A LA IGLESIA QUE AMO 8

 

La alegría de la Pascua en la Iglesia


Discípulos de Cristo

La Pascua es una invitación serena y honda a la alegría porque
celebramos la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado y la muerte.
Es la celebración de la reconciliación del mundo con el Padre y la
unidad del género humano. Con Cristo ha venido una nueva creación.
Todo es nuevo, distinto. Los hombres deben tener una nueva forma
de mirar, de oír, de gustar, de ser. Todo lo que existe es distinto.

La responsabilidad de la Pascua para todos nosotros está en que
toda esta novedad la tenemos que hacer transparente y comunicativa.
Es la novedad de haber hecho realidad en nuestra vida el contenido
de aquellas palabras del Evangelio: «Hemos visto al Señor»
(/Jn/20/25). Haber visto al Señor supone una experiencia inigualable.
Supone haber tenido lo que nunca jamás uno se hubiera imaginado.

Todos habremos experimentado algún momento en especial cercanía
a Cristo y lo a gusto que nos hemos encontrado. Son estos momentos
que nunca cambiaríamos por nada, ni por nadie. Son momentos en
que decimos sin miedo a confundirnos, ni a quedar en ridículo, ni a
importarnos el qué dirán: «Hemos visto al Señor» en la fe. La alegría
que en esos instantes está en nuestra vida es indescriptible.

ALEGRIA/SIGNO: Pues bien, el signo de una existencia cristiana
verdadera es la alegría. Y la alegría es el mejor testimonio de la
autenticidad de una vida. En el cristianismo, no se trata de ser
individualmente alegres. Se trata fundamentalmente de formar
comunidades pascuales que irradien cotidianamente la alegría.
Urge recuperar la alegría de la Pascua, que es distinta a otras
alegrías superficiales y pasajeras. El signo de descomposición de una
comunidad cristiana es la tristeza, la amargura, el pensar mal de los
demás, los miedos diversos que podemos sentir y que parece que se
instauran a perpetuidad en nuestra vida. Es necesario que
escuchemos muchas veces aquellas palabras del Evangelio:

«Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado
derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les
dice: no os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha
resucitado, no está aquí» (Mc 16,5-ó).

Novedad y alegría de la Pascua

La Pascua nos pone ante la inevitable y gozosa exigencia de lo
nuevo en el mundo, en la historia y en nosotros mismos. En la Pascua
celebramos la Vida. Esa Vida que no acaba, que alienta en el camino,
que da seguridad absoluta en la inseguridad, que da valor en el
miedo, que da fortaleza en la debilidad, que da alegría en la cruz y el
sufrimiento.

Hoy nos es necesario recuperar esta Pascua. Es urgente que los
hombres sintamos en nuestras vidas la presencia de la Pascua que es
Cristo el Señor. Hace falta que recuperemos la alegría en el mundo y
en la Iglesia o mejor recuperar la alegría en la Iglesia para el mundo.
Solamente recuperando esa alegría en la Iglesia, recuperamos el
sentido de la cruz. Porque no se trata de una alegría superficial y
pasajera, que a veces puede coincidir con un éxito inmediato, sino de
una alegría honda y eterna que solamente nace de la cruz y que es
fruto del amor de Dios que se derramó en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos fue dado: «El fruto del Espíritu es amor,
alegría, paz» (Gal 5,22). Parecería que hablar de la alegría nos
hiciese perder el sentido de la realidad, ya que en el mundo vemos
dolor, enfermedad, enfrentamientos... Hablar de la alegría no es
ignorar el dolor, el sufrimiento, la muerte. Todo lo contrario. Es
descubrir el sentido de la cruz desde la fecundidad del misterio de la
Pascua.

Vivir la alegría de la Pascua nos hace:

Mirar la vida desde la hondura de Dios

Cuando los discípulos iban con el Señor en la barca y se levantó la
tempestad, tuvieron miedo y pensaban que todo se iba a acabar.
Cuando descubrieron que Cristo podía incluso calmar la tempestad,
porque era dueño de la vida, comenzaron a mirar las cosas de un
modo diferente: «Pues, ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le
obedecen?» (Mc 4,41).

