El mundo de los jóvenes: ¿Quiénes son? ¿Qué buscan?

Fuente: vatican.va
Autor: P. Tony Anatrella

 

1. Introducción

2. Un contexto social que favorece la dependencia psicológica

3. Las tareas psíquicas a desarrollar

4. La vida afectiva de los jóvenes

5. Los jóvenes y las nuevas influencias ideológicas

6. Los jóvenes y la Iglesia

7. Conclusión


 


 

1. Introducción

Se me ha pedido trazar el perfil de los jóvenes de hoy desde un punto de vista sociológico y psicológico, subrayando cómo los jóvenes pueden ser influidos por movimientos ideológicos y cómo se ponen en contacto con la Iglesia. Esta es una tarea vasta y ambiciosa que intentaré respetar respondiendo de manera sintética.

Hablaré de los jóvenes a partir de mi experiencia psicoanalítica y psiquiátrica del mundo occidental. Hay que estar muy atentos cuando se habla de los jóvenes para no caer en la generalización: por lo tanto, en base a vuestros orígenes culturales os ruego me confirméis o complementéis cuanto diré. Aún se pueden constatar trazos comunes en la psicología y en la sociología de los jóvenes del mundo entero. El peso del modelo económico del liberalismo, de la globalización, de los cambios en la pareja y la familia, de las representaciones de la sexualidad, del impacto de la música, de la televisión, del cine y de Internet influyen y unifican considerablemente la mentalidad juvenil de casi todos los países.

Los jóvenes manifiestan una variada fragilidad aunque permanezcan abiertos, disponibles y generosos. Ya no pesan sobre ellos ideologías como en las generaciones precedentes. Aspiran a relaciones auténticas y están en búsqueda de la verdad, pero al no encontrarlas en la realidad, esperan encontrarlas en su propio interior. Tal actitud los predispone a replegarse dentro de sus propias sensaciones y del individualismo, poniendo a su disposición el vínculo social y el sentido del interés general. Aunque el contexto social no les ayuda a desarrollar una verdadera y propia dimensión espiritual, están dispuestos a comprometerse con algunas causas más grandes que las suyas.


¿Quiénes son?

Los jóvenes que aquí nos interesan son aquéllos entre los 18 y 30 años, es decir, se encuentran en la edad post-adolescente y quieren hacerse psicológicamente autónomos buscando al mismo tiempo afirmar el propio yo. Para ser más precisos, cada uno de ellos necesita poder ser él mismo y renunciar a la educación recibida y a las presiones sociales. Los jóvenes en cuestión pueden estar bastante insertos en el campo del estudio o en una actividad profesional, mientras algunos pueden encontrarse en situaciones profesionales o personales bastante precarias: desocupación, inestabilidad psicológica, comportamientos disgregados y numerosos problemas de la vida. A menudo expresan el deseo de tener fe en sí mismos, quieren liberarse de las dudas respecto a la existencia y de los miedos ligados a la idea de un compromiso afectivo. A veces piden ayuda a sus padres, a pesar de experimentar una cierta incomodidad en el trato con ellos. La mayor parte de ellos sigue viviendo con sus padres[1], mientras otros, a pesar de vivir solos, aún son dependientes. A menudo tienen necesidad de ser apoyados cuando se encuentran confrontados con la realidad, para poderse aceptar, para aceptar la vida y comenzar a actuar[2] en la realidad.

Igualmente están en búsqueda de las razones para la vida sobre las que construir la existencia: la mayoría está lejos de preocupaciones religiosas y a menudo reconoce no haber sido sensibilizada ni educada en este campo. Aún les impresiona a estos jóvenes el fenómeno sectario, el terrorismo y la guerra, que les da una visión inquietante y conflictiva de la religión, en particular el Islam. La religión los atrae y al mismo tiempo los inquieta, sobre todo cuando es presentada como fuente de conflictos en el mundo, cosa que es un error de interpretación, porque los conflictos en cuestión son de origen político y económico. Debemos aprender siempre a vivir los unos con los otros. Por último, su conocimiento de la fe cristiana y de la Iglesia queda ligada a un cliché y a la reconstrucción intelectual que circulan en las representaciones sociales, en la ciencia ficción de la televisión y del cine.

