A LA IGLESIA QUE AMO 4
La Iglesia proclama la Encarnación
El hijo de Dios se hizo hombre
ENC/RV-A-D: La contemplación de Dios hecho hombre nos
trae
alientos especiales de lo que significa el amor de Dios al hombre. Dios
hecho un niño, Dios haciéndose pequeño muestra que quiere estar a
disposición de todo hombre. La figura humana más endeble es la de
un niño: no tiene fuerzas, ni experiencia, ni las capacidades
desarrolladas para poder entablar con los demás, desde su misma
altura y profundidad, un compromiso. El niño, por ser débil en todo,
está a disposición de lo que los demás quieran hacer de él. Lo más
grande de Dios es que se hizo niño:
«Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los
días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió
en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el
alojamiento» (/Lc/02/07).
Dios a disposición de todo hombre. Dios dispuesto a que el hombre
se acerque a El y haga con El lo que quiera.
El
Dios del cual nos habla el Salmo 136 es el que se hace hombre:
«¡Dad gracias a Yahvéh, porque es bueno,
porque es eterno su amor;
dad gracias al Dios de los dioses,
porque es eterno su amor;
El solo hizo maravillas,
porque es eterno su amor;
hizo los cielos con inteligencia,
porque es eterno su amor;
sobre las aguas asentó la tierra,
porque es eterno su amor...
guió a su pueblo por el desierto,
porque es eterno su amor».
La Encarnación es la gran historia del amor de Dios al hombre y la
muestra más evidente de que el hombre no puede vivir sin amor.
Precisamente por ello, el Amor, que es Dios mismo, ha querido
acercarse de tal modo al hombre, que no tiene más remedio que o
aceptarlo o rechazarlo. Pero ciertamente el amor se le ha hecho
visible.
Queremos encontrarnos con Cristo. Es a El a quien queremos
contemplar. Es con El con quien queremos estar, ya que a través de
El sabemos cómo Dios habla al hombre, qué le dice y desde qué
profundidad lo hace:
«Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a
nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos
nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo,
por quien también hizo los mundos; el cual, siendo resplandor de su
gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su
palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los
pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, con una
superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más les supera en
el nombre que ha heredado» (Hb 1,1-4).
La entrada de Dios en la historia
Todos
los hombres venimos a este mundo a través de una familia,
de unos padres concretos, en unas circunstancias muy determinadas
y tenemos una ascendencia concreta. Dios ha querido hacer lo mismo
para venir a este mundo. Eligió una familia para hacerse presente
entre los hombres. Familia que tenía una ascendencia. En ella junto a
hombres y mujeres con grandes virtudes había otros con grandes
pecados. Desde Abraham, que había adorado a ídolos, hasta José,
varón justo, y María, sin mancha ni pecado. Dios quiso asumir toda la
historia, no quiso avergonzarse de los hombres. Vino a mostrar su
amor a los hombres y para ello llegó hasta donde ellos estaban. Para
hacerse presente eligió a una mujer sin mancha ni pecado, pero una
mujer que no se salió de esta historia para ser madre de Dios.
Dios, para ser Dios con el hombre y junto a él, nació entre
nosotros:
«Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto
ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer
empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Cirino. Iban
todos a empadronarse cada uno a su ciudad. Subió también José
desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de
David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David,
para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y
sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del
alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en
pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el
alojamiento» (/Lc/02/01-07).
ENC/A-D/HT-MUNDO: Al contemplar esta realidad de
un Dios entrando en la historia humana como uno de nosotros, no podemos por
menos de sobrecogernos e inclinar el corazón a este Dios que no buscó para sí
lugares especiales en los que nacer, vivir y trabajar. Al contrario, caminó
junto a todos los hombres, compartiendo las obligaciones de todos.
La entrada de Dios en la historia significa también que Dios quiere
esta historia. Significa que nuestro mundo no es un mundo de
historias de desaliento y de abandono, sino que es un mundo querido
por Dios. Tan querido, que El mismo se ha hecho presente en él. La
presencia de Dios en la historia concreta del mundo da una cualidad
distinta al mismo; enseña al hombre cómo ha de realizarse la historia,
desde qué miras, desde qué instancias, desde qué niveles. Esta
presencia de Dios entre los hombres, en su contexto concreto,
significa que la historia del hombre es una historia de amor de Dios,
aunque muchas veces le parezca, cuando aparta a Dios de su vida,
una historia leída y vivida en claves distintas al amor.
Tenemos que saber ver a Dios hecho hombre en esta historia
concreta y contemplarlo así. El mundo contemplado desde este Dios
hecho hombre se nos torna de una tonalidad nueva, ya que vemos a
un Dios que vino a este mundo y entró en su historia no para
devastarlo, sino para darle vida. Todo hombre que llega a este mundo
y quiere identificarse con Dios, tiene que hacer lo mismo. No puede
venir para devastar el mundo, sino para darle vida y vida abundante.
