¿CÓMO INTERPRETÓ JESÚS SU PROPIA MUERTE? (2)


Las ultimas palabras de Jesús en la cruz tienen todas las 
características de ser auténticas (Mc 15,34; Mt 27,46). Se nos han 
conservado en su forma hebrea: lamma sabaktaní. Si nos 
atenemos a Lucas y Juan, nos daremos cuenta de que estas 
palabras no encajaban bien con sus cristologías. La divinidad de 
Jesús constituía un dato adquirido y, en Juan, era el tema que 
articulaba todo su Evangelio. Por esto se comprende que Lc 23,46 
las sustituya por otras, tomadas también, como las de Mateo y 
Marcos, de un salmo (Lucas cita Sal 31,6; Mc y Mt, Sal 22,2) : 
«Padre, en tus manos pongo mi espíritu».
Jn 16,32 puede interpretarse como un intento de evitar 
malentendidos sobre el aparente abandono de Jesús en la cruz: 
«¿Ahora creéis? ¡Cuando se acerca la hora, o cuando ya ha 
llegado, de que os disperséis cada uno por su lado dejándome 
solo! Aunque yo no estoy solo, está conmigo el Padre».
Estas últimas palabras de Jesús deben tomarse muy en serio. Es 
cierto que están tomadas del comienzo de un salmo (22,2) que 
refleja la profunda aflicción del Justo doliente y, al mismo tiempo, el 
consuelo que encuentra junto a Dios, hasta el punto de que 
termina con una bendición sobre todo el mundo; pero nada nos 
indica que Jesús las pronunciara en el horizonte de ese salmo.
El texto habla del último y profundo grito de Jesús, que brota del 
infierno de experimentar la ausencia divina. El Padre al que Jesús 
estaba unido por la vivencia de su intimidad filial, el Padre cuya 
bondad infinita había él anunciado, el Padre cuyo reino había 
proclamado y anticipado en su praxis liberadora, lo abandona 
ahora. No lo decimos nosotros, sino el mismo Jesús. Sin embargo, 
él no abandona al Padre. En el más abismal vacío del alma 
humana, sin poder apoyarse en algún título personal como su 
fidelidad, la lucha sostenida por la causa de Dios contra la 
situación de su tiempo o los peligros afrontados y el humillante 
proceso difamatorio y la pena capital, no hay nada que Jesús 
pueda presentar ante Dios. A pesar de que la tierra se hunde bajo 
sus pies, sigue confiando en el Padre, y dice, tal vez sin entenderlo 
del todo y, por ello, gritando (Mc 15,34; «con voz fuerte>: Lc 23,46) 
: «Dios mío, Dios mío ... ».
Nos encontramos ante la suprema tentación soportada por 
Jesús; podemos formularla así: ¿Todo mi compromiso ha sido en 
vano? ¿No va a venir el reino? ¿Habrá sido todo una pura ilusión? 
¿Carecerá de sentido último el drama humano? ¿Es que no soy 
realmente el Mesías? Han caído por tierra las ideas que Jesús, 
verdadero hombre, se había formado. Jesús se encuentra 
desnudo, desarmado, absolutamente vacío ante el misterio. 
¿Cómo se comporta? ¿Se ase a una idea que le sirva de consuelo, 
garantía y seguridad última? No, Jesús se entrega al Misterio 
verdaderamente sin nombre. El será su única esperanza y 
seguridad. No se apoya en nada que no sea Dios. La absoluta 
esperanza y confianza de Jesús sólo se entiende sobre el 
trasfondo de su absoluta desesperación. Donde abundó la 
desesperación, pudo sobreabundar la esperanza. Porque la 
esperanza fue infinita y sólo en el infinito tenía su apoyo, infinita 
fue también la desesperación. La grandeza de Jesús, está en 
haber podido soportar y vivir semejante tentación. Ninguna muerte 
tiene que ser soledad absoluta. Lo es cuando está centrada en el 
propio yo. La muerte constituye una ocasión para entregarse a 
alguien mayor. Una entrega total. Si en Jesús se hubiera 
conservado algo, una última certeza, la seguridad de su conciencia 
mesiánica, no podría haber sido absoluta la entrega. Habría tenido 
un apoyo en sí mismo. Habría sido para sí mismo y ya no 
totalmente para Dios. Porque se vació por completo, pudo ser 
colmado plenamente. Es lo que llamamos resurrección.
A nuestro juicio, la cristología y el tema de la conciencia 
mesiánica de Jesús y de su trayectoria concreta deben estudiarse 
a partir de Mc 12,34. Aquí se decide si aceptamos o no, si 
tomamos en serio o no, el hecho radical de la encarnación de Dios 
como humanización fundamental de Dios, como absoluto 
vaciamiento divino, en la línea de Flp 2, incluso de los atributos 
divinos. En la encarnación, Dios se hizo realmente otro. Por eso se 
puede afirmar teológicamente que la verdadera y real humanidad 
de Jesús es la propia divinidad presente y no sólo el instrumento 
de una divinidad que se sitúa a una distancia inalcanzable y fuera 
de la historia. La palabra se hizo hombre y levantó su tienda entre 
nosotros (Jn 1,14), en las sombras mortales de nuestra vida.

