A LA IGLESIA QUE AMO 5


Meditación para la Iglesia
en tiempos de cambio
MILAGRO/PESCA   /Lc/05/01-11
 


En tiempos de opiniones diversas, de cambios abundantes, de
formas de pensar tan distintas y a veces distantes, parece oportuno
acercarse a Jesucristo para ver qué nos dice. Se trata de ver de qué
forma quiere que los discípulos nos comportemos en momentos como
éstos, ya que en toda ocasión debemos hacer de nuestra vida entera
una acción de gracias y de todos los latidos de nuestro corazón una
alabanza a su nombre.

En momentos como los que estamos viviendo, tenemos que
anunciar a Jesucristo. Como todos, son momentos con horas felices y
horas de miedo en las que es preciso seguir pensando que El está a
la orilla del lago de Genesaret, que nunca abandona a nadie, que
está atento a las necesidades de cada hombre que viene a este
mundo, que nunca se aparta de nadie, que mantiene la fidelidad a
base de un amor que nunca disminuye, sino que, por el contrario,
cuanto más atento está el hombre, más se percibe la cercanía, la
atención y el cuidado del Señor.

Estaba a la orilla

Cuando los hombres nos empeñamos en negar que tenemos
límites, nos creemos absolutos y nos olvidamos de Dios y
precisamente por este olvido utilizamos a los demás según nuestro
gusto y parecer; entonces se oscurece nuestra vida y sentimos la
necesidad y la sed de Dios. Si estamos atentos, descubrimos al Señor
presente en la orilla de nuestra vida que sale a nuestro encuentro
para indicarnos el camino. En esos momentos viene a nuestra
memoria el salmo 8 que tantas veces hemos repetido y que tanto
olvidamos: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de
Adán para que de él cuides?» (Sal 8,5).

Entonces ves la vida de un modo nuevo, diferente, distinto, y
adviertes la grandeza de sentirte amado y querido por Dios. Apuestas
una vez más por vivir la vida junto a El y desde El ya que la vida a su
lado se parece al calor del sol que baña cada día, sin cansarse, la faz
de nuestro mundo y da a la tierra un color alegre, nuevo, capaz de
irradiar calor a todo lo que se posa en ella. Así es el hombre que pone
su vida junto al Señor: se siente amado y querido por El en toda
circunstancia y ocasión, observa cómo todo ha sido realizado para él.

Muchos encuentros de Jesús descritos en el Evangelio, nos
ayudan a entender esto; por ejemplo, la curación del leproso. El
leproso se siente impotente por sí solo, despreciado por los demás.
No puede hacer una vida como la que hacen los hombres de su
tiempo: ha tenido que marginarse, siente el abandono, la muerte. Vive
horas de tristeza y soledad. Ahí es donde el Señor aparece en la orilla
de su vida. Este encuentro con el Señor, le sana, le posibilita poder
volver a la vida con la alegría del encuentro con los demás y sintiendo
aquello del salmo: «¡Qué glorioso tu nombre por toda la tierra!» (Sal
8,10). Para el leproso la vida aparece con unas dimensiones nuevas
que le ha dado el encuentro con Jesucristo.

Se trata de que los hombres de nuestro tiempo nos demos cuenta
de que el Señor está a la orilla, esperando cualquier momento o
circunstancia para que nos encontremos con El. En ese encuentro se
dan horizontes nuevos a nuestras vidas, donde tanto el gozo como el
dolor cambia, donde el dolor, cuando existe, más que convertirse en
causa desesperante de la vida, se convierte en motivo de encuentro
más profundo con Cristo.

Estar a la orilla significa que uno está dispuesto a no guardar nada
para sí, que lo da todo, que se pone al servicio permanente de los
demás. Cristo en la orilla del camino, significa que no se ha hecho su
casa, sino que quiere entrar en cada una de las casas que es cada
hombre que viene a este mundo y pasa por esa orilla.

Jesús está en la orilla, pero solamente se encontrará con El, quien
hace realidad aquellas palabras del Salmo: «¿Quién subirá al monte
de Yahveh? ¿Quién podrá estar en su recinto santo? El de manos
limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma, ni con
engaño jura» (Sal 24,3-4). Es decir, el que se abandona en Dios y
sitúa su vida sabiéndola salvada junto a Dios, el que no se hace
ídolos de ningún tipo y cree que todo depende del Señor y que no
hay otro como El, que en medio de la duda e incertidumbre nacida de
la búsqueda de nuestros sentidos, es capaz de encontrar y dar
sentido a todo en última instancia, desde ese saberse, sentirse y
querer ser hijo de Dios.