Ayudar a los hombres con la misma mano de Dios

Una mano amiga, grata, que ayude a realizarse a los demás, que
no ponga dificultades, que no tape la boca de los otros. Entrar en la
novedad de Cristo, en la vida de Cristo, incorporar la vida de Cristo o
la Pascua en nuestra vida supone vivir esa alegría de curar tocando a
los demás. Muchos son los hombres que se acercan a nosotros y nos
dicen: si quieres puedes... Ante el leproso que dijo a Cristo: «Si
quieres puedes limpiarme» (Mc 1,40), la actuación de Cristo fue
inmediata: «Extendió la mano, le tocó y le dijo: quiero, queda limpio»
(Mc 1,41). Urge que para vivir la alegría de Pascua nos dejemos situar
en la novedad de tener las manos de Dios. Manos que curan, limpian,
dan vida.

Oír con los oídos de Dios mismo

La alegría nace cuando sabemos oir las necesidades de los demás.
Para ello hay que tener unos oídos limpios, capaces de estar atentos
a los demás y de escuchar no sólo lo que nos conviene, sino también
lo que nos complica, lo que nos deja sin tener tiempo para nosotros ya
que tenemos que responder a lo que oímos. Cuando Jesucristo
escucha, siempre se le complican las cosas. Pero ahí está la alegría
de su vida y la alegría de los demás:

«Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y, al verle,
cae a sus pies, y le suplica con insistencia diciendo: Mi hija está a
punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y
viva» (Mc 5,23).

Y Cristo marchó con aquel padre sufriente, que había perdido la
alegría. Era necesario devolvérsela, así podría él darla a los demás.
Por eso cuando llegó a casa del jefe de la sinagoga dijo: «Muchacha,
a ti te lo digo, levántate. La muchacha se levantó al instante y se puso
a andar» (Mc 5,41-42).

Amar con el mismo amor de Dios

Lo cual supone dar la vida como Dios mismo la dio. No solamente
dar cosas o dar sabores, sino dar la vida misma, la vida física. Y todo
ello por amor y por fidelidad al Padre. Ahí se encuentra la verdadera
alegría. En la hondura de la cruz está la hondura y la raíz de la misma
alegría. Parece algo contradictorio y que solamente puede entender el
que de verdad sabe amar o ha amado alguna vez de veras.
Solamente desde ahí entendemos a Cristo en la cruz y a un Dios que
teniendo poder sobre todo y sobre todos llega no sólo a hacerse
hombre, sino a dar la vida existencialmente: «Pero Jesús lanzando un
fuerte grito, expiró» (Mc 15,37).

Servir con los mismos sentimientos de Dios

Sin discriminar a nadie, siendo todo para todos, no esperando nada
de nadie, sabiendo que lo que hacemos es lo que tenemos que hacer
y que si hiciésemos otra cosa la tristeza llegaría a nuestra vida, ya que
estaríamos viviendo en una infidelidad total. Nuestra tentación
consiste en vivir en muchos momentos de nuestra vida sirviendo a los
que son como nosotros, a los que piensan como nosotros, a los que
viven como nosotros pensamos que hay que vivir. Esta fue la
tentación de los discípulos del Señor al principio y sigue siendo la
nuestra. En la medida que entramos por este camino perdemos algo
de la novedad de la Pascua. Urge que escuchemos a Cristo que nos
sigue diciendo en esta Pascua: «El Hijo del hombre no ha venido a ser
servido, sino a dar su vida como rescate de muchos» (Mc 10,45)

Si no entendemos así la vida y no la vivimos con esta novedad,
estamos perdiendo lo más nuestro como discípulos de Cristo.
Entonces es cuando nos hacemos viejos porque no miramos el mundo
con los ojos del siempre nuevo que es Dios mismo. Al hombre con
novedad pascual no tiene que asustarle la muerte porque sabe que
tiene la vida y que para él la muerte es un paso a la vida. Al hombre
pascual le tiene que asustar la vejez, es decir, no descubrir cada día
rasgos nuevos de Cristo en todos y en todo.

La alegría de vernos hombres nuevos
y habitantes de tierras nuevas

Para descubrir esta alegría es necesario ser contemplativo. Es
urgente descubrir en la historia y en nosotros mismos la presencia de
un Dios que se hace hombre, que se encarna, que muere en la cruz,
que resucita y da a todo una luz nueva.

A los cristianos se nos pide en primer lugar nuestro tiempo, que no
nos angustiemos por lo que está pasando, ni soñemos
superficialmente en una paz que no nazca de la cruz. Se nos pide que
sepamos leernos con la novedad que trae Cristo y que sepamos leer
nuestro mundo desde esa novedad.