2. Cómo imaginó Jesús su propio fin
Esta cuestión suele formularse así: ¿cómo interpretó Jesús su 
muerte? Como hemos visto, ninguno de los textos comentados 
goza de suficiente autenticidad jesuánica como para introducirnos 
en la conciencia y ciencia previa de Jesús acerca de su próxima 
muerte. Creemos que sólo en lo alto de la cruz advirtió Jesús que 
su fin era realmente inminente y que podía morir. Entonces, dando 
un gran grito, manifiesta su profundo desamparo, su decepción -si 
se nos permite hablar así- y se entrega a Dios. El texto de Lc 
23,46: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu», expresa 
perfectamente la última disposición interior de Jesús de absoluta 
entrega, sin ninguna otra consideración. ¿Qué esperaba, pues, 
Jesús? Para elaborar una imagen (con la vaguedad e imprecisión 
de toda imagen) debemos tener en cuenta los siguientes puntos:
1. Jesús predicó el reino de Dios y no se predicó él mismo. El 
reino constituye la palabra-esperanza, la realidad del mundo y del 
hombre, pecadora y caduca, transfigurada, reconciliada y sanada 
en su misma raíz por la venida de Dios. El reino no es el otro 
mundo, sino este mundo, pero ya bajo el pleno señorío de Dios, 
donde Yahvé se hace presente eliminando todo lo que es adverso, 
maligno, mortal, antidivino y antihumano. Esta esperanza, que 
arranca del fondo utópico más profundo del corazón y de la 
historia, constituye el objetivo de la predicación de Jesús.
2. El reino está próximo (Mc 1,15; Mt 3,17), ya «en medio de 
vosotros» (Lc 17,21). Tal es la segunda novedad de Jesús. No se 
limita a anunciar una utopía: proclama que lo utópico se está 
haciendo tópico. Hay alguien que es más fuerte que el fuerte y que 
ha decidido intervenir y poner fin al carácter siniestro y rebelde del 
mundo (cf. Mc 3,27). La tónica de la predicación de Jesús, sus 
duras exigencias y la llamada a la conversión se sitúan en el 
horizonte de la próxima irrupción del reino, que ya está actuando 
en el mundo y que pronto se manifestará totalmente.
3. Jesús se considera no sólo mensajero de la buena nueva (Mc 
1,15), sino también portador y realizador de la misma: «Si yo echo 
los demonios con el dedo de Dios, señal que el reinado de Dios ha 
llegado a vosotros» (Lc 11,20), dice Jesús en un logion que figura 
entre los más auténticos de los evangelios. Se siente tan 
identificado con el reino, que la pertenencia al mismo exige 
adherirse a su persona (Lc 12,8-9). La naturaleza concreta del 
reino se revela en la praxis de Jesús como preexistencia -o vida en 
favor de los demás- libre y liberadora que desencadena un 
proceso de liberación y provoca un conflicto con la cerrazón social 
y personal de los protagonistas de la historia de su tiempo.
4. El Jesús histórico se movió en la misma atmósfera cultural 
que sus contemporáneos. Adoptó uno de los sistemas vigentes en 
su época, el de la apocalíptica, con su código y sus claves que 
llevaba consigo, especialmente la del reino de Dios y la inminente 
intervención divina. Muchos textos indiscutiblemente jesuánicos 
son tributarios de la mentalidad apocalíptica del tiempo (cf. Lc 
22,29-30; Mt 19,28; Mc 13,30; 10,23).
En este contexto, queremos citar dos pasajes de capital 
importancia para mostrar la conciencia de Jesús. Los dos están 
enmarcados en el relato de la última cena que el Señor celebró 
entre nosotros:
Mc 14,25: «Os aseguro que ya no beberé más del fruto de la vid 
hasta el día aquel en que lo beba, pero nuevo, en el reino de 
Dios».
El otro es de Lucas, y se encuentra también en un contexto 
eucarístico (Lc 22,15.19-29): «¡Cuánto he deseado cenar con 
vosotros esta Pascua antes de mi Pasión! Porque os digo que 
nunca más la comeré hasta que tenga su cumplimiento el reinado 
de Dios.... y cogiendo una copa dio gracias y dijo: Tomad, 
repartidla entre vosotros; porque os digo que desde ahora no 
beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el reinado de 
Dios... Yo os confiero la realeza como mi Padre me la confirió a mí. 
Cuando yo sea rey comeréis y beberéis a mi mesa, y os sentaréis 
en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel».
Ya hemos dicho que la última cena tiene un marcado sentido 
escatológico. Simboliza y anticipa la gran cena de Dios en el nuevo 
orden de cosas (el reino). Como veremos más adelante, el pan y el 
vino no simbolizan en aquel momento el cuerpo y la sangre de 
Cristo que serían sacrificados (esto lo descubrirá la comunidad 
primitiva una vez que haya vivido la muerte y resurrección de 
Jesús), sino simplemente la cena. En la cena judía, el pan y el vino 
representaban el banquete celestial. Por eso Jesús dice: "Yo os 
entrego el reino (cena celestial) ... para que comáis y bebáis». El 
pan y el vino simbolizaban la cena en el reino.
Estos textos de Marcos y de Lucas no tienen ninguna conexión 
orgánica con la vida de la Iglesia, sino sólo con Jesús. Y es 
sorprendente que se nos hayan conservado sin ninguna 
interpretación teológica de la comunidad primitiva. Todo ello 
permite concluir, con bastante seguridad, que la mentalidad 
escatológica de Jesús tiene un fondo histórico que los primeros 
teólogos cristianos respetan en parte.
Mediante el código apocalíptico se tradujo, con bastante éxito, lo 
utópico y la dimensión totalizadora y universal de la liberación. Lo 
que realmente importa es esa liberación, no los instrumentos 
lingüísticos, imaginativos y culturales en que se transmitió.
Por tanto, según estos textos, Jesús vivió la efervescencia de la 
inminente irrupción del reino. Luego fue advirtiendo que lo que 
llegaba no era el reino, sino su muerte. Tal fue el motivo de su grito 
en la cruz y la razón de su total entrega a Dios. Vio cómo se 
desmoronaban todas sus ideas sobre el reino y su propia 
actuación en función del mismo. Sin embargo, fue más fuerte que 
las ideas. No sucumbió con ellas, sino que se mantuvo fiel a Dios.
5. En el sistema apocalíptico había un tema muy importante : el 
de la gran tentación. De ella nos hablan los pasajes apocalípticos 
del NT y del Apocalipsis de Juan. Según este tema, al final,de los 
tiempos, cuando el reino está ya para irrumpir, tiene lugar la última 
confrontación entre el Mesías y sus enemigos. La gran tentación 
es obra del mismo demonio. Hay que armarse contra ella para no 
sucumbir, pues, si Dios no lo impide, hasta los buenos pueden 
caer. El Mesías es perseguido y se ve en una situación apurada. 
Pero, en el instante crucial, Dios interviene, lo libera e inaugura el 
reino.
J/TENTACION-HUERTO: K. G. Kuhn ha mostrado que esta 
concepción constituye el telón de fondo de la tentación de Jesús 
en Getsemaní. Sería erróneo interpretar la tentación como una 
duda interior o una incertidumbre de Jesús ante su fin: nos 
hallamos más bien ante la toma de conciencia de que va a 
comenzar inmediatamente la gran tentación, con sus amenazas y 
peligros de caer. En el padrenuestro, la expresión «no nos dejes 
caer en tentación» debe entenderse también en este sentido 
apocalíptico: «no nos dejes caer» al final de los tiempos, cuando 
se juegue la última baza y se decida todo.
En este contexto encajan perfectamente unas palabras del 
mismo Jesús: "Tengo que ser sumergido en las aguas y no veo la 
hora de que esto se cumpla» (LC 12,50). El contexto es la 
pregunta de Jesús a Santiago y Juan: «¿Podéis beber el cáliz que 
yo beberé?» (Mt 20,22; MC 10,38). Una vez más nos encontramos 
en el horizonte de la gran tentación. Pero lo importante para Jesús 
era permanecer fiel al Padre. «No se haga lo que yo quiero, sino lo 
que quieres tú» (MC 14,36 par.).
¿Esperaba Jesús la muerte? Por las maquinaciones de los judíos 
y los conflictos que se urdían contra él, debió de colegir la 
posibilidad de un desenlace fatal. Pero parece que esto no le creó 
un problema grave. Siguió predicando con la misma autoridad y 
con las mismas invectivas, como si no pasase nada. Sabía que 
estaba en las manos del Padre, al que se sentía siempre 
íntimamente unido y cuya voluntad procuraba cumplir 
constantemente. El Padre lo salvaría de todos los peligros. 
Mientras tanto, tenía delante la gran tentación, terrible y 
espantosa, ante la que muchos iban a desfallecer y en la que el 
Mesías debía pasar por pruebas tremendas. Por eso teme y 
suplica al Padre. Pero cuando se encuentra ya colgado en la cruz 
sabe que se acerca la muerte. Abandona la idea de la gran 
tentación. Cae en la cuenta de que el Padre quiere su muerte. El 
postrer grito revela su última gran crisis. Pero la frase de Lucas: 
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46), y la de 
Juan (Jn 19,30) : «Todo está consumado», muestran que Jesús se 
entrega al Padre no con resignación, sino con libertad.