Dios ha querido hacer al hombre muy grande; tan grande que
quiere identificarle con El. Pero no lo desea hacer a la fuerza sino
desde la libertad del hombre mismo. Por eso, se pone a la orilla del
camino en la misma vida e historia del hombre. El Señor quiere
hacerse comprender desde la vida. Ahí es donde se nos presenta el
Señor y donde quiere encontrarse con el hombre.

La libertad del hombre es grande, es total. Dios le hace ofertas de
acompañamiento. Le dice y le da su Palabra que es de vida. No es
como otras muchas palabras que parecen llenar de momento pero a
la larga desecan y hacen infeliz al hombre. La Palabra de Dios llena al
hombre, le compromete y sobre todo, le hace situarse a la orilla, para
que dé luz a otro, para que le dé la mano y aliente a quien se
encuentre pasando a su lado. Dar la mano, la luz o el aliento no es
posible sin el encuentro con el Señor. El es quien da la capacidad y la
hondura para la ayuda.

La gente se agolpaba junto a El para oir la Palabra de Dios

Los hombres quieren escuchar y buscar sentido a sus vidas, por
eso escuchan y se paran delante de quienes hablan o traen alguna
noticia. Así ha sucedido con los hombres de todos los tiempos. Todos
tienen necesidad de vivir de la noticia. Pero Cristo, a diferencia de los
otros, trae la gran noticia jamás oída; una noticia distinta a las demás.
En ella se habla de ser y no de tener. No solamente se dice, sino que
quien lo dice, hace. Por eso se presenta como una noticia de una
novedad inigualable.

Hoy estamos cansados de oir noticias aunque en su mayoría son
noticias en las que se experimenta engaño, abandono o infelicidad; no
llenan el corazón. Hoy como ayer tenemos necesidad de agolparnos
alrededor de Jesucristo, y en su cercanía, como las de aquellas
gentes del Evangelio, escuchar al Señor. Juan Pablo II definía la
situación del hombre en el mundo contemporáneo así; «Si nos
atrevemos a definir la situación del hombre en el mundo
contemporáneo como distante de las exigencias objetivas del orden
moral, distante de las exigencias de justicia y, más aún, del amor
social, es porque esto está confirmado por hechos bien conocidos y
confrontaciones que más de una vez han hallado eco en las páginas
de las formulaciones pontificias, conciliares y sinodales. La situación
del hombre en nuestra época no es ciertamente uniforme, sino
diferenciada de múltiples modos. Estas diferencias tienen sus causas
históricas, pero tienen también una resonancia ética propia. En
efecto, es bien conocido el cuadro de la civilización consumista. Asimismo se da entre algunos un cierto abuso de la libertad»
(«Redemptor Hominis», nº. 16). Esta situación proviene de no tener
en el corazón la noticia que es Jesucristo ya que cuando se recibe
esta noticia provoca en quien la acoge, ansias de amar, de dar y
darse, de quitar todo tipo de egoísmos, de hacer que todo hombre
llegue a la plenitud que tiene que llegar, de hacer posible y viable que
el hombre descubra que es hijo de Dios y que, como tal, tiene que
habitar esta tierra en la que Dios nos puso a todos.

¿Qué verían en Cristo las gentes para que se agolpasen junto a
El? Siempre que he querido dar respuesta a este interrogante, he
tenido que observar por qué la gente se agolpa alrededor de los
hombres; los hombres nos agolpamos junto a otros cuando nos dan
algo pero en la línea del tener. Nos ponemos alrededor de otro,
cuando nos presentan unos proyectos de vida que nos atraen, pero
que casi siempre va en la linea del hacer, no importa cómo sea el ser.

Nos agolpamos cuando nos dan la razón. Nos juntamos a otro,
cuando estamos en búsqueda, en la desesperanza, cuando
necesitamos la felicidad, cuando queremos encontrar una seguridad;
en general este juntarnos va en la linea de que el otro me ayude a
tener, a hacer, a decir. Sin embargo, Jesucristo es muy distinto. Cristo
me hace ser, me hace olvidarme de mi. Y lo hace porque con su vida
no explica cómo se logra plenamente un hombre. Hay algo
extraordinario en Jesucristo: que no hace diferencias con nadie; se
puede agolpar junto a El quien quiera. Quien se junta a El, descubre
lo que es la plenitud en la línea del ser. Los hombres de nuestro
tiempo necesitan acercarse a Cristo y en esa cercanía descubrir
quién es Jesucristo y, sobre todo, escuchar su palabra, que no
engaña, sino que da vida y aliento, y que nos hace caminar siempre
hacia adelante.

