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SEGUIR A JESÚS EN MI HERMANO


«... El maestro de la Ley contestó: 'Amarás al Señor, tu Dios, con 
todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza y con todo tu 
espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo'. Jesús le dijo: 'Tu respuesta es 
exacta; haz eso y vivirás'. Pero él quiso dar el motivo de su pregunta y 
dijo a Jesús: '¿Quién es mi prójimo...'» (/Lc/10/27-29).

La predicación de Jesús, cuyo tema central es el Reino de Dios, 
tiene por objeto hacer de los hombres una fraternidad. Nos reveló que 
Dios es nuestro Padre, haciendo de esta paternidad común la raíz de 
nuestra hermandad. Esta es una posibilidad real desde que Cristo 
aparece en la historia como nuestro Hermano universal.
IDENTIDAD-CRA/SIGNO: Al insistir absolutamente en el amor 
fraterno y en que todos somos hermanos (Jn 13,34; Mt 23,8-9), y al 
subrayar el segundo mandamiento de la Ley («Amarás a tu prójimo 
como a ti mismo»; «amaos como yo os he amado», Lc 10,27; Jn 15,12), 
ha hecho del amor al prójimo el signo de la identidad cristiana y la 
prueba decisiva de su seguimiento.
Sus oyentes se plantearon sin duda la cuestión de saber quién era 
para el Maestro el prójimo; qué extensión le daba a esa idea y cómo 
había que concretarla en la vida diaria. Indudablemente, Jesús iba más 
allá del concepto veterotestamentario, en que el prójimo (el hermano) 
era el amigo, el que participaba de la religión y la nacionalidad judía. 
La inquietud de precisar «quién es mi prójimo», al cual debemos amar 
en hechos y no en palabras, creo que es hoy igualmente importante 
para los cristianos y para los que sin serlo aceptan esta exigencia 
básica de Jesús.
Porque, en realidad, ¿quién es prójimo para nosotros en lo concreto 
de nuestra historia personal? ¿Son nuestros amigos? ¿Los cristianos? 
¿Nuestros ciudadanos? ¿O también los habitantes de otros países (a 
los que nunca vemos), es decir, todos los hombres?
Esta pregunta, que inquietaba especialmente a los oyentes de 
Cristo más críticos, emerge en los labios de un doctor de la Ley como 
un cuestionamiento y una prueba de la idea de prójimo que Jesús 
predicaba.
«Para ponerlo en apuros» (Lc 10,25ss) el letrado lo interroga sobre 
el segundo mandamiento de la Ley, semejante al primero: «Amarás a 
tu prójimo como a ti mismo». Pero ésa no era la pregunta decisiva. Lo 
que al doctor de la Ley le interesaba saber era la idea que Jesús se 
hacía del «prójimo», idea hasta ahora, al parecer, nunca explicitada 
claramente: «Queriendo dar el motivo de su pregunta, dijo a Jesús: 
'¿Quién es mi prójimo?'» (Lc 10,29).
Jesús no responde con una definición, sino con una parábola. Con 
un relato en que todos nos sentimos aludidos. Lo propio de todo relato 
evangélico es que en los personajes que ahí aparecen nos 
identificamos cada uno de nosotros. Por eso su valor universal y 
extratemporal. En este caso, el relato es la parábola del Buen 
Samaritano, y las consecuencias que ahí se desprenden sobre el 
concepto del prójimo son válidas para todos. El «vete y haz tú lo 
mismo» (Lc 10,37) no es sólo una exigencia para el doctor de la Ley, 
sino también para mí.
La meditación de esta parábola (/Lc/10/30-35) nos conduce al 
descubrimiento del prójimo según el criterio de Jesús.