La alegría de ser conscientes de que somos de Dios

Todo hombre debe de pasar la experiencia de ser de Dios. Muchas
veces hemos escuchado esas palabras del libro del Génesis: «Y dijo
Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza
nuestra... Creó pues Dios, al ser humano a imagen suya» (Gn
1,26-27). Pero es muy probable que pocas veces las hayamos
gustado experiencial- mente en nuestra vida personal. Ser de Dios.
Haber sido construidos para Dios. Ser semejantes a El, ya que El así
lo quiere.

En lo más hondo de nuestro ser, nos sobrecogemos pensando esta
realidad. Y lo hacemos porque no sabemos responder a ella. Tan
grandes somos que Dios mismo al querer hacerse presente entre los
hombres, escogió hacerse hombre:

«El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente ser igual
a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de
siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en soporte
como hombre» (Flp 2, 6-7).

La novedad pascual es la verdadera alegría nacida de la Pascua y
de esta realidad que nos ilumina Cristo: ser hombres de Dios hace
que tengamos la urgencia de incorporar a nuestra vida los sentimiento
de Cristo: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo
Cristo» (Flp 2,5). Sentimientos nuevos de amor, servicio, perdón, darlo
todo sin esperar nada. Los cristianos estamos seguros de que el
mundo se arreglará en la medida en que haya hombres y mujeres con
estos sentimientos. Esta seguridad nos la da el mismo Cristo.
Cuando un hombre descubre y vive que es de Dios, no le queda
más remedio que entregarse a él y hacer las cosas de Dios. No tiene
otra razón para vivir más que la de hacer, sentir y ser como aprende
de Dios mismo en Cristo. Por eso no extraña que en los primeros
momentos del cristianismo, cuando los sentimientos de pertenencia a
Dios eran tan vivos y tan experienciales, hubiera tantos hombres y
mujeres que siguiesen radicalmente a Jesucristo. Hoy necesitamos
ese mismo sentimiento. Es un mundo en el que los hombres muchas
veces no parecen saber de quién son y a quién se deben; urgen más
que nunca testigos fieles de esta novedad y pertenencia radical a Dios
en Cristo Jesús.

La alegría en tierras de Dios

«En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gn 1,1), de tal
modo que nada es nuestro; el lugar donde pisamos, la tierra en la que
habitamos la hizo Dios para nosotros. ¡Que diferente sería si los
hombres pensásemos en esta realidad! ¡Qué distinto seria pensar así
para el que tiene mucho y cree que es dueño de ello y para el que se
cree que está abandonado y no tiene nada! Uno y otro serían
distintos, cambiarían sus sentimientos con respecto a los demás,
serían capaces de ayudarse más, de sentir que los dos tienen un
Padre común que les hace habitar en una tierra donde unos no tienen
más derechos que otros, pues es de Dios.

Los hombres tenemos sentimientos hondos de posesión, no sólo
queremos poseer cosas, sino también queremos poseer a los demás.
Esto nos destruye y hace que siempre estemos comprometidos en
discusiones y divisiones. Sólo el hombre que se siente en tierras de
otro, es capaz de estar mirando constantemente lo que quiere el
dueño. Ese hombre se comporta tal y como quiere el dueño. Es capaz
de plantar en esas tierras la semilla y las plantas que el dueño quiere.
La novedad pascual nos urge también a nosotros a plantar las cosas
que quiere Dios. En sus tierras no valen sentimientos de rivalidad,
envidia, egoísmo.

«Os digo, pues, esto y os conjuro en el Señor, que no viváis ya
como viven los gentiles, según la vaciedad de la mente, sumergiendo
su pensamiento en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios por la
ignorancia que hay en ellos» (Ef 4,t7-18).

Para estar en las tierras de Dios es necesario estar en la vida de
Dios mismo, tener la vida de Dios y entregarse a esa vida.

