LA RESURRECCIÓN,
REALIZACIÓN DE LA UTOPÍA HUMANA
por LEONARDO BOFF
RS/UTOPIA: Jesús posee una significación determinante para
nosotros porque resucitó. Ahí reside el núcleo central de la fe cristiana.
Por el hecho de la resurrección sabemos que la vida y el sinsentido de
la muerte tienen un verdadero sentido que llega con este
acontecimiento a la plena luz del mediodía. Se ha abierto para
nosotros una puerta al futuro absoluto y una esperanza indestructible
ha penetrado en el corazón humano. Si Jesús resucitó, nosotros lo
seguiremos, y «en Cristo todos reciben la vida» (1 Cor 15,20.22).
Jesús anunció al mundo la liberación radical de todas las alienaciones
que estigmatizan la existencia humana: el dolor, el odio, el pecado y,
por fin, la muerte. Su presencia convertía en actual esa revolución
estructural de los fundamentos de este mundo, que él denominaba, en
lenguaje de la época, reino de Dios. Pero contrariamente a lo que se
podría esperar de él (Lc 24,21), murió en la cruz con este clamor en su
boca: «¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?» (Mc
15,34). Su muerte parecía no sólo haber enterrado las esperanzas de
liberación, sino destruido incluso la primera fe de los discípulos. La
fuga de los apóstoles (Mc 15,50), la frustración de los discípulos de
Emaús (Lc 24,21) y el miedo a los judíos (Jn 20,19) nos lo sugieren con
mucha claridad. ¿Habría la muerte sido más fuerte que tan gran amor?
¿Sería la muerte y no la vida la última palabra que Dios pronunció
sobre el destino de Jesús de Nazaret y de todos los hombres?
1. NO CRECIÓ LA HIERBA SOBRE LA SEPULTURA DE JESÚS
Algunos días después de su muerte, aconteció algo inaudito y único en la
historia de la humanidad: Dios lo resucitó (Hch 2,23; 15; 4,10;
10,39-40), y lo reveló a sus íntimos discípulos. No resucitó como quien
vuelve a la vida biológica que tenía antes, igual que Lázaro o el joven
de Naín, sino como quien, conservando su identidad de Jesús de
Nazaret, se manifestó totalmente transfigurado y plenamente realizado
en sus posibilidades humanas y divinas. Lo que aconteció no fue la
revivificación de un cadáver, sino la radical transformación y
transfiguración de la realidad terrestre de Jesús, llamada resurrección.
Ahora todo se revelaba: Dios no había abandonado a Jesús de
Nazaret. Estuvo a su lado, al lado de aquel que, según la ley, era
maldito (Dt 21,23; Gál 3,13; cf. Heb 4,15). No dejó que la hierba
creciera sobre la sepultura de Jesús, sino que hizo que todas las
cadenas se rompieran y él surgiera a una vida no amenazada nunca
más por la muerte, sino sellada para la eternidad. Ahora quedaba
demostrado que la predicación de Jesús era verdadera. La
resurrección es la realización de su anuncio de total liberación,
especialmente del dominio de la muerte. La resurrección significa la
concreción del reino de Dios en la vida de Jesús. Si el rechazo de los
hombres no permitió que el reino de Dios se hiciera realidad
cósmicamente, Dios, que vence en el fracaso y hace vivir en la muerte,
lo realizó en la existencia de Jesús de Nazaret. Ahora sabemos que la
vida y el sinsentido de la muerte tienen un verdadero sentido, que llegó
con la resurrección de Jesús a la plena luz del mediodía. Pablo,
pensando en ello, podía decir en tono de triunfo: «Se aniquiló la muerte
para siempre. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte,
tu aguijón?» (1 Cor 15,55).
Jesús posee un significado determinante para nosotros, porque resucitó.