Al hombre le cuesta entrar en la historia, comprometerse con ella; le
gusta evadirse de su historia, no reconocer su ascendencia. Sin
embargo, como Dios mismo nos muestra, el hombre se hace en la
historia. Se realiza en el compromiso que con ella va asumiendo. Se
instaura en el mundo como hombre de verdad, cuando entra en la
historia con todas las consecuencias. No puede esperar tiempos
mejores, ya que eso es evadirse de la historia.
Así
vemos a Jesucristo entrando en la historia de su pueblo, en la
historia de los hombres que existían entonces con todas las
consecuencias; lo contemplamos así desde su nacimiento. No vemos
a Jesucristo preparándose mejores tiempos o mejores lugares porque
entra en la historia para describir en ella una historia de amor. Del
amor de Dios al hombre.
La inclinación más humilde de Dios hacia el hombre
Todos
tenemos experiencia de que cuando se nos pierde algo, si
es pequeño, nos cuesta encontrarlo. Cuanto más diminuto, más nos
cuesta hallarlo, peor lo vemos. Quizá este ejemplo nos sirva para
hablar de la inclinación humilde de Dios hacia el hombre;
precisamente por esa inclinación, por esa pequeñez, nos cuesta
muchas veces encontrarlo o, mejor que encontrarlo, reconocerlo. «Le
envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio
en el alojamiento» (Lc 2,7). Dios se ha bajado tanto, ha querido
acercarse tanto al hombre, que ha nacido, que ha sido metido en un
pesebre donde los animales tienen su alimento. Dios ha querido
hacerlo así porque de esta manera da oportunidad a que todo
hombre le encuentre, se encuentre con El. Cuando los niños son
pequeños, ponemos las cosas sobre los muebles altos para que no
las alcancen. Dios no ha querido ponerse sobre alturas, sino que ha
querido que todo hombre pudiera alcanzarlo. Por eso nació en el
pesebre, que es la expresión más humilde, más gratuita, más
pequeña más ingenua, más honda de la presencia de Dios en medio
de nosotros.
Cuando muchos hombres hablan de la inalcanzabilidad de Dios,
recuerdo el pesebre donde Dios revelado en Jesucristo se ha hecho
el alcanzable por todos los hombres de cualquier edad y nivel cultural
que sean. Dios, desde esa postura alcanzable, nos habla de sencillez,
de pobreza. El hombre que quiere encontrarse con El, tiene que vivir
desde la sencillez. El complicado, el que da más importancia a lo visto
que a lo oído, no alcanza a Dios. La traducción de esto lo observamos
en los pastores, unos hombres que están durmiendo y por tanto no
ven nada; que están en la oscuridad de la noche y por ello tienen que
privilegiar el oído. La pobreza más grande la experimenta el hombre
cuando duerme, pues no puede agarrarse a nada. En esos pastores
vemos la inclinación humilde de Dios al hombre cuando privilegia el
oído, es decir, cuando escucha a Dios y cuando vive la pobreza.
«Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y
vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presento el
ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se
llenaron de temor. El ángel les dijo: no temáis, pues os anuncio una
gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la
ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (/Lc/02/09-11).
VER-ESCUCHAR: A estos hombres que están atentos, a la escucha, a estos hombres
que no pueden agarrarse a nada se les anuncia que Dios está cerca de ellos, que
Dios ha nacido entre los hombres, que Dios se ha hecho
presente en medio de ellos. Estos hombres encuentran a Dios porque
El se inclina. Si se hubiese puesto en alto no lo habrían descubierto.
En nuestro mundo se privilegia mucho más lo visto que lo oído, y por
ello es un mundo que hace incapacitados para encontrarse con Dios,
hace hombres superficiales. Mi conocimiento de las cosas y del otro
termina en lo visto, que es lo más vulnerable, lo menos importante.
Cuando comienzo a escuchar lo que vive el otro, lo que le pasa, lo
que tiene, empiezo a conocerlo. Esto mismo pasa con respecto a
Dios. Mi conocimiento de El ha de comenzar, como lo hicieron los
pastores, por lo oído. Comprendieron que Dios estaba allí porque
escucharon su presencia humilde. Si se hubiesen quedado en lo
visto, no habrían descubierto nada importante en un niño envuelto en
pañales, pero, porque escucharon, supieron ver la presencia del
Salvador, la presencia de Dios en medio del hombre.
También es verdad que encontraron a Dios porque no se habían
hecho otros dioses. Eran pobres, pequeños, humildes, sencillos, por
eso escucharon: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los
hombres en quienes El se complace» (Lc 2,14). Precisamente porque
se complace en los hombres, se acerca a ellos, se inclina a ellos, se
manifiesta, se hace ver. Desde entonces los hombres tenemos la
posibilidad de contemplar a Dios, de ver su cercanía Tenemos la
posibilidad de escucharlo, de no quedarnos en la superficie de las
cosas, sino de llegar a la profundidad de todo. A los hombres de
nuestro tiempo, lo mismo que nos cuesta oir, también nos cuesta ser
pobres desde dentro. Todos nos hacemos nuestros idolillos y ello nos
imposibilita la cercanía de Dios. El hombre que llena su corazón con
otras cosas, es el más propicio para abandonar a Dios, para no ver
su presencia.
