SEGUIR A JESÚS EN EL POBRE
«... Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer,
sediento y te dimos de beber, o sin hogar y te recibimos, o sin ropa y te
vestimos, o enfermo o en la cárcel y te fuimos a ver... En verdad les
digo que cuando lo hicieron con alguno de estos mis hermanos más
pequeños, lo hicieron conmigo» (Mt 25, 37-40)
Según la parábola del Samaritano, el hermano se me revela como
un necesitado, como un pobre. En la parábola del juicio final (Mt 25),
Jesús confirma esta enseñanza, y le agrega un elemento decisivo: el
hermano, y particularmente el pobre, son su representación. El se
identifica con ellos. Así, el cristianismo pasa a ser la única religión
donde encontramos a Dios en los hombres, especialmente en los más
débiles.
No hay cristianismo sin el sentido del hermano, y tampoco lo hay sin
el sentido del pobre. El sentido del pobre es esencial al mensaje de
Jesús, tan esencial como el sentido de la oración. Le aporta al sentido
del hermano su realismo y concreción. Por otro lado, la exigencia de la
fraternidad universal (el hermano) evita que la opción por el pobre,
propia del Evangelio, se torne sectaria o clasista. Sentido del
hermano, sentido del pobre, son exigencias dialécticamente
complementarias.
Más aún, para Jesús el compromiso con el hermano-pobre es uno
de los criterios decisivos en orden a nuestra salvación. «Benditos de mi
Padre, vengan a tomar posesión del Reino... Porque tuve hambre, y
ustedes mí alimentaron»...' etc. (Mt 23,34ss). El sentido del pobre en el
Evangelio va más allá de una predilección ético-humanista: verifica la
autenticidad de nuestro seguimiento de Cristo.
CV/D-Y-AL-POBRE Por eso en la espiritualidad católica, este sentido
del pobre aparece como inseparable del sentido de Dios, de tal manera
que convertirse al Señor envuelve siempre como dimensión capital el
convertirse al pobre. (Lo cual no excluye otras dimensiones igualmente
importantes en la conversión cristiana). Esta afirmación atraviesa toda
la tradición y la enseñanza católica. Ya en los Profetas, particularmente
los del Exilio, aparece la idea de que el mismo culto a Dios es vano sin
la justicia y la misericordia con el necesitado; de que la verdadera
conversión que Dios quiere se expresa en el servicio al hermano, sobre
todo al oprimido (v. gr., Is 1,10-17; 58,ó-7; etc. La Iglesia nos ofrece
estos textos proféticos en abundancia en las lecturas de Adviento y
Cuaresma, para disponernos a la verdadera conversión).
La predicación de Jesús reforzó esta enseñanza, haciendo su
seguimiento coherente con su llamado a comprometernos en el servicio
liberador del pobre, en el cual El se hace misteriosamente presente. De
ahí que los pobres son declarados bienaventurados, y que su
evangelización y liberación humana es un signo privilegiado de que la
Salvación ya está presente entre nosotros. «Me envió a traer la Buena
Nueva a los pobres, a anunciar a los cautivos su libertad y devolver la
luz a los ciegos. A liberar a los oprimidos y a proclamar el año de gracia
del Señor... Hoy se cumple esta profecía» (Lc 4,18-19)... «Vayan a
contarle a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos
andan, los leprosos son purificados, los sordos oyen, los muertos
resucitan, se anuncia la Buena Nueva a los pobres...» (Lc 7,22).
Y la Iglesia, a través de toda su historia, a través de su enseñanza
más autorizada y constante, siempre y en todas partes inspiró en sus
hijos el sentido del pobre como esencial a la vida cristiana. Es posible
que en algunas épocas y lugares esta enseñanza se debilitó en la
predicación ordinaria, o que los católicos en números significativos no
fueron coherentes, o que haya sido presentada en forma
«espiritualista», sin llevar a las consecuencias sociales... Pero es
innegable que la orientación más oficial del magisterio de la Iglesia fue
siempre ésa. Y los santos lo entendieron así. El santo, ese seguidor de
Cristo con el cual la Iglesia se identifica y nos presenta como modelo
de seguimiento, es un hombre que une siempre a un gran sentido de
Dios, un agudo sentido del pobre y de su servicio.
