¿CÓMO INTERPRETÓ JESÚS SU PROPIA MUERTE? (2)
Las ultimas palabras de Jesús en la cruz tienen todas las
características de ser auténticas (Mc 15,34; Mt 27,46). Se nos han
conservado en su forma hebrea: lamma sabaktaní. Si nos
atenemos a Lucas y Juan, nos daremos cuenta de que estas
palabras no encajaban bien con sus cristologías. La divinidad de
Jesús constituía un dato adquirido y, en Juan, era el tema que
articulaba todo su Evangelio. Por esto se comprende que Lc 23,46
las sustituya por otras, tomadas también, como las de Mateo y
Marcos, de un salmo (Lucas cita Sal 31,6; Mc y Mt, Sal 22,2) :
«Padre, en tus manos pongo mi espíritu».
Jn 16,32 puede interpretarse como un intento de evitar
malentendidos sobre el aparente abandono de Jesús en la cruz:
«¿Ahora creéis? ¡Cuando se acerca la hora, o cuando ya ha
llegado, de que os disperséis cada uno por su lado dejándome
solo! Aunque yo no estoy solo, está conmigo el Padre».
Estas últimas palabras de Jesús deben tomarse muy en serio. Es
cierto que están tomadas del comienzo de un salmo (22,2) que
refleja la profunda aflicción del Justo doliente y, al mismo tiempo, el
consuelo que encuentra junto a Dios, hasta el punto de que
termina con una bendición sobre todo el mundo; pero nada nos
indica que Jesús las pronunciara en el horizonte de ese salmo.
El texto habla del último y profundo grito de Jesús, que brota del
infierno de experimentar la ausencia divina. El Padre al que Jesús
estaba unido por la vivencia de su intimidad filial, el Padre cuya
bondad infinita había él anunciado, el Padre cuyo reino había
proclamado y anticipado en su praxis liberadora, lo abandona
ahora. No lo decimos nosotros, sino el mismo Jesús. Sin embargo,
él no abandona al Padre. En el más abismal vacío del alma
humana, sin poder apoyarse en algún título personal como su
fidelidad, la lucha sostenida por la causa de Dios contra la
situación de su tiempo o los peligros afrontados y el humillante
proceso difamatorio y la pena capital, no hay nada que Jesús
pueda presentar ante Dios. A pesar de que la tierra se hunde bajo
sus pies, sigue confiando en el Padre, y dice, tal vez sin entenderlo
del todo y, por ello, gritando (Mc 15,34; «con voz fuerte>: Lc 23,46)
: «Dios mío, Dios mío ... ».
Nos encontramos ante la suprema tentación soportada por
Jesús; podemos formularla así: ¿Todo mi compromiso ha sido en
vano? ¿No va a venir el reino? ¿Habrá sido todo una pura ilusión?
¿Carecerá de sentido último el drama humano? ¿Es que no soy
realmente el Mesías? Han caído por tierra las ideas que Jesús,
verdadero hombre, se había formado. Jesús se encuentra
desnudo, desarmado, absolutamente vacío ante el misterio.
¿Cómo se comporta? ¿Se ase a una idea que le sirva de consuelo,
garantía y seguridad última? No, Jesús se entrega al Misterio
verdaderamente sin nombre. El será su única esperanza y
seguridad. No se apoya en nada que no sea Dios. La absoluta
esperanza y confianza de Jesús sólo se entiende sobre el
trasfondo de su absoluta desesperación. Donde abundó la
desesperación, pudo sobreabundar la esperanza. Porque la
esperanza fue infinita y sólo en el infinito tenía su apoyo, infinita
fue también la desesperación. La grandeza de Jesús, está en
haber podido soportar y vivir semejante tentación. Ninguna muerte
tiene que ser soledad absoluta. Lo es cuando está centrada en el
propio yo. La muerte constituye una ocasión para entregarse a
alguien mayor. Una entrega total. Si en Jesús se hubiera
conservado algo, una última certeza, la seguridad de su conciencia
mesiánica, no podría haber sido absoluta la entrega. Habría tenido
un apoyo en sí mismo. Habría sido para sí mismo y ya no
totalmente para Dios. Porque se vació por completo, pudo ser
colmado plenamente. Es lo que llamamos resurrección.
A nuestro juicio, la cristología y el tema de la conciencia
mesiánica de Jesús y de su trayectoria concreta deben estudiarse
a partir de Mc 12,34. Aquí se decide si aceptamos o no, si
tomamos en serio o no, el hecho radical de la encarnación de Dios
como humanización fundamental de Dios, como absoluto
vaciamiento divino, en la línea de Flp 2, incluso de los atributos
divinos. En la encarnación, Dios se hizo realmente otro. Por eso se
puede afirmar teológicamente que la verdadera y real humanidad
de Jesús es la propia divinidad presente y no sólo el instrumento
de una divinidad que se sitúa a una distancia inalcanzable y fuera
de la historia. La palabra se hizo hombre y levantó su tienda entre
nosotros (Jn 1,14), en las sombras mortales de nuestra vida.
