Por nosotros y por nuestra salvación
Cuando los cristianos queremos decir de una manera breve y
sintética lo que Jesús es para nosotros, decimos que es «nuestro
Salvador». Creemos que Jesús nos salva, y esto implica, de alguna
manera, que tenemos conciencia de que estábamos en una
situación perdida, que nuestra vida había perdido su valor o la
posibilidad de realizarse con sentido, y que Jesús recuperó el valor
de nuestra vida y nos dio de nuevo la posibilidad de realizarla con
sentido.
¿Qué es la salvación cristiana? ¿De qué nos salva exactamente
Jesús? ¿Qué nos hace recuperar concretamente? Estas preguntas
son básicas: tocan la esencia misma de la fe cristiana. Pero quizá
por esto mismo, porque nos hacen llegar hasta el núcleo más
profundo de nuestra fe, no resulta fácil hablar de modo adecuado.
Es inevitable, al hablar de la salvación absolutamente única y
singular que Cristo nos trae, tener que recurrir a analogías con
otras formas de salvación, de recuperación, de liberación, de
restauración de situaciones, de restablecimiento de valor y de
sentido que pueden darse en otros ámbitos de la vida humana.
Pero estas analogías o «modelos» resultan, en último termino,
inadecuados, porque con Jesús se trata de una salvación mucho
más radical, más profunda, más universal y totalizante que ninguna
otra forma de salvación que se pueda experimentar.
Se trata, nada menos, del total restablecimiento de nuestra
relación originaria con Dios, con todos los hombres y con todas las
cosas: la recuperación de la posibilidad de que se realice el primer
designio amoroso de Dios sobre nosotros y sobre el mundo, sin
perder su carácter de designio amoroso; lo cual implica que Dios
sigue respetando la libertad humana. La salvación resulta ser
entonces totalmente oferta gratuita de Dios, pero también
totalmente responsabilidad libremente acogida por los hombres.
Para hablar de esta salvación tan singular, todas las analogías y los
modelos sacados de nuestras experiencias humanas de
«salvación» resultan raquíticos e inadecuados. Es la sensación que
tenemos hoy ante las explicaciones clásicas sobre la salvación que
aprendimos en la catequesis o que leímos en libros de teología mas
o menos seria. No es que estos modelos sean radicalmente falsos,
pero como que se nos quedan cortos y resultan insuficientes. Y
además, si se quieren forzar demasiado y aplicar rigurosamente a la
letra, claramente se manifiestan hasta ridículos y patentemente
inaceptables.
REDENCION/RESCATE Por ejemplo, la explicación clásica de la salvación como una redención, como un rescate. No se puede negar que esta explicación tiene una base sólida en los mismos textos del Nuevo Testamento.
"Habéis sido comprados pagando un gran precio" (/1Co/06/20).
«Pagando el precio habéis sido comprados: no os hagáis esclavos
de los hombres~ (/1Co/07/23). "Habéis sido rescatados (...) no con
nada corruptible, con plata u oro, sino con sangre preciosa, la de
un cordero inmaculado e inocente, el Cristo" (/1P/01/18ss.).
Estos textos muestran muy bien lo que es esencial en la idea de
«redención» o de «rescate». La analogía fundamental es la de la
liberación de un hombre de una situación vergonzosa y penosa de
esclavo o de rehén, por medio del pago de un precio saldado por el
liberador. ¿Que sería la salvación según este modelo? Que Dios
nos ha rescatado. ¿Y de qué nos ha rescatado? De una situación
de esclavitud. Hemos estado esclavizados o secuestrados y nos ha
rescatado. Esto no es mas que el desarrollo de un tema bíblico
clásico: la doctrina de la liberación de Israel de la esclavitud. El
pueblo había sido rescatado de la esclavitud de Egipto por la fuerza
de Dios. Es un tema absolutamente clásico y esencial el que
subyace bajo esta idea. Ser rescatados supone un gran amor de
parte de Dios -Dios había hecho obras maravillosas para sacarnos
de Egipto-, que es como decir, hablando a nuestro modo humano,
que Dios había tenido que decidirse a mostrar su fuerza para hacer
esto. Aunque a Dios nada le cuesta ningún esfuerzo, desde nuestro
punto de vista podemos hablar del esfuerzo de Dios para
liberarnos, parecido al esfuerzo de quien paga un precio. Esta seria
la base de esta idea, que, desde este punto de vista, puede ser
muy válida.
