Reencarnación, Resurrección:
presupuestos y fundamentos
Henri BOURGEOIS*
Más importante que oponer en un debate doctrinal reencarnación y
resurrección, concepto a concepto, es comprender lo que en ambas está en
juego: debajo de lo que dicen las creencias está lo que quieren decir. Hay que
sumergirse bajo las imágenes y las palabras. En los que sostienen la
reencarnación afloran entonces oscuras convicciones: «hay que pagar...»; «la
vida es una ilusión»; «el mundo es como debe ser»... Son distintos los
presupuestos que fundamentan la fe en la resurrección: «la vida es un don
gratuito»; «cada ser humano tiene un valor único»; «no hay existencia
humana sin un cuerpo»; «lo experimentado en Cristo es comunicable a todos
los demás».... Desenterrar esas lógicas subterráneas es condición para el
diálogo que se pretende.
No es tarea simple explicitar qué quieren decir exactamente las
creencias en la reencarnación y en la resurrección. Y todavía más
difícil es expresar qué implican estas dos formas de esperanza, qué
presuponen, qué las fundamenta. Con todo, quiero intentar
reflexionarlo. En efecto, creo que no entenderíamos suficientemente
bien estas dos formas de presentación si nos contentáramos con
mostrar lo que significan sin valorar lo que quieren significar.
Dos creencias que no están en el mismo plano
En la actual coyuntura occidental, hay que señalar un primer
presupuesto de orden metodológico que yo formularía así: la doctrina
de la reencarnación y la de la resurrección no están en la misma órbita.
Dicho de otro modo: se crea confusión si se las compara sin
precauciones, como si fueran dos formas de presentación de idéntico
nivel que, se piensa, responden de dos modos diferentes a una misma
cuestión, la del más allá.
Es verdad que tanto una como otra creencia afirman que la totalidad
de la vida humana no termina en el cementerio. En ambas
perspectivas, «algo» continúa tras la muerte, relacionado con lo que ha
pasado antes de dicha muerte. Además, en ambos casos interviene la
fe: lo que se afirma supera lo que se puede probar racionalmente,
aunque lleve consigo una inteligibilidad fuertemente reivindicada.
Finalmente, ni la una ni la otra pueden aislarse de un contexto de
conjunto que cimienta su sentido: esto, por lo demás, levanta
interrogantes en Occidente, pues lo que se dice entre nosotros de la
reencarnación y, en menor grado, de la resurrección está mal
enlazado, muy frecuentemente, con las líneas de fuerza del conjunto
del pensamiento budista y del pensamiento cristiano.
Existen, pues, convergencias entre reencarnación y resurrección.
Pero, según el parecer de los mismos que se adhieren a ambas
doctrinas, las creencias en cuestión no son del mismo orden. Creer en
la resurrección es creer que los muertos son llamados a entrar, llegado
el momento, en otro modo de existencia distinto del modo actual de la
historia. Creer en la reencarnación es creer que después de la muerte
son posibles otras existencias en este mundo «de aquí abajo», como
en nuevas ediciones de la vida histórica. Con otras palabras, en la
perspectiva «reencarnacionista», el más allá puede realizarse al lado
de acá; el misterio de después de la muerte se reinscribe en el tiempo
presente, sin que en ese hecho se produzca un acceso a un modo
diferente de existencia.
Esta diferencia no es discutible en modo alguno. Evidentemente, se
mantiene en toda su extensión el problema de saber si las dos
creencias pueden ir a la par, si son compatibles en la práctica. Pero,
como insisten no pocos defensores de la reencarnación, ambos modos
de representación no son opuestos a priori1. En debates sobre estas
cuestiones, con frecuencia he oído sostener a personas que creen en
la reencarnación que las reencarnaciones corresponden a una serie
intramundana, mientras que la resurrección hace salir del sistema de
existencias sucesivas. En esta óptica, la resurrección vendría a cerrar
un ciclo de reencarnaciones.