Seguir a Jesús Pobre
La novedad del mensaje evangélico con respecto a la pobreza no
termina aquí. Jesús no nos pide sólo tener el sentido del
hermano-pobre, con el cual quiso identificarse. Jesús nos pide también
que nosotros mismos nos hagamos pobres; que lo sigamos en su
condición de pobre. La bienaventuranza no es solamente una llamada
a sentir con el pobre; es una exigencia a hacernos pobres. Nos
encontramos ante el mandato de la pobreza evangélica, esencial para
seguir a Jesús.
El seguimiento de Cristo Pobre es radicalmente la libertad del
corazón. El desprendimiento de situaciones, personas y cosas para
crecer en el amor, que es la conversión al «otro» y a la fraternidad a
causa de Jesús.
La bienaventuranza de la pobreza libera en el amor. Como toda
actitud cristiana, está empapada en él, y en este caso la pobreza es
una condición del amor. La liberación que produce está al servicio de
un dinamismo de la caridad que tiende a hacerse más y más universal
e ilimitado. No seria posible amar como Jesús quiere que lo hagamos
sin tener verdaderamente un corazón pobre. Si la obediencia es la
medida del amor y la castidad su signo, la pobreza es su condición.
Es verdad que la pobreza sociológica no es la pobreza evangélica.
Pero ambas están existencialmente relacionadas. Si tenemos las
disposiciones interiores, la pobreza material normalmente será una
ayuda para la pobreza interior, evangélica. Por el contrario, la riqueza
entraña siempre un peligro para nuestra libertad de corazón. Es
posible también que haya pobres sociológicos, cuya reacción ante las
cosas y personas no sea evangélica, y ricos pobres de corazón. Pero
la armonía entre ambas «pobrezas» es evidente. Por eso mismo, una
auténtica pobreza de espíritu tiende a expresarse siempre en forma
visible, material. De otra forma sería una ilusión, y carecería de la
necesaria expresión antropológica. En este sentido, todo cristiano que
vive la bienaventuranza de la pobreza tiene que expresarla en alguna
forma de desprendimiento exterior.
Esta pobreza interior que se expresa al exterior -y a esto llamamos
en definitiva la pobreza evangélica- no es un consejo evangélico, como
a veces se ha presentado. Es un llamado de Cristo a cada cristiano,
una exigencia universal del cristianismo. «Nadie puede ser mi discípulo
si no renuncia a todo lo que posee» (Lc 14,33). A este llamado, cada
cristiano debe responder permanentemente, cada día, según sus
circunstancias. Esta respuesta no es estática, no está en modo alguno
codificada. Variará según el tipo de función, la cultura el
temperamento, la salud, las circunstancias sociales... Pero cada
cristiano debe estar consciente de buscar su forma personal a esta
exigencia del Evangelio. El llamado es universal, la respuesta hay que
buscarla en cada caso, en la fe y en la oración.
En fin, la bienaventuranza de la pobreza, visiblemente expresada
como profecía del Evangelio de la esperanza, no consiste sólo en una
cierta carencia o desprendimiento del dinero o cosas materiales. Hay
otros elementos de la pobreza mucho más hondos y significativos que
posiblemente en los umbrales de la vida cristiana no se capten bien -al
comienzo siempre se insiste en la pobreza «material»-, pero que al
correr del tiempo, y en la madurez de la vida de fe, descubrimos como
dimensiones muy reales e inherentes a una verdadera pobreza de
espíritu.
El desprendimiento ante el prestigio, ante la critica, ante las diversas
formas de «poder» y de «hacer carrera» son formas de pobreza a las
que Dios llama al cristiano -y especialmente al apóstol- en las diversas
etapas del itinerario de su misión. El «pobre», en definitiva, no se
opone tanto al que «tiene» ciertas cosas, sino al suficiente, al
orgulloso, al que ha puesto su centro de interés fuera de los valores
del Reino.
Jesús y las riquezas
«Nadie puede obedecer a dos señores, porque aborrecerá a uno y
amará al otro, apreciará al primero y despreciará al segundo. Es
imposible servir a Dios y a las riquezas» (/Mt/06/24).
El discurso de Jesús sobre el pobre y la pobreza queda incompleto
si no tomamos en cuenta lo que El ha dicho sobre el rico y la riqueza.
Pues el Evangelio nos entrega esta constatación de cierta manera
inesperada: Jesús dedicó tantos o más discursos a hablar de la riqueza
y del rico que de la pobreza y el pobre.