En una sociedad que, por diversas razones, cultiva la duda y el cinismo, el miedo y la impotencia, la inmadurez y el infantilismo, los jóvenes tienden a asirse a modalidades de gratificaciones primarias y tienen dificultad en madurar, entendiendo por madurez la personalidad que ha completado la organización de las funciones basilares de la vida psíquica y que por lo tanto es capaz de diferenciar la propia vida interior del mundo externo. Muchos jóvenes, que aún permanecen en una psicología de fusión, tienen dificultad en realizar esta diferenciación; aquello que sienten e imaginan, a menudo es sustituido por los hechos y la realidad del mundo externo. Este fenómeno es ampliado y alimentado por la psicología mediática, que inerva hoy los ánimos y el universo virtual, creado por videojuegos y el Internet. Todo esto los predispone a vivir en lo imaginario y en un mundo virtual, sin contacto con la realidad la que no han aprendido a conocer y que los delude y deprime. Tienen un acercamiento lúdico a la vida, con la necesidad de ir de juerga, sobre todo los fines de semana, sin saber bien por qué; pero de este modo buscan ambientes totalizantes y sensaciones que les dan la impresión de que existen. Queda aún por verificar si estas experiencias crean o no relaciones verdaderas y contribuyen al enriquecimiento afectivo e intelectual de su personalidad. Finalmente, son ambivalentes porque quieren encontrar el modo tanto de entrar en la realidad como de huir de ella.

Los jóvenes de hoy son como las generaciones precedentes: capaces de ser generosos, solidarios y comprometidos con causas que los movilizan, pero tienen menos referencias sociales y sentido de pertenencia que sus predecesores. Son individualistas, quieren hacer su propia elección sin tener en cuenta el conjunto de los valores, de las ideas o de las leyes comunes. Toman sus puntos de referencia de donde sea para después experimentarlos en su modo de vivir. Tienden con facilidad al igualitarismo y a la tolerancia, embebidos de la moda y de los mensajes impuestos por los modos mediáticos, que de hecho les sirve de norma en la cual se basan. Corren el peligro de caer en el conformismo de las modas, como las esponjas que se dejan impregnar, en vez de construir su libertad partiendo de las razones para vivir y amar, hecho que explica su fragilidad afectiva y la duda sobre ellos mismos en la que se debaten.

Su vida afectiva está marcada por muchas dudas, comenzando por aquéllas sobre la identidad, el sexo, la familia. A veces experimentan una gran confusión respecto a los sentimientos y no saben distinguir entre una atracción a nivel de amistad y una tendencia homosexual. La coeducación, en la que han vivido desde la infancia, puede complicar en el momento de la post-adolescencia la relación entre hombre y mujer. Por último, el considerable aumento de los divorcios no favorece la fe en el otro ni en el futuro.

Estas personalidades son el resultado de una educación, de una escolarización, y a veces de una catequesis que no forman suficientemente la inteligencia. Han sido acostumbradas a vivir constantemente a nivel afectivo y sensorial, en detrimento de la razón en cuanto a conocimiento, memoria y reflexión. Se mantienen cerca de todo tipo de sensaciones, como las que han probado a través de la droga. En vez de decir: "Pienso, luego existo", afirman con su comportamiento: "pruebo las sensaciones, luego estoy calmado".

Cuando encuentran adultos que de verdad lo son, que están en el puesto correcto y que son en grado de transmitirles los valores de la vida, tal como lo sabe hacer el Papa Juan Pablo II, escuchan lo que se les transmite sobre la experiencia cristiana, a la espera de poder a su vez inspirarse en ella.