En consecuencia, reencarnación y resurrección consideran de dos
modos diferentes lo que puede ocurrir después de la muerte. En su
manifestación corriente, las dos creencias se presentan, por lo demás,
de manera autónoma, sin necesitar la una de la otra para
caracterizarse. No obstante, desde la Antigüedad, y mucho más en los
siglos XIX y XX, han estado relacionadas en Occidente, hasta el punto
de que para nosotros se ha convertido en algo normal el confrontarlas.
Pero esa necesidad, tan propia nuestra, no es universal.
Puntos de apoyo de las creencias
Si se entra en esa dinámica, siempre peligrosa, de la confrontación,
se puede tirar por el camino más corto y mantener como presupuestos
de las dos creencias los datos que una y otra consideran que las
fundan. ¿Por qué se cree en la reencarnación? ¿Por qué se cree en la
resurrección? Doble pregunta que pone en la pista de diferentes de
puntos de apoyo o indicios.
Por lo que toca a la reencarnación, se alegan, por lo general,
fenómenos extraños: impresiones de cosas o situaciones ya vistas,
recuerdos que no se vinculan al pasado que uno ha tenido,
conocimientos de origen desconocido... No entro en detalles; tan sólo
quiero subrayar, simplemente, que esos hechos son interpretados
como cosas que no pueden tener otra razón de ser que una o varias
vidas anteriores. De ahí su carácter casi irrecusable para algunos. De
ahí también la tendencia a decir que «la reencarnación es cosa
probada». A mi parecer, tales hechos no son pruebas, en el sentido
fuerte del término. Pero a veces son impresionantes. Y hay que
confesar claramente que las demás interpretaciones que se pueden
dar de ellos son también discutibles (telepatía, trabajo del inconsciente,
memoria extra-cerebral, etc.).
En el fondo, los fenómenos a que se refieren los defensores de la
reencarnación entran en relación circular con la doctrina
reencarnacionista. Se les interpreta como apoyos de esta doctrina,
pero una buena parte de su autoridad viene de la creencia que ya se
tiene y que lleva a prestarles atención.
¿Y qué sucede, en este aspecto, con la creencia en la resurrección?
Los contenidos son diferentes, los acentos no son semejantes, pero,
desde el punto de vista funcional, los presupuestos son análogos. Los
cristianos que se adhieren a la resurrección de los muertos se remiten
también ellos, a fenómenos extraños -las apariciones pascuales de
Cristo- que interpretan, siguiendo al Nuevo Testamento, como signos
del señorío de Jesús, el Hijo de Dios al que su Padre ha hecho levantar
de entre los muertos para atestiguar la verdad de su evangelio a pesar
del repudio del Gólgota. Como sucedía con la reencarnación, también
aquí interviene una especie de circularidad entre las experiencias a
que se hace referencia y la doctrina que apoyan. Se cree porque, dice
el evangelio, se ha tenido un contacto con el Resucitado, y se está en
relación con el Cristo pascual porque se cree en Él.
La diferencia de los presupuestos y fundamentos
La analogía que acabo de indicar no debe, sin embargo, ocultar una
singular diferencia.
Es verdad que ambas creencias se vinculan, por un lado, a
fenómenos extraños y, por otro, a una interpretación global que esos
fenómenos no prueban, sino que actualizan. Igualmente, la fe que
interviene en ambos casos conlleva inevitablemente una cierta
fragilidad, más o menos reconocida, por lo demás, por muchos
creyentes. En efecto, siempre es posible preguntarse si la esperanza a
la que orienta la fe no es simple respuesta a la necesidad de seguridad
ante el miedo a la muerte y ante la angustia respecto al más allá. Toda
fe experimenta en sí misma esa contra-interpretación y necesita entrar
en explicaciones con ella. Se crea en la reencarnación o en la
resurrección, nos encontramos ante un misterio que no se reduce a
nuestra afectividad, pero que está, en mayor o menor grado, en
connivencia con ella.