Una de las causas de la vigencia siempre actual del Evangelio es el
hecho de no conformarse con las tendencias dominantes de la
«opinión pública» o de las estadísticas. Paradójicamente, es también
una de las causas de su poca efectividad visible en las mayorías.
Las intervenciones de Jesús en torno a las riquezas y al dinero
están precisamente en esta línea. En los momentos en que las
ideologías originadas en el capitalismo o en el marxismo privilegien lo
económico y colocan el problema de la producción y distribución de la
riqueza como la piedra de toque de su éxito histórico, las palabras de
Jesús aparecen como extemporáneas y condenadas a ser admiradas,
pero no imitadas.
El recuento de las enseñanzas del Evangelio sobre la riqueza y los
ricos no dejan un balance optimista. Jesús no condena el dinero en sí.
Esto está dentro de la orientación de su doctrina; El no condena
ninguna realidad: condena o previene contra las actitudes del hombre
ante las realidades. En el caso del dinero y la riqueza, sus advertencias
son tan sistemáticas, que un cristiano se ve obligado a revisar todos
sus criterios y actitudes «espontáneas» sobre la cuestión.
Para Jesús, la ambigüedad radical de las riquezas consiste en su
tendencia a transformarse en «señor» del corazón humano (Mt 6,24).
Este nuevo «dios» no deja lugar para otro. O servimos al Dios que
libera o al dios que al enriquecer encadena a la tierra. Porque la
opción entre Cristo y el dinero implica una visión de la vida y de la
vocación humana. Servir al dinero es al mismo tiempo endiosar la tierra
y pervertir el destino de sus bienes y del hombre que los utiliza. La
advertencia de Cristo al respecto es clara: «No amontonéis riquezas»...
son precarias y fútiles... pervierten el corazón y la orientación de la
existencia... «Pues donde están tus riquezas, ahí también está tu
corazón» (Mt 6,19-21).
Por eso Jesús es tan severo con los ricos. Su enseñanza sobre la
liberación humana no consiste sólo en declarar bienaventurados a los
pobres y herederos privilegiados del Reino. Hay también una
advertencia y un llamado a los ricos. Incluso sorprende al leer el
Evangelio el hecho de que Jesús dedicase tantos o más discursos a los
ricos que a los pobres, con un contenido igualmente liberador aunque
diferente.
Para un rico «es más difícil entrar en el Reino de Dios, que para un
camello pasar por el ojo de una aguja» (Lc 18,24). El que hace de la
riqueza «su consuelo... después tendrá hambre... y llorará de pena»
(Lc 6,24-25). Delante de Dios, «es un infeliz, un pobre, un ciego, un
desnudo que merece compasión» (Ap 3,17).
En su discurso sobre la riqueza, Jesús, para quien «todo es posible»
(Lc 18,27), y que «vino a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc
19,10), tiene una intención salvadora. El rico debe convertirse, dejando
de «amontonar» para sí mismo en vez de «hacerse rico ante Dios» (Lc
12,21), y recobrando para su riqueza y su dinero el significado
profundo según el criterio de Cristo
Signo «del fruto de la tierra y del trabajo del hombre»
DINERO/SENTIDO: Estamos tan sumergidos en la civilización del
«tener», que ya no sabemos cuál es el sentido cristiano del dinero: ser
un signo de los bienes de este mundo, que Dios entregó al hombre
para que los explotara y se repartieran entre todos. El dinero lo inventó
el hombre para hacer más fácil el traslado y la distribución de los
bienes. De suyo, debería ser vehículo para hacer llegar a los que no
tienen lo que sobra a los que tienen. El dinero debería estar al servicio
de la justicia, facilitando la redistribución y la igualdad de los bienes.
De hecho, el dinero se convierte en la gran fuente de injusticia y
desigualdad. Al transformarse en «señor» del hombre, adquiere valor
en sí mismo. Se pierde su relación de signo de los bienes de la tierra,
de los que todos los hombres son dueños, sin excepción. Valor
absoluto, el dinero se hace necesariamente fuente de poder, de
explotación humana, de división.
La enseñanza de Jesús sobre la Providencia y la confianza en Dios
supone que el hombre respete el sentido cristiano de la riqueza.
Cuando los hombres lo traicionamos, convertimos la palabra de Cristo
en una ilusión y en una blasfemia.