2. Cómo imaginó Jesús su propio fin
Esta cuestión suele formularse así: ¿cómo interpretó Jesús su
muerte? Como hemos visto, ninguno de los textos comentados
goza de suficiente autenticidad jesuánica como para introducirnos
en la conciencia y ciencia previa de Jesús acerca de su próxima
muerte. Creemos que sólo en lo alto de la cruz advirtió Jesús que
su fin era realmente inminente y que podía morir. Entonces, dando
un gran grito, manifiesta su profundo desamparo, su decepción -si
se nos permite hablar así- y se entrega a Dios. El texto de Lc
23,46: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu», expresa
perfectamente la última disposición interior de Jesús de absoluta
entrega, sin ninguna otra consideración. ¿Qué esperaba, pues,
Jesús? Para elaborar una imagen (con la vaguedad e imprecisión
de toda imagen) debemos tener en cuenta los siguientes puntos:
1. Jesús predicó el reino de Dios y no se predicó él mismo. El
reino constituye la palabra-esperanza, la realidad del mundo y del
hombre, pecadora y caduca, transfigurada, reconciliada y sanada
en su misma raíz por la venida de Dios. El reino no es el otro
mundo, sino este mundo, pero ya bajo el pleno señorío de Dios,
donde Yahvé se hace presente eliminando todo lo que es adverso,
maligno, mortal, antidivino y antihumano. Esta esperanza, que
arranca del fondo utópico más profundo del corazón y de la
historia, constituye el objetivo de la predicación de Jesús.
2. El reino está próximo (Mc 1,15; Mt 3,17), ya «en medio de
vosotros» (Lc 17,21). Tal es la segunda novedad de Jesús. No se
limita a anunciar una utopía: proclama que lo utópico se está
haciendo tópico. Hay alguien que es más fuerte que el fuerte y que
ha decidido intervenir y poner fin al carácter siniestro y rebelde del
mundo (cf. Mc 3,27). La tónica de la predicación de Jesús, sus
duras exigencias y la llamada a la conversión se sitúan en el
horizonte de la próxima irrupción del reino, que ya está actuando
en el mundo y que pronto se manifestará totalmente.
3. Jesús se considera no sólo mensajero de la buena nueva (Mc
1,15), sino también portador y realizador de la misma: «Si yo echo
los demonios con el dedo de Dios, señal que el reinado de Dios ha
llegado a vosotros» (Lc 11,20), dice Jesús en un logion que figura
entre los más auténticos de los evangelios. Se siente tan
identificado con el reino, que la pertenencia al mismo exige
adherirse a su persona (Lc 12,8-9). La naturaleza concreta del
reino se revela en la praxis de Jesús como preexistencia -o vida en
favor de los demás- libre y liberadora que desencadena un
proceso de liberación y provoca un conflicto con la cerrazón social
y personal de los protagonistas de la historia de su tiempo.
4. El Jesús histórico se movió en la misma atmósfera cultural
que sus contemporáneos. Adoptó uno de los sistemas vigentes en
su época, el de la apocalíptica, con su código y sus claves que
llevaba consigo, especialmente la del reino de Dios y la inminente
intervención divina. Muchos textos indiscutiblemente jesuánicos
son tributarios de la mentalidad apocalíptica del tiempo (cf. Lc
22,29-30; Mt 19,28; Mc 13,30; 10,23).
En este contexto, queremos citar dos pasajes de capital
importancia para mostrar la conciencia de Jesús. Los dos están
enmarcados en el relato de la última cena que el Señor celebró
entre nosotros:
Mc 14,25: «Os aseguro que ya no beberé más del fruto de la vid
hasta el día aquel en que lo beba, pero nuevo, en el reino de
Dios».
El otro es de Lucas, y se encuentra también en un contexto
eucarístico (Lc 22,15.19-29): «¡Cuánto he deseado cenar con
vosotros esta Pascua antes de mi Pasión! Porque os digo que
nunca más la comeré hasta que tenga su cumplimiento el reinado
de Dios.... y cogiendo una copa dio gracias y dijo: Tomad,
repartidla entre vosotros; porque os digo que desde ahora no
beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el reinado de
Dios... Yo os confiero la realeza como mi Padre me la confirió a mí.
Cuando yo sea rey comeréis y beberéis a mi mesa, y os sentaréis
en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel».
Ya hemos dicho que la última cena tiene un marcado sentido
escatológico. Simboliza y anticipa la gran cena de Dios en el nuevo
orden de cosas (el reino). Como veremos más adelante, el pan y el
vino no simbolizan en aquel momento el cuerpo y la sangre de
Cristo que serían sacrificados (esto lo descubrirá la comunidad
primitiva una vez que haya vivido la muerte y resurrección de
Jesús), sino simplemente la cena. En la cena judía, el pan y el vino
representaban el banquete celestial. Por eso Jesús dice: "Yo os
entrego el reino (cena celestial) ... para que comáis y bebáis». El
pan y el vino simbolizaban la cena en el reino.
Estos textos de Marcos y de Lucas no tienen ninguna conexión
orgánica con la vida de la Iglesia, sino sólo con Jesús. Y es
sorprendente que se nos hayan conservado sin ninguna
interpretación teológica de la comunidad primitiva. Todo ello
permite concluir, con bastante seguridad, que la mentalidad
escatológica de Jesús tiene un fondo histórico que los primeros
teólogos cristianos respetan en parte.
Mediante el código apocalíptico se tradujo, con bastante éxito, lo
utópico y la dimensión totalizadora y universal de la liberación. Lo
que realmente importa es esa liberación, no los instrumentos
lingüísticos, imaginativos y culturales en que se transmitió.
Por tanto, según estos textos, Jesús vivió la efervescencia de la
inminente irrupción del reino. Luego fue advirtiendo que lo que
llegaba no era el reino, sino su muerte. Tal fue el motivo de su grito
en la cruz y la razón de su total entrega a Dios. Vio cómo se
desmoronaban todas sus ideas sobre el reino y su propia
actuación en función del mismo. Sin embargo, fue más fuerte que
las ideas. No sucumbió con ellas, sino que se mantuvo fiel a Dios.
5. En el sistema apocalíptico había un tema muy importante : el
de la gran tentación. De ella nos hablan los pasajes apocalípticos
del NT y del Apocalipsis de Juan. Según este tema, al final,de los
tiempos, cuando el reino está ya para irrumpir, tiene lugar la última
confrontación entre el Mesías y sus enemigos. La gran tentación
es obra del mismo demonio. Hay que armarse contra ella para no
sucumbir, pues, si Dios no lo impide, hasta los buenos pueden
caer. El Mesías es perseguido y se ve en una situación apurada.