El habitante de las tierras de Dios es el hombre que ha entendido
que sus plantaciones solamente pueden ser aquellas que nacen de la
vida que trae Cristo. Son unas plantaciones que traen la auténtica
alegría:

«Por tanto, desechando la mentira, hablando con verdad cada cual
con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si os
airáis, no pequéis; no se ponga el sol mientras estáis airados, ni deis
ocasión al diablo. El que robaba que ya no robe, sino que trabaje con
sus manos, haciendo algo útil para que pueda hacer participe al que
se halle en necesidad. No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino
la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el
bien a los que os escuchen. No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios,
con el que fuisteis sellados para el día de la redención. Toda acritud,
ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad
desaparezca de entre vosotros. Sed más bien buenos entre vosotros,
entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en
Cristo. Sed pues imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el
amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y
victima de suave aroma» (Ef 4,25-5,2).

Cuando vivimos en el mundo desde estas actitudes es cuando
entendemos que la única razón para actuar está en tener estos
sentimientos. No podemos tener otros porque el dueño del lugar que
pisamos es Dios y tenemos derecho a portarnos de otra manera.
Entonces tenemos la posibilidad de vivir la alegría de Cristo, la alegría
de la Pascua. Entonces descubrimos que la vida merece la pena
vivirse en la medida en que la entendemos desde Dios y en la medida
en que entendemos que es de Dios todo lo que existe y que nosotros
tenemos que responder a los proyectos que Dios tiene sobre todo
desde siempre. Desde esta hondura nace la necesidad y la urgencia
de invitar a los hombres a vivir según Dios y a que se den cuenta de
que el lugar que pisan, que la tierra que habitan, es de El.

¿Acaso no vemos la urgencia de esta invitación? Hoy más que
nunca los hombres tienen necesidad de saber dónde están pisando,
de quién es el lugar. Cuando el hombre se considera dueño absoluto
de todo, cae en la contradicción de creerse grande y al mismo tiempo
de no sentirse a gusto consigo mismo. Es entonces cuando más
necesidad tiene de saber que todo tiene su origen en Dios y que todo
es de Dios. Estas urgencias le llevan a descubrir la urgencia del
anuncio del Evangelio de Jesucristo, la urgencia del testimonio, de
asumir la novedad radical de Jesucristo, Pascua eterna, novedad
absoluta para el hombre. Estas urgencias nos llevan a sentir en
nuestra propia carne la necesidad de hacer realidad aquellas palabras
del Apóstol: «Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es una
fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1,16).

La alegría pascual de un discípulo de Cristo,
tiene su origen en unas fuentes

ALEGRIA/FUENTE: Es necesario acercarse a las fuentes de la
verdadera alegría pascual porque así no la confundiremos con otras
alegrías con las que no tiene nada que ver. El hombre tiene hoy
muchas posibilidades de distraerse, de vivir en la superficialidad;
posiblemente nunca como hoy esté tan necesitado de la Pascua del
Señor resucitado. Pero tiene que ir a unas fuentes para tener esta
experiencia de Cristo resucitado, para sentir la alegría de la novedad
total y absoluta, para sentirse a gusto consigo mismo, para ver cada
día mejor los horizontes de la vida y las profundidades de Dios.
Precisamente por esta necesidad nos urge a los discípulos del Señor
dar testimonio de la novedad pascual.

La novedad de la Pascua está en haberse puesto el hombre en
manos de Dios

Un Dios que se hace hombre y que en los momentos más radicales
de su vida, en los momentos en que más necesitado está, siente la
tentación como todo hombre de querer situarse en sus propias manos,
pero inmediatamente se pone en manos de Dios, en manos del Padre.
En el seguimiento existencial de Jesucristo descubrimos esta
necesidad para dar coherencia y sentido a la vida. Por tanto, el
cristiano es un hombre que se pone en manos de Dios, como su
Maestro, ya que ningún discípulo puede ser más grande que el
Maestro. El discípulo tiene necesidad de imitar al maestro.

En la novedad del Nuevo Testamento podemos entender las
palabras de Abraham y su existencia puesta en manos de Dios. Una
existencia que se realiza más y más en la medida en que se pone en
Dios, pues es cuando más somos nosotros mismos ya que volvemos a
las manos de quien salimos. Pudiera parecer todo esto una
contradicción: cuando más se habla de realizaciones, de sentirse
realizado, nosotros tenemos que decir desde Cristo que lo estamos en
la medida en que desarrollamos lo que somos. Y para poder hacerlo
hay que ponerse en manos de Dios. Entonces resuenan de un modo
nuevo estas palabras: «En aquellos días, Dios puso a prueba a
Abraham llamándole: ¡Abraham! El respondió: Aquí me tienes »
(/Gn/22/01).