La petición de Jesús en el Padre Nuestro «danos hoy nuestro pan
de cada día» (Mt 6,11) fracasa no por razón de que no falten el amor y
la justicia de Dios, que ya se ha distribuido ampliamente el pan
necesario para todos, sino por razón de los hombres «servidores de la
riqueza», que lo acumulan en manos de pocos, «construyendo
graneros cada vez más grandes para guardarlo y reservarlo» (Lc
12,18) y arrebatándolo a los pobres (Sant 5,1ss).
La misma promesa de Jesús -absolutamente cierta- de «no andar
preocupados pensando qué vamos a comer para seguir viviendo, o
con qué ropa nos vamos a vestir... ya que las aves del cielo no
siembran ni cosechan, ni guardan en bodegas, y el Padre celestial las
alimenta... y por eso hará mucho más con nosotros... que valemos más
que las aves... y que, por lo tanto, busquemos primero el Reino y su
justicia y esas cosas vendrán por añadidura» (Mt 6,25-33), queda
reducida a retórica cuando el pecado de la injusticia institucionalizada
conduce a millones de hombres a situaciones de miseria e inseguridad
peor que las aves del cielo.
El dinero también es signo del trabajo del hombre. De sus sudores,
de sus sacrificios y aun de su sangre. El capitalismo pervirtió esta
significación, dando la primacía al lucro y poniendo el trabajo a su
servicio. Ya no sabemos relacionar el dinero con el trabajo noble y
duro de los campesinos, de los mineros, de los proletarios, o con el
trabajo creador y agobiador de los intelectuales. El dinero se ha
deshumanizado.
El dinero, signo «de los bienes de la tierra y del trabajo del
hombre», en la perspectiva de Cristo, debería ser vehículo de
fraternidad y reconciliación entre ricos y pobres, medios para
restablecer la igualdad y la justicia rotas por la explotación del trabajo y
el lucro en una civilización que adora la riqueza.
Para Cristo, los que tienen más, sobre una tierra que es de Dios y
por eso de todos, no son sino servidores fieles y prudentes...
constituidos para «repartir el alimento a su debido tiempo» (Mt 24,45).
Así como nadie es dueño absoluto de la tierra, nadie lo es del dinero.
Este siempre se administra a nombre de Dios, como el poder y la
autoridad.
Este fue el descubrimiento de Zaqueo, uno de los ricos a quien
Jesús interpeló y convirtió. Al reconciliarse con Dios y con los hombres
a los que explotaba, Zaqueo comparte su dinero con ellos como signo
de esa reconciliación y fraternidad restauradas (Lc 19,8).
La Iglesia siempre entendió que la reconciliación fraternal que ella
está llamada a crear entre los hombres debe llevarlos o compartir las
riquezas y a reivindicar el trabajo de los que las producen. Esta
convicción eclesial se ha hecho enseñanza permanente y al mismo
tiempo oración ferviente en la Eucaristía, la fuente de toda
reconciliación.
En la Eucaristía, el cuerpo y la sangre de Cristo que se entregan
para reconciliar a los hombres con Dios y entre sí, se ofrecen bajo los
signos del pan y del vino, que representan «el fruto de la tierra y del
trabajo del hombre» (oración del Ofertorio).
Para la Iglesia, la reconciliación eucarística supone que esa
reconciliación comience por hacer justicia con los bienes de la tierra y
con el trabajo humano. Esta reconciliación en la justicia significa que
las riquezas se repartan para que alcancen y sirvan a todos, y que el
trabajo recupere su dignidad y su primacía sobre el lucro.
«Aprovechen del maldito dinero para hacerse amigos (Lc 16,9).
¿El dinero es de hecho fuente irremisible de iniquidad, a pesar de la
intercesión eucarística de la Iglesia? ¿Las riquezas son malditas, como
parecería desprenderse de las palabras de Jesús y de la actitud de
muchos santos? Para el cristiano ello equivale a preguntarse sobre las
condiciones de redención del dinero y la riqueza. Creemos en la
posibilidad de liberación de toda realidad a causa de Cristo, que
asumió toda la condición humana, no para condenarla, sino para
salvarla (Jn 3,17).
Jesús no sólo condenó el señorío del dinero. En su enseñanza
también se advierte la clave de su redención. Esta clave está en la
misma línea de la liberación del poder, pues el dinero es una forma de
poder, y como tal su uso no es legitimo si no está al servicio del
designio de Dios de justicia y fraternidad. La riqueza se redime cuando
está históricamente al servicio de los pobres y desposeídos. La riqueza
privada, social o internacional, se legitima como medio de caridad
fraterna y de liberación social.