La cercanía de Cristo al hombre para darle su palabra, hay que
leerla desde el misterio mismo de Dios. Este misterio de quien es
origen de todo lo que existe y que tuvo a bien acercarse al hombre. Y
lo quiso hacer identificándose con el hombre. «Mediante la
encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo
hombre» («Gaudium et Spes», nº. 22). Y quiere estar con todo
hombre. A todo hombre quiere comunicarle sus palabras, que son
verdad y vida.

Muchas de las palabras que recibimos en nuestra vida son
destructoras de la vida del hombre porque le indican caminos de
opresión, de mentira, de injusticia o porque le deshumanizan desde
las bases más originales de su ser. Es aquí donde nosotros tenemos
que agolparnos alrededor de Jesús para poder escuchar en el
silencio de nuestro corazón: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). Hay
muchos hombres en nuestro mundo que están esperando estas
palabras de Cristo. Les pasa como a los leprosos del Evangelio (cfr.
Lc 17,11-19), que quieren y tienen necesidad de quitar la lepra y por
eso van al encuentro del Señor. También en nuestro mundo hay
lepras: el paro, la injusticia, la falta de paz, la libertad mal entendida
que se convierte en esclavitud cada día más honda para el hombre, la
droga, etc. También las gentes que la padecen están deseando como
los leprosos encontrar a alguien que los escuche, por lo menos, y
pueda decirles una palabra de integración en la vida como las que
dijo Cristo: «Id y presentaos a los sacerdotes». Cuanto más lepras
padecen los hombres más necesitados están de palabras. Por ello, a
veces se aprovechan esas necesidades y situaciones para hablar:
hay muchas ofertas en momentos de enfermedad que los hombres
atienden para salir de ella. Por eso es necesario que Cristo aparezca
en las vidas de todos los hombres no como una oferta más, sino como
la única que ofrece palabras de vida eterna; de esa vida que cuando
el hombre la tiene, vive desde una anchura y hondura oxigenadora
que nada ni nadie le puede quitar.

Tenemos necesidad de oir palabras que oxigenen la vida. Los
hombres tienen necesidad de oir, de escuchar la Palabra de Dios que
es la única palabra que hace al hombre más hombre, que le capacita
para ayudar a los otros, que le abre plenamente a la acción
misericordiosa de Dios y, por ello, al experimentar en su propia vida la
misericordia, ver que esa misma misericordia tiene que darla y
manifestarla a los demás.

Cuando vio dos barcas... los pescadores habían bajado de ellas

Cristo se acerca al hombre en el lugar concreto donde está, en su
historia concreta Las barcas son todo lo que acompaña al hombre y
deja de hacerlo abstracto, para convertirlo en tal hombre que vive en
un lugar, que tiene y hace una historia muy concreta.

Los hombres llegamos a este mundo con unos padres concretos,
que tienen una historia muy definida. No nacemos en todo el universo,
sino en un lugar muy concreto donde nuestra vida se desarrolla y
adquiere validez. Y desde ahí, vivimos una serie de experiencias;
muchas veces las que la historia concreta de cada uno nos posibilita
Con todo esto tenemos que encontrarnos con Jesucristo.

Existe la tentación en momentos de cambio de querer olvidar la
historia que pertenece a nuestro mundo personal, que me hace ser a
mí mismo y que no me confunde con otro. Por eso es importante no
«bajarse de las barcas» que somos nosotros y todo lo que acompaña
y define nuestra vida. Cristo no solamente no quiere dejar las barcas,
sino que las utiliza para hablar a las gentes.

Cuando dejamos las barcas en la orilla y olvidamos lo nuestro,
estamos como perdidos en medio de este mundo. El hombre para vivir
necesita de la tierra de los demás que viven junto a él, necesita crecer
y vivir sin descuidar su geografía y la historia de esa geografía.

Cuando los hombres no recordamos que nuestro origen está en Dios,
estamos olvidando algo que es necesario para construir nuestra vida
de una manera o de otra. Dejar las barcas en la orilla supone querer
vivir desde uno mismo y olvidarse de algo que es esencial: «Y dijo
Dios: hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza
nuestra» (Gn 1,26). No podemos olvidar que Dios nos hizo y no
debemos olvidar que quiso hacernos a semejanza suya. Cuando
dejamos las barcas en la orilla, echamos en olvido que Dios quiso
hacerse presente entre los hombres con el porte de un hombre,
desde la historia de un pueblo, con unos padres concretos: «Y
sucedió que, mientras estaban allí se le cumplieron los días del
alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales
y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento»
(Lc 2,6-7).