Si no hubiera resucitado, «vana sería nuestra fe» y «seríamos los más
desgraciados de todos los hombres» (1 Cor 15, 14-19). Porque en vez
de afiliarnos al grupo de los que dicen «comamos y bebamos, que
mañana moriremos> (1 Cor 15,32), huiríamos de la realidad, en un mito
de supervivencia y resurrección, y engañaríamos a los otros. Y si él
resucitó, entonces lo seguiremos y «en Cristo todos resucitaremos» (1
Cor 15,22). Se ha abierto para nosotros una puerta hacia el futuro
absoluto y una esperanza indestructible ha penetrado en el corazón
humano. Aquí reside el núcleo central de la fe cristiana. Sin este
núcleo, la fe carece de fundamento. Y en este punto poco pueden
ayudarnos los historiadores. La resurrección no es un hecho histórico,
susceptible de ser captado por el historiador. Es un hecho sólo
captable por la fe. Nadie vio la resurrección. El evangelio apócrifo de
Pedro (escrito hacia el 150 d. C.), que en un lenguaje fantástico narra
cómo Cristo resucitó, fue rechazado por la Iglesia, porque la conciencia
cristiana percibió de inmediato que no se puede hablar de la
resurrección del Señor. Lo que poseemos son apariciones y el
sepulcro vacío. Basándose en estas experiencias, los apóstoles,
deslumbrados, llegaron a la siguiente interpretación que,
verdaderamente, expresaba la realidad de la nueva vida de Jesús: «¡El
Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Le 24,34). Para
asegurar la certeza de la fe en la resurrección, que tantos ponen hoy
en tela de juicio, y para poder dar «culto al Señor, Cristo, en nuestros
corazones, siempre dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a
todo el que os la pida» (1 Pe 3.,15), debemos reflexionar brevemente
sobre los datos bíblicos fundamentales.
2. ¿QUE DICE LA EXEGESIS MODERNA ACERCA DE LA
RESURRECCIÓN DE JESÚS?
Anteriormente hemos aludido a dos datos determinantes en los relatos
sobre la resurrección de Jesús: el sepulcro vacío y las apariciones a los
discípulos. Según estudios serios de exegetas católicos y también
protestantes sobre las tradiciones que, recogidas o redactadas, dieron
origen a nuestros actuales evangelios, se comprueba lo siguiente: al
principio, en la tradición circulaban entre los primeros cristianos,
autónomamente y sin referencia mutua, los dos relatos. Más tarde,
como ya se ve en Mc 16,1-8, al componerse los evangelios se unieron,
no sin tensiones internas, las dos tradiciones: los relatos que sólo
hablaban del sepulcro vacío se completaron con los de las apariciones.
La tradición antigua de Mc 16,5a.8 decía así: Las mujeres van al
sepulcro. Lo encuentran vacío. Huyen. Por miedo, no se lo cuentan a
nadie. La aparición del ángel (Mc 16,5b-7) y, en Juan, del propio
Resucitado (Jn 20,Ilss) sería una adición procedente de la otra
tradición, que sólo conoce las apariciones y no el sepulcro vacío.
a) El sepulcro vacío no dio origen a la fe en la resurrección
Si nos fijamos bien, ningún evangelista aporta como prueba de la
resurrección el hecho del sepulcro vacío. Este hecho, en vez de
provocar la fe, causa miedo, espanto y temblor, hasta el punto de que
"las mujeres salieron huyendo del sepulcro» (Mc 16,8; Mt 28,8; Lc
24,4). María Magdalena lo interpreta como robo del cuerpo del Señor
(Jn 20,2.13.15). Para los discípulos no pasa de un chismorreo de
mujeres (Lc 24,11.22-24.34). Como es evidente, el sepulcro vacío,
tomado en sí mismo, se presenta como un signo ambiguo, sujeto a
distintas interpretaciones, una de las cuales podría ser la de la
resurrección. Pero no existe ninguna necesidad intrínseca que obligue
a tal afirmación, con la exclusión de las otras posibilidades de
interpretación. Solamente a partir de las apariciones, su ambigüedad
se disipa y puede ser leída por la fe como una señal de la resurrección
de Jesús. Como tal, el sepulcro vacío es un signo que hace pensar a
todos y lleva a reflexionar en la posibilidad de la resurrección. Es una
invitación a la fe. No es aún la fe. La fe en que el Señor resucitó -y
aquí reside la razón del sepulcro vacío- se expresa, según el lenguaje
de la época, colocando la explicación en boca del ángel: «El
Crucificado ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde lo
pusieron» (Mc 16,6c). Sin discutir la existencia de los ángeles, no
necesitamos admitir, dentro de los propios criterios bíblicos, que uno de
ellos haya aparecido junto al sepulcro. El ángel sustituye,
especialmente para el judaísmo posexílico, al Dios Yahvé en su
trascendencia que se manifiesta a los hombres (Gn 22,11-14; Ex 3,2-6;
Mt 1,20). Las mujeres que vieron el sepulcro vacío. al conocer las
apariciones del Señor a los apóstoles en Galilea, atinaron
inmediatamente con el verdadero sentido: el sepulcro está vacío, no
porque alguien haya robado su cuerpo, sino porque él ha resucitado.