Pero, en el instante crucial, Dios interviene, lo libera e inaugura el
reino.
J/TENTACION-HUERTO: K. G. Kuhn ha mostrado que esta
concepción constituye el telón de fondo de la tentación de Jesús
en Getsemaní. Sería erróneo interpretar la tentación como una
duda interior o una incertidumbre de Jesús ante su fin: nos
hallamos más bien ante la toma de conciencia de que va a
comenzar inmediatamente la gran tentación, con sus amenazas y
peligros de caer. En el padrenuestro, la expresión «no nos dejes
caer en tentación» debe entenderse también en este sentido
apocalíptico: «no nos dejes caer» al final de los tiempos, cuando
se juegue la última baza y se decida todo.
En este contexto encajan perfectamente unas palabras del
mismo Jesús: "Tengo que ser sumergido en las aguas y no veo la
hora de que esto se cumpla» (LC 12,50). El contexto es la
pregunta de Jesús a Santiago y Juan: «¿Podéis beber el cáliz que
yo beberé?» (Mt 20,22; MC 10,38). Una vez más nos encontramos
en el horizonte de la gran tentación. Pero lo importante para Jesús
era permanecer fiel al Padre. «No se haga lo que yo quiero, sino lo
que quieres tú» (MC 14,36 par.).
¿Esperaba Jesús la muerte? Por las maquinaciones de los judíos
y los conflictos que se urdían contra él, debió de colegir la
posibilidad de un desenlace fatal. Pero parece que esto no le creó
un problema grave. Siguió predicando con la misma autoridad y
con las mismas invectivas, como si no pasase nada. Sabía que
estaba en las manos del Padre, al que se sentía siempre
íntimamente unido y cuya voluntad procuraba cumplir
constantemente. El Padre lo salvaría de todos los peligros.
Mientras tanto, tenía delante la gran tentación, terrible y
espantosa, ante la que muchos iban a desfallecer y en la que el
Mesías debía pasar por pruebas tremendas. Por eso teme y
suplica al Padre. Pero cuando se encuentra ya colgado en la cruz
sabe que se acerca la muerte. Abandona la idea de la gran
tentación. Cae en la cuenta de que el Padre quiere su muerte. El
postrer grito revela su última gran crisis. Pero la frase de Lucas:
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46), y la de
Juan (Jn 19,30) : «Todo está consumado», muestran que Jesús se
entrega al Padre no con resignación, sino con libertad.
3. Intento de reconstrucción de la trayectoria del Jesús histórico
Los textos neotestamentarios, como hemos visto en las
reflexiones anteriores, nos han llegado tan interpretados
teológicamente que ya no es posible reconstruir a través de ellos el
camino histórico de Jesús. El Jesús histórico sólo nos es accesible
a través del Cristo de nuestra fe. En otras palabras: entre el Jesús
de la historia y nosotros se interponen las interpretaciones
interesadas de los primeros cristianos. Esta situación es objetiva y,
en conjunto, insuperable. La fe no necesita apoyarse en la
construcción de un sistema histórico. Le basta saber que las
interpretaciones de las que es heredera se apoyan en una base
histórica: Jesús vivió, predicó, significó la presencia escatológica
de Dios entre los hombres, levantó protestas, fue procesado y
ejecutado, y los apóstoles dieron testimonio de que lo habían visto
resucitado a la vida divina y eterna. Los detalles históricos de las
etapas de este camino tienen su importancia para la fe, pero no
son decisivos. La comunidad de fe se interesa por esos detalles y
los estudia críticamente, pero no condiciona su plena adhesión a
Cristo a la opinión de los historiadores ni a las últimas hipótesis
teológicas de los pensadores cristianos. Esto no quiere decir que
tales hipótesis sean indiferentes. De ordinario, son ellas las que
alimentan la fe concreta, la actualizan y la hacen viva en el mundo.
Pero la fe no depende de ellas en su constitución, sino sólo en su
despliegue, en la forma de dar razón de su esperanza y de tomar
conciencia de las estructuras racionales de su adhesión libre.
Por consiguiente, todos los intentos de reconstruir la trayectoria
histórica de Jesús tienen un valor precario, hipotético y transitorio.
Lo mismo ocurre con la nuestra. Cada generación hará este
intento de acuerdo con su situación existencial y en consonancia
con la interpretación de los textos del NT. Toda fe vive
concretamente de tales representaciones. El problema no está en
hacerlas o no: las hacemos siempre. Lo importante es cómo las
hacemos. Ese cómo refleja nuestro modo de vivir, nuestros
anhelos y nuestra situación en la sociedad y en el mundo. Por eso
hay tantas interpretaciones del itinerario de Jesús como maneras
de plasmar en la historia la fe cristiana. Pero ninguna puede ni
debe hurtarse de la confrontación con los textos del Nuevo
Testamento; todas deben someterse a ellos y aceptarlos como
instancia crítica de nuestras interpretaciones y nuestras vidas.
Ninguna interpretación que esquive esta tarea crítica podrá aspirar
a un reconocimiento comunitario y eclesial.
Sin olvidar las limitaciones indicadas, vamos a describir
rápidamente lo que a nuestro juicio fue el itinerario histórico de
Jesús de Nazaret.