3. Intento de reconstrucción de la trayectoria del Jesús histórico
Los textos neotestamentarios, como hemos visto en las 
reflexiones anteriores, nos han llegado tan interpretados 
teológicamente que ya no es posible reconstruir a través de ellos el 
camino histórico de Jesús. El Jesús histórico sólo nos es accesible 
a través del Cristo de nuestra fe. En otras palabras: entre el Jesús 
de la historia y nosotros se interponen las interpretaciones 
interesadas de los primeros cristianos. Esta situación es objetiva y, 
en conjunto, insuperable. La fe no necesita apoyarse en la 
construcción de un sistema histórico. Le basta saber que las 
interpretaciones de las que es heredera se apoyan en una base 
histórica: Jesús vivió, predicó, significó la presencia escatológica 
de Dios entre los hombres, levantó protestas, fue procesado y 
ejecutado, y los apóstoles dieron testimonio de que lo habían visto 
resucitado a la vida divina y eterna. Los detalles históricos de las 
etapas de este camino tienen su importancia para la fe, pero no 
son decisivos. La comunidad de fe se interesa por esos detalles y 
los estudia críticamente, pero no condiciona su plena adhesión a 
Cristo a la opinión de los historiadores ni a las últimas hipótesis 
teológicas de los pensadores cristianos. Esto no quiere decir que 
tales hipótesis sean indiferentes. De ordinario, son ellas las que 
alimentan la fe concreta, la actualizan y la hacen viva en el mundo. 
Pero la fe no depende de ellas en su constitución, sino sólo en su 
despliegue, en la forma de dar razón de su esperanza y de tomar 
conciencia de las estructuras racionales de su adhesión libre.
Por consiguiente, todos los intentos de reconstruir la trayectoria 
histórica de Jesús tienen un valor precario, hipotético y transitorio. 
Lo mismo ocurre con la nuestra. Cada generación hará este 
intento de acuerdo con su situación existencial y en consonancia 
con la interpretación de los textos del NT. Toda fe vive 
concretamente de tales representaciones. El problema no está en 
hacerlas o no: las hacemos siempre. Lo importante es cómo las 
hacemos. Ese cómo refleja nuestro modo de vivir, nuestros 
anhelos y nuestra situación en la sociedad y en el mundo. Por eso 
hay tantas interpretaciones del itinerario de Jesús como maneras 
de plasmar en la historia la fe cristiana. Pero ninguna puede ni 
debe hurtarse de la confrontación con los textos del Nuevo 
Testamento; todas deben someterse a ellos y aceptarlos como 
instancia crítica de nuestras interpretaciones y nuestras vidas. 
Ninguna interpretación que esquive esta tarea crítica podrá aspirar 
a un reconocimiento comunitario y eclesial.
Sin olvidar las limitaciones indicadas, vamos a describir 
rápidamente lo que a nuestro juicio fue el itinerario histórico de 
Jesús de Nazaret.