Esta interpretación de las mujeres es aceptada como revelación de
Dios y se expresa, en el lenguaje común de la época, como un mensaje
del ángel (Dios)
b) Las apariciones de Cristo, origen de la fe en la resurrección
Lo que realmente acabó con la ambigüedad del sepulcro vacío y dio
origen a la exclamación de fe de los apóstoles: «¡En verdad, él ha
resucitado!», fueron las apariciones. Las fórmulas más antiguas de 1
Cor 15,3b-5 y Hch 2-5 dejan entrever claramente, por su formulación
estricta y desapasionada, que estas apariciones no son visiones
subjetivas, producto de la fe de la comunidad primitiva, sino realmente
apariciones trans-subjetivas, testimonio de un impacto que les vino
desde fuera. En eso están de acuerdo hoy todos los exegetas
protestantes y católico, incluso los más radicales. Cuántas fueron esas
apariciones, su lugar exacto y quiénes fueron los privilegiados es difícil
de determinar históricamente,. Los actuales textos evangélicos reflejan
varias tendencias de orden apologético, teológico y cultural que
matizaron de forma palpable las tradiciones primitivas. El texto
literariamente más antiguo (1 Cor 15,5.8, entre los años 54-57) nos da
cuenta de cinco apariciones del Señor vivo. Mc 16,1-8 no conoce
ninguna. Pero dice claramente que, el Resucitado se dejará ver en
Galilea (7b). El final de Marcos (16,9-20) condensa las apariciones
relatadas en los otros evangelios y, con buenas razones puede ser
considerado como adición posterior. Mt 28,16.20 conoce una sola
aparición a los Once. La otra aparición a las mujeres, en la puerta del
sepulcro vacío (28,8-10 ) es para los exegetas una elaboración
posterior sobre el texto de Mc 16,7: las palabras del Resucitado son
notablemente semejantes a las del ángel. Lc 24,13-53 refiere dos
apariciones: una a los jóvenes de Emaús y otra a los Once y a sus
discípulos en Jerusalén. Jn 20 relata tres manifestaciones del Señor,
todas ellas en Jerusalén1. Los relatos revelan dos tendencias
fundamentales: Mc y Mt concentran su interés en Galilea, en tanto que
Lc y Jn la centran en Jerusalén, con la preocupación de resaltar la
realidad corporal de Jesús y la identidad de Cristo resucitado con Jesús
de Nazaret. Estudios serios de los exegetas nos permiten afirmar que
las apariciones en Galilea son históricamente seguras. Las de
Jerusalén serían las mismas de Galilea, pero transferidas, por motivos
teológicos, a Jerusalén. Jerusalén posee para la Biblia un significado
histórico-salvífico de primer orden: «La salvación viene de Sión
(Jerusalén)» (Sal 13,7; 109,2; Is 2,3; Rom 11,26). La muerte, Pascua y
Pentecostés ocurrieron allí, y Lucas y Juan profundizan teológicamente
en ello. En cuanto al modo de estas apariciones, los evangelios nos
transmiten los siguientes datos: son descritas como una presencia real
y carnal de Jesús. Come, camina con los suyos, se deja tocar, dialoga
con ellos..Su presencia es tan real que puede ser confundido con un
caminante, un jardinero o un pescador. Al mismo tiempo suceden
fenómenos extraños: aparece y desaparece. Atraviesa paredes. Si se
observan con más atención los textos más antiguos, como 1 Cor
15,5-8; Hch 3,15; 9,3; 26,16; Gál 1,15, y Mt 28, se nota con sorpresa
una representación espiritualizante de la resurrección. Textos más
recientes, corno Lc y Jn, denotan una materialización cada vez mayor,
que culmina en los evangelios apócrifos de Pedro a los Hebreos y en la
Epístola Apostolorum. Tal hecho se explica si consideramos que la
Pascua de Cristo, en la interpretación más antigua, atestiguada en Hch
2-5; Lc 24,26, y Flp 2,6-11, no se concibe aún en términos de
resurrección, sino de elevación y glorificación del justo doliente. Se
trata de la llamada interpretación apocalíptica. Con el tiempo, y debido
a las polémicas, especialmente con los conversos provenientes del
helenismo, se preguntaba si la glorificación de Cristo y su entronización
junto a Dios implicaban también la vida corporal. Se preguntaba si el
Jesús de la gloria es el mismo que el Jesús de Nazaret. Entonces la
comunidad primitiva, especialmente con Lucas y Juan, interpretó las
apariciones y el sepulcro vacío dentro de un horizonte escatológico,
que respondía mejor a las cuestiones planteadas, y se emplea ya la
terminología de resurrección. Cristo, en su realidad terrestre y
corporal, fue totalmente transfigurado por la resurrección: no es un
«espíritu» (Lc 24,39) ni un «ángel» (Hch 23,8-9). El que murió y fue
sepultado es el mismo que resucitó (1 Cor 15,3b-5) 2. De ahí la
preocupación por acentuar el hecho de las llagas (Lc 24,39; Jn
20,20.25-29), de que él comió y bebió con sus discípulos (Hch 10,41) o
de que comió delante de ellos (Lc 24,42). Los relatos de apariciones
del Resucitado a personas particulares, como María Magdalena (Jn
20,14.18; cf. Mt 28, 9-10), los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35), están
rodeados de motivos teológicos y apologéticos dentro del esquema
literario de las leyendas, para dejar bien claro a los lectores la realidad
del Señor vivo y presente en la comunidad. El relato de los discípulos
de Emaús quiere asegurar a la comunidad posterior que aunque no
reciba más apariciones del Señor, también tiene acceso al Resucitado
por la palabra de la Escritura y por los sacramentos de la fracción del
pan, igual que los dos discípulos en camino a su ciudad.