¡Qué tentación más grande es la de querer olvidar nuestra historia!
Además hasta parece que encontramos razones para hacerlo. Pero
Dios nos lo recuerda constantemente. El primer olvido suele ser el de
nuestro origen y el otro, el de no querer encontrarnos con Dios en
nuestra propia historia, cuando esto ha sido lo que El ha querido: se
hizo hombre para encontrarse con el hombre. Y no se hizo hombre en
abstracto, sino muy en concreto, en una geografía, en una historia, en
una raza etc.

Para no olvidar nuestras barcas, tenemos que recurrir
constantemente a la Palabra del Señor, que nos recuerda de quién
somos, las tentaciones que tenemos, las ayudas que poseemos. Ver a
un Dios ya en el inicio de nuestra vida y observarlo a través de ella
cuidándose de nosotros y mirándonos y llamándonos cuando
nosotros decimos que no, es una contemplación que todos los
hombres deberíamos hacer constantemente. Y ver a este Dios en su
máxima cercanía al hombre, tomando su propia carne para enseñar al
hombre cómo serlo de verdad, es la maravilla más grande que se
puede dar en la historia de cada uno. Cuando abandonamos las
barcas, estamos abandonando lo mejor que tenemos, la explicación
más maravillosa que de nosotros se puede dar. Estamos quitando de
nuestras vidas aquello que nos hace reconocernos como hombres y
nos da seguridad en medio de las inseguridades que puedan surgir.

Un modo de destruir al hombre, es borrar su historia o por lo
menos hacer que la olvide. Por eso, Dios lo primero que hace cuando
se acerca al hombre, es construirle su historia. Tenemos la tentación
de considerarnos insuficientes. El hombre que quiere vivir así y se
empeña en hacerlo, no puede hacer historia. Hace una historia sin
raíces, sin profundidad, que al primer viento cambia. Es importante
subir a las barcas de cada uno, ya que solamente así será posible lo
que nos describe el Papa Juan Pablo II: «Se hace, pues, necesario
recuperar por parte de todos la conciencia de la primacía de los
valores morales, que son los valores de la persona humana en cuanto
tal. Volver a comprender el sentido último de la vida y de sus valores
fundamentales es el gran e importante cometido que se impone hoy
día para la renovación de la sociedad. Sólo la conciencia de la
primacía de éstos permite un uso de las inmensas posibilidades,
puestas en manos del hombre por la ciencia; un uso verdaderamente
orientado como fin a la promoción de la persona humana en toda la
verdad, en su libertad y dignidad» («Familiaris Consortio», nº. 8).
Entonces no dejamos las barcas, sino que las recogemos, subimos a
ellas y no explicamos nuestra vida sino desde ellas.

Es preciso descubrir cómo el Señor ve las barcas y a quiénes las
han dejado. El encuentro con el Señor hace subir de nuevo a las
barcas a quienes las habían dejado. Cuando muchos hombres tienen
la tentación de abandonar a Dios porque les han contado que es una
liberación hacerlo, ver a Dios ayuda a entenderse a sí mismo, nos
hace descubrir y palpar que la gran liberación consiste en poner
nuestras vidas a disposición de Dios, en construir nuestras vidas
desde su acción y desde su poder. Cuando hago memoria del Señor,
no puedo por menos de caer rendido en bendición y agradecimiento
ya que junto a El he descubierto que no hay nada bueno en mi vida ni
en las vidas de los que conozco, que no tenga su origen en Dios. Y no
hay nada malo en mi vida ni en las vidas de los demás que no
encuentre su limite y su destrucción en el Señor. Cuando estamos
junto a El y, por tanto, asumimos todo lo que nos ha dado,
agudizamos nuestra mirada y sabemos descubrir la gracia y la
profundidad infinitas que nos liberan de la superficialidad.

Querer vivir desde lo superficial es la tentación de querer bajar de
las barcas, de querer dejar la historia más verídica que existe, que es
la historia que Dios desde siempre y en su infinita bondad ha
construido para el hombre.