1. Jesús es originario de Nazaret, en Galilea. Su familia
pertenece a los piadosos de Israel, observantes de la ley y de las
sagradas tradiciones. Gracias a ella, Jesús se inicia en la gran
experiencia de Dios. El hecho de que Jesús llegara a ser lo que fue
y lo que nos es dado conocer no se debe sólo al designio del
Misterio, sino también a su familia. Dios no hace superfluas las
mediaciones, sino que las utiliza para grandeza de la misma
historia. Las familias religiosas judías daban gran importancia a la
lectura y meditación de los libros sagrados. Tal lectura no era
solamente un ejercicio piadoso, sino una verdadera escuela de
vida. Enseñaba a interpretar la vida y la historia a la luz de Dios.
Con ayuda de la palabra de Dios se intentaba comprender no sólo
el pasado, sino también el presente.
2. Debemos suponer (no tenemos documentos históricos para
ello, pero la historia no está solamente hecha de textos literarios,
sino que el ritmo de la vida constituye la fuente principal del
conocimiento histórico) que en tal ambiente aprendió Jesús a
interpretar teológicamente los signos de su época. Era un tiempo
de opresión política y religiosa. Hacía siglos que los extranjeros
dominaban su tierra, circunstancia que contrastaba con las
promesas divinas de la soberanía de Israel y del reino absoluto de
Yahvé. El pueblo vivía sojuzgado por una interpretación mezquina
de la ley y de la voluntad de Dios. La soberanía de Jesús frente a
la ley y las tradiciones no cayó como un rayo del cielo: respondía a
toda una forma de ser que Jesús había comenzado a adquirir en el
seno de su familia y gracias a la educación que había recibido en
ella. Una profunda experiencia de Dios (al que llama Abba: papá),
íntima, cálida, espontánea, sin inquietudes, llena la vida del joven
Jesús de Nazaret.
3. El ambiente cultural de su tiempo, exacerbado por la
presencia de tantas contradicciones internas, políticas y religiosas,
estaba determinado por la apocalíptica. Esta tenía como telón de
fondo la experiencia de la decadencia, maldad y rebeldía del
mundo presente, dominado por las fuerzas diabólicas hostiles a
Dios. Los romanos, la paganización, el legalismo y los compromisos
de los herodianos son simples actores y escenas de un drama
cuyo verdadero agente es el Maligno. Pero Dios ha resuelto
intervenir y poner fin a todo esto. El Hijo del hombre va a venir
sobre las nubes. Traerá el juicio de Dios, exaltará a los justos,
castigará a los malos e inaugurará el nuevo orden de cosas. Este
nuevo orden recibe un nombre que encierra una esperanza infinita
y una auténtica expectación para todo el pueblo (Lc 3,15): reino de
Dios. Hay que prepararse para su llegada. Es urgente convertirse
para el juicio y para la salvación. Como hombre de su tiempo,
Jesús comparte estas esperanzas fundamentales.
Hermenéuticamente, la apocalíptica constituye un sistema que
articula lo utópico del hombre. Su atrevido código, especialmente
los signos del fin y su escenificacíón, está al servicio de una gran
esperanza y alegría: el Señor vendrá y vencerá. Traduce el
incontenible optimismo, núcleo de toda religión, pues ésta genera
siempre esperanza de salvación y reconciliación.
4. En su edad adulta, Jesús de Nazaret se sintió interpelado por
la predicación de Juan, centrada en el juicio inminente de Dios y en
la urgencia de la conversión como preparación para él. No
podemos afirmar que Jesús fuera discípulo de Juan; pero tampoco
hay razones para negarlo. Es probable que Juan tuviera un círculo
de discípulos que le seguían y colaboraban con él en el bautismo
de penitencia (Mc 2,18; Mt 11,1-2; Jn 1,35; 3,22). Según el
Evangelio de Juan, también Jesús llegó a bautizar (3, 22-36; cf
4,1-2), pero no sabemos si independientemente de Juan Bautista o
como colaborador suyo. Lo que sí es seguro es que discípulos de
Jesús lo habían sido antes de Juan (Jn 1,35-51). También es
seguro que Jesús aceptó y apoyó el mensaje central del Bautista:
hay que hacer penitencia. Esto supone dos cosas: que Israel
entero y todos los hombres son culpables ante Dios sirve para
recibir el don salvífico de Dios, pues él viene. Jesús considera el
mensaje de Juan como «venido del cielo" (Lc 20, 4).
5. Con ocasión de su bautismo por Juan (el relato actual teología
y contiene retroproyecciones de la gloria del Resucitado), Jesús
tuvo una experiencia profética definitiva. Vio claro que la historia de
la salvación estaba vinculada a él. Con él se decidirá todo. A partir
de entonces sigue su propio camino, que ya no vuelve a coincidir
con el de Juan. El Bautista predica el juicio; Jesús, el evangelio de
la salvación y la alegría. El primero es un asceta rígido; al
segundo, en cambio, se le acusa de comilón y de bebedor y de
andar con malas compañías, como publicanos y pecadores. La
parábola del niño que toca la flauta en la plaza quiere concretar la
diferencia entre Jesús y Juan, señalando que cada uno de ellos
actúa de acuerdo con su mensaje central de juicio riguroso de Dios
(Juan) o buena nueva de salvación (Jesús) (Mt 11,16-19; Lc
7,31.35).
6. El gozoso mensaje de Jesús puede resumiese así: a) el reino
ansiado por todos está cerca; b) hay que acogerlo mediante la fe
en esa buena nueva y mediante la conversión; c) porque su
irrupción es inminente; d) y viene para la salvación de los hombres,
especialmente de los pecadores; e) porque Dios es Padre de
infinita bondad y ama indistintamente a todos, incluso a los malos e
ingratos, con predilección por los pobres, los débiles, los pequeños
y los pecadores; i) todo está condicionado a la adhesión a Jesús,
que es quien anuncia, realiza y anticipa el reino, el perdón y la
salvación.