Es evidente que la resurrección no es una creación teológica de algunos
entusiastas de la persona del Nazareno. La fe en la resurrección es
fruto del impacto que las apariciones del Señor provocaron en los
apóstoles, los cuales quedaron sorprendidos y dominados por un
acontecimiento que superaba las posibilidades de su imaginación. Sin
eso, jamás habrían predicado al Crucificado corno Señor. Sin «ese
algo» que aconteció en Jesús, jamás habría existido la Iglesia, ni el
culto ni la alabanza al nombre de este profeta de Nazaret y mucho
menos el testimonio máximo de esta verdad: el martirio de tantos
cristianos de la Iglesia primitiva. Afirmando la resurrección no sólo se
afirman los magnalia Dei acontecidos en la vida de Jesús, se atestigua
asimismo la posibilidad de la transfiguración y actualización total y
global de las posibilidades del mundo presente, el hecho de que la vida
eterna haya venido a transformar la vida humana y de que Dios pueda
realizar su reino en el hombre. Escándalo para muchos (1 Cor 1,23;
Hch 17,32), la resurrección es esperanza y certeza de vida eterna para
todos y para el mundo (1 Pe 1,3; 1 Cor 15,50ss). Por esta razón, la
Iglesia primitiva, junto con la resurrección de Cristo, proclamaba su
significado para nosotros como esperanza (Pe 1,3) de vida futura,
como total liberación de nuestra esquizofrenia fundamental, llamada
pecado (1 Cor 15,3.17; Rom 4,25-1 Lc 24,37; Hch 10,43). «Porque
Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que
durmieron» (1 Cor 15,20; Col 1,18). «El es el primogénito entre muchos
hermanos» (Rom 8,29). Lo que es presente actual para él, será para
nosotros futuro próximo.
3. CON LA RESURRECCIÓN TODO SE ILUMINA
La resurrección produjo una transformación total en los apóstoles. Se les
abrió un horizonte nuevo y vieron con nuevos ojos, de forma
absolutamente nueva, la realidad humana del pasado, del presente y
del futuro. Conviene señalar algunos puntos de lo que la resurrección
significó para la comunidad primitiva.
a) La resurrección rehabilitó a Jesús ante el mundo
La muerte en la cruz convirtió a Cristo, a los ojos del mundo, en un
hombre abandonado por Dios (Gál 3,13). La fe que los apóstoles
habían depositado en él, y que habían atestiguado con su seguimiento,
su participación en la predicación de la buena noticia del reino y su
perseverancia en las tentaciones de Jesús, se había quebrantado. En
ellos se habían cumplido las palabras de Cristo: "Todos os vais a
escandalizar de mí» (Mc 14,27; Mt 26,31). Ellos simplemente huyen y
retornan a Galilea (Mc 14,50; Mt 26,56). Ahora todo cambia: vuelven a
creer en él no como en un mesías y liberador nacionalista (recordemos
la petición de los hijos del Zebedeo : Mc 10,37; Mt 20,21; cf ., también,
Lc 10,11; 22,38; o 24,21; Hch 1,6), sino como el Hijo del hombre de Dn
7, «elevado», "Sentado a la diestra de Dios» y «constituido Hijo de Dios
con poder» (Rom 1,4; Hch 13,33; Mt 28,18). Con gran valentía
confiesan delante de los judíos: «Vosotros lo matasteis... Dios lo
resucitó» (Hch 2,22s; 3,15; 4,10; 5,30; 10,39s). Esta fe, como veremos
más adelante, va a articularse con profundidad cada vez mayor hasta
llegar a descifrar el misterio de Jesús en el sentido de que él es el
propio Dios que viene a los hombres en carne mortal.