Ahora bien, en el afán de construir una teoría perfecta y bien
redondeada, los teólogos medievales, y después los predicadores y
catequistas, comienzan a desarrollar esta idea detalladamente;
entonces pueden resultar cosas muy curiosas: nosotros hemos
llegado a ser esclavos del pecado, y el Señor nos vendría a
rescatar, y para eso paga un precio... Y ¿quién paga el precio?
Dios. Y ¿a quién lo paga? Al demonio. La idea entonces se va
complicando. Nosotros seríamos esclavos del demonio. Dios tendría
que pagar un rescate al demonio. Y al final, parece que el demonio
puede más que Dios y Dios se tiene que someter a sus exigencias.
Y de aquí, todas las incongruencias que se quieran.
Lo sensato es que la idea de rescate es sólo una metáfora, un
modelo de explicación. Y los modelos no se pueden aplicar a todos
y cada uno de los detalles de lo que quieren explicar. En este
modelo es válido que los hombres nos encontramos en una
situación penosa, de esclavitud, de la que no podemos salir y de la
que Dios nos quiere liberar cueste lo que cueste. Hasta aquí tiene
sentido decir que Dios está dispuesto a pagar el precio que sea.
Querer forzar más allá la metáfora resulta peligroso o ridículo.
¿Quien esclaviza al pecador? El mismo se hace esclavo: le
esclaviza su propio pecado. ¿Y a quien se ha de pagar el precio? A
quién se paga, cuánto se paga, y detalles por el estilo, son cosas
que poco importan. Cuando Pedro y Pablo hablan de «precio»,
quieren decir que es algo muy valioso lo que Dios ha hecho con
nosotros y que lo tenemos que apreciar. Tratan de ponderar la
estima que tenemos que tener de la liberación de la esclavitud. Sólo
hasta ahí llega la metáfora.
EXPIACION/SATISFACCIÓN
: Algo semejante se podría
decir de la explicación de la salvación como expiación o
satisfacción. Este modelo lo podemos interpretar como que Dios ha
sido ofendido o defraudado por algo que le debíamos y no le hemos
dado; y que para reconciliarnos con El tenemos que reparar la
ofensa o le tenemos que devolver lo que le hemos defraudado. Este
modelo tiene bastante fundamento bíblico, pero, según como se
desarrolle, nos puede llevar a extrañas conclusiones. Lo que pone
en cuestión estas explicaciones es que casi inevitablemente tienden
a considerar a Dios sólo como poder, y ya hemos dicho que sólo
cuando consideramos a Dios como Padre -y como Padre que ama
gratuitamente- nos acercamos a la idea del Dios verdadero. Las
teorías sobre la salvación como satisfacción-expiacion tienden a
concebir nuestra relación con Dios en la línea de la justicia
vindicativa, o en la de la transacción comercial. ¿Dónde queda
entonces la gratuidad amorosa de Dios? No aparece por ninguna
parte. En una concepción así, la gratuidad está ausente. Pero
Jesús entendía la salvación precisamente como gratuidad, como
ofrecimiento de la bondad generosa de Dios-Padre, que quería
recuperar «lo que se había perdido».
San Anselmo, el primero que desarrollo teológicamente la idea de
salvación como expiacion-satisfacción, hizo una curiosa
combinación de ideas procedentes del derecho feudal germánico
(el derecho de los pueblos que, después de conquistar el imperio
romano, se habían convertido al cristianismo), con ideas de las
concepciones sacrificiales propias de la Biblia y de otras religiones
antiguas. El derecho feudal exigía que toda ofensa a un señor
fuese reparada con satisfacción proporcionada a la ofensa: es la
ley del tanto por tanto. Según este principio, construido sobre la
lógica del poder, parece coherente decir que, siendo el pecado una
ofensa infinita -porque es una ofensa hecha a Dios infinito-, sólo se
podrá reparar ofreciendo a Dios una satisfacción infinita. Y como
nosotros no podemos ofrecer a Dios nada de valor infinito, es
necesario que el mismo Hijo de Dios se haga hombre para poder
ofrecer a Dios su vida en la cruz, como satisfacción infinita en favor
de los hombres.