1. Jesús es originario de Nazaret, en Galilea. Su familia 
pertenece a los piadosos de Israel, observantes de la ley y de las 
sagradas tradiciones. Gracias a ella, Jesús se inicia en la gran 
experiencia de Dios. El hecho de que Jesús llegara a ser lo que fue 
y lo que nos es dado conocer no se debe sólo al designio del 
Misterio, sino también a su familia. Dios no hace superfluas las 
mediaciones, sino que las utiliza para grandeza de la misma 
historia. Las familias religiosas judías daban gran importancia a la 
lectura y meditación de los libros sagrados. Tal lectura no era 
solamente un ejercicio piadoso, sino una verdadera escuela de 
vida. Enseñaba a interpretar la vida y la historia a la luz de Dios. 
Con ayuda de la palabra de Dios se intentaba comprender no sólo 
el pasado, sino también el presente.

2. Debemos suponer (no tenemos documentos históricos para 
ello, pero la historia no está solamente hecha de textos literarios, 
sino que el ritmo de la vida constituye la fuente principal del 
conocimiento histórico) que en tal ambiente aprendió Jesús a 
interpretar teológicamente los signos de su época. Era un tiempo 
de opresión política y religiosa. Hacía siglos que los extranjeros 
dominaban su tierra, circunstancia que contrastaba con las 
promesas divinas de la soberanía de Israel y del reino absoluto de 
Yahvé. El pueblo vivía sojuzgado por una interpretación mezquina 
de la ley y de la voluntad de Dios. La soberanía de Jesús frente a 
la ley y las tradiciones no cayó como un rayo del cielo: respondía a 
toda una forma de ser que Jesús había comenzado a adquirir en el 
seno de su familia y gracias a la educación que había recibido en 
ella. Una profunda experiencia de Dios (al que llama Abba: papá), 
íntima, cálida, espontánea, sin inquietudes, llena la vida del joven 
Jesús de Nazaret.

3. El ambiente cultural de su tiempo, exacerbado por la 
presencia de tantas contradicciones internas, políticas y religiosas, 
estaba determinado por la apocalíptica. Esta tenía como telón de 
fondo la experiencia de la decadencia, maldad y rebeldía del 
mundo presente, dominado por las fuerzas diabólicas hostiles a 
Dios. Los romanos, la paganización, el legalismo y los compromisos 
de los herodianos son simples actores y escenas de un drama 
cuyo verdadero agente es el Maligno. Pero Dios ha resuelto 
intervenir y poner fin a todo esto. El Hijo del hombre va a venir 
sobre las nubes. Traerá el juicio de Dios, exaltará a los justos, 
castigará a los malos e inaugurará el nuevo orden de cosas. Este 
nuevo orden recibe un nombre que encierra una esperanza infinita 
y una auténtica expectación para todo el pueblo (Lc 3,15): reino de 
Dios. Hay que prepararse para su llegada. Es urgente convertirse 
para el juicio y para la salvación. Como hombre de su tiempo, 
Jesús comparte estas esperanzas fundamentales. 
Hermenéuticamente, la apocalíptica constituye un sistema que 
articula lo utópico del hombre. Su atrevido código, especialmente 
los signos del fin y su escenificacíón, está al servicio de una gran 
esperanza y alegría: el Señor vendrá y vencerá. Traduce el 
incontenible optimismo, núcleo de toda religión, pues ésta genera 
siempre esperanza de salvación y reconciliación.

4. En su edad adulta, Jesús de Nazaret se sintió interpelado por 
la predicación de Juan, centrada en el juicio inminente de Dios y en 
la urgencia de la conversión como preparación para él. No 
podemos afirmar que Jesús fuera discípulo de Juan; pero tampoco 
hay razones para negarlo. Es probable que Juan tuviera un círculo 
de discípulos que le seguían y colaboraban con él en el bautismo 
de penitencia (Mc 2,18; Mt 11,1-2; Jn 1,35; 3,22). Según el 
Evangelio de Juan, también Jesús llegó a bautizar (3, 22-36; cf 
4,1-2), pero no sabemos si independientemente de Juan Bautista o 
como colaborador suyo. Lo que sí es seguro es que discípulos de 
Jesús lo habían sido antes de Juan (Jn 1,35-51). También es 
seguro que Jesús aceptó y apoyó el mensaje central del Bautista: 
hay que hacer penitencia. Esto supone dos cosas: que Israel 
entero y todos los hombres son culpables ante Dios sirve para 
recibir el don salvífico de Dios, pues él viene. Jesús considera el 
mensaje de Juan como «venido del cielo" (Lc 20, 4).

5. Con ocasión de su bautismo por Juan (el relato actual teología 
y contiene retroproyecciones de la gloria del Resucitado), Jesús 
tuvo una experiencia profética definitiva. Vio claro que la historia de 
la salvación estaba vinculada a él. Con él se decidirá todo. A partir 
de entonces sigue su propio camino, que ya no vuelve a coincidir 
con el de Juan. El Bautista predica el juicio; Jesús, el evangelio de 
la salvación y la alegría. El primero es un asceta rígido; al 
segundo, en cambio, se le acusa de comilón y de bebedor y de 
andar con malas compañías, como publicanos y pecadores. La 
parábola del niño que toca la flauta en la plaza quiere concretar la 
diferencia entre Jesús y Juan, señalando que cada uno de ellos 
actúa de acuerdo con su mensaje central de juicio riguroso de Dios 
(Juan) o buena nueva de salvación (Jesús) (Mt 11,16-19; Lc 
7,31.35).

6. El gozoso mensaje de Jesús puede resumiese así: a) el reino 
ansiado por todos está cerca; b) hay que acogerlo mediante la fe 
en esa buena nueva y mediante la conversión; c) porque su 
irrupción es inminente; d) y viene para la salvación de los hombres, 
especialmente de los pecadores; e) porque Dios es Padre de 
infinita bondad y ama indistintamente a todos, incluso a los malos e 
ingratos, con predilección por los pobres, los débiles, los pequeños 
y los pecadores; i) todo está condicionado a la adhesión a Jesús, 
que es quien anuncia, realiza y anticipa el reino, el perdón y la 
salvación.