La
inclinación profunda y humilde de Dios a los hombres solamente
la puede ver el que se hace «pastor», que en la oscuridad de la
noche está atento y escucha en el silencio la voz de Dios y vive en la
manifestación existencial más grande de la pobreza que es cuando
duerme y, por ello, no puede agarrarse a nada. Celebrar la Navidad,
celebrar la presencia de Dios entre los hombres, significa aceptar
esta inclinación de Dios desde nuestro ser «pastor» en su significado
teológico y existencial.
La fuerza de Dios haciendo vivir al hombre
Es
necesario que el hombre descubra su ser de criatura
perteneciente a Dios y desde ahí vea que no tiene más remedio que
entregarle la vida a Dios. Quizá esto sea lo que mejor vemos o, por lo
menos, lo que más claro contemplamos en la Virgen María. Ella se
siente criatura de Dios y no tiene más remedio que devolverle la vida
a Dios. En los momentos de oscuridad, cuando dice: «¿Cómo será
esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1,34b), desde su ser de
criatura de Dios, no tiene más remedio que devolverle la vida a Dios.
Desde la fuerza de Dios habitando en ellas dice: «He aquí la esclava
del Señor; hágase en mi según tu palabra» (/Lc/01/38). Y en aquella
aceptación comienza Dios su presencia de hombre en este mundo.
Necesitamos sentirnos criaturas de Dios para vivir la necesidad de
devolver nuestra vida a Dios, no teórica sino existencialmente. En esa
devolución comienza su fuerza a estar con nosotros. En un mundo
donde los hombres estamos dispuestos a dar la vida a tantas cosas, a
tantas situaciones, donde ciertamente entregamos la vida de diversos
modos, necesitamos la experiencia original de lo que significa vivir de
la fuerza de Dios y poner la vida a su disposición para que haga con
ella lo que quiera.
Dios
se hace presente en este mundo porque hubo una mujer
que sin miedos, sin subterfugios, devolvió la vida a Dios. Porque una
mujer, en la oscuridad, donde no se puede privilegiar la vista porque
no se ve nada, aceptó aquellas palabras: «Alégrate, llena de gracia,
el Señor está contigo» (Lc 1,28). Porque el Señor está con ella se fió,
aceptó su palabra, su gesto, su orientación, su presencia, la
complicación que iba a traerle el decir a Dios que «si».
La
Navidad, la presencia de Dios entre los hombres, es un canto a
los hombres y mujeres que entregan la vida a Dios como a su único
Señor desde el mismo sentimiento y desde las mismas actitudes que
la Virgen María, desde una entrega incondicional, desde un no
guardar nada para si, desde una donación de la vida a quien es
dueño de ella. Querer hacer esto así es al mismo tiempo mostrar que
la fuerza para vivir la tiene que dar Dios y que si la buscamos en otros
lugares o en otros sitios estamos perdiendo el tiempo.
«Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad
de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre
llamado José, de la casa de David; el nombre de la Virgen era María»
(Lc 1,26-27).
Es la presencia de Dios, de la fuerza de Dios en María, la que
viene a anunciar el ángel. Por esta aceptación de la fuerza de Dios
viene a esta historia Dios mismo.
La
fuerza de Dios hace vivir al hombre. Celebrar la Navidad
significa que el hombre acepta vivir de esta fuerza y que queremos
que Dios nazca entre los hombres. Significa también que este
nacimiento no puede realizarse de otro modo al que se hizo: desde
una entrega incondicional a Dios; desde un poner la vida a su total
disposición y desde un saber que la vida es de Dios, que a El, le
pertenece y que, por tanto, se la tenemos que entregar a El si
queremos que Dios nazca en este mundo. Y esto realizado no desde
las razones teóricas, sino desde existencias comprometidas en esta
acción. Desde un saber vivir, que entregar la vida enteramente a Dios
no es un alarde de frustraciones, sino una manera original de vivir la
maduración más grande que una persona puede tener. Esto no se
entenderá en multitud de ocasiones: «Su marido José, como era justo
y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto» (Mt
1,19). Solamente se entiende si los hombres que viven junto a
nosotros se abren a Dios, tal y como lo hizo José: «El ángel del Señor
se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas tomar
contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu
Santo» (Mt 1,20). No ser entendidos no debe ser una fuerza que nos
ate a no entregar la vida a Dios, sino más bien nos debe capacitar
para ser hombres que ayudemos a los demás a descubrir el
acontecimiento más grande que un hombre puede tener, que es vivir
de la fuerza de Dios.