b) Con la resurrección de Jesús ha comenzado ya el fin del mundo
Esta convicción constituye la fe firme de la Iglesia primitiva. Mateo insinúa
esta certeza hasta en la forma literaria de relatar la resurrección de
Jesús (28,1.15) : el descenso del ángel, el terremoto, la remoción de la
piedra, la confusión de los guardias, igual que los fenómenos
acontecidos con ocasión de la muerte de Cristo, especialmente la
resurrección de «muchos cuerpos de santos difuntos» (Mt 27,51- 53),
revelan claros rasgos apocalípticos. Con la salida de Cristo del
sepulcro ha comenzado ya a fermentar en el corazón del viejo mundo,
el nuevo cielo y la nueva tierra: la resurrección de los demás hombres,
especialmente la de los creyentes, muestra que el fin es inminente
(Rom 5,12; 1 Cor 15,45ss; 2 Cor 5,10). Cristo es el primero de los
muertos: los demás le seguirán en breve (1 Cor 15,20; Rom 8,29; Col
1,18). El mismo Espíritu que resucitó a Cristo habita ya en los fieles
(Rom 8,11) y va formando con todos ellos un cuerpo de gloria.
c) La resurrección reveló que Jesús murió por nuestros pecados
La resurrección puso de manifiesto que Cristo no era un malhechor, un
abandonado por Dios, ni un falso profeta y mesías. Por la resurrección,
Dios lo rehabilitó delante de los hombres. «La piedra que desecharon
los constructores es ahora la piedra angular» (Mc 12,10). La maldad,
el legalismo y el odio de los hombres lo arrastraron hasta la cruz,
aunque ellos actuaron en nombre de la ley santa y del orden vigente.
A partir de la resurrección la comunidad primitiva comenzó a
preguntarse: ¿Por qué Cristo debía morir, si Dios después lo resucitó?
Si Dios mostró por la resurrección que estaba de su lado, ¿por qué no
lo manifestó durante su vida pública? El relato de los discípulos de
Emaús nos insinúa con qué agudeza interesaba esta pregunta a la
joven Iglesia. Consultaban las Escrituras, hacían trabajo teológico y
reflexionaban a la luz de la resurrección para descifrar este profundo
misterio. Los discípulos de Jesús, tal como aparecen en los textos
evangélicos pertenecientes a la llamada Quelle 3, no atribuían todavía
carácter salvífico a la muerte de Cristo. Para ellos, Jesús participó del
destino común a todos los profetas, la muerte violenta (Lc 11,49ss y
paralelos; Lc 13,34ss par.; 1 Tes 2,14ss; Hch 7,51ss). Y Dios lo exaltó
y lo constituyó como el Hijo del hombre, que pronto vendría sobre las
nubes. Esta es la imagen que la Quelle tiene de Cristo. Otro grupo de
la comunidad cristiana palestinense procuraba interpretar la trágica
muerte de Cristo como la realización de un plan oculto y preestablecido
por Dios (Hch 2,23; 4,28). En este sentido se dice que Cristo «debía
morir» (Mc 8,31), como lo predecían las Escrituras del Antiguo
Testamento (Mc 14,49). En la misma línea de interpretación se
conciben las profecías de Jesús acerca de su muerte y resurrección,
todas ellas, muy probablemente, elaboradas después de estos
acontecimientos (Mc 8,31; 9,31; 14,41). La muerte y la resurrección se
tornan comprensibles si se insertan dentro del plan de Dios. Pero no
bastaba comprobar la «necesidad» histórico-salvífica del camino
cruento de Jesús. Se procuraba descifrar su sentido secreto. ¿Qué
significado tiene la muerte violenta del justo? ¿No había dicho el Cristo
terrestre: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve»? (Lc
22,27). La comunidad palestinense interpretó muy pronto la muerte de
Cristo como la forma extrema del servicio a la humanidad. Y en este
contexto se dice que «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido,
sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45).