Los ricos que en el Evangelio encontraron gracia delante de Jesús
fueron los que pusieron su riqueza al servicio del hermano necesitado.
El caso típico es Zaqueo, como ya lo mencionamos (Lc 19,8), cuyo
episodio con Jesús no es marginal en el Evangelio, sino que queda
como modelo del rico convertido.
La parábola del Buen Samaritano nos trae el mismo mensaje. La
caridad del samaritano con su hermano necesitado, que Jesús
estableció como modelo de amor al prójimo, encierra enseñanzas muy
ricas y complejas. En la parábola se nos ordena superar toda
discriminación de personas (judío-samaritano); pasar de la compasión
a los hechos; asumir todos los sacrificios de la caridad; desprendernos
gratuitamente del dinero para aliviar plenamente al hermano oprimido.
El samaritano contaba con recursos económicos (no sabemos hasta
dónde), que pone al servicio del herido y despojado. «Cuídalo, lo que
gastes de más yo te lo pagaré a mi vuelta» (Lc 10,35).
Igualmente en la misteriosa parábola del administrador astuto (Lc
16,1-9), Jesús nos hace ver cómo un hombre sin escrúpulos
financieros tiene siempre posibilidad de salvación si transforma su
corrompida posición de poder económico en un servicio a los
necesitados y explotados. Así, «el maldito dinero» se redime y «nos
procura amigos en las viviendas eternas» (Lc 16.9).
El dinero al servicio del Reino
El caso más deslumbrante de la redención de la riqueza es su
utilización en el apostolado. La Iglesia, en el desarrollo de su misión,
utiliza dinero, y a veces en grandes cantidades.
Esto plantea modernamente cuestiones graves en torno a la
pobreza institucional de la Iglesia en la posesión y uso del dinero. La
extensión, desafíos y complejidad de la evangelización en la sociedad
contemporánea ha hecho que los medios de acción misionera sean
cada vez más costosos. Por otra parte, la riqueza en la Iglesia mantiene
su ambigüedad radical y su tendencia a constituirse en «señor» de los
eclesiásticos, tal como Cristo lo previno en el Sermón del Monte. En la
comunidad cristiana el dinero puede convertirse en fuente de poder,
acumulación e injusticia. La riqueza en la Iglesia necesita también
permanente redención
En su ideal evangélico, la Iglesia es radicalmente pobre. Su única
riqueza es Cristo y la misión por El encomendada. La Iglesia no tiene
otra posesión que el apostolado y los medios necesarios para su
ejecución. Sólo así se justifica su uso; sólo el apostolado como
ministerio de reconciliación redime el dinero en la Iglesia.
En la pastoral contemporánea, la pobreza de la Iglesia no puede
simplísticamente plantearse en términos de «tener o no tener», sino en
otros términos más profundos y más exigentes. Tampoco se puede
plantear en términos de «economía». Economizar, ante los desafíos del
Reino de Dios, no siempre es pobreza. El criterio de «economizar» en
la Iglesia puede ser, una vez más, acumulativo. El apostolado no está
al servicio del dinero («no podéis servir a dos señores»), sino al
contrario. Un criterio evangélico y pastoral del uso del dinero en la
Iglesia es preguntarse en primer lugar cuál es el bien del Reino y la
voluntad de Cristo, y gastar lo necesario. De cara a la gloria de Dios y
el bien de los demás, dar con largueza es una forma de pobreza, pues
en la Iglesia el dinero pertenece al Señor. Es la lección de Jesús a
Judas Iscariote en la unción de Betania, escandalizado por el
«derroche», pero en el fondo preocupado por una inversión más
«rentable» del dinero (Mc 14.3ss).
¿Cuáles son los criterios para compaginar la pobreza con el uso, a
veces considerable, del dinero en el apostolado? ¿Para compaginar la
posesión de recursos al servicio del Reino con la necesidad de redimir
esas riquezas?
La comunidad cristiana tiene que confrontarse con ese problema,
como parte de su fidelidad a Cristo, en cada lugar y época, sin darlo
por resuelto a priori. El problema del dinero en el apostolado no hay
que escamotearlo; hay que reconocer que existe y resolverlo
evangélicamente.