La pregunta de los poderes de este mundo: ¿Dónde está el rey?
/Mt/02/01-12
«El
hombre contemporáneo tiene, pues, miedo de que con el uso
de los medios inventados por este tipo de civilización, cada individuo,
lo mismo que los ambientes, las comunidades, las sociedades, las
naciones, pueda ser victima del atropello de otros individuos,
ambientes, sociedades» («Dives in misericordia», nº 11). Nuestro
mundo tiene miedos, como en tiempos de Jesucristo, cuando se
preguntaban: «¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?» (Mt
2, 2). El rey de los judíos, es decir, Cristo, quita los miedos a los que
se acercan a El, le entregan la vida y entienden de una vez por todas
que el poder, la fuerza, el honor es de El. Los que quieren someter a
Dios a sus criterios, a sus maneras de pensar, a sus propias medidas,
ésos entran en conflicto con El y tienen miedo de que se les quite el
poder o a perder el prestigio.
NV/MIEDOS: Todos los hombres tenemos nuestro rey o
nuestros reyes. Todos hemos entregado la vida a algo o a alguien y tenemos miedo
a perder. Observemos por un instante cómo se dan los miedos en el nacimiento de
Cristo:
«Oyéndolo el rey Herodes se sobresaltó y con él toda Jerusalén.
Convocó a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, y por
ellos se estuvo informando del lugar donde había de nacer el Cristo»
(Mt 2,3-4).
¿Por qué el miedo? Cuando uno siente la inseguridad de lo que
tiene y observa existencialmente que aquellos apoyos que posee
pueden desaparecer, surgen los miedos. En Herodes y en el pueblo
surgen porque su apoyo no está en Yahvéh, sino en ellos mismos, en
sus poderes. Tienen miedo y sienten la angustia de perder la posición
que han alcanzado. Por eso están atentos a la pregunta que los
magos les hacen y por ello esta pregunta provoca un revuelo tan
grande: «Unos magos que venían de Oriente se presentaron en
Jerusalén, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha
nacido?» (Mt 2,1-2). La presencia de los magos y su pregunta
representa la figura de unos hombres que no quieren tener otras
fuerzas y otros apoyos que a Dios mismo. Ellos han abandonado sus
tierras, vienen de Oriente, son extranjeros y lo hacen para ofrecer al
Mesías su existencia y sus determinaciones: «Vimos su estrella en el
oriente y hemos venido a adorarle» (Mt 2,2). El miedo en estos
hombres ha desaparecido, no existe. No descubrimos angustia por
mantener sus posiciones.
La
Navidad es un momento importante para ver los miedos que
tenemos. La presencia de Dios entre los hombres es un momento
único para preguntarnos: ¿Dónde está el rey? Las respuestas son
distintas y distantes. Unas veces veremos que nuestro rey es el Señor
y otras que tenemos muchos reinos de taifas en nuestra vida, que no
acabamos de entregarnos a Dios y que nos asusta tremendamente
que El entre en nuestra vida, porque podemos perder las posiciones
que tenemos.
Si
queremos vivir del poder de Dios y no de los poderes de este
mundo, es necesario que nos dejemos guiar, como los magos, por la
«estrella», por la Palabra del Señor, por su fuerza y su presencia
alentadora.
«Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y he aquí que
la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta
que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el niño» (Mt 2,9).
Hay que ponerse en camino, pero hay que hacerlo desde las
orientaciones, desde la luz que Dios mismo da al hombre cuando se
pone en su presencia. Ponerse a vivir y a caminar desde esa luz no
trae angustia, ni desilusión, sino todo lo contrario, ayuda al hombre a
vivir la hondura de la alegría: «Al ver la estrella se llenaron de
inmensa alegría» (Mt 2,10). La presencia de la luz nos hace descubrir
y, sobre todo, vivir la presencia de Dios entre los hombres y nos hace
quitar otras fuerzas y otras presencias que lo único que hacen es
engañar nuestras vidas.
Ante
la presencia de la luz se nos hace más fácil descubrir las
oscuridades y ver que solamente se arregla este mundo cuando los
hombres quitan los egoísmos y deciden vivir desde la fuerza de Dios.