2. Un contexto social que favorece la dependencia psicológica

Nos encontramos en una atmósfera verdaderamente paradójica que afecta casi todas las áreas culturales: por un lado se les quiere hacer autónomos a los niños cuanto antes, ya desde la cuna y la guardería, y por el otro lado se ven adolescentes, y sobre todo post-adolescentes, que se esfuerzan por llevar a cabo las operaciones psíquicas de la separación, aunque desean hacerlo con palabras. Para liberarse de esta dificultad, buscan apoyos psicológicos, sociales y espirituales en los cuales apoyarse.


Una sociedad que favorece el infantilismo

La educación contemporánea produce sujetos demasiado apegados a las personas y a las cosas, por lo tanto, aunque lo niegue produce seres dependientes. Durante la infancia sus deseos y expectativas han sido de tal manera estimulados a costa de la realidad externa y de las exigencias objetivas, que terminan por creer que todo es maleable sólo en función de los propios intereses subjetivos. Después, al inicio de la adolescencia, a falta de recursos suficientes y de un puntal interior, intentan desarrollar lazos de dependencia en la relación con el grupo o la pareja. Si he inventado la expresión de "pareja- bebé"[3], lo he hecho precisamente para designar su economía afectiva, que no siempre se distingue entre sexualidad infantil y sexualidad relativa al objeto. De hecho pasan del apego a los padres al apego sentimental, quedándose siempre en la misma economía afectiva.

Preocupándose justamente de la calidad de la relación con el niño, la educación se ha centrado demasiado en el bienestar afectivo, a veces a costa de la realidad, del saber, de los códices culturales y de los valores morales, sin ayudar a los jóvenes a edificarse interiormente. Por consiguiente, tienden más a una expansión narcisista que a un verdadero y auténtico desarrollo personal, que a menudo crea personalidades ciertamente moldeables y simpáticas, pero a menudo también superficiales e incluso insignificantes, que no siempre tienen el sentido del límite y de la realidad. Pueden ser descarados, a veces demasiado familiares, confundiendo el códice personal con el social, olvidándose del sentido de la jerarquía, de la autoridad, de lo sacro y de las formas y las reglas del "cómo se debe hablar". Algunos ni han aprendido las reglas de la convivencia social, comenzando por aquéllas del código vial y terminando con los ritos de la vida familiar y social.

Los adultos que han hecho de todo para que no les faltase nada, inducen a los jóvenes a que crean que tienen que satisfacer cada uno de sus deseos, confundiéndolos con la necesidad; los deseos, en cambio, no son destinados para ser realizados, pues son únicamente fuente de inspiración. Al no haber hecho la experiencia de la falta, de la cual se elaboran los deseos, los jóvenes son indecisos e inciertos y por ello les cuesta diferenciarse y destacarse de los objetos primarios para vivir la propia vida. Crecer implica separarse psicológicamente, abandonar la infancia y la adolescencia; pero para muchos tal separación es difícil porque los espacios psíquicos entre padres e hijos se confunden.

Significativa es la experiencia de Laurent, 28 años, casado y padre de un niño:

"Me clasifican de adulto, pero no me reconozco como tal, y el mundo de los adultos no me interesa. Tengo dificultad en hacer mía esta dimensión. Para mí, los adultos son mis padres. Estoy en contradicción conmigo mismo: interiormente me veo como un niño o un adolescente, con angustias terribles, pero hacia afuera ya soy un adulto y en el trabajo me consideran como tal. En la sociedad nada nos ayuda a hacernos adultos."

También es verdad que, al magnificar la infancia y la adolescencia, la sociedad deja entender que no quiere crecer y existir como adulto, de modo que es difícil liberarse de los modos de gratificación de la infancia para acceder a satisfacciones superiores.