Ahora bien, dicho esto, ambas creencias no son idénticas. Cuando
uno se adhiere a la reencarnación, tiende a considerar las vidas
sucesivas como una ley cósmica de la que los fenómenos extraños que
hemos mencionado no son más que signos ejemplares. La afirmación
cristiana de la resurrección tiene otro sentido. Lo que ella confiesa se
encuentra efectivamente personalizado en la figura pascual de Cristo.
Lo que a Él le ha sucedido se convierte en la forma del porvenir
universal. Los cristianos dicen que los muertos resucitarán en Él y por
Él, entrando en comunión con su más allá.
¿Hay que decir que la diferencia en cuestión es más aparente que
real? En otros términos, ¿se puede hablar, en cristianismo, de una ley
de resurrección análoga a la ley de reencarnación del budismo? Creo
que no. Es verdad que los cristianos consideran que la resurrección es
vocación común de la humanidad. Pero esa universalidad no pertenece
a una ley de la estructura, sino a un don comunicado por Dios a partir
de su Hijo pascual. Se ve la diferencia: la resurrección expresa un más
que el orden de la creación; manifiesta en ese orden una gratuidad
fundada en Dios mismo e inseparable de la figura de Cristo.
Debido, sin duda, a esta diferencia, las personas que creen en la
reencarnación consideran los fenómenos extraños a que hemos
aludido como hechos objetivos, casi experimentables, mientras que el
cristianismo habla con discreción de las apariciones de Cristo, no para
minimizar su importancia, sino para dejar que se mantengan como
palabras que Dios mismo, en su Espíritu, dirige a la fe. Yo añado a esto
que el régimen de las apariciones pascuales de Cristo quedó
clausurado. Las demás apariciones que de vez en cuando se reseñan
en la Iglesia jamás tienen una autoridad comparable a las de Jesús.
Dicho de otro modo, lo que alimenta la fe cristiana en la resurrección
es, partiendo de ese punto, la vida evangélica y eclesial, en la que se
hace memoria de Cristo, se actualiza sacramentalmente su presencia y
se espera su retorno. Todo esto, que es la forma de la vida histórica de
los cristianos, mantiene viva la esperanza pascual y confiere incesante
significación al testimonio inicial tal y como lo atestigua el Nuevo
Testamento. Yo diría, en consecuencia, que los signos cristianos son
menos los fenómenos extraños, como las apariciones de Cristo, que los
actos que llevan en sí y transmiten la fe evangélica y la vocación
eclesial en la vida ordinaria.
¿Cómo puede ser así? Porque el más allá de la resurrección que
anuncia la fe cristiana es considerado por esa misma fe como ya
anticipado en el más acá del día a día. Algo de la resurrección final
existe ya en el proceso de la historia. Algo de lo último existe ya en el
transcurso continuado de los acontecimientos y del mundo. Pero esta
«repatriación» del más allá al más acá no es semejante al que realiza
la doctrina de la reencarnación. Para ésta, lo que sucede tras la
muerte genera una nueva existencia histórica, semejante a la que la ha
precedido. Para el cristianismo, es el más allá de Cristo el que está
dotado de la capacidad de habitar la vida histórica. No para suscitar
una serie de vidas sucesivas, sino para inscribir en la vida presente, en
la historia actual, una prenda y una semilla del fin de los tiempos, como
una anticipación de la resurrección final.
Las lógicas del misterio
La reflexión que estoy haciendo ha identificado, hasta este momento,
dos tipos de presupuestos de la reencarnación y de la resurrección:
uno referido a la diferencia de orden o de plano entre ellas; otro que
tiene que ver con los puntos de apoyo que ambas implican. Quiero
ahora traer a escena una tercera categoría de presupuestos: las
formas de inteligibilidad globales subyacentes a los razonamientos
mantenidos por ambas como lógicas de conjunto. Hay que entrar en
esta tercera zona si se quiere comprender últimamente hasta qué
punto son distintas una y otra creencias. Empecemos despejando las
lógicas de la reencarnación, y luego las de la resurrección.
