando constaten que han faltado en este
campo, sobre todo si ha sido gravemente. No dejen pasar el tiempo sin
reconciliarse con su hermano y con Dios. Busquen, incluso, reparar de alguna
manera esas faltas a la caridad que son las que más duelen a Cristo y laceran
su Cuerpo místico, la Iglesia.
c) “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda la creación“
(Mc 16,15)
Este es el tercer camino que Cristo nos ha trazado para que todos los que nos
profesamos cristianos, máxime habiendo sido llamados a luchar por Él en este
movimiento de apostolado, le demostremos nuestro amor con hechos concretos. “Id“,
no se refiere sólo a un movimiento local. Se trata, también, del dinamismo
propio del alma que, interpelada por el amor de Cristo, se sabe permanentemente
enviada, porque su amor no la deja tranquila y le pide salir del círculo de su
egoísmo, vencerse a sí misma para conquistar a los demás, donarse con frutos
concretos por amor a Él. Cuanto más se contempla y se valora lo que Cristo ha
hecho por nuestra salvación, más se ama lo que Él ama y mayor es la necesidad
de comunicarlo a los demás. “¡Ay de mí si no predico el Evangelio!“
(1Cor 9,16).
El alcance de este “Id y predicad“ lo dicta el amor y resuena en la
propia conciencia, según lo que Dios le pide a cada uno. Para algunos les
exigirá asumir este mandato en toda su radicalidad: Ve, deja tus redes y sígueme
como sacerdote, como religioso o consagrado. Para la mayoría, en cambio, este
“Id y predicad“ tendrá otros significados. Ve, esto es, sé más
generoso en la donación de tu tiempo y de tus recursos al servicio de la
Iglesia y de los demás. Ve, dale a Cristo lo mejor de tu juventud y de tus
energías como colaborador del Regnum Christi i. Ve, reza y sacrifícate
todos los días por la salvación de las almas y por las necesidades de tu
Madre, la Iglesia. Ve, da valiente testimonio de Cristo en todo momento. Ve,
lucha para no acomodarte y para dar frutos en tu apostolado. Ve, invierte tu
tiempo de descanso en unas misiones de evangelización. Ve y convence a otros
que hagan lo mismo.
En este sentido, aprovecho la oportunidad que me brinda esta carta, para
felicitarles y alentarles a continuar con esa hermosa tradición de las misiones
de Semana Santa, que para un número creciente de familias y de personas de
todas las edades, representa ya una cita anual inolvidable. Sin duda alguna, éste
constituye un modo muy concreto y asequible para todos, de corresponder con
obras al amor infinito que Cristo nos muestra durante esos días santos.
Queridos hombres y mujeres del Regnum Christi i, ojalá que no pase un
solo día de nuestra vida sin que hayamos hecho algo concreto para dilatar las
fronteras del Reino, sin que hayamos hablado de Cristo aunque sea a una persona.
En la contemplación del rostro de Cristo crucificado vemos reflejado el rostro
de María Santísima, la Virgen de los Dolores; porque Dios quiso que la Redención
tuviese también una dimensión femenina y maternal. Jesús nunca estuvo solo en
el Calvario, de pie junto a su Cruz -nos dice el Evangelio- estaba su Madre (cf.
Jn 19,25-27). Ahí nos la dejó y ahí la encontraremos siempre. Su maternidad
espiritual, por tanto, está íntimamente unida a la cruz de su Hijo y a la de
cada uno de nosotros. Nadie mejor que Ella, con su ejemplo y sus palabras, nos
puede facilitar la tarea de aprender a amar como Jesucristo.
No he hablado de ello, pero es evidente que vivir en actitud permanente de
donación por amor no es una conquista del esfuerzo humano. El amor cristiano,
la caridad, es una virtud teologal. Por tanto, la acción humana debe ir
necesariamente precedida y acompañada del auxilio divino. El don de Dios a
nuestras almas es la condición de nuestra donación. Hacer la experiencia
personal del amor de Cristo y corresponder a ese amor con nuestra donación
total, a través del cumplimiento de la voluntad de Dios, de la caridad fraterna
y de nuestra entrega al apostolado, es una gracia que debemos suplicar a Dios,
con humildad e insistencia, todos los días. A nuestra querida Madre del cielo
le pido, con todo el ardor de mi alma, que en esta cuaresma y durante los próximos
días santos, a todos ustedes les alcance de Dios esta gracia tan especial.
Con mi bendición sacerdotal y pidiéndoles que me tengan presente en sus
oraciones, quedo suyo afmo. y s.s. en Jesucristo,
P. Marcial Maciel, L.C.