7. Jesús transmite ese mensaje de liberación con su palabra libre 
y sus acciones liberadoras. Parábolas basadas en la vida diaria y 
máximas sapienciales y fácilmente inteligibles caracterizan el modo 
de comunicación de Jesús. Sin embargo, la principal forma de 
anunciar qué significa el reino inminente es la praxis de Jesús. 
Jesús libera mediante actos simbólicos y milagrosos. El sentido 
último de tales actos no es tanto revelar el poder divino de Jesús 
cuanto concretar qué es, en la dura realidad de la historia y de la 
vida oprimida, el reino de Dios en acción. Libera sobre todo 
relativizando y desmitificando las leyes y las tradiciones, que se 
han anquilosado, impiden que la vida sea humana e incapacitan al 
pueblo para escuchar la palabra viva de Dios. El impulso de su 
praxis no se dirige a algunos aspectos de la vida, como el culto o la 
piedad ritual y devocional, sino a la totalidad de la existencia, 
entendida como servicio a los otros en el amor. Estar siempre en 
presencia de Dios y no sólo cuando se ora o se hacen sacrificios: 
tal es la exigencia fundamental de Jesús. Con el mismo espíritu con 
que amamos a Dios debemos amar también a los otros. Esto no es 
moralizar la existencia, sino originar un nuevo tipo de vida. Es un 
problema de ontología y no de moral. La moral es consecuencia o 
reflejo de la ontología.

8. El mensaje y la praxis de Jesús («Todo lo hizo bien»: Mc 7,37) 
tienen como soporte su profunda experiencia de Dios. El Dios de 
Jesús no es el de la Torá, inflexible y distante, sino el Dios Padre 
de infinita bondad, siervo de toda criatura humana lleno de 
benevolencia amorosa para todos, especialmente para los ingratos 
y los malos (Lc 6,35b). Ante este Dios, Jesús se sitúa como 
criatura; por eso le dirige oraciones y súplicas. Pero también se 
siente íntimamente unido a él, hasta el punto de considerarse y 
llamarse Hijo. Es consciente de que Dios actúa a través de él. Su 
reinado se manifiesta en su acción y en su vida.
Comer con los pecadores, acercarse a los impuros y marginados 
no es simple humanitarismo, sino la manera de concretar el amor 
de Dios y su perdón ilimitado a todos los que vivían con mala 
conciencia y se consideraban perdidos. Frecuentando su 
compañía, Jesús les da la certeza de que Dios está con ellos, los 
acoge y perdona. Este amor de Dios que vive Jesús permite 
comprender la paradoja de su existencia: de un lado, liberal frente 
a la ley, las tradiciones y los hábitos sociales y religiosos de la 
época; de otro, extremista y radical en lo ético, como aparece en el 
Sermón de la Montaña. Esta paradoja se esclarece a la luz de la 
experiencia del Dios de amor y bondad. Al amor no se le pueden 
poner límites. Sería destruirlo. Es exigente: debe amar todo y a 
todos. Por este amor acepta Jesús entrar en conflicto con la ley y 
las tradiciones, que lo obstaculizan o lo amordazan. El no está 
contra nada, ni contra la ley ni contra la piedad farisea. Su 
oposición nace de un proyecto nuevo sobre la existencia, 
entendida a la luz de una nueva experiencia de Dios. A partir de 
esa experiencia somete todo lo demás a una crítica que purifica y 
acrisola.

9. El reino no viene por arte de magia. Es propuesta y exige una 
respuesta libre por parte del hombre. Por eso, el reino es histórico 
y se estructura de forma personal, aunque no se reduzca a la 
esfera personal. Dios no fuerza el reino, pues es un Dios no de 
violencia, sino de amor y libertad. De ahí que Jesús predique la 
urgencia de la conversión con el mismo énfasis con que anuncia la 
buena nueva del reino. Las dos magnitudes son inseparables. La 
conversión, por su parte, no es sólo condición necesaria para el 
reino, sino que es ya el propio reino realizándose en la vida de las 
personas.

10. La predicación de Jesús causó impacto y convocó a las 
masas por su novedad y alegría. Sin embargo, por exigir un cambio 
de manera de pensar y vivir, terminó por provocar en el pueblo y 
en sus seguidores una profunda crisis que lentamente se fue 
convirtiendo en fracaso. Lo advierte el propio Jesús cuando dice: 
«¡Dichoso el que no se escandalice de mí!» (Lc 7,18-23; Mt 11,6). 
Poco a poco se van apartando las masas; después lo harán los 
discípulos; por último, hasta los apóstoles están a punto de 
abandonarlo (cf. Jn 6,67). Al final se produce la llamada crisis de 
Galilea (Mc 9,27ss; Lc 9,37). Jesús se da cuenta de que están 
tratando seriamente de quitarle la vida. Lc 9,51 dice que Jesús 
«endureció el rostro», es decir, tomó la firme resolución de ir a 
Jerusalén. «Jesús les llevaba la delantera; los discípulos no salían 
de su asombro, y los que le seguían iban con miedo", comenta Mc 
10,32. Allí, en Jerusalén, en el templo, era donde debía irrumpir el 
reino según creía una corriente apocalíptica.