SACRIFICIO/COMERCIO
: Esto se podía compaginar
fácilmente con la idea bíblica de sacrificio, una idea que tiene
también relación con el principio del tanto por tanto. En las
religiones antiguas existían sacrificios de alabanza o de acción de
gracias, con los que los hombres rendían homenaje al dios
dedicándole algo que reconocían haber recibido de él: los frutos de
la tierra o del ganado. Pero también se daban los sacrificios
propiciatorios y expiatorios, que fácilmente podían tomar otro cariz:
podían ser como un intento de dar satisfacción a Dios, de
devolverle con victimas costosas lo que le habían defraudado. Este
ya es un terreno proclive a la ambigüedad. El sacrificio propiciatorio
puede ser una manera de expresar el arrepentimiento y pedir a
Dios el perdón y la reconciliación. Representa entonces la
conversión del corazón de la persona, que espera el perdón
gratuito de Dios. Pero fácilmente el sacrificio puede convertirse en
un intento de ganarse el perdón de Dios ofreciéndole cosas: ya que
he defraudado a Dios, porque no le he dado aquello que esperaba
de mí y está enojado, voy a ofrecerle cosas cuanto más valiosas
mejor, por ver de satisfacerlo y volverlo a tener a mi favor. Se entra
entonces como en una transacción comercial con Dios. Estos
sacrificios son los que, según los profetas, Dios no puede más que
detestar, porque Dios no se aplaca con toros y terneros de los
hombres, sino sólo con la verdadera contrición y conversión del
corazón.
En la más autentica tradición profética de la Biblia, Dios no es
como los dioses rencorosos de los paganos, que sólo se aplacan
cuando reciben satisfacción abundante al precio de víctimas
copiosas. Y aún menos es como un señor feudal que sólo se
doblega cuando recibe satisfacción completa a su honor ofendido.
«Porque es muy tuyo el perdonar», dice confiadamente a Dios el
autor de aquella maravillosa expresión de fe que es el Salmo 50.
Toda concepción de salvación que no tenga como principio y
fundamento esta especie de "esencia perdonadora" de Dios irá
seguramente por caminos equivocados. Porque, si es cierto que la
historia concreta del hombre es, de hecho, solo una historia de
pecado que Dios no puede en absoluto aceptar y aprobar -y ésta
es la parte de verdad que hay en la teoría de la satisfacción-,
también es cierto que Dios sigue amando siempre al hombre,
aunque sea pecador: «Tu amas todo aquello que existe y no odias
nada de lo que has creado, porque, si no hubieses amado algo, no
lo habrías creado... Te apiadas de todo, porque todo es tuyo,
Señor, que amas la vida» (Sab 11,24-26).
P/QUÉ-ES: Para entender mejor lo que es la salvación
tendríamos que procurar entender primero qué es el pecado. El
pecado no es sólo una transgresión de la ley, un no cumplir con lo
mandado. Así se explicaba el pecado a veces en el catecismo.
Recuerdo que, en mi niñez, un amigo mío le dijo al cura que nos
daba esta explicación del pecado: «Entonces, ¿por qué Dios no
quita todos los mandamientos y así no habría más pecados?». Mi
amigo era realmente un muchacho espabilado.