Creer en la reencarnación implica, en primer lugar, lo que yo llamaría
una lógica de la compensación cósmica. Según la ley del karma, el
pasivo de cada vida debe ser liquidado por otra vida hasta la extinción
de la deuda o de lo negativo, cosa que puede requerir varias
existencias sucesivas. El desorden, el desequilibrio o la ilusión deben
ser rehabilitados en la misma existencia en que se han producido, de
forma que una existencia nueva permita compensar las insuficiencias
anteriores. Tal es la ley general del universo.
El cristiano se ve impulsado no pocas veces a juzgar que esa ley es
implacable. Pero es interpretarla fuera de su contexto: en su
significación esencial, lo que esa ley pone de manifiesto es que el ser
humano pertenece al universo, y lo que indica es que el mundo tiene
sentido. No hay infierno, es decir, una posición sin salida y sin
reequilibrio posible. Al mismo tiempo, el mal escandaloso, al que los
cristianos son casi siempre muy sensibles, encuentra alguna
iluminación. Los sufrimientos o los dramas que golpean a los seres
humanos son, de manera misteriosa pero lógica, un modo de
compensar desequilibrios ocasionados en una o varias vidas
anteriores. A fin de cuentas, como me decía un joven, «hay que pagar;
es normal». Lo negativo debe convertirse en positivo; lo ambiguo debe
llegar a adquirir una forma acabada.
Habitualmente, las personas que creen en la reencarnación no
hablan de pecado para designar la carencia que hay que compensar.
Porque el pecado implica una instancia divina de la que se depende. El
pasivo o lo negativo es considerado más bien en términos de carencia,
de insuficiencia o de desequilibrio. El punto de vista pretende ser
objetivo, sin culpabilidad confesada. «Así son las cosas», de un modo
o de otro: hay que entrar en la lógica de lo real; lo que quiere decir, a
fin de cuentas, salir de la ilusión, escapar de la moksha.
Una segunda lógica de la creencia en la reencarnación es la lógica
evolutiva, que está implicada en la precedente, en el sentido de que la
compensación cósmica supone una historia progresiva en la que el
no-sentido se va reduciendo progresivamente. La ley del universo, que
tiene el aspecto de ser repetitiva, de repetir existencias sucesivas, es
considerada, completamente al contrario, como una ley de progreso.
La repetición hace avanzar. En esta perspectiva, la doctrina de la
reencarnación se hace muy sugestiva para los occidentales, que
somos menos sensibles al karma y más proclives a las perspectivas
evolucionistas. Enlazando con algunas ideas sostenidas en la
Antigüedad por algunos gnósticos, de los que habla Ireneo de Lyon,
hay quienes piensan que la vida es demasiado rica para poder
agotarla en la duración siempre limitada de una sola existencia
humana. También, otras veces, la lógica evolutiva de la reencarnación
se hace igualitaria. No es normal, en efecto, que algunos seres
humanos no tengan su cupo de vida, mueran demasiado pronto o
tengan existencias demasiado desgraciadas. La posibilidad de nuevas
existencias se presenta entonces como la afirmación de un orden
cósmico en el que todos tengan la oportunidad de pasar por las
mismas experiencias fundamentales. Yo añadiré, siempre en esa
misma óptica de la evolución, que muchas veces en estos últimos años
me he encontrado con cristianos que afirman creer en la reencarnación
y piensan que esta doctrina moderniza al cristianismo, no por acabar
con la fe pascual, sino porque completa lo que la tradición cristiana no
ha sabido o no ha podido decir.