Por de pronto, la Iglesia dará testimonio, pidiendo a los miembros de
sus comunidades, ricos y pobres, y a las mismas Iglesias locales
(donde también hay ricos y pobres), aquello que pide para la
humanidad: el hacer justicia y compartir «los bienes de la tierra y del
trabajo de los hombres». La Iglesia será levadura eficaz de fraternidad
y reconciliación cuando sus mismas comunidades puedan ofrecer al
mundo modelos realistas de comunión en los bienes y de valoración
del trabajo pobre y humilde.
Pienso también que el apostolado, aunque deba recurrir al dinero
para expandirse, debe tener un estilo institucional que testimonie la
fuerza evangélica de los «medios pobres». Porque la Iglesia no es
simplemente una sociedad que posee y administra recursos
financieros, sino la comunidad que anuncia las Bienaventuranzas.
El testimonio de los «medios pobres» en el apostolado consiste en
primer lugar en ser consecuente con la Palabra, que nos advierte que
«no podemos servir a dos señores». El autor del apostolado es sólo
Cristo, y todos los medios materiales deben relativizarse ante la fuerza
de su gracia. La Iglesia pone su confianza sólo en Cristo y no en sus
recursos, y sabe que el efecto profundo de la evangelización escapa a
los medios de acción.
En las actitudes concretas, en sus criterios y decisiones, la
comunidad cristiana debe testimoniar que, por sobre cualquier recurso
material, pone su confianza en la fuerza de la palabra del Evangelio, en
la caridad y el compromiso con la justicia, en la pobreza, la oración y la
cruz. Sabe que lo demás vendrá por añadidura. Es la forma más
profunda de creer en la promesa de Jesús: no andar preocupados por
las riquezas, ya que el Padre sabe de lo que tenemos necesidad: de
buscar antes que nada la justicia del Reino (Mt 6,25ss).
El testimonio de los «medios pobres» en el apostolado nos prohíbe
pensar que porque no hay recursos financieros «no se puede hacer
nada»; pensar que el dinero condiciona la eficacia profunda de la
Misión. Esta actitud no sólo es evangélica, sino que está corroborada
por la experiencia pastoral, a lo menos en América Latina: muy a
menudo las diócesis y las iglesias más pobres son las más dinámicas,
las más misioneras, las de mayor credibilidad en el pueblo, las más
fieles al Concilio y a la Conferencia de Medellín. Por otra parte, muchas
obras apostólicas que en sus comienzos fueron pastoralmente eficaces
buscando una fidelidad a los criterios del Evangelio en cuanto a los
medios pobres, decaen y aun se corrompen en cuanto a sus objetivos
originales al enriquecerse y desarrollar materialmente sus modelos de
acción.
El «estilo pobres en el uso de los medios de apostolado también
exige que éstos sean «solidarios» con el mensaje que se anuncia y con
el ambiente en que se actúa. Si los recursos que se emplean en la
evangelización contrastan con su contenido -las Bienaventuranzas- y
con los pobres, que son sus destinatarios, somos «ricos» en el estilo
misionero: utilizamos «medios ricos en relación a un mensaje y a un
pueblo determinado. El mensaje se hace oscuro y retórico; el pueblo
no entiende y no se siente aludido.
El Evangelio no pasa. En el apostolado, los métodos no pueden
separarse del contenido; los medios de transmisión ya condicionan la
credibilidad del mensaje. No podemos anunciar creíblemente las
Bienaventuranzas con medios y recursos que las desmienten; no
podemos dirigirnos a los pobres con un estilo y unos métodos que les
son extraños y que nos catalogan en el «mundo de los ricos».
La consecuencia de esto es que la evangelización, ya sea a ricos o
a pobres, ya sea con más o menos recursos, si quiere dar fruto
profundo y permanente de liberación para los pobres y de conversión
para los ricos debería hacerse siempre «desde los pobres». «Desde»
no necesariamente como «lugar», sino como solidaridad y como opción
por la causa de la justicia, que en América Latina es la causa de los
pobres. Esto es lo que cualifica decisivamente los «medios pobres»,
redime el uso del dinero en el apostolado y hace creíble para ricos y
pobres todo discurso que sobre la riqueza pronuncie la Iglesia.
SEGUNDO
GALILEA
RELIGIOSIDAD POPULAR Y PASTORAL
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1980. Págs. 274-288