Cuando los magos decidieron apoyarse en la fuerza de Dios mismo,
«entraron en la casa; vieron al niño con María madre y, postrándose,
le adoraron; abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro,
incienso y mirra» (Mt 2,11). Es decir, comenzaron a repartir todo lo
que poseían, a poner a disposición de los demás todo, y no para
mantener puestos y posiciones. Nuestro mundo, dividido por los
conflictos de fuerzas existentes en él, necesita recibir a Dios,
preguntarse dónde está el rey, quién es su rey, desde qué fuerzas se
mueve. Cuando nos preguntemos esto con la fuerza y la objetividad
que la presencia de Dios nos da, entonces habrá cambiado esta
descripción: «Todo esto se desarrolla sobre el fondo de un
gigantesco remordimiento constituido por el hecho de que, al lado de
los hombres y de las sociedades bien acomodadas y saciadas que
viven en la abundancia, sujetas al consumismo y al disfrute, no faltan
dentro de la misma familia humana individuos ni grupos sociales que
sufren el hambre. No faltan en diversas partes del mundo, en diversos
sistemas socioeconómicos, áreas enteras de miseria, de deficiencia y
de subdesarrollo. Este hecho es universalmente conocido. El estado
de desigualdad entre los hombres y pueblos no sólo perdura, sino
que va en aumento» («Dives in misericordia», nº 11).
Necesitamos dejar que Dios nazca entre los hombres. Sólo así
cambiaremos el mundo, le haremos más humano. Haremos posible
que el hombre se sienta hermano de todo aquel que vive junto a él.
Por eso la Navidad es una oportunidad para ver la cercanía de Dios y,
sobre todo, para percibir desde dónde es posible adorar a Dios. Qué
instancias se tienen que remover en nuestro corazón para que sea
factible que el Dios nacido de María hace veinte siglos, siga siendo
hoy conocido y percibido por todos los hombres y continúe siendo El
quien instaure las capacidades, los alientos y sentimientos para que
los hombres vivan en esta historia.
La fuente más grande de la alegría: Dios con nosotros
Los
hombres nos alegramos de diversos modos. La alegría puede
proceder de los triunfos que obtenemos en este mundo, pero es una
alegría pasajera, ya que esos triunfos son hoy si y mañana no.
También la alegría puede proceder de sentirnos queridos por alguien.
Si ese alguien no es pasajero, sino permanente, la alegría, pase lo
que pase, permanece en nuestra vida. Este tipo de alegría es la que
da Dios al hombre. Todos hemos oído infinidad de veces ese dicho
popular: «Te doy mi vida». Es más, incluso, en algunos casos, entre
esposos o unos padres con su hijo, hemos podido comprobar que
daban la vida de verdad. Con estas actitudes vemos el amor que los
seres humanos se tienen. Pero eso mismo lo podernos comprobar
con Dios. El Dios hecho hombre, el Dios nacido en Belén de Judá, es
la manifestación más honda del amor de Dios al hombre, es el
compromiso más grandioso de Dios con el hombre. ¿Qué cariño
puede tener Dios al hombre cuando El mismo ha decidido hacerse
hombre? Ha querido mostrarse que es verdad que Dios está con el
hombre:
«Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor
por medio del profeta: ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo,
y le pondrá por nombre Emmanuel, que traducido significa: Dios con
nosotros» (/Mt/01/22-23).
D-CON-NOSOTROS EMMANUEL:
«Dios está con nosotros», Dios
está con el hombre. Dios no está junto a o al lado de, sino que está
con el hombre. Se ha identificado, se ha solidarizado con él, por eso
ha tomado carne humana. Esta es la mayor muestra de amor de Dios
hacia el hombre. La Navidad es un tiempo oportuno para descubrir,
vivenciar y servir a este amor que es el mismo Dios, revelado en
Jesucristo. La imagen concreta de Dios naciendo en Belén que nos
da el evangelio nos permite contemplar con exactitud en qué consiste
el amor de Dios:
«Sucedió que mientras ellos estaban allí se le cumplieron los días
del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en
pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el
alojamiento» (/Lc/02/06-07).
En esta descripción sencilla se nos revela el amor penetrante de
Dios en el hombre. Se manifiesta en esta narración la actitud de Dios:
hacerse hombre, solidarizarse con el hombre no a través de palabras
como solemos hacer nosotros casi siempre, sino identificándose con
el hombre en todo menos en el pecado. La contemplación del
nacimiento de Dios entre los hombres nos permite hacer una síntesis
existencial, completamente nueva, de lo que significa vivir el amor de
Dios al hombre. Dios conmovido por el hombre, sale en su búsqueda
como un hombre cualquiera; se hacen realidad aquellas palabras del
apóstol Pablo:
«El cuaL siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser
igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando la condición
de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su
porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la
muerte y muerte de cruz» (Flp 2,6-8).
«Dios con nosotros» significa lo que vemos en la contemplación del
Dios que nace entre los hombres: un Dios fiel al hombre, que no lo
abandona a su propio destino, sino que quiere darle toda la vida y
enseñarle a vivirla con hondura; su amor no encuentra otro camino
más grande y más personas que acompañarle como hombre en esta
historia. Así contemplamos a un Dios conmovido, a un Dios que
abraza y besa al hombre, aun cuando el hombre le responde de un
modo distinto al amor que El le tiene.