Los pescadores habían bajado... y lavaban las redes

Bajar y ponerse a hacer otra cosa distinta que nos entretenga y no
nos deje pensar, es algo que hacemos todos los hombres. Mientras
estamos distraídos no tenemos tiempo para pensar en lo que es
importante, en lo fundamental. Cuando bajamos de las barcas y nos
ponemos a lavar las redes, es como si con una mirada fría y analítica
sólo fuéramos el aliento de una hierba que se marchita o una gota de
rocío que se evapora con el sol del mediodía. Es decir, no tenemos
fuerza transformadora de ningún tipo. Dejar la historia en la que
hemos nacido, la que da explicación coherente a nuestras vidas y
ponernos a vivir sin ella es lavar las redes.

El hombre que vive así lavando las redes, es sólo cifra y estadística
y no pasa de ser un número de necesidades a saciar y de metas
temporales a cubrir. Sin embargo, el hombre que se deja encontrar
por Dios es el que está en la sabiduría que se comunica en el silencio
y la contemplación; en esa sabiduría que es un latido de amor de
Dios, de felicidad infinita que llena y sacia el corazón del hombre. Es
ese hombre que se rebela a ser un disco de datos acumulados y
desea ser una criatura de Dios, descubierta y dada a luz desde ese
ser.

Es una gran tentación bajarse de las barcas y entretenerse en
hacer otras cosas. Entonces perdemos nuestra originalidad, la que
nos hace ser quienes somos, definirnos e identificarnos. En estos
momentos históricos es importante estar atentos para no dejar
nuestras barcas. Es conveniente tener tiempo para el encuentro con
nosotros mismos y con los demás. Estos encuentros son los que
posibilitan el encuentro con Dios ya que el hombre que no los tiene,
pasa entretenido sus días y no tiene capacidad de pensar. Y por ello,
baja de su barca y se pone a lavar las redes. Es decir, pierde su
historia, su identidad.

He descubierto lo que significa bajar de la barca y ponerse a lavar
las redes al leer el pasaje de /Lc/05/27-33 en que se describe la
vocación de Levi. Descubrimos a un hombre lavando las redes, es
decir, entretenido en cosas pasajeras como es estar sentado en el
despacho de impuestos; ha perdido su originalidad; está lleno de
dinero, pero vacío de sentido. En esa misma persona, encontramos a
alguien con necesidad de sentido, ya que una sola palabra
«Sígueme» le hace salir de sí mismo, subir otra vez a la barca y
reconocerse: «LevI le ofreció un gran banquete en su casa». Ofrecer
en su casa un banquete significa el reencuentro con su originalidad,
significa la felicidad sentida de este reencuentro, la salida de si mismo
para encontrarse con los demás y con Dios. Y todo se hace desde la
vida y en la vida que este hombre estaba realizando.

Las tentaciones para lavar redes son enormes: Es más cómodo, se
complica uno menos la vida, no hay que pensar mucho. Sin embargo,
dar la vida, entregarla, vivirla desde el gozo que supone aceptar en mi
historia a Dios, significa que ya no soy yo quien indica el camino, sino
que acepto el que Dios me marca, que acepto las llaves de una
existencia que solamente sabe abrir puertas y nunca cerrarlas, abrir
caminos de adoración y de canto que son los que dan la felicidad y la
grandeza al hombre.

Subiendo a una de las barcas que era de Simón 

Es maravilloso pensar que Cristo eligiese a Simón y su barca, a
Simón y su historia, para hablar a las gentes. Este gesto es de una
profundidad muy grande y quisiera que a través de El,
descubriéramos lo que el Señor nos quiere decir. Lo más grande que
le puede ocurrir a un hombre, es que Dios le pida su vida entera, con
todo lo que la constituye, para hacerse presente entre los hombres.
Esta idea de prestar la vida nos hace recordar una vez más aquel
gesto de María cuando Dios se acercó a su historia y le dijo:
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,27); y ella
respondió entregando su vida: «He aquí la esclava del Señor; hágase
en mí según tu palabra» (/Lc/01/38). María nos hace descubrir que
Dios se acerca a todo hombre que viene a este mundo para pedirle la
vida que es de él. Las respuestas son muy diferentes. El Señor se
acercó a todos los que somos sus discípulos en un momento de
nuestra vida; las respuestas que le hemos dado para hacerle
presente en el mundo, para prestarle la vida, han sido muy distintas:
unos le entregaron la vida desde la originalidad más radical, otros
desde una vida común con otra persona intentando hacer realidad la
comunión de Dios. A todos se nos exige y se nos pide que prestemos
la vida al Señor.