El pecado no es solo ni principalmente una ofensa al Señor,
aunque esta idea se acerque ya mas a una definición propia del
pecado. Es una ofensa al Señor, sí, pero en el sentido de que es un
rechazo al Amor que constituye al hombre. Nuestra vida es como la
declaración de amor de Dios. Existimos porque Dios se nos está
declarando. Dios dice que nos ama y, cuando lo dice, nos crea, nos
hace, nos constituye en nuestro ser y nos mantiene en él. Y el
pecado es decirle que este amor suyo no nos importa. Es una
negación a la vez de Dios y de nosotros mismos, de lo que nos
constituye como realidad amada de Dios. Somos sólo como una flor,
como un fruto del amor de Dios. Rechazar a Dios es cerrarse,
cortarse, separarse del fundamento. El pecado es como decir: "no
quiero tener nada con Dios", cuando en realidad no somos nada sin
El.
Dicho en términos bíblicos: el pecado es no fiarse de la promesa
de Dios. Dios hizo una promesa a Abraham y nos la ha hecho a
cada uno de nosotros. Lo encontramos bellamente expresado en la
carta a los Efesios (1,4ss.): «Nos eligió en Cristo antes de crear el
mundo para que fuésemos santos, predestinados a ser sus hijos».
El pecado es no aceptar esto, no creerlo, no vivirlo así. Es el
abandono de la Alianza: «tú serás mi hijo y yo seré tu Padre». Dios
nos ofrece una relación de intimidad. La Biblia utiliza
constantemente imágenes de intimidad cuando quiere explicarnos
qué es el pecado. El pecador es como la esposa que ha dejado a
su autentico marido y se va con cualquier otro; es el hijo prodigo
que se va de la casa paterna y no quiere saber nada del padre. Es
el abandono de la relación de amor, filial o marital. Pero la relación
de amor es la que esencialmente constituye al hombre. El hombre
está constituido por el amor de Dios y, si no lo acepta, si no lo
reconoce, si niega este amor de Dios, se niega a sí mismo. Por eso
·Ignacio-Loyola-san, en la meditación del pecado (Ejercicios
Espirituales, número 60), dice que el pecador se admire de cómo
las criaturas «me han dejado en vida y conservado en ella». Hay
como una contradicción ontológica entre rechazar el amor de Dios y
seguir viviendo gracias a ese mismo amor de Dios.
PECADO/OFENSA
PECADO/RUPTURA: Dicho en términos más
teológicos y mas clásicos, pecar es querer ser como Dios frente a
Dios. «Seréis como dioses», dijo el primer tentador. El primer
pecado -paradigma de todos los que vendrían después- fue la
ruptura de la dependencia que estaba simbolizada en el
mandamiento de no comer el fruto del árbol del paraíso. El pecado
es no querer vivir de la comunión, de la gratuidad de la comunión. Y
al romperse la comunión con Dios, fundamento y valor de todo, se
rompe inevitablemente la comunión con todos los demás hombres y
con la naturaleza. Toda la existencia humana queda como mal
ajustada, como desencajada, porque la comunión con Dios no se
realiza de manera abstracta, sino que se realiza en el ámbito del
mundo, en el uso de la naturaleza, en las relaciones sociales entre
los hombres. Todo se desquicia cuando el hombre quiere ser como
Dios y erige su codicia insolidaria como único principio de valor.
En este sentido podemos hablar del pecado como ofensa de
Dios: es el rechazo de la comunión con Dios manifestado en el
rechazo de la comunión con la naturaleza y los demás hombres,
que son el don concreto de Dios a nosotros. Si Dios fuese sólo un
Primer Motor impasible e inmutable, sería imposible pensar que el
hombre pudiera "ofender a Dios". Aquel Dios Absoluto, tan lejano,
no podría ser realmente afectado por nada de lo que hicieran los
hombres. Pero nuestro Dios, el Dios de la Biblia, es el Dios que nos
ama. Y decir que Dios nos ama quiere decir que Dios da una gran
importancia a lo que nosotros hacemos. Quiere decir que nosotros
podemos dar a la creación el sentido que El quiere que tenga; o
podemos frustrarlo, en contra del querer de Dios. Lo dice San Pablo
en la carta a los Romanos (/Rm/09/20): "La creación fue sometida a
la frustración..."; aunque añade también el Apóstol: «con la
esperanza de ser liberada». La frustración de la creación -y del
mismo Dios en ella- es real, aunque no definitiva, porque al fin Dios
no puede fracasar sin dejar de ser Dios. Y ésta es seguramente la
dignidad y responsabilidad más excelsa que Dios ha otorgado al
hombre: el hombre es el ser que puede llegar a enfrentarse al
mismo Dios, puede decir «no» a Dios, puede frustrar -aunque no de
una manera total y definitiva- los designios de Dios y el sentido de
su creación.