7. Jesús transmite ese mensaje de liberación con su palabra libre
y sus acciones liberadoras. Parábolas basadas en la vida diaria y
máximas sapienciales y fácilmente inteligibles caracterizan el modo
de comunicación de Jesús. Sin embargo, la principal forma de
anunciar qué significa el reino inminente es la praxis de Jesús.
Jesús libera mediante actos simbólicos y milagrosos. El sentido
último de tales actos no es tanto revelar el poder divino de Jesús
cuanto concretar qué es, en la dura realidad de la historia y de la
vida oprimida, el reino de Dios en acción. Libera sobre todo
relativizando y desmitificando las leyes y las tradiciones, que se
han anquilosado, impiden que la vida sea humana e incapacitan al
pueblo para escuchar la palabra viva de Dios. El impulso de su
praxis no se dirige a algunos aspectos de la vida, como el culto o la
piedad ritual y devocional, sino a la totalidad de la existencia,
entendida como servicio a los otros en el amor. Estar siempre en
presencia de Dios y no sólo cuando se ora o se hacen sacrificios:
tal es la exigencia fundamental de Jesús. Con el mismo espíritu con
que amamos a Dios debemos amar también a los otros. Esto no es
moralizar la existencia, sino originar un nuevo tipo de vida. Es un
problema de ontología y no de moral. La moral es consecuencia o
reflejo de la ontología.
8. El mensaje y la praxis de Jesús («Todo lo hizo bien»: Mc 7,37)
tienen como soporte su profunda experiencia de Dios. El Dios de
Jesús no es el de la Torá, inflexible y distante, sino el Dios Padre
de infinita bondad, siervo de toda criatura humana lleno de
benevolencia amorosa para todos, especialmente para los ingratos
y los malos (Lc 6,35b). Ante este Dios, Jesús se sitúa como
criatura; por eso le dirige oraciones y súplicas. Pero también se
siente íntimamente unido a él, hasta el punto de considerarse y
llamarse Hijo. Es consciente de que Dios actúa a través de él. Su
reinado se manifiesta en su acción y en su vida.
Comer con los pecadores, acercarse a los impuros y marginados
no es simple humanitarismo, sino la manera de concretar el amor
de Dios y su perdón ilimitado a todos los que vivían con mala
conciencia y se consideraban perdidos. Frecuentando su
compañía, Jesús les da la certeza de que Dios está con ellos, los
acoge y perdona. Este amor de Dios que vive Jesús permite
comprender la paradoja de su existencia: de un lado, liberal frente
a la ley, las tradiciones y los hábitos sociales y religiosos de la
época; de otro, extremista y radical en lo ético, como aparece en el
Sermón de la Montaña. Esta paradoja se esclarece a la luz de la
experiencia del Dios de amor y bondad. Al amor no se le pueden
poner límites. Sería destruirlo. Es exigente: debe amar todo y a
todos. Por este amor acepta Jesús entrar en conflicto con la ley y
las tradiciones, que lo obstaculizan o lo amordazan. El no está
contra nada, ni contra la ley ni contra la piedad farisea. Su
oposición nace de un proyecto nuevo sobre la existencia,
entendida a la luz de una nueva experiencia de Dios. A partir de
esa experiencia somete todo lo demás a una crítica que purifica y
acrisola.
9. El reino no viene por arte de magia. Es propuesta y exige una
respuesta libre por parte del hombre. Por eso, el reino es histórico
y se estructura de forma personal, aunque no se reduzca a la
esfera personal. Dios no fuerza el reino, pues es un Dios no de
violencia, sino de amor y libertad. De ahí que Jesús predique la
urgencia de la conversión con el mismo énfasis con que anuncia la
buena nueva del reino. Las dos magnitudes son inseparables. La
conversión, por su parte, no es sólo condición necesaria para el
reino, sino que es ya el propio reino realizándose en la vida de las
personas.
10. La predicación de Jesús causó impacto y convocó a las
masas por su novedad y alegría. Sin embargo, por exigir un cambio
de manera de pensar y vivir, terminó por provocar en el pueblo y
en sus seguidores una profunda crisis que lentamente se fue
convirtiendo en fracaso. Lo advierte el propio Jesús cuando dice:
«¡Dichoso el que no se escandalice de mí!» (Lc 7,18-23; Mt 11,6).
Poco a poco se van apartando las masas; después lo harán los
discípulos; por último, hasta los apóstoles están a punto de
abandonarlo (cf. Jn 6,67). Al final se produce la llamada crisis de
Galilea (Mc 9,27ss; Lc 9,37). Jesús se da cuenta de que están
tratando seriamente de quitarle la vida. Lc 9,51 dice que Jesús
«endureció el rostro», es decir, tomó la firme resolución de ir a
Jerusalén. «Jesús les llevaba la delantera; los discípulos no salían
de su asombro, y los que le seguían iban con miedo", comenta Mc
10,32. Allí, en Jerusalén, en el templo, era donde debía irrumpir el
reino según creía una corriente apocalíptica.
11. Jesús asume y asimila la crisis y la progresiva soledad.
Es objeto de graves acusaciones: lo acusan de falso profeta (Mt
27,62-64; Jn 7,12), de loco (Mc 3,24), de impostor (Mt 27,63), de
subversivo (Lc 23,2.14), de poseso (Mc 3,22; Jn 7,20), de hereje
(jn 8,48) y de cosas parecidas. Jesús se consuela pensando que
«sólo en su tierra, entre sus parientes y en su casa, desprecian a
un profeta> (Mc 6,4; Mt 13,57; Lc 4,24; Jn 4,44). Es de suponer
que estas crisis llevarán a Jesús a modificar la idea que tenía de sí
mismo. No se quedó impasible considerando con altivez los hechos
históricos. Al principio se consideraba el heraldo y el profeta
escatológico de Dios: anunciaba la salvación y predicaba la
conversión. Al encontrar resistencia y darse cuenta de que
estaban tramando contra él un final dramático, no modificó su
comportamiento fundamental. Continuó predicando con el mismo
coraje y confiando en la capacidad humana de adhesión y
conversión. Pero comenzó a considerarse como el Justo doliente,
cuyas características habían sido trazadas por la teología del
Antiguo Testamento y de la apocalíptica. El Justo, fiel a Dios y a la
ley, es perseguido, humillado y puede ser condenado a muerte;
pero Dios lo exaltará. Esta figura del Justo y Profeta doliente
armoniza perfectamente con la atmósfera apocalíptico en que se
mueve Jesús.