El prójimo como pobre
PROJIMO/QUIEN-ES: Mi prójimo es aquel que tiene derecho a 
esperar algo de mí. Aquel que Dios pone en el camino de mi historia 
personal. En algún sentido todo hombre es potencialmente prójimo 
(aunque viva en otro continente y yo nunca lo haya encontrado), pero 
prójimo real e históricamente es el que yo encuentro en mi vida pues 
sólo en este caso hay derecho al acto del amor fraterno. La fraternidad 
cristiana es una disposición a hacer de cualquier persona (mi prójimo), 
si se presenta la ocasión.
El prójimo es el necesitado. En la parábola del samaritano el 
necesitado es un judío expoliado y herido. En la parábola del juicio final 
(Mt 25,31ss) es el hambriento, el sediento, el enfermo, el exiliado, el 
encarcelado. En forma muy especial, el prójimo es el pobre, en el cual 
Jesús se revela como necesitado. «Lo que hicieron con algunos de 
estos mis hermanos más pequeños, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).
Hay necesitados (pobres) «ocasionales» y «permanentes». No 
sabemos si el judío herido de la parábola era sociológicamente pobre; 
podemos incluso presumir que no lo era, ya que si fue robado es 
porque llevaba dinero. Pero en el momento del encuentro con el 
samaritano era un pobre y necesitado. Tenía derecho a ser tratado 
como prójimo. Los ricos y poderosos son mis prójimos cuando 
necesitan de mí, aunque sea ocasionalmente. Dar ayuda a un 
capitalista o un gobernante perseguido por cambios políticos, 
cualquiera que sea su ideología, es un deber cristiano; es tratarlo 
como prójimo.
POBRE/PROJIMO: Pero la mayoría son pobres y necesitados 
«permanentes». Son explotados, marginados y empobrecidos por la 
sociedad. Son los discriminados por las ideologías y por el poder. La 
opción por el pobre que nos ordena el Evangelio es servir a ese 
prójimo no sólo como personas, sino como situaciones sociales. Hoy 
nuestro prójimo es también colectivo. El judío herido y empobrecido es 
una situación permanente. Son los obreros, los campesinos, los indios, 
los subproletarios...
La opción cristiana no es por la pobreza, porque la pobreza no 
existe como tal. La opción es por el pobre, sobre todo el pobre 
«permanente», que está en mi camino y que forma parte de mi 
sociedad, el cual tiene derecho a esperar de mí. El hecho del pobre 
como prójimo colectivo le da a la caridad fraterna su exigencia social y 
política. Para el Evangelio el compromiso sociopolítico del cristiano es a 
causa del pobre. La política es la liberación del necesitado.