D/IRA-COLERA
: El pecado sólo
se puede pensar en el contexto de una relación amorosa y, por
tanto, gratuita y libre entre Dios y el hombre, responsable de la
creación. Y sólo en este contexto se puede hablar de aquel
elemento que es esencial en la teología de San Pablo, la ira de
Dios. Dice la carta a los Romanos: «Revelatur ira Dei»: Se ha
revelado la ira de Dios en el hecho de que los hombres no han
reconocido a Dios. Hablar de ira de Dios es hablar del necesario
rechazo de Dios a mi rechazo de su amor. Es algo que Dios de
ninguna manera puede aceptar. Porque el amor, como ya dijimos,
es exigente, esencialmente exigente. Exige reciprocidad. Y el amor
quiere el bien de la persona amada; por tanto, si no respondemos
como conviene, como pide la situación, evidentemente frustramos el
amor de Dios; y esto es lo que el Apóstol llama la ira de Dios. A Dios
le duele. Es algo que Dios necesariamente tiene que rechazar.
Podríamos repensar ahora qué es la salvación, y veremos que
sólo puede ser volver de nuevo, otra vez, por iniciativa y don de
Dios, a la situación originaria de relación amorosa, libre y gratuita
con El. Jesús lo dirá de una manera sencilla, sorprendentemente
inteligible: se trata de reconocer a Dios como a Padre, de
restablecer la relación filial con Dios Padre, que implica
naturalmente la relación fraternal entre los hombres, que comparten
por igual el mismo don del amor gratuito de Dios.
J/ENC: Volvamos a nuestro Credo: Cristo se encarnó "por
nosotros, los hombres, y por nuestra salvación". Cristo vino para
decirnos, no con palabras, sino con su vida, con su presencia
solidaria entre nosotros, que Dios aun nos quiere; que, a pesar de
todo, aún quiere restablecer la relación de filiación amorosa con los
hombres. La encarnación es la presencia de Dios entre nosotros no
como poder, sino como un ofrecimiento de solidaridad. La
encarnación no significa que Dios haga una zambullida en nuestro
mundo para volver a salir luego glorioso a la mirada de todos los
hombres. A través de la encarnación de su Hijo, Dios nos dice: «os
amo tanto que no puedo vivir sin vosotros, quiero vivir entre
vosotros para que veáis cómo tenéis que vivir amándoos unos a
otros, como yo os amo. Y quiero daros este testimonio y ejemplo de
amor, aunque me rechacéis y me matéis». Cristo es el testimonio de
que Dios nos ama y es ejemplo de cómo nos tenemos que amar; es
así como Dios nos invita a restablecer la comunión con El y entre
nosotros. Dios es Padre y nos muestra su amor enviándonos a su
Hijo e invitándonos a ser hijos con El y como El. Esta es la «buena
noticia» de la salvación de Jesús encarnado y muerto por
nosotros.
Bonhoeffer-D, J/H-PARA-LOS-DEMAS: en expresión que se ha
hecho famosa, describe a Cristo como «el hombre para los demás».
Es el hombre para los demás porque es el hombre todo de Dios y
para Dios. Es el hombre que no se reserva nada de sí mismo,
porque es comunión pura. Comunión total con Dios y con los otros.
Hasta el punto de que molesta, porque el mundo no está constituido
sobre la comunión, sino sobre el poder y las diferencias. Los que
tienen poder (religioso, político, social o económico), lógicamente,
rechazan a Jesús. El no hace caso de las diferencias y privilegios
religiosos, sociales, políticos o económicos. Trata por igual a todos,
sin hacer acepción de personas, como dice la carta de Santiago, sin
hacer las distinciones que hacemos los hombres. Ha venido a
superar las diferencias. Esta es la predicación del Reino: Que Dios
es Padre y que quiere reinar como Padre. En la parábola del hijo
pródigo (/Lc/15/11-32:HIJO-PRODIGO) se plasma bien lo que
quiere decir que Dios es Padre. No es la parábola de la penitencia.