Una esperanza de vida más larga

El alargamiento de la vida deja suponer que el individuo tenga todo el tiempo para prepararse a vivir una vida comprometida. La esperanza de vida crea por lo tanto hoy más que en el pasado las condiciones objetivas para poder permanecer joven, entendiendo la juventud como el período de la indecisión, si no de la indistinción, entre uno mismo, los demás y la realidad, o aún de la indiferenciación sexual , con la ilusión de que la mayor parte de las posibilidades se quedarán siempre abiertas. Esta vaga concepción de la existencia, propia de la adolescencia, es muy preocupante cuando continúa en los post-adolescentes, tan inciertos en sus motivaciones al no tener fe en sí mismos. Algunos sufren de este estado de cosas, temiendo incluso una cierta despersonalización en el trato con los demás. Muchos postergan los plazos y viven de modo provisional, sin saber si podrán continuar con lo que han empezado en los diversos ámbitos de la existencia. Otros aún viven la época de la juventud como finalidad en sí y como un estado duradero.

En efecto, hoy hay jóvenes metidos en procesos de maduración que requieren mucho tiempo y se caracterizan por una condición de moratoria, es decir, por una suspensión de los plazos y de las obligaciones ligadas al paso hacia la vida adulta. Aquéllos, a los que no les interesa particularmente hacerse adultos[4], no viven su juventud como una fase propedéutica para el ingreso de la vida adulta, sino como un tiempo que tiene validez en sí. En el pasado, en cambio, el período de la juventud se vivía en función de la vida sucesiva y de una existencia autónoma: la juventud era, por lo tanto, una etapa preparatoria. En nuestros días, una juventud así prolongada provoca una cierta indeterminación en la elección del tipo de vida. Algunos prefieren postergar los plazos definitivos y atrasar así el ingreso en la vida adulta o la asunción de compromisos definitivos. Al no preguntarse sobre sus problemas de autonomía, no se sienten obligados a hacer elecciones fundamentales. Por otro lado, en diversos sectores de la vida se nota una fuerte tendencia a la experimentación: así los jóvenes pueden dejar la familia, pero vuelven a ella después de un fracaso o una dificultad. La diferencia principal respecto a la mayor parte de las generaciones precedentes (que hacían una elección precisa con una prioridad precisa) consiste en la propensión de vivir contemporáneamente diversos aspectos de la vida, aspectos a veces contradictorios, sin jerarquizar las propias necesidades y valores. Algunos jóvenes son hoy muy dependientes de la necesidad de hacer experiencias porque, por la falta de transmisión de valores, piensan que no se sabe nada de esta vida y que todo aún se debe descubrir e "inventar". Por eso, a menudo presentan una identidad vaga y flexible frente a la multiplicidad de las solicitudes contemporáneas, sean éstas regresivas o, por el contrario, enriquecedoras.


Una infancia acortada por una adolescencia más larga

¡Una de las mayores paradojas de nuestra sociedad occidental consiste en hacer crecer a los niños demasiado rápido, animándolos al mismo tiempo a permanecer adolescentes el mayor tiempo posible![5]

Se incita a los niños a tener comportamientos de adolescentes cuando aún no tienen las competencias psicológicas para asumirlos. De ese modo, desarrollan una precocidad que no es fuente de madurez, saltándose las tareas psicológicas propias de la infancia, lo que les puede perjudicar en su futura autonomía, como lo demuestra la multiplicación de los estados depresivos de muchos jóvenes.

Los mismos post-adolescentes se lamentan de una falta de puntales interiores y sociales, en particular aquéllos que, después de largos estudios, se embarcan en empresas con su diploma recién sacado y deben de repente asumir responsabilidades. En algunos jóvenes, entre los 26 y 35 años, se detecta una serie de depresiones existenciales, porque no tienen imágenes-guía de la vida adulta que les ayuden a poner su existencia en armonía con la realidad.