En tercer lugar, la creencia en la reencarnación muestra, a mi
parecer, una lógica antropológica que yo denominaría lógica del
cuerpo secundario. ¿Qué significa, efectivamente, la secuencia de
reencarnaciones? Quiere decir que el principio espiritual, el alma o, por
mejor decir, el ego, se materializa, se da un cuerpo, mientras no
consiga dejar de necesitar una existencia corporal. La ley del karma, o
de la compensación, indica, en este punto, lo que está en juego. El
desequilibrio que debe ser absorbido progresivamente es, para el ego
o el sujeto, una ilusión. Una ilusión sobre sí mismo. El ser humano cree
ser una persona autónoma e independiente, siendo así que en el
fondo no es más que una modalidad provisional y accidental de la
energía universal o de la realidad cósmica. Consecuentemente, hay
reencarnación mientras hay necesidad de un cuerpo. Y hay necesidad
de un cuerpo mientras el ego se mantiene en la ilusión de ser alguien.
Pero el objetivo a alcanzar es la anulación de esas ilusiones o, dicho
de otra forma, la disolución del sujeto individual en el misterio del que
él es sólo un elemento, cosa que va unida a la cesación de
encarnaciones.
El mensaje de la reencarnación
En la práctica, en la experiencia de las personas que creen en la
reencarnación, no es seguro que las tres lógicas que acabamos de
presentar sumariaemente estén siempre muy articuladas. La misma
dificultad afecta, por lo demás, a los que creen en la resurrección y que
a veces tienen dificultad en sostener conjuntamente los significados de
su adhesión.
Lo que me parece más importante es percibir el punto de
convergencia de esas lógicas, porque antes de cualquier debate
doctrinal es indispensable comprender.
En nuestro caso, el mensaje de la reencarnación no incide ni sobre
Dios ni siquiera sobre el ser humano en cuanto individuo, sino sobre el
universo y su progresiva coherencia. La reencarnación es un proceso
que se inscribe en el movimiento del cosmos para posibilitar que el ser
humano pueda desprenderse de sus ilusiones y volver espiritualmente
a su principio, que es lo real o la energía del mundo.
En esta perspectiva, Dios no tiene lugar alguno. Si se habla de Él, es
porque todavía se vive en el régimen de la ilusión que magnifica en
una existencia absoluta la realidad impersonal pero espiritual del
mundo. La salvación, por emplear una palabra cristiana, consiste, por
tanto, no en recibir un don de Dios, sino en integrarse en la ordenación
de lo real, comprendiéndolo poco a poco y rompiendo con las
apariencias o las necesidades inmediatas. ¿Hay que hablar de
fatalidad? No me parece un término feliz. En todo caso, el universo es
lo que debe ser; si uno soporta mal sus leyes, es precisamente porque
no ha llegado aún a armonizarse con él y a integrar, hasta la extinción
de las ilusiones y de las densidades superficiales, sus orientaciones
esenciales.
En consecuencia, la antropología que implica la reencarnación está
muy caracterizada. Los valores del sujeto, de la persona, de la libertad,
a los que el cristianismo está tan estrechamente vinculado, quedan
relativizados. El ser humano no es un ser; es un momento o un
aspecto. El cuerpo, por su parte, al que los cristianos contemporáneos
empiezan ya a valorar, no es más que un soporte provisional, una
materialización muchas veces indispensable, pero, a fin de cuentas,
secundaria, y no define de forma constitutiva la existencia humana en
su última verdad.
Las lógicas de la resurrección
Me parece que es posible presentar de modo análogo las formas de
inteligibilidad global que implica la fe cristiana en la resurrección. Pero
estas lógicas no se corresponden, término a término, con las de la
reencarnación. Aunque también podemos sintetizarlas en tres,
intentando la claridad de la reflexión, no se puede ignorar que los
acentos y los contenidos son muy distintos.
La afirmación de la resurrección me parece que brota, en primer
lugar, de una lógica de evangelio. Quiero decir con esto que implica la
idea de una revelación hecha por Dios mismo, en el seno de la historia
humana, del futuro prometido a la humanidad. Lo que vendrá es
considerado como manifestado en un acontecimiento misterioso,
suprahistórico y, sin embargo, inscrito en la historia: el acontecimiento
de la Pascua. Hay en ello una contingencia reveladora, sin la que el
más allá de la resurrección se mantendría como una posibilidad
religiosa, pero no sería una realidad cuya gratuidad atestigüe el mismo
Dios y cuyo carácter efectivo garantice El con su palabra y su propia
implicación.