Lo esencial no es la penitencia del hijo, sino los brazos abiertos del
Padre. Dios está siempre con los brazos abiertos, aunque el hijo se
haya ido y lo haya malgastado todo. Cuando vuelve, el padre no le
pone condiciones. Lo recibe gratuitamente; aun más: con gran
gozo. El gozo de Dios es estar con los pecadores, recobrar lo que
había perdido. Exactamente lo contrario de lo que parecían implicar
aquellas teorías que hemos mencionado de la satisfacción, el
rescate, la expiación y el sacrificio. Cuando el hijo vuelve a casa, el
padre no le dice: ahora me has de pagar el doble, es decir, la
herencia que has derrochado y el disgusto que me has dado. Las
teorías clásicas de la salvación son, bajo ciertos aspectos,
contrarias al evangelio. A Dios no se le ha de pagar nada.
Entonces, ¿no tiene la muerte de Cristo valor satisfactorio o
expiatorio? Tiene el valor que Pablo y Juan expresan al decir: «Dios
amó tanto al mundo que le dio a su propio Hijo y lo entregó en
manos de los pecadores». Es decir, el amor de Dios no tiene
límites, llega incluso hasta la muerte. Este es el valor de la muerte
de Cristo. Dios se da, se entrega hasta morir.
Nuestra salvación es asemejarnos a Cristo, adherirnos e
incorporarnos a lo que El es y significa. Es algo que El quiere hacer
por la fuerza de su Espíritu, porque nosotros solos, con nuestras
pobres fuerzas, no podríamos. Jesús nos salva dándonos su
Espíritu que nos hace decir: "¡Abba, Padre!" (Rom 8,15), y con ello
nos hace hijos y nos hace vivir como hermanos. La salvación nos
lleva a decir sí a la llamada del Reino, que es llamada a la filiación
con Dios y a la fraternidad entre los hombres. Esto lo hace la fuerza
del Espíritu en nosotros, bajo nuestra responsabilidad. La salvación
es, de esta suerte, toda de Dios y toda nuestra. Es del todo
gratuidad de Dios: El la ofrece, El da la fuerza de su Espíritu. Pero
es también enteramente nuestra, porque, si yo no quiero, no se
realizará en mí. Es responsabilidad mía, porque radica en el
principio del amor y no en el principio del poder. Dios no quiere
salvar a nadie por la fuerza. La salvación de Dios es invitación.
Invitación que ofrece a la vez la posibilidad de una respuesta eficaz;
pero depende de nosotros decir que sí. Porque así puede existir el
amor.
La parábola del hijo pródigo es, como decíamos, el lugar central
de la revelación de Dios en el Nuevo Testamento. Pero hay otras
parábolas que muestran igualmente que el Reino es totalmente
gratuito, dado por Dios, y al mismo tiempo responsabilidad nuestra.
Hay parábolas que a primera vista podrían parecer contradictorias.
Por un lado tenemos las parábolas de la responsabilidad, como la
del banquete de bodas: Dios hace un gran banquete y convida a
todo el mundo; los que estaban convidados no acuden, y los que no
lo estaban van. Es decir, los que están acaparados por sus
intereses o quieren estar tranquilos y seguros acaban perdiéndolo
todo. Los pobres de espíritu que tienen necesidad de Dios, que
buscan la salvación, que se saben pecadores, son los que
obtendrán la bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres de
espíritu». Un sentido semejante tiene la parábola de los talentos y,
en general, las numerosas parábolas que hablan de
administradores a quienes su señor les pide cuentas. Dios da a
cada uno distintas posibilidades y pide responsabilidad para
"negociar" la salvación.