La muerte del Justo como expiación por los pecados de los otros
era un tema de la teología rabínica y no de la apocalíptica. Según
los rabinos, el mártir no tenía que ser necesariamente justo (2 Ad
7,32), pues, aun no siéndolo, podía expiar por los pecados de los
otros (4 Ad 6,28; 17,22). Incluso un criminal condenado a muerte
podía expiar aceptando libremente la muerte. No parece que Jesús
se considerara Siervo doliente (contra las tesis de 0. Cullmann y J.
Jeremías). Según F. Hahn y, sobre todo, W. Popkes, Jesús se
habría entregado, pero sin hacer referencia expresa al himno del
Siervo de Is 53 y sin tener conciencia explícita de ser el Siervo
doliente.
Es muy probable que el Jesús histórico se considerara el
Profeta y el Justo doliente (L. Ruppert). Pero esa conciencia se fue
articulando progresivamente a lo largo de su vida, a medida que
fue descubriendo la oposición e interpretando y asimilando esa
situación.
12. J/CONCIENCIA-DE-SI: Como tónica general, los evangelios
dejan muy claro que Jesús se orientaba en todo a partir de Dios y
no a partir de las circunstancias. Su vida era una acción originaria
y no una reacción ante las posturas de los que estaban a su
alrededor. Estaba dispuesto a hacer siempre la voluntad del Padre,
al que se sentía unido. Pero esa voluntad de Dios no era una
especie de película que estuviera grabada en la mente de Jesús,
reflejara todo y permitiera conocerla de antemano. Si Jesús
hubiera tenido conciencia previa de todo, su predicación, su
insistencia en la conversión y todo su compromiso habrían sido un
«como si», una simple ficción. Su misma muerte no habría sido sino
teatro. Jesús era viator, como todos los hombres. Pero, como
profeta escatológico y justo, tenía una inaudita sensibilidad para lo
divino y para la voluntad concreta de Dios. Sin embargo, no la
conocía a priorI. La buscaba con fidelidad y plena pureza interior.
Se encontraba con ella a cada paso en su vida de profeta
ambulante, en la convivencia con los suyos, en las disputas con los
fariseos, en los encuentros con la gente, en la oración y en la
meditación, donde descubría a Dios tanto en los lirios del campo
como en la lectura de la Palabra. Jesús no podía saber a priori cuál
era la voluntad de Dios en cada momento. Lo descubría
asumiendo la historia, con todo lo que tiene de imprevisible, fortuito
y casual. La intensidad de la búsqueda y la íntima unión con Dios
le permitían siempre captar la voluntad divina, tanto en la alegría
de los apóstoles al volver de su primera predicación (Mc 6,30-31;
Mt 14,22) como al huir de los que le querían prender y matar (Lc
4,30; Jn 8,59; 10,39) o incluso en lo alto de la cruz, ante la muerte
inminente. No le debió de resultar fácil aceptar la voluntad de Dios,
que probablemente echó por tierra sus ideas sobre el reino (Lc
22,15-29; Mc 14,25), como se refleja en la tentación de Getsemaní.
Pero lo importante era escuchar y obedecer plenamente, hasta la
muerte, la voluntad divina. Así como toda su existencia era una
pro-existencia, un ser para los demás, así también los sufrimientos
que soportó deben considerarse asumidos delante de Dios como
exigencia de la causa que representaba y por fidelidad a todos los
hombres en función de los cuales era profeta.
13. Al fracasar en Galilea, donde había vivido y actuado, Jesús
se dirige a Jerusalén. Allí espera la irrupción completa y la victoria
de su causa. Entra con los suyos en la ciudad y se dirige al templo:
allí debe manifestarse el reino. Mc 11,11 dice que «entró en
Jerusalén y, cuando llegó al templo, miró todo detenidamente a su
alrededor. Como era ya tarde, salió con los Doce para Betania».
Creemos que éste es un texto decisivo. Supone un corte en el
contexto general y constituye un grave problema exegético. Sin
embargo, resulta inteligible si lo consideramos a la luz de la
conciencia que Jesús tiene de ser el Profeta y el Justo de Nazaret.
Entra en el templo, mira detenidamente todo lo que le rodea. El
reino puede irrumpir en cualquier instante, por cualquier rincón.
Pero no sucede nada... Jesús sale y se dirige a Betania, donde
están sus amigos Lázaro, Marta y María.
Al día siguiente regresa. Los evangelios narran la purificación
del templo. ¿Qué significado puede tener? ¿Sólo el espíritu
riguroso de Jesús? Creemos que el hecho se sitúa en su
perspectiva de la inminente venida del reino. El reino no se
inaugura en el templo, porque el santuario está impuro y es indigno
de Dios. Hay que purificarlo. Así se dará la condición necesaria
para que Dios se manifieste en su gloria a todos e inaugure su
señorío sobre todas las cosas. En la versión de Marcos, el relato
de la purificación, concluye casi con las mismas palabras del texto
anterior. "Y cuando atardeció salieron fuera de la ciudad» (Mc
11,19).