En el cristianismo, en consecuencia, la resurrección ocupa un lugar
fundamental: asume y recapitula el movimiento de la Alianza entre Dios
y los hombres, la vida histórica de Jesús y las de los creyentes. En el
budismo y en las doctrinas que se adhieren a la reencarnación, ésta
ocupa un lugar muy diferente: es una especie de consecuencia de la
lógica espiritual, no un elemento fundamental.
Ya caemos en la cuenta de que lo que yo llamo «lógica evangélica
de la resurrección» apuesta por la historia en lo que ésta tiene de
capacidad de acontecimiento. La resurrección no es, primariamente, un
dato de la antropología, sino que es un signo y una acción de Dios,
que ha tomado en Jesús forma de acontecimiento y que, del mismo
modo, al final de los tiempos, tendrá para la humanidad valor de
irrupción.
Sobre esta base, la lógica pascual implica algunos otros datos que
me limito a señalar. En primer lugar, es una lógica de la gratuidad. La
resurrección es un don y viene acompañada de un perdón. En este
sentido, no brota de un principio de compensación, como lo hace la
creencia en la reencarnación; a condición, al menos, de que ciertas
formas de representación escatológicas, como las del purgatorio, no
reintroduzcan subrepticiamente la idea de una salvación obtenida por
un pago o una expiación por parte de los hombres2. Por otro lado, la
lógica del evangelio pasa por un discernimiento de la vida humana.
Pero este discernimiento es obra de Dios, no está asegurado por las
legalidades cósmicas, como pretende la ley del karma. Esto queda tan
intensamente claro en el cristianismo que, en parte, lo definitivo del
Juicio está ya anticipado en el presente de la fe y de la historia
creyente. Esta perturbación de la lógica temporal es significativa. Dios
interviene en la historia humana de tal manera que lo esencial es ya
perceptible, y nadie puede impedir definitivamente la realización del
futuro prometido. Dicho de otro modo, la resurrección no es sólo un
más allá de la muerte; es ya un presente de la historia evangélica. Esta
concepción, ya lo he indicado, se muestra con toda evidencia como
muy distinta de la reencarnación.
El sujeto y su carácter único
A partir de la lógica evangélica de la resurrección, se pueden
identificar otras dos formas globales de interpretación que yo llamaría
lógica del sujeto y lógica de la comunicación entre sujetos.
La creencia cristiana en Jesús resucitado implica una afirmación del
sujeto. Éste no es una ilusión provisional, sino una realidad que llega a
la historia y que alcanza en ella un valor irreductible y definitivo.
¿Se trata de un antropocentrismo ingenuo? Las concepciones
reencarnacionistas nos obligan a hacernos esta pregunta. Además, en
el cristianismo, ciertas formas de mística nos conducen a interrogantes
análogos. La posición evangélica es, con todo, decidida y está
motivada. Se remite a la coherencia bíblica. Si efectivamente es verdad
que Dios llama a cada ser humano por su propio nombre, se sigue de
ello que cada ser humano es único y encuentra en el amor creador y
recreador que Dios le tiene la humilde razón para una vida eterna que
tenga forma personal. Consecuentemente, en la humanidad todo ser
es importante, incluido el marginal o el excluido, lo mismo que el
muerto. Cada ser humano atestigua misteriosamente que los dones de
Dios no tienen vuelta atrás. Se trata de una lógica del amor. El sujeto
personal es necesario para que pueda existir el amor. Todo ser, para
ser amable y amado, no puede no existir en la unicidad definitiva de su
vocación ante Dios.
Dios mismo, por lo demás, es pensado en el cristianismo en la clave
de esa misma exigencia. También Él es sujeto, evidentemente de forma
analógica en relación con la personalización humana. Es, incluso,
tripersonal. Su manera de ser viene postulada por su manera de amar
y por la posibilidad de amarle.