«Dios
con nosotros» es la gran fiesta que tenemos que celebrar
los hombres. Por eso la Navidad aparece siempre en el horizonte
como las fiestas de alegría. La alegría de la presencia y del amor de
Dios al hombre. Hay que hacer fiesta y alegrarse, porque Dios quiere
al hombre y porque el hombre puede sentir, no abstracta sino
concretamente, el cariño de Dios hacia él. Este amor de Dios, esta
cercanía de Dios hacia el hombre, manifiesta la dignidad misma del
hombre. Dios, el hacedor de todo cuanto existe, contempla al hombre,
se identifica con él y da su vida por él: ésta es la manifestación más
explícita y grande de la dignidad del hombre. «Dios con nosotros»
expresa la dignidad que tiene el hombre y al mismo tiempo indica la
medida del amor de Dios, tal como nos lo describe San Pablo:
«La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no
es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés, no se
irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia; se alegra
con la verdad. Todo lo excusa Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo
soporta» (I Cor 13,4-7).
«Dios con nosotros» expresa que la forma de mirar de Dios al
hombre quita toda miseria humana y singularmente toda miseria moral
o pecado, y lo hace de modo que quien lo padece no se siente
humillado o desvalorizado, sino «hallado de nuevo» y «revalorizado».
Contemplar a Dios hecho hombre junto al hombre nos hace ver la
historia de cada hombre como una historia de amor de Dios con él, en
la que el protagonista principal, que es Dios, no abandona al hombre,
sino que le sigue y le ama. El «Dios con nosotros» es Aquel que ha
sido capaz de revalidar, promover y extraer el bien a base de amar
con todas las consecuencias. Es el Dios que ha enseñado al hombre
a vivir esta realidad: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence
al mal con el bien» (Rm 12,21).
La revelación del misterio del hombre
«Y
esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). «Cristo Redentor del
mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el
misterio del hombre y ha entrado en su corazón. Justamente pues,
enseña el Concilio Vaticano II: En realidad, el misterio del hombre sólo
se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el
primer hombre, era figura del que había de venir (/Rm/05/14), es
decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Señor. Cristo, el nuevo
Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad
de su vocación» («Redemptor Hominis», 8). Cristo revela plenamente
al hombre mismo. En la Encarnación el hombre encuentra su
grandeza, su dignidad y el valor propio de la humanidad. El hombre
por la Encarnación es confirmado en que merece la pena ser hombre,
pero desde las mismas dimensiones de Dios.
Por
eso el hombre con su inquietud, incertidumbre e incluso con su
debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, debe
acercarse a Cristo, entrar en El con todo su ser, apropiarse y asimilar
toda la realidad de la Encarnación. Sólo así se encontrará a si mismo
y descubrirá el valor que tiene a los ojos de Dios. Mediante la
Encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo
hombre manifestando con sus gestos, posturas, actos y con su
talante que es el camino hacia cada hombre, acercándose a la
historia de cada hombre, viviendo la cercanía personal y las
circunstancias por las que pasa todo hombre. «Esta unión de Cristo
con el hombre es en sí misma un misterio, del que nace el hombre
nuevo, llamado a participar en la vida de Dios, creado nuevamente en
Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad. La unión de Cristo con el
hombre es la fuerza y la fuente de la fuerza, según la incisiva
expresión de San Juan en el prólogo de su Evangelio: Dios dióles
poder de llegar a ser hijos» («Redemptor Hominis», 18).
El
misterio del hombre se desvela junto a Cristo. Solamente el
hombre que se acerca a Cristo se sabe conocido y se da también a
conocer ante los demás. Cuando Jesús se presenta en el templo
había allí un hombre, Simeón, que ante la presencia de Cristo junto a
él, comenzó a conocerse:
«Le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor,
puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque
han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de
todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo
Israel» (/Lc/02/28-32).
Tomarle en brazos es meterle en el corazón, en la vida. Es
decidirse por hacer que todos nuestros pensamientos, acciones y
sentimientos sean los de Cristo. Es haberse salvado en Jesucristo y
no necesitar ni esperar otras salvaciones distintas. Es bastarse con la
luz que procede de El y no querer otras luces distintas.
En la
desvelación de este misterio del hombre, la Encarnación nos
revela que el trabajo constituye una dimensión fundamental de la
existencia del hombre en la tierra, dimensión que asumió Cristo como
otras muchas. Por su particular interés en estos momentos, quiero
contemplar esta dimensión desarrollada por Cristo y que nos anima a
que la desarrollemos también nosotros para desvelar el misterio del
hombre. La verdad de que el hombre mediante el trabajo participa en
la obra de Dios mismo, ha sido puesta de relieve por Jesucristo.
Simplemente baste recordar algunas de las afirmaciones del
Evangelio: «La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía: ¿De
dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es ésta que le ha sido dada?