11. Jesús asume y asimila la crisis y la progresiva soledad.
Es objeto de graves acusaciones: lo acusan de falso profeta (Mt 
27,62-64; Jn 7,12), de loco (Mc 3,24), de impostor (Mt 27,63), de 
subversivo (Lc 23,2.14), de poseso (Mc 3,22; Jn 7,20), de hereje 
(jn 8,48) y de cosas parecidas. Jesús se consuela pensando que 
«sólo en su tierra, entre sus parientes y en su casa, desprecian a 
un profeta> (Mc 6,4; Mt 13,57; Lc 4,24; Jn 4,44). Es de suponer 
que estas crisis llevarán a Jesús a modificar la idea que tenía de sí 
mismo. No se quedó impasible considerando con altivez los hechos 
históricos. Al principio se consideraba el heraldo y el profeta 
escatológico de Dios: anunciaba la salvación y predicaba la 
conversión. Al encontrar resistencia y darse cuenta de que 
estaban tramando contra él un final dramático, no modificó su 
comportamiento fundamental. Continuó predicando con el mismo 
coraje y confiando en la capacidad humana de adhesión y 
conversión. Pero comenzó a considerarse como el Justo doliente, 
cuyas características habían sido trazadas por la teología del 
Antiguo Testamento y de la apocalíptica. El Justo, fiel a Dios y a la 
ley, es perseguido, humillado y puede ser condenado a muerte; 
pero Dios lo exaltará. Esta figura del Justo y Profeta doliente 
armoniza perfectamente con la atmósfera apocalíptico en que se 
mueve Jesús.
La muerte del Justo como expiación por los pecados de los otros 
era un tema de la teología rabínica y no de la apocalíptica. Según 
los rabinos, el mártir no tenía que ser necesariamente justo (2 Ad 
7,32), pues, aun no siéndolo, podía expiar por los pecados de los 
otros (4 Ad 6,28; 17,22). Incluso un criminal condenado a muerte 
podía expiar aceptando libremente la muerte. No parece que Jesús 
se considerara Siervo doliente (contra las tesis de 0. Cullmann y J. 
Jeremías). Según F. Hahn y, sobre todo, W. Popkes, Jesús se 
habría entregado, pero sin hacer referencia expresa al himno del 
Siervo de Is 53 y sin tener conciencia explícita de ser el Siervo 
doliente.
Es muy probable que el Jesús histórico se considerara el 
Profeta y el Justo doliente (L. Ruppert). Pero esa conciencia se fue 
articulando progresivamente a lo largo de su vida, a medida que 
fue descubriendo la oposición e interpretando y asimilando esa 
situación.

12. J/CONCIENCIA-DE-SI: Como tónica general, los evangelios 
dejan muy claro que Jesús se orientaba en todo a partir de Dios y 
no a partir de las circunstancias. Su vida era una acción originaria 
y no una reacción ante las posturas de los que estaban a su 
alrededor. Estaba dispuesto a hacer siempre la voluntad del Padre, 
al que se sentía unido. Pero esa voluntad de Dios no era una 
especie de película que estuviera grabada en la mente de Jesús, 
reflejara todo y permitiera conocerla de antemano. Si Jesús 
hubiera tenido conciencia previa de todo, su predicación, su 
insistencia en la conversión y todo su compromiso habrían sido un 
«como si», una simple ficción. Su misma muerte no habría sido sino 
teatro. Jesús era viator, como todos los hombres. Pero, como 
profeta escatológico y justo, tenía una inaudita sensibilidad para lo 
divino y para la voluntad concreta de Dios. Sin embargo, no la 
conocía a priorI. La buscaba con fidelidad y plena pureza interior. 
Se encontraba con ella a cada paso en su vida de profeta 
ambulante, en la convivencia con los suyos, en las disputas con los 
fariseos, en los encuentros con la gente, en la oración y en la 
meditación, donde descubría a Dios tanto en los lirios del campo 
como en la lectura de la Palabra. Jesús no podía saber a priori cuál 
era la voluntad de Dios en cada momento. Lo descubría 
asumiendo la historia, con todo lo que tiene de imprevisible, fortuito 
y casual. La intensidad de la búsqueda y la íntima unión con Dios 
le permitían siempre captar la voluntad divina, tanto en la alegría 
de los apóstoles al volver de su primera predicación (Mc 6,30-31; 
Mt 14,22) como al huir de los que le querían prender y matar (Lc 
4,30; Jn 8,59; 10,39) o incluso en lo alto de la cruz, ante la muerte 
inminente. No le debió de resultar fácil aceptar la voluntad de Dios, 
que probablemente echó por tierra sus ideas sobre el reino (Lc 
22,15-29; Mc 14,25), como se refleja en la tentación de Getsemaní. 
Pero lo importante era escuchar y obedecer plenamente, hasta la 
muerte, la voluntad divina. Así como toda su existencia era una 
pro-existencia, un ser para los demás, así también los sufrimientos 
que soportó deben considerarse asumidos delante de Dios como 
exigencia de la causa que representaba y por fidelidad a todos los 
hombres en función de los cuales era profeta.

13. Al fracasar en Galilea, donde había vivido y actuado, Jesús 
se dirige a Jerusalén. Allí espera la irrupción completa y la victoria 
de su causa. Entra con los suyos en la ciudad y se dirige al templo: 
allí debe manifestarse el reino. Mc 11,11 dice que «entró en 
Jerusalén y, cuando llegó al templo, miró todo detenidamente a su 
alrededor. Como era ya tarde, salió con los Doce para Betania».
Creemos que éste es un texto decisivo. Supone un corte en el 
contexto general y constituye un grave problema exegético. Sin 
embargo, resulta inteligible si lo consideramos a la luz de la 
conciencia que Jesús tiene de ser el Profeta y el Justo de Nazaret. 
Entra en el templo, mira detenidamente todo lo que le rodea. El 
reino puede irrumpir en cualquier instante, por cualquier rincón. 
Pero no sucede nada... Jesús sale y se dirige a Betania, donde 
están sus amigos Lázaro, Marta y María.
Al día siguiente regresa. Los evangelios narran la purificación 
del templo. ¿Qué significado puede tener? ¿Sólo el espíritu 
riguroso de Jesús? Creemos que el hecho se sitúa en su 
perspectiva de la inminente venida del reino. El reino no se 
inaugura en el templo, porque el santuario está impuro y es indigno 
de Dios. Hay que purificarlo. Así se dará la condición necesaria 
para que Dios se manifieste en su gloria a todos e inaugure su 
señorío sobre todas las cosas. En la versión de Marcos, el relato 
de la purificación, concluye casi con las mismas palabras del texto 
anterior. "Y cuando atardeció salieron fuera de la ciudad» (Mc 
11,19).
J/CREYENTE-SUMO: Una vez más ha caído por tierra una 
convicción de Jesús. Este proceso interior de destrucción y 
reconstrucción, de muerte y de resurrección, constituye la trama 
permanente de la vida humana. También de la de Jesús. El hombre 
vive interpretando e interpreta viviendo. Se va creando una imagen 
del mundo. Librarse de ella continuamente para abrirse a Dios y a 
su novedad diaria constituye la tarea de la fe. Jesús era, por 
excelencia, un hombre de fe y de esperanza. Si la fe no consiste 
sólo en una adhesión a las verdades y a los hechos salvíficos, sino 
que significa fundamentalmente un modo de vivir entregándose 
siempre a Dios y viviendo de él, entonces Jesús fue el creyente por 
excelencia. En este sentido, dice la carta a los Hebreos (12,2) que 
Jesús es archegós y teleiotés de la fe (el que comienza, termina y 
hace perfecta la fe). En otras palabras: Jesús creyó de tal manera 
y de forma tan perfecta que se constituyó en el principio que nutre 
toda fe. Y ello porque creyó como lo hicieron los grandes modelos 
del Antiguo Testamento, cuya apología se hace en el largo e 
incomparable capítulo 11 de la carta a los Hebreos. Por eso se le 
llama pistós (Heb 3,2, el que tiene fe; cf. Heb 2,13; 2,17; 5,8, donde 
se habla de la obediencia que él aprendió 'y que es sinónimo de 
fe). La fe inspiró constantemente la vida de Jesús. A su luz 
descubrió en los acontecimientos de su vida la voluntad concreta 
de Dios y trató de cumplirla.