Cristo «ha subido» a nuestras vidas. Lo hizo un día cualquiera tal y
como estábamos, sin pedirnos nada, sin ponernos ninguna condición.
Sólo quiere que hagamos verdad este prestar la vida, que tengamos
una capacidad de respuesta desde nuestro ser. Como antes, también
ahora recordamos a Leví; a él, simplemente se le dijo: «Sígueme».
Esta palabra que significaba la petición de dejar que Cristo entrase en
su vida, tuvo una respuesta inmediata de seguimiento y de aceptación
del Señor. Leví prestó lo mejor que tenía, su vida, lo que era de Dios,
e inmediatamente dejó el mostrador en que engañaba y robaba a los
demás; esto no pertenecía a su originalidad, no era de Dios,
pertenecía al mal. Cuando uno deja entrar en la barca, que es la
propia persona con lo que es y tiene y vive, entonces conoce la gran
bondad de Dios, porque descubre lo que El ha puesto en nosotros de
original y bueno.

Dejar entrar a Cristo en nuestras vidas significa aprender y saber
lo que es ser criatura de Dios, lo que ha puesto en nosotros, lo que es
su bondad, lo que de imagen de Dios tenemos y lo que implica vivir
con los demás desde esta imagen. Impresiona pensar que Cristo haya
querido nuestra vida para hacerse presente en esta historia. Y
maravilla porque una vez más comprobamos cómo el Señor quiere
servirse de lo débil, de lo pequeño, de lo sencillo, de lo que no tiene
valor, de lo insignificante, para mostrar que es El quien tiene fuerza y
poder.

La fuerza de Dios se muestra incluso donde parece que ya ha
desaparecido. Recordemos el texto de la viuda de Naín, Lc 7,11-17:
una mujer que ha perdido lo que más quería, su hijo, y la
muchedumbre que acompaña a esta pobre mujer; y el Señor que
quiere hacerse presente en aquel muerto para que los que lo
acompañan vean las maravillas de Dios. A las palabras de Jesús:
«Joven, a ti te lo digo: levántate, el muerto se incorporó y se puso a
hablar, y El se lo dio a su madre». Todos vieron tan patente la
presencia de Dios que decían «Un gran profeta se ha levantado entre
nosotros y Dios ha visitado a su pueblo». El poder de Dios aparece
así incluso en un muerto, para demostrarnos lo que es su fuerza,
indicarnos que el único que de la nada puede hacer algo es El, para
decirnos que allí donde nosotros no podemos hacer más, donde no
sirven ya nuestras fuerzas, está El para mostrarnos que su fuerza y su
amor son las que sirven, las que hacen nacer y crecer.

Si vemos que Dios se hace presente incluso a través de un muerto,
¿cómo no vamos a creer y a esperar que quiera hacerlo a través de
nuestras vidas que aunque pobres, el Señor las hace ricas en favor
de los demás? El Señor eligió a Simón que había dejado su historia,
que había renunciado a asumir todo lo que era; le invitó a entrar en la
barca a asumir la historia con todas las consecuencias. Y además lo
quiso para hacerse presente entre los hombres. Esto nos hace
pensar en nuestra propia lección y vislumbrar la responsabilidad que
tenemos: hacer presente a Dios entre los hombres, realizarlo en el
mundo concreto que nos toca vivir.

Enseñaba desde la barca a la muchedumbre 

Cristo enseña valiéndose de Simón. La barca de Simón es figura
de la Iglesia, del grupo de discípulos de Jesús, de todos esos
hombres que han decidido prestar sus vidas, con sus historias, para
hacer presente al Señor. Cristo quiso enseñar desde la barca, desde
la de Simón, Pablo, Andrés..., que juntas forman la Iglesia; una gran
barca que no se mide por el número de quienes lo forman, sino por la
calidad de quien la hace que es el Señor. Porque quien enseña desde
la barca es Jesús, no Pedro o Pablo o Andrés, aunque se valga de
ellos para hacerlo.

Esta es la gran paradoja y a veces el gran escándalo: que Dios se
haga presente desde esta pobreza. Lo importante no es la
manifestación externa, sino lo que se dice desde ella. Y lo que desde
ella se indica, son las mismas palabras de Jesús, son los mismos
gestos del Señor. Así nos lo recuerda el Papa Juan Pablo II: «La
Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la
misericordia—el atributo más estupendo del Creador y del
Redentor—y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la
misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora»
(«Dives in misericordia», nº. 13). Los judíos no entendieron que Dios
se hiciese hombre; por eso cuando Cristo afirmó que era Dios, dijeron
que era un blasfemo. Dios en su cercanía al hombre, pasa
desapercibido para él. La Iglesia es esa presencia querida y
construida por el Señor, que pasa también desapercibida o no
entendida por muchos hombres.