Desde la luz pascual, un hombre es hombre en la medida en que
dice a Dios en todas las circunstancias de la vida: aquí me tienes.
Cuando lo dice en la facilidad y en la dificultad, sobre todo en la
dificultad, que es cuando más cuesta. En ese momento en que nos
quitan algo, es cuando nos revelamos, cuando sentimos la tentación
de huir de Dios y ponernos en nuestras propias manos o en las de
otros que nos den la facilidad para hacer lo que a nosotros nos gusta.
Pero el hombre de verdad, según el Evangelio, es el que en toda
circunstancia se pone en manos del Padre.

Ponerse radicalmente en Dios es una fuente de alegría ¿Cómo
vamos a estar fuera de Dios? ¿Cómo vamos a estar contentos en
manos distintas a las que nos hicieron? ¿Cómo sentiremos ponernos
en otras manos? Sólo cuando Abraham se confió plenamente en Dios
vivió la alegría de la fidelidad y pudo escuchar aquellas palabras de
Dios:

«Por mí mismo juro, oráculo de Yahvéh, que por haber hecho esto,
por no haberme negado tu hijo, tu único hijo, yo te colmaré de
bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia, como las
estrellas del cielo y las arenas de la playa, y se adueñará tu
descendencia de la puerta de sus enemigos. Por tu descendencia se
bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber
obedecido tú mi voz» (Gn, 22,16-18).

Cuando el Hijo, Cristo, se puso en manos de Dios, los hombres
pudimos experimentar la realidad de aquellas palabras: «Buscáis a
Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado» (Mc 16,6).

La novedad de la Pascua está en ver la arción de Dios
de una vez por siempre en todas las cosas

¡Qué cantidad de sucesos acaecen en el mundo y qué pocas veces
sabemos leerlos desde la luz de Dios, desde la novedad que trae
Jesucristo. Desde la resurrección del Señor todas las cosas y sucesos
tienen un sentido diferente, nuevo, distinto. Todo lo que sucede tiene
sentido de verdad, en la medida en que es leído y vivido desde la
novedad que trae Jesucristo para los hombres y para todas las cosas.

El paso del mar Rolo por los israelitas puede verse como un suceso
afortunado del pueblo de Israel o como una acción de Dios que quiere
decir algo a los hombres. El pueblo de Israel lo supo leer así (cfr. Ex
14,15-15): como una acción de Dios en medio de su pueblo y para
todos los hombres. También nosotros debemos acostumbrarnos a leer
los sucesos desde esa acción de Dios con todos los hombres y en
favor de ellos. En cualquier acontecimiento, en cualquier
circunstancia, Dios nos está hablando. Pero urge que creamos que
Dios actúa en medio de los hombres, de la historia. Necesitamos
escuchar una vez más aquellas palabras de Dios a Moisés, en las que
descubrimos a un Dios compartiendo y dirigiendo la historia de su
pueblo: «Dijo Yahvéh a Moisés: ¿Por qué sigues clamando a mí? Di a
los israelitas que se pongan en marcha» (Ex 14,15).

Nosotros tenemos necesidad también de ponernos en marcha para
leer y ver a Dios en todo y en todos, para no vivir de recuerdos que
obstaculizan nuestro crecimiento, para vivir la novedad de la
resurrección de Cristo, para descubrir que todo tiene un sentido
desde la resurrección de Cristo, para gritar a los hombres que no
tenemos miedo a nada, ni a nadie, excepto a no ser fieles a la lectura
de la vida con Cristo y para Cristo.

Un texto del Evangelio que siempre me ha impresionado es el de
/Jn/05/01-18: el enfermo de la piscina de Betsaida. Cree en la acción
de Dios en la vida, en la historia y la prueba es que está esperando a
ver si alguno le mete en la piscina para ser curado. Allí le encuentra
Jesús: «Señor no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se
agita el agua; y mientras yo voy otro baja antes que yo. Jesús le dice:
Levántate, toma tu camilla y anda. Y al instante el hombre quedó
curado, tomó su camilla y se puso a andar» (Jn 5,8-9). Y todo porque
estaba esperando la acción de Dios. Tenemos necesidad de ser
enfermos como el de la piscina de Betsaida, para descubrir y sentir la
acción de Dios en la vida. Tenemos que ponernos en la actitud del
enfermo de Betsaida y decir: Señor, queremos ser como aquel
paralítico que estaba esperando junto a la piscina para ser curado. Y
lo fue porque vio la acción, el paso, de Dios por la vida.