FARISEISMO/ESFUERZO: Pero hay
parábolas que subrayan un aspecto muy diferente. Son las
parábolas de la gratuidad de la salvación; así, la del fariseo y el
publicano nos hace ver, como la del hijo pródigo, la base sobre la
que ha de establecerse nuestra relación con Dios. El fariseo cree
que puede comprar a Dios y la salvación con sus propios méritos,
con sus buenas obras. En el fondo, no cree en la bondad infinita de
Dios ni en su amor. Sólo cree en sí mismo, en el valor de su
esfuerzo, en sus méritos. No piensa más que en multiplicar sus
buenas obras. No se acaba de fiar de Dios ni de la generosidad de
su amor y de su perdón. Sólo se fía de sí mismo, y este es el móvil
de su rectitud y minuciosidad moral. Quiere estar seguro y busca
seguridad en su propia moralidad y religiosidad escrupulosa.
Por eso se presenta a Dios con su hoja de méritos: ha cumplido
todo, la ley, los diezmos, etcétera. Está satisfecho, y por eso se
permite despreciar a los demás: «No soy como los otros... y, sobre
todo, como este publicano». El publicano, en cambio, no confiaba
en sí mismo, sino que confiaba plenamente en Dios y se confiaba a
su amor misericordioso. Este fue el justificado, el salvado.
En el sermón de la montaña encontramos algo semejante.
Después de proclamar la bienaventuranza de los pobres, Jesús
explica el sentido del cumplimiento de la ley en el nuevo Reino de
Dios: «habéis oído que se decía a los antiguos: 'no matarás'; yo os
digo: cualquiera que piense mal contra su hermano... Habéis oído
que se dijo: 'no fornicarás', pero yo os digo que solo que mires con
mala intención a una mujer...» Es decir, Dios no se contenta con
que se cumpla la letra del mandamiento, sino que quiere que
tengamos aquella disposición básica y fundamental de la que el
mandamiento no es más que una tipificación concreta para algunos
casos concretos. En un sentido semejante dice el Señor que lo
importante no es lo que entra de fuera, sino lo que sale del corazón
del hombre. No es lo que comas o no comas, lo que hagas o no
hagas, sino lo que tienes en el corazón. Dicho de otra manera: Dios
no se puede contentar más que con nuestro corazón, con todo
nuestro corazón. Todo. Y cumplir la ley, si no es expresión de una
donación total de nuestro corazón, no vale nada.
Una lección semejante hallamos en la parábola de los
trabajadores que son contratados a diferentes horas del día para ir
a trabajar a la viña, y que al final reciben por igual el mismo salario
del mismo Padre bueno. Varias veces me he encontrado con
personas que expresan su protesta cuando oyen esta parábola
leída en la celebración litúrgica. Les parece que Dios no es justo si
no paga mejor a los que han trabajado más. Yo suelo preguntarles:
Y tú ¿en que grupo te consideras, en el de los que van a trabajar
desde la primera hora o en el de los que solo pudieron ir al caer el
día? No es esta la parábola de la justicia retributiva de Dios -que
sería, una vez más, la parábola de nuestro tanto por tanto
mercantil-, sino la parábola de la generosidad y bondad
misericordiosa de Dios, que nos salva siempre gratuitamente,
hayamos llegado a primera o a última hora; porque no nos salva
según merecen nuestras obras -siempre insuficientes-, sino según
la generosidad y bondad de su corazón de Padre.
Los cristianos tendríamos que entenderlo de una vez por
siempre: Dios nos ofrece, no nos impone la salvación. Salvación
que es restablecer nuestra relación filial con El, ya en este mundo,
para continuarla para siempre en el otro. Tenemos que aceptar y
acoger este ofrecimiento, pero la salvación no es nunca fruto de
nuestros esfuerzos, sino don generoso de Aquel que nos mostró su
amor incondicional de Padre enviándonos a su Hijo a vivir y morir
entre nosotros, «por nosotros, los hombres, y por nuestra
salvación».
JOSEP
VIVES
CREER EL CREDO
EDIT. SAL TERRAE
COL. ALCANCE 37
SANTANDER 1986. Págs. 103-121