Lo importante es que contemplemos a la Iglesia enseñando en
nombre de Cristo. Enseñar desde la barca significa precisamente
esto: que la Iglesia está enseñando. Ver así a la Iglesia, supone que
la vemos en la realidad honda de su misión, que es la misma de
Jesucristo. La vemos no mirando para sí misma, sino para el Señor y
haciendo lo que El hizo. No mira para si, sino las necesidades de
todos los hombres y como el Señor, sale al encuentro de ellas.
Mirando a los demás intenta ser fermento de vida allá donde los
hombres quieren ser o implantar la muerte.

Dios no ha querido sustraerse a la historia y, por ello, asume su
presencia desde la misma vida de los hombres. Pero lo que hace
grande a la Iglesia es el hecho de ser realidad de Dios, impronta de
su amor, fidelidad de amor a los hombres. Por ello, lo importante es
ver cómo Dios está con nosotros en nuestras tareas, luchas y
caminos; cómo nuestros pecados no nos hunden en el polvo o
nuestros trabajos no quedan infecundos, porque la Iglesia es la
pancarta de la gloria de Dios. Pancarta que constantemente tenemos
que mirar para percibir si nuestro modo de llevarla hace que se
reconozca la presencia de Dios entre los hombres. Tenemos que
contemplarla para ver si la estamos viviendo tal y como la hizo el
Señor o si la estamos haciendo a nuestra medida y estropeando la
obra de Dios.

Boga mar adentro y echa las redes para pescar

La historia que estamos viviendo requiere hondura. Por ello, es
conveniente que el Señor nos mande ir a la profundidad, más allá de
lo visto, de lo conocido. Precisamente en esos lugares desconocidos
por nosotros es donde nos encontramos con la realidad de Dios.
Tenemos que ir mar adentro, es decir, tenemos que ser profundos e ir
a la profundidad. Nuestra época lleva al hombre a vivir desde la
superficie pero requiere hombres que vayan a lo profundo, hombres
de Dios, contemplativos de la vida y de la historia desde Dios.

Bogar mar adentro significa vivir desde quien es origen de todo lo
que existe; significa que lo que sucede y acontece lo vivimos desde
Dios. Si queremos alguna explicación la tenemos que buscar en la
hondura. El Señor pidió a Simón que bogase mar adentro, que fuese
a la profundidad a buscar explicaciones a lo que acontecía.

Solamente así, se pueden echar las redes y coger algo.
Cuando el hombre de hoy y, por tanto, cuando cada uno de
nosotros queremos explicarnos tantas cosas y no podemos, cuando
los hombres de nuestro tiempo entran en la angustia o la
desesperanza, sería conveniente oír la voz del Señor que nos dice:
boga mar adentro y echa las redes, es decir, entra en la profundidad
que tiene la vida y que la adquiere desde mi y verás entonces cómo
encuentras explicación a lo que sucede a tu alrededor. Recordemos el
encuentro del Señor con la Samaritana: cfr. Jn 4,5-42. Lo que le pide
a la mujer es que vaya a la profundidad, que lea desde dentro, que no
se quede simplemente en la superficie, en el agua que saca del pozo
de Jacob o en la enemistad que tienen los judíos y los samaritanos.

Cuando el Señor le ha deshecho sus posiciones personales y ya no
puede agarrarse a posturas superficiales, la invita y la provoca a
echar las redes, es decir, a ver y descubrir dónde está ese agua que
quita la sed. Ella misma es la que responde: «Señor, dame de esa
agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a
sacarla».

Una de las tareas más grandes de la Iglesia en estos momentos
entre los hombres de nuestro tiempo quizás sea enseñarles a bogar
mar adentro y desde ahí tirar las redes. Al hombre de hoy le cuesta
vivir en profundidad. Por ello insiste la Iglesia en una vida profunda,
contemplativa, serena, capaz de sacar incluso de los lugares más
inhóspitos e inútiles, algo útil y con capacidad de ser alimento
abundante para el hombre. Bogar mar adentro y echar redes, significa
quitar trabas y obstáculos para que el hombre pueda encontrar a Dios
a su lado; saber que Dios está en sus destinos y que en tiempos de
hambre es El quien la quita. ¡Qué tarea más bonita para la Iglesia
enseñar a los hombres a vivir desde la profundidad! ¡Y qué tarea para
los que formamos parte de la Iglesia, sabernos viviendo y enseñando
a vivir desde la profundidad! Tenemos que ser maestros de la
hondura, buceadores del sentido último, de la última y más importante
explicación.