Solamente estamos contentos y alegres cuando vemos cosas
grandes. Solamente nos admiramos ante cosas grandes. Los hombres
de hoy hemos perdido la capacidad de admiración, nos parece normal
todo y por eso no nos admiramos de casi nada. ¿Podemos ver tan
normal la cercanía de quien hizo todo lo que existe? ¿Podemos
quedarnos sin admiración alguna ante él? ¿Podemos vivir sin
admirarnos? Cristo ha sido y tiene que seguir siendo nuestra gran
admiración: el Hijo de Dios hecho hombre, cercano a nosotros,
haciéndonos leer todo desde sus ojos, con sus palabras, haciéndonos
sentir que también nosotros tenemos necesidad de escuchar aquellas
palabras y de repetirlas: Señor quiero meterme en la piscina y así leer
la vida desde ti, desde tu acción. Lo más grande que ha podido
suceder es que Dios se haya puesto nuestros propios ojos para ver y
para enseñarnos a leer desde esa identificación con nosotros en todo
y a todos.

La novedad de la Pascua está en descubrir de una vez por todas
que la salvación está en Dios y solamente en El

Los hombres buscamos salvaciones diversas. La novedad de la
Pascua está en que la salvación es Cristo, está en Cristo. Vemos
buscar a los hombres salvaciones muy diversas y necesariamente
tenemos que hacer que descubran la salvación, que se acerquen a
Jesucristo. Pero esto solamente se puede dar testimonialmente
cuando los hombres vean que nuestra salvación de verdad es Jesús,
que en él ponemos nuestra seguridad, que confiamos en su persona,
que a diferencia del joven rico, queremos seguir al Señor, vender las
demás salvaciones o apariencias de salvación y situarnos en la única
salvación que es Cristo (cfr. Lc 18). Nosotros no sólo no queremos
irnos tristes al oír que tenemos que vender todo, sino que nuestra
tristeza estaría en marchar sin seguir verdaderamente al Señor. Es
decir, nuestra tristeza está en marcharnos con nuestras cosas, en vez
de con Cristo.

Esto lo han entendido mejor que nadie los contemplativos, que han
experimentado que la mejor parte es estar con Dios, vivir poseídos por
él, despreocupados de otras cosas que pudieran distanciarnos. Ellos
han entendido que cuando un hombre descubre la salvación, no
puede hacer otra cosa que dejarse poseer por ella. Por esto, el
contemplativo es el hombre que centra su vida en Cristo porque le
llena. No siente necesidad de más. Todo lo que no le ayuda a poseer
esa salvación no lo necesita. El contemplativo está en el origen de
todas las cosas, pues está en Dios mismo, está más cercano que
nadie a quien es origen de todo y de todos, porque es el hombre más
original, el que sabe más de la vida, el que mejores noticias y más
verdaderas tiene de la vida y de la historia. Esto lo podemos decir
desde la novedad que Cristo trae a nuestras vidas porque para
nosotros se hicieron realidad aquellas palabras del Señor:

«¡Dichosos los ojos que ven lo que véis! Porque muchos profetas y
reyes quisieron ver lo que vosotros véis, pero no vieron, y oir los que
vosotros oís, pero no lo oyeron» (Lc 10, 23-24).

La novedad de la Pascua está en sentirse del grupo del Señor
y vivir como miembro de su Iglesia

La experiencia de la Resurrección lleva consigo la necesidad de
comunicar a los demás esta grata noticia: «Pero id a decir a los
discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea» (Mc 16,7).
Es un mandato de Dios comunicar a los demás esta noticia y esta
novedad. Todo ello hizo que los primeros discípulos se juntasen y
esperasen juntos la promesa, iniciándose así la Iglesia que sigue en la
actualidad: nosotros.

El mundo en el que estamos viviendo siente la urgencia de una
Iglesia comunidad evangélica, de comunidades nutridas en la Palabra
de Dios y en la Eucaristía. Comunidades abiertas al Espíritu, e
impulsadas por él a la sencillez, a la alegría, a la caridad fraterna, a la
misión, al servicio. La Iglesia histórica a la cual nosotros pertenecemos
tiene necesidad de mostrarse a los hombres de tal modo que todos
sus miembros tengan sus corazones llenos del Espíritu Santo, de tal
modo que se reúnan en el nombre del Señor Jesús y no en nombre de
otras cosas, ya sean sus ideologías, sus puntos de vista, etc. Si se
reúnen así, esa Iglesia deja de ser interrogante y dadora de la Buena
Noticia. Solamente las comunidades abiertas al Espíritu evangelizan.