14. En Getsemaní vivió los preludios de la gran tentación, la 
escatológica. Vio claramente que se acercaba el gran momento en 
el que se iba a decidir todo, y lo temió. «Mi alma está triste hasta la 
muerte» (Mc 14,34). «Voy a orar» (Mc 14,32). Pide que se aparte 
«aquella hora" (Mc 14,35). «¡Abba! ¡Padre!»: todo es posible para 
ti. Aparta de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo 
que quieres tú (Mc 14,36). Aquí reaparecen las expresiones 
técnicas «aquella hora» y el «cáliz». Jesús sale fortalecido de la 
tentación. Se entrega confiadamente al designio secreto de Dios. 
Confía en que Dios lo librará por mal que se presente la situación.

15. Todo el relato de la pasión se halla bajo el signo de la 
entrega: Judas lo entrega al sanedrín (Mc 14,10.42) ; el sanedrín, 
a Pilato (Mc 15,1.10) ; Pilato, a los soldados (Mc 15,15) ; éstos, a la 
cruz (Mc 15,25) ; por último, el mismo Dios lo entrega a su propia 
suerte, dejándolo morir con un grito de abandono en los labios (Mc 
14,34). Jesús se mantiene sereno y dueño de sí mismo durante el 
proceso, como destacan los evangelistas. No es estoicismo, sino 
confianza en la entrega absoluta a Dios. Sigue el camino del 
Misterio, sea cual fuere.

16. ¿Qué sentido dio Jesús a su propia muerte? El mismo que 
dio a su vida. Entendió la vida no como un bien que se nos da para 
que lo vivamos y disfrutemos, sino como un servicio a los otros. La 
diaconía constituye un rasgo característico de Jesús. Marcos lo 
resume perfectamente: «Todo lo hizo bien, hizo oír a los sordos y 
hablar a los mudos» (Mc 7,37). Por eso escribe acertadamente un 
teólogo moderno: «La investigación neotestamentaria actual puede 
decir con toda probabilidad que Jesús no interpretó su muerte 
como sacrificio expiatorio, ni como expiación, ni como rescate. Su 
propósito no era redimir a los hombres precisamente mediante su 
muerte. En la mente de Jesús, la redención de los hombres 
dependía de la aceptación de su Dios y del modo de vivir para los 
otros de acuerdo con lo que él predicaba y vivía. Para Jesús, la 
salvación y la redención no dependían de su futura muerte, sino de 
que cada cual se dejase penetrar por el Dios, bueno para todos, 
que él revelaba. Eso debía llevar a los hombres a un 
comportamiento justo con el prójimo y hacerlos libres y liberados. 
En una palabra: la redención vendría mediante el amor que se 
traduce en obras y que nace de una fe confiada en Dios (Gál 5,4) 
» 6.
La redención, pues, no depende de un punto matemático de la 
vida de Jesús, de su muerte. Toda la vida de Jesús es redentora. 
Su muerte lo es en la medida en que forma parte de su vida. Jesús 
aceptó su muerte lo mismo que aceptó todas las cosas venidas de 
Dios. La muerte posee sin duda un sentido antropológico 
cualitativo eminente porque significa la culminación de la vida; por 
eso debemos decir que representó para Jesús el culmen de su 
proexistencia, de su ser para los otros. Con toda intensidad y 
libertad, Jesús vivió la muerte como entrega a Dios y a los 
hombres, a los que amó hasta el fin (cf. Jn 17,1). En este sentido 
preciso, la muerte significa la culminación del servicio de Jesús, 
como lo fue toda su vida. Y tiene tal plenitud humana que posee un 
valor en sí misma. Pero ese valor no agota el valor y la intención 
salvífica de Jesús.