Para ir hacia adentro, a la profundidad, es necesario conversar con
Cristo; es El quien te lleva. Lo vemos con Simón; tira mar adentro,
porque se lo manda Jesús; se fía del Señor, está con el Señor. No se
puede hacer profundidad, si no se vive en amistad continua con
Cristo. El Señor nos da serenidad. Su amistad, la conversación con El,
nos da hondura Esta amistad es la que nos da capacidad para buscar
la última explicación, la más importante, la que no nos deja vacíos.
Urge pasar tiempo y tiempo con el Señor para buscar la explicación
oportuna, la que es profunda, la que llena a los hombres, la que hace
sentir seguridad porque procede de Dios. El diálogo con el Señor, la
conversación serena y amistosa con El, se impone como modo seguro
de ir a la profundidad.

Sentirme yo dueño y señor de la Iglesia para buscar todo tipo de
explicaciones, me hace por una parte no encontrar ninguna y por otra
situarme en el vacío. Vivir así, nos hace exclamar: «Maestro, hemos
estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero en tu
palabra echaré las redes». Cuando se va en nombre propio y se
quieren hacer las cosas desde las fuerzas personales, no se
encuentra ninguna explicación. Entre los muchos ejemplos que
podríamos recoger, tenemos el de aquella mujer que padecía flujos
de sangre. Sabía que no se bastaba a si misma y creyendo que podía
ser curada por Jesús, tocó la orla de su manto y al punto fue curada.
Necesitaba de alguien más grande que ella para curarse y por eso se
acercó a Cristo. Tuvo que salir de sí misma e ir a Cristo para curarse.

Cuando los hombres estamos más seguros de nosotros mismos,
cuando parece que nos bastamos con nuestras propias fuerzas,
aparece Cristo en la historia para decirnos que la profundidad de la
vida y de la historia no podemos alcanzarla por nosotros mismos; que
es necesario bogar mar adentro y allí tirar las redes para encontrar
explicaciones hondas; que los hombres necesitamos cada día más de
esa hondura que procede de Dios y que, por ello, son necesarios
maestros no teóricos, sino maestros que, desde una praxis vivida
junto al Señor enseñen a sus compañeros de la historia a vivir tirando
hacia adentro siempre, buscando la explicación desde quien es
Creador y Señor de todo lo que existe.

Llenaron tanto las barcas que casi se hundían

Alguna vez nos hemos encontrado con hombres llenos de alegría y
de gozo, plenos de sentido para todo, que ofrecían una única
explicación a su manera de ser y servir: habían llenado su vida de
Dios y desde ahí vivían los acontecimientos y la historia. Cuando
queremos buscar alguna explicación al hecho de que Simón llenó la
barca de peces, hay que decir que fue porque comenzó a vivir de la
Palabra del Señor, comenzó a fiarse de El. Llenar las barcas supone
llenar de sentido todas las cosas y estar desbordados de gozo por la
posibilidad de tener explicación de todo desde la fuerza y la hondura
que nos da el Señor.

Llenar las barcas que casi se hunden, significa que el hombre ha
entrado por la senda de los pasos de Dios y que se rinde ante la
evidencia de su presencia y de su amor. Significa que se toma
conciencia de que sin la presencia del Señor andamos sin destino,
errados.

Llenar las barcas supone que lo mismo da vivir desde la aurora
que en el ocaso, ya que es el Señor quien hace que todo tiempo se
torne en gozo. En tiempos de cambio es necesario vivir la profundidad
nacida de Dios que nos hace sentir su caricia, que da forma y valor a
los días, minutos y segundos del hombre. Una hondura que se
adquiere viviendo la presencia siempre permanente y penetrante de
quien es Señor de todo lo que existe.

En la profundidad que me da estar junto al Señor, reconozco mi
verdad de criatura y descubro que solamente soy una nota en esa
multitud que llena el universo. Al mismo tiempo percibo que solamente
desde la profundidad del Señor, seré capaz de dar esa nota mía,
original, distinta a todas las demás.

Llenar las barcas significa que viviendo desde la profundidad que
da el Señor, somos capaces de eliminar cualquier negrura o tormenta,
cualquier situación de angustia o desesperanza. La vida vivida desde
la hondura quiebra los espacios que se llenan de confusión y abre
pasos a una vida oxigenada por el aire que procede de Aquél que da
capacidad para tener horizontes siempre nuevos.

CARLOS OSORO
A LA IGLESIA QUE AMO
NARCEA. MADRID 1989. Págs. 77-94