J/CREYENTE-SUMO: Una vez más ha caído por tierra una
convicción de Jesús. Este proceso interior de destrucción y
reconstrucción, de muerte y de resurrección, constituye la trama
permanente de la vida humana. También de la de Jesús. El hombre
vive interpretando e interpreta viviendo. Se va creando una imagen
del mundo. Librarse de ella continuamente para abrirse a Dios y a
su novedad diaria constituye la tarea de la fe. Jesús era, por
excelencia, un hombre de fe y de esperanza. Si la fe no consiste
sólo en una adhesión a las verdades y a los hechos salvíficos, sino
que significa fundamentalmente un modo de vivir entregándose
siempre a Dios y viviendo de él, entonces Jesús fue el creyente por
excelencia. En este sentido, dice la carta a los Hebreos (12,2) que
Jesús es archegós y teleiotés de la fe (el que comienza, termina y
hace perfecta la fe). En otras palabras: Jesús creyó de tal manera
y de forma tan perfecta que se constituyó en el principio que nutre
toda fe. Y ello porque creyó como lo hicieron los grandes modelos
del Antiguo Testamento, cuya apología se hace en el largo e
incomparable capítulo 11 de la carta a los Hebreos. Por eso se le
llama pistós (Heb 3,2, el que tiene fe; cf. Heb 2,13; 2,17; 5,8, donde
se habla de la obediencia que él aprendió 'y que es sinónimo de
fe). La fe inspiró constantemente la vida de Jesús. A su luz
descubrió en los acontecimientos de su vida la voluntad concreta
de Dios y trató de cumplirla.
14. En Getsemaní vivió los preludios de la gran tentación, la
escatológica. Vio claramente que se acercaba el gran momento en
el que se iba a decidir todo, y lo temió. «Mi alma está triste hasta la
muerte» (Mc 14,34). «Voy a orar» (Mc 14,32). Pide que se aparte
«aquella hora" (Mc 14,35). «¡Abba! ¡Padre!»: todo es posible para
ti. Aparta de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo
que quieres tú (Mc 14,36). Aquí reaparecen las expresiones
técnicas «aquella hora» y el «cáliz». Jesús sale fortalecido de la
tentación. Se entrega confiadamente al designio secreto de Dios.
Confía en que Dios lo librará por mal que se presente la situación.
15. Todo el relato de la pasión se halla bajo el signo de la
entrega: Judas lo entrega al sanedrín (Mc 14,10.42) ; el sanedrín,
a Pilato (Mc 15,1.10) ; Pilato, a los soldados (Mc 15,15) ; éstos, a la
cruz (Mc 15,25) ; por último, el mismo Dios lo entrega a su propia
suerte, dejándolo morir con un grito de abandono en los labios (Mc
14,34). Jesús se mantiene sereno y dueño de sí mismo durante el
proceso, como destacan los evangelistas. No es estoicismo, sino
confianza en la entrega absoluta a Dios. Sigue el camino del
Misterio, sea cual fuere.
16. ¿Qué sentido dio Jesús a su propia muerte? El mismo que
dio a su vida. Entendió la vida no como un bien que se nos da para
que lo vivamos y disfrutemos, sino como un servicio a los otros. La
diaconía constituye un rasgo característico de Jesús. Marcos lo
resume perfectamente: «Todo lo hizo bien, hizo oír a los sordos y
hablar a los mudos» (Mc 7,37). Por eso escribe acertadamente un
teólogo moderno: «La investigación neotestamentaria actual puede
decir con toda probabilidad que Jesús no interpretó su muerte
como sacrificio expiatorio, ni como expiación, ni como rescate. Su
propósito no era redimir a los hombres precisamente mediante su
muerte. En la mente de Jesús, la redención de los hombres
dependía de la aceptación de su Dios y del modo de vivir para los
otros de acuerdo con lo que él predicaba y vivía. Para Jesús, la
salvación y la redención no dependían de su futura muerte, sino de
que cada cual se dejase penetrar por el Dios, bueno para todos,
que él revelaba. Eso debía llevar a los hombres a un
comportamiento justo con el prójimo y hacerlos libres y liberados.
En una palabra: la redención vendría mediante el amor que se
traduce en obras y que nace de una fe confiada en Dios (Gál 5,4)
» 6.
La redención, pues, no depende de un punto matemático de la
vida de Jesús, de su muerte. Toda la vida de Jesús es redentora.
Su muerte lo es en la medida en que forma parte de su vida. Jesús
aceptó su muerte lo mismo que aceptó todas las cosas venidas de
Dios. La muerte posee sin duda un sentido antropológico
cualitativo eminente porque significa la culminación de la vida; por
eso debemos decir que representó para Jesús el culmen de su
proexistencia, de su ser para los otros. Con toda intensidad y
libertad, Jesús vivió la muerte como entrega a Dios y a los
hombres, a los que amó hasta el fin (cf. Jn 17,1). En este sentido
preciso, la muerte significa la culminación del servicio de Jesús,
como lo fue toda su vida. Y tiene tal plenitud humana que posee un
valor en sí misma. Pero ese valor no agota el valor y la intención
salvífica de Jesús.
4. El significado trascendente de la muerte de Jesús
Si los motivos que llevaron a Jesús al proceso y a la muerte
fueron triviales, motivos de seguridad, de egoísmo y de
anquilosamiento de un sistema, su muerte, en cambio, no fue nada
trivial. Refleja toda la grandeza de Jesús, que hace de su propia
opresión un camino de liberación. A partir de un cierto momento (la
crisis de Galilea), Jesús cuenta con una conspiración contra su
vida. Se entera de la muerte de Juan Bautista (Mc 6,14-29).