El mundo de hoy quiere unas comunidades fraternas, porque siente
la necesidad de fraternidad universal; esto supone unos corazones
fraternales que no se consiguen viviendo en un mismo lugar o
apareciendo más o menos miembros, sino por la presencia del Señor.
Hay fraternidad allí donde dejamos actuar al Señor. Esto nos exige
una profunda visión de fe y una generosa capacidad de dar la vida.
Quien acepta con sencillez y alegría, como Cristo, desaparecer y
morir, puede ser apto para formar una auténtica comunidad. Es
doloroso ver a muchos cristianos viviendo años en una comunidad y
oírles decir que su comunidad auténtica está en el grupo en el que
oran o en el grupo en el que se ven en tal o cual reunión. Es doloroso
ver cómo algunos cristianos después de estar viviendo en una
comunidad y asistiendo a otros grupos de reunión se preguntan ¿cuál
es mi verdadera comunidad? Tenemos que ver si el Señor está
presente y si estoy dispuesto a dar la vida. Tengo que estar dispuesto
a preguntarme siempre en mi comunidad qué puedo dar en vez de
hacerme la pregunta que muchas veces nos hacemos: qué puedo
recibir. Como casi siempre pueden darme poco sus miembros,
entonces opto por marcharme.

La alegría de mi pertenencia a la Iglesia ha de venir de saber y
experimentar en mi propia vida, que la Iglesia es el grupo del Señor,
que el Señor vive en ella, que El la guía, que es la Cabeza. Para esta
alegría es necesaria una profunda y cotidiana experiencia con Dios,
conseguida como aquellos primeros hermanos nuestros: «Todos se
reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles, y
participaban en la vida común, en la fracción del pan y en las
oraciones» (Act 2,42).

En esta Iglesia, en este grupo del Señor, es donde pongo mi vida
en manos de Dios, desde donde leo y percibo la acción de Dios en la
historia, en donde encuentro la salvación. A esta Iglesia es a la que
amo y entrego mi vida, pues en ella está el tesoro más grande que un
hombre puede tener: Cristo, el Señor, el Resucitado, el que es
Camino, Verdad y Vida.

La alegría pascual vivida desde la aceptación
de María como Madre

Señor, quiero verte en el momento más importante de tu vida en la
tierra, cuando has dado todo: te han ridiculizado, te han quitado las
ropas y vas a entregar la vida a Dios. Pero antes de hacer esto,
quieres entregarnos lo mejor que te queda, lo más importante para ti,
quien te ha acompañado durante la vida sin pedirte explicaciones de
nada pero fiándose enteramente de ti:

«Mujer ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu
madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn
19,26-27).

También nosotros la queremos acoger como madre, tal como tú
has querido que fuese para nosotros. Una madre cercana que sin dar
explicaciones de nada, con su silencio nos hace entenderlo todo. Una
madre paciente, que siempre sabe decir sí, que no se cansa de ver lo
mejor que tiene la vida y los hombres. Por eso comprende la cobardía
de los discípulos, cuando llega el momento de la dificultad y ellos
desaparecen; sin embargo, ella sigue junto a ellos y junto a nosotros.

Necesitamos de ti, María, para vivir la Pascua. Necesitamos de ti lo
mismo que cuando Dios quiso hacerse presente en el mundo y contó
contigo. Para vivir la Pascua, también necesitamos de tu presencia, de
tu cercanía, de tu aliento, de tu paz.

A ti María, cercana a Cristo en la vida, en la muerte y en la
resurrección, te pedimos que nos ayudes a entender la novedad de la
Pascua. Queremos estar junto a ti como los primeros cristianos.
Sabemos que junto a ti viviremos la cercanía y la presencia de tu Hijo
Jesucristo:

«Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en
compañía de algunas mujeres, de María la madre de Jesús y de sus
hermanos» (Act 1,14).

CARLOS OSORO
A LA IGLESIA QUE AMO
NARCEA. MADRID 1989. Págs. 127-142