Esta interpretación fue posible porque en los ambientes del judaísmo
tardío y helenístico circulaba la idea de que la muerte de los mártires y
hasta la de los niños inocentes era capaz de asumir carácter vicario y
redentor en favor de los pecadores (2 Mac 7,32.37; cf. 7,18; 2 Mac
6,28s; 17,20-22; 18,4). Isaías 53 se refiere claramente al Siervo
sufriente que «tomó sobre sí nuestras enfermedades y se cargó con
nuestros sufrimientos» (4). Aunque inocente, «el Señor hace recaer
sobre él el castigo de las faltas de todos nosotros» (5). Sin embargo,
este castigo nos salvó y «fuimos curados gracias a sus padecimientos»
(6). Con semejante interpretación, la comunidad quería expresar lo
que ya emergía del comportamiento y palabras de Jesús de Nazaret;
con su muerte, infligida injustamente, Dios se había vuelto hacia los
pecadores y perdidos y los convidaba a la comunión con él. Un paso
adelante supuso la interpretación de su muerte como una expiación
sacrificial por los pecados del mundo, como aparece en Rom 3,25 y en
la epístola a los Hebreos. Este pensamiento ya está contenido en las
palabras de la última cena, cuando se habla de la sangre que será
derramada por nosotros (Mc 14,24; Lc 22,20; Mt 26,28: «para la
remisión de los pecados»). Pablo expone otra interpretación de la
muerte de Cristo en el sentido de que la cruz significa el fin de la ley:
«quien no conoció el pecado, se hizo pecado por nosotros, para que
viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor 5,21). Por la cruz, el
que era inocente atrajo hacia sí toda la maldición de la ley (Dt 21,23:
«porque un colgado es una maldición de Dios») y así cumplió todas sus
exigencias. Con eso ha quedado abolida la ley (Gál 3,13; 2,13s; Ef
2,14.16).
Todas estas interpretaciones de la Iglesia primitiva son intentos, que
utilizan el material representativo y su modo particular de ver la
realidad, de dar sentido a la muerte de Cristo. La resurrección
proyectó una luz iluminadora sobre el sinsentido de su martirio. Todas
ellas, a pesar de los diferentes modelos de representación, están de
acuerdo en que Cristo no murió a causa de sus pecados y culpas (2
Cor 5,21; 1 Pe 2,21ss; 3,18), sino por la maldad de los hombres. Como
resulta evidente, la interpretación de la muerte de Cristo como sacrificio
no es sino una entre otras. Los propios textos del Nuevo Testamento
no permiten absolutizarla, como sucedió en la historia de la fe, en el
marco de la Iglesia latina. Debemos decir que Cristo murió a
consecuencia de la atmósfera y la situación de mala voluntad, de odio y
cerrazón en que los judíos y toda la humanidad vivieron y viven aún.
Jesús no se dejó determinar por esta situación, sino que nos amó hasta
el fin. Asumió sobre sí esta condición pervertida; fue solidario con
nosotros; murió en solitario, para que nadie en el mundo tuviese ya que
morir solo; él está con cada uno para hacerlo participar de la vida que
se manifestó en la resurrección: vida eterna en comunión con Dios, con
los otros y con el cosmos.
d) La muerte y la resurrección, origen de la Iglesia
El reino de Dios, que en la predicación de Jesús tenía una dimensión
cósmica. debido al rechazo de los judíos, se realizó en una sola
persona, ésto es, en Jesús de Nazaret. Como decía Orígenes, Cristo
es «autobasileia tou Theou»: Dios realizó su reino sólo en su Enviado.
Así queda abierto el camino para que haya una Iglesia con la misma
misión y mensaje de Cristo: anunciar e ir realizando poco a poco el
reino de Dios en medio de los hombres. No sólo a los judíos, sino a
todos debe ser anunciada la buena noticia de que los hombres y toda
la realidad tienen un fin bueno, y este fin se llama vida corporal y
eterna. En medio del mundo, la Iglesia lleva adelante la causa de
Cristo, la testimonia y simultáneamente la realiza bajo los velos de la fe,
del amor, de la esperanza y del misterio. La misión surgió de la
convicción de que el Resucitado, ahora en el cielo, lleno de poderío, es
el Señor de todas las cosas. Urge anunciar y llevar a todos, judíos y
paganos, la adhesión a lo que eso significa: el perdón de los pecados,
la reconciliación, la certeza de liberación de las fuerzas y de las
potencias que en el mundo se arrogan poderes divinos y quieren ser
veneradas como tales y la seguridad de que es posible la total apertura
y acceso a Dios Padre..