Conoce muy bien el destino reservado a todos los profetas (Mt
23,37; Lc 13, 33-34; Hch 2,23) y cree que se halla en esa misma
línea. Por eso va ingenuamente a la muerte. Lo cual no significa
que la busque y la quiera. Los evangelios atestiguan que se
escondía (cf. Jn 11, 57; 12,36; 18,2; Lc 21,37) y evitaba a los
fariseos, que lo asediaban constantemente (Mc 7,24; 8,13; cf. Mt
12,15; 14,13). Pero, como todo hombre justo, estaba dispuesto a
sacrificar su vida, si era necesario, para dar testimonio de su
verdad (cf. Jn 18,37), aunque, dada su mentalidad apocalíptica,
esperaba ser liberado por Dios. Jesús buscaba la conversión de
los judíos. Ni siquiera cuando se sintió solo y aislado cayó en la
resignación y pactó con la situación para sobrevivir. Fue fiel a su
verdad hasta el fin, aunque esto implicase el mayor peligro. Peligro
que abraza y acepta libremente, no como una fatalidad histórica,
sino con una libertad que pone en riesgo la propia vida para dar
testimonio de su mensaje. «Nadie me quita la vida, yo la doy
voluntariamente» (Jn 10,18). La muerte no es castigo, sino
testimonio; no es fatalidad, sino libertad. No teme la muerte ni
actúa por temor a ella. Vive y actúa a pesar de la muerte, aunque
ésta se le vaya a exigir, porque la fuerza y la inspiración de su vida
y de su actuación no están en el miedo a la muerte, sino en el
compromiso con la voluntad del Padre, descubierta en los hechos
concretos de la vida, y con su mensaje de liberación para los
hermanos.
El profeta y el justo, como Jesús, muriendo por la justicia y la
verdad, denuncian el mal de este mundo y ponen en jaque los
sistemas cerrados que pretenden monopolizar la verdad y el bien.
Este cerrarse y querer tener el monopolio constituyen el pecado
del mundo. Cristo murió por causa de este pecado trivial y
estructural. Su reacción se salió del esquema de sus enemigos.
Víctima de la opresión y la violencia, no empleó la violencia y la
opresión para imponerse. «El odio puede matar, pero no puede
definir el sentido que da a su muerte el que muere» 7. Cristo
definió este sentido en términos de amor, donación, sacrificio libre
por sus verdugos y por todos los hombres. El profeta de Nazaret
que muere es a la vez el Hijo de Dios, cosa que la fe sólo vio con
claridad después de la resurrección. Siendo Hijo de Dios, no hizo
uso de su poder divino, capaz de modificar todas las situaciones.
Jesús no dio testimonio del poder como dominación, pues este
aspecto constituye el carácter diabólico del mismo y origina la
opresión y los obstáculos a la comunión. Jesús atestigua el
verdadero poder de Dios que es el amor. Ese amor es el que
libera, hace solidarios a los hombres y los abre al auténtico
proceso de liberación. Excluye toda violencia y opresión, incluso
para imponerse. Su eficacia no es la de la violencia, que modifica
las situaciones eliminando a los hombres: esta aparente eficacia no
consigue romper la espiral de la opresión. El amor tiene una
energía propia, que ni se ve ni se percibe inmediatamente, pero
que da el coraje de entregar la propia vida en sacrificio y la certeza
de que el futuro está en manos del derecho, la justicia, el amor y la
fraternidad y no del lado de la opresión, la venganza y la injusticia.
No es de extrañar que, como demuestran una experiencia
multisecular y la historia reciente, los verdugos de los profetas y de
los justos sean tanto más violentos cuanto más presienten su
derrota. La iniquidad de la injusticia hace insolidarios a los malos y
divide a los verdugos. Dios no hace nada si el hombre, en su
libertad, no lo quiere. El reino es un proceso en el que el hombre
tiene que participar. Si se niega, seguirá siendo llamado a
adherirse, pero no por la violencia, sino por el amor sacrificado:
«Cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn
12,32).
La muerte de Cristo, independientemente de la luz que sobre ella
proyecta la resurrección, tiene un sentido que está en consonancia
con la vida que él llevó. Todos los que, como Jesús, exigen mayor
justicia, más amor, más derechos para los oprimidos y más libertad
para Dios, deben contar con la oposición y con el riesgo de ser
eliminados. Se vence a la muerte cuando no se hace de ella un
espantajo que amedrenta al hombre y le impide vivir y proclamar la
verdad. El hombre justo y el verdadero profeta la aceptan y la
integran en su proyecto. Pueden y deben contar con ella. La
grandeza de Jesús estuvo en no capitular ante la oposición y la
condena. Ni siquiera al sentirse abandonado por el Dios al que
siempre había servido, se entrega a la resignación. Perdona y
continúa creyendo y esperando. En el paroxismo del fracaso, se
pone en manos del Padre misterioso, en quien reside el sentido
último y absoluto de la muerte del inocente. En el culmen de la
desesperación y del abandono se revela la plenitud de la confianza
y de la entrega al Padre. Jesús no encuentra ningún apoyo en sí
mismo ni en su obra. Sólo se apoya en Dios y sólo en él puede
poner su esperanza. Una esperanza así trasciende los límites de la
propia muerte. Es la obra perfecta de la liberación: Jesús se libera
totalmente de sí mismo para ser enteramente de Dios. Si, como
dice Bonhoeffer, Sócrates nos liberó de morir con su serenidad y
soberanía, Cristo hizo mucho más: nos liberó de la muerte. Su
agonía rozó los límites de la desesperación, pero su entrega en
favor de los hombres y de Dios fue tan ilimitada y total que venció
el imperio de la muerte. Eso es lo que significa la resurrección, que
irrumpe en el corazón mismo del aniquilamiento.
...................
6. H. Kessler, Erlösung als Befreiung (Düsseldorf 1972) 25.
7. Ch. Duquoc, op. cit., 204.
(Págs. 346-363)
LEONARDO
BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981