El tiempo de la juventud siempre se ha caracterizado por una cierta inmadurez: ciertamente esto no es ninguna novedad. En cierta época esta inmadurez era compensada por la sociedad que se ponía más de lado de los adultos, incitándolos por lo tanto a crecer y a alcanzar la realidad de la vida. Hoy, por el contrario, la sociedad no sólo ofrece menos apoyo dejando que cada uno se las arregle por sí mismo, sino que les hace incluso creer que se puede permanecer en los primeros estadios de la vida sin tener que elaborarlos ni tener que vivir demasiado pronto un cierto número de experiencias. Hay que decir a un adolescente, que asume conductas precoces, que no tiene la edad para hacerlo, situándolo así en una óptica histórica de evolución y maduración. Es de este modo que se adquiere la madurez temporal.

 

3. Las tareas psíquicas a desarrollar

Nos encontramos cada vez más ante personalidades impulsivas, muy ocupadas en hacer cosas

Desde hace algunos años observamos atrasos en la formación de la personalidad juvenil. La mayor parte de los adolescentes[6] vive bastante bien el proceso de la pubertad y de la adolescencia propiamente dicha, sin tener verdaderas dificultades, salvo alguna rara excepción. Por el contrario, la situación de los post-adolescentes entre los 22 y 30 años, es a menudo más delicada, subjetivamente conflictiva y atormentada por luchas psíquicas que antes aparecían y se trataban en la adolescencia (18-22 años). A la confrontación entre la representación de sí mismo y la vida se suma ahora un conflicto interno.


La fe en sí mismo

La necesidad de conocerse y de tener confianza en sí mismo es una aspiración propia de esta fase de la vida. Pero bajo el peso de los interrogativos no resueltos y de los fracasos, el sentido de sí mismo se puede volver a poner en discusión. De repente el sujeto se siente más frágil porque ya no es capaz de asegurar, como en el pasado, la propia continuidad. Por ello intenta ser él mismo y se hace muy sensible a todo aquello que no es auténtico en él.

El desarrollo psicológico de la post-adolescencia se efectúa esencialmente en la articulación de la vida psíquica con el ambiente circundante, que puede suscitar y reactivar angustias e inhibiciones ligadas, por ejemplo, a un sentido de impotencia que se traduce en el temor de no poder acceder a la realidad y por ello en la autoagresión o en la agresión de las figuras parentales extendidas al mundo de los adultos. Esto incluso puede favorecer una actitud anti-institucional o anti-social, pero también puede hacer surgir el problema de la capacidad de valorarse (ligada a la estima o al desprecio de sí mismo) y la necesidad de ser reconocido por los padres, sobre todo por el padre. El sujeto puede estar aún más centrado en sí mismo evitando la realidad externa, que a veces está poco o mal interiorizada: la prueba de la realidad da miedo. Pero cuando choca con los límites de lo real, arriesga de perder el propio equilibrio y de ceder a pensamientos depresivos, sin poderse identificar con objetos que despierten su interés o su amor. Uno de estos límites es el del tiempo.

La catequesis puede ayudar a los jóvenes a aprender y a amar la vida, a imagen de Cristo, que se ha encarnado en el mundo revelándonos que somos llamados por Dios a la vida y al amor.


La relación con el tiempo

El post-adolescente a menudo está empeñado en una tarea psíquica que le permitirá acceder a la madurez temporal, la que no obstante entre los 24 y 30 años presentará también una dificultad. A veces, en vez de conjugar su existencia asociando el pasado, presente y futuro, algunos jóvenes la viven en un hoy ilimitado, yendo de un instante al otro, de un acontecimiento al otro, de situaciones y decisiones tomadas en el último minuto hasta el momento en que se interrogan sobre la coherencia entre todas las cosas que viven, a menos que no inventen otras divisiones que no les ayudarán a hacer la síntesis en ellos mismos.