4. SIGNIFICADO ANTROPOLÓGICO DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
Debido a la resurrección de Jesús, el cristianismo deja de una religión
nostálgico volcada hacia un pasado. Es una religión del presente, que
celebra la certeza de una presencia viva y personal. Con ello el
cristianismo vino a responder a los problemas más acuciantes del
corazón humano resumidos en la frase: ¿qué será del hombre?
a) Para el cristiano no hay ya utopía, sino solamente topía
El hombre es, por esencia, un ser siempre en camino, que procura
realizarse en todos los niveles, en el cuerpo, en el alma y en el espíritu,
en la vida biológica, espiritual y cultural. En esta aspiración se ve
continuamente obstaculizado por la frustración, el sufrimiento, el
desamor y la desunión consigo mismo y con los demás. El principio
«esperanza» que está en él le hace elaborar constantes utopías como
la República de Platón, la Ciudad del Sol de Campanella, la Ciudad de
la Eterna Paz de Kant, el Paraíso del Proletariado de Marx, el Estado
Absoluto de Hegel, la situación de total amor de Teilhard de Chardin o
incluso el lugar donde no hay lágrimas ni hambre ni sed de nuestros
indios tiipi--tiaraníes y apapocuvas-guaraníes. Todos gemimos como
Pablo: «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom 7,24). Y
todos añoramos, con el autor del Apocalipsis, esa situación «en la que
no habrá ya muerte ni llanto, ni dolor, porque el viejo mundo ha
pasado» (/Ap/21/04). La resurrección de Jesús quiere ser la
realización de esta utopía dentro de nuestro mundo. Porque la
resurrección significa la escatologización de la realidad humana, la
introducción del hombre cuerpo-alma en el reino de Dios, la realización
total de las capacidades que Dios colocó dentro de la existencia
humana. Con ella fueron aniquilados todos los elementos alienantes
que laceraban la vida, como la muerte, el dolor, el odio y el pecado.
Para el cristiano, a partir de la resurrección de Jesús, no hay ya utopía
(en griego: lo que no existe en ningún lugar), sino solamente topía (lo
que existe en algún lugar). La esperanza humana se realiza en Jesús
resucitado y ya se está realizando en cada hombre. A la pregunta:
¿qué será del hombre?, la fe cristiana responde gozosamente: del
hombre será la resurrección como total transfiguración de la realidad
humana espíritu-corporal.
b) Dios no sustituyó lo viejo por lo nuevo, sino que convirtió lo viejo en
nuevo
Hay una pregunta que interesa a todos: ¿cómo habremos de resucitar?
San Pablo, teniendo ante sus ojos a Jesús resucitado, responde que
los muertos resucitarán incorruptos, con gloria y fortaleza, con una
realidad humana totalmente llena de Dios . (1 Cor 15,42-44). Habla
incluso de un cuerpo espiritual (44a.b). Sin embargo, conviene aclarar
que «cuerpo», para la mentalidad paulina y semita, no designa uno de
los dos componentes del hombre, distinto del «alma». Cuerpo es el
hombre todo entero (cuerpo-alma), persona, en relación con los otros.
Cuerpo es el hombre en cuanto capaz de comunicación. Ahora, en la
presente situación, el hombre-cuerpo posee una vida terrestre y
perecedera. Por la resurrección, el hombre-cuerpo recibe una vida
inmortal que viene de Dios, libre de cualquier amenaza de corrupción.
El hombre-cuerpo se transforma de carnal en espiritual (esto es, lleno
de Dios). Pablo insiste: «Es necesario que este ser (hombre-cuerpo)
corruptible se revista de incorruptibilidad y que este ser mortal
(hombre-cuerpo) se revista de inmortalidad» (1 Cor 15,53). El
hombre-cuerpo, en su condición natural (carne y sangre), «no puede
heredar el reino de los cielos» (resurrección, 1 Cor 15,50a). Necesita
transformarse (52b: "que lo mortal sea absorbido por la vida» (2 Cor
5,4c). No se piense que el cuerpo resucitado es algo absolutamente
nuevo. Dios no sustituyó lo viejo por lo nuevo, sino que convirtió lo
viejo en nuevo. Cuerpo tampoco es el cadáver ni el conglomerado
físico-químico de nuestras células vivas. Es algo más profundo, es la
conciencia de la materia humana o el espíritu que se manifiesta y
realiza en el mundo. La materia de nuestro cuerpo se transforma y se
modifica de tiempo en tiempo, manteniendo siempre nuestra identidad
corporal. Cuando decimos yo expresamos nuestra identidad
espíritu-corporal. Ahora bien, la resurrección transforma nuestro yo
espíritu-corporal a imagen de Jesús resucitado.