4. El significado trascendente de la muerte de Jesús
Si los motivos que llevaron a Jesús al proceso y a la muerte 
fueron triviales, motivos de seguridad, de egoísmo y de 
anquilosamiento de un sistema, su muerte, en cambio, no fue nada 
trivial. Refleja toda la grandeza de Jesús, que hace de su propia 
opresión un camino de liberación. A partir de un cierto momento (la 
crisis de Galilea), Jesús cuenta con una conspiración contra su 
vida. Se entera de la muerte de Juan Bautista (Mc 6,14-29). 
Conoce muy bien el destino reservado a todos los profetas (Mt 
23,37; Lc 13, 33-34; Hch 2,23) y cree que se halla en esa misma 
línea. Por eso va ingenuamente a la muerte. Lo cual no significa 
que la busque y la quiera. Los evangelios atestiguan que se 
escondía (cf. Jn 11, 57; 12,36; 18,2; Lc 21,37) y evitaba a los 
fariseos, que lo asediaban constantemente (Mc 7,24; 8,13; cf. Mt 
12,15; 14,13). Pero, como todo hombre justo, estaba dispuesto a 
sacrificar su vida, si era necesario, para dar testimonio de su 
verdad (cf. Jn 18,37), aunque, dada su mentalidad apocalíptica, 
esperaba ser liberado por Dios. Jesús buscaba la conversión de 
los judíos. Ni siquiera cuando se sintió solo y aislado cayó en la 
resignación y pactó con la situación para sobrevivir. Fue fiel a su 
verdad hasta el fin, aunque esto implicase el mayor peligro. Peligro 
que abraza y acepta libremente, no como una fatalidad histórica, 
sino con una libertad que pone en riesgo la propia vida para dar 
testimonio de su mensaje. «Nadie me quita la vida, yo la doy 
voluntariamente» (Jn 10,18). La muerte no es castigo, sino 
testimonio; no es fatalidad, sino libertad. No teme la muerte ni 
actúa por temor a ella. Vive y actúa a pesar de la muerte, aunque 
ésta se le vaya a exigir, porque la fuerza y la inspiración de su vida 
y de su actuación no están en el miedo a la muerte, sino en el 
compromiso con la voluntad del Padre, descubierta en los hechos 
concretos de la vida, y con su mensaje de liberación para los 
hermanos.
El profeta y el justo, como Jesús, muriendo por la justicia y la 
verdad, denuncian el mal de este mundo y ponen en jaque los 
sistemas cerrados que pretenden monopolizar la verdad y el bien. 
Este cerrarse y querer tener el monopolio constituyen el pecado 
del mundo. Cristo murió por causa de este pecado trivial y 
estructural. Su reacción se salió del esquema de sus enemigos. 
Víctima de la opresión y la violencia, no empleó la violencia y la 
opresión para imponerse. «El odio puede matar, pero no puede 
definir el sentido que da a su muerte el que muere» 7. Cristo 
definió este sentido en términos de amor, donación, sacrificio libre 
por sus verdugos y por todos los hombres. El profeta de Nazaret 
que muere es a la vez el Hijo de Dios, cosa que la fe sólo vio con 
claridad después de la resurrección. Siendo Hijo de Dios, no hizo 
uso de su poder divino, capaz de modificar todas las situaciones. 
Jesús no dio testimonio del poder como dominación, pues este 
aspecto constituye el carácter diabólico del mismo y origina la 
opresión y los obstáculos a la comunión. Jesús atestigua el 
verdadero poder de Dios que es el amor. Ese amor es el que 
libera, hace solidarios a los hombres y los abre al auténtico 
proceso de liberación. Excluye toda violencia y opresión, incluso 
para imponerse. Su eficacia no es la de la violencia, que modifica 
las situaciones eliminando a los hombres: esta aparente eficacia no 
consigue romper la espiral de la opresión. El amor tiene una 
energía propia, que ni se ve ni se percibe inmediatamente, pero 
que da el coraje de entregar la propia vida en sacrificio y la certeza 
de que el futuro está en manos del derecho, la justicia, el amor y la 
fraternidad y no del lado de la opresión, la venganza y la injusticia. 
No es de extrañar que, como demuestran una experiencia 
multisecular y la historia reciente, los verdugos de los profetas y de 
los justos sean tanto más violentos cuanto más presienten su 
derrota. La iniquidad de la injusticia hace insolidarios a los malos y 
divide a los verdugos. Dios no hace nada si el hombre, en su 
libertad, no lo quiere. El reino es un proceso en el que el hombre 
tiene que participar. Si se niega, seguirá siendo llamado a 
adherirse, pero no por la violencia, sino por el amor sacrificado: 
«Cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 
12,32).
La muerte de Cristo, independientemente de la luz que sobre ella 
proyecta la resurrección, tiene un sentido que está en consonancia 
con la vida que él llevó. Todos los que, como Jesús, exigen mayor 
justicia, más amor, más derechos para los oprimidos y más libertad 
para Dios, deben contar con la oposición y con el riesgo de ser 
eliminados. Se vence a la muerte cuando no se hace de ella un 
espantajo que amedrenta al hombre y le impide vivir y proclamar la 
verdad. El hombre justo y el verdadero profeta la aceptan y la 
integran en su proyecto. Pueden y deben contar con ella. La 
grandeza de Jesús estuvo en no capitular ante la oposición y la 
condena. Ni siquiera al sentirse abandonado por el Dios al que 
siempre había servido, se entrega a la resignación. Perdona y 
continúa creyendo y esperando. En el paroxismo del fracaso, se 
pone en manos del Padre misterioso, en quien reside el sentido 
último y absoluto de la muerte del inocente. En el culmen de la 
desesperación y del abandono se revela la plenitud de la confianza 
y de la entrega al Padre. Jesús no encuentra ningún apoyo en sí 
mismo ni en su obra. Sólo se apoya en Dios y sólo en él puede 
poner su esperanza. Una esperanza así trasciende los límites de la 
propia muerte. Es la obra perfecta de la liberación: Jesús se libera 
totalmente de sí mismo para ser enteramente de Dios. Si, como 
dice Bonhoeffer, Sócrates nos liberó de morir con su serenidad y 
soberanía, Cristo hizo mucho más: nos liberó de la muerte. Su 
agonía rozó los límites de la desesperación, pero su entrega en 
favor de los hombres y de Dios fue tan ilimitada y total que venció 
el imperio de la muerte. Eso es lo que significa la resurrección, que 
irrumpe en el corazón mismo del aniquilamiento.
...................
6. H. Kessler, Erlösung als Befreiung (Düsseldorf 1972) 25.
7. Ch. Duquoc, op. cit., 204.
(Págs. 346-363)

LEONARDO BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981