La inmadurez temporal no siempre permite proyectarse en el futuro, futuro que puede angustiar a los post-adolescentes no a causa de una incerteza social y económica, sino porque, psicológicamente hablando, no saben anticipar ni valorar los proyectos ni las consecuencias de la circunstancias y de sus acciones, porque viven únicamente en el presente. Cuando aún no han llegado a la madurez temporal, a algunos post-adolescentes les cuesta desarrollar una conciencia histórica. No saben inserir su existencia en el tiempo - o temen de hacerlo - y por ello son incapaces de tener el sentido del compromiso en muchísimos campos. Viven con mayor facilidad en la contingencia y en la intensidad de una situación particular que en la constancia y continuidad de una vida que se elabora en el tiempo. Lo cotidiano aparece como la espera de un momento excepcional, en vez de ser el espacio en el que se teje el compromiso existencial.

El aprendizaje del sentido del compromiso inicia con el desarrollo de una solidaridad y de proyectos en el ámbito de la comunidad cristiana al servicio de los demás. Tal aprendizaje del compromiso, entendido como entrada en la historia, puede ser estimulado por el descubrimiento y la reflexión en torno a la historia de la salvación en Jesucristo.


Ocupar el propio espacio interior

A muchos jóvenes les cuesta llenar su vida psicológica y espacio interior. Incluso se pueden sentir incómodos al probar dentro de sí diversas sensaciones que no saben identificar o, por el contrario, al buscarlas fuera de las relaciones y de las actividades humanas.

Nos encontramos cada vez más ante personalidades impulsivas, muy ocupadas en hacer cosas, pero que difícilmente saben, en el mejor de los casos, cómo se debe tomar la acción y relacionarla con la reflexión. Puesto que no disponen de recursos internos y culturales, ni saben hacer funcionar la mente, se lamentan a menudo de la falta de concentración y de la dificultad de un trabajo intelectual continuo a largo plazo, demostrando así la pobreza de su interioridad y de los cambios inter-psíquicos; la reflexión los preocupa. Tienen la necesidad de educar la propia voluntad que amenaza con ser inconstante y frágil.

Ponerlos frente a interrogativos o ante algunos problemas que deben afrontar les desespera, como es el uso de la droga con la que quieren animarse, controlarse u obtener los mejor de sí mismos. Prefieren refugiarse en la acción y utilizan en modo repetitivo el pasar al acto, no para obtener un placer, sino para descargar la tensión interior, para partir de cero, para no experimentar más tensiones dentro de sí. De este modo no sólo descartan lo que sucede dentro de ellos, sino también su propia actividad interna.

En los post-adolescentes a menudo se nota la falta de objetos de identificación fiables y válidos, que les ayude a desarrollar un material psíquico con el que construir su interioridad. Aquí nos encontramos con el problema de la transmisión en el mundo contemporáneo: transmisión cultural, moral y religiosa. La carencia de interioridad favorece psicologías ansiógenas, más prontas a responder a los estados primarios de la pulsión que a empeñarse en la formación interior[7]. Pero la inmensa mayoría se busca un pretexto en la propia existencia para alimentarse intelectualmente; lo hace más a partir de lo que percibe subjetivamente que inspirándose en las grandes tradiciones religiosas o morales, de las que permanece relativamente distante.

Tienen un modo de pensar narcisista, en el que cada uno debe bastar se a sí mismo y debe reconducir todo a uno mismo, según la moda actual del "todo psicológico", la cual quiere hacer creer que es posible hacerse a uno mismo, inspirándose más en las propias emociones y sensaciones que en los principios de la razón, en una palabra inteligible como la de la fe cristiana y de los valores de la vida. La mínima dificultad existencial es etiquetada con términos psicopatológicos que debería ser tratada con la psicoterapia: es un error de la perspectiva que se infiltra en el acompañamiento psico-espiritual o en los ritos de curación. De hecho es aberrante querer afrontar los dos discursos, el psicológico y el religioso, desde el ángulo de la psicoterapia. También el tema de la "resiliencia"[8] es la nueva ilusión de las personalidades narcisistas. Por otro lado se trata de una noción confusa que busca tener en cuenta el hecho de que algunos individuos se las arreglan mejor que otros, mientras que el cristianismo, desde hace mucho tiempo, ha demostrado que la persona no se reduce a su propio determinismo. En un mundo privo de recursos morales y religiosos, la "resiliencia" será pronto superada, porque, para propagarse necesita un dinamismo interior que no se puede constituir y nutrir si no es mediante el aporte del mundo externo. El sujeto no puede organizar su propia vida interior en un cara a cara consigo mismo, sino sólo en la interacción con una dimensión objetiva.