c) El fin de los caminos de Dios es el hombre cuerpo
RS/ESPACIO-TIEMPO: Si el hombre-cuerpo es el hombre todo entero en
su capacidad de comunicación, entonces la resurrección lo concreta y
potencia al máximo. Ya en su situación terrestre, el hombre-cuerpo es
comunión y presencia, donación y apertura a los otros, pues el cuerpo
es lo que nos hace presentes al mundo y a los otros. No obstante, ese
mismo cuerpo, al tiempo que comunica, impide la comunicación. No
podemos estar en dos lugares. Estamos presos en el espacio y en el
tiempo. La comunicación es un proceso de códigos y símbolos,
generalmente ambiguos. Por la resurrección, todos estos obstáculos
quedan destruidos, reina la total comunión, se da absoluta
comunicación con las personas y cosas. El hombre. ahora
espíritu-corporal, adquiere una presencia cósmica. Como se ve, el fin
de los caminos de Dios reside en el hombre-cuerpo completamente
transfigurado y hecho total apertura y comunicación.
d) ¿La resurrección en la muerte?
RS/EN-LA-MUERTE: Las fuerzas del siglo futuro ya están actuando en
el corazón del viejo mundo (Heb 6,5). Por la fe y la esperanza, por el
seguimiento de Cristo y por los sacramentos, el germen de la
resurrección (Jesús mismo) queda depositado en la realidad del
hombre-cuerpo. No se perderá con la muerte: «El que cree en el Hijo
tiene vida eterna» (Jn 3 36; 3.15-16.36; 11,26; 5,24). Todos los que se
revistieron de Cristo son nueva criatura (Gál 3~27 y 2 Cor 5,17 ). El
«estar en Cristo» es primicia de vida resucitada y la muerte es una
forma de «estar en Cristo» (Flp 1,23: 2 Cor 5,8; 1 Tes 5,10). Nosotros
seremos transformados a semejanza de Cristo (Flp 3.21). Entonces
todo lo que en el hombre está en germen recibirá con la muerte
realidad plena y carácter definitivo. Como la muerte es el paso a la
eternidad, en la cual no existe el tiempo, no hay ninguna repugnancia
en admitir que ya se realiza en ella la escatología última de la
resurrección de los muertos. La parusía final revelaría lo que ya se
verificó en el fin del mundo personal. El hombre, unidad cuerpo-alma,
entra, ya con la muerte, en la total y definitiva realización de aquello
que él sembró en la tierra: resurrección para la vida o para la muerte.
El cadáver puede permanecer y ser entregado a la corruptibilidad:
nuestro verdadero cuerpo personalizado por el yo (que es más que
materia físico-química) participará de la vida eterna. Con optimismo
cristiano nos enseña el Vaticano II: «Ignoramos el tiempo en que se
hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco
conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de
este mundo, afeada por el pecado, pasa; pero Dios nos enseña que
nos prepara una nueva morada y una nueva tierra... No obstante, la
espera de una nueva tierra no debe amortiguar, sino más bien avivar la
preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la
nueva familia humana, el cual puede, de alguna manera, anticipar un
vislumbre del siglo nuevo... El reino está ya misteriosamente presente
en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección»
(Gaudium et spes 39).
....................
1 Juan 21 es considerado un apéndice posterior al Evangelio. La aparición ahí
narrada se interpreta más coherentemente si admitimos que reelabora una
tradición prepascual sobre la vocación de los discípulos (Lc 5,1.11), ahora contada
nuevamente a la luz de la resurrección con una clara intención de relacionar el
ministerio de Pedro con el poder de Cristo resucitado: P. Benoit, Passion et
résurrection du Seigneur, op. cit., 337-353.
2 El kerigma fundamental se expresa ahora así: «Estuve muerto, pero ahora estoy
vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del Hades» (Ap
1,18; cf. Rom 6,10).
3 Quelle es una palabra alemana que significa fuente y es un término técnico de la
exégesis moderna: pertenecen a la Quelle (o simplemente Q) los textos de los
sinópticos que no están en Marcos, pero que son comunes, aunque a veces con
pequeñas variantes, a Lucas y Mateo.
LEONARDO
BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACION DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981. Pág.
144-159