¿Y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el
carpintero...?» (Mc 6,2-3). Cristo pertenece al mundo del trabajo y
mira de un modo muy singular a este mundo. Sus mismos ejemplos en
el Evangelio están sacados del mundo del trabajo: el pastor, el
labrador, el médico, el sembrador, el dueño de la casa, el siervo, el
administrador, el pescador, el mercader, el obrero, etc. La
Encarnación de Dios en esta historia nos manifiesta la necesidad del
hombre, para ser hombre, de tener una tarea un trabajo, de sentirse
colaborando en la obra creadora. Pero al mismo tiempo junto al
trabajo viene la fatiga «El sudor y la fatiga, que el trabajo
necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen
al cristiano y a cada hombre que ha sido llamado a seguir a Cristo, la
posibilidad "de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido a
realizar...". Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo
crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el
Hijo de Dios en la redención de la humanidad» («Laborem exercens»,
n.o 27). Hacer que Dios nazca para los hombres de nuestro tiempo
significa hacer posible que se desvele y realice esta dimensión
fundamental en la vida del hombre como es el desarrollar un trabajo.
En estos momentos en los que muchos no pueden realizar esta
dimensión, urge que todos los que aceptamos la Encarnación y
queremos desvelar nuestra vida a su luz, busquemos los cauces
posibles para hacer que exista para todo hombre la posibilidad de
desarrollar esta dimensión esencial de su vida.
La Iglesia que profesa y proclama la Encarnación
en toda su verdad
ENC-I/MIS-OCULTO: No es extraño que si Dios quiso
pasar desapercibido junto al hombre, éste casi no lo sienta, si no se hace
sencillo y pobre. No es extraño que cuando fundó su Iglesia quisiera hacer lo
mismo. La Iglesia es rica porque es obra de Dios, pero es pobre en sus
manifestaciones, en los que la formamos. Muchos contemporáneos de Jesús no se
dieron cuenta de
que Dios se había acercado a los hombres y pasaron sin darse
cuenta junto a El. Lo mismo pasa también con la Iglesia, que es
propiedad de Dios, obra del Señor, tarea de Dios; muchos hombres
pasan junto a ella y no son capaces de ver más que la oscuridad que
damos los que formamos parte de ella. Ver a Cristo en su Encamación
y ver a la Iglesia profesando y proclamando este misterio nos hace
descubrir que la Iglesia vive una vida auténtica cuando acerca a los
hombres a las fuentes del amor, que es el misterio de la Encarnación.
Desde aquí, adquiere sentido profundo la invitación que
constantemente hace la Iglesia a meditar la Palabra de Dios, a
participar consciente y maduramente en la Eucaristía y en el
sacramento de la penitencia o reconciliación. La Iglesia lo hace
porque no puede por menos que escuchar la Palabra de su Señor,
que para ella es imperativa. Porque la Eucaristía nos acerca siempre
a aquel amor que es más fuerte que la muerte «Pues cada vez que
coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor,
hasta que venga» (1 Cor 11,26). Y la penitencia o reconciliación nos
hace experimentar que el amor es más fuerte que el pecado.
Precisamente porque existe pecado en el mundo, al que Dios amó
tanto: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para
que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna»
(Jn 3,16), Dios no puede revelarse de otro modo más que dando el
perdón al hombre, amándole incondicionalmente.
A-H/PROCESO-BILATERAL: Cuando la Iglesia
manifiesta a los hombres
la Encarnación, es decir, el amor de Dios, les está dando la fuente
más profunda de la justicia. En la Encarnación no descubrimos un
proceso unilateral de amor, sino, todo lo contrario, un proceso
bilateral. Para que el amor sea auténtico tiene que existir este
proceso. En la Encarnación vemos a un Dios acercándose al hombre
y a un hombre acercándose a Dios. Y todo realizado en el mismo
momento. Es el proceso de amor más grandioso que jamás haya
podido existir. De tal modo que todo proceso de amor tendría que
verificarse desde aquí. Sobre la base de este proceso, debemos
purificar nuestras acciones e intenciones. Allí donde el amor es
entendido y practicado como un proceso unilateral, como un bien
hecho a los demás, pero del cual yo no recibo nada, no hay actos de
amor. Sin embargo, amamos de verdad cuando somos capaces de
experimentar lo que recibimos de aquel o aquellos que aceptan
nuestro amor. Cuando vivimos así el amor, estamos capacitados para
vivir la justicia, para vivir la auténtica igualdad entre los hombres. La
Iglesia, cuando manifiesta el auténtico amor de Dios, está plasmando
aquello que es indispensable en las relaciones mutuas entre los
hombres y en la creación del auténtico espíritu de fraternidad entre
ellos.