La exigencia de «hacerse hermano»
Al terminar de contar la parábola al doctor de la Ley, Jesús le dirige 
una pregunta que nos podría sorprender: «¿Cuál de estos tres se 
portó como prójimo (hermano) del hombre que cayó en manos de los 
salteadores?» (/Lc/10/36).
Quiere decir que los tres no fueron hermanos del herido. Podrían 
haberlo sido, pero de hecho lo fue «el que se mostró compasivo con 
él» (Lc 10,37). El sacerdote no es hermano del judío, y tampoco el 
levita. El samaritano, sí. Para Jesús, el ser hermano de los demás no 
es algo «automático», como un derecho adquirido. No somos 
hermanos de los otros mientras no actuemos como tales. Debemos 
hacernos hermanos de los demás.
HERMANOS/HACERNOS: El cristianismo no nos enseña que «de 
hecho» ya somos hermanos. Querrá decir entonces que enseña una 
irrealidad. La experiencia del odio, la división, la injusticia y la violencia 
que vemos cada día nos hablan de lo contrario. No somos hermanos, 
pero podemos serlo. Esa es la enseñanza y la capacidad que nos da el 
Evangelio: Jesús nos exige, y nos da la fuerza para «hacernos 
hermanos». Pero el serlo de hecho depende de nuestra actitud de 
«mostrarnos caritativos», comprometiéndonos con el otro.
El pecado del sacerdote y del levita no fue el no tener sentimientos 
de compasión. Habitualmente, todo hombre los tiene. Fue el haber 
evitado el encuentro con el necesitado, poniéndose en situación de no 
tener que comprometerse («... al verlo pasó por el otro lado de la 
carretera y siguió de largo...», Lc 10,31). Esta actitud les impidió 
hacerse hermanos (prójimos) del judío herido.
El samaritano fue hermano del herido. No por su religión (el 
sacerdote, el levita y el judío tenían la misma religión; el samaritano era 
un hereje), ni por su raza o nacionalidad o ideología (era precisamente 
el único de los tres que no la compartía con el judío), sino por su 
actitud caritativa.
Mi prójimo no es el que comparte mi religión, mi patria, mi familia o 
mis ideas. Mi prójimo es aquel con el cual yo me comprometo 
Nos hacemos hermanos cuando nos comprometemos con los que 
tienen necesidad de nosotros, y tanto más cuanto más total es el 
compromiso. El samaritano no se contentó con «salir del paso» a 
medias. Lo curó, lo vendó, lo cargó, lo llevó a una posada y pagó todo 
lo necesario (Lc 10,3-35).
El compromiso en el amor es la medida de la fraternidad. No somos 
hermanos si no sabemos ser eficazmente compasivos hasta el fin.
Para acercarse al judío, el samaritano tuvo que hacer un esfuerzo 
por salir de sí. Por aliviarse de su raza, su religión, sus prejuicios. «... 
Hay que saber que los judíos no se comunican con los samaritanos...» 
(Jn 4,9). Tuvo que dejar de lado su mundo y sus intereses inmediatos. 
Abandonó sus planes de viaje, entregó su tiempo y dinero. En cuanto 
al sacerdote y el levita, no sabemos si eran peores o mejores que el 
samaritano, pero si sabemos que no salieron de «su mundo». Sus 
proyectos, que no quisieron trastornar interrumpiendo su camino, eran 
más importantes para ellos que el llamado a hacerse hermano del 
herido; sus funciones rituales y religiosas las consideraron por encima 
de la caridad fraterna.
El hacerse hermano del otro supone salir de «nuestro mundo» para 
entrar en «el mundo del otro». Entrar en su cultura, su mentalidad, sus 
necesidades, su pobreza. El hacerse hermano supone sobre todo 
entrar en el mundo pobre. La fraternidad es tan exigente y difícil 
porque no consiste sólo en prestar un servicio exterior, sino en un 
gesto de servicio que nos compromete, que nos arranca de nosotros 
mismos para hacernos solidarios con la pobreza del otro. Del pobre 
nos separa nuestro mundo de riqueza, de saber y de poder. Nos 
separan también las formas de convivencia y los prejuicios de una 
sociedad desintegrada, clasista y estratificadamente injusta.
Hacerse hermano del otro en cuanto pobre y necesitado, como 
éxodo de mi mundo, adquiere las características de una reconciliación. 
Al tratar como prójimo al judío, el samaritano se reconcilia con él, y en 
principio con los de su raza. Cada vez que hacemos del otro nuestro 
prójimo y hermano, en circunstancias de conflicto y división personal, 
comunitario o social, nos reconciliamos con él. Que el rico se haga 
hermano del pobre significa que le hace justicia, estableciendo el 
proceso de una reconciliación social. Lo mismo habría que decir de los 
políticos separados por ideologías o de las razas y nacionalidades 
adversarias.
La noción de prójimo proclamada por Jesús en su respuesta al 
doctor de la Ley conduce a la fraternidad universal, a la justicia y a la 
reconciliación. Hacernos prójimos del pobre y necesitado es la 
exigencia que nos plantea la interpretación que el mismo Cristo da al 
segundo mandamiento de la Ley. Esta exigencia es para cada uno de 
nosotros: «Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37)

SEGUNDO GALILEA
RELIGIOSIDAD POPULAR Y PASTORAL
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1980. Págs. 267-273