Así la catequesis y la educación religiosa corren el riesgo de adoptar el subjetivismo imperante, sobre todo ahora que se afirma que no hay una "revelación objetiva" de la palabra de Dios, sino que ésta puede manifestarse sólo en la fe vivida subjetivamente. En este contexto, Jesús no es otro que uno de tantos "profetas" o "sabios", completamente apartado de su papel de mediador entre el Padre y los hombres, en cuanto Hijo de Dios. Influidos por una visión imanente y subjetiva de Dios, tan vecina a la de una divinidad pagana, los jóvenes se comprometen en las catequesis escolares y universitarias, en el diálogo interreligioso (confundido con una especie de ecumenismo) sin estar estructuradas en la fe cristiana; mezclan las ideas de las diferentes confesiones, como si se tratase de la misma representación de Dios. Al no haber interiorizado la inteligencia de la fe en el Dios trino, construyen un discurso religioso sobre el modelo de los mecanismos de la relación de fusión, entregándose a la tolerancia, a la confusión de los espacios, al igualitarismo para no diferenciarse, y también a un modo de expresarse de manera sensorial. Pero las diferentes ideas sobre la representación de Dios, según las diversas confesiones religiosas, no dan el mismo sentido del hombre, de la vida social y de la fe.

La mayor parte de la sociedad occidental no ha querido efectuar la transmisión hasta poner en duda los fundamentos sobre los cuales ésta se ha desarrollado. La dimensión cristiana a menudo ha sido excluida, mientras - por el contrario - contribuye en la edificación del vínculo social y en la constitución de la vida interior de los individuos. La crisis de la interioridad contemporánea comienza precisamente con carencia de iniciación para después perderse en el individualismo y subjetivismo psicológico. La psicologización ideológica de la sociedad es desestructurante porque los individuos no hacen otra cosa que contarse cosas y analizarse hasta el desvanecimiento. La reflexión subjetiva, que en ciertos casos puede ser necesaria, nunca es exclusiva: hace falta poder construir la propia existencia teniendo en cuenta también otra dimensión que no sea la de uno mismo, dimensión que a su vez revela y dinamiza al individuo, dimensión que es social, cultural, moral y religiosa. Hace falta poder concebir la propia vida en un contexto de todas estas realidades, sin encerrarse en las propuestas psicológicas tan de moda hoy en día.

La catequesis, la educación para el sentido de la oración y de la vida litúrgica y sacramental puede hacer mucho para ayudar a los jóvenes a apropiarse de su interioridad, de su espacio psíquico y físico. Los ritos, las insignias y los símbolos cristianos pueden participar en esta construcción interior y precisamente por esto son tan apreciados por los jóvenes, para sorpresa de los adultos. La vida interior se constituye así en relación con una realidad y una presencia externa. La Palabra de Dios, transmitida por la Iglesia, desempeña este papel poniendo a los jóvenes en relación con Dios, que se puede encontrar a través de las mediaciones humanas inauguradas por Cristo, que de este modo se han convertido en signo de su presencia. En la oración confiada, guiada y sostenida por la Iglesia, se establece una relación privilegiada entre Dios y aquellos que Él llama para que lo conozcan. La experiencia orante es el crisol de la interioridad humana como en tantas ocasiones lo ha demostrado la JMJ. Es por lo tanto en esta línea en la que se debe continuar con el esfuerzo educativo.


Roma, 10-13 de abril 2003

P. Tony Anatrella
Psicoanalista, Especialista en Psiquiatría Social