De golpe, la creencia en la reencarnación manifiesta claramente su
propia lógica. Efectivamente, en su óptica, el sujeto humano y el sujeto
divino son considerados, ambos a la vez, como ilusorios. La ley kármica
significa la coherencia del universo, pero no implica ni la irreversibilidad
de la existencia humana personal ni la implicación libre de un principio
divino. A la espiritualidad se la considera como algo que se inscribe
más allá de esas figuras.
Ahi mismo vemos también cómo el cristianismo y la doctrina de la
reencarnación difieren a propósito del cuerpo humano. Según la lógica
cristiana del sujeto, el cuerpo es una dimensión constitutiva de la
existencia humana y participa en la personalización de cada ser
humano. Los muertos, en consecuencia, son llamados a una nueva
forma de vida corporal: hasta tal punto es cierto que una existencia
humana sin cuerpo es una existencia deficiente. Esta acentuación le
resulta ajena a la perspectiva de la reencarnación. Es verdad que en
cada nueva vida el ego se ve dotado de un nuevo cuerpo. Pero esos
cuerpos sucesivos son, en última instancia, secundarios, y la
«corporalidad» no tiene un significado de ultimidad.
Desde ahí podemos desembocar, pues, en una última forma de la
lógica cristiana que ya anuncié al hablar de comunicación entre los
sujetos. Se trata de la afirmación según la cual otros pueden participar
en la resurrección de la que Jesús es portador y testigo, debido a la
relación que mantienen con El. Primer nacido (primogénito) de entre
los muertos, Cristo comunica su propio misterio. Y eso desde ahora,
haciendo de su Pascua y de su Espíritu la figura y la energía de la vida
histórica; más allá de la muerte y hasta el fin de los tiempos, asociando
a los difuntos a su cuerpo resucitado para que puedan encontrar en
ese cuerpo su propia corporalidad pascual. De esta forma, la
resurrección pasa del Resucitado a los seres humanos que Él ha
creado y recreado.
Esta comunicación, que va de uno a todos, se realiza de forma
ínter-subjetiva en el Espíritu Santo. Lo cual no sería posible si Cristo no
tuviera una identidad personal y corporal y si los humanos, vivos o
muertos, tampoco tuvieran, de forma evidentemente variable, una
existencia de verdaderos sujetos y una relación básica con el cuerpo.
En suma, la lógica de la comunicación fluye de la lógica del sujeto.
* * * * *
La resurrección y la reencarnación no son creencias del mismo
orden; pero ambas tienen puntos de apoyo y lógicas que las regulan.
Me parece que, en la medida en que se intente explorar esos
presupuestos, se estará en condiciones de captar la diferencia entre
ambas concepciones. En la actual coyuntura, en Occidente, es urgente
una reflexión de este tipo. Más allá de brutales oposiciones y de fáciles
amalgamas, hay espacio para un pensamiento que busque entender lo
que el otro quiere decir y, en última instancia, para comprenderse
mejor a uno mismo. Gracias al otro.
BOURGEOIS-Henri
SAL TERRAE 1997/01. Págs. 55-66
........................
* Miembro del grupo «Pascal Thomas», Profesor de Teología Dogmática en la
Facultad de Teología de Lyon (Francia).
1. Este artículo, forzosamente breve, no puede aportar la documentación que lo
apoya. Me permito remitir al libro publicado por un grupo al que yo mismo
pertenezco, el grupo «Pascal Thomas», y cuyo título es: La réincarnation, oui ou
non? Centurion, Paris 1987.
2. No puedo entrar aquí en esta cuestión. Diré tan sólo que el modo clásico de
representación del purgatorio, por lo demás puesto en tela de juicio actualmente,
tendía a instaurar en el cristianismo católico la noción de una compensación. Lo
que hay que pensar hoy en día es la relación entre la gratuidad del perdón que
viene de Dios y la recepción de ese don de forma libre y, por tanto, realista y
responsable.