Desde
el misterio de la Encarnación, la Iglesia se siente con la
misión de ayudar a todo hombre que ha venido a este mundo; se
siente con la misma urgencia y con el mismo amor de Cristo. Como El,
está para manifestar el amor de Dios a todos los hombres. Por eso se
hacen realidad para ella estas palabras: «En esta inquietud creadora
late y pulsa lo que es más profundamente humano: la búsqueda de la
verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de la libertad, la
nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia. La Iglesia, tratando de
mirar al hombre como con los ojos de Cristo mismo, se hace cada vez
más consciente de ser la custodia de un gran tesoro que no le es
licito estropear, sino que debe crecer continuamente» («Redemptor
Hominis», nº. 18). Quizá en ningún momento como en el que estamos
viviendo, en el que hay miradas tan inquisidoras al hombre desde
instancias tan diversas, tiene necesidad que se le mire como Dios
mismo lo miró en la Encarnación. Tenemos necesidad de mirar así al
hombre que vive en lucha, al que no tiene donde reclinar la cabeza, al
que se encuentra explotado por sus hermanos, al que está sin
trabajo, al que padece hambre o enfermedad, al que está harto de
todo, al que vive en la opulencia y no se da cuenta de que existen
otros alrededor suyo que no tienen nada, al que sufre y vive la
angustia sin saber la razón o conociendo por qué no es capaz de
quitar las causas del sufrimiento o de buscar zonas más hondas que
el propio sufrimiento, que le den otras luces y le capaciten para otras
tareas. A todos estos hombres, y muchos más, urge que llegue la
realidad de la Encarnación del Señor y ahí está la Iglesia para que
llegue a plena luz.
D/KENOSIS/ENC-I: En el misterio de la Encarnación
la Iglesia se comprende a sí misma. Desde este misterio entiende mejor su
realidad. Ella ve muchas veces cómo oscurece a Cristo, lo mismo que la realidad
humana oscurecía la
realidad de Dios. Pero al mismo tiempo descubre en esa pobreza la
grandiosidad de Dios. Quizá sea a través de la contemplación de este
misterio desde donde mejor veamos la realidad de la Iglesia y, sobre
todo, desde donde mejor amemos a la del Señor, portadora de la
realidad de Dios para todos los hombres, experiencia de la grandeza
de Dios y de nuestra pequeñez.
Ver
así a la Iglesia, a la luz del misterio de la Encarnación, es como
si nos comprometiese a darla todo nuestro amor no para que se
quede en ella misma, sino para que así vaya a Dios y a los hombres.
Nuestro amor lo damos a los hombres desde la Iglesia y a través de
ella. Así lo ha querido el Señor. El nos eligió para ser parte de su
Iglesia y manifestación de su amor a los hombres.
SIERVO/QUE-ES: Para vivir el misterio de la
Encarnación del
Señor entre los hombres, necesitamos sentirnos como Pablo, siervos
de Cristo, es decir, hombres que dependemos en todo de nuestro
amo, de nuestro Señor. Necesitamos sentir y vivir que somos y
estamos en el Señor. Que nuestros ojos están, como el esclavo que
nos describe el salmo, fijos en su dueño. Ser siervos del Señor es
tener los mismos sentimientos y amores que tuvo Cristo. Vivir el
misterio de la Encarnación supone para los hombres vivir estas tareas
y en estos términos. Quizá tendríamos que tener la misma razón de
ser del Señor: «Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17).
Descubrir que uno es revelador del misterio de la Encarnación en
la Iglesia, significa que sentimos la elección que Dios ha realizado en
cada uno de nosotros: Elección de amor y de vida para una tarea muy
particular, para entrar a formar parte de la Iglesia y para realizar
desde ella la tarea y la misión de anunciar a Jesucristo. Elección
realizada en nosotros por pura gracia del Señor. El resumen de lo que
significa vivir la Encarnación en la Iglesia se nos manifiesta a través
de este texto:
«Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido
para el Evangelio de Dios que había prometido por medio de sus
profetas en las Escrituras Sagradas, acerca de su Hijo, nacido del
linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder,
según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los
muertos, Jesucristo Señor nuestro, por quien recibimos la gracia y el
apostolado, para predicar la obediencia de la fe a gloria de su nombre
entre todos los gentiles, entre los cuales os contáis también vosotros,
llamados de Jesucristo, a todos los amados de Dios que estáis en
Roma, santos por vocación, a vosotros gracia y paz» (Rm 1,1-7).
Dios no se quedó encerrado en su misterio indescifrable, sino que
salió de su luz inaccesible y se adentra en las tinieblas humanas.
Quiso vivir la fragilidad de ser criatura y se dejó atraer por la
humanidad. No es que El atrajese hacia si la humanidad, aunque con
su poder omnipotente lo podía haber hecho, sino que se dejó llevar
por la humanidad.
Y el
Hijo de Dios se hizo hombre y así lo descubrimos en Belén, en
su humanidad. Pasar por Belén es escuchar un susurro que nos dice:
Dios puede hacerse realmente otro, un hombre como nosotros, sin
dejar de ser Dios.
CARLOS OSORO
A LA IGLESIA QUE AMO
NARCEA. MADRID 